La bruja del laurel

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Los momentos felices llegaban de diferentes maneras a las distintas personas. Para Violeta era leer algo que la tuviera atrapada todo el libro. Para Salvador oír los partidos de fútbol por la radio, para algunas personas podía ser comprar cosas, para otras viajar, comer, salir, contemplar el mar. Para Corel, la niña que tanto quería Violeta, era bailar. Para Samuel ser feliz era hacer lo que deseaba. Se sentía dueño de la noche aunque estuviera perdido. Porque estar en el medio de la nada le hacía pensar que estaba adentro del horizonte donde se juntaban el cielo y la tierra. De pronto, una señal indicaba el final del camino. La vio de casualidad y frenó de golpe. Luego, se dio cuenta de que, tal como lo indicaba el cartel, el sendero se separaba hacia un lado y hacia otro. Como si fuera una “T”. El camino por donde él venía se dividía en una senda hacia la derecha y otra a la izquierda. Tenía que tomar una decisión. Encendió la luz interna del auto y revisó por décima vez el mapa. El mapa decía que era una ruta. Quedó detenido aunque sabía que por la niebla no debía hacerlo. Al mismo tiempo pensaba que nadie pasaría por allí. De golpe, la niebla movediza despejó el otro lado del camino y lo que podría haber parecido el reflejo de la luna era una luz alta. También vio una casa grande. La neblina se movía y él cruzó. No iba a tomar ninguna dirección. Estacionó. Guardó la cámara de fotos. Cerró con llave, aunque le pareció una precaución inútil. Y caminó. El niño seguía dormido.

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