Salvajes

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Las tardes de verano me gusta despertarme de la siesta en la casa de la playa de la abuela Flora y mirar por la ventana. Tiene un jardín enorme; cerca de la ventana crecen los rosales que en primavera perfuman toda mi habitación, a la derecha las buganvillas, a la izquierda un par de sauces que nos dan sombra por la tarde y al fondo, mi vista preferida, las dos palmeras que en nuestro honor el abuelo Tristán, ha bautizado con nuestros nombres, Amelia y Cristina. Me llamo Amelia en recuerdo de una hermana de mi abuela, yo no la he conocido, dicen que era guapa, tampoco he visto nunca ninguna foto de ella, ni en casa de los abuelos ni en mi casa. Me gusta preguntar por Amelia, la abuela me sonríe y me toca la mejilla, sus ojos se ponen brillantes, pero nunca llega a contarme nada. Entre las dos palmeras del jardín, el abuelo Tristán ha colocado una hamaca. El abuelo vivió en Cuba y le quedan ciertas reminiscencias caribeñas que va poniendo aquí y allá o donde la abuela Flora le deja. La casa de los abuelos es colonial, encalada en blanco, mis recuerdos más felices están ligados a ella. Sobre todo, de mis primeros veranos, antes de que llegara Cris, veranos largos de la mano del abuelo, de mañanas frescas tumbada en la hamaca, el abuelo me revolvía el pelo y me sonreía, y me decía que algún día me llevaría a Cuba, que allí también estaba parte de la familia, que tenía derecho a conocer a la mujer por la que me habían puesto el nombre, a mi me daba igual, solo me gustaba la mano del abuelo tocando mi pelo. Después de aquellos primeros veranos ha llegado Cris, un día mamá y la abuela Flora llegaron con ella, era regordeta y tenía la piel muy blanca, la miraba con expectación y mamá y la abuela me sonreían y decían que Cristina ya estaba con nosotros, que era una alegría, que nos llenaría la casa de sonrisas, pero la casa solo se llenó de olores y ruidos que no me gustaban, la abuela ya no me tocaba la mejilla y mamá apenas me hacía caso y Cris solo lloraba y lloraba, no me parecía que aquella bolita rubia, llenara la casa de alegría, a mí desde luego no. Con el tiempo Cris ha ido creciendo, sigue siendo regordeta, llenita de lorzas que me gusta apretujar, y mamá siempre me grita –¡Amelia hija que la vas a asfixiar!– no es así, solo quiero ver hasta donde aguanta Cris antes de empezar a llorar de nuevo. Cris es rubia, en su pelo parece que siempre está atrapado el sol y sus ojitos azules me miran expectantes –Amediaaa– me dice y alarga mucho las aes, me molesta que en lugar de Amelia, me diga “Amedia” pero mamá me dice que es chiquitita y que llegará el día en que dirá bien mi nombre, no me tranquiliza, parece que Cris nunca va a decir bien mi nombre y me preocupa que encima de llevar el nombre de alguien que nunca he visto, lo fueran a decir mal. Cris ha crecido, pero sigue llorando, llora por todo. Llora y llora hasta que llega mamá y la coge en brazos, a mí ya no me coge nunca, pero también es verdad que yo no lloro. Cris y yo no nos parecemos, si ella tiene el sol en su pelo y el mar en sus ojos, yo tengo el carbón y el infierno, al menos eso he llegado a creer después de escuchar a la abuela decir sobre mí “esa criatura del infierno” y mamá le reprochaba, –también es nieta tuya– Menos mal que está aquí el abuelo, que siempre me da buenos achuchones. Como Cris no para de llorar, mamá siempre está cansada. En la misma conversación en la que la abuela había dejado bien claro que Cris era el cielo y yo el infierno, mamá se quejaba que desde que Cris había llegado no dormía y que “este insomnio me va a matar, hace tres años que no pego ojo, esta niña va a acabar conmigo” lo decía por Cris, claro, porque yo soy muy silenciosa. Desde que escuché aquella conversación detrás de la puerta, he empezado a buscar soluciones al problema de mamá, no quiero que mamá, tenga esas manchas violetas alrededor de los ojos que le afean tanto y que siempre me esté gritando por todo –Amelia hija, vístete que llegamos tarde–, –Amelia hija, baja a cenar que se está enfriando la sopa– todo esto es por culpa de Cris, la bolita Cris, el sol Cris, todo es culpa de Cris. Esta noche he dado con la solución, me levanto despacio, no se oye nada en la casa, todo es paz y tranquilidad, mamá duerme, Cris le ha dado una tregua, pero no creo que tarde mucho en pedir pis o agua o leche… es una pidona. Me acerco a la cunita blanca, es preciosa con unos muñequitos que eran míos pero ahora son de la linda Cris, abre los ojos azulitos, grandes y redondos con sus pestañas negras y me mira, sonríe y le toco la carita, le digo –Sshh, Cris, no llores, no queremos que mamá se enfade– acerco la mano a su boquita, que siempre me recordaba una fresa madura, la tengo un rato allí. Al ratito Cris deja de moverse y me alegro, se que los problemas de insomnio de mamá han terminado. Vuelvo a la cama, feliz y contenta porque la casa se llenará de risas, como había vaticinado la abuela.

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