Trilogía de Ciudad Real

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TrilogĂ­a de Ciudad Real



Carlos Barba Salvador TrilogĂ­a de Ciudad Real

Editorial FALSARIA


© Trilogia de Ciudad Real © Carlos Barba Salvador

www.facebook.com/#!/CARLOSBARBASALVADOR ISBN: 978-84-943048-1-1 Editado por Falsaria (España) © Falsaria (www.falsaria.com). Madrid Todos los derechos reservados. All rights reserved. Foto de Cubierta: Dollar Photo Club Diseño de cubierta: Falsaria. 1ª edición: Octubre 2014 Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.




TRILOGÍA DE CIUDAD REAL

PRÓLOGO Las ciudades sin río ya no se pierden demasiado: los peces llegan en camiones, los cultivos se nutren del sub­suelo y el agua corre de grifo en grifo. Ciudad Real no tiene río. Pero está llena de pescado­ res. Pescadores que rara vez saben que lo son. Estos pescadores añoran un río sin saber que lo hacen. Cual enamorados a los que borraran la memoria del ser querido. Y tal es su inconsciencia de esta añoranza que no hay palabra para ello. No se ha buscado ni se espera que se haga. No dedican demasiado tiempo a pensar en sí mismos. Ni se espera que en un futuro lo hagan. Las ciudades sin río carecen de desenlace. Tendrán plazas en las que se inspeccionen sus gentes, catedrales en las que celebren fracturas biográficas y parques de du­doso verde, pero jamás agua que se mueva y agite el en­torno. Sin río no hay ribera ni crecidas ni puentes por los que asomarse. Ni embarcaciones ni superficies en las que hacer rebotar piedras planas ni lugar al que lanzar mensa­jes en botellas que lleguen al mar. Ni, por supuesto, peces que devolver al río para que remonten la corriente. En Ciudad Real, los que no son pescadores, asumen esta Ciudad como Real y como propia. No buscan des­enlaces, no buscan ríos. No buscan lo que no existe, no vagan sin un motivo; saben que no hay río. Para llegar de un lugar a otro, van y vienen. A veces incluso pasean, pero rara vez los verás con mirada ausente. Es su Ciudad. Es suya. Y saben lo que tiene y lo que no. Otra cosa es lo que ocurre con los pescadores. Ellos no lo saben, pero deambulan buscando un río. Lo hacen de calle en calle. Por avenidas y pasajes que prometían un río al 9


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final. Son calles que ya recorrieron mil veces en su adolescencia y primera juventud. Muchas veces a la carrera. Una tras otra. Siempre buscando, sin saberlo, ese río que no acababa de aparecer. Y que nunca apareció. Algunos pescadores dejaron de buscar. Simplemente ocuparon su cabeza en otras cosas. Pero muchos otros no cesaron en su vagabundeo. Los años les enseñaron a no desilusionarse al final de cada calle. Pero como no saben que es un río lo que buscan, no paran de buscar. Vagan por las calles de Ciudad Real con un objetivo que es in­alcanzable y que además desconocen. Y así es difícil apre­ciar nada de lo que estas calles les ofrecen. No son difíciles de reconocer. Miran sin ver, oyen sin escuchar y andan encorvados por el peso de lo que no han encontrado. Y suelen llevar una botella en la mano y un mensaje en el bolsillo. Con la idea de que tan pronto vacíen la botella, la llenarán con el mensaje. Y todo junto irá al río. Ni botella ni mensaje llegan nunca al mar. Como no hay río al que lanzarla, de la que vacían la botella, olvidan el mensaje. Simplemente se juntan y esperan lo imposi­ble. Que crezca un río en medio de un erial. Luis Sordo del Castillo

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CALLES DE CIUDAD REAL



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PARTE PRIMERA I

Calles de Ciudad Real, sombras de otoño. Danzan fúnebres las sogas de los ahorcados. En los parques los abuelos hablan de los muchos que se fueron mientras apartan hojas con su bastón en busca de un billete de diez euros y envidian a una naturaleza que muere pero que, a diferencia de ellos, recuperará su vigor pasado el invierno. Son tiempos de vivir el pasado y el futuro pero nunca el presente. Fuera de los parques la vida se vive con un lige­ro frenesí innecesario para una ciudad tan pequeña y con tan pocas cosas que hacer. Es territorio de los menos mayores que se agrupan como formando pe­queños avisperos, ya sea para rezar, para tomar cañas o para comprar. No se sienten especialmente nadie y esperan una señal que nunca llega. Los más pequeños sólo miran e intentan aprender algo mientras guardan todo lo que encuentran en sus bolsillos, no se sabe bien si porque le encuentran va­lor o por cabrear a sus madres. Allí, en la ciudad con forma de huevo, en el ba­rrio de la Morería, en una de esas calles que podría ser cualquier otra, se esconden en un bar cuatro tristes fantasmas que ya hace mucho que dejaron de hacerse preguntas porque las respuestas no les satisfacían. El más viejo de ellos es Augusto, que lo es tanto que incluso está jubilado. Es simplemente eso, un an­ciano de la mancha, con sus virtudes, sus defectos y la ropa interior grande y amarilla. El benjamín es Cándido, que es lo suficientemente joven como 13


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para vivir de su madre. Nervioso, culto y por tanto inestable, no encuentra su lugar en este mundo y acude al bar porque allí ninguno está en posición de reprocharle que beba mucho. Los que restan por presentar son dos amigos del colegio cuyas vidas han discurrido por caminos muy distintos pero siempre paralelos. El primero se llama Hernán, como el gran con­ quistador ciudadrealeño Hernán Pérez del Pulgar, pero las personalidades de ambos son tan alejadas que el hecho de que compartan nombre es motivo de cachondeo. En efecto, dicen quienes lo conocen que la única vez que Hernán se alteró fue al nacer, y que aprendida la lección todo lo que ha venido después no ha sido sino reposo. El segundo es el dueño del bar y se llama Pepe, como todos los camareros de Ciudad Real. Es más duro que una moneda de cinco pesetas y tiene un tatuaje de Popeye en el antebrazo. Abrió el bar porque, según las ordenanzas municipales, en las esquinas sólo puede haber bares o panaderías, y a Pepe le gustaban más los cubatas que los bocadillos. Siempre charlan antes y después de cada partido en su mesa de siempre bajo una pizarra que reza «Las tapas son de carroña, lo bueno se paga». ―Me hubiese gustado preguntarle por qué lloraba, y hablar con ella al menos un rato, pero seguí cami­nando hacia delante con la vista clavada en el suelo. La vida ya no tiene poesía para regalarnos. ―¡Qué pocos huevos, Cándido! ―le recrimina Pepe mientras se suena los mocos en una servilleta usada. ―Para los cobardes no existen días especiales. ―Antes de pedirle poesía a la vida deberías pedirle un buen saco de nueces. En la televisión dan los resultados de los partidos que ya se han jugado, Cándido los mira con indife­rencia mientras gira su vaso de cerveza. ―Es una pérdida de tiempo seguir enfrentándote a los mismos 14


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problemas de siempre. Es mejor aceptar­los como algo inevitable. ―Mira, chaval ―precisa Pepe―, a mí a tu edad ya hacía mucho me habían intentado dar dos veces por culo en la legión. Necesitas meterte en problemas de verdad para soportar la vida cotidiana. ―Todo a su tiempo ―farfulla Augusto mientras in­tenta acercarse un vaso de vino con el bastón―. A este hombrecito aún no se le han rizado los pelos del culo. ―Los abuelos lo solucionáis todo cumpliendo años. Pepe hace entender con un gesto que se ha cansa­do de tanta literatura, pero el chico insiste en revol­carse en su propia porquería. ―Se puede ser feliz sin valor, pero no seré feliz mientras persiga algo que sólo te da la genética. ―Serás feliz cuando tu madre deje de lavarte los calzoncillos y se te dispare el instinto de superviven­cia ―dice Augusto derramándose medio vaso de vino en la camisa. ―Si quieres algo, cógelo, y si alguien lo coge antes que tú, le das dos hostias y se lo quitas. ―Pepe, para que exista gente como tú tiene que existir gente como yo: el carnívoro y el herbívoro ―se defiende Cándido. ―Exacto, la vida está inventada para que la disfru­ten los hijos de perra como yo. Pepe se vanagloria sabiéndose uno de los elegidos y pasa la bayeta a las mesas con aires de duque. Silba como un canario cuando atisba la primera claridad del alba dejando estupefactos a los asisten­tes. Hernán decide que es el momento de aliviar tanta tensión y le interroga sobre su repentina ale­gría. ―Pepe, hoy estás muy raro. ―¿Por qué lo dices? ―Porque te has duchado y estás contento. ―Y se ha afeitado ―añade Augusto―. No sabía que tenía cara. ―Pues pasa que yo no soy como el chico, yo cojo la vida por los cuernos. 15


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―¿Has quedado con una mujer? ―pregunta Cándi­do con los ojos llorosos. ―Con la que me trae La Tribuna. Cien kilos de amor incondicional. ―¡Qué suerte! ―¿Vas a cerrar? ―pregunta Augusto preocupado―. Pensaba que este bar no tenía puertas. ―Una hora. Cuarenta y cinco minutos para el ka­raoke y quince para el amor. Estaré aquí para cuando venga el churrero. ―El amor, ¿eso cómo se hacía? ―pregunta Hernán a Pepe con nostalgia. ―Como en los documentales, pero sin barritar que ahora estamos en Europa. ―En mi última cita fui a un bufet libre, pero estuve tanto tiempo comiendo que se quedó dormida. ―No consigo imaginarte junto a una mujer, gord­inflón ―insulta Augusto. ―Ellas tampoco. Cándido se mira el reloj midiendo el tiempo que resta para que comience el partido y hallando el sufi­ciente para meter la pata decide intervenir. ―No todas. Tu vecina se pone tonta cuando te sa­luda. ―¡No jodas! ―resucita el camarero. ―Di que no. ―Di que sí. Lo he comprobado. ―¿Tu vecina la nueva? ―se interesa Augusto―. ¿La que me vuelve loco? ―No me creo yo que te deje ni acercarte ―apoya Pepe. ―Pues eso. ―Pues eso ¿qué? ―Que en la vida no queda poesía… Pepe se suena de nuevo la nariz con la misma ser­villeta, pero está rota y se pringa las manos. Aún así, antes de limpiarse decide 16


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sentenciar: ―Falta de huevos. El día cae desfallecido como un elefante deprimi­do. Saque de honor y comienza el partido. La con­versación se disuelve en el tiempo como un trozo de mantequilla en el puré de patatas. Habrá que esperar al menos noventa minutos para cualquier cosa.

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II Amanece como todos los días con el mundo so­ bre los hombros. Hernán, camino de la ducha, divaga sobre si zafarse de la insatisfacción implacable o se­guir soportando. Cada segundo que aguanta bajo los calientes cho­rros es un segundo que le roba a un trabajo que le humilla, le arresta y le enferma. Continúa, siempre hacia delante, bajo una inexpresiva mueca de dolor. Abre la puerta de su vivienda. ―Un día menos para el fin de la farsa. Gira una vez la llave de la puerta, apoya la cabeza contra la misma y gira de nuevo. Como un escope­tazo se abre la puerta de enfrente: ―Buenos días. ―Buenas. ¿Qué tal, vecina? Hernán se incorpora sobre su propia desgracia con la frente roja y los ojos pegados. Siente que su gingivitis está apestando todo el edificio. ―¡Qué mala cara! ¿Otra vez deprimido por tu equipo? ―No, porque es lunes. Hernán rebusca entre los circuitos de su cerebro esa frase que sirve de acercamiento y a la vez desnu­da todas tus virtudes, pero ya sabemos que cuanto más te importa algo más grande es la mierda que te comes. ―Ser funcionario es mi modo de vengarme del mundo. Hernán sonríe como queriendo decir: «Toma, esta es la poca dignidad que me queda, haz con ella lo que quieras», y ella sonríe de igual modo que se le sonríe a un niño discapacitado. ―¿De mí también? 18


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―Entendiendo el mundo como un ente abstracto, no como la suma de todos sus individuos. Tras el umbral del portal espera la primera clari­dad del alba amable y redentora. Él camina despacio intentando al menos no tropezar, ella contiene la risa mientras le abre la puerta. ―Bueno, pues te deseo que el lunes no se prolon­gue más de lo necesario ―dice ella. ―Gracias, igualmente. Hernán no se atreve a articular palabra porque se sabe bloqueado y ya se respeta suficientemente poco a sí mismo, así que se limita a cruzar la puerta con su me­jor sonrisa esperando haberse aseado correctamente. ―Te llamas Hernán, ¿verdad? ―Sí, al menos de momento. ―Yo me llamo Prado, como todas las ciudadreale­ñas de más de treinta. ―Pues si necesitas algo ya sabes donde vivo. ―Sí, te tengo fichado. ―En serio, cualquier cosa. ―Gracias. Hernán se pone nervioso y piensa que el pro­tocolo dicta darse dos besos en las mejillas cuando se es formalmente presentado, pero por suerte re­acciona a tiempo y saca su móvil del bolsillo para mirar la hora. ―Bueno, me voy que no quiero llegar tarde. ―Yo espero aquí a que me recojan. ―Nos vemos, Prado. ―¡Chao! La ilusión es caprichosa y a Hernán se le viene la idea a la cabeza de que quizá haya otro objetivo en su vida a parte de beber tanto como pueda. Pierde uno a uno pero solo temporalmente los prejuicios que acumula sobre sí mismo para intentar ver con algo de claridad, pero la idea que persigue es demasiado buena para ser 19


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cierta. Paso a paso recupera la calma y elige, como siem­pre en su vida, la conclusión menos peligrosa: «Ha­brá sido solo amabilidad, gordinflón».

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III En uno de esos días en los que tienes gases de comer legumbres, agujetas de jugar al fútbol y resaca porque ayer fue sábado, uno de esos domingos don­de la depresión deja de ser parte del romanticismo y te acuerdas de cuando la vida era un mostrador del que podías coger aquello que más quisieras, en el pre­ciso instante en el que esperas que la vida te devuelva algo de todo lo que te ha robado, es cuando tu equipo sufre la derrota más humillante. Sale Augusto del baño subiéndose la bragueta y pasándose la lengua por el sarro de sus dientes: ―Hernán le está gritando a tu máquina de condones. ―¡Qué mal perder! Voy a tener que cerrar el bar para que volváis a ser felices. Cándido reflexiona con la mirada perdida sobre las declaraciones sin sentido de los jugadores. Tiene el puño de la camisa metido en un plato de aceitunas pero no encuentra el impulso para sacarlo: ―Tic-tac, otro segundo que te arañan, otra porción de vida. Sale Hernán del baño anudándose una corbata mientras sigue la mirada dolida de su amigo hasta en­contrarse con la televisión. ―Anestesia total que no quiero verlo. ―Joder, Hernán ―señala Pepe ojiplático―, no te veía con corbata desde tu primera comunión. ―Voy a quedarme en el portal hasta que aparezca. ―¡Qué patético! ―observa Augusto. ―¿Se te ocurre algo mejor? ―Llamar a su puerta. ―¿Y parecer un vulgar acosador? La noche es el llanto lastimero de un galgo que acaba de ser 21


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abandonado. Había caído otra semana sobre la que no habría nada que contar, otra sema­na de consolarse día tras día con que mañana será mejor. Pepe escribe en la pizarra del menú del día platos exóticos con los que intentar sacar una sonrisa a aquella pandilla de moribundos emocionales: Primero Escroto en su jugo con orina de perro Segundo Hemorragia anal de mono muerto Postre Fantasía de frenillos de polla Un viento helado entra por la puerta y arremolina todas las servilletas que se amontonan en el suelo. Como una aparición entra Prado, decidida, maquilla­da y con minifalda. ―Jefe, un cubata ―pide en la barra. Pepe se da la vuelta y clava sus ojos rojos en la cara panfollada de Hernán: ―Ten cuidado, amigo, que esta tiene muchos más huevos que tú. La estupefacción del aforo se mide por tonela­das. Hacía siglos que ninguna mujer atravesaba la puerta del bar con intención de quedarse. Todos buscan entre sus recuerdos de niño algunos de los modales que aprendieron de sus madres. ―¡Ha venido a buscarte! ―susurra Cándido entre dientes mientras se afloja los calzoncillos. ―Ve a sentarte con ella, huevón ―aconseja Augusto mientras se sacude migas de pan de los pelos del pe­cho. ―No puedo. ―Hernán, coño… ―empuja Pepe mientras borra la pizarra con una balleta llena de grasa. ―No puedo. El alcoholismo es un buen rincón donde escon­derse. Te regala falsas emociones a cambio de muy poco dinero, pero el peso de los 22


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años conforme des­gasta tu ilusión arrastra también tus miedos y si no hay miedo el alcoholismo aburre. Hernán ya no tiene dónde esconderse. Se levanta de la silla para dejar de beber por imaginar que vive. ―Hola, Prado.

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IV Hernán abre la puerta de su casa entre nervioso y pasmado, deja sus llaves donde de costumbre y en­ciende el portátil abstraído por la inquietante quietud de la calle. Un aviso de mensaje le despierta de su fantasía. Cándido también está conectado y comien­zan a conversar a través de la red. ―Has llegado muy pronto ―señala Cándido―. ¿No fueron bien las cosas? ―No lo sé, ha sido todo muy rápido y extraño. La conversación era fluida y agradable, pero en cuanto os fuisteis del bar pareció entrarle prisa y se marchó. Me quedé un rato más con Pepe con la excusa de ayudarle a recoger y así evitar el incómodo momento de despedirnos en el descansillo. ―¡Ya te digo! Si me quedo a solas con una mujer en un descansillo me desmayo. ―Tengo que pensar mucho en todo esto porque no entiendo nada, estoy desbordado. ―Es normal, hace años que no te sucedía nada im­previsto. ―¿Es posible que una mujer así se sienta atraída por mí? ―Con el paso de los años se baja el listón. ―Es verdad. A los veinte no me habría conforma­do con menos de un notable, ahora me conformaría con cualquier cosa que tuviese aspecto humano. ―Lo importante es que no pierdas la cabeza. Acuérdate de los que siempre hemos estado a tu lado. ―Tienes razón. ―Me voy a dormir, mañana tengo que hacer reca­dos y tengo que levantarme temprano. 24


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―¡Qué tragedia! ―Léete el correo. ―¿Otro capítulo de La filosofía poética? ―Sí, espero tu respuesta. ―Descuida. Buenas noches. ―Buenas noches, tío, y que sueñes con el culito de tu vecina. En el reloj de la catedral gotean los segundos como la baba de un borracho. La habitación huele a calcetines y Hernán se levanta para abrir la venta­na. La brisa le entra por la camisa y golpea su pecho como un sentimiento nuevo. Piensa en lo mucho que le apetece fumarse un cigarro pero por suerte ya hace mucho que ha desterrado ese feo vicio de su casa. Se sienta de nuevo y abre el correo para alejar las malas tentaciones de su pensamiento. Allí Cándido había escrito lo siguiente: Lo más difícil fue darnos cuenta de que no éramos especiales. El mundo no encontró resistencia para continuar su rumbo pasando por encima de nuestras identidades y todo es exactamente igual a como era, salvo por es­tas desprendidas carcasas de carne que quedaron a la deriva. Cada escarceo de juventud es un nudo grotesco e in­descifrable que nos supera repetidas veces mientras sólo se nos ocurre pasarnos la mano por la calavera. Y aho­ra que ya podemos poner en una balanza los buenos y los malos momentos solo podemos llorar desconsolados. Lo poco que se puede hacer con la vida nos impide ser únicos. Hernán se recuesta en la silla y piensa en la con­versación con Cándido. Abre de nuevo el Messen­ger y subraya la frase: «Acuérdate de los que siempre hemos estado a tu lado». Si finalmente de los flirteos con Prado nace una relación sentimental, su amis­tad no debería verse afectada bajo ningún concepto. La emoción contenida durante tantos años no debe­ría cegarle. Su prudencia y su sentido 25


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de la justicia eran sus mayores virtudes y sin ellas se convertiría en un pelele. Convencido de esta idea se reincorpo­ra de nuevo, pincha sobre la opción «Responder» y escribe lo siguiente: Me acuerdo de cuando la vida tenía sentido. Cuando creíamos en las personas, cuando nos emo­cionábamos, cuando teníamos futuro, cuando no tenía­mos miedo de abrir los ojos para descubrir quién nos pateaba los costados. Y llegados a este punto de caída libre, de hacernos viejos física, psíquica y emocionalmente, me doy cuenta de que tengo que aprender a sobrevivir. Soñar con una jubilación digna queda muy lejos de los paraísos que inventábamos, pero también entonces me parecía que era muy desgraciado. Espabilemos ahora que no quedan segundas oportunidades. Hernán mira el reloj que le dice que son las cua­tro de la mañana y se agobia con la idea de no tener apenas tiempo para descansar antes de ir al trabajo. La luz tenue de las farolas se cuela en la alcoba y ge­nera sombras. Inquieto y excitado, Hernán concilia el sueño apoyado en la idea de que mañana amanecerá de nuevo. Así fue.

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V ―El trabajo genera depresivos y el paro depresivos drogadictos. La juventud deja lo mejor de sí llamando a cada puerta. La noche cae pronto y desganada sobre la ciudad. En los recreativos los depredadores buscan a quien robarle el ocio de esa tarde y algo de dignidad. Tras la vidriera del bar todo se contempla con lejanía, del mismo modo que alguien entrevé una película que le aburre. ―El dinero ha dejado de producirse por el movi­miento humano y ahora se produce por su propia po­sesión. Si las máquinas lo hacen prácticamente todo por nosotros, ¿cómo es posible que sigamos siendo tan esclavos? ¿Quién se está beneficiando de todo esto? ―Cándido, cállate, coño ―dice Pepe con todo su odio―. ¿Para qué te quejas si no vas a trabajar nunca? ―Alguien tiene que hacerlo. ―Joder qué tres: un parado, un jubilado y un fun­cionario. El funcionario y el jubilado miran tras los crista­les abstraídos y melancólicos. Ya nadie les robará el dinero para las máquinas recreativas. Ambos alzan la vista para buscar el reflejo de aquel que les refiere y acto seguido pasan la manga de su chaqueta por el vidrio para desempañarlo y seguir observando como dos espíritus. ―Cuando estaba en la universidad pensaba que este orden injusto tenía los días contados: mis compa­ñeros ocuparían los puestos de aquellos viejos con­servadores y maduros liberalistas, pero al final todos han encontrado una excusa para seguir empujando la rueda. Era todo una careta, lo que tocaba en ese momento. ¡Qué vergüenza! ―Hoy estás especialmente excitado. ¿Te has toma­do la pastilla contra la depresión? 27


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―Pepe, la gente como tú tiene que estar al frente del cambio. ¡No tienes ni para morirte de hambre! ―¿Te importaría ir a tomar por culo? ―En el fondo eres un romántico, un ángel caído que ha terminado por confundir objetos con emo­ciones, pero fabricarte alguna enemistad es necesario cuando convierten tus ilusiones en una pantomima. ―¿Me echáis una mano con este tío o la tenemos? Augusto se levanta con la misma alegría con la que alguien se sienta en la silla eléctrica y bufa tanto que parece estar levantando un saco de cemento. El tiempo que emplea en erguirse definitivamente nun­ca pudo ser calculado, pero mientras lo hace dice: ―Es que se acerca la Navidad y el chico se pone tierno. Se acuerda de su padre. Cándido mira solemne al infinito y comienza a ha­cer pucheros. Por no perder lo que le queda de hom­bría deja la mente en blanco para no llorar. ―Me acuerdo mucho. Pepe mira con complicidad sensiblera a Cándido y le pone la mano en el hombro. Todos habían aposta­do que la primera vez que Pepe se acercara a Cándido sería para darle una patada en los huevos. ―Yo tampoco tengo padre. ―Ninguno de los que estamos aquí tenemos padre ―concreta Hernán con profundidad. ―Mis hijos sí ―dice el viejo―, pero ya no se acuer­dan. Pepe se enrolla con fuerza el trapo en la mano haciendo que sus venas tomen un relieve tenso y dra­mático. ―Nadie se va de este mundo sin su buena ración de hostias. Augusto aprueba con la cabeza. Desde el momen­to en que nació su primer hijo echó en falta que aún no se hubiese inventado el Control+Z. Ese rechazo a tenerlos hizo mayor el sacrificio de criarlos y ese sacrificio hizo que fuese mayor la indignación por ha­ ber sido apartado de esa manera tan poco dialogada con la que se 28


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aparta a las personas. ―Mi padre era un hombre muy tranquilo y calla­do ―continúa Cándido―. Sólo lo vi emocionado en el funeral de un amigo al que hacía mucho que no veía: mi padre siempre le reprochaba que se había olvida­do de él y se echó a llorar cuando su viuda le entregó una bolsa llena de dedales que había ido comprando en sus viajes porque sabía que mi abuela los colec­cionaba. Todos comienzan a hacer bailar sus copas espe­rando que sea otro el siguiente en hablar. Tienen miedo de que los demás no sepan reaccionar ante un regalo tan delicado. Finalmente Hernán asume su papel de segundo hombre más femenino del cuarteto y comienza a exponer su parte de la misa. ―Mi padre siempre se emocionaba cuando recor­daba algo que le sucedió a mi abuelo en el campo de concentración: era de los pocos que sabía leer, por lo que le escribía las cartas a muchos de sus com­ pañeros. Una vez uno de ellos viéndose al borde de la muerte le pidió que escribiera a su mujer dicién­dole que le mandara algo de comida, textualmente: «Aunque tuviera que meterse a puta». Cuando llegó la comida ya había muerto. ―¡Cabrones! ―grita Augusto―. A mi padre por ro­bar dos patatas le hicieron pasearse por todo el pue­blo con un cartel que decía: «Soy un ladrón». Nunca pudo recuperarse de esa humillación. El silencio engulle el espacio durante unos segun­ dos, los necesarios para que los vapores de la borrache­ra turben a Cándido que tras revolverse en su silla pega tal grito que los demás presentes se encogen del susto. ―¡Padre! ¡Quítame esta garrapata que hay en mi cerebro y que me roba la energía! ―La vida es así ―se mofa Pepe―: el que la coge, la coge, y el que no, se le escapa. ―Pepe, tengo dos carreras y tres idiomas y no con­sigo trabajo porque soy flojo. ―No te castigues. Al fin y al cabo tu padre no tuvo tiempo de 29


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darte una buena hostia. ―Y el pobre Hernán tuvo que pelear con cinco mil personas para un trabajo que puede hacer un mono listo. ―No hace falta que sea listo ―concreta Hernán sin saber bien cómo sentirse. ―Tenías grandes sueños. ¿Dónde habrán ido a morir? ―Nunca tuve muy claro cuáles eran mis sueños. Así fue más fácil no cumplirlos. ―Soy como el rey Midas, todo lo que toco lo con­vierto en mierda. Hernán, no te vayas, eres lo único que me queda. La frase provoca la risa exagerada del abuelo que ya se lo estaba viendo venir. ―El niño llora porque vas a entrarla en caliente. ¿Qué te parece, Hernán? Hernán permanece perplejo sin saber bien qué decir, él sí que no se esperaba esa reacción. ―Hace veinte años que no conoce mujer. ¿Creéis que va a venir aquí a morirse del asco con vosotros? ―Ya se aburrirá ―dice Augusto secándose las lágri­mas―, follar no da tanto de sí. ―Ya me lo diréis… La conversación es interrumpida por la explo­sión de un petardo de enormes dimensiones. Pepe, como un acto reflejo, sale corriendo detrás de los autores con una pata de jamón en la mano. La hu­mareda que ha generado la deflagración se extiende como un tumor y engulle al resto uno por uno. Cán­dido, el último en desaparecer, apura su copa entre lloriqueos. ―Ya me lo diréis…

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VI Hernán se despierta empapado en sudor negro, invadido de esa extraña irrealidad que te aturde cuan­do lo primero que ven tus ojos son los tonos grises de la última luz del día. Se dirige al baño, se moja la cara y se mira en el espejo: igual de pálido que en tantas otras resacas, pero mucho más viejo. No quie­re tener problemas con su juez interior por lo que se apresura a encender el ordenador para leer los diarios deportivos. Suena la puerta de al lado y se asoma por la mirilla. Prado vuelve fresca y limpia con bolsas del mercado, y Hernán anhela esa vieja vida en la que paseaba y comía sano. Se acerca al ordenador y observa que Cándido está conectado. ―Cándido, ¿estás ahí? Voy a invitar a Prado a pasar la Nochebuena conmigo. No obtiene ninguna respuesta, pero intuye que está al otro lado de la red, leyendo lo que él escribe: ―La vida se me escapa entre los dedos. No quiero seguir así. Voy a intentar ser feliz. Intenta recomponer su cuerpo y su estado aní­mico antes de que le falte el impulso del cambio: se afeita, se ducha y come algo con un ibuprofeno. Luego observa que tiene un correo electrónico y de­cide leerlo mientras el medicamento alivia la presión insoportable que se siente sobre la nuca y las sienes cuando tu cuerpo decide que ya te has divertido de­masiado. Es de Cándido. Lo abre: Creía que era especial, pero sólo estaba deprimido, del mis­mo modo que alguien cree que tiene hambre pero sólo son gases. 31


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No es de extrañar que sucedan estas cosas cuando acepta­mos tener algo que contar de 1 de cada 3.650 días de nuestra existencia. Seré un bárbaro, pero creo que es más rápido atarse una soga al cuello: En una asociación de cobardes todos tienen miedo de ser el presidente. Hernán decide levantarse y hacerse un zumo de naranja para empezar a dar buen ejemplo a su or­ganismo, pero lo más parecido que encuentra a una fruta es una botella disipada de Coca-Cola. Lo acepta con el ánimo de quien está convencido de que eso es la última vez que le ocurre y se conforma con beber agua a morro del grifo. Se aproxima de nuevo al ordenador para respon­der a Cándido. Esto es algo que sin embargo sí hará por última vez: La cafeína y las resacas disparan la sensación dramática de la existencia: no ser o no ser. El hecho es que pasados los treinta dejé de querer ser par­tícipe de nada y todavía prefiero observar desde mi solitario rincón como interactúa la gente. Espectador de lujo, dueño de nada. Sin querer darse tiempo para pensar un guión que acabe estropeando todos los planes se levanta como si estuviese libre de pecado, atraviesa su puerta y pul­sa el timbre de Prado. Vuelve la conciencia de tiempo y lugar y arrastra con ella al pánico. Oye a Prado que está tras la puerta pero no abre. El miedo al ridículo le hace parecer im­posible dominar los esfínteres. Los segundos pasan como siglos, pero finalmente abre. ¿Cuáles son las palabras correctas? ¡Qué más da! ―¡No quiero estar sólo!

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VII Hace tres días que bebe con moderación y Her­nán ya se siente un nuevo hombre. Prepara la cena de Nochebuena con paciencia, cuidando los deta­lles, sonriéndose por esa extraña sensación de segu­ridad en sí mismo y porque su casa le parece un sitio amable que le guarece como una madre del viento helado que golpea la ventana. Se mira en el espejo del pasado, hace justo un año cenando latillas con vino malo y sintiendo como si alguien hubiese arrasado su pecho con un lanzallamas. ―Nunca más. En la calle suenan los villancicos y se acuerda de cuando era niño. Coge una foto de sus padres y se emociona, son demasiados años sin poder verlos. La deja y enciende unas velas perfumadas. Su casa siempre había olido a polvo y a algo que empieza a descomponerse en la basura o en el frigo. Cuando comienza a cortar el pan llaman con júbilo a la puer­ta. Abre. ―A Belén pastores, a Belén chiquillos… Prado deja el villancico para besar en los labios a Hernán y este agradece el acercamiento con un pe­queño azote en el culo. Es la prueba definitiva de que aquello que pasó la otra noche es verdad y de que los compromisos que se alcanzaron siguen en pie. Se siente el hombre más fuerte del mundo y abre una botella de vino para celebrarlo. ―Me has sorprendido. Esperaba una casa mucho más masculina. ―Me estoy reformando. ―Eso sí, te falta comprar unas cuantas cosas. Está prácticamente vacía. ―Las cosas dan problemas. 33


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En el salón Prado curiosea lo poco que hay para curiosear mientras silba. En la cocina Hernán termina los preparativos mientras tararea. Parecen dos adoles­centes que aprovechan que sus padres se han ido de vacaciones y les han dejado la casa para ellos solos. ―Ha llamado mi hijo. ―¿Qué se cuenta? ―Poca cosa. Han organizado una cena en la resi­dencia de estudiantes. Luego saldrán a dar una vuelta por Madrid. ―Menudo disgusto se va a llevar cuando le cuentes lo del tonto de los huevos del vecino. ―Esa costumbre de insultarte es muy fea. ―Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer por mí? ―De todos modos, ya tiene casi veinte años. Tendrá que aceptar que su madre no va a estar siempre sola. Hernán aparece en el salón con el primer plato humeándole entre las manos. ―Crema de verduras con nata y taquitos de jamón. Vegetariano y saludable. Prado sonríe con sinceridad. La imagen de un oso juguetón diciendo tonterías es claramente una mejora respecto a sus relaciones sentimentales anteriores. En aquellas ocasiones la anulación absoluta del contrin­cante era la única finalidad del juego y el fin justifica­ba los medios. ―¿Por qué sonríes? ―Por nada. Te creía un tipo mucho más callado. ―Lo soy. Hablar es muy problemático, pero hoy es diferente, hoy estoy contento. Prado vuelve a sonreír. ―Además, ¿tú me has visto cara de que a alguien le importe mi opinión? Prado sigue sonriendo. ―Pues eso. ―¿Y por qué esto tiene más jamón que crema? ―pregunta 34


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Prado sin parar de sonreír. ―Es que la receta es de Pepe. Yo le he añadido la crema de verduras. Y sigue sonriendo. ―Te llevas muy bien con tus amigos, ¿verdad? ―Somos diferentes pero estamos muy unidos. Por distintos motivos estamos un poco solos. Eso nos ha unido más que otra cosa. ―Eso y el fútbol, ¿no? ―Sí, llevamos muchos años viendo allí los parti­dos, aunque a Pepe no le gusta mucho el fútbol. ―Eso está genial. Hernán carraspea y bebe vino. Hace mucho que no trata de negocios con una mujer y no sabe bien cómo plantear lo siguiente. ―También llevamos muchos años cenando juntos en Nochevieja. No sé qué pensarás de esto. ―¿Qué tengo que pensar? ―Pues si te parece bien. ―Hernán, tú eres un hombre libre. No le des a na­die la oportunidad de ser egoísta contigo porque por mucho que te quiera lo será. Ella le mira fijamente para dar entidad a sus pala­bras, él pone cara de satisfacción, como cuando sa­ caba buenas notas. Está impresionado. No recordaba que las cosas fueran así de fáciles. ―Eres maravillosa. ―Ya lo sé, y además estoy muy buena. Hernán se atraganta con la comida mientras Prado no para de reírse. Se ha puesto rojo de la vergüenza y a ella le agrada saber con qué poco puede escanda­lizar a ese hombre bueno. La cena continuará de un modo muy agradable, entre flirteos y risas, y con gran esfuerzo por ambas partes de agradar.

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VIII Cae la helada del siglo en Ciudad Real. Son las ho­ras previas a fin de año y los niños se afanan por hacer el máximo ruido posible con sus petardos. También los hay que aprenden que el dolor te puede volver loco y observan desde sus ventanas cómo se fragua la derrota de cada noche. Son aquellos que se empe­ñan en afrontar los recuerdos desprotegidos, que se miran las manos esperando ver un adolescente y se encuentran con un anciano. La mayoría sin embargo es gente obligada a cenar con aquellos a los que me­nos soporta, que caminan con la vista al frente, con indiferencia, esperando a que exploten las rencillas con la segunda copa de vino. Hernán avanza entre todos ellos con el paso decidido y con una caja de dos kilos de langostinos. Abre la puerta del bar mientras los exhibe con orgullo, pero en seguida percibe que algo no va bien. ―¿Qué caras son estas? ―Siéntate con nosotros ―le pide Pepe mientras le acerca una silla―. Tenemos que contarte algo que no te va a gustar. ―¿Dónde está Cándido? ―De él precisamente queremos hablarte ―dice Au­gusto apurando un vaso de coñac―. Cándido se ha tomado un montón de pastillas y está en el hospital. ―¿Ha intentado suicidarse? ―Los médicos opinan que sólo quería llamar la atención. Augusto y yo pensamos igual. ―No le ha pasado nada. Un lavado de estómago y mañana estará otra vez bajo las faldas de su madre. ―Hernán, ese chico no te conviene. Sólo te dará problemas. ―¿Ya ha dejado de ser nuestro amigo? ¿Así de fácil? 36


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―Además pensamos que es marica. Augusto al principio ha dudado pero ha acabado dándome la razón. ―Todo este jaleo que ha montado es porque estás saliendo con tu vecina. ―Si seguís por ahí me voy a ir. ―A estas horas no te van a dejar verlo ―le detiene Augusto. ―Digo que me voy a ir a mi casa. ―No te vayas, aún queda lo mejor ―dice Pepe mien­tras intenta aguantarse la risa―. La madre de Cándido y la mujer de Augusto son la misma persona. ―Qué cojones… Los dos empiezan a reírse grotescamente con evi­dente desprecio a las amenazas de su amigo. ―Es una broma, gilipollas. ¿Cómo va a tener Au­gusto un hijo marica? ―Adiós. ―No te vayas, hombre. Solo estamos borrachos. ―Adiós. ―Pero por lo menos no te lleves los langostinos. Hernán se marcha. El frío le corta los ojos mien­tras piensa en lo poco que dura la felicidad. Desde el bar sus dos amigos siguen sus pasos con la mirada hasta que lo pierden. Pepe se levanta a por unos pu­ros mientras Augusto le recrimina sin mucha preocu­pación. ―Lo has cabreado. Parece que este año nos comemos las uvas sólos. ―Dile a tu mujer que baje. ―No, también está cabreada.

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PARTE SEGUNDA I En Ciudad Real a 14 de febrero de 2012 Querido falso: Te escribe Cándido, aquel a quien entregaste una amis­ tad condicionada. Seguro que estás muy ocupado haciendo el ridículo, pero he creído oportuno reírme de ti en un día tan señalado para los que vendéis vuestra dignidad por un poco de pienso en el suelo. Siempre defendí que no se debía soñar con algo que no se puede tener por tus propias limitaciones, pero tú sin embargo sigues intentando fornicar con tu carcelera aun a sabiendas de que la ansiedad acabó hace mucho con tus erecciones, ¿cuánto dinero te has gastado en intentarlo? Seguro que todo lo que tenías ahorrado para irte a vivir a tu pueblo. Te han convenci­do de que follar es importante y te has olvidado del único sitio donde fuiste feliz. Cuando te abandone irás a refugiarte en el alcohol y yo te diré «ahora tú también eres culpable de algo», y luego la vida hará justicia y nos matará a todos, porque la única buena persona es aquella a quien hacer el mal le resulta imposible. Por eso mismo nunca te enviaré esta carta, porque me da mie­do incluso enfrentarme al hombre más cobarde que jamás he conocido. Seguiré ocultándome en los oscuros rincones de la casa de mi madre, pensando en todas esas cosas con las que me ilusiono para superar el día a día pero que sé que nunca cumpliré.

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II Hernán gira de lado a lado en una silla, incómodo como solo puede estarlo alguien que va a pagar por ser humillado. Se encuentra en la consulta de uno de esos intrusos que fracasan en su vida pero ganan di­nero asegurando que son capaces de arreglar la de los demás: el «homo capaz». ―Dinos, Prado, qué es lo que más te molesta de Hernán. ―Cuando corre porque se caga. ―Bien, interesante. Hernán no recuerda tantas ganas de llorar desde su primera comunión, cuando se pelearon sus tíos y se tuvo que suspender la celebración antes de que le dieran los regalos. ―A mi me molesta que me pida consejo y luego no me escuche. ―Interesante reacción, Hernán, pero luego vamos contigo. Hernán hace recuento de sus principios incorrup­tos y le entra pánico, se observa a sí mismo como una caricatura de algo que ya de por sí no le gustaba mucho y se hace promesas inmediatas que no enga­ñarían a nadie. ―Prado, ¿cómo te sientes al reprimir tu sexualidad? ―Fracasada. ―Obviamente sabes que podrías tener relaciones sexuales con cualquier hombre ―señala el Asesor lim­piándose las gafas―. Bien, interesante. ―Yo no tengo relaciones desde hace años ―afirma Hernán sin pudor―. No pasa nada. El farsante se levanta de la mesa y mira por la ventana aparentando ser un hombre brillante. Su ropa es de rico al más puro estilo vagabundo. Pseudointelectuales adinerados, ideas de mierda. 40


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―Prado, ¿qué me puedes contar de la personalidad de Hernán, de sus ideas? ―Dice que es anti consumista, pero sólo es pobre. ―Y tú ¿qué piensas, Hernán? ―Que la vida no existe. ―Qué frustrante tiene que ser la ausencia de huevos. ―Para mi chica alguien que no haga ruido no existe. El charlatán sonríe como si hubiese encontrado la clave de todo pero no dice nada, aguanta unos segun­dos balanceándose sobre sus botas haciendo crujir el parquet. ―¿Qué me decís de vuestras aficiones? ―pregun­ta el hombre interesante mientras comprueba que su bragueta sigue cerrada―. ¿Compartís alguna? ―A Hernán le gusta todo aquello que no le guste a nadie más en su sano juicio. ―A ella no le gusta nada, por eso siempre está con­tenta. ―Interesante contradicción. El fantoche pasea lentamente a lo ancho del des­pacho, coge un libro en alemán cuidadosamente su­brayado y aparenta consultar algo. Luego suspira, mira su reloj y decide dar por terminada la sesión antes de tiempo. A sesenta euros la hora es inevitable echar cuentas. ―¡Qué sacrificado es ser buena persona! ―¿Cómo dices, Hernán? ―Digo que menos mal que no me he propuesto importarle a nadie. ―Interesante. Lo hablaremos en la próxima sesión. ―Seguro que me dice que los pesimistas acaban siendo impotentes. ―Interesante.

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III Diario de Cándido. 1 de marzo. Primera depresión del año, de nuevo cerca de la primavera, cuando mis hormonas revolotean en busca de la belleza y acaban muriendo agotadas por las aceras. Siempre la misma sensación: Caen las estructuras, bajan las defensas y el drama campa a sus anchas por mis sentidos, mientras instala en mi pecho el miedo a que esta vez sea la definitiva y que después del labe­rinto no haya sino un callejón sin salida. ¿Cómo es posible que no exista cura? Busco un pensamiento que me haga sentir mejor, y solo encuentro difuntos. Mejor no actuar, esperar a que se alce la niebla para seguir caminando, para perdonarme por haberme hecho tanto sufrir, para volver a ser un inadaptado que se ali­menta del odio a todos. Hay gente que vale para vivir y otros que valemos para que los demás vivan. Concebir una vida puede ser un acto de crueldad.

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IV En Ciudad Real abrir un bar es un negocio seguro pese a que exista uno por cada diez habitantes. En este sentido el Bar Antonio es un bar de éxito, ya que cuenta con doce clientes. Antonio es el ex novio de Prado, personaje chanchullero donde los haya hasta el punto de haber coqueteado con prisión en más de una baza, y su idea de regentar un bar es obviar, como un insulto de quien no te merece, la ley antitabaco. En el Bar Antonio se mezclan a partes iguales el volumen del televisor y una música de esas con ex­ceso de graves, y siempre hay luz eléctrica porque las lunas del local están cubiertas de unas pegatinas mo­radas con siluetas de gente bailando. Pese a todo es un bar de tapas, y allí se esconden los sábados desde el mediodía hasta la medianoche Prado, sus amigas, su ex novio y el pobre Hernán, al cual llaman «Oso Amoroso» por su tamaño, lo circu­lar de sus formas y su carácter no agresivo. Antonio es uno de esos, considerado buena per­sona porque, de momento, sólo le ha hecho mal a los demás y está muy considerado por tener un bar, un BMW y mucha cocaína. Eso amedrenta un poco a Hernán, que quiere encajar en el grupo pero sin saber cómo ni atreverse a averiguarlo, por lo que se limita a asentir, sonreír y mirar cómo juegan los hijos de las presentes con las cabezas de los cangrejos de río que se esparcen por el suelo. Las conversaciones fluyen como un ritual, de modo que todos saben perfectamente cuál es su tur­no y qué va a decir cada uno. En muchas ocasiones todos dicen lo mismo, lo cual curiosamente no evita unos debates encendidos, irrespetuosos y faltos de argumentación como los que se ven en la tele, por aquello de que quien solo conoce 43


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una cosa la defien­de con obsesión. Cada segundo es una prueba más de que está ti­rando su vida a la basura más que de costumbre, y a Hernán le entra esa ansiedad tan mala e irreal que se mezcla entre tu pecho y tu cabeza cuando has bebido mucho pero no lo suficiente. Se levanta y acude al servicio a lavarse la cara con agua fría, dice «joder» tres veces, se tranquiliza, reso­pla y escucha murmullo fuera. Se cuestiona como de costumbre si esto será así para siempre. Cuando sale tiene cara de susto y lamparones de agua en la cami­sa. Todos le miran fijamente intentando aguantarse la risa. Pregunta qué pasa y los amigos de Prado se miran entre sí, como rifándose una suerte. Finalmente An­tonio dice: «Nos preguntábamos si esa es la cara que pones cuando intentas empitonarte», Hernán dice «joder» una vez y Prado dice: «No pasa nada cariño, son amigos».

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V Prado callejea por las galerías del mercando cuan­do vislumbra la inconfundible silueta de Cándido. Su primer impulso es evitarlo, demasiadas locuras pro­pias como para hacerse cargo de las ajenas, pero algo le lleva a acercarse a hablar con él. ―¡Hey, Prado! ―¿¡Qué pasa, Cándido!? ¿Acabas de levantarte? ―Sí, es que me acuesto muy tarde. Cándido se rasca el pelo con insistencia provocan­do una nube de caspa que va a descansar sobre sus hombros. Prado lo advierte al trasluz y aunque no dice nada no puede reprimir una mueca de asco. Cán­dido por estar acostumbrado no le da importancia y continúa hablando. ―¿Dónde te has dejado al gordinflón? ―Pues si te digo la verdad no lo sé. ―¿Y eso? Pensaba que erais inseparables. ―Lleva unos días un poco cabreado, pero ya se le pasará. ―Pues para que se cabree el rinoceronte has tenido que liársela muy parda. ―Puede ser ―reconoce Prado mirando hacia un lado―. Tengo cierta tendencia a ello. ―Si no me dieses miedo te diría que esa tendencia es corregible. ―Mira quién habla. ―Lo mío es diferente, no consigo controlar mis ner­vios, lo tuyo es falta de criterio, sigues malos ejemplos. ―Eres un mierdecilla irritante pero puede que lle­ves razón. ―Suelo escuchar más lo primero que lo segundo. ―Si tienes un rato podríamos sentarnos a hablar un poco. Estas 45


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bolsas pesan como tu cabeza. ―Tengo toda la mañana ―afirma Cándido mien­tras le quita pelusas al móvil―. Mi madre me manda a comprar para descansar de mí. Cándido traslada su mal aliento y sus ojos hincha­dos al banco más próximo y se espatarra sobre él. Prado le sigue más despacio mientras mira a los la­dos. Siente algo de vergüenza de que alguien conoci­do pueda verle con semejante elemento. Finalmente se sienta cuidando de que ninguna de sus virtudes asome por la minifalda. ―¿Qué quieres contarme? ―Hoy te veo con mucha confianza. ―Es que he dormido del tirón. ―Bueno, lo mismo da. ―Dispara. Prado se arrepiente de estar frente a la versión so­bria de Cándido y siente ganas de marcharse pero en seguida piensa que tiene poco que perder. Juguetea con las asas de las bolsas mientras decide cómo ex­plicarse y finalmente levanta la cabeza para comenzar su exposición sin mirarle a la cara. ―Verás, mi hijo llamó el otro día y me dijo que mis decisiones también le afectan y que podría ser un poco más sensata. ―Y tiene razón. ―Él piensa que estar con Hernán solo puede bene­ficiarme, mis anteriores relaciones han sido ruinosas, pero lo cierto es que mi llama no arde como debiera. ¿Me explico? ―Perfectamente ―explica Cándido sin titubear―, lo difícil de entender sería lo contrario. ―¿Y no tienes nada que decirme? ―Que tú eres quien mejor sabe lo que tienes que hacer y a quien más va a afectar tu decisión, así que mi consejo es que no escuches consejos. ―No me sirves de gran ayuda ―contesta Prado desanimada mientras clava la vista en el horizonte. 46


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―Tú querías que te convenciera de que Hernán es la mejor opción. ―Supongo que sí. ―Pues lo siento, tengo un gran sentido de la res­ponsabilidad. En esto de vivir estamos solos. ―Ya veo. Prado deja de mirar al horizonte para mirar hacia el suelo y comienza a desenredar los dedos de las asas de las bolsas. ―Lo que no entiendo es por qué tu hijo no apuesta por su padre. ―Porque está muerto. ―Un buen motivo. Lo inoportuno de la pregunta y la respuesta hace que Cándido quiera irse, pero no consigue apagar su sed de hurgar en la vida del de al lado. Prado se levanta como para despedirse y Cándido se apresura ante el temor de perder una gran oportunidad de saciar su curiosidad. ―¿Y qué le pasó? ―Accidente de circulación. ―Como mi padre. Ahora la sed de curiosear se traslada a Prado que vuelve a sentarse. Posa su mirada sobre la de Cándido y aprieta los labios para mostrarse comprensiva. ―No lo sabía. ―¡Venga ya! ―¿Qué? ―Lo sabe todo el mundo. ―Yo no. ―¿Te suena la historia del hombre que fue a atro­pellar a unos niños pero que en el último momento dio un volantazo y se estrelló contra un semáforo? ―Sí, claro que me suena. ―Pues ese era mi padre. ―Tu padre quería atropellarlos porque no soporta­ba que te 47


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maltratasen en el colegio. ―E intentar ser justo le costó la vida ―dice Cándi­do mientras se incorpora en el banco―. Si no tienes huevos es mejor no tener principios. ―Pero ¿cómo sabes que quería atropellarlos? A lo mejor fue sólo un accidente. ―Porque se lo pedí yo. ―¿Y tu padre te hizo caso? ―Supongo que él habría pasado por lo mismo cuando era niño. ―¡Es horrible! ―Encima tuve que ir al psicólogo ―recuerda Cán­dido rascándose de nuevo la cabeza―. Coño, ¿por qué no iban los putos salvajes que me maltrataban? ―Con lo caros que son… ―El caso es que se me ocurrió contárselo a un profesor y a las pocas horas lo sabía todo el mundo, incluida mi madre. Cándido se queda mirando un rato hacia el suelo y ensimismado en sus pensamientos olvida por un momento dónde y con quién se encuentra. Prado se percata y piensa que es el momento apropiado para irse, pero antes ella también quiere aliviar un poco la presión que soporta de los fantasmas del pasado. ―A mí me pasó lo mismo. Toda la ciudad cuchi­cheaba sobre el accidente. ―¿Cuál fue? ―El que se mató en la ronda con la moto. Iba tan rápido que el cuerpo apareció entre las ramas de un árbol. ―Lo recuerdo. ―Luego la gente fue añadiendo cosas para no abu­rrirse de contarlo. ―Suele pasar. ―Que si huía de la Policía, que si su padre era bombero y lo tuvo que bajar del árbol… ―Ya. 48


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―Pero eso fue todo ―concluye Prado levantándo­se del asiento―. Simplemente iba muy deprisa y se estrelló. Los dos se quedan en silencio. En vez de sentirse aliviados sienten como si hubiesen sido espiritualmen­te violados, como si al otro lado de sus confesiones no hubiesen encontrado un aliado sino un morboso. La gente pasa por delante de ellos sin apenas mirarlos. Por muchas desgracias que hayan sufrido solo son dos ciudadrealeños comprando en el mercado. ―Bueno, yo creo que ya nos hemos ganado el de­recho de irnos a casa. ―Sí, será lo mejor. Tengo que hacer la comida. ―Gracias por pedirme consejo ―confiesa Cándido que también se levanta―. Me gusta sentirme útil. ―De nada. Ya nos veremos en otra. ―Claro que sí, cuando quieras. Cándido aparca su sociopatía para darle dos besos a Prado, dando lugar a la que será recordada como una de las escenas más pintorescas de la historia de la capital. Emprenden los dos el mismo camino, pero uno delante del otro. Se sienten incómodos y desean llegar a casa para que nadie les vea.

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VI Suena en el teléfono de Hernán la música que tiene asignada a las llamadas entrantes de Cándido. Un nocturno de Chopin por imposición de aquel que llama. Hernán se pone muy contento. ―Coño, Cándido ¿qué tal? ―Joder qué mierda llevas. ―Me cuesta entenderte, tío. ―¿Gilipollas?―¿Y has tenido que beber tanto para insultarme? ―Aprecio tu sinceridad maleducada. ―Si todo el mundo fuese así de sincero habría una guerra mundial. ―El trabajo y Prado me mantienen muy ocupa­do. ―No decías tú que para empezar a vivir tendría­mos que empezar a dejar de exigirnos tanto? ―No has podido elegir peor día para… ―No me toques los huevos hoy por favor. ―No pasa nada. ―No vamos a vivir tanto como para ponernos tontos por tan poca cosa. ―Cargaré con tu falta de respeto junto con tantas otras y volverás a masturbarme los oídos cuando se te pase la borrachera. ¿Cándido? ―¡Qué tontos sois los listos! ―De verdad que no has podido elegir peor día para tocarme los huevos. ―Atacas por miedo como los perrillos. ―Ya sé que eres débil, pero beber para insultar a la gente nunca es buena idea. ―¿Otra vez con Prado? Parece la génesis de todos tus males. 50


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―¿Qué quieres que te diga? Seré el típico hombre con el que acaban las mujeres cuando se hartan de fo­llar. ―Ella es de las que ataca y yo de los que intento defenderme. ―No me estás abriendo los ojos, no soy tan imbé­cil como te crees. ―Simplemente todavía me compensa. ―Nadie es especial para siempre. Lo que quede después de intentar sorprender es lo que te tiene que gustar. ―Sinceramente no lo sé. ―A ver si eres tonto. No necesito a nadie que me abra los ojos. ―No siento tanta lástima por mí mismo como para engañarme. ―Antes cada día se parecía más al anterior. ―Lo que pasa ahora todavía es pronto para saberlo con precisión. ―El tiempo lo jode todo. ―Sí. ―Llevas razón. ―Ya sabes que todo es mejor cuando lo imagina­mos que cuando lo vivimos. ―Todo esto no quita que seas un gilipollas por lla­marme con la mala leche con que lo has hecho. ―De todos modos intentaré tener más cuidado y estar más pendiente de ti. ―Gracias, hombre. ―Igualmente. ―Un abrazo y a ver si nos vemos pronto. ―El jueves no puedo. Es el cumpleaños del sobri­no de Prado. ―¿Por qué te pones de mala hostia? ―Sé lo que he dicho, sólo que el jueves no puedo. ―Los sobrinos no son una puta mierda, son per­sonas importantes. ―Joder, Cándido, ¿qué quieres que te diga? ―¡Me cago en mi vida! ¡Me cago en mi vida! ―Mejor te llamo yo. ―Cuando pueda. 51


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―Venga, vete por la sombra. ―Adiós.

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VII ―Y entonces dijo: «Sólo el miedo cuida de los dé­biles». ―¡Joder, Hernán! ―dice Pepe asqueado―. ¡Qué bi­cho más raro! ―Es muy inestable. ―¿Y después? ―Empezó a arremeter de nuevo contra Prado. ―Parece una mujer celosa ―añade Augusto que pa­recía estar ausente de la conversación. ―¿Prado? ―Ya te gustaría a ti. Me refiero a Cándido. ―Puede ser que sí, pero eso no quita que tenga razón en algunas cosas. ―¿Por ejemplo? ―No me atrevo ni a decirlo. ―Venga, coño, arráncate. ―Pues, a veces, me da la sensación de que Prado puede comportarse, a veces, como una choni. ―Joder ―alucina Pepe mientras deja de atender a las tareas del bar. ―¿Qué pasa? ―Que a partir de ahora yo seré el listo de los dos. ―¿A qué te refieres? ―A que es más choni que todas las mujeres de mi familia juntas. ―¿Tú crees? ―¿Conoce más concursantes de Gran Hermano que escritores? ―No me cabe la menor duda. ―¿Te insulta cuando no le das la razón? 53


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―Llueva o haga sol. ―¿Caga con la puerta abierta? ―interviene Augusto mientras se deshueva. ―No, joder. La tontería de Augusto ha servido para aliviar algo de tensión en el grupo y para arrancar alguna sonrisa y alguna carcajada, pero poco a poco el silencio los devuelve al origen de la conversación. ―Lo siento, compadre ―concluye Pepe―, es de mi estirpe pero con chocho: maldad al cuadrado. ―Joder. ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes? ―Porque necesitabas que no fuera así. ―Nos sugestionamos. ―El amor es ciego. ―¡Qué puta mierda! ¿Algo más que no haya que­rido ver? ―Que te trata como a un trapo, y eso ya me toca más los huevos, ¿verdad, Augusto? ―Te trata tan mal que me entran ganas de ir a abra­zar a mi mujer. ―Pero sólo es así conmigo. Con los demás es bas­tante agradable. ¿Cómo ha dejado de soportarme tan pronto? ―No lo sé, pero este viejo te dice que una vez per­dido el respeto ya es imposible recuperarlo. ―¡Hay que joderse! ―Ánimo, tío ―le dice Pepe mientras retoma sus la­bores. ―Voy a darme una vuelta mientras cierras. Ahora te recojo y vamos al karaoke. ―De puta madre. ―¿Tú vendrás, Augusto? ―Me voy a casa. Últimamente no me encuentro muy bien. ―Pues a ti te veo otro día. Ahora vengo. Hernán comienza a pasear por las calles en las que fabricó los recuerdos que ahora gasta sin detenerse a emocionarse. La vida le parece tan corta que hablar de pasado o futuro carece de contenido 54


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y se centra únicamente en su presente. Las rectas y largas calles llanas parecen una metáfora de su existencia lenta y pesada. Camina despacio, resignado, meditabundo. Los edificios grises, los arcos de farolas, los charcos y las hileras de coches parecen el escenario perfecto para una ejecución. Se detiene y mira hacia el cielo y luego hacia los lados. Una silla eléctrica en cualquiera de las esquinas podría integrarse perfectamente en el paisaje y Hernán la busca con la mirada. «Es más difícil tomar una decisión valiente que morir», piensa. En la lejanía interrumpen el silencio dos voces que se cortejan sin tocarse, que se quieren más allá de las formas, y Hernán las sigue para intentar inspirarse con tanta ternura. Son Prado y Antonio, y la vida de Hernán queda esparcida por el suelo día tras día, año tras año. Siente pena de sí mismo y llora sin vergüenza. Siente como si su corazón bombeara grasa y su pecho fuesen as­tillas y clavos. Siente que esa esquina es un inmenso planeta en el que está solo. Siente electricidad en los huesos y flojera de piernas. Este recuerdo querría no haberlo fabricado.

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PARTE TERCERA I Suenan las ocho en punto de la mañana del 31 de mayo de 2012. Los suicidas aplazaron su decisión hasta el siguiente titilar de estrellas y dieron paso al hombre doméstico con sus ceremonias y rituales. Hernán se arrastra calle arriba como quien intenta salir del mar cuando hay resaca. Levanta la cabeza y sólo ve pasado, cuando era joven y delgado y la des­ilusión no había podrido aun sus ojos. Piensa en todas aquellas promesas que creyó que alguien le hizo, pero se las hizo él mismo y él mis­mo las incumplió. Se siente desgraciado recorriendo como una procesión de esclavos el camino que lleva años recorriendo: el camino al trabajo. Recorre el mismo camino que recorre desde que no lloraba por las noches, cada vez arrastrando más los pies y con la mente más en blanco, pero hoy lo encuentra cerrado. Aplasta su cara contra las puertas de cristal creando un efecto grotesco. Un guardia de seguridad se acerca para abrirle. ―Buenos días, Hernán. ―A quien tenga menos ganas de trabajar que yo le regalo mi casa. ―Pues estás de suerte. ―¿Por qué? ―Porque hoy es 31 de mayo, fiesta de nuestra re­gión, y sólo trabajan los pringados como yo. ―Hostia, es verdad ―exclama Hernán que quiere irse pero no quiere parecer poco simpático. ―Así que puedes irte por dónde has venido y dor­mir cuanto 57


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desees. ―Pues por lo menos hasta mañana. ―¡Quién pudiese! ―Bueno, pues ahí os quedáis. ―¡Que descanses! El guardia cierra la puerta con la mejor sonrisa de quien quiere caer bien en el trabajo, gira sobre sí mis­mo desandando sus pasos y se dirige a un compañero mientras se abanica la nariz con la palma de la mano. ―¡Qué peste a alcohol que lleva! ―Pobre hombre, tiene un problema con la bebida. Tras la vidriera Hernán ha observado los inequí­vocos gestos. Comienza a andar deprisa para no ser descubierto viendo lo que ellos sin duda no querían que viera. Finalmente llega a otra calle, se apoya en un coche y siente que la vida es en sí misma una desgracia. ―¡Qué vergüenza! Ya lo sabe todo el mundo.

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II Un funcionario en el Juzgado de Guardia registra denuncias un domingo por la mañana mientras imagina cómo sería la vida si alguien le respetase. Cuando ya está a punto de retroceder al año en que lo llamaron de usted por última vez, es expulsado de sus propios sueños por un taconeo escandaloso y agitado que retumba por el pasillo como una sentencia de muerte. Es Prado, que se para en seco en la puerta y permanece inmóvil mientras termina una conversación telefónica ante la paciente mirada del funcionario. ―¿Ya ha terminado? ―Sí. Quería poner una denuncia por calumnias o por injurias. ―¿A qué se refiere? ―A que me han llamado puta. ―Y eso puede ser considerado como un insulto o como la afirmación del falso hecho de que usted ejerce la prostitución. Ya entiendo. ―Lo que tú digas. Prado se queda mirando expectante al funcionario que se emociona ante la oportunidad de parecer al­guien interesante a una chica guapa. ―De todos modos será el juez quien decida la ti­pología de los hechos así que no tenemos por qué complicarnos la vida. ―No te sigo. ―Simplemente rellene este formulario con sus da­tos, los del denunciado y la descripción de los hechos. Prado sostiene el papel en la mano y siente cómo le tiembla el pulso. Le coge un boli al funcionario pero no se decide a escribir. ―Oye, disculpa. 59


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―¿Sí? ―Estoy un poco nerviosa. ―No se preocupe. ―Si le digo algo es confidencial, ¿verdad? ―Sí, secreto profesional. ―Te lo digo porque además me empujó y me tiró al suelo, pero no tengo muy claro querer denunciar eso ―reconoce Prado inmóvil mientras el funcionario vuelve a su realidad del día a día. ―¿Por qué? ―Porque me da a mí que eso ya es un delito en condiciones. ―¿Se trata de su pareja? ―Ex pareja. ―Entonces es muy posible que el juez aprecie vio­lencia de género. ―Y eso es más chungo, ¿verdad? ―Desde luego ―reconoce el funcionario cada vez más serio―. Pero yo no estoy facultado ni habilitado para asesorar a nadie. Hable con un abogado. ―Déjalo. No he dicho nada. ―El problema es que tengo la obligación de de­nunciar cualquier hecho delictivo del que tenga co­nocimiento. ―¡Pero me has dicho que era secreto! ―Son dos cosas distintas. ―Por favor, ya tengo bastantes problemas. El funcionario sopesa si dejar que las cosas sigan su curso o intervenir. Fuerza la memoria para con­vencerse de lo segundo pero no encuentra una sola ocasión en la que hacer su trabajo con rigor no le haya traído problemas por nada a cambio. ―No se olvide de poner todos los datos que tenga del denunciado. ―Sólo me sé su primer apellido y ni siquiera estoy segura de que sea el verdadero. ―Sobre todo algún domicilio donde pueda ser no­tificado. ―Su asqueroso bar. Siempre está allí. 60


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III Hernán da tumbos por la madrugada ciudadreale­ña buscando algún sitio donde vendan alcohol pero que no esté cerrado. Ante la desesperación y dejándose llevar más por su fea adicción que por su sentido común, decide en­trar a uno de esos sitios donde sobrio nunca se le hubiese ocurrido. Irrumpe como un elefante en una cacharrería con su chaleco de lana, su cara de bueno y su mayúscula borrachera y se acerca sonriente a la camarera que espera cualquier cosa que pueda salir de un hombre que disimula tan mal la melopea. ―Ponme un DYC con Coca-Cola, por favor. La camarera piensa que por ahora todo va bien mientras le pone la copa con oficio y resignación sa­biendo que no llegará a bebérsela. ―Pensaba que aquí las camareras hacían topless. ―Te estás equivocando. ―Tranquila sólo quería hacerme el guay. Hace si­glos que no se me levanta. Hernán se gira sobre la silla para observar si al­guien ha escuchado su ingenioso comentario y detie­ne un segundo la mirada en el portero que se rasca la barba sin alegría. La espeluznante imagen amenaza con cortarle las buenas sensaciones y decide girarse de nuevo hacia la camarera. ―¿Dónde puedo comprar un poco de cocaína? ―Aquí no. ―¡Qué pena! Me apetecía probarla. Estoy harto de cubatas. Dejan resaca. Hernán poco a poco va cerrando los ojos y se queda dormido encima de la barra. La camarera lo despierta. ―Págame la copa y vete. Tenemos que cerrar. 61


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―No quiero irme. Mi casa me da miedo. ―Además huele fatal. Te has peído. ―¿Llevo toda la vida aguantando fumadores y no voy a poder tirarme un pedo? ―¡Guarro! Hernán lentamente vuelve a quedarse dormido sobre la barra y empuja el vaso de tubo que se tam­balea derramando algo de líquido. La camarera hace un gesto con la cabeza al portero que lo estaba vien­do venir pero aguardaba pacientemente el momento. Se acerca a Hernán con resignación y lo levanta de la banqueta como si fuese un juguete. ―Amigo, vas a tener que irte. ―¿Tu madre no se opone a tu suicidio? ―Gordo, que mis hostias duelen. ―Me da igual que me pegues, cabrón. El portero le suelta un bofetón y las gafas de Hernán vuelan por el local como huyendo de tanta violencia. Hernán las busca con tan mala suerte que al agacharse pierde el equilibrio y se golpea la cara contra el suelo. Se levanta rápido temiendo que algu­na otra embestida le coja por detrás desprevenido y caminando de espaldas llega hasta la puerta. Todo el mundo le mira y su cuerpo sedado consigue segregar algo de vergüenza. ―Gracias por la paciencia.

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IV Hernán entra a la consulta de un médico y da las buenas tardes de un modo casi imperceptible. En la habitación sólo se escucha el rumor de quienes afue­ra abusan de su capacidad de hablar. Se frota las ma­nos contra los pantalones esperando una señal que le indique cómo tiene que comportarse pero el mé­dico permanece impasible mirándole por encima de las gafas. Finalmente carraspea y decide ser él quien comience la conversación. ―Últimamente estoy teniendo pesadillas. ―¿Qué tipo de pesadillas? ―¿Quiere que se las cuente? ―Por favor. ―Pues, por ejemplo, anoche soñé que estaba vien­do la tele y el presentador defendía que la vida en sí era imperfecta… ―¿A qué te refieres? ―Que lo que está bueno es malo para la salud, que siempre queremos lo que no tenemos, esas cosas… ―Continúa. ―El caso es que el presentador conforme defen­día su idea transformaba su rostro en el de un de­monio y finalmente decía «y sobre todo la vida es imperfecta porque sólo podemos alimentarnos de vida», y nada más terminar la frase comenzaron a llorar un montón de gatos que había en mi salón de cuya presencia no me había percatado. ―¡Joder, qué mal rato! ―Horrible. ―Y ¿qué más pesadillas has tenido? ―De todo ―afirma Hernán que respira hondo―: que me 63


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apuñalaban y me tiraban a un río, que no en­contraba a mi novia tras unas inundaciones… ―¿Tienes novia? ―Bueno ―dice Hernán mientras suelta el aire―, la tuve hasta hace poco. ―Perdona, continúa. ―En fin, ese tipo de pesadillas. La peor fue que es­taba en prisión y los demás reclusos se volvían locos cuando leían un libro porque se les aparecía Satanás. Tenía que huir de cientos de dementes pero estaba encerrado, así que fue muy angustioso. ―Te entiendo. Yo mismo tuve una pesadilla la se­mana pasada. ―¿Sí? ―Sí. El hijo de unos amigos míos que fallecieron hace mucho salía dando tumbos de un bar a las seis de la tarde mientras todo el mundo lo señalaba y se reía de él. Ambos permanecen en silencio y se escucha cómo en la sala de espera alguien cree apropiado contar chistes. Hernán vuelve a frotarse las manos contra los pantalones esperando no tener que decir nada, pero el tiempo pasa y su interlocutor parece no tener prisa. ―Sabía que me había visto. El silencio reaparece con menos gravedad y se desvanece progresivamente conforme el médico se reincorpora en su vieja silla de cuero. Apoya los an­tebrazos en la mesa entrelazando los dedos y le mira fijamente a los ojos a través de las gafas. ―Hernán, tu cuerpo te está mandado señales muy claras. No necesitas un médico, necesitas beber me­nos y bajar tu peso, para empezar. ―Lo sé. ―Pero has pensado que sería más fácil venir al mé­dico a que te recetase algo para dormir mejor. El médico se pone de pie y acompaña a Hernán hasta la puerta con la mano apoyada en el hombro. Le mira fijamente a los ojos con firmeza pero sin re­sultar autoritario. 64


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―No bebas, come sano, duerme al menos ocho horas y haz un poco de ejercicio todos los días. Si sigues con las pesadillas ven a verme. ―De acuerdo. ―No quiero volver a verte en esas condiciones. ―Lo siento. De verdad que lo siento.

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V Vacaciones de verano sin planes, días largos y pe­sados, la nostalgia se extiende por la noche como una marea negra. Hernán ahuyenta entre suspiros los malos recuer­dos y los ecos del cine de verano para concentrarse en mantenerse sobrio. Sale a la terraza esperando que el rumor cotidia­no le distraiga y comienza a saludar con la mano a todos los vecinos que han salido a fumar, pero en seguida reaparecen imágenes de su propia his­toria como momentos inolvidables e irrepetibles y la soledad de las calles le hace cuestionarse que sea posiblemente la única persona con ganas de vivir en aquella ciudad. Decide regar las plantas con una botella amari­llenta de dos litros de Coca-Cola, pero termina rápi­do porque sólo quedan dos vivas y se sienta en una banqueta esperando que no cedan las patas. Alguien ronca y siente envidia: demasiado tiempo que apagar la luz no significa quedarse dormido. Dentro el móvil vibra contra la mesa de madera y Hernán se ilusiona, no es un sonido muy frecuen­te y abre el mensaje esperando leer algo así como «Estamos todos juntos en el parque con unas chi­cas Erasmus que acabamos de conocer. Date vida!!», pero sin embargo lee «Augusto ha muerto. Voy para el tanatorio». El mensaje es de Cándido y Hernán siente una fuerte presión en el pecho: un paso más hacia la falta de todos y la compañía de ninguno. Siente asfixia. Cada vez se cierra más el círculo. Esta noche irá al tanatorio en busca de contacto humano.

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VI Hernán se acerca al tanatorio muy despacio, como no queriendo llegar nunca. Sabe por otras veces que lo que ocurre ahí dentro no querrá verlo ni oírlo y deja que el tiempo se consuma por su propia inercia. Fuera espera Cándido, que pasea de lado a lado de la calle hasta que reconoce la figura de quien se acerca. Se detiene y se sienta en un poyete esperando a que llegue a su altura. ―No hay nada más triste que un tanatorio en un polígono industrial. ―Espera a ver lo de ahí dentro y luego me cuentas ―dice Cándido evitando la mirada de Hernán. ―¿Por qué lo dices? ―No hay casi nadie: la mujer y uno de sus hijos. ―¿Y su otro hijo? ―Vendrá ahora. ―¿Y Pepe? ―No creo que venga. ―¿Por qué? ―Está muy ocupado últimamente. ―Vendrá seguro, no jodas. Cándido clava su vista en el suelo para después recolocarse en el poyete y clavar la vista en el hori­zonte. Se remanga los pantalones y decide cambiar de tema no sin antes dar a entender con un suspiro que cede porque considera que no es una noche para polemizar. ―Bueno, y tú, ¿qué te cuentas? ―He adoptado un perro ―responde Hernán. ―¿Y eso? 67


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―Porque es el único modo de estar solo en un sitio aislado sin que la gente piense que te has vuelto loco. ―Y ¿cómo se llama? ―Trasto. Es una mierda de nombre, pero los de la protectora prefieren que no se lo cambie. ―Pues yo he empezado a fumar. De hecho me voy a echar uno. ―Ten cuidado. ―Me gusta mucho. Me hace sentirme más listo. ―Pues después para dejarlo las vas a pasar bien putas. Cándido mira a Hernán con superioridad mien­tras se pone un mentolado entre los labios y lo en­ciende como encontrando en el cigarro aquello que había estado toda la vida buscando. ―¿No me preguntas cómo ha sido? ―Ya me he enterado de camino ―replica Hernán. ―Parece que la gente está deseando que pase cual­quier cosa para poder contarlo. ―No sabía que estaba enfermo. Me lo podías ha­ber dicho. ―Yo tampoco sabía que lo de Prado se había ter­minado. ―¿Quién te lo ha contado? ―Ella ―contesta Cándido semisonriendo―. Hace una semana. ―¿Lo sabes hace una semana y no me has llamado? ―Estaba esperando a que llamases para preguntar por Augusto. ―Eres un soberbio. ―He estado muy ocupado consumiendo de todo para no enterarme de la vida. ―Se nota que no te has cuidado. Te huele la boca peor que las tripas. Cándido se pone de pie y se estira mostrando su indiferencia hacia el enfado de Hernán. ―Me voy. Supongo que te veré en el próximo vela­torio ―dice Cándido. ―Depende de quién te mate. ―¡Qué te vaya bonito, hermosón! 68


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Cándido echa a andar tranquilamente calle abajo pero en seguida se detiene y se da la vuelta para diri­girse a Hernán. ―¿Quién ha ganado la liga? Hernán le mira con intensidad pero guarda silencio. ―Y la Eurocopa, ¿cuándo empieza? Sigue sin obtener respuesta. ―Se ve que sin embargo tú sí estás muy centrado. Cándido emprende de nuevo su camino y em­ plea un buen rato en desaparecer. Hernán se pone de cuclillas y se echa a llorar sabiendo que lo peor de la noche está todavía por llegar. Se levanta, se recompone y se dirige al bar del tanatorio en busca de ayuda para dar el siguiente paso.

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VII Prado cuelga el teléfono mientras pide disculpas a su hijo. Se ha enterado de los hechos que motivaron la denuncia contra Antonio y ha vuelto a pedirle sen­satez a su madre, esta vez con peores modales. Enciende la tele y empieza a pintarse las uñas. To­davía está lejos de cumplir cuarenta años y ya lleva casi veinte limpiando un hotel a cambio de un salario miserable. Piensa que no es justo seguir de alquiler en una ca­lle tan fea y siente pena por su hijo que tiene que tra­bajar los fines de semana para pagarse la residencia. Un embarazo antes de tiempo, una mala decisión que le ha costado demasiado. Piensa que nadie agra­dece su esfuerzo y le entran ganas de llorar. Apaga la tele y cierra el bote de laca de uñas. Se recuesta el sofá para preguntarse por qué se equivoca tanto y le da la sensación de que está empe­zando a deprimirse en serio. Enciende la tele y pone el cotilleo, todavía queda mucho para cenar y tiene que emplear en algo su tiempo. Finalmente piensa en Hernán pero le distraen las bodas de los famosos. Cuando llega la publicidad se siente aburrida y llama a una amiga para hablar un rato hasta que le entre hambre.

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VIII Las personas siguen en guerra y Hernán se ob­serva envejecer sin oponer resistencia. Echa la vista atrás, ha estado algunos minutos contento en las úl­timas semanas, de la felicidad ni rastro. Piensa que si alguna vez alguien esperó algo de él se equivocaba, y siente que lleva años viviendo la vida de otros y que el miedo nunca le dejará vivir la suya propia. Decide beber para dejar de pensar, al fin y al cabo estamos programados para morir. Baja al bar con la determinación de que cuando vea a Pepe sabrá que con un amigo como él tiene más que suficiente, pero el bar está lleno de adolescentes borrachos y alguien ha escrito en la luna «CAMARE­RO, HIJO PUTA». Entra con recelo y curiosidad y consigue llegar has­ta la barra. Pepe no para de llenar minis de cerveza. ―¿Qué coño pasa aquí? ―Hola, Hernán. ―¿Le estas vendiendo cerveza a estos críos? ―Estoy reorientando el negocio. ―Ya veo. ―La ilegalidad es muy lucrativa. ―Te vas a meter en problemas ―advierte Hernán mientras un adolescente se cae de culo a su lado―. Estás llamando mucho la atención. ―Sólo será un tiempecillo. Tengo que sacar algo de pasta. ―¿Te has enterado de lo de Antonio? ―Sí, le han chapado el bar. Tráfico de drogas. ―Pues aplícate el cuento. 71


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―Joder, ¿me vas a comparar la cocaína con la cer­veza? ―Moralmente no, pero legalmente no lo tengo tan claro. ―Dicen que se ha ido de Ciudad Real y que no tiene intención de volver, al menos hasta que salga el juicio. ―¿Antonio? ―pregunta Hernán sin poder disimu­lar que se alegra. ―Sí, hay unos cuantos que no le tienen mucho aprecio. ―Y ¿dónde ha ido? ―Ni idea, pero este es tu momento. ―¿A qué te refieres? ―A que ya no tienes competencia con Prado. ―Joder, eso sí que sería cutre. ―Tú mismo. ¿Quieres una cerveza? ―No, déjalo ―responde Hernán mirando a su al­rededor y no encontrando más que desolación―. No tengo ni un sitio donde sentarme. ―Lo siento, tío. ―No te preocupes. Ya hablaremos en otra ocasión. ―Claro que sí, compadre. Pepe da por finalizada la conversación y espera con una sonrisa a que Hernán ponga rumbo a la puerta pero sin embargo permanece de píe frente a él rascando la barra con cara de niño bueno. ―¿Sí?―pregunta finalmente Pepe inquietado. ―Te lo tengo que decir. ―¿El qué? ―No te dejaste caer ni por el tanatorio ni por el funeral. ―Cerré tardísimo. ―Está muy feo igualmente. ―No me toques tú también los huevos con eso. No puedo llegar a todos los sitios. ―No te enfades ―dice Hernán con mucho mimo―. Tenía que decírtelo. ―Si hubiese podido resucitarlo hubiese ido, pero lo de morirse 72


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es algo que cuando sucede ya no tiene remedio. Pepe se queda fijamente observando cómo se lle­na el mini de cerveza mientras se seca el sudor de la frente con el antebrazo. Se evidencia por su rostro que está cabreado y Hernán prefiere dejarlo tranquilo porque sabe que sus reacciones son imprevisibles. ―Bueno, te dejo que se te acumula el trabajo. ―Venga, ya nos vemos. ―Y no te cabrees. ―Si me cabreo me bebo diez de estos y se me pasa. ―Ya será menos. ―¡Venga, feliz! ―Hasta luego. Dicen que el alcohol es el elixir de quienes no quieren participar de la vida. Igual de alcohólico pero más solitario, Hernán sale del bar rumbo al super­mercado. Su bolsa de la compra le acusa de haber desterrado la idea de beber en compañía. Vuelve a sonar en su calle el tintineo de los vidrios chocando entre sí. Viejas costumbres, malos hábitos.

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IX Mi vida tal y como la conocía acabó y no pude encontrar nada que la sustituyera. Quedé zozobrando en medio de dos vidas, con el trabajo y las rutinas de un padre y los vicios y la higiene de un bohemio. Hernán reflexiona en la consulta del médico mien­tras se mira las manos. Les da la vuelta se las acerca, las aleja todo como si hubiese algo de extraño en ellas y desease encontrar alguna explicación. ¿Por qué ya no tengo ilusión? Antes en la gente veía mun­dos muy atractivos por explorar y ahora solo veo sacos de mier­da. Paso por alto las virtudes y sin embargo los defectos cada día me parecen más y más grandes hasta resultarme insopor­tables. Acabaré siendo un asqueroso sociópata como Cándido, el puto chiflado. Su pierna se mueve sola arriba y abajo de modo frenético y el ritmo contagia a aquellos que se abani­can de tal modo que al final acaban todos moviéndo­se al unísono. Y entre tanto calentando el nicho. He gastado media vida. ¡Joder, qué viejo soy! Se pasa el tiempo y detrás no hay nada, ningún cambio. En mi funeral alguien dirá: «Hizo lo que pudo pero no fue suficiente». Sale el último paciente de los que estaban cuando él llegó, así que es su turno. Se levanta y le cae una gota de sudor al suelo. Sólo espera que no le tiemble la voz. Ganarse algo de respeto para no ser regañado, pero la mirada del médico vuelve a intimidarle como cuando era un niño. Le sigue desde que se levanta hasta que pasa por su lado en el umbral de la puerta. Piensa que la próxima vez cambiará de médico, al­guien que no consiga leer su mente y que no le mire por encima de las gafas. Cierra la puerta despacio y le habla mientras se sienta. 74


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―De que has vuelto tan pronto deduzco que no has seguido mis recomendaciones. ―Si le soy sincero, no del todo, pero tengo una ur­gencia y no puedo esperar a tener su plan en marcha. ―¿Qué urgencia? ―Desde hace una semana me despiertan todas las noches unos espectros que me dicen que el jueves me llevarán con ellos. ―¿Y? ―pregunta el médico con superioridad. ―Que hoy es jueves y estoy cagado de miedo. ―Te dije que no te recetaría ansiolíticos hasta que no lo intentases por tus propios medios. ―Pero es una urgencia. ―¿Qué urgencia? Los espectros no existen. ―Pero sí el miedo. ―El miedo no mata. ―No estoy de acuerdo. El médico se enternece al ver enfrente a un hom­bre adulto que sufre por miedo a los fantasmas y de­cide rebajar su tono. ―Mira, Hernán, la vida es un puto coñazo y en­tiendo que alguien sensible como tú tenga problemas para coger las riendas, pero estás muy cerca de sufrir de verdad. No cruces esa línea, cambia de vida. ―No es fácil. ―No lo es si pretendes que alguien venga de fuera a solucionar tus asuntos. ―Necesito algo de tiempo y ayuda. ―Tendrás que dar tú el primer paso ―concluye el médico de manera tajante―. No creerás que alguien vaya a hacer algo por ti que ni tú mismo harías. ―Entonces, ¿no me receta nada? ―Vete a correr hasta que tengas ganas de vomitar, luego te das una ducha y te vas a la cama con una infusión relajante. Hernán se levanta sin decir nada y se marcha ca­bizbajo de la consulta. Emprende todas y cada una de las calles que llevan a su 75


casa con la mirada perdida y la mente en blanco. Las calles son un hervidero de foráneos que se preparan para celebrar la festividad local. Dentro de poco será agosto, la ciudad quedará desierta y la sen­sación será la de estar viviendo dentro de una película en blanco y negro. Coge el ascensor y se mira al espejo. Está sucio y la luz es pálida y poco favorecedora. Los fluorescen­tes hacen que el sudor hierva en su semicalva. Sabe que meterse en su casa significa no salir hasta mañana y gira hacia el otro lado. Llama a la puerta de Prado sin pensarlo, como por inercia, y ella abre en tirantes y pantalones cortos. Suena música comercial y se escucha una lavadora centrifugando. ―¿Puedo entrar? Ella sonríe y le abraza con ternura. Él se deja lle­var. Se cierra la puerta. En la escalera quedan reso­nando algunas voces que hablan con poco rigor so­bre la crisis y la corrupción.


SOMBRAS DE OTOテ前



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PARTE PRIMERA I Diario de Cándido. 20 de Diciembre de 2013. La noche me vigila con ojos de mujer. En mi visión del cosmos las estrellas son enanas putitas y gordas, la luna la mirilla a través de la cual me espían y los planetas, alejados millones de años luz los unos de los otros, mi yo solitario, ¿Cómo puedo sufrir tanto siendo tan insignificante? Llevo muchos días encerrado en el mejor hospital de Europa. Tantos y tan iguales que los confundo. En el frágil arte de la existencia a mí me ha tocado el papel de loco, bueno de loco no, de inestable depresivo, no estoy loco, en todo caso cuerdo en exceso. Hoy por fin me han dejado un boli con el que poder dar forma a todos los pensamientos. No tuve que decir que prefería sacarme los ojos y desgarrarme el ano antes que volver a escribir. Podría decir incluso que este boli es una extensión de mis sentidos y que sin él mi creatividad moriría en las yemas de mis dedos pero sería una gilipollez pretenciosa. El horizonte es infinito y los días eternos. Mañana viene el mamut calvo. Llevo todo el día dándole vueltas a lo mismo. ¿Qué querrá después de tanto tiempo?

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II Hernán atraviesa los interminables pasillos de hospital de Ciudad Real entre nervioso y mareado. Ha cambiado ostensiblemente su imagen: está más delgado, se ha dejado barba y se ha rapado la cabeza. Viste un jersey a juego con sus gafas y sujeta una chaqueta de pana con el brazo. Con cada puerta que abre se tensan sus nervios hasta que por fin encuentra a Cándido en la sala de visitas del área de psiquiatría. Le alivia verlo vestido con su propia ropa y conversando con otro interno. Se había imaginado un panorama mucho peor. Cuando Cándido se cerciora de su presencia se levanta y camina hacia él, pero el interno que le acompañaba continúa hablando sólo. ―Pareces un homosexual disfrazado de hombre. ―Has dejado a tu amigo hablando solo. ―Menudo pesado. ¡Anda y que le den por culo! Hernán abraza despacio a Cándido y le aplasta la cara contra su pecho. Éste le corresponde pellizcándole el culo. ―“Mec, mec” ―Venga, Cándido, te invito a una Coca-cola. ―Aquí no encontrarás excitantes, no conviene remover a los locos. ―Pues a un vaso de agua caliente. ―Ven, hay una máquina con infusiones en el pasillo. Los dos comienzan a andar cogiendo Hernán a Cándido de los hombros y Cándido a Hernán de la cintura, y tras obtener las bebidas y establecer las conversaciones protocolarias se sientan en un banco. El calor es asfixiante y el rumor insoportable. 80


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―Bueno―dice Cándido haciendo una pausa para soplar al vaso de plástico―no creo que hayas venido solo para beber esta porquería. ¿Qué tienes de nuevo después de tanto tiempo? ―Verás, últimamente he estado recordando muchas cosas. Principalmente de la época en que murieron mis padres y me enemisté con mi hermano. ¿Te acuerdas? ―Sí, claro. ―Paso todo muy rápido ¿verdad? ―Si, en dos o tres meses. ―No sé si recordarás que durante mucho tiempo tú eras prácticamente la única persona con la que podía desahogarme un poco. ―Que si coño, que la depresión no tiene nada que ver con la memoria. ―En fin―concluye Hernán que se quita las gafas para limpiarlas con la camiseta interior―que no quiero que vuelva a pasar tanto tiempo sin que hablemos. Los problemas están para solucionarse. ―Eso es hablar con sabiduría, barriguitas. ―Bien, me alegro de que estemos de acuerdo. ―Yo también. Ambos se quedan en silencio. Se sienten incómodos y el trajín de zuecos blancos no contribuye al sosiego. El paciente que quedó hablando sólo irrumpe en el campo de visión de Hernán y le habla sin llegar a detenerse. ―La crisis es meramente circunstancial. Todo volverá a ser como era. Hernán y Cándido siguen con la mirada al paciente que repite la misma frase uno por uno a todo el que se encuentra por el camino hasta que un celador lo acompaña a su habitación. ―Prado y yo nos hemos casado. ―¿De verdad? ―Sí. ―¿Y no me has invitado? 81


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― Tengo que explicártelo bien para que lo entiendas. Hernán ordena sus ideas para no parecer nervioso. Sabe que si titubea Cándido le dará más importancia de la necesaria y darle un motivo para obsesionarse nunca fue una buena idea. ―En primer lugar nos hemos casado porque está embarazada. ―¿De ti? ―Sí, de mí. ―Me alegra oír eso. ―¿Por qué? ―Porque eso significa que todavía hay esperanza para mí. No quiero morir virgen. A Hernán le seduce la idea de posponer su exposición para indagar en los detalles de la morbosa revelación, pero se da cuenta de que en el fondo lo sabía y decide terminar de explicarse. ―El caso es que el niño tiene síndrome de Down. ―¡Qué suerte! Parecen muy felices. ― Déjame terminar, Cándido. ―Sí, perdona. En la esquina un paciente intenta llamar la atención de Cándido pero éste le hace entender con un gesto que no es buen momento. ―Prado estaba muy disgustada, incluso me llegó a plantear la posibilidad de abortar, así que se me ocurrió que lo mejor para alejarla de esos pensamientos era tenerla entretenida. ―Y nada mejor para absorber la atención de una mujer que organizar su propia boda. Bien pensado, el ansia de protagonismo las ciega. ―El caso es que todo iba muy bien, estaba muy ilusionada y no había vuelto a mencionar nada sobre interrumpir su embarazo, pero cuando hablamos de la lista de invitados y salió tu nombre volvió a venirse abajo, tenía miedo de que lo echases todo a perder. ―Llevo demasiadas drogas en el cuerpo para cabrearme. Hernán tenía tanto miedo a la reacción de Cándido que al verlo tan manso no puede evitar esbozar una sonrisa y tenderle la mano. 82


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Cándido le corresponde, pero su mano está fría, sudada y flácida y Hernán tiene la impresión de haber agarrado un reptil. ―Cándido, estoy empezando una nueva vida y quiero que seas parte de ella. ―Y yo no pienso perdérmelo. ―No sabes cuánto me alegro. ―Espérame aquí que voy a por mis cosas y a firmar el alta voluntaria. ―¿A qué te refieres? ―A que vuelvo a casa. ―¿Y los médicos? ―Los médicos no tienen nada que decir, estoy aquí voluntariamente. ―¿Estás aquí voluntariamente? ―Sí, como casi todos. En seguida vuelvo, no te impacientes. Hernán duda y poco a poco cobra la certeza de que ha desatado una tempestad sobre su propia cabeza. Se levanta y pasea de lado a lado pasándose las manos por la cara. Finalmente se detiene y expira el aire acumulado. ―Bueno, ya está hecho.

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III ―¡Qué frío tienen que estar pasando estos árboles! Cándido extrae una consecuencia lógica de que las temperaturas hayan caído por debajo de los cero grados. Mira tras las lunas del bar de Pepe como sintiéndose afortunado de tener movilidad para poder protegerse del frío y poco a poco va sintiéndose arropado por el calor del climatizador. ―Arrópalos y dales las buenas noches. Pepe reacciona irritado. No se imaginaba ni en sus peores pesadillas volver a tener entre su clientela a Cándido irritándolo con sus excentricidades. Todos los clientes sonríen porque el chico ha dado un respingo del susto al recordar que está rodeado de personas y se vuelve hacia la muchedumbre que espera atenta alguna nueva ocurrencia. ―No puedo, si les quito la luz se mueren. ―Pues ponles tu bufanda y tus guantes, mamón. Pepe mira con cara de disgusto a Hernán que observa la escena entre impasible y preocupado. Finalmente la que habla es Prado que simpatiza con aquello de irritarse con la presencia de Cándido. ―Te la han colado, Pepe. ―Lo que no haga por el ex gordo... Pepe se acerca a Hernán que está sentado en una banqueta y comienza a propinarle collejas afectuosas, éste comienza a sonreír y a menearse sobre su asiento pero Cándido no está dispuesto a perder el protagonismo. ―Si les pongo mi bufanda me la llenan de mierda de pájaro. Cándido se gira de nuevo para observar la reacción de los congregados ante su original comentario. Respira fuerte por la nariz 84


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y fabrica burbujas de baba en la comisura de sus labios. La imagen es tétrica y todos se estremecen pero acaban interpretando que es la risa que le ha quedado después de su segunda visita al psiquiátrico. ―¡Demasiados medicamentos! El que piensa en alto es Sebastián, último fichaje de Pepe para las noches de euforia. Sebastián es un guardia civil de baja por depresión. Se está divorciando de su mujer, o mejor dicho su mujer se está divorciando de él, y como en la mayoría de los casos, después del amor sólo ha quedado odio, así que pese a no tener ni hijos ni bienes de consideración en común, el divorcio ha acabado en los Juzgados y está siendo muy combativo. A Sebastián tampoco le cae bien Cándido, demasiado diferente, pero dada su situación se esfuerza por caer bien a todos por si acaso y esto le lleva a intentar entablar conversación con el pobre inestable. ―¿Qué me dices, Cándido? ¿Había tías buenas donde has estado? ―Había alguna loquita joven y guapa pero supuse que era delito acercarme a ellas. Cándido se deprime con sus recuerdos y comienza a girar el vaso de cerveza entre las palmas de sus manos mientras se le pierde la vista entre el techo y la pared del bar. ―Además, las mujeres guapas me dan miedo. ―Pues no tienen que darte miedo. Ponerse guapas es su obligación. ¿Para qué coño vale una mujer fea? Para nada ―dice Prado satanizada― para lo mismo que un guardia civil de baja. El comentario ha generado un profundo silencio pues todos temen que un enfrentamiento entre dos pesos pesados de las malas formas no puede acabar bien. Unos miran al suelo, otros hacen como si no hubieran escuchado nada y miran a la tele y los hay que rebuscan con el dedo índice su fruto seco favorito, pero por suerte, como hemos dicho, Sebastián no está en su mejor momento de forma 85


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y decide declinar. ―No te ofendas, Prado. Tú eres una mujer muy atractiva. Prado se levanta y camina hacia el baño cabizalta y coqueta. Da por buena la disculpa aunque no haya sido tal cosa, pero cuando desaparece Sebastián quiere dejar bien clara su postura. ―La próxima guerra mundial será entre hombres y mujeres. Cándido comienza de nuevo a resoplar por la nariz y a fabricar burbujas de baba hasta que atrae la atención de todos, que no saben si va a hablar o a desmayarse. Pelea unos segundos contra su propio impulso hasta que finalmente encuentra un hueco donde sosegarse y decir lo que está buscando: ―La próxima guerra mundial será entre el humano y el resto de las especies.

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IV ―¡Por más que des de comer a tu egoísmo siempre tiene hambre! ―No lo digo yo, Hernán, lo dice el médico. El niño no puede tener contacto con animales. ―El médico dice lo que le ha dicho otro médico y él lo repite sin comprobarlo aunque le contradigan siglos de experiencia. ―Hernán, cuando se trate de cosas importantes olvídate de tu papel de sabelotodo y sé un poco más humilde. ―Para mí regalar el perro es lo suficientemente importante como para cuestionarme la opinión de un médico. ―Siempre tienes que cuestionarlo todo. ―Nunca te cuestiono nada, Prado, incluso cuando me pides cosas tan absurdas como que alquile mi casa a un desconocido para vivir en la tuya que es de un desconocido o cuando me pides que vista como un subnormal. Nunca he tenido huevos a caerle mal a alguien y siempre he hecho lo que me han pedido. Te subiste a ese tren y te has acostumbrado y yo siempre he encontrado la escusa para no ser valiente y decir basta, porque en la comodidad está la más potente de las ideologías, pero ahora no se trata sólo de mí y, aunque no lo entiendas, este perro es mi amigo. ―Siempre será más importante tu hijo que un amigo. ―No sigas, Prado, hoy no voy a introducirme en un debate que se pierda en lo absurdo. Todos sabemos que los salvajes sois incansables y por eso gobernáis el día a día de la gente llana, porque vuestras limitaciones os hacen verlo todo sencillo, en blanco y negro, y ganáis por desgaste del contrario no por vuestros argumentos, así nos va, pero el valiente es valiente hasta que el cobarde quiere y hoy yo, en representación del hombre sensible, educado, coherente y con 87


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valores, me planto ante la sinrazón de los que no ven más allá de sus narices y nos tiranizan jactándose de ello. Hoy exijo mi mitad en esta relación y que mi opinión cuente al menos tanto como la tuya y ya que tú has tomado todas las decisiones hasta ahora, yo tomo esta. El perro se queda.

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V ―Pepe ¿tú quieres a Trasto? ―Si es que se hace de querer el muy cabrón. ―Digo que si quieres quedártelo. ―Joder, Hernán, siempre me lo encasquetas a mí. ―¿Has bebido lejía? ¿Qué si lo quieres para siempre? ―Si no le paso la escobilla al baño ¿cómo voy a recoger la mierda del perro? Hernán siente que sus músculos se tensan y parece que pudieran partirle los huesos. Las pocas soluciones amables que barajaba van quedando descartadas una a una y siente como si cada solución fuese una ventana que es sellada y poco a poco le fuesen dejando a oscuras. ―Si al final tengo que abandonarlo nunca más podré volver a estar contento. ―¿Por qué no se lo devuelves a la protectora? ―No tienen espacio para más perros. Hernán dibuja decenas de equis en una servilleta cada vez con más desgana. No tiene fuerza ni para levantar la vista de la mesa. ―Lo máximo que puedo hacer por ti es pegar carteles. ―He pegado unos cuantos y encima me ha multado el Ayuntamiento. ―Pues si quieres le digo a Sebas que le pegue un tiro. Otra opción no se me ocurre. Hernán ha abandonado las equis para comenzar a dibujar círculos pero cuando ya lleva unos cuantos pierde los nervios y dibuja un aparato reproductor masculino. ―El único gesto de respeto que le he visto a Prado hacia mi persona es esconderse para fumar y solo cuando estaba embarazada. 89


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―Ya sabías como era cuando decidiste fecundarla. ―¿Cómo es posible que una persona que fuma embarazada vaya a conseguir que abandone a mi perro usando como argumento la salud del niño? Pepe está cansado y le resta mucha faena que acabar por delante. Le cuesta mantener la atención y el discurso se lo conoce de memoria. ―No te deprimas, tío. Vas a ser padre. Ya no puedes permitírtelo. ―No me deprimo. Simplemente no estoy contento con quien soy. Son las altas horas de la madrugada del día 30 de Diciembre y el viento helado suena con fuerza como haciendo gala de su poder. Pepe se mete en la cocina para terminar sus labores y Hernán se acerca con su cubata a la entrada del bar para mirar un poco tras la puerta. La calle está inerte y sobre el asfalto circulan en silencio vehículos llenos de espectros. Hernán cree reconocer en ellos distintos personajes de su pasado ataviados con ropas de otra época pero por suerte, antes de que las fiebres del alcohol le hagan delirar, un galgo atraviesa la puerta del bar llamando su atención. Hernán coge restos de comida para intentar atraerlo y acariciarlo un rato y, aunque en un principio duda, acaba pudiendo más su hambre que su miedo. Hernán se agacha y mientras lo acaricia comienza a derramarle lágrimas en el hocico y Pepe se percata de la escena. Alguien irrumpe por la esquina dando voces y el perro huye. Hernán se levanta, ve el vaso en el suelo y se agacha de nuevo para cogerlo. Tras unos segundos se quita las gafas y comienza a pasarse el cubata por los ojos para finalmente vertérselo en la cabeza como castigándose por un pecado que sabe que va a cometer. Sin decir adiós se va a casa invadido de la tranquilidad de cuando sabes que ya todo se ha jodido. Pepe piensa pero no hace nada. Una vez que Hernán desaparece sale a la calle y, mirando en la dirección que ha tomado se amigo, dice “¡Hay que joderse!”. Después aparta con el píe la poca comida que ha dejado el perro tras su huida y echa el cierre. El estruendo se escucha en toda la ciudad. 90


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VI ―Pero sin duda el mejor era “Panzalastre”. Para hablar por teléfono se vestía como para salir a la calle y tenía los números clasificados en agudos, llanos y esdrújulos dependiendo de donde llevasen la tilde. ―Cándido desvela las manías y los apodos de los pacientes que compartieron estancia con él en el área de psiquiatría. Está en el bar reunido con Pepe y Sebas, esperando a que Hernán comunique que Prado ha dado a luz correctamente, pero la noche avanza sin noticias y el cansancio empieza a evidenciarse. ―Había uno muy temerario al cual llamábamos “Carne Muerta”. Atentaba contra la gente de un modo tan original que nunca sabían que delitos imputarle. Siempre que me veía me preguntaba “Cándido, ¿tú crees que tengo la cabeza muy grande o el cuerpo muy pequeño? ―Seguro que todos acabaron allí por culpa de una mujer―dice Sebas adormilado y borracho―Las hijas de puta no saben lo que es la piedad. No paran hasta que no han acabado contigo. ―¡Joder que cansino! ―le reprende Pepe que ha juntado cuatro sillas para tumbarse sobre ellas―. A veces te quieren y a veces no, a todos no ha pasado, fin de la historia. ―La verdad es que yo todavía no sé lo que es ser correspondido ―aprecia Cándido sin darle importancia― pero me encantaría saberlo: sentir los pechos desnudos de mi amada en mi espalda mientras me abraza o sus dedos recorriendo mi cabeza mientras vemos una peli, besarla en el cuello mientras cocina… ―Yo cada vez que veo una tía buena me desmotivo ―reflexiona Sebas―. Me he hecho viejo al lado de Zorra Primera de España y 91


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ahora que las mujeres me miran con pena me echa a la calle. ―Follar es de salvajes ―sentencia Cándido―. Yo escribo poesía y cuando mi organismo me lo reclama me alivio con el sexo de los débiles, el que nos hace iguales y libres, el cinco contra uno. ―Ahora le han puesto aparato y está todo el día haciendo muecas. Parece subnormal. No sé que pretende. ―Ya tengo elaborados ciertos pensamientos que de hacerse públicos mi vida correría peligro. Soy un enfermo. ―¡Qué estúpida es, coño! Pepe observa como Sebas y Cándido han quedado atrapados cada uno en su propia conversación hablando solos sin escuchar lo que el otro dice y vuelve a sentir que su oficio no está suficientemente pagado. Por suerte para él recibe la llamada de Hernán que lleva horas esperando. ―¿Qué tal ha ido todo? ―No sabes cuánto me alegro. ―No te preocupes, nosotros también estamos reventados. ―Bueno, tío, pues cuando esté limpio nos lo enseñas y hablamos con más calma. ―Ahora se lo digo a estos. ―Un abrazo y enhorabuena. Pepe cuelga el teléfono y se mete dentro de la barra a buscar las llaves y a dejar el mandil. Cándido le sigue con la mirada expectante y con cara de ilusión hasta que no puede aguantar más y decide preguntarle. ―¿Qué dice Hernán? ―Que os vayáis a tomar por culo y me dejéis dormir.

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VII Diario de Cándido. 18 de enero de 2014. Vengo del bar borracho aunque esta es una información que a estas alturas debería omitir porque se sobrentiende. De hecho vengo tan borracho que mañana no voy a entender mi propia letra. He estado hablando de amor con dos súper salvajes, aunque lo cierto es que no me han hecho ni puto caso así que se puede decir que he estado hablando solo. Tan exigente es la sociedad en que vivimos que la gente no encuentra fuerzas ni para escuchar un rato a un desgraciado quejándose. Me he acordado de todas las chicas a las que he querido y he caído en que nunca supe ni siquiera el nombre de la mayoría de ellas. Está aquella que aparcaba su pequeño coche azul frente a mi portal, me tiraba horas mirando su ropa interior tendida desde mi terraza; aquella chica con el pelo corto y con pinta de sufridora que me encontraba todas las noches de entre semana en el Torreón cada vez que ponían una canción de Radiohead; e incluso una compañera mía de Universidad, cinco años metido en la misma habitación que ella y supe cómo olía pero no cómo se llamaba. Como buen romántico también me enamoré de causas imposibles: mi prima Blasa que luego se puso gorda como una mula y daba asco verla; Rehena la de los dibujos Manga “Rehena y Gaudi” que solo tenía ojos para Gaudi pero yo estoy convencido de que era maricón; y como no la novia de algún amigo, un clásico. Todas tuvieron algo en común: lo lejos que estuvieron de estar conmigo. ¿Cómo va a entender el puto picoleto loco o el guarro de Pepe lo que se siente al ser despreciado? Ellos con comida y wáter 93


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para cagar tienen bastante, y lo del wáter lo he escrito para que la frase quede un poco más larga. Seguro que no pasearon de la mano de sus mujeres, ni se besaron en un parque durante horas, ni se bañaron desnudos y borrachos en la playa, ni lloraron de felicidad. No, estaban muy ocupados peleándose por el mando a distancia. El mundo al revés, yo que soy un ser superior tengo que vivir achantado ante la personalidad invasora de estos bárbaros que seguro que se limpian el culo con la mano y encima debo sentirme agradecido por que me dejen pasar un rato al día con ellos. Ya no soy un niño, ya no me corresponde apreciar la belleza de la mujer joven. Ahora me corresponde necesitar la compañía de una mujer adulta engrisecida por las desilusiones. Llegar a casa y que una buena alma te consuele cuando crees que todos te odian. Desde luego no es poco, aunque sí menos romántico. Hoy ha nacido el hijo de Hernán con seis meses y medio de gestación y síndrome de Down. Las va a pasar bien putas. Nunca le perdonaré a mi madre que no abortara.

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VIII Hernán está sentado en la alfombra de su salón jugando con el perro. El juego se desarrolla lento y con afecto y en la cara de Hernán se dibuja una sonrisa boba. ―Sé que sabrás entenderlo, Trasto. Prado está a punto de recibir el alta y seguramente también el niño con todas sus complicaciones, así que el margen de Hernán se ha agotado. Aprovecha sus últimos momentos con el perro intentando no olvidar ningún detalle, lo graba en video y lo fotografía, pero el reloj nunca se detiene para nadie y va llegando la hora. Decide recurrir a un viejo amigo y busca una botella de whisky pero no la encuentra. Como lo único que espera de la bebida es que le ayude a ser capaz, coge la primera botella que encuentra y se sirve medio vaso que apura en pocos tragos. Finalmente coge las llaves del coche y le pone el arnés y la correa al perro, pero éste no quiere salir porque siente el nerviosismo de Hernán y sabe que algo malo pasa. Acaba por cogerlo en brazos y bajan a la calle. Es de noche y hace mucho frío. Los cristales del coche están casi helados y el coche es viejo por lo que tarda un buen rato en conseguir ver algo a través de ellos. Trasto aprovecha para ponerse a dos patas y lamerle la oreja a Hernán mientras gimotea y Hernán se deja, porque nunca se lo ha permitido y quiere concedérselo como último deseo. Los nervios le están destrozando así que decide arrancar. Tiene los limpiaparabrisas activados pese a que no llueve y el aire caliente del coche a su máxima potencia. En poco tiempo sale de la ciudad y toma el viejo camino de 95


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Sancho Rey. El asfalto está en mal estado y la visibilidad sigue siendo parcial, por lo que conduce despacio y con las luces largas. En el horizonte aparece la perrera espectral y solitaria con largos muros blancos y deteriorados y Hernán apaga las luces como si fuese a cometer un crimen. Se baja del coche y mira alrededor, evidentemente no hay nadie así que coge a Trasto en brazos evitando encontrarse con sus ojos, ata su correa a las rejas de una de las ventanas y se da media vuelta. Una vez dentro del coche piensa que atado no tiene capacidad de defensa y decide desatarlo así que se baja del coche y desanda sus pasos. El perro cuando lo ve corre hacia él pero la correa le frena y se queda a dos patas. Lo desata y se mete en el coche pero el perro ha estado rápido y se ha metido entre sus piernas bajo el volante, por lo que tiene que cogerlo y volver a dejarlo en la entrada de la perrera. Al segundo intento consigue meterse en el coche sin perro y arranca pero comienza a llover, así que apaga de nuevo el motor y busca en el maletero algo que haga el abandono más confortable. Encuentra un par de bolsas de supermercado, una la deja en el suelo y con la otra le hace una especie de chubasquero al perro. ―Además de cruel soy un chapucero. Trasto no tarda mucho en quitarse la bolsa de encima y Hernán decide que tanta ceremonia no hace sino que todo parezca más ridículo, así que se monta en el coche de nuevo y arranca pero el perro comienza a correr tras él. Duda y frena pero enseguida vuelve a acelerar hasta perderlo de vista, entonces se detiene para llorar a gusto pero, apenas ha comenzado a desahogarse, comienza a sonar su móvil. ―¡Qué puta vida! No me dejan ni llorar. Es Pepe y, como Hernán es un hombre excesivamente educado, antepone las necesidades de los demás a las suyas y le coge el teléfono. ―Pepe ¿te puedo llamar luego? 96


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―¿Qué te pasa macho? ―Nada que acabo de abandonar a Trasto y me siento como el culo. ―Pues búscalo y vente para el bar que hay un tipo de una protectora que dice que si le pagas los gastos se lo queda hasta que puedes tenerlo en casa. ―¡No me jodas! ―Si. ―Joder, te dejo que tengo que buscar el perro. ―Ten cuidado que eres tan gilipollas que eres capaz de atropellarlo. ―Te dejo. Hernán cuelga el teléfono y se baja del coche para gritar el nombre de su perro, pero no hace falta porque está esperado en la puerta del conductor. Hernán lo coge en brazos y se mete con él en el coche, lo pone en el asiento de al lado y le acaricia la cabeza. ―Espero que no te hayas dado cuenta de lo que ha estado a punto de pasar.

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PARTE SEGUNDA I Callejeo sin prisa por las calles de la capital hacia casa de Hernán para devolverle a Trasto. El sol comienza a picar en la cabeza y a la gente se la ve con el buen ánimo de quien piensa que solo cambiando de estación se acabaran los problemas. Aun no me ha aclarado por qué quiere que se lo devuelva tan pronto pero solo se me ocurre que se están separando. Ojala me equivoque, porque aunque no lo conozco mucho, lo que me ha contado Pepe cuando desayuno en su bar, me ha bastando para tenerle aprecio. Una vecina de avanzada edad me reprende porque el perro ha orinado en un árbol y mi cuerpo no experimenta ninguna reacción. El hecho, aunque signifique que me estoy haciendo mayor, me entusiasma porque supone que he dado el primer paso para ser feliz: obviar las gilipolleces. En el portal me encuentro con Prado que sale a pasear con el niño y no me saluda, definitivamente se están separando, así que cojo el ascensor esperando ver a un hombre desecho pero sin embargo me encuentro a Hernán trasladando sus cosas hacia su casa con muy buen ánimo. ―¡Ey Julio! ―¿Qué haces, Hernán? ¿Debo preocuparme? ―Nada, una mala racha. Pronto estará Trasto de vuelta contigo. ―Lo siento, hombre. Se pasa muy mal. ―No te preocupes. Siempre que hay una novedad importante viene una época de reajustes en la pareja y a veces se tarda un poco 99


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en ensamblarlo todo de nuevo, pero pronto estará de nuevo el cielo despejado. ―Eso espero. ―Pasa dentro que te saco algo de beber y unas aceitunas. Hernán acompaña a Trasto hacia su cojín y comienza a decir las mismas tonterías que se le dicen a los bebes humanos. Finalmente abre una bolsa de galletas para perros, le da una y se dirige a por unas cervezas y varios cuencos de aperitivos. Yo le espero sentado en el tresillo y él comienza a hablar desde la cocina. ―Me ha dicho que me busque un abogado. ¡Bendita payasada! ―No lo hagas, si das ese paso se acabó para siempre. ―Ella tampoco lo va a hacer. Parece muy fiera pero tiene muy buen corazón. ―Me la he cruzado abajo y daba miedo. ―Clichés de los pueblos: ahora se supone que todos mis amigos tienen que pasar a ser sus enemigos. Hernán se sienta a mi lado en el tresillo y siento como me elevo unos centímetros. Se nota que quiere caerme bien porque se ha preocupado en presentar bien el aperitivo y por el resultado se pone de manifiesto que no es algo que le importe ni suela hacer con frecuencia. ―¿Tú estás casado Julio? ―Vivo desde hace unos años con una mujer y con su hijo. ―¡Casi como yo! Pues cuando todo vuelva a la normalidad tenemos que quedar un día para cenar. ―Eso está hecho. Hernán se mete una aceituna en la boca pensando que está deshuesada, pero se equivoca y emite un alarido estremecedor. Luego se escupe el hueso en la mano y lo estrella contra el televisor. Durante el proceso me ha ofrecido una selección de brutales e ingeniosos improperios que han provocado mi carcajada. ―Joder, Hernán, si te hubiese escuchado un cura. ―Perdona, Julio, pero es que me jode ser tan tonto. 100


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Hernán se levanta a recoger el hueso de aceituna del suelo y limpia con la manga de su camisa los restos de aceituna y baba que han quedado en la pantalla del televisor. Se sienta de nuevo a mi lado pero con menos delicadeza que antes hasta tal punto que doy un pequeño brinco sobre el tresillo. ―¿Dónde está Trasto? ―Ha salido corriendo cuando has empezado a gritar. ―Pobrecillo. Hernán se levanta de nuevo para buscar al perro que se ha escondido en el baño. Se nota que no está acostumbrado a relacionarse socialmente porque está demasiado inquieto y decido no quedarme mucho rato para que pueda relajarse y pensar un poco en cómo solucionar sus problemas. Cuando vuelve se sienta de nuevo con el perro sobre su regazo y le da una patata. ―Estos pobres bichos llevan toda la historia soportándonos sin quejarse. ―Fliparías con lo que la gente es capaz de hacerles. ―Me lo puedo imaginar. ―Y lo peor es que los hay que incluso disfrutan. ―No te pega ser tan amante de los animales. ―¿Por qué? ―No sé, siempre había pensado que los controladores de la zona azul teníais pocos sentimientos. Como os insultan tanto… ―Visto desde esa perspectiva tienes razón. ―Y ¿cómo acabaste allí trabajando? ―Tienen un porcentaje reservado para discapacitados y yo estaba en paro. ―¿Eres discapacitado? ―Si ―¿Pues qué te pasa? ―Aparte de la chepa soy daltónico y diabético. ―Pues no se te nota. ―Gracias, hombre. 101


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Hernán comienza a repasar mentalmente la conversación. Sabe que algo no ha salido conforme a los usos sociales y se concentra en memorizar los errores y buscarles alternativas. Yo aprovecho para apurar la cerveza, levantarme del tresillo y darle una palmada en el omoplato para despedirme. ―Bueno Hernán, tengo que marcharme. ―¿Tan pronto? ―Otro día charlamos con más tiempo. ―Claro, cuando quieras. Podrías pasarte una tarde por el bar que es cuando estamos todos. La invitación me produce fatiga y curiosidad a partes iguales. Mi jornada termina a las ocho y lo único que me apetece es ir a casa a relajarme, pero se trata de un grupo antropológicamente muy excitante y lo cierto es que hace mucho que no conozco a nadie. Hernán me acompaña hasta la puerta y una vez superado el umbral y con medio cuerpo en el ascensor decido aceptar. ―No estaría mal. ―Lo pasaremos bien, ya verás. ―Pues nos vemos entonces.

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II ―Ya sabes que para mí, todo lo que no te deje dormir o beber es un problema. Cándido y Hernán recuperan una tradición de cuando eran como una pareja que no mantiene relaciones sexuales: echarse un litro en el parque y divagar sobre la existencia. La tarde avanza ligera y la comunión es total. ―Se trata de querer y ser querido, cuando tengas a tu hijo en brazos te importará tres cojones dormir y beber. ―No sé Hernán, traer un hijo a este mundo donde los trabajadores son cada vez más esclavos, el aire más irrespirable y las personas más odiosas… Creo que si fuese posible preguntarles antes de nacer te dirían que prefieren seguir nadando en semen. ―No todo el mundo sufre tanto como tú, Cándido, los hay que incluso son felices. ―Sea como sea no deja de ser una condena a muerte, porque morirse se tiene que morir y lo peor no es morir, si no cómo morir. ―¿Por qué cuando nace un niño ya estás pensando en que se tiene que morir? El día es soleado y la conversación fluida. Su única preocupación es esconder la cerveza cada vez que se acerca un coche de Policía. Los problemas y las tensiones se diluyen a cada sorbo y el aire libre hace que los nervios pierdan su dimensión eléctrica. ―Porque se tiene que morir. Es algo importante a tener en cuenta. ―Date cuenta de que la gente siempre ha tenido hijos, incluso en las situaciones más adversas. ―Entonces, según tú, por ejemplo un esclavo o un enfermo 103


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mental deberían tener hijos solo porque los tiene todo el mundo, aunque estés condenando al sufrimiento a una persona de por vida. ―Joder. ―Incluso en condiciones normales, aunque todo salga bien, por Ley tendrá que ir al Colegio y ahí se convertirá en víctima o verdugo. Si es hijo mío, por tradición familiar, será víctima y soportará palizas, insultos, escupitajos y humillaciones. ¿Cuántos quedaron incapacitados para la vida de tanto sufrir siendo tan pequeños? ―Bueno, tú estarás ahí para evitar que eso pase. ―¿Yo que no tengo voluntad ni para asearme todos los días me voy a pelear con el sistema y con la condición humana? ―¿Tú crees que el humano es malo por naturaleza? ―Coño, solo tienes que ver cómo se comportan los niños antes de ser educados y como se comportan los adultos que no lo han sido nunca. Hernán mira fijamente a Cándido y le habla con la seguridad de a quien ahora le van mejor las cosas. A la luz del sol sus ojos son claros, como color miel y las imperfecciones faciales tan llamativas que Cándido no para de fijarse descaradamente en ellas. ―Cándido, si sigues peleándote con la vida, por mucha razón que lleves, siempre acabarás perdiendo. Cándido apura la cerveza, vierte las últimas gotas y le pone el tapón. Permanece pensativo durante unos segundos con el litro en la mano, luego eructa y lo mete en una bolsa de plástico. Mira a Hernán y luego al frente, finalmente se levanta para tirar el vidrio a la papelera y cuando vuelve parece que ha comprendido algo importante. ―Hernán, llevas razón, ya es hora de dejar de vivir de prestadillo, quiero tomar la iniciativa, sobreponerme a mis limitaciones. ―Y seguro que puedes hacerlo, yo no soy tan diferente a ti y lo he conseguido, solo hace falta dar el primer paso y verás como los demás vienen solos. ―Llevo demasiados años en un pozo, necesito cambiar, 104


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conseguir un trabajo, una casa, salir de cañas con chicas y reírme como si no tuviese pasado. Solo necesito una señal que me indique por donde comenzar. ―En mi curro están llamando a muchos interinos, sólo tienes que echar la bolsa de trabajo y con dos licenciaturas seguro que quedarás bien posicionado, te llamarán pronto. ―¡Qué buena idea! ―Mañana sin falta te imprimo la solicitud y cuando te llamen yo te enseñaré lo poco que tienes que saber. ―Y no tendré que pedirle dinero a mi madre para beber. Cándido decide celebrar su cambio de vida abriendo el segundo litro de cerveza como quien descorcha una botella de cava tras ganar una competición deportiva, pero enseguida es sorprendido por una pareja de Policías Locales que le intervienen la bebida. Permanece callado mientras le reprenden por beber alcohol a la vista de todo el mundo y Hernán señala una terraza que hay a apenas treinta metros donde beben casi cien personas a destajo. Basta solo una mirada de uno de los Policías para que no vuelva a abrir la boca. Cuando terminan de formalizar la multa se la entregan a Hernán mientras que a Cándido le ofrecen llamar a los servicios sociales del Ayuntamiento para que le consigan plaza en un albergue de mendigos. Cuando Cándido les advierte de que han cometido un error de apreciación los Policías se disculpan y le extienden a él también una multa. Cándido la sujeta sin fuerza entre sus dedos y les desea buenas tardes. Una vez que se han ido la dobla cuidadosamente y la mete en el bolsillo de su camisa. ―¿Entonces quieres que te imprima la solicitud para la bolsa de interinos? ―No

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III Diario de Cándido. 15 de Febrero de 2014. Esto de envejecer es una broma que ya ha dejado de tener gracia pero tampoco tiene solución. La gente se recoge pronto en casa y no tengo ningún contacto para terminar de emborracharme. A ver qué hago yo a las once de la noche en casa, medio tajado y con mi madre viendo telebasura en el salón. Los calientahocicos funcionan de un modo extraño, primero te llaman y parece que beber contigo es lo más importante que hay en sus vidas, luego el gran momento, aquello a lo que yo llamo “vida” o “creación”, empieza a tomar forma y justo cuando está todo preparado para el clímax, te dejan a medias y se van corriendo a cumplir con sus obligaciones sin contenido. Ya nadie bebe como Dios manda, sin prisas y hasta el final. Antes me terminaba yo solo yendo a un botellón a enamorarme de las borrachitas, pero ahora me miran raro, también culpa de la edad, huelen que la muerte me está cercando, que solo me separa de ella una generación, en mi caso representada solo por mi madre. Es mejor estar siempre amargado para ahorrarse disgustos. Oda a la juventud Yo también amé a la mujer perfecta, sus ojos eran el mar en verano, mientras sucedía no le di importancia. Para mí se acabó, ahora sé que es así, 106


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aunque de vez en cuando aparezca en las conversaciones y de vez en cuando me apetezca recordarla ya no está y hace tiempo que confundo los detalles. Caen las estrellas al suelo y forman una constelación, seguro que en algún lugar del Universo seguimos paseando juntos.

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IV Cumplo con lo prometido y acudo al bar de Pepe después del trabajo. Es la primera vez que voy de noche y me doy cuenta de que no tiene luminoso y que nunca he sabido cómo se llama. Dentro están todos enfrente de la tele viendo un partido. En la mesa hay una ración de patatas fritas y me informan de que ha invitado Pepe porque es su cumpleaños. Está casi entera y solo come Cándido. Al rato me doy cuenta de que con el mismo palillo que coge las patatas se hurga entre los dientes y concluyo que ese debe ser el motivo de la falta de apetito del resto. Es justo el ambiente que me describía Pepe antes de que la relación entre Hernán y Prado lo cambiase todo con la salvedad de que ahora por Augusto está Sebastián. Enseguida me hacen un hueco en la mesa y se muestran con muchas ganas de agradarme. Me preguntan por mi equipo y cuando les digo que me gusta el baloncesto se esfuerzan por ser tolerantes con mi afición. Poco a poco Hernán y Cándido van quedando abstraídos por el partido y Pepe vuelve tras la barra a cumplir con sus obligaciones así que me quedo charlando con Sebas. ―¿Estás casado, Julio? ―No, pero como si lo estuviera, vivo con una mujer y con su hijo. ―No es lo mismo. Casarte es darle tu bendición para que acabe contigo. Yo me estoy divorciando, pero la persona con la que me casé, y la llamo persona por parecer educado, no ha podido esperar a que acabe todo y ha decidido meter a un muerto de hambre en mi casa. ―Lo siento, hombre. 108


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―Más lo van a sentir ellos. ¿Sabes lo que he tenido que trabajar para comprar esa casa para que ese Carpanta se pasee ahora en calzoncillos por mi salón? Seguro que se bebe mi vino después de metérsela a mi mujer y luego vienen a pedirme que me modere. No saben la suerte que tienen de estar todavía vivos. Un día de estos quemo la casa con ellos dentro porque de mí no se ríe ni la madre que me parió. ―Tranquilízate hombre, no vayas a meterte en problemas. ―Ya no puedo tener más problemas. Pase lo que pase en un futuro estaré mejor que ahora. Pepe se percata de lo violento de mi situación y decide sentarse entre nosotros. Me mira con complicidad y empieza a pellizcar a Sebas en los pezones. ―¿A quién vas a quemar tú, mariconazo, si eres un cacho de pan? Sebas sonríe y bebe otro trago de cerveza. Pepe se relaja sobre la silla, se nota que no le da la menor importancia a las amenazas de su amigo, pero a mí su gesto me inquieta. Parece un hombre violento al límite de sus emociones y además bebe desmesuradamente pese a estar en tratamiento con antidepresivos. Aún así decido confiar en el criterio de quienes me rodean y consigo tranquilizarme. Al poco tiempo acaba el partido. Ha perdido el equipo de Hernán y Cándido, pero pese a todo ha sido un momento muy agradable comentado las jugadas sin fanatismos y con sentido del humor. Cándido se levanta con prisa y se pone la chaqueta antes de que los jugadores terminen de saludarse y el hecho sorprende a todos dado que Cándido no soporta estar en su casa y por eso es siempre el último en irse. ―Bueno, no se puede ser feliz para siempre. ―¿Ya te vas? ―le pregunta Hernán. ―Sí, ya he perdido demasiado tiempo viendo a estos vagos. ―Debe ser que les pagan poco y han decidido tomárselo con calma. ―Bueno, chicos, hasta la próxima. 109


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Nos despedimos de Cándido sin prestarle mucha atención y antes de que podamos concentrarnos de nuevo en los anuncios, Sebastián se levanta y se despide de un modo muy parecido. ―Me voy a donde sea. ―Con ese chándal a donde te dejen ―contesta Pepe en broma. ―Desde que en los puti clubs no exigen etiqueta quien viste bien es porque quiere. ―Y has dejado claro que tú no quieres. La gente ríe relajada y concluyo que soy el único a quien le parece que todo se está desarrollando de un modo un poco extraño. Decido no pensar más en ello. Al fin y al cabo he acudido al bar para relajarme un rato y esos no son mis asuntos. La noche fuera parece plácida así que, tras media hora de cortesía, decido irme a disfrutar de la brisa que corre por mi terraza. Demasiados meses de duro invierno para encerrarme en un bar por muy grata que me resulte la compañía.

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V Pepe llega a su casa triste y tarde, y sin quitarse la chaqueta se sienta en el sofá con gesto preocupado. Dos de sus tres dormitorios están vacíos y hay restos de la obra originaria de la vivienda por todas partes. En el salón la ropa del tendedero lleva seca varias semanas y la pantalla de la tele está cubierta de polvo. Se nota que ha intentado limpiarlo con los dedos porque ha dejado surcos y que eso sucedió hace mucho tiempo dado que sobre los surcos se ha acumulado de nuevo el polvo. Su casa es la de un hombre que tiene que trabajar doce horas diarias de lunes a domingo y que por tanto no tiene tiempo de ver la tele. Mira el reloj del dvd, está una hora y media atrasado así que deben ser sobre las cuatro y media de la mañana. Él siempre abre el bar a las siete pero ha bebido demasiado y sabe que hasta dentro de un rato no podrá dormirse. Finalmente se quita la chaqueta y va a la cocina. Abre un paquete de embutido y comienza a comerlo sin pan. A la segunda loncha se cansa, come más por necesidad que por ganas, bebe un vaso de agua y vuelve al salón. Tras un rato sentado se levanta para buscar un cuaderno donde anotar todo lo que ha acontecido esta noche, con detalles, de modo que cuando le pregunten pueda ser preciso y no tener problemas, pero no encuentra ningún boli que pinte. En el bar, pocas horas antes, Cándido se ha estado cachondeando de Hernán ante Sebas diciendo que tiene el cerebro blando de beber y que el niño ha salido mal porque es tan viejo que en los huevos en vez de semen tiene ceniza. Sebas le reía las gracias y Pepe ha tenido que advertirles de que Hernán no sólo es su mejor amigo, sino que 111


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“es el único.” En aquel momento la noche todavía no iba mal. No puede más, se quita los zapatos y se recuesta en el sofá para coger fuerzas y meterse en la cama, pero enseguida da una cabezada y ante la idea de quedarse dormido en el sofá sin el despertador puesto se incorpora de nuevo. Aun no tiene el ánimo necesario para levantarse así que decide entretenerse intentando quitar con las uñas las migas de pan que hay entre las juntas de la mesa. Poco a poco se va convirtiendo en un acto mecánico conforme comienzan a avasallarle los recuerdos de la noche: ―Cándido, ¿a ti qué coño te pasa? ―Amo cosas que no existen. Poco después Cándido salió del bar y Pepe no le dijo adiós. Recuerda que dejó un montón de servilletas a medio usar sobre la barra, su banqueta mojada de sudor y las tapas sin tocar aunque se las había pedido con insistencia. Le había devuelto quince céntimos y no había tenido los santos cojones de dejarlos de propina, nunca dejaba propina. ―¡Qué hostia le daba! Sebas se rió y le dijo que si quería un motivo solo tenía que pedírselo y al poco rato sin saber cómo había cerrado el bar y se había montado en el coche de Sebas rumbo a la Atalaya. Cuando vio a Cándido en el coche de Prado deseó que hubiesen más personas, pero estaban ellos dos solos. Pepe se queda dormido, quedando todo tan quieto y silencioso que parece que se haya detenido el tiempo o que se esté observando una fotografía, pero el tiempo pasa y Pepe se despierta con frío y dolor de cuello y cabeza. Sentencia que nada mejor que darse una ducha caliente para relajar cuerpo y mente e irse a la cama con buenas sensaciones. El agua sale tibia y sin presión y Pepe tiene que moverse demasiado para que cubra todas las partes de su cuerpo. Termina desistiendo y apoya la cabeza contra la pared dejando que el hilo de agua caiga 112


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sobre su espalda. Inevitablemente comienza de nuevo a recordar. Recuerda como necesitaba una copa más para digerir lo que había visto, como entraron a un bar donde estaba la mujer de Sebas, como se puso enfermo al verla contenta y como la cogió del pelo y le aplastó la cara contra una mesa de cristal. Cuando por fin consiguió llevárselo, de nuevo en el coche Sebastián gruñía a la vez que lloraba, era un sonido estremecedor y Pepe sintió algo de miedo, pero consiguió decir: ―Si se llega a romper la mesa le habrías destrozado la cara. Entonces Sebastián lo miró de frente lleno de lágrimas y mocos y Pepe le evitó la mirada porque le impresionaba ver a alguien tan descompuesto. Había muchos juegos de luces y sombras y poco a poco su rostro de demente en pocos fotogramas se transformó en el de una persona asustada que sorbía los mocos con la nariz y que solo quería arrancar el coche para irse lejos. Pepe sale de la ducha y se lava los dientes. Se pone unos pantalones de deporte y la parte de arriba de un pijama y coloca un poco las sábanas y las mantas para conseguir arroparse. En vez de almohada tiene dos cojines y se jura que ya se acabó, que a partir de ahora hará la cama y se comprará una almohada con su correspondiente funda. Dice “mierda de vida”, da un par de vueltas sobre sí mismo, dice “puta noche” y al rato se queda profundamente dormido.

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VI Pepe ha dormido tres horas, tiene resaca y ha abierto el bar tarde. Entre las rejas le esperan los periódicos locales sobre los que alguien ha orinado y las lunas parecen un expositor de todo tipo de de lapos, escupitajos, gargajos, flemas y esputos. Dentro, sobre la barra, la factura del consumo eléctrico, un nuevo crimen legalizado por los representantes de la élite y en la caja siete euros y algunas monedas color cobre. El churrero y el panadero hace tiempo que pasaron y en el baño parece que hayan apuñalado a un hombre con heces en las venas. Se pregunta si con los siete euros podrá comprarse una almohada y se acerca a un negocio cercano donde las venden. Vuelve al bar sin la almohada, con tres pares de calcetines y con la sensación de que en la tienda se están riendo de él por intentar comprar una almohada con tan poco dinero. Se dice a sí mismo que es bueno necesitar cosas que no se puede tener para continuar manteniendo la ilusión por la vida, pero esa mañana a Pepe le da la sensación de que no tiene nada más allá del cansancio de pelear tantos años como un jabalí por la supervivencia. Enciende la tele y no encuentra más que programas donde la gente hace el idiota y cobra por ello y anuncios que te hacen desear cosas que no existen. La apaga y pone la radio pero antes de subirle el volumen ve a Cándido pasar por delante de su puerta, tan contento que está silbando. Comienza de nuevo a recordar las imágenes de la pasada noche y no puede evitar pensar en Hernán. Siente como poco a poco le engulle la ira y para colmo se le viene a la cabeza la idea de que, tras miles de horas de duro trabajo, ha conseguido lo mismo que él sin 114


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hacer nada: seguir vivo. Cándido desaparece sin tan siquiera saludar y Pepe poseído por antiguos demonios que le costaron más de un disgusto tira el trapo al suelo y sale corriendo tras de él. Lo encuentra doblando la esquina, sacándose el calzoncillo del culo y rápidamente llega a su altura. Le agarra el cuello con violencia y le obliga a bajar la cabeza hasta las rodillas. ―¡Puta rata! ―¿Quién eres? ¿Qué quieres? ―Solo una puta rata como tú se follaría a la mujer de su único amigo. ―¡Te juro que no me la he follado! ¡Qué solo nos hemos tocado! ―¡Eres una puta rata! ―Sí, eso ya me lo has dicho. La gente comienza a congregarse alrededor de la escena y la muchedumbre disuade a Pepe de llevar más lejos su agresión. Decide soltarlo y volver con paso firme al bar pero cuando está a punto de entrar Cándido le grita desde la esquina. ―Puto matón, te voy a denunciar. ―Pepe se da la vuelta y, aunque no avanza ni un paso, Cándido sale corriendo. La gente comienza a disolverse no sin antes preguntar por lo ocurrido y lanzar sus primeras hipótesis. Pepe vuelve en sí y se mete en el bar. Recupera los nervios conforme limpia la máquina de café. Necesita estar tranquilo. Esto no ha hecho más que empezar.

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VII ―Joder. ―Si. ―Joder. ―Ya. ―¡Qué historia! Pepe ha terminado de contarnos lo que sucedió anoche entre Sebastián y su mujer y, aunque no podemos decir que nos sorprenda, el impacto nos ha llevado a soltar al azar frases sin sentido mientras cobramos consciencia de que, hagamos lo que hagamos, tenemos un problema. Yo estoy sentado en la barra, a la izquierda de Hernán y ambos frente a Pepe e intento concretar las escasas opciones de que disponemos para manejar el asunto. ―Entonces, si he entendido bien, o lo denunciamos, con lo que casi seguro iría a prisión y perdería su trabajo o nos arriesgamos a que haga daño a una persona inocente. ―No es solo eso, Julio. Si no lo denuncio yo también estoy cometiendo un delito. ―¿Qué delito? ―pregunta Hernán que todavía no se ha dado cuenta de que él también tiene un problema. ―No lo sé, cómplice de malos tratos, omisión del deber de socorro… ni puta idea, pero seguro que es un delito. ―Pues entonces denúncialo ―aconsejo a Pepe sin ponerme realmente en su lugar. ―Te la vas a jugar por un gilipollas ―añade Hernán―. No se lo merece. ―Por no hablar de que cabe la posibilidad de que después de 116


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denunciarlo la mujer niegue los hechos y además de haber denunciado a un amigo para nada me coma un marrón por denuncia falsa. ―Puedes hablar con un abogado de oficio ―aconsejo de nuevo a Pepe sin estar muy seguro de lo que estoy diciendo― son gratis y además tienen el deber de guardar secreto. ―Para una consulta no creo que me asignen uno y además el secreto profesional no existe cuando alguien puede resultar herido. ―Joder, Pepe, estás muy puesto en asuntos penales. ―Sí, me he metido en algún que otro embolado ¿verdad Hernán? ―En alguno que otro. Nuestras mentes han entrado de nuevo en el laberinto y solo se me ocurre pensar si no estaré yo en el mismo problema que Pepe al haberme contado lo ocurrido así que, toda vez que a mí Sebastián no me despierta ninguna simpatía, me ofrezco a denunciarlo yo, pero enseguida Pepe me quita la idea. ―No quiero cargar con eso. Que piense que no es capaz de matar a su mujer no quiere decir que no sepa que te daría cuatro hostias si lo denuncias. Como un rayo se me viene una idea a la cabeza que necesito desechar y demasiado agitado les pregunto: “al darse de baja por motivos psicológicos le habrán retirado las armas ¿no?”. Todos me miran sonriendo sin decir nada pero antes de que pueda añadir algo para hacer parecer que a mí Sebastián no me asusta, aparece detrás de nosotros muy arreglado y sonriente. Nadie diría que hace menos de veinticuatro horas ese hombre de intachable apariencia había agredido a su mujer borracho y puesto de cocaína. Apenas nos saluda nos engulle a todos un silencio criminal tan solo alterado por las melodías ridículas de la máquina tragaperras y así permanecemos unos segundos, mirándonos entre nosotros hasta que finalmente habla Pepe. ―Sebas, mientras no arregles tus asuntos no queremos tenerte cerca. Nos engulle de nuevo el silencio y a Sebastián le cambia 117


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radicalmente el rostro. Se ve claramente que no se esperaba la reacción y está a un gesto de entrar en estado de cólera. Hernán se pone nervioso y le ofrece ese gesto. ―Entiéndelo Sebas, lo que haces no está bien. Sebastián continúa callado pero ahora mira fijamente a Hernán que se pone todavía más nervioso. ―Piensa que has estado enamorado de ella. No puede ser tan mala ¿verdad? Sebastián acude a por una banqueta y se sienta en la barra a la derecha de Hernán, más cerca de lo necesario. Controla perfectamente las técnicas de intimidación y sabe perfectamente que Hernán se deja intimidar. ―¿Te ha contado Pepe donde estuvimos anoche? Pepe reacciona rápidamente sale de la barra y agarra a Sebas por el brazo. ―¡A tomar por culo! ―No me vas a dejar contarle a Hernán que tiene más cuernos que un saco de caracoles. ―¡A tomar por culo y no te lo repito! Pepe estira del brazo a Sebastián que está a punto de caer de la banqueta pero consigue mantenerse de píe y levanta los brazos dando a entender que no va a causar más problemas y que se va por su propio píe. Avanza muy despacio para crispar un poco más los nervios de la gente y antes de irse dice: ―Pues eso Hernán, tu mujer folla con tu amigo Cándido, pero no te enfades con ella, recuerda lo mucho que la quieres. Nada más cerrarse la puerta Pepe se apresura a decir algo como si cambiando de tema pudiese hacer olvidar a Hernán lo que acaba de escuchar. ―Mañana a primera hora pondré la denuncia. Puto cretino ¿quién se habrá creído? Hernán lo mira con pena. Tras sus gafas sus ojos se ven más pequeños que nunca y es imposible no sentir ternura por él del 118


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mismo modo que es imposible no sentir ternura por un cordero que va a ser sacrificado. Pensaba que con su nuevo modelo de vida las humillaciones se habían terminado, pero hacer bien las cosas nunca significa que los demás también lo hagan ni que te lo reconozcan. Decide no encajar el golpe y dejar que lo devore y en pocos segundos siente que ha envejecido cien años. ―Te lo iba a contar, amigo. ―Da igual, Pepe. Yo ya no existo.

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VIII Diario de Cándido. 1 de Marzo de 2014. Para una vez que me enrollo con una mujer casi me cuesta la vida. Sé que no era la mujer correcta, la mujer de un amigo nunca es la mujer correcta, pero Hernán tiene que entender que sufro discriminación sexual y por tanto no tengo casi opciones de sentir lo que sienten las demás personas y tengo que aprovechar cualquier opción que se me presente. ¿Desaparecerá esta incapacidad para ejercer la vida? Ya creo que no. Ojala se pudiesen operar los nervios como se operan las varices. Los nervios son los culpables de todos mis males: de la inseguridad, del miedo, de la timidez, de la hipocondría, de la ansiedad y por tanto de mi depresión crónica. Mi máxima pretensión en la vida es ser un hombre tranquilo, desde luego el tipo de sociedad no es el más adecuado para conseguirlo pero ¿dónde puedo ir? Anoche soñé con ella, pero mucho más joven, los sueños no son gilipollas. Sus pechos eran la novena sinfonía de Beethoven coronados por dos fresitas, me cubría el pene con su carnosa vagina y yo era un hombre de verdad que la satisfacía con seguridad y sin prisas. Cuando me desperté tenía los sentimientos tan removidos que tuve que acudir a mi medicina contra los complejos (el litro de cerveza). Sé que no es buena idea empezar a beber también por las mañanas pero no sé hacer otra cosa. Me quedan muchos meses de reclusión hasta que a mi agresor se le pase el impulso asesino. No puedo soportar más de un problema a la vez pero por suerte consigo estar a gusto conmigo mismo gracias a estas cajitas de la farmacia llenas de amigos diminutos. Si mi madre vuelve con buen material de la biblioteca estaré bien. 120


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IX Hernán se desespera en la oficina porque le pica donde no es cortés rascarse y una anciana le critica desde hace quince minutos que no es capaz de hacer bien su trabajo. Ya no sabe de qué manera restregar su nalga contra el asiento de forma disimulada, pero por suerte la anciana acaba marchándose antes de que le dé un desmayo o un ataque de ansiedad. Acto seguido se levanta y se encamina al baño con alegría, pero a su derecha, tras la puerta de cristal divisa a Pepe en el pasillo, sentado en un banco con gesto serio y Hernán, ya que todo el mundo parece ignorarle, decide rascare sin pudor y despedirse del trabajo hasta mañana. ―Me voy a casa que se me ha desprendido una almorrana y la tengo croando por todos lados. Por desgracia para él la única persona que parece haberle escuchado es su jefe que le responde desde dentro de su despacho sin ser visto. ―Ten cuidado no te vayas a matar a trabajar. Toda vez que llega un momento en nuestras vidas en que somos inmunes a las críticas de los demás y que este momento suele ser temprano por el abuso que hacemos de esta facultad de criticar, Hernán no experimenta ninguna sensación desagradable y sale a buscar a Pepe que no es capaz ni de levantar la cabeza para mirarle. ―¡Eh! ¿Qué te pasa, macho? Pepe por fin se atreve a mirar a Hernán pero continúa echado hacia delante con los codos clavados en sus piernas. ―La ha matado. Anoche cuando salió del bar la buscó y la mató.

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PARTE TERCERA Semana Santa en Ciudad Real. Últimas horas de luz. Las calles se engalanan para recuperar una belleza que se destruyó hace décadas y la gente se agolpa en los pocos rincones que se libraron de la barbarie. Lo que ya es pasado, lo que se derribó no forma parte de las preocupaciones de los vecinos, pero dejó una grieta en la sensibilidad de todos por donde se fuga parte de la alegría. Como diría Don Juan de la Mancha, en las ciudades el brillo del oro refulge mucho más que el de las estrellas y eso, nos demos cuenta o no, afecta al ánimo. Pepe se encuentra en una de las calles adyacentes a la Catedral esperando ver el paso de la Virgen del Prado. Su apariencia sin delantal y bien vestido y afeitado es muy diferente, pero no lo suficiente como para pasar desapercibido. En una ciudad donde hemos aprendido mejor que a ninguna otra cosa a guardar las miserias entre las paredes de nuestro hogar, hay poca gente a la que señalar con el dedo y Pepe, el amigo del asesino, es una de ellas por aquello de “dime con quién andas y te diré quién eres”. No puede saberlo, pero intuye que se está despidiendo para siempre de su ciudad y siente que toda aquella parafernalia es en su honor, desde las lágrimas de la Virgen al dramatismo de la música pasando por el paso lento y penoso de los penitentes. El bar nunca le dio más beneficio que el de la supervivencia y más de la mitad de su clientela ha dejado de acudir porque no se ven capaces de soportar sobre sus hombros el peso de la presión social. Dejarse ver en Semana Santa no va a espiar sus pecados y a la vuelta de la esquina espera la citación en los Juzgados por una falta de lesiones a Cándido. La procesión se detiene abruptamente y en el silencio los 123


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cuchicheos se vuelven ensordecedores. Descansa la imagen de la Virgen sobre el suelo y alguien canta una saeta desde un balcón. Redoblan los tambores, gimen los instrumentos de viento y los costaleros suben de nuevo a la Virgen sobre sus hombros, un momento perfecto para escabullirse de la procesión como un fantasma, entre miradas de soslayo. En la puerta del bar le esperamos Hernán y yo, conscientes de todo lo que está sucediendo como quien aguarda paciente en la sala de espera a que el médico le anuncie que su familiar ha fallecido. Sube el cierre y entramos. Está todo recogido menos tres vasos y varias botellas medio vacías. Tras una tensa espera Pepe nos mira con ojos llorosos y finalmente se dirige a nosotros sin mirarnos a la cara. ―Serviros lo que queráis. Estas son nuestras últimas bebidas en mi bar. Sin hacer preguntas, nos servimos todo lo que queda por beberse en el bar y, una vez que las calles están desiertas, salimos con la decisión de vivir una de esas noches que se catalogan como inolvidables, una de esas noches que cada vez son más difíciles de conseguir porque hemos decidido que es más fácil adaptarnos al modelo social que adaptar el modelo a nuestra condición de seres vivos. Con una noche inolvidable me refiero a cuando la ilusión escarba entre nuestras ruinas personales hasta encontrar la conciencia de que todo pasa, de igual modo que las semillas tienen que afanarse en primavera por encontrar la luz del sol. Una noche en la que no gobierna la economía de mercado y somos algo más que sujetos que consumen y producen. Una noche entre amigos que recorren juntos todas las calles y todos los bares, incluidos los de dudosa reputación, hasta que no queda ninguno abierto. Nos agarramos a la tristeza de Pepe para encontrar la fortaleza necesaria para divertirnos a nuestra edad y aprendemos que en una vida tan plana como la de cualquiera de nosotros todas las emociones, 124


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incluida la tristeza son un acontecimiento que debe ser festejado. Al final de nuestro particular “via crucis” quedamos agarrados entre nosotros en una esquina de la calle Morería. No hay nadie en la calle, ni tan siquiera animales callejeros, y ahí nos quedamos en silencio más de media hora porque es allí donde debemos separarnos, pero no queremos. Finalmente me despido de ellos y los dejo sentados en un banco sin ser consciente de que Pepe tiene intención de marcharse a la mañana siguiente. Ha encontrado trabajo como camarero a destajo en una cafetería de camioneros en el Parque Natural de Despeñaperros, ha puesto su casa en venta y ha encargado a Hernán que se ocupe del traspaso del bar. ―Hasta la fecha no he vuelto a verlo.

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DANZAN FÚNEBRES LAS SOGAS DE LOS AHORCADOS



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I Prado entra en su casa con una carta abierta en la mano. La sostiene sin fuerza y el brazo lo mantiene caído. Cierra la puerta y deja el bolso en el suelo. La carta se la guarda en el bolsillo trasero de su pantalón. En la terraza el otoño ha acumulado algunas hojas y Prado se dispone a barrerlas pero le molestan las llaves que tiene todavía en la mano. Está excitada y recorre las distintas estancias de la casa sin tener muy claro donde dejarlas. Finalmente las deja encima de la mesa y se dirige a la cocina a por el cogedor y la escoba pero no los encuentra. Después de dar varios viajes se da cuenta de que ya los había cogido y dejado en la terraza. Demasiado tarde: las gotas de lluvia recorren en diagonal los cristales y ya no le interesa barrer las hojas. Saca la carta de su bolsillo y se sienta en el sofá. Comienza a leerla de nuevo y dice “pero no puede ser”. Luego se echa la mano a la boca y comienza a llorar nerviosa. En la calle se escuchan risas e insultos pero Prado no se percata de nada. Deja de nuevo la carta sobre la mesa y va a por el bolso. Lo abre y saca el móvil pero en seguida lo deja sobre la mesa. Se mantiene rígida, erguida en el sofá con la boca abierta y los ojos derramando dos hilos continuos de lágrimas. Finalmente coge el móvil y llama a Hernán. Cuando éste descuelga no puede aguantarse más y rompe a llorar ahora de manera ruidosa, pero consigue decir “Hernán, tengo cáncer”. Hernán cuelga y sin tiempo a pensar busca el teléfono de su hijo mayor pero justo antes de darle a “llamar” se da cuenta de que es una putada. Retrocede hasta el menú principal, espera y al rato aparecen unos 129


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peces nadando en un río cristalino. La pantalla se apaga lentamente y cuando queda totalmente a oscuras deja el móvil encima de la mesa y mira por la ventana, hacia el cielo nublado. El sonido de la lluvia consigue calmarla y se queda pensando en todos los días de su vida que han pasado sin merecer ser revividos. Cinco minutos después llaman a la puerta y Prado sale a abrir. En el rellano está Hernán que en una mano sostiene una maleta y en la otra al hijo que tienen en común. Prado se queda callada y se agacha para acariciar al niño luego se incorpora y mira a Hernán a la cara. Señala la maleta con la mano y le pregunta “¿y eso?”. Hernán deja caer la maleta y abraza a Prado con seguridad y responde “venimos a cuidarte”.

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II ―¡La madre que te parió! ¡No sé cómo no te mato! ―Joder, Hernán, que alivio. ―Vistos tus conocimientos sobre medicina la próxima vez pregunta antes de sacar conclusiones. ―A ver, Hernán, yo veo “negativo” y pienso que es algo malo. ―Pues a partir de ahora ya lo sabes, cuando las pruebas son negativas es que no tienes la enfermedad y cuando son positivas es que sí la tienes. ―Si ya me extrañaba a mí que la enfermera sonriese mientras me daba los resultados, pero como hay tanta mala leche en el mundo. Prado y Hernán se quedan recostados en el sofá felizmente relajados. No sabrían contar cómo han llegado a estar de nuevo juntos sentados en un sofá porque una tensión mayor les ha distraído, pero inmediatamente los dos se cercioran de que están en una situación incómoda. Hernán elige como siempre el humor para no sentirse tan violento pese a que la experiencia le dice que tras la ilusión del chiste volverá a quedar lo mismo. ―Si desde que te vi pedir una pomada contra los sorianos en la farmacia… ―Estarás conmigo en que “soriasis” es un nombre que lleva a equívocos. ―Lo que ha quedado claro es que lo de divertirse es algo que no podemos demorar más. La vida es un ratillo. Te invito a una cerveza. ―Coge una del frigo que no tengo ganas de ver a nadie con esta cara. Hernán se levanta para beberse la cerveza más sabrosa de su vida pero Prado solo tiene cerveza “sin alcohol” y después de un rato 131


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de buscar y gruñir se desespera y pregunta. ―¿Sólo tienes esta mierda? ―¿El qué? ―Sin alcohol. ―Sabe igual y no engorda. ―Sabe mis cojones. ―Hay con alcohol pero en la despensa y por tanto calientes. Hernán vuelve al sofá con una cerveza caliente y una bolsa de kikos y pese a todo se sienta satisfecho de nuevo junto a Prado. La mira con alegría y abre la lata con ilusión. Del mismo sonido que hace en el momento de abrirse se desprende que la cerveza está caliente como el infierno pero sin embargo Hernán se la echa a la boca con fruición y después eructa hacia dentro. ―¿Te vas a beber eso caliente? ―Sí, ya hace casi frio. ―Coño, levántate por lo menos a por una jarra del congelador. ―Haberlo dicho antes mujer. Hernán se levanta y una vez al lado del frigo y como es costumbre cuando empieza a beber, olvida su yo físico y comienza a ver la vida desde una perspectiva más interesante que le lleva a filosofar en voz alta. ―¿Te acuerdas de cuando decía que a nuestra edad se habían acabado las buenas noticias y que era mejor no tener novedades? ―Si ―dice Prado mintiendo. ―Pues no vayas más al médico―dice Hernán riéndose de forma boba. ―No te rías. ¿Te imaginas que me hubiese muerto? ―Yo sería el viudo más orgulloso del mundo. ―Esa frase es un poco ambigua pero sé lo que has querido decir y te lo agradezco. De nuevo a su lado, los dos se quedan en silencio mientras se desvanecen sus sonrisas y Prado comienza a gestar el impulso de decir algo que lleva mucho tiempo queriendo decir. Hernán, la mira 132


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con su enorme cara de bueno y ella no puede reprimirse más. ―Hernán te hice una putada y lo siento mucho. ―Ya ―dice Hernán mientras pierde las ganas de beber cerveza caliente. ―Te juro que no sé por qué lo hice. ―Tendemos a abusar de los sumisos. ―Sé que lo he jodido para siempre pero quiero que intentes perdonarme. ―Estás perdonada. ―No resultas muy creíble. ―¿Qué quieres, Prado? Hernán acaba la cerveza y va a la cocina a dejar la jarra en el fregadero. Cuando vuelve al salón coge su maleta y se encamina hacia la puerta. Prado le sigue y cerca de la puerta tira de su brazo hasta conseguir que se dé la vuelta. Entonces lo abraza y él la corresponde pero sin soltar la maleta que la golpea bruscamente en la espalda. ―Habíamos quedado en que me querías viva. ―Habíamos quedado en que no quería que te matará una enfermedad de mierda. ―Gracias por venir. Ha sido un detalle que no olvidaré. ―Gracias a ti por la cerveza ―dice Hernán mientras abre la puerta― aunque estuviera caliente y asquerosa. Esas últimas palabras han sonado ya con el eco del rellano. Prado cierra la puerta, se gira y apoya un rato su espalda en ella. Luego se encamina al salón, coge al niño y se queda tumbada con él encima. Hernán le acaba de dar una gran lección y cierra los ojos pensando que ojalá se parezca a él al menos en su carácter.

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III Prado llama a la puerta de Hernán y muestra a través de la mirilla un paquete de seis latas de cervezas. Está vestida como a Hernán le gusta, con sencillez, con dulzura y sin maquillaje ni tacones. El pelo lo lleva suelto y sujetado con las orejas, también sabe que a Hernán le encantan sus pequeñas orejas con pequeños pendientes y sonríe mucho porque está contenta y porque sabe que Hernán opina que la belleza de las mujeres reside en las características que no puede estropear el tiempo: su voz, su mirada, su sonrisa y la forma de expresarse y de moverse. Hernán abre y no oculta su felicidad. Él no ha tenido tiempo de vestirse para agradar pero en esta ocasión, por primera vez no es él quien debe tomar la iniciativa y esto le relaja. ―Hombre, mis amigas cilíndricas. ―Me supo mal dejarte el otro día con ganas de beberte una lata fría. ―Pues pasa y le ponemos remedio. Dentro Hernán lo tiene todo bastante ordenado y limpio. Se ve a simple vista que pese a las últimas dificultades no ha perdido el ritmo de hacer bien las cosas. En la cocina varios ingredientes troceados sobre su correspondiente tabla esperan a ser cocinados mientras se calienta el aceite, el fregadero está vacío y el frigo lleno. Se ve que le ha sentado bien ser padre. Trasto acude corriendo en cuanto siente la presencia de Prado y se le sube en las rodillas y ella le corresponde acariciándole y robando para él uno de los trozos de carne que Hernán tenía dispuestos sobre la encimera. ―¿Qué estás haciendo? ―Un guiso de carne con tomate para mañana. Si no dejo nada 134


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preparado como cualquier porquería. Prado abre dos latas de cervezas y las vierte en sendas jarras acercándole una a Hernán. Dos estilos diferentes de beber, él coge la jarra por el asa y engulle la mitad de un trago, ella la coge con las dos manos y da pequeños sorbos inapreciables. ―Me ha contado mi madre una historia del pueblo que te vas a partir de risa. Me he acordado mucho de ti por eso de que los hechos no son siempre son lo que aparentan y que hay que ser prudente y todas esas cosas que dices. ―Cuenta. ―Pues llevan toda la vida pensando que un vecino es un borracho porque siempre vuelve con bolsas llenas de botellas y latas vacías del monte y resulta que es ecologista, que no se las bebe, que simplemente las recoge para que el campo esté limpio. ―Menos mal que hay cosas que se pueden probar, si no las buenas personas nunca llevarían razón. ―Me acordé del tipo de tu trabajo, el que andaba raro porque le dolían los huesos y también decían que era un borracho. ―Si, luego dijeron que le dolían los huesos de las palizas que le habían dado por borracho. ―Y ¿te conté lo de mi compañera de pilates? ―Creo que no. ―Aquí fui yo la prejuiciosa. Di por hecho que era pareja de un chico que venía con ella a clase y un día me la encontré besándose con otro chico así que concluí que era una adultera. ―Y ¿cómo saliste del error? ―Porque vi al chico que venía con ella a clase besándose con otro chico. ―Espero que no te diese tiempo a injuriarla antes de darte cuenta. ―Por poco. Prado remolonea un poco por la cocina mientras Hernán decide verter lo que le queda de cerveza en el guiso. Está buscando el modo 135


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correcto de decirle algo pero en todas las frases encuentra algo que pueda dar lugar a equívocos. Se sienta en un taburete para seguir pensando con más calma pero por suerte para ella Hernán se le adelanta. ―¿Vas a venir al cumpleaños de Julio? ―¿Sabías que me había invitado? ―Claro, me lo comentó antes por si me sentaba mal. ―Y ¿qué piensas? ―Que es extraño que llamándose Julio cumpla los años en Octubre. ―¡Venga idiota! ―Ya le dije a él que me parecía buena idea. Prado se levanta del taburete y abraza a Hernán por la espalda mientras éste remueve el guiso lentamente. Tras unos segundos le dice “eres un gordinflón muy bueno” y Hernán en el último aliento de su pose de hombre respetuoso pero distante consigue decir “anda, ábrete otras dos latitas”.

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IV ―Es que no queremos darnos cuenta de que para que la sociedad funcione tenemos que ser diferentes porque en ninguno de nosotros se reúnen todas las cualidades que son necesarias para hacer esto funcionar. Hernán gira la cabeza de lado a lado como en un partido de tenis para la seguir la conversación de mis amigos. Prado y él han llegado por separado pero se han sentando juntos. Ella no está igual de entusiasmada que Hernán con el hecho de que varias personas discutan sin faltarse al respeto pero se muestra muy agradable y cercana. ―Al final es más importante la ética de los individuos que el sistema. Hernán no se atreve a intervenir y coge comida con mucha moderación, se ve que le interesa caer bien y de hecho hace un rato que ha dejado de beber cerveza por si los vapores del alcohol le hacen dar algún patinazo. ―Cuando solucionemos los problemas de incompetencia y corrupción si queréis nos pegamos por las ideas. Me levanto a reponer algunos platos y Hernán me sigue, se ve que quiere comentarme algo en privado y una vez que entramos en la cocina entorna la puerta. ―Julio, que pandilla más buena la tuya. ―Por desgracia no nos vemos mucho, pero son buenos fichajes. ―¿Y también son buenas personas? ―Cada uno con sus cosas, pero si. ―Cuando te rodeas de gente así te entran ganas de esforzarte por ser mejor. 137


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―Pues cuando quedemos te aviso y te vienes. ―Me encantaría. Hernán me sonríe y vuelve a su sitio. Prado le sigue con la mirada y cuando se sienta le da un par de palmaditas en el muslo. Se nota que entre ellos todavía queda cierta intimidad que quiere volver a hacerse pública. ―La superpoblación es un problema insalvable pero es muy impopular decir que sobramos personas. Prado mira fijamente a Hernán para llamar su atención y cuando él se da cuenta se encoje de hombros como queriendo preguntarle por que le mira. Ella se acerca y le dice al oído “te habrás dado cuenta de que no he tocado el guasap” y él le responde también al oído “te estás portando muy bien, todavía no has consultado el “Hola digital”. Prado le da un manotazo en el brazo y los dos ríen. ―Si hablásemos sin etiquetas estaríamos de acuerdo en la mayoría de las cosas porque son de sentido común. Hernán se siente con confianza y se ve por su mirada que ha decidido intervenir. Vigila a los tertulianos como un perro vigila su comedero mientras le sirves, esperando que llegue el momento, le sudan las manos y se le tensa el cuello pero lleva toda la vida agazapado y ya es hora de aceptar que él forma parte de este mundo también para lo bueno. Finalmente le cuadran los elementos y decide probar qué tal se encuentra uno confiando en sí mismo. ―No hay sociedad perfecta porque con que desafine un músico toda la orquesta suena desafinada.

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V Sopla con delicadeza el otoño y arrastra del pasado recuerdos para hacerlos presentes. Empieza a oscurecer y Cándido camina cabizbajo y muy despacio sabiendo que le queda la noche por delante y como de costumbre no tiene nada que hacer. Esta muy delgado, la chaqueta de lana pese a todo le queda pequeña y los pantalones grandes. La parte del cinturón que no rodea su cintura cuelga casi hasta sus rodillas y lleva las zapatillas de lona rotas. En definitiva parece lo que es, un niño pobre y triste. Al doblar la esquina se encuentra de frente con Hernán y éste, después de mirarle fijamente a la cara, cruza la calle para no toparse con él. Cándido le sigue con la mirada y decide llamarlo pero no responde. Se le desploman los nervios y decide gritar “Hazme caso joder, mi madre murió y estoy sólo”. Pese a todo Hernán continúa impasible y poco a poco se va perdiendo calle arriba. Cándido cruza la ronda, compra un litro de cerveza en una gasolinera y se sienta en un banco. Al poco rato le vibra el bolsillo y se apresura a ver qué ocurre en su móvil. A doscientos metros de distancia Hernán no ha podido soportar la imagen de Cándido escuálido y aullando con lágrimas secas en la cara y ha decidido escribirle. ―¿Es verdad lo de tu madre? ―Claro. ―Lo siento mucho. ―No tengo dinero. Estoy acojonado. ―No puedo ayudarte. ―kfFÑLFLKfd ―¿? 139


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―Perdona, se me ha caído el móvil. ―Ya. Los coches comienzan a encender sus luces y los niños a abrocharse los abrigos. Cándido observa a la gente que baja a sus perros para que orinen por última vez antes de encerrarse en casa y decide que no tiene nada mejor que hacer que seguir insistiendo a ver si saca alguna palabra más a Hernán ya que eso será lo más cerca que estará de hablar con alguien por el momento. ―He intentado pedir una pensión de orfandad y se han cachondeado de mí. ―Busca a tu familia. ―No sé cómo localizarlos. ¿Por qué tuvo que mandar el banco a mi padre a esta ciudad? Cándido espera un rato hasta cerciorarse de que Hernán no tiene intención de contestar. Entonces guarda el móvil en su bolsillo pero al cruzar las piernas se cae al suelo y se llena de tierra. Lo recoge, lo limpia un poco con la mano, lo deja sobre el banco y desenrosca el tapón de la cerveza. Se forma una burbuja en la boca del vidrio y Cándido le sopla con mimo para hacerla explotar sin hacerle sufrir. La policía pasa por su lado y se le queda mirando con desconfianza pero no hace nada. Es hora de beberse el litro pacientemente y pensar de nuevo en qué hueco ha dejado la sociedad para que alguien como él pueda ganarse la vida. La pregunta acaba, como siempre, sin respuesta, tras el último trago y después de un largo proceso circular de respuestas que acaban llevando a la primera pregunta. Por una extraña asociación de ideas, Cándido decide que orinando al menos acabará uno de sus problemas y elige un árbol que le sirva de cómplice. Al levantarse recupera de nuevo su móvil y sin pensarlo demasiado escribe mientras se acerca: ―¿Puedo al menos saludarte cuando te vea? Mientras orina una mujer le grita desde un balcón que eso no se hace y Cándido asustado se apresura a terminar para cambiarse de sitio. Se muda unos cuantos bancos más hacia su derecha, dejando 140


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el vidrio vacio abandonado junto a la bolsa blanca de plástico y, una vez fuera del campo de visión de la mujer, se cerciora de que ya ha terminado de hacerse de noche. No entiende cómo puede sentirse amenazado por una mujer de cincuenta años y de nuevo siente que cuanto más se conoce más se deprime y fantasea con la idea de poder huir de sí mismo una temporada. En un arranque de orgullo decide eliminar el último guasap que le ha enviado a Hernán, pero cuando va a hacerlo éste ha contestado que sí, que puede saludarle cuando le vea. Excitado y contento se levanta con la intención de comprar otro litro y enfrentarse a la mujer del balcón pero a medio camino se da cuenta de que no le llega el dinero. Se convence a sí mismo de que si falla el primer plan falla también el segundo y ya no tiene por qué correr riesgos innecesarios. Se sienta y se queda con la vista fijada en la nada y al rato atraviesa su mirada una pareja de adolescentes. Ella lleva sandalias y tiene cerrada hasta arriba la cazadora vaquera, él se ofrece a cogerla para protegerla del frío y Cándido de este pequeño detalle concluye que no hace tanto que les abandonó el verano y que por mucho que todos los años pase lo mismo el otoño siempre nos coge desprevenidos.

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VI ―Yo a Cándido le llamo “el muerto de miedo”, es más fácil asustarlo que a una vieja, es cobarde como él solo y una persona así me pone los cuernos ¿en qué lugar me deja eso? Hernán se tambalea sobre el taburete de un bar y monologuea como alguien que bebe sin estar acostumbrado. ―Debería matarlo. Por honor. Como antiguamente. Ambos hemos bebido un poco más de lo que necesitábamos para relajarnos hasta el punto de que el camarero de vez en cuando nos echa un vistazo por si nos vamos sin pagar. ―Por más que pelees y te ilusiones siempre viene después la realidad a engullirlo todo. Hernán se cerciora de que he dejado de escucharle hace un buen rato y decide cambiar de tema para dejar de deprimirme y así conservar opciones de que vuelva a salir a beber con él. ―¿Sabes? Llevo sin aburrirme desde que empecé a beber. Cada vez que me aburro ¡pam! me pongo como un perro. Le miro y me rio grotescamente hasta el punto de que una baba me gotea por la comisura de los labios y al ir a secármela me derramo la cerveza en el pantalón. Entonces Hernán comienza también a reírse pero en su caso la risa es infantil y exagerada. La gente del bar nos mira y lo convenzo para salir un rato a la calle con la excusa de fumar pero la verdad es que me está dando vergüenza el espectáculo que estamos montando. Salimos sin chaquetas para tranquilidad del camarero y antes de que me dé tiempo a decir nada, Cándido dobla la esquina y se nos aproxima medio sonriente y con la nariz llena de mocos. Levanta tímidamente la mano y yo le correspondo con la cabeza, Hernán intenta disimular 142


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que ha bebido mirando al interior de su vaso de cerveza. Finalmente llega a nuestra altura y se para. ―¿Qué tal Cándido?―le saludo sin mucho respeto. ―Hoy pensaba que me estaba dando un infarto y me he alegrado. ―Vaya, hombre. La respuesta ha sonado con demasiada indiferencia y me doy cuenta de que me estoy comportando maleducadamente para agradar a Hernán. Cándido se intimida y hace por dos veces amago de irse sin decir nada, pero finalmente habla. ―¿Qué tal, Hernán? ―De puta madre ¿y tú? ―Bueno, venía pensando que a lo mejor estoy demasiado centrado en cómo quiero ser en vez de dedicarme a potenciar lo que soy. ―¡Qué bien! Cándido se apoya en la pared a nuestro lado. Se le nota atrapado e inquieto sin saber bien qué hacer. Hernán y yo comenzamos a mirarnos y a sonreírnos por lo ridículo de la situación sin poner demasiado cuidado en no ser descubiertos. Cándido vuelve a erguirse, da una vuelta sobre sí mismo y encuentra algo más que decirnos. ―También estoy en trámites de pedir un crédito para abrir mi propio negocio. Tengo una buena idea. ―¿Qué idea? ―le pregunto sin abandonar mi actitud burlesca. ―Quiero abrir un bar que se llame “bar el triste” donde la gente no pueda estar acompañada. ―Hostias, Cándido ―intervengo mofándome de forma descarada―. ¿De verdad ese crédito está admitido a trámite? ―Pues todavía no he ido al banco pero tenía pensado ir. ―No vayas, y si vas avísame. No quiero perdérmelo. Esta vez ha sido Hernán el que ha humillado al muchacho y a mí me provoca un escalofrío observar como incluso para un hombre bueno es muy fácil caer en la crueldad. Cándido se va poniendo cada vez más nervioso y empiezo a arrepentirme de haberlo tratado con 143


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tan poco tacto. Acaba por despedirse con un ligero gesto con la palma de la mano y diciendo un “venga va” que no sabe a nada. Hernán lo mira alejarse con lástima y termina por delatar sus sentimientos negándolos. ―No me da ninguna pena.

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VII Cándido se revuelca en su cama de madrugada aquejado de una gastroenteritis, solo y pensando en lo difícil que le ponen pasar poco a poco la vida sin excesivos traumas. Evidentemente no tiene ni las medicinas ni los alimentos adecuados y el camino de su habitación al baño va cobrando un aspecto repugnante. Coge de nuevo el teléfono móvil y busca entre sus contactos a ver si por alguna circunstancia aparece alguien a quien pueda llamar para ayudarle pero, como él ya sabe, no aparece nadie. ―Nunca me lo reconocerán pero soy un minusválido. Se recoloca en la cama para ver la luna entre los bloques de edificios y, una vez que la divisa, intenta imaginarse una banda de jazz tocando una balada para él desde la esquina, pero otro retortijón le recuerda que la vida nada tiene que ver con las películas. Se desespera y decide no volver a levantarse nunca de la cama, quedarse ahí tumbado hasta que su corazón deje de latir y comienza a sonreír imaginándose a un montón de personas sintiéndose culpables en su funeral, pero le entrar ganas de mear y no hay objetivo ni sueño que no se detenga antes tales necesidades. ―Al menos así el tiempo pasa más despacio. Los gatos callejeros hurgan en la basura y se pelean y Cándido agradece que se rompa el silencio al menos por unos segundos. Hace ya demasiado del último ruido: el camión de la basura. Apuesta a que el siguiente será un coche pasando a toda hostia pero se equivoca ya que al poco rato una universitaria analiza a voces la noche a través del móvil con algún amigo. En definitiva el ritual de cada noche hasta que por fin llega la primera claridad del día con sus pájaros que al poco rato son tapados por el sonido del tráfico y de los pasos de 145


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los transeúntes. Extrañamente Cándido se siente más acompañado y seguro con todo ese ruido y consigue conciliar el sueño pero le despiertan dos vecinas discutiendo sobre algo relacionado con la limpieza de la escalera. ―Creo que ya estoy lo suficientemente solo y deprimido como para adoptar un perro.

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VIII Prado conduce un viejo coche por una comarcal estrecha y llena de baches en la tarde de un sábado. Desde el cielo la carretera se ve como una línea recta gris interminable que atraviesa una llanura desértica bajo un sol tímido y algunas sombras de nubes. Desde el coche solo se ve horizonte, broza y de vez en cuando algún ciclista y algo de ganado. Hernán está en el asiento del copiloto con los ojos tapados, preguntándose en qué momento ha accedido a tal ejercicio de confianza toda vez que Prado es famosa por su falta de pericia y prudencia al volante y que a su coche lo llaman el “ataúd con ruedas” por las pocas garantías que ofrece. A la media hora llegan a un pueblo y aparcan frente a una casa baja y blanca. Prado le quita la venda de los ojos a Hernán y este enseguida reconoce su ubicación. ―Este es el pueblo de mis padres. ¿Qué hacemos aquí? Prado se baja sonriente del coche y saca unas llaves de su bolso mientras Hernán saca al niño del asiento de atrás del coche y lo coge en brazos. ―A ver si por casualidad estas llaves abren esta puerta. Hernán mira con desconcierto como Prado abre y se introduce en la casa y sin estar muy seguro de lo que hace va tras ella. ―¿Y esta casa? ―No sé. ―¿La has alquilado para pasar el fin de semana? ―¿Te gusta? ―La chimenea es muy bonita y el patio es inmenso y está lleno de árboles. 147


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―¿Y si te digo que es tuya? Hernán empieza a reírse de manera nerviosa mientras analiza los dormitorios de la vivienda y de vez en cuando mira a Prado que no cesa de sonreír. ―¿Qué? ―Que es verdad. ―¿El qué? ―Que la he comprado Hernán, que me han tocado los ciegos. Hernán se emociona y comienzan a temblarle los mofletes como si fuese cuesta abajo en bici por una calle adoquinada. Mira a Prado y con la mirada le advierte que se lo está creyendo que desista si es una broma pero ella asiente con alegría y confianza. Entonces Hernán da un par de vueltas sin sentido por el salón y cuando siente que no puede resistir más se esconde en una de las habitaciones a llorar como un niño que consigue que sus padres vuelvan a quererse. Ella va tras él y él, todavía con su hijo en brazos, se tapa la cara como buenamente puede. ―¡Míralo que tonto! ¿Por qué lloras? ―Porque es lo único que he deseado siempre. ―Lo sé, por eso la he comprado. ―Y ¿cuándo te han tocado los ciegos? ―Hace tres semanas. ―¿Has tenido bastante? ―Y me ha sobrado, disfrútala y deja de llorar. ―Hernán recupera poco a poco la compostura y, cómo siempre que se siente emocionalmente incómodo, echa mano del humor para distanciarse. ―¿Has renunciado a tu sueño por mí? ―¿Qué sueño? ―Comer todos los días de raciones en el bar. ―¡Qué gilipollas! ―Si me tocan a mí los ciegos te pago unas tetas. Prado los abraza, seca las lágrimas a Hernán y le da un beso en 148


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los labios sin que éste oponga resistencia pero tampoco ponga de su parte. Prado se da por satisfecha y no quiere forzar la situación así que se retira y propone salir a comprar algo para merendar en el patio. Hernán acepta y, tras poner al niño en su silla, salen juntos a la calle. Tras escasos metros se encuentran frente a la casa de los padres de Hernán convertida en alojamiento rural arrendable por fines de semana. Hernán maldice varias veces una decisión que no fue suya y Prado le desvela que fue la primera casa que intentó comprar pero que fue imposible. ―Si no fuese la casa de mis padres se la quemaría. Antes de que el resentimiento acabe por estropear el momento se asoma por la ventana de la casa contigua una mujer que parece Hernán disfrazado de anciana y ante el estupor de Prado, éste le aclara que es su tía pero el parecido es tan asombroso que la explicación no evita que le recorra todo el cuerpo un escalofrío. La tía sale a fisgar y tras reprochar a Hernán que no va nunca a visitarla y besar al niño de manera exagerada le pregunta por Prado sin dirigirse a ella y sin esconder que todo el pueblo lleva semanas cotorreando sobre “la foránea que ha comprado la casa del hijo del panadero”. Ambos se miran un segundo conscientes de que es una situación incómoda por no saber a ciencia cierta que son en este momento el uno para el otro pero finalmente habla Hernán. ―Esta es Prado, mi mujer.

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IX Silba el invierno entre los árboles y agotan los transeúntes sus últimos quehaceres de esta jornada. Pese al frío Hernán sale al balcón como si la calle fuese a ofrecerle algo que siempre le ha negado, pero la respuesta es siempre la misma: todo ha acabado. Apenas algunos pasos en la lejanía cuyo deambular taciturno delata que se dirigen a casa cansados, a intentar encontrar en sueños lo que no encuentran en vida. Gente anónima sin el ánimo de interrogarse si otra gente anónima tiene algo para ellos. Apenas son las once de la noche, pero parece de madrugada. La ciudad, en estado comatoso, facilita que consigas transportarte a cualquier momento de su historia, pero Hernán ya no tiene ganas de fantasear, ya no tiene mariposas en el estómago, ni estrellas en su techo, Hernán solo quiere la compañía de quienes duermen tras la puerta de al lado y no puede tenerla por respeto a sí mismo, pero podría. Decide irse a la cama y esperar un nuevo día. Lentamente se pone el pijama y apaga las luces. Se queda un rato sentado porque tiene la tripa llena y sabe que tendrá pesadillas, pero el aburrimiento y la nostalgia le pueden y extiende la mano para coger el móvil y poner el despertador. Tantea la mesita como un ciego y finalmente enciende la luz y se gira para cerciorarse de que el móvil no está en su sitio. No recuerda donde lo ha dejado y añora cuando buscarlo era tan fácil como pedirle a Prado que le llamara. Da igual, es tan temprano que se levantará con tiempo de sobra para ir al trabajo. Apaga la luz y se arropa hasta el cuello. En la habitación queda el reflejo de una farola sobre el cristal que cubre una antigua mesa redonda y Hernán concilia rápidamente el sueño pero antes de que pueda decirse que la paz descansa a su lado, 150


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comienza a agitarse. Hernán sueña que está en la feria con Prado y con su hijo esperando a ver qué ocurre con unos boletos que le han regalado para la tómbola. Entonces Prado decide ir a comprar churros y Hernán agradece la iniciativa porque le encanta los churros y además tiene hambre. No ha pasado ni un minuto cuando comienzan a oírse disparos y la gente huye en masa gritando y pisoteándose. Hernán intenta abrirse camino entre la muchedumbre con el niño llorando en el carro, pero avanzar así contracorriente es imposible y termina por coger al niño en brazos. Cuando llega a la churrería hay un montón de heridos y cadáveres pero Prado no está ni entre los unos ni entre los otros. Tras unos segundos de angustiosa incertidumbre siente como si desde fuera del sueño, en su habitación Prado intentase despertarle y sin saber bien si está despierto o dormido se da la vuelta y la mira fijamente mientras ella dice: “Hernán, Hernán, que me he muerto”. Por suerte para Hernán, estaba dormido y la farola no ha dejado en ningún momento de reflejarse sobre el cristal de la mesa redonda. Enciende la luz y dice “¿Otra vez, coño?”. Es todavía temprano, Prado seguirá despierta y Hernán dice “vah, a tomar por culo”. Se pone las pantuflas sale al descansillo y llama a la puerta de Prado. Ella abre asustada y pregunta “¿Qué pasa?” y él como en aquella primera ocasión responde “No quiero estar solo”. Se abrazan y se besan pero a diferencia de aquella primera vez, no solo no quieren estar solos, si no que quieren estar el uno con el otro con sus virtudes y sus vilezas y sobre todo con el niño. Pasado un rato Prado dice “Entra que se va la calefacción” y Hernán se da la vuelta para echar la llave de su piso. Cuando vuelve a encontrarse con ella le coge las manos y dice “Mañana recogemos vuestras cosas y os venís conmigo”. Prado dice “Claro”, pone la cabeza en su pecho y cierra la puerta. Antes de que se apague la luz de la escalera aquellos que escuchan agazapados en sus moradas rompen el silencio desandando sus pasillos. Mañana tendrán algo que contar. 151


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X ―Hola, buenos días. ―Me llamo Cándido, os llamo porque he visto en un anuncio que buscáis un compañero de piso universitario. ―Oye antes de nada ¿por qué se ha quedado una habitación libre a mitad de curso?¿no es un poco raro? ―No te ofendas, hombre, era simple curiosidad. No soy muy exigente con la gente. ―Ya lo creo que soy universitario. Tengo dos carreras y este año me he matriculado en derecho por la UNED. ―Porque las dos primeras no servían para nada: filosofía y humanidades, imagínate. ―Vaya hombre, lo siento. ¿En qué curso estás? ―Ese fue mi mejor año. Lo disfrute mucho pese a que no me hablaba con nadie. ―Necesito la habitación porque mis padres nunca ganaron suficiente dinero para comprar una casa y han muerto así que, como no tengo trabajo, no puedo hacer frente al alquiler de la casa donde hemos vivido siempre. ―Estoy llegando al ecuador de los treinta pero vivo como un adolescente. Por eso no os preocupéis que no os voy a cortar el rollo. ―Me adapto a todo. ¿Cuándo podemos conocernos? ―Eso ha sonado muy mal. Si no me vais a llamar prefiero que lo digáis ahora porque tengo la posibilidad de volver a un sitio donde me dan de comer todos los días gratis. ―La cárcel no, hombre, el psiquiátrico. ―¿Oye? ¿Sigues ahí? ―Ha colgado. Menos mal que esta vez parece que se ha grabado la conversación. Voy a estudiar qué ha fallado. 152


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XI Ciudad Real, finales de enero (creo). Mis estancias en el psiquiátricos otrora placenteras, se están convirtiendo en una pesadilla. Es como si el destino supiera que ahora no tengo alternativa y me mandase un agresor de vez en cuando para martirizarme pero la realidad es más sencilla, el estado de bienestar ha quebrado y ya no hay recursos para separarnos de los pacientes agresivos. Entre la medicina y las personas media la condición humana con todos sus defectos. Me da miedo reconocerlo pero empiezo a encontrar cierto placer en las agresiones, incluso en cierto modo creo que inconscientemente soy yo quien las desencadena. Es un modo de acelerar este proceso de perderle el apego a la vida porque al fin y al cabo no hay que temerle a la muerte, siempre hemos estado muertos hasta que hemos nacido. Simplemente morir es volver al estado originario. Además en mi caso apegarme a la vida sería como insistir que se quede a una visita que no soportas. El otro día leí que no es signo de buena salud estar adaptado a una sociedad enferma y me sentí mejor. Sentí que por algún lado hay más desechos como yo que agradan para que no les hagan daño, que hablan con los demás con el único objetivo de que así les dejen antes en paz y que no piensan lo que la publicidad quiere que piensen. Gente que, en condiciones menos hostiles, podrían haber inventado la vacuna contra el cáncer pero que han acabado bebiendo vino en los parques. La sociedad está bien sin nosotros: los explotadores en su papel de explotadores y los explotados en su papel de explotados y a mí me encantaría poder observarla siempre desde fuera como un fantasma para poder sentirla sin ser molestado. 153


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XII Visito el área de psiquiatría del Hospital de Ciudad Real con la intención de evitar que a Cándido le sigan agrediendo otros pacientes. Me mueve la culpabilidad que siento por haberle tratado con tan poco respeto la última vez que nos vimos y la certeza de que no va a ser capaz de soportarlo por mucho tiempo. Lo encuentro prácticamente en estado vegetativo y cuando le pregunto si está medicado me dice que si se toma una copa de vino entra en coma. Pido explicaciones a una enfermera y me informa de que es el protocolo para los pacientes con alto riesgo de suicidio, que han cerrado pabellones y reducido personal y que es el único modo de garantizar su integridad. Al preguntarle si puedo hablar con alguien con capacidad para decidir me dice que “esos no pisan por aquí ni aunque les regales cocaína”. Como veo que por esa vía no voy a conseguir nada decido ir más tarde a consultar a un abogado y me acerco de nuevo a Cándido para intentar despedirme de él, pero antes de que llegue a su altura comienza a contarme una absurda teoría en base a la cual la mujer tuvo el poder absoluto sobre el planeta y acabó destruyéndolo, motivo por el cual, según sus palabras, hay vestigios de civilizaciones tecnológicamente superiores a la nuestra. Sin ánimo para replicarle nada me cercioró de que tiene la cabeza apoyada sobre un libro y al preguntarle el motivo me dice que la pared está muy fría. Entonces, sin pedírselo, coge el libro y me lo entrega y quedo muy impactado al descubrir que él es el autor. El libro se llama “Filosofía poética” y tras ojearlo compruebo que son reflexiones suyas ordenadas cronológicamente desde los once 154


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años. Me confiesa que es autoeditado, que se ha gastado sus últimos ahorros en hacer cien copias del mismo, y que no tiene ni su foto ni su biografía porque no le gusta ni su cara ni su vida. Pese a que no me creo que haya llegado a tales conclusiones con once años y menos aun que las conserve escritas desde entonces, le pregunto cuánto cuesta y me dice que diez euros. Se los entrego y dice noventa y nueve y entiendo que son los ejemplares que le restan. Finalmente le doy una palmada en el hombro y marcho con el ánimo de ir directamente a hablar con un abogado antes de que la impresión que me ha causado verlo es ese estado desaparezca y acabe conformándome.

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XIII Prado aprovecha los primeros rayos de sol del año para ponerse atractiva. Va del baño a la habitación incesantemente quitándose y poniéndose cosas mientras Hernán la mira con estupor con el periódico doblado sobre las piernas. ―No me va a dejar leer nunca Finalmente se mete en la cocina y, tras trastear otro buen rato, aparece en el salón y se apoya en el marco de la puerta con pose seductora. Lleva botas hasta las rodillas, minifalda y jersey de hilo con mucho escote. ―Pareces sacada de un catálogo. Prado se acerca a Hernán y se agacha para darle un beso en la frente. La cercanía de dos pechos femeninos respecto a su cara hace que Hernán bizquee y note cosquillas en la única parte del cuerpo en que se pueden notar sin que nadie te toque y eso le hace sentirse tan fuerte que le entran ganas de darle a alguien una paliza. ―Voy a comprar y a ver a mis padres. Les diré que tienes cagalera para que puedas quedarte leyendo. ―Perfecto. ―No obstante échale un ojo de vez en cuando al niño que ya está empezando a hacer maldades. ―Sin problema. Prado sale de casa y se da los penúltimos retoques frente al espejo del ascensor, los últimos frente al espejo del portal y al salir a la calle siente que es la protagonista de un videoclip y que todo lo que sucede a su alrededor no es sino parte de su espectáculo. No ha caminado mucho cuando se encuentra con Antonio subido en su moto y bebiendo botellines con dos adolescentes bastante 156


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atontados. La moto a su vez está subida en la acera de modo que no deja pasar a nadie pero la gente prefiere bajarse de la acera a tener problemas con él. ―¡Guapa! ―Antonio ―¡Qué bueno volver a verte! ―¿Cómo es que has vuelto? ¿Ya has saldado tus cuentas con la justicia? ―Con la justicia no, pero si con los que me preocupaban. Antonio pide un botellín para Prado sin preguntarle previamente si quería uno y ella aprovecha para despedirse pero él no está por la labor de dejarla marchar. ―¿Qué haces esta noche? ―Estoy casada. ―¿Otra vez? ―Nunca he estado casada, Antonio. Los adolescentes empiezan a empujarse entre ellos por ver quien se bebe el botellín de Prado y solo paran cuando tiran a una abuela al suelo. Sin pedir perdón y sin que nadie les reprenda algo salvo la propia anciana comienzan a bebérselo a medias. ―Entonces ¿no vas a quedar conmigo? ―Llámame romántica pero no le soy infiel a mi marido. ―Solo una copa. Por los viejos tiempos. ―Antonio, nadie es gilipollas para siempre. Prado continúa su camino orgullosa y segura. Ya no se siente una modelo ni la estrella de un videoclip. Se siente una mujer normal, limitada y finita y por primera vez la aceptación de su naturaleza le hace sentirse bien. Conforme atraviesa el centro urbano se cruza con nuevos y viejos conocidos y percibe que está en proceso de perdonarse a sí misma y de absolver al mundo de todos sus delitos. Es el momento, concluye, de darse una oportunidad. 157


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XIV ―¿Cómo has dicho que se llama esto, Prado? ―HD, alta definición. ―Joder, Prado. ―¿Qué? ―Alta se escribe sin hache. ―Es inglés mi amor. Hernán comienza a hacer aspavientos intentando imitar a un gorila. Señala la tele con el dedo índice de la mano derecha para posteriormente hacer el gesto de metérselo por este orden en el oído, en la nariz, en el culo y en la boca. Prado se ríe exageradamente y comienza a darle azotazos con un trapo enrollado como si intentase cazar una mosca. Hernán se agota pronto y dice “King Kong querer ver final partido, liga de campeones en juego” y Prado dice “Jane seguir fregando”. Prado se esconde de nuevo en la cocina con el trapo sobre su hombro y Hernán se sienta y dice para sí mismo “Jane es de Tarzán, pero ahora no es el momento” y se queda con la vista fija en el televisor y una lata de cerveza en la mano. ―Tengo que reconocerte que comprar un televisor nuevo teniendo uno que funciona perfectamente choca frontalmente contra mis principios pero es la primera vez en mi vida que le veo el dorsal a los jugadores. Hernán se queda a medio camino entre seguir el partido y analizar el sentimiento de vergüenza que ha experimentado al admitir en cierto modo que le gusta el dinero. Se consuela con un viejo dogma que justificó todas sus derivas ideológicas en la juventud y es que “si tus ideas son inamovibles no 158


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son tuyas” y concluye que seguramente lo único que distingue a los gobernantes de los gobernados es que los gobernados no tienen poder y así él en cuanto ha tenido poder para comprarse una tele nueva se la ha comprado y ha llevado al vertedero una que funcionaba. ―Espero que al menos allí las reciclen. En ese momento Prado sale de la cocina con dos nuevos platos con comida y le pide a Hernán que le haga hueco en la mesa para poder dejarlos. Hernán atiende rápidamente al requerimiento no sin antes coger comida de los platos que sujeta Prado sin que ésta pueda defenderse pero si poner cara de paciencia. ―¿Es buen momento para preguntarte por el fuera de juego? ―pregunta Prado sonriente mientras toma asiento. ―No ―¿Y por la selección española? ―¿Qué quieres saber? ―¿Es una selección de jugadores españoles o de jugadores que juegan en España? ―De jugadores españoles. Entretanto acaba el partido y Hernán se recuesta satisfecho en el sofá apoyando una lata de cerveza en su pecho. Prado le mira fijamente, le mete un puñado de cacahuetes en la boca y dice: ―Aun queda mes y medio, pero he pensado que podíamos pasar la semana santa en el pueblo. Hernán traga los cacahuetes, se apoya la lata en la frente y mirando a Prado dice: ―A la vida ya solo le puedo pedir que me sobrevivas porque todo lo demás es perfecto.

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XV Luce la primavera su influencia sobre los mortales en una espléndida tarde de sábado. Los felices se sienten muy felices y los infelices nerviosos y bloqueados. Entre los primeros se encuentran Hernán, que empuja encorvado la sillita de su hijo por el parque de Gasset y, cogida de su hombro, Prado que tiene la buena disposición de reírse por quinta de vez de la misma broma de Hernán que no es sino fingir un tropiezo. Él, que acaba de retomar después de diez años las clases de guitarra eléctrica, cuenta que su profesor confía en que dentro de no más de un año pueda tocar en un grupo y dice “¿Te das cuenta, Prado? ¡Qué fuerte!” y ella contesta “Pues yo ya te veo para liderar una buena banda”. De vez en cuando el peso de Hernán hace que el carrito del niño venza y se quede a dos ruedas haciendo “un caballito” y la madre y el niño ríen porque piensan que forma parte de las bromas de payaso del padre, el cual no confiesa la verdad porque no quiere que sepan hasta qué punto es torpe. Tras dar varias vueltas al paseo principal algo les llama la atención a su izquierda, y no es otra cosa que Cándido y una mujer sentados en un banco haciéndose arrumacos. Prado pide andar hacia ellos pero Hernán se niega: no está preparado todavía para verlos por primera vez juntos. Ella insiste intentando restarle importancia a lo sucedido, pero antes de que pueda convencerla de la inoportunidad de la idea son descubiertos por la pareja. Hernán, que aun estando furioso es incapaz de quedar mal, hace un gesto con la cabeza a Prado para andar hacia ellos y Cándido comienza a hablar cuando aún les quedan casi cincuenta metros para 160


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llegar. ―¡Hernán! ¡Hernán, mira!¡Tengo novia! Una vez frente a ellos les cuentan la historia de cómo se conocieron, alternándose pero sin dejar espacio para replicas y preguntas: Ella es psiquiatra y acaba de mudarse desde Jaén para prestar sus servicios en el pabellón donde mandaron a Cándido una vez que prosperó la queja formal que interpuso el abogado de Julio. Entrevistándose con ella le confesó que no estaba loco, que simplemente era indigente y necesitaba manutención. A la pregunta de la médico de por qué no trabajaba le contestó que sólo había trabajado una vez y que la experiencia únicamente le había servido para perderle el miedo a la muerte. Ella se dio cuenta de su mente brillante. Entonces él le regalo el libro y ella se fue a vivir con él al piso de los padres de Cándido (pues todavía no le habían desahuciado) y con ello se ganó una suspensión de empleo y sueldo de seis meses. Hernán, que no se cree la historia pero no tiene ganas de desenmascarar al comediante, mira con indiferencia e intenta cerrar la conversación para así irse pronto a preparar la cena. ―Entonces estás bien ¿no? ―Pues creo que no del todo―responde Cándido―porque cuando me imagino recogiendo el Nobel no sonrío. Pero es que acabo de salir y ya sabes que si no bebo a menudo me deprimo. ―Es lo que tiene ser alcohólico y estar orgulloso de serlo. ―¿Y a ti quién te ha dicho que estoy orgulloso de serlo? ―Tú ―Pues te he mentido. ―No es la primera vez. Cándido se rinde con la mirada. Hernán no ha tardado demasiado en dejarle claro que jamás volverá a tener ni su amistad ni su confianza y lo rubrica con su postura orgullosa y desafiante a la vez que impasible. Prado le coge del brazo y siente como si estuviera abrazada a 161


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una estatua de plomo clavada en el suelo. Decide darles un poco más de tiempo para que por medio del lenguaje corporal zanjen los asuntos que todavía tienen entre medias y comienza a conversar con la médico psiquiatra dándoles la espalada. Cándido aprovecha para apartase un poco junto a Hernán, corta una rama de un árbol y escribe en el suelo de arena “con ella siento que soy capaz de todo”. Hernán no le da importancia y sin mirarle a la cara vuelve a acercarse a Prado para pedirle educadamente emprender de nuevo el camino. Cándido se queda desplazado con la rama en la mano y cuando pasan por su lado simplemente se despiden de él como de un vecino. Conforme se van alejando Hernán esboza una sonrisa que poco a poco se va transformando en una risotada llena de rabia. Prado le pregunta por qué está tan feliz y Hernán le responde con una pregunta: ―¿Será posible que me ha haya desecho de una vez por todas de esta mosca cojonera?

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XVI Hernán baja la calle Morería vestido de traje sin corbata hablándole a su hijo el cual no entiende nada pero se parte de risa. ―No hagas caso a tu madre, vestir bien solo sirve para que se te acerque más gente a darte el coñazo. Se dirige a una peluquería a recoger a Prado que está poniendo a punto su pelo para asistir a la comunión de uno de sus sobrinos. El sol calienta con fuerza y las primeras gotas de sudor recorren la curvatura de sus mofletes. ―¿Verdad, gordito risueño, que los dos sabemos que tu madre todavía no va a estar lista y nos va a tocar esperarla? Ahora, más que el niño, ríe el padre con sus propias ocurrencias y tan buen ánimo lleva que cuando entra en la peluquería y Prado le dice que acaban de empezar a peinarla simplemente se sienta detrás de ella con el niño sobre sus piernas y le dice: ―Esa mujer con el pelo lleno de papel de aluminio es mama pero no te preocupes que no se ha vuelto loca, es para estar guapa aunque tú y yo nunca lleguemos a entenderlo. Pese a que Hernán es un hombre obsesivamente puntual, poco sociable y amante de evitar las conversaciones previsibles, responde relajadamente a la pregunta de la peluquera de para cuándo tienen previsto tener otro niño. ―Tener más hijos es un error que me apetece cometer, pero por suerte nunca me he dejado llevar por la ilusión. ―Además ―interviene Prado―, esté ya no está para cuidar sino para que le cuiden. Los tres sonríen cuando entra una nueva cliente en la peluquería y se sienta a la derecha de Hernán de modo que tiene ángulo suficiente 163


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para ver a través del espejo a quién están peinando. Coge una revista pero no la abre, si no que la enrolla y la agarra con las dos manos y tras un rato observando a los presentes dice: ―¡Cómo se nota que empiezan las comuniones! ¡Todo el mundo peinado y trajeado! Todos comienzan de nuevo a sonreír como asintiendo la evidencia del comentario, pero la nueva cliente permanece impasible, sujetando con más fuerza la revista como queriendo contar algo sin estar segura de si está ante el público adecuado. ―Y el dineral que se te va… Nadie reacciona al comentario quedando todos en silencio escuchando un programa de bromas telefónicas por la radio y un reloj muy extravagante dando el mediodía en punto, pero apenas un par de minutos después entra en la peluquería una nueva cliente con más necesidad de protagonismo que amor propio y más aburrimiento que ética en su vida. ―¡Qué calor! Y encima ese trajín en la calle de la Zarza. Yo vivo enfrente. Pobres chichos. ¿Cómo se puede llegar a eso? ―Iba a sacar el tema ahora mismo― dice la primera cliente que siente rabia por tener que compartir la noticia―. Siéntese aquí a mi lado. La nueva cliente mira con desconfianza a Hernán que no se preocupa en ocultar que desprecia los cotilleos de barrio, entre otras cosas porque le ha tocado ser protagonista de los mismos en innumerables ocasiones, pero continúa apenas toma asiento mientras la peluquera enciende un secador que emite un ruido ensordecedor. ―Así tan jóvenes… La chica no era de por aquí. ―Una amiga me ha dicho que habían estado toda la noche haciendo algo raro. Como una misa o algo así. ―No, si muy bien no tenían que estar, las cosas como son. ―Hombre, para quitarse la vida y además de esa manera… Hernán dirige la mirada por medio del espejo hacia Prado para contrastar si ella está pensando lo mismo que él y la encuentra 164


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impasible por lo que deduce que el ruido del secador no la deja escuchar nada. ―¿Sabéis cómo se llamaban? ―pregunta Hernán. La segunda cliente mira a Hernán con superioridad como castigándole por haber querido parecer ser mejor persona que ella y le contesta como descubriéndole que todos tenemos las mismas debilidades. ―No lo sé. Pero la madre del chico se llamaba Flora. La mató a disgustos. Hernán se levanta y deja al niño en la sillita. Tarda un buen rato en atarlo porque le tiemblan las manos y antes de salir de la peluquería dirige de nuevo su mirada a Prado que esta vez sí se ha dado la vuelta para ver que pasa a su espalda. Pronto llega a la Calle de la Zarza, a casa de Cándido, descompuesto y pálido, y una vez que llega se encuentra con la confirmación de sus temores. Cambia de destino y entra en una tienda de alimentación regentada por ciudadanos chinos donde compra una botella del primer licor que se encuentra y nada más salir se bebe la mitad de un trago. Conforme avanza se va encontrando cada vez peor y cuando llega a El Prado siente la necesidad de sentarse en un banco. Deja la botella en el suelo, hinca los codos sobre sus rodillas y se sujeta la cabeza con las manos. Tras escasos segundos comienza a vomitar sobre sus zapatos y, cuando cree que ha terminado, se incorpora y se apoya en el respaldo del banco para que algo le sostenga. El sol le ciega y su malestar va aumentando hasta que acaba vomitándose también sobre la camisa. Luego se cerciora de que dos adolescentes le están grabando con el móvil e intenta levantarse y marcharse a casa, pero sus piernas no le sostienen y acaba de rodillas en el suelo. La escena es presenciada por un anciano que, tras espantar a los adolescentes tirándoles un palo, se acerca e intenta levantar a Hernán 165


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sin éxito, y yo , que no me encuentro muy lejos, soy atraído por el murmullo que se está generando entorno a él. Cuando llego a su altura me encuentro con el anciano todavía intentando levantarle, una mujer abanicándole y un montón de gente mirando. Hernán suda enfermizamente y tiene la mirada perdida pero me reconoce y me pide ayuda. Cuando por fin conseguimos levantarlo llega Prado a medio peinar y Hernán le pregunta por el niño contestando ella que está en la peluquería. ―¿Te das cuenta de lo que le hemos hecho?―balbucea Hernán. ―Tranquilo, mi vida, todo va a salir bien.

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