El Principe Feliz

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Narrador/a: Basi Fecha: 2 de diciembre de 2005


EL PRINCIPE FELIZ

Autor: Autor Óscar Wilde Editorial: Editorial EVEREST


Sobre una columna muy alta, dominando toda la ciudad, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba recubierta de oro fino; sus ojos eran dos preciosos zafiros y un gran rubí rojo brillaba en la empuñadura de su espada. Una noche de invierno llegó a la ciudad una golondrina y decidió refugiarse allí, entre los pies de la estatua. Pero justo cuando metía la cabeza bajo el ala, le cayó encima una gota de agua. “¡Qué raro!”, pensó. “no hay una sola nube en el cielo, las estrellas brillan con toda claridad, y sin embargo, llueve...”


Cayó una segunda gota, y luego otra. La golondrina miró hacia arriba y vio que por las doradas mejillas del Príncipe rodaban gruesas lágrimas. -¿Por qué lloras? -le preguntó. -Cuando estaba vivo y tenía corazón humano -le explicó la estatua-, todo lo que veía en mi palacio era hermoso y alegre. Por eso me llamaban el Príncipe Feliz. Pero ahora que estoy muerto y me han colocado en este lugar tan alto, puedo ver toda la miseria que hay en la ciudad; y aunque tengo el corazón de plomo, no puedo evitar llorar.


- Y qué es lo que ves ahora? -le preguntó la golondrina. - Una casa muy pobre. Dentro hay una mujer. Está bordando el vestido que mañana lucirá en el baile una dama de la reina. En un rincón de la habitación yace su hijito enfermo y hambriento. Pero la pobre no tiene nada que darle...¡Por favor, golondrina! ¿Podrías llevarle el rubí de mi espada? Yo no puedo moverme de aquí. Aunque hacía mucho frío, la golondrina aceptó el encargo y, arrancando el rubí, salió volando con él en el pico. Cuando llegó a la humilde casa de la costurera, el niño se agitaba en su camita y la madre, rendida por el trabajo, se había quedado dormida. Depositó el rubí sobre el bastidor y abanicó la frente del niño con sus alas.


La golondrina volvió hasta la estatua y pasó allí la noche. Al día siguiente, tras visitar las torres y los campanarios de la ciudad, le dijo al Príncipe: - ¡Adiós! Mis compañeras esperan para emigrar al Sur. -¡Por favor, golondrina! -le pidió el Príncipe-, quédate una noche más. Allá, en una buhardilla, veo a un joven que está escribiendo una obra de teatro para los niños. No tiene con qué calentarse y se ha desmayado de hambre. -Bueno, me quedaré -aceptó compadecida-. ¿Qué debe llevarle? -El zafiro de uno de mis ojos. La golondrina, con gran pesar, le arrancó un ojo al Príncipe y se fue volando hasta la buhardilla. Cuando el escritor volvió en sí y vio la joya, exclamó: -¡Oh! ¡Debe de ser un regalo de algún admirador! Por fin podré terminar mi obra…


Al día siguiente, después de visitar el puerto la golondrina se fue a despedir del Príncipe: -¡Adiós! Es invierno y pronto llegará la nieve. Mis compañeras ya deben de estar en Egipto. -¡Por favor, golondrina! Quédate una noche más. Abajo, en la plaza, hay una niña muy pobre que vende cerillas. Llora porque se le han caído a un arroyo y su padre le pegará si vuelve a casa sin dinero. Arráncame el otro ojo y llévaselo. No importa que me quede ciego. Así lo hizo, y pasando sobre la niña, lo dejó caer en su mano. -¡Qué cristalito tan precioso! -exclamó la niña. Y corrió a su casa muy contenta. La golondrina, entre tanto, regresó junto al Príncipe y le dijo: -Ahora que estás ciego, no puedo abandonarte. Volaré sobre la ciudad y te contaré todo lo que vea.


La golondrina pronto pudo ver la miseria de que el Príncipe le hablaba. Mientras los ricos se divertían en sus magníficos palacios, los pobres estaban tristes y apenas tenían que comer. -Arranca el oro que me cubre y dáselo a los pobres -le dijo el Príncipe.


Y la golondrina distribuyó las láminas de oro entre todos los pobres de la ciudad, que daban gracias a Dios porque de nuevo tenían con qué alimentar a sus hijos.


Pasaron los días y llegó la nieve. La golondrina cada vez tenía más frío. Picoteaba a escondidas las migajas de pan que encontraba a la puerta de la panadería y procuraba calentarse batiendo las alas. Hasta que un día sintió que iba a morir. A duras penas, voló hasta el hombro del Príncipe y le dijo al oído:


-¡Adiós, mi querido Príncipe! Permíteme que te bese la mano. -Comprendo que por fin te vayas a Egipto -dijo el Príncipe-. Pero bésame en los labios, porque te amo. -No es a Egipto adonde voy -le contestó-, sino a la Morada de la Muerte. Yo también te amo. La golondrina besó al Príncipe y cayó muerta a sus pies. En ese mismo momento, se oyó un extraño crujido dentro de la estatua: era el corazón de plomo, que se había partido en dos.


Al día siguiente, el alcalde de la ciudad mandó que derribaran aquella estatua tan fea y tan pobre y que la fundieran en un horno. Pero, por más que lo intentaron, no hubo fuego capaz de fundir el corazón de plomo. Y lo tiraron al mismo montón de basura al que habían arrojado la golondrina muerta. -Este corazón no sirve ni de recuerdo -sentenció el alcalde.


Justo en ese momento, Dios le decía a uno de sus ángeles: -Tráeme las dos cosas más valiosas de la ciudad. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y la golondrina muerta. -Has elegido bien -le dijo Dios-, pues en el Jardín del Paraíso esta golondrina cantará eternamente, y en mi Ciudad de Oro el Príncipe Feliz cantará mis alabanzas.


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