Libro crónica de una muerte anunciada

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de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato. «El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no había llegado a dormir.. —Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para matarlo. A Victoria Guzmán se le olvidó el candor. —Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo. —Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya. —Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su propia caca. Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba lloviendo — me dijo Cristo Bedoya—. Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas». Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56. Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero

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