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Sábado 31 de enero de 2009

LECTURAS Noticias

LECTURAS A DECIR COSAS POR ANÍBAL DE CASTRO

EN EL REINO DEL AQUÍ PARA ALLÁ ILUSTRACION/RAMON L. SANDOVAL

T

odo tiempo pasado siempre fue mejor, sentenció Sábato en su novela magistral, y aludía así a esa característica tan humana de refugiarse en el ayer de las desgracias ciertas o pretendidas del presente y de la incertidumbre del futuro. En estos tiempos de vacas, toros, machos y hembras esmirriados y lánguidos, signados desde 11/9 por la obsesión por la seguridad que nos hace a todos sospechosos, viajar no es ya un placer en ninguna y para ninguna clase, lo que nos empuja sin remisión al calendario vencido y a cederle la razón al personaje del argentino. Ya ni siquiera por mar la vida viajera es más sabrosa. Obligado por la distancia atlántica a nueve horas de vuelo para ir y volver a RD, estoy, como Juan Pablo Castel, en un túnel en el que siempre parece haber una conjura para que esa 0.375 porción de un día te parezca una eternidad, y sigas sin entender la increíble resistencia que tienen las cuerdas vocales de un niño, tensadas por un llanto que no calman arrullos maternos ni paternos, biberones van y vienen, amenazas con castigos que al mismo infierno dejan como un paraíso, y que sólo silencia un jarabe misericordioso para una tos que no existe y que debería tener Morfeo como nombre comercial. La desgracia no es aérea, también terrestre; general, diríamos, en todas las divisiones que conforman un viaje, ahora de problemas. Como ya a María Ibarne la mataron y deseos criminales no albergo, he optado por la adopción de un código de protección, un seguro de viaje que no requiere el pago de una prima ni una prima, para cuando el deber o cualquier apuro existencial me insten a desplazarme, ya sea en saltos continentales o de garrocha, en la reducida geografía europea. Omitiré toda mención a los tantos atrasos y cancelaciones de vuelos inexplicados; a las pretensiones de las aerolíneas de que cenes, en un hotel cercano al aeropuerto del que no

pudiste salir por culpa de ellas, con un voucher de quince dólares; y a las azafatas y personal de tierra dignos de los peores apelativos de Hipólito Mejía, de antemano predispuestos contra el pasaje dominicano al que les toca servir y pastorear en esos vuelos infames desde y hacia Nueva York, con baños convertidos en territorio apache, tragos a pico de botella y aplausos no forzosos al aterrizaje. Viajar ligero, recomiendan los veteranos que disfrutaron del Concorde, del caviar iraní y del champán en el punto justo de temperatura y ebullición a 35 mil pies alejado de la tierra y más cerca de Dios; de los asientos mullidos de primera cuando no había “business class” y ejecutiva sólo era la belleza de las azafatas, con rostros y cuerpos para que desearas el viaje fuese todo más allá. Todas ellas ejemplo y no pasajero de humanidad esbelta que

las horas oceánicas de insomnio inducido por pasajeros cuyos vasos tenían el don de esfumar el alcohol, y sus dedos, la manía de tronar el timbrecito en lo alto de su espacio en la cabina, no lograban abatir. Ligero hay que viajar, y prefiero el riesgo de que el pantalón descienda a niveles de vergüenza a llevar un cinto que tendré que quitarme una y otra vez antes de pasar los tantos controles, y que me acuerda ipso facto las pelas paternas que aunque tenían la dolorosa intención de curar la travesura infantil, no lo lograban. Artilugios y guardias de seguridad que evitan todo daño, excepto la ignominia. Me río aún de la pretendida cortesía de un “guachimán” en el internacional de Miami, cuando en un inglés que delata hispanidad me dice: --Usted ha sido seleccionado para un control especial. Entréguele su maletín a la señora

para un chequeo adicional. --No hay problema. --¿Hay alguna parte de su cuerpo que sea sensible a un “cacheo” manual? (¡!!!) Con esa gente no se juega y muchos chistes han provocado la pérdida del vuelo y más preguntas que a un pobre en busca de un préstamo hipotecario en un banco norteamericano pos “credit crunch”. Pero ganas me sobraron de decirle: Todas mis partes son sensibles, pero si las manos son femeninas. Hay que colocar en bandejas plásticas casi todo, zapatos incluidos, y caminar descalzo por un suelo que las tantas pisadas anteriores nunca logran calentar aunque sí ensuciar. Ese compendio de humanidad viajera, coloquialmente equipaje de mano, pasa por una máquina que lo engulle todo y lo devuelve en imágenes extrañas en una televisión que alguien

atisba con cuidado extremo. Cuando en las mañanas gélidas europeas algunos pasajeros se quitan abrigos, bufandas, jerseys y quedan con menos lana que una oveja trasquilada y en prendas con escasa capacidad de contención de olores, mi nariz adosada a cuerpo caribeño de dos duchas diarias, caiga lluvia, nieve o haya ventisca (“Come rain or come shine”, canta Frank Sinatra), ha inhalado forzosamente muchas sorpresas. Seguridad sobre la seguridad, en muchos aeropuertos hay que pasar los odiosos controles en caso de conexiones a otras latitudes, pese a que apenas se sale de un avión al que se accedió tras las medidas terroristas antiterroristas. En otros, el acceso al área de los mostradores requiere franqueo de seguridad. Antes de abordar, otro más. Y para que Osama y sus fundamentalistas no sumen


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