pastillas para vivir

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La caza resultó pésima. Solo obtuvieron una mulita, pues Rodríguez no se comportó como el día anterior. Extraviado, como atontado, no obedecía a las órdenes. Frecuentemente Oscar lo encontraba parado muy cerca de él, cuando por regla general era un perro poco afectuoso, acostumbrado a la soledad. Escrutaba detenidamente el vacío con pupilas veloces, con la cabeza ladeada hacia la izquierda, las orejas paradas, la cola rígida levantada por encima del lomo y el hocico negro y puntiagudo en permanente tensión. Por la noche, mordisqueando un pedazo de mulita asada, Oscar trajo a la conversación aquel sueño. –Mmmmmm- dijo Diego apenas oyó la anécdota. –Bueno..., yo me voy a tirar en la hamaca paraguaya -interrumpió Pedro, quien no se encontraba dispuesto a soportarlo. –Estabas en el cuerpo de algún animal -opinó Diego con la lengua un tanto trabada. Arrastraba las eses. Hizo una pausa, lo suficiente como para tomar un sorbo largo de cerveza- ¿querés saber qué opino? –Bueno, dale -concedió Oscar poniendo cara de suplicio. –Mi abuelo decía que la naturaleza es la fuerza que ordena todas las cosas. Como un jugador al disponer de las piezas de un damero. Ella le dice a cada uno, a cada momento, qué hacer durante el día y qué soñar por las noches, desde un árbol hasta un tatú peludo. Pero a veces la naturaleza se equivoca y. por azar o puro capricho, un árbol termina viviendo o soñando como un tatú. O, como en tu caso, que tuviste un sueño de perro. Borracho, prosiguió con la charla una hora más. Al rato, ambos se durmieron entre risotadas y eructos. Nuevamente Oscar soñó, y otra vez las cosas se le presentaron desde una perspectiva inusual. Si bajaba la vista notaba unas patas peludas que lo llevaban de un lado a otro. Olfateó los árboles hasta que encontró uno particularmente atractivo. Se detuvo junto al tronco y levantó una de las patas traseras. Un inmenso alivio en el bajo vientre lo trajo del sueño a la realidad. Un momento más y Oscar se orinaba encima del sobre de dormir. Oscar encontró a Rodríguez echado debajo de la camioneta. –¡Qué hacés, muchachote! -le saludó en cuclillas, acariciándole las orejas. Rodríguez sin levantarse movió la cola. –Si esos son los sueños que tenés... mirá que saliste imaginativo, loco -bromeó y se fue a lavar la cara para espantar la resaca. El perro lo siguió con la vista vidriosa y cansada, hasta que su amo desapareció camino al río. Rodríguez empeoraba. Corría por el campo, cazando bichos insignificantes. En una oportunidad, por atrapar un sapo enorme se embarró hasta las orejas en una charca. El perro era una vergüenza. Los tres hombres decidieron hacerlo a un lado en la cacería. Oscar, desconcertado, lo insultó. Y ese día no hubiesen probado bocado si no fuera por un certero disparo de Pedro que mató a una


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