"La mercadera" de Leonardo Rossiello

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que provenía de la duda y de su falta de fe. Y cuando se obligaba a no pensar, Farida se sentía la más miserable y desgraciada de las mujeres; tal vez, de los seres humanos. Una vez, hacía años, había formulado algunas de esas preguntas a la suprema sacerdotisa. Se trataba, en apariencia, de preguntas epistemológicas, referidas a la ciencia de los astros, pero eran, a la vuelta de cualquier indagación, religiosas, teológicas y, por último, ontológicas. Años después Farida tuvo que reconocer que la respuesta de la sacerdotisa había sido ingeniosa: una podía imaginarse dos, cinco, tal vez ochenta y siete dátiles, pero no, por ejemplo, setenta y cinco mil ochocientos veintinueve dátiles. Había, pues, un límite en la capacidad de imaginar cifras. Había que aceptar que, así como la capacidad de imaginación de las mujeres era limitada, también lo era su capacidad de comprender los designios de Diosa al hacer un Universo tal como era. Las magnitudes, realidades e ideas que una era capaz de solucionar eran finitas. Entre ellas no estaban las de la esencia de lo divino. Había que aceptar la insignificancia propia, la incapacidad propia, la indefensión propia de la mente. ¿Era posible que una hormiga comprendiera lo que significaba una mujer? ¿Que entendiera sus cálculos, su lengua? Del mismo modo, la mujer, y mucho menos el hombre, no podía comprender la esencia de la divinidad. Farida era propensa en extremo a aceptar esas debilidades e incapacidades en otras, pero no en su persona. Y no porque fuera egoísta, sino porque su sed de conocimiento y certeza no se lo permitía. La noche en que se designó a Meutas, a Aisha y a Farida para partir en busca de la recién nacida Redentora de los humanos, la suprema sacerdotisa les aseguró que el Lugar estaba hacia el Poniente. Farida quería saber exactamente dónde, y se consultó al oráculo. La respuesta fue inapelable: en medio de la Marcha hacia la Enviada, en camino hacia la Princesa de la Paz, una Estrella nueva, indiscutible señal de Diosa, les mostraría el camino. Y al amanecer del día siguiente, rodeadas de fastuosas ceremonias y discursos, las despidieron al pie de la torre del observatorio de Ecbatana. Que partieran ya, con oro, incienso y mirra para la Enviada de Diosa, para la Nueva Guía de los humanos.


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