—¿Y qué es lo que así te obliga a padecer? Collaguaqui alzó el rostro envejecido y sacudiendo su cabellera, sobre la cual el tiempo había echado polvo de años, repuso con voz lenta y acento grave: —Señor, no tengo a nadie que por mí se interese. Soy como esos árboles que no dan sombra a ninguna clase de vegetación. El monarca sonrió enigmático, y repuso con tono indiferente: —Cierto. Has pasado por la vida lleno de ambición y gloria. Debes de estar contento. —Creí estarlo, señor, antes, cuando era joven; pero ahora que he visto caer mucha nieve sobre los picos de los montes, me he convencido de que no lo estoy, señor. Y sin embargo, debías de estarlo, Collaguaqui. Tu nombre es popular en el Imperio y todos saben de memoria las grandes hazañas que has realizado. Yo te debo mucho. Tú solo, con tu prudencia y energía, has podido someter las levantiscas tribus de los Antis, hechas a vivir altivas e insociables en la adusta serenidad de las pampas inclementes, entre las quiebras abruptas de las cordilleras. Merced a tu bravura y heroicidad, se han ganado muchos combates, y yo he podido dar mayor esplendor al brillo de mi Imperio. Suspiró Collaguaqui, y dijo con amarga tristeza: —Me siento ya débil y viejo, señor. Mis luchas y heroicidades serán superadas por otras luchas y heroicidades; mi nombre se perderá como se pierde la espuma que el aletazo de la gaviota deja en la ancha extensión de las aguas, y habré pasado triste y solo, como esas llamas que, fatigadas por la caminata del día, caen en la tarde para no levantarse más, en tanto que la tropa avanza indiferente y descuidada. —Entonces, ¿te pesa la vida? —No, señor; la vida es un don de Dios y te pertenece; pero no tengo nada que la alegre. —Eres glorioso. —No hay quien perpetúe mi nombre, señor. —Eres rico. —No tengo quien goce de mis bienes, señor. RAZA DE BRONCE
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