RAZA DE BRONCE

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acudiesen a su tienda para consumir los artículos que forzosamente habrían de necesitar había ordenado, con el pretexto de evitar las consabidas peleas y hondeaduras, que apenas pasada la misa tornasen a la hacienda. Y obedecían la orden sin gran contrariedad, pues les atraían los preparativos de Choquehuanka, y además, se sentían débiles para sostener con honor esos combates a piedra que tanta fama dieron antaño a los mozos y hembras de Kohahuyo, ahora mermados por la fuga sin retorno… Uno de los colonos, Katupaya, se llevó el Cristo a su casa con acompañamiento de toda la peonada; y después, en alegre pandilla los jóvenes, con reposado continente los viejos, invadieron la casa del patrón, donde fueron agasajados con rebosantes copas de licor, que ellos se apresuraron a beber para irse a la casa del alférez, donde indudablemente estarían más a su sabor y tendrían cosas más suculentas para su paladar. Así lo hicieron, con harta satisfacción del señor Pantoja, nada amigo de músicas ni de obsequios. Se fueron al llano a danzar; y tan pronto se les veía correr por los senderos a la orilla del río, en largas pandillas, como dar vueltas en torno de las casas levantadas junto a la de hacienda, aunque esquivando asomar a sus umbrales. Los viejos y los mandos se fueron directamente a casa de Choquehuanka en pos del viejo, que no había soltado su bandera simbólica. Se instalaron en el patio, limpio como patena, frente a sus taris desplegados, y rígidos, tiesos, ceremoniosos, bebían de la copa escanciada por el viejo y que iba de mano en mano, sin reposo. Hablaban, como siempre, del estado del tiempo y de las cosechas; sus lenguas mesuradas al comienzo, se desataban a medida que se repetían los tragos. ¡Qué tiempos tan difíciles hogaño! Perdidas las cosechas, era el hambre que se avecinaba, cruel y rigurosa, y los mozos no tendrían más remedio que refugiarse otra vez en la ciudad, para buscar allí trabajo, irse a alquilar al valle y a los Yungas, donde se atrapan fiebres y otros males; mendigar, en último caso. —Yo creo –dijo una vieja de cara enjuta, afilada nariz y ojos hundidos– que los laykas (agoreros) están enojados con nosotros y quieren vengarse. —¿Por qué? No les hemos hecho ningún mal. Les damos todo lo que piden, y a veces más de lo que podemos. ¿Cómo podrían entonces hacernos pagar sus rencores? BIBLIOTECA AYACUCHO

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