RAZA DE BRONCE

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—¿Cuándo? —Para Navidad, tata. La mirada del cura se tornó agria. —¿Y por qué vienes a molestarme desde ahora, si recién estamos en noviembre? El mozo repuso, con más humildad todavía: —Es que deseo saber lo que me has de cobrar. —¿Acaso no lo sabes? —No tatai. El cura echó una rápida ojeada al mozo; por la indumentaria sabía juzgar el estado de una bolsa, y, por las carnes, la largueza o tacañería de los gustos. Y el mozo llevaba camisa sin remendar, poncho de colores gayos, gorro nuevo de lana y sombrero de castor. Era, pues, rico. Además estaba gordo, musculoso, y eso revelaba buena comida. Falló: —Son cincuenta pesos. Agiali tembló. ¿Cincuenta pesos? Jamás dedicaría él esa suma a un solo objeto. Cincuenta pesos costaba un torillo, un burro, una excelente piel de tigre. Debía rebajar. Don Hermógenes se enfureció. Tomaba mucho cuidado con la salvación de las almas de sus feligreses. ¿Se imaginaba ese perdido hereje que la redención de su alma pecadora y vil valía menos que cincuenta pesos? —¡Condenado maldito! ¿Es que quieres condenarte, perro? Pues toma, para que no seas bruto ni sepas pensar tan torcidamente… Desprendió del muro, junto a la puerta, un enorme vergajo, y púsose a sacudirlo sobre las espaldas del novio, que no se alzaba de rodillas, y, la cabeza gacha, recibía con mansedumbre la santa y generosa indignación del pastor de almas. —¿Saben ustedes lo que son? Pues unos pillos que no temen a Dios y sólo piensan en pecar y holgar a su gusto, sin acordarse jamás del buen cura, que es como un padre… ¿Qué hacen ustedes por él? ¿Le traen siquiera un cordero, algunas gallinitas, una canastita de huevos, alguna cosita, en fin, que pueda contentarlo?… ¡Nunca! Y después, cuando quieren servirse del buen padre y comprarse la gloria con sus oraciones, encuentran caro lo que les pide… RAZA DE BRONCE

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