La verdad no es un sitio para quedarse mucho tiempo Un domingo del otoño de 1962 mi padre me dijo que no me engañara, que el domingo era un día maldito. Saberlo no te hará más feliz, dijo, pero vas a vivir más alerta. No era de hacerse el suficiente que se las conoce todas, pero tampoco solía andar mostrando sus dolores. Si no fuera porque todo el tiempo habló mirando el reloj con insistencia, su discurso hubiera sido casi sabio. Ese apuro no le iba. Era como si le faltara el empaque de la verdad. No lo dijo pero tampoco era necesario; nada más lo esperaban para jugar a las cartas en el Democrático. Yo tenía catorce años y el otoño me parecía una estación pésima. En Arce el campeonato de fútbol no empezaba hasta bien entrado el invierno y lo único que podía hacerse era encerrarse en la matinée. Aquel domingo lo vi a mi padre solo en el cine. Fumaba inmóvil, la mirada clavada en el piso del vestíbulo. Parecía ajeno a la multitud que circulaba a su alrededor durante el intervalo entre la tercera y la última película. Recuerdo el impulso, una necesidad impostergable de hablar con él. Lo incomprensible era que lo veía allí mismo todos los domingos o cada día en casa. A cualquier hora podía visitarlo en su trabajo. Había algo nuevo en ese deseo irresistible, probablemente la esperanza secreta de que una verdad brotaría. Mucho antes del final de la función me despedí de mis amigos y esperé a mi padre en la vereda, a contra corriente. Lo sorprendí en su prisa somnoliento. Su corpulencia imponía respeto en medio del masaje atropellado de la gente. Le dije que me invitara a una copa, que quería hablarle. Me miró fijo, desvió los ojos del reloj en su muñeca y se detuvo un momento así, como dudando; después dijo -está bien, vamos. En la esquina de la plaza inauguraban los primeros semáforos de la ciudad, clavados como cuatro signos de interrogación desde quince días antes. Tenían tantas opiniones a favor como en contra, pero lo mismo el pueblo entero estaba allí esa noche. En la confitería no había lugar para sentarse. Nos paramos en la barra, en una desordenada y difusa segunda o tercera fila. ¿Y? ¿Te gustó?- preguntó distraídamente. ¿Qué cosa? La película ¿qué va a ser? Sonreí encogiendo los hombros, -que sé yo- dije, -creo que si me apurás no sé de qué se trataba. Me pasó algo. Hace un rato te vi solo en el cine y desde ahí