Custer y bernabé en el país del urú

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CUSTER Y BERNABÉ EN EL PAÍS DEL URU Usted general Custer, tenía todo nuestro apoyo. Vaya si podía contar con él en la tercera del Rex después de Jerry Lewis y antes de Doris Day versus Cary Grant. Salvo los domingos de buen sol, eso sí. Lo suyo impresionaba Custer, y usted parecía saberlo allá adelante, el gesto adusto y ceñudo, grave. La mirada escrutadora en la cara quieta. El mostacho, dos cataratas de pelo amarillo achicándole la boca en los costados y una melena larguísima que el sombrero negro le peleaba al viento cada vez. Guantes hasta el codo, manos como garras en las riendas; sin dudar la bestia achicándose abajo suyo, obediente al tacazo al frente del séptimo de caballería. Si habremos temido por su vida. No verlo salir de alguna polvareda como al final pasó. Usted, General, nos pertenecía como pertenecen los sueños. Con esa carga de neblina sagrada. El convoy atravesaría lentamente la llanura extensísima y despoblada. Ecos de vida cotidiana en las carretas como si nada hubiera cambiado. Con la noche próxima, la caravana se cerraría sobre sí misma, enroscándose o protegiéndose; bien sabíamos de qué. Habría llegado la hora del descanso y los besos furtivos. Alegres melodías vaqueras junto a los fogones de ollas humeantes. Después, quietud callada, leños cenicientos que ya no crepitan. Una cierta angustia. Todo podría comenzar con el aullido del primer coyote. La cámara mira al centinela semidormido apoyado en el Colt. Un tabaco se le apaga entre los labios. Crece el silencio en la pradera. Inminente peligro en la platea oscura. Nada se mueve o parpadea a excepción de la sombra que aplasta los pastos agazapada tras los rayos de esa rueda quieta. Brillo felino en los ojos, en los dientes que muerden un acero filoso. La cámara nerviosa pone miedo sobre miedo en un ping pong que espanta. Mira al centinela y luego al bulto. Al centinela y al bulto. Desde lejos mira a los dos cuando van a ser el mismo abrazo. Cuando lo son y el cuchillo entra por la espalda desgarrando en rojo al que bailó Oh Susana y arropó a los hijos con ternura torpe. El que quería llegar al Oeste. En instantes, todo trepidaba bajo cascos y alaridos salvajes. Un círculo concéntrico y mortal envolvería la caravana sin detenerse en mujeres o niños. Como si solo debiera salvarse el de la cámara para contar aquello al mundo, a nosotros, aquí, tan lejos de todo. Un poco antes, desatábamos el nudo y lo llamábamos. A gritos, zapateos, deshacíamos el clima de tensión. Usted tenía que venir y venía. Daba toda la impresión de no tratarse de un capricho de Hollywood. Simplemente usted estaba ahí. En el fortín más próximo, el más expuesto de Ohio o Kentucky. Nosotros no éramos menos; le correspondíamos allá en el fondo. Nada nos distraía mientras guerreábamos o esperábamos verlo aparecer desde abajo — si el ojo sabía mirar— en la cumbre de la cuchilla ocupando el horizonte de uniformes azules.


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