Guía Arquitectónica Esencial • ZMG

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afrancesadas o inglesas, la creciente influencia de la arquitectura yanqui, y lo que se le ocurriera al cliente, como esa curiosa pagoda que aún está en conocida calle de las colonias. O Los Arcos, entre coloniales y romanos que se levantan para honrar el cumpleaños 400 de Guadalajara. En 1949 Ignacio Díaz Morales funda la Escuela de Arquitectura, en el Instituto Tecnológico (un frustrado proyecto local para competir con el de Monterrey), de la Universidad de Guadalajara. No hay espacio para contar la curiosa historia de esta fundación y sólo baste resaltar la figura del fundador. Formado en la misma Escuela de Ingeniería que formó a su amigo Barragán, Díaz Morales era una personalidad austeramente clásica en contraste con la lírica y aristocrática personalidad de Barragán. Poseedor de una cultura muy infrecuente en el gremio, músico aficionado, conocedor de las bases geométricas, pitagóricas y renacentistas de la composición, así como de la Historia de la Arquitectura, maestro elocuente, doctrinal y autoritario, una especie de maestro de novicios o rector de seminario, Díaz Morales pertenecía a la burguesía ilustrada y católica de la Guadalajara decente, compuesta por la gente bonita, la “gente conocida” aquella que había visto venir la Revolución como una peste bubónica y que practicaba una oposición sin esperanzas pero a su manera heroica, la “brega de eternidad” como la llamaba el culto Efraín González Luna, suegro y amigo de Díaz Morales. Subrayo el conservadurismo de Díaz Morales porque lo ponía, esencialmente, en contra de la dinámica de la arquitectura moderna, por entonces, mitad del siglo veinte, absolutamente triunfadora en el mundo desarrollado. Es decir que Díaz Morales no era un seguidor de Le Corbusier, de Wright, de Mies van der Rohe o de espíritus más afines como el finlandés Aalto o el ave del paraíso, el brasileiro Oscar Niemeyer, que en aquel momento dominaban el panorama. Su escuela aunque “moderna” y que gracias a Goeritz, maestro fugaz en la Escuela, se había enriquecido con algunas enseñanzas de la Bauhaus, era más bien tradicionalista y regionalista en el sentido más profundo de la palabra. Siguiendo la Teoría de Villagrán, quien sí era un arquitecto moderno, en el buen sentido de la palabra, y sintiendo una gran nostalgia por las lecciones de la gran arquitectura clásica, gótica y renacentista (ignoro si el barroco lo entusiasmara), Díaz Morales predicó una arquitectura ética, austera, más católica que socialista y, sobre todo, regional, tapatía. Sus alumnos que, a escondidas, como si fueran el Playboy, veían en las revistas de arquitectura internacional, lo que se estaba construyendo por todas partes, terminaron haciendo una arquitectura con teoría de Díaz Morales y fusiles del mundo real. Revisar la obra de las primeras generaciones de egresados de la Escuela díazmoralesca es comprobar lo anterior y encontrar ecos de las estrellas del día en la arquitectura internacional. Sin embargo aunque sea residualmente se intentó practicar el regionalismo de buena ley, la adaptación al clima, al gusto, a los materiales de Guadalajara. Sería difícil señalar ejemplos elocuentes de lo anterior pero, ciertamente, había al menos la buena intención regionalista. Pero no se consolidó en verdad una escuela tapatía con obra mayor, ya que siempre se imponía lo individual sobre lo colectivo, la “palabra” sobre el “dialecto” o el “lenguaje” como dirían los semanticistas y así resulta reconociblemente personal la obra de Alejandro Zohn, Enrique Nafarrate (quizá el más austero de todos), Max Henonin, Salvador de Alba (formado en México, pero maestro de la Escuela), Marco Antonio Aldaco (que practicó el feliz género de la casa para millonarios en el mar), Alberto Ibáñez o Félix Aceves (que representa la curiosa influencia japonesa a la Kenzo Tange), Federico González Gortázar,

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