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El oyente

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El oyente

Bernardo Pegueros

Estos son los objetos que encontraba con regularidad entre su basura: envases de agua Purelia de medio litro —algunos con la etiqueta dentro debido a la manía de uno de ellos por removerlas—; cajetilla de cigarrillos Fulgor —con su respectiva envoltura metida en el empaque—; harina para preparar hotcakes marca Lombardi —los lunes—; un preservativo Deleite envuelto en papel higiénico, metido en una bolsita de plástico —los lunes o fines de semana—; cada dos o tres días, un empaque vacío de tostadas Molino las Torcacitas; y muy seguido, botellas de cerveza Sensación. Los demás artículos, en los que no preferían una marca en especial, no los enlisto.

Hasta hace poco, todas las noches caminaba hasta La Arbolada, una de las pocas colonias con un excelente poder adquisitivo que se conserva sin estar rodeada por altas bardas, para recoger objetos de los botes de basura que me parecían vendibles; así conseguía mi sustento. A pesar de que La Arbolada no tenía restricciones de tránsito, la consigna de los policías era no permitir que las hordas de desposeídos que pretendemos rebuscar entre los desperdicios nos acercáramos a los contenedores de los edificios habitacionales hasta antes de la medianoche, para no per-turbar lo que ellos llaman «el aspecto del vecindario». Unas tres o cuatro horas después de la media noche, y con las cosas obtenidas, me encaminaba de regreso empujando mi carga en mi viejo transportador de cuatro ruedas hasta alguna de las colonias en las que se instalaban los mercadillos ambulantes. Por lo general, exhibía mis artículos en una manta tirada en la calle, listo para empezar las ventas antes de que saliera el sol. Pasado el mediodía, y terminada la hora de vender, recogía mis cosas, compraba algo de comer allí mismo o en alguna tienda, tomaba rumbo hacia La Arbolada, y elegía un sitio entre los demás indigentes para reponer el sueño. Esa fue mi rutina durante incontables años.

Las silenciosas noches de recolección me volvieron un oyente de las conversaciones de los habitantes de La Arbolada. La mayoría solía hacer un resumen del día con su pareja o familiares: el trabajo monótono, los empleados rebeldes, las pequeñas conquistas adolescentes, el sabor de la cena y los planes y problemas del día siguiente, entre otros asuntos. Con la llegada de la pandemia aparecieron pláticas interesantes: el familiar enfermo, alguna muerte cercana, las largas filas en las farmacias... Al principio estuve muy atento a todas esas conversaciones, pero pronto se volvieron monótonas. Entonces llegaron ellos.

Gracias a sus conversaciones encontré un oasis citadino en el primer piso de aquel edificio del Boulevard Isaac Newton. Un departamento que nunca antes había visto habitado iluminó su ventana una de esas noches en mis rondas. Me arrimé a la pared de la planta baja para escuchar el murmullo que llegaba hasta la acera, y que se aclaró cuando me acerqué. La pareja platicaba sobre un libro llamado Juliana viene del norte, acerca de una muchacha que se ve obligada a viajar desde Estados Unidos a buscar a su padre en México, porque en su demencia senil, el señor había recordado entre destellos su infancia en este país, y cegado por la confusión, se había introducido de vuelta al territorio del que salió como un mojado y ahora estaba perdido en un ambiente de alimañas en la frontera, cerca de Nogales. Ceci y Rodrigo discutían sobre la historia del libro hasta donde él llevaba la lectura; ella lo había leído unos meses atrás. Me fascinó al instante su manera de entenderse; al platicar, entraban en una especie de bailecito en el que fluían por turnos.

Al escucharlos me sentía arrastrado por la involuntaria atracción del espectador que ha encontrado el afluente de su destino. Vivía enredado en el hilo conductor de los dimes y diretes de una pareja que había diluido mi voluntad; pertenecía a ellos como una gota de agua que pertenece al mar.

Otras noches dejaban el libro de lado para recordar alguna anécdota divertida. Desde abajo, yo escuchaba cuando Ceci detallaba más expresivamente lo que contaba. Cuando ella se enredaba, Rodrigo le completaba algunas palabras o ideas. Ambos disfrutaban sus historias, y reían o lloraban con naturalidad si el recuerdo lo ameritaba.

Viví enganchado a esas conversaciones. Para la primera semana ya había construido en mi mente el desenlace de Juliana viene del norte, y repasaba las anécdotas que oía como si yo mismo las hubiera atestiguado. Esperaba con ansias regresar a aquella ventana para escucharlos.

Mis tardes de sueño se recortaron porque los amantes tenían la costumbre de meterse a la cama antes de las once, y yo tenía que contemplar la caminata hasta La Arbolada desde donde me encontrara. Valía la pena. Reacomodé mi rutina para atestiguar aquellas conversaciones que se habían vuelto un aliciente. Tenían la habilidad de convertir las pláticas más banales en acaloradas discusiones, sin dejar de lado la oportunidad de alguna broma alegre y certera.

Urdían sus redes temáticas de tal manera, y sus charlas eran tan naturales y fluidas, que sentí que recibía gratuitamente algo que no merecía. Resolví que si algún objeto peculiar aparecía en mis recolecciones se los dejaría como pago. Lo primero fue un gracioso cascajo de radio antiguo, en forma de rayo, encontrado en otro de los edificios de la zona. Lo dejé en la entrada de su apartamento. Como nunca los vi salir, no sé si lo tomaron; aun así, constantemente elegía algo de mi botín como tributo: un pequeño orangután de cerámica con una florecilla en la mano, un salero de metal con un bello grabado, y otras piezas sin más conexión que el amor que empecé a profesar por Rodrigo y Ceci. Al escucharlos me sentía arrastrado por la involuntaria atracción del espectador que ha encontrado el afluente de su destino. Vivía enredado en el hilo conductor de los dimes y diretes de una pareja que había diluido mi voluntad; pertenecía a ellos como una gota de agua que pertenece al mar.

Mi perdición fueron las noches en que Ceci y Rodrigo tenían sexo. Esas noches en que se entregaban a la coreografía sudorosa. Cuando ella reventaba en gemidos y el ambiente se llenaba de los sonidos chasqueantes y resbaladizos de sus bocas; mientras ellos se desenvolvían con naturalidad formando aquella flor que mi mente dibujaba, yo apretaba mi pene para desahogar mi hambre, pegado a la húmeda pared de la planta baja, y me abandonaba a la voluntad de mis maestros en la cama que acompañaban mi noche sin saberlo, y que me ayudaban a terminar en mi imaginación un trabajo tan estimulante.

La primera vez me sentí avergonzado. Creí haber sido raptado por un momento para ser llevado hacia otro plano en el que yo no era yo, y quise convencerme de que mi masturbación fue manipulada por algún ente extraño. Cuando el evento se repitió, tuve que admitir que me involucré voluntariamente. Mi participación completó un triángulo de amor, los que guían y el que sigue, replicando de manera obediente a aquellos que tienen el poder y que contagian con su fuego al que se acerca a ellos. Alucinaba con el brote salado de unas pieles que solamente podía imaginar. Me volví un satélite de lujuria.

Noches con o sin sexo, yo las disfrutaba igual. Solamente con escucharlos e imaginarme entre ellos me sentía hechizado. Me encandiló la personalidad atrevida de ambos.

Una noche dejaron la plática y pasaron a los problemas. Debían cambiarse de domicilio pronto. Hablaron de un servicio de mudanza y de rentas en otras posibles zonas, nada en concreto. Pero lo que para ellos era parte de la plática, para mí representó la amenaza del final. Se durmieron antes de concluir el tema; yo me quedé intranquilo. Tenía que averiguar a dónde irían. Sin dudarlo, los seguiría a cualquier maldita latitud; uno no se topa con una iluminación como esa en cualquier ventana.

A la mañana siguiente comencé con los síntomas.

Quise convencerme de que mi masturbación fue manipulada por algún ente extraño. Cuando el evento se repitió, tuve que admitir que me involucré voluntariamente. Mi participación completó un triángulo de amor, los que guían y el que sigue, replicando de manera obediente a aquellos que tienen el poder.

Pensé que era gripe, pero rápidamente se volvió un incontrolable ataque de tos, que en un día incrementó de manera terrible. No era el único: más de la mitad de los que nos refugiábamos en las bancas de una pequeña plaza derruida estabamos enfermos. Acudí como siempre a La Arbolada, pero no pude acercarme demasiado a la ventana; mis ataques de tos habían empeorado al llegar la noche y delataban mi posición. De quedarme mucho tiempo en un lugar, terminaría siendo detenido por la policía, alertada por las denuncias de los vecinos. Apenas me acerqué a la ventana me vino un ataque, y los amantes detuvieron su plática al escucharme. Desconsolado, me alejé; probablemente al día siguiente me encontraría mejor y podría esconderme sin toser.

Los días que siguieron apenas pude moverme. Refugiado en mis cobijas, bajo el transportador, varado en la vieja plaza de los indigentes, sucumbí a la enfermedad. Me despedí mentalmente de los amantes a los que no volvería a escuchar, pero que habían llenado de ilusión mis últimos días. El ardor en mi pecho y la falta de aliento acabarían conmigo tarde o temprano. Era una verdadera pesadilla.

Poco a poco mi respiración fue recobrando su normalidad. Alguien se había robado mi transportador dejándome solamente con las cobijas y los cartones. El día que pude sostenerme en pie lo primero que hice fue encaminarme a La Arbolada.

Cuando me acercaba, estuve a punto de desvanecerme: resentí toda la fuerza que mi cuerpo había perdido, pero logré llegar al domicilio. La ventana del primer piso nunca se encendió. Se habían mudado. Me quedé a dormir ahí mismo, derrotado. En las primeras horas de la mañana me encontraron los policías y me propinaron unas patadas para que aprendiera a no quedarme a dormir en el barrio. Como pude, me fui; logré conseguir algo de comer con unos amigos, y procuré descansar. Dos días después regresé a La Arbolada.

El departamento seguía deshabitado. Logré introducirme por la parte de atrás para atestiguar que el piso estaba completamente vacío. No había ni una pista que me indicara su paradero, pero antes de salir registré algunos resquicios: los espacios entre los marcos de las puertas, huecos en la duela de la cocina, lugares pequeños dentro de los clósets. Al final encontré un papelillo mal cortado. Decía lo siguiente: «Dile a la mudanza que el C.P. es 45140. Ceci».

Es lo único con lo que cuento, un código postal. Tras preguntar, alguien me dijo que le sonaba cerca de las pescaderías. Ciertamente: el código era de esos rumbos, una zona bastante menos lujosa, sin tesoros en los basureros. No hay recolectores nocturnos, no hay cuadrillas de exploración, no hay cosas que valgan la pena. La comida barata se desecha casi sin nada que se pueda rescatar. Hoy en un basurero encontré un envoltorio de chicle marca Jimjom —Ceci y Rodrigo a veces lo consumían—; un envase de medio litro de agua Purelia con la etiqueta intacta; y un paquete vacío de cigarrillos Fulgor, pero sin la envoltura desprendida; no son ellos. No sé cuántas colonias conforman este código postal. Si el número en la placa de alguna calle coincide con el que tengo, reviso los desperdicios; si no, camino y sigo buscando.

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