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Perra mirando hacia abajo

Perra mirando hacia abajo

Nitz Lerasmo

Inhalo, exhalo. Fijo mi concentración en el aire que entra por mis fosas nasales, acariciándolas. Inflo mi vientre, luego mi pecho. Sin prisa, en paz. Exhalo profundamente. Y vuelvo a empezar. Sin perder el control de la respiración, la maestra nos pide que nos coloquemos en cuatro puntos sobre el tapete. Las palmas debajo de los hombros, las rodillas debajo de las caderas. «Postura de la vaca», dice Romina, y enseguida todas hundimos la espalda como si un hilo tirara de nuestro ombligo hacia el piso, llevamos la coronilla hacia atrás, la mirada al techo. Algunas vértebras me crujen. Inhalo, exhalo. «Ahora, postura del gato», ordena Romina y nosotras encorvamos la espalda por completo, como un gato que eriza el lomo, y dirigimos la mirada al ombligo. Alternamos vaca y gato por algunas respiraciones más. Además de las sonoras inhalaciones y exhalaciones, en el salón se escucha un pequeño tintineo que no me esfuerzo por disimular. Es el tintineo de mi collar cuando subo y bajo la cabeza. Por un momento mis ojos se cruzan con los de Romina, pero ella desvía la mirada hacia otra parte, como si yo no estuviera ahí. Acaso ya no soy nada para ella.

La tarde en que Romina me regaló el collar estábamos sentadas en el pasto, ella descalza, con los pies pálidos e inquietos. Arriba, el cielo se enrojecía, ruborizado como yo. El collar es de abalorios de ágata y en su centro pende un dije dorado que tiene la sílaba mística Om, «trazada en la escritura devanagari del sánscrito», precisó Romina. Estaba claro que era un regalo improvisado, es más: espontáneo. Se quitó el collar y lo colgó en mi cuello mientras sonreía. Contraria a mí, Romina habita cómodamente el desapego: puede desprenderse con facilidad de las cosas que le sobran, de las situaciones intolerables, de las personas que no agregan alegría a la vida. Romina me obsequió el collar después de besarme en los labios, con la boca ligeramente entreabierta. Ese fue nuestro primer beso.

En realidad, con Romina todo fue muy rápido, frenético. De los besos pasamos a las caricias, las confesiones, las risas y a los juegos tontos y tiernos que tienen todas las parejas. Al principio, me resistí. No quería quedar inerme frente a ella, que todo lo hace y lo deshace. Sin embargo, mis esfuerzos fueron en vano. Porque un buen día adviertes que de repente aquello está ahí, acechándote desde lo alto de un árbol como un enjambre de abejas furiosas. O en un rincón de la casa, como si fuera un creciente nido de polillas que carcome todo a su paso. O peor aún: habita en ti, burbujea debajo de la piel, la sangre bulle, pareciera que las venas quieren estallar. Estallar en el cielo como fuegos de artificio o estallar en medio del océano, un volcán submarino que destruye archipiélagos enteros. Es el amor que llega de improviso, flor silvestre que creció en tu jardín sin que la cultivaras. Es el amor que llama a la puerta y por más que quieres hacer oídos sordos, por más que quieres darte a la fuga, huir sin dejar rastro, cambiarte de nombre y apellido, no puedes esconderte. Es demasiado tarde. Si adviertes su aparición es porque ya estaba dentro de ti desde hace tiempo, germinando y echando raíces, pero eras iluso, tan ingenuo, que no te diste cuenta de que habías perdido la batalla incluso antes de comenzarla.

Es tan fácil ser sonriente y benévolo cuando el amor nos atraviesa. Las canciones que antes nos parecían insoportables y melosas cobran sentido. Incluso la luz del sol parece distinta, más radiante. Me hallaba enamorada, arruinada. Al inicio de la relación intenté racionalizar ese éxtasis. Traté de convencerme de que mi cerebro estaba recibiendo una descarga de dopamina, me dije que era hormonal, que ya pasaría. Pero al mismo tiempo me abandoné al amor con el cuerpo lívido, ingrávido, apenas terrenal. Por las noches, Romina y yo nos dábamos cita en la penumbra de su departamento. Mirándonos a los ojos, nos sentábamos en medio de una cama cubierta con un edredón estampado de mariposas. Mudas las dos, pero los latidos del corazón nos delataban. Entonces nos iniciábamos en esa práctica meditativa que consiste en tocar el seno como se toca un fruto, palparlo, pesarlo, sentir su madurez y tibieza. Y luego, imitando el trazo circular de un mandala, delineaba la areola de su pezón con las yemas de mis dedos. En aquel ritual de empalmar los cuerpos era sencillo permanecer en el presente. Yo solo ansiaba eternizarme en ese lugar donde mis brazos se convertían en guirnaldas de gerberas y caléndulas que adornaban su espalda, su vientre, sus muslos. Sentía que dentro de mí crecía y se expandía un sol en miniatura, y en el instante del amor, del fugaz goce, creía comprender la totalidad del universo. En aquellos momentos me compadecía de los sabios y místicos que buscaron la iluminación y no se dieron cuenta de que estaba aquí, tan cerquita, en medio de nuestras piernas.

Es el amor que llama a la puerta y por más que quieres hacer oídos sordos, por más que quieres darte a la fuga, huir sin dejar rastro, cambiarte de nombre y apellido, no puedes esconderte. Es demasiado tarde. Si adviertes su aparición es porque ya estaba dentro de ti desde hace tiempo.

Todo placer es efímero, y lo peor de todo es que a cada placer lo releva un sufrimiento. Los ascetas lo entendieron y por eso renunciaron a los placeres. Yo debí entenderlo desde el inicio pero fui ingenua. No voy a narrar nuestra ruptura. Nada tiene de extraordinario. Así como Romina me buscó y me amó frenéticamente, así también dejó de hacerlo. Y yo me convertí en una intocable para ella. Después de la ruptura abandoné las clases. Lloré, me deprimí y pasé días enteros en estado casi cataléptico. Por fortuna, la depresión no duró mucho. Para olvidarme del sufrimiento, me enfrasqué en el estudio del yoga y leí todo lo que pude conseguir. Pero no recurrí a aquellos libros simplones que abundan en la sección de autoayuda de los Sanborns. Me fui de lleno a la teoría. Leí a Eliade, a Deussen, a Garbe, a Dasgupta, a Hauer, a Varenne, a todo ese grupito de señores orientalistas que dedicaron parte de su vida a intentar descifrar lo indescifrable. Y leí a Patañjali, por supuesto, y a sus numerosos comentadores. ¿Qué puedo decir de Patañjali? En torno a su figura todo es leyenda, y a la vez, todo es verdad. Patañjali es el autor de los Yoga-Sutras, una serie de aforismos sobre la teoría y la práctica del yoga que data de hace aproximadamente dos mil años. De acuerdo con los Yoga-Sutras, el yogui adquiere el poder sobre aquello a lo que ha renunciado. En aquel tiempo yo estaba convencida de que si seguía el camino del yoga, del yoga clásico que formuló Patañjali, podría renunciar al amor, al cuerpo como receptáculo y dador del placer. Renunciaría a la vida mundana con su ambivalente ajetreo y su inestable andanza. Y entonces domaría al deseo. El deseo por Romina, que me consume.

Algunos meses después, cuando me creí curada y librada de las pasiones, regresé a las clases de Romina. Falsamente me convencí de que mi regreso se debía al afán desinteresado de mejorar mi hatha yoga, y que no lo hacía solo para estar cerca de ella. Así funciona el autoengaño. En la clase, Romina me recibió indiferente, como si fuéramos dos desconocidas.

«No pierdan el ritmo de su respiración», ordena Romina a sus alumnas. Digo «alumnas» solo por generalizar. En algún lugar leí que del siglo XIX al siglo XXI el yoga experimentó cambios radicales. De ser una práctica exclusiva de hombres pasó a ser una práctica predominantemente de mujeres; de espiritual pasó a ser secular; de meditativa, a postural; de mendicante, a consumista; de esotérica y sectaria, a global. Yo agregaría: de practicarse sobre doradas pieles de tigre, tal como lo hacían los antiguos yoguis, pasó a practicarse en cancerígenos tapetes de PVC que se venden en los supermercados. Lo que quiero indicar es que digo «alumnas» solo por generalizar. En el salón la mayoría somos mujeres, a excepción de Pablo, que se integró a la clase durante mi ausencia. Tuve la certeza de que eran amantes tan solo con observar cómo se miraban entre ellos. Así también solía mirarme Romina.

Hasta cierto punto entiendo por qué le gusta a Romina. Pablo tiene el aire despreocupado de un hippie sesentero, con una cabellera rizada que le llega hasta los hombros. Al inicio de la clase siempre se recoge el cabello en una coleta. Usa gafas redondas, doradas, que enmarcan sus ojos verdes. Pero ni siquiera es tan guapo. Y como es un enclenque, no puede sostener por mucho tiempo las posturas que demandan mucha fuerza. Además, se nota que no se concentra durante la clase. Varias veces finge equivocarse para que Romina lo corrija. Entonces ella se le acerca y con sus suaves manos le acomoda un hombro, le estira una pierna, le presiona la espalda para que no se encorve. Pablo le regala una sonrisa voluptuosa y los ojos de Romina se incendian. Me enferma observarlos. En esos momentos pierdo toda concentración y me abandono al ejercicio mundano de los celos.

En aquellos momentos me compadecía de los sabios y místicos que buscaron la iluminación y no se dieron cuenta de que estaba aquí, tan cerquita, en medio de nuestras piernas.

Sin embargo, al instante me avergüenzo de dejarme arrastrar por las pasiones. Entonces vuelvo a inhalar y a exhalar profunda y rítmicamente. Hago el esfuerzo de no traer al presente un pasado que ya no existe. ¿Para qué adornar las ruinas con filigranas de oro?

«Ahora pasen suavemente a adho mukha shvanasana», ordena Romina y su voz interrumpe mis pensamientos. Y para ella es sencillo ordenarlo porque su cuerpo esbelto se contorsiona con facilidad. En el salón, frente a la mirada atónita de sus alumnas, su cuerpo toma la postura de un camello, de una cobra, de un delfín, de un pavo real, de un puente, de una vela. Lo hace sin esfuerzo, como si fuera lo más natural del mundo.

Adho mukha shvanasana significa en sánscrito, literalmente, «postura del perro cabeza abajo». Para lograr la postura, la asana, primero tengo que colocarme en cuatro puntos sobre el tapete. Ya se sabe, las palmas debajo de los hombros, las rodillas debajo de las caderas. Luego elevo las caderas, separo las rodillas del piso. Alargo la espalda. Mi trasero apunta al cielo raso. Ahora tengo la forma de un tejado a dos aguas. En seguida hago el intento de estirar las piernas para que los talones toquen el piso. Este movimiento provoca una tensión en los músculos y tendones traseros de las piernas. Si eres primerizo, dolerá bastante. Tus talones no llegarán al suelo. Te frustrarás. «Pero no hay que frustrarse —nos dice Romina en las clases—. En el yoga hay que actuar indiferentes al fruto de la acción, siempre satisfechos, libres de todo apego…».

En esta postura me hallo bien. Siento que soy una hembra de la especie canis familiaris, una perra en celo, perra mirando hacia abajo, hacia el inframundo, hacia el ombligo que alguna vez besó Romina. Suelto un largo suspiro, más que nada por resignación. Y mientras todas hacemos el esfuerzo de pegar nuestros talones al suelo, excepto Pablo, porque tiene la flexibilidad de un hombre de hojalata, Romina nos alecciona: «Al principio, la asana es incómoda e incluso insoportable. Pero con cierta práctica, el esfuerzo de mantener el cuerpo en una misma posición resulta mínimo.»

Todo placer es efímero, y lo peor de todo es que a cada placer lo releva un sufrimiento. Los ascetas lo entendieron y por eso renunciaron a los placeres. Yo debí entenderlo desde el inicio pero fui ingenua. No voy a narrar nuestra ruptura. Nada tiene de extraordinario. Así como Romina me buscó y me amó frenéticamente, así también dejó de hacerlo.

Esas palabras nos dirige Romina, muy solemne, mientras se pasea por el salón. Tan solemne que casi ni creería que es insensible o hipócrita. Romina es una exbailarina de ballet lesionada de una pierna que descubrió el yoga para rehabilitarse, y ahí, a sus treinta años, encontró su vocación. Dice que se formó como maestra en Rishikesh, aunque ya no le creo nada. Romina, la peor maestra de yoga. ¿Qué es eso de acostarse con sus alumnos? Pero su falta de ética profesional no eclipsa la belleza etérea que se desprende de ella. Los antiguos yoguis se cubrían el cuerpo con cenizas de la pira funeraria para no olvidar que todo es perecedero. En cambio, Romina viste tops y leggins ajustados en los que se adivina la firmeza de sus piernas y glúteos.

«No olviden —prosigue la voz de Romina— que el esfuerzo debe desaparecer para que la posición meditativa resulte natural. Solo así tendrá lugar la verdadera meditación». Las palmas de mis manos están bien enraizadas en el tapete. Alargo la espalda con el culo apuntando al techo, soy una perra que disfruta estirarse después de una siesta. A continuación, inspiro como si fuera la última inhalación de mi vida. Retengo el aire durante algunos segundos. Al exhalar expulso todo mi aliento hasta vaciarme, hasta quedarme sin nada, y es en ese preciso momento en que mis talones por fin tocan el piso, aterrizo, llego a tierra firme, me despojo de los pensamientos que volaban alrededor de mi cabeza como moscas tornasoladas. Y el corazón apesadumbrado que lloriqueaba detrás de mis costillas ya no sufre. Soy indiferente a la posi bilidad de que al finalizar la clase Romina y el iluso Pablo salgan del salón, tomados de las manos, y vayan en busca de una cama tapizada de mariposas.

Cuando me creí curada y librada de las pasiones, regresé a las clases de Romina. Falsamente me convencí de que mi regreso se debía al afán desinteresado de mejorar mi hatha yoga, y que no lo hacía solo para estar cerca de ella. Así funciona el autoengaño.

De pronto, el hilo que unía el collar se rompe. Las cuentas caen al piso de madera, producen un ruido que interrumpe la concentración de la clase. Sé que las miradas están puestas en mí pero yo me deleito en observar cómo las cuentas ruedan en todas direcciones, huyendo de prisa, dispersándose hasta llegar a los pies descalzos de Romina. Abalorios de ágata verde-azul, chicharitos cristalinos, vestigios de lo que pudo ser y no fue.

No sé a dónde fue a parar el dije de Om. Eso ya no tiene importancia porque decido que mi tiempo ahí, gris tiempo de autoengaño, ha terminado. La clase aún no ha concluido y por eso todas me observan con curiosidad mientras enrollo mi tapete. Con una excesiva lentitud, dilatando los segundos, lo guardo en su estuche. Inhalo, exhalo. Me dirijo a la salida del salón y, sin perturbar el silencio que ha invadido el lugar, cierro la puerta detrás de mí. Afuera está el mundo, esperándome. El mundo al que no puedo ni quiero renunciar.

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