El regalo de los Reyes Magos O. Henry Lisbeth Zwerger Das Geschenk der Weisen Written by O. Henry Illustrated by Lisbeth Zwerger © 1994 NordSüd Verlag AG, CH-8005 Zürich, Switzerland Título: El regalo de los Reyes Magos © Del texto: O. Henry © De las ilustraciones: Lisbeth Zwerger © De la traducción: Juan Ramón Azaola © 2016 de la presente edición: Los Cuatro Azules www.loscuatroazules.com ISBN: 978-84-941866-8-4 Depósito Legal: M-33388-2016 Impreso por CIRSA. María Tubau, 5 – 28050 Madrid Impreso en España – Printed in Spain
Traducción de Juan Ramón Azaola
El regalo de los Reyes Magos O. Henry Lisbeth Zwerger Das Geschenk der Weisen Written by O. Henry Illustrated by Lisbeth Zwerger © 1994 NordSüd Verlag AG, CH-8005 Zürich, Switzerland Título: El regalo de los Reyes Magos © Del texto: O. Henry © De las ilustraciones: Lisbeth Zwerger © De la traducción: Juan Ramón Azaola © 2016 de la presente edición: Los Cuatro Azules www.loscuatroazules.com ISBN: 978-84-941866-8-4 Depósito Legal: M-33388-2016 Impreso por CIRSA. María Tubau, 5 – 28050 Madrid Impreso en España – Printed in Spain
Traducción de Juan Ramón Azaola
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y, de los centavos, sesenta reunidos en peniques. Peniques ahorrados uno a uno, discutiendo con el tendero, el verdulero y el carnicero hasta que a una le ardían las mejillas ante la silenciosa acusación de avaricia suscitada por tan tacaño comportamiento. Della contó el dinero tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y, de los centavos, sesenta reunidos en peniques. Peniques ahorrados uno a uno, discutiendo con el tendero, el verdulero y el carnicero hasta que a una le ardían las mejillas ante la silenciosa acusación de avaricia suscitada por tan tacaño comportamiento. Della contó el dinero tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Estaba claro que no podía hacer otra cosa sino echarse sobre el escueto y raído sofá y llorar ruidosamente. Y eso fue lo que hizo Della. Lo cual sugiere la reflexión moral de que la vida está hecha de sollozos, resoplidos y sonrisas, con predominio de los resoplidos. Mientras la señora de la casa pasa gradualmente de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un piso amueblado, de los de ocho dólares a la semana. No es que fuera indescriptiblemente mísero, pero es seguro que no merecía mejor consideración por parte de la brigada vigilante de la mendicidad. En el rellano de la planta baja había un buzón en el que no podía echarse carta alguna, y un timbre eléctrico al que ningún dedo mortal hubiera podido arrancar un solo timbrazo. También había allí una tarjeta con el nombre de «Sr. James Dillingham Young». Tal objeto había nacido al amparo de brisas más favorables, durante un período anterior de prosperidad en el que a su dueño le pagaban 30 dólares a la semana. Ahora, cuando los ingresos habían bajado a 20 dólares, las letras del apellido «Dillingham» aparecían borradas, como si pensaran seriamente contraerse hasta ser sólo una D modesta y sin pretensiones. Pero siempre que el Sr. James Dillingham Young regresaba a casa y entraba en su apartamento era llamado «Jim» y calurosamente abrazado por la Sra. James Dillingham Young, presentada ya al lector con el nombre de Della. Todo lo cual está muy bien.
Estaba claro que no podía hacer otra cosa sino echarse sobre el escueto y raído sofá y llorar ruidosamente. Y eso fue lo que hizo Della. Lo cual sugiere la reflexión moral de que la vida está hecha de sollozos, resoplidos y sonrisas, con predominio de los resoplidos. Mientras la señora de la casa pasa gradualmente de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un piso amueblado, de los de ocho dólares a la semana. No es que fuera indescriptiblemente mísero, pero es seguro que no merecía mejor consideración por parte de la brigada vigilante de la mendicidad. En el rellano de la planta baja había un buzón en el que no podía echarse carta alguna, y un timbre eléctrico al que ningún dedo mortal hubiera podido arrancar un solo timbrazo. También había allí una tarjeta con el nombre de «Sr. James Dillingham Young». Tal objeto había nacido al amparo de brisas más favorables, durante un período anterior de prosperidad en el que a su dueño le pagaban 30 dólares a la semana. Ahora, cuando los ingresos habían bajado a 20 dólares, las letras del apellido «Dillingham» aparecían borradas, como si pensaran seriamente contraerse hasta ser sólo una D modesta y sin pretensiones. Pero siempre que el Sr. James Dillingham Young regresaba a casa y entraba en su apartamento era llamado «Jim» y calurosamente abrazado por la Sra. James Dillingham Young, presentada ya al lector con el nombre de Della. Todo lo cual está muy bien.
Della dejó de llorar y se retocó las mejillas con polvos de maquillaje. Se situó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un muro gris de un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía sólo un dólar y ochenta y siete centavos con los que comprar un regalo para Jim. Durante meses había estado ahorrando todos los peniques posibles, y este era el resultado. Veinte dólares a la semana no dan para mucho. Los gastos habían sido superiores a lo que ella había calculado. Siempre lo son. Tan solo un dólar y ochenta y siete centavos con los que comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Había pasado más de una hora feliz pensando en algo bonito para él. Algo hermoso y raro, y genuino; algo apenas una pizca digno de ser poseído por Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizá el lector sepa cómo es un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y muy ágil podría obtener una idea bastante aproximada de su aspecto, observando su imagen en una rápida sucesión de tiras longitudinales. Della, que era esbelta, había adquirido suficiente dominio de este arte. De pronto se separó de la ventana y se colocó ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero a los veinte segundos su rostro había perdido el color. Con un gesto rápido se soltó los cabellos y los dejó caer cuan largos eran.
Della dejó de llorar y se retocó las mejillas con polvos de maquillaje. Se situó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un muro gris de un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía sólo un dólar y ochenta y siete centavos con los que comprar un regalo para Jim. Durante meses había estado ahorrando todos los peniques posibles, y este era el resultado. Veinte dólares a la semana no dan para mucho. Los gastos habían sido superiores a lo que ella había calculado. Siempre lo son. Tan solo un dólar y ochenta y siete centavos con los que comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Había pasado más de una hora feliz pensando en algo bonito para él. Algo hermoso y raro, y genuino; algo apenas una pizca digno de ser poseído por Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizá el lector sepa cómo es un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y muy ágil podría obtener una idea bastante aproximada de su aspecto, observando su imagen en una rápida sucesión de tiras longitudinales. Della, que era esbelta, había adquirido suficiente dominio de este arte. De pronto se separó de la ventana y se colocó ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero a los veinte segundos su rostro había perdido el color. Con un gesto rápido se soltó los cabellos y los dejó caer cuan largos eran.
Octubre nos trae muchos regalos: mandarinas y hojas amarillas,
Octubre nos trae muchos regalos:
reencuentros y atardeceres dorados.
mandarinas y hojas amarillas,
Joyas sin precio.
reencuentros y atardeceres dorados. Joyas sin precio.