Cosa de niños

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Título original: Kindergeschichten © del texto: Peter Bichsel, 1969 © Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 1997 All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin © de las ilustraciones: Federico Delicado, 2019 © del prólogo: Santiago Alba Rico, 2019 © de la traducción: Víctor Canicio, 2019 © de la corrección: Leticia Oyola, 2019 © de esta edición: Los Cuatro Azules, 2019 Primera edición: marzo 2019 ISBN 978-84-949048-2-0 Depósito legal: MTodos los derechos reservados Impreso por Gràfiques Ortells S.L. Barcelona Impreso en España - Printed in Spain


COSA DE NIÑOS Peter Bichsel

Ilustraciones de Federico Delicado Traducción de Víctor Canicio Prólogo de Santiago Alba Rico

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LO QUE TIENEN LAS PALABRAS DENTRO Cuando mis hijos eran pequeños me demandaban permanentemente nuevos cuentos e historias, que yo inventaba sobre la marcha. Ahora bien, nadie saca una historia de sí mismo como se saca un as de la manga —o un moco de la nariz—. Hace falta un asidero o un trampolín. Así que yo les pedía, a mi vez, que me dieran un título. Cualquier título: «La flecha mágica», «El árbol hueco», «Las alas del reloj». Cualquier estímulo verbal servía para desencadenar un relato, bueno o malo, que estaba menos alojado en mi estro creativo que acurrucado, como un quiste honrado o un gatito dormido, en la frase aleatoria lanzada por mis hijos. Este es un descubrimiento que todo el mundo puede hacer, pero que casi siempre hacemos a través de algún buen libro. Cada palabra, cualquier palabra, lleva una historia en su interior. Relatar no es, por tanto, encontrar las palabras necesarias para contar el cuento que uno tiene en la cabeza, sino buscar en la palabra azarosa el cuento que la palabra misma lleva dentro. Escribir, por tanto, es una labor de arqueología más que de bricolaje; y de descubrimiento y serendipia más que de mímesis o correspondencia.


De la palabra guisante nace la famosa princesa de sensibilidad excesiva; de rojo se deriva necesariamente la niña con caperuza amenazada por el lobo; de zapato la pobre bailarina maldita de Andersen o la maltratada muchacha acostada entre cenizas de los hermanos Grimm. ¿Y cómo no hallar una chiflada niña llamada Alicia si se combinan bajo un árbol las palabras conejo y chistera? Si uno se interesa por un nombre y tiene luego la paciencia de explorar sus meandros, encuentra allí historias que se escriben a sí mismas, cada vez más deprisa y más evidentes, porque la fantasía, como recordaba Gianni Rodari, obedece a su propia y tiránica gramática. Es verdad que hay relatos que combinan esquemas y arquetipos, como ocurre en toda la tradición clásica de nuestros cuentos de hadas; y otros que tienen más que ver con la lógica inquietante, disparatada y fatal de los sueños. Los de Bichsel son de este segundo tipo. ¿Dónde empieza un cuento? ¿Dónde empieza un sueño? En cualquier palabra. En cualquier imagen. A partir de ahí, relatemos o soñemos, no sabemos a dónde vamos a llegar; y la sorpresa no deriva del forzamiento de la lógica, sino de su inesperado cumplimiento: de pronto nos damos cuenta de que lo que no podíamos prever estaba ya ahí desde el principio, como una mariposa en un gusano. En este sentido, los delirantes y rigurosos cuentos verbales de Peter Bichsel se inscriben en esa constelación que reúne a Carroll, Rodari, Sergio Tofafo (Sto) o el propio Kafka, raza extraña de escritores que se dejaban llevar por el destino encerrado en la primera palabra que pronunciaban y de la que ya no podían huir; a la que cedían cuesta abajo con todas sus consecuencias,


a veces hilarantes, a veces siniestras, a veces oraculares. Tirando de un hilo se puede deshacer un jersey; tirando de un hilo se puede sacar del fondo de un verbo el mundo entero. Cosa de niños se llama el libro de Bichsel, un título al mismo tiempo descriptivo y engañoso. Cosa de niños es el gusto de paladear, como una golosina, la corteza sonora del lenguaje; Cosa de niños es el placer de tomarse en serio los juegos; Cosa de niños es el compromiso de llevar hasta las últimas consecuencias un calambur o un desafío; y Cosa de niños es también la grieta que abre de pronto otra coherencia posible bajo los pies de los adultos. Por eso mismo no puede decirse que los cuentos de Bichsel sean cuentos para niños, salvo porque la universalidad pegajosa de los nombres, gran descubrimiento infantil, los incluye también a ellos —los niños— una vez que los adultos han despuntado su polisemia. Es obvio que los niños disfrutarán de unas piruetas que reconocerán como propias; pero es más obvio aún que son los adultos los que necesitan este despliegue puntiagudo de disparates severos. Así que Cosas de niños para adultos sería un título más adecuado; unos y otros disfrutarán del libro, como se disfruta de la ley de la gravedad en una montaña rusa. Los niños acabarán los cuentos satisfechos; los adultos, un poco incómodos, en un nuevo comienzo. Santiago Alba Rico



LA TIERRA ES REDONDA

Un hombre que no tenía ya nada que hacer, que no estaba ya casado, ni tenía hijos ni trabajo, se pasaba el tiempo reflexionando sobre todo aquello que ya sabía. Y no se contentaba con llevar un nombre; quería saber exactamente por qué lo llevaba y de dónde le venía. Y hojeó viejos librotes durante días enteros hasta encontrar también su nombre en ellos. Resumió luego todo lo que sabía y sabía lo mismo que nosotros. Sabía que hay que limpiarse los dientes. Sabía que los toros se echan a correr apenas ven trapos rojos y que en España hay toreros. Sabía que la Luna da vueltas en torno a la Tierra, y que no tiene cara, que no son ojos y nariz sino cráteres y montañas. Sabía que hay instrumentos de cuerda, de viento y de percusión. Sabía que hay que franquear las cartas, que hay que conducir por la derecha, que hay que utilizar los pasos cebra, que no hay que martirizar a los animales. Sabía que para saludar se da la mano, que al saludar hay también que descubrirse. 13


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Sabía que su sombrero era de fieltro, y el fieltro, de pelo de camello, que los hay de una joroba y de dos jorobas, que los de una joroba se llaman dromedarios, que hay camellos en el Sahara y arena. Lo sabía. Lo había leído, se lo habían contado, lo había visto en el cine. Lo sabía: en el Sahara hay arena. No había estado nunca allí, pero lo había leído y sabía también que Colón había descubierto América porque creía que la Tierra era redonda. La Tierra es redonda; lo sabía. Desde entonces sabemos que es un globo y que andando siempre en línea recta regresa uno al punto de partida. Pero no se ve que es redonda y por eso la gente durante mucho tiempo no quiso creérselo; si se la contempla, es llana, o sube y baja, está llena de árboles y de casas, jamás se curva hasta formar una esfera. Allá donde podría hacerlo, en el mar, termina en una raya y no se ve la curvatura. Parece como si por la mañana el sol se levantara del mar y volviera por la tarde a ponerse en él. Y, sin embargo, sabemos que no es así, puesto que el Sol permanece inmóvil y tan solo la Tierra gira en torno a él, la redonda Tierra, una vez al día. Todos lo sabemos, y nuestro hombre lo sabía también. Sabía que andando en línea recta, al cabo de días, semanas, meses y años, se volvía siempre al mismo sitio. Si se levantara ahora de la mesa y se pusiera en camino, habría de regresar más tarde a ella por el otro lado. Así es y así se sabe. 15





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