2012 XVI CSE, Oviedo (2 de 2)

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XVI CONFERENCIA DE SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

universidad y en la enseñanza secundaria fueron meros rituales y los fracasos eran excepcionales debido a la fuerte selección previa y el asesoramiento de los docentes, que recomendaban no presentarse a quien no consideraban preparado3. Del mismo modo, en la enseñanza primaria, a principios del siglo XX los exámenes públicos y orales de los alumnos ante las autoridades locales y los padres fueron sustituidos por la exposición de trabajos escolares, que persistieron hasta el establecimiento de los exámenes de promoción en los sesenta (Orden de 22 de abril de 1963; Viñao, 2004: 137). Esos “fracasos escolares” particulares en pruebas concretas, que constituyen una de las bases de la problematización más tardía del “fracaso escolar”, ya en singular como problema social, son también, por tanto, una realidad histórica relativamente reciente. En suma, sin todos estos cambios sería impensable lo que hoy llamamos fracaso escolar: una noción asociada a la escolaridad obligatoria, que, fijada y ampliada legalmente por el Estado, se entiende como el número de años y cursos que debe permanecer todo ciudadano en la escuela para adquirir un “mínimo cultural vital” (Muel-Dreyfus, 1983), y cuyo listón arbitrario se ha ido desplazando históricamente; una noción que presupone una “edad teórica” o “normal” para alcanzar un determinado nivel educativo sancionado por un título, y, por tanto, una asociación entre edades y contenidos curriculares, una graduación escolar basada en una idea universal, lineal y progresiva del desarrollo intelectual “normal” del niño, que no se convirtió en norma en la enseñanza llamada “básica” o “elemental” hasta bien entrado el siglo XX; una noción que presupone una enseñanza básica unificada para todos, y, por tanto, el fin del sistema escolar dual, que no se impone en España hasta la aplicación de la Ley General de Educación en los años setenta, ampliándose en 1990; una noción, finalmente, que presupone toda una serie de filtros y prácticas de evaluación y examen que medirán el grado de adquisición del curriculum y el rendimiento de los alumnos en las distintas asignaturas, cursos y ciclos, sirviendo de base al juicio escolar que dictamina los éxitos y fracasos concretos, y condicionando la sanción final por medio del título. Se puede señalar una última condición, en la que no se suele reparar con tanta frecuencia: la constitución de un campo de la infancia inadaptada (Pinell, Zafiropoulos, 1983), que progresivamente va a separar a los niños considerados de inteligencia normal de los “deficientes” o “subnormales”, para los que se constituirán una pedagogía, un cuerpo docente e instituciones específicas (primero separadas de la escuela ordinaria, luego integradas en la misma pero conservando su especificidad). Esta línea de demarcación que clasifica a la infancia según su inteligencia, reforzada con la institucionalización de lo que en los sesenta se llamará “educación especial”, se convierte en una condición importante de la emergencia del problema del “fracaso escolar” en la medida en que ésta última noción aparece desde el principio, como atestiguan los primeros trabajos dedicados a este tema –algo que confirma el trabajo de Isambert-Jamati (1992) para Francia–, ligada al interés creciente que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XX por los niños de inteligencia considerada normal que “fracasan” cuando tienen las aptitudes para no hacerlo y cuyo fracaso no sería, por tanto, atribuible a una deficiencia intelectual –considerando natural que aquellos niños que no entran en la norma establecida de inteligencia están abocados a no cumplir las expectativas escolares ordinarias–. Conforme el problema de la “deficiencia” se va 3

Pueden verse en este sentido tanto el análisis clásico de Durkheim (1999 [1938]) como el de Capitán para el caso español (2002). Como señala el Diccionario de Pedagogía Labor de 1936 en referencia a la enseñanza secundaria de entonces: “No hay suspensos. Al que no acredite suficiencia, se le devuelve simplemente la papeleta de examen” (Sánchez Sarto, 1936: 1286)

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