Contratiempo 71 • Diciembre 2010 / Enero 2011

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Gatos Marco Escalante

C

uenta Osvaldo Soriano que empezó una relación con una chica alérgica a los gatos. Tal amor no pudo prosperar, porque Soriano les debía fidelidad principalmente a sus gatos. Similar situación me ha tocado vivir a mí, pero en vísperas de mi boda. Quien fuera mi novia hasta hace poco, terminó desarrollando una alergia a los gatos; o como ella misma lo explicara: “Un comienzo de alergia”, que ya implica un poco auspicioso final. Cancelé la boda brindando una explicación incomprensible para la gran mayoría de los seres humanos, que están acostumbrados a ver en las otras especies simples objetos adaptables a las necesidades del hombre; pero racional a los ojos de un escritor que ha escrito casi siempre en compañía de un gato, o mejor dicho, de un escritor que escribió “al alimón” con un gato. Esa boda hubiera significado el ingreso a un mundo de responsabilidades que desgraciadamente arruinan la creatividad tras mutilar al espíritu; en reemplazo del gato, hubieran llegado los hijos, cuya amenazante ubicuidad trae como consecuencia la disolución pausada de los padres. Los gatos, en cambio, son hijos más generosos porque su presencia es al mismo tiempo ausencia, y porque no dependen de uno, sino que uno depende de ellos a la hora de cavilar, y también a la hora de poner sobre el papel los frutos del pensamiento. Del gato se aprende la durísima disciplina de la concentración paciente, de la quietud y el ocio, necesaria para ejercer el oficio de escribir con placer y amor. Del gato además provienen las características básicas de la buena prosa: gracia, elegancia y fluidez; porque siendo el animal menos rígido entre los mamíferos, incluso cuando cae siempre lo

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hace de pie. En cuanto al contenido de lo que se escribe, el gato influye en nosotros por su entrega espontánea al juego, y esa capacidad lúdica, al aplicarla a la escritura de un ensayo, le quita la solemnidad a los grandes temas que a menudo seducen nuestra vanidad. Chesterton, que escribió probablemente los ensayos lúdicos más brillantes que me ha tocado leer, denigró con injusticia al león, y es probable que por extensión haya sido escéptico con respecto al gato; pero no dudo que tuvo un gato invisible, escondido en el fondo de su corazón. Pero el gato, a diferencia de los maestros, no instruye. Le basta ser para producir en nosotros un efecto trascendental y definitivo. Eso no lo puede lograr un perro, que por necesidad exacerba las expresiones de afecto para lograr un espacio junto al hombre. Es verdad que es muy injusto Stevenson cuando afirma que el perro, una vez que lame el plato de comida que el hombre le ofrece, cruza inevitablemente el Rubicón, porque los perros también son animales hermosos y leales; pero carecen de la indefinición, del aspecto vaporoso del gato, que en lugar de andar, parece que flota. Eso es, el gato es un animal suspendido, tanto en el tiempo como en el espacio. Para él no pasan las horas y es lo mismo una hectárea que un metro. No cae en el vértigo de los hechos, no se suma a la historia, no está educado para ser héroe, como sí lo está ese ejército de San Bernardos que antiguamente rescataban a las víctimas de una avalancha, o esos perros de poderoso olfato entrenados para rescatar a los sobrevivientes de algún desastre. El gato es inútil para toda cosa que incumbe a la humanidad, pero es esencial para todo aquello que emprende un individuo. El gato no salva vidas, pero te

puede salvar el alma. Hay en cada libro mío, diría Soriano, un gato escondido, y por ende una razón de vida, una prueba del enriquecimiento del alma. Quienes le atribuyen al gato el defecto de la vanidad se equivocan. La vanidad requiere acción, esfuerzo, lucha contumaz en busca del reconocimiento de los otros. Es decir, requiere de un público, de una claque. La vanidad se alimenta de aplausos, y en el caso de los oscuros, de los que nunca saldrán del anonimato, se nutre de aplausos silenciosos, de aplausos ilusorios. El gato no busca el aplauso de nadie ya que de por sí no hay pedestal más alto que el suyo, por eso los egipcios lo deificaron. La nobleza, la aristocracia espiritual del gato, que implica necesariamente una humildad silenciosa, queda sintetizada en este bello epitafio de Byron: Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad, y tuvo todas las virtudes del hombre sin ninguno de sus defectos. En el gato todo es completamente natural porque, como bien lo anota Neruda, y también Rilke, el gato es gato y con eso basta. Sueña el hombre con ser pájaro, el perro nostalgia al lobo, quiere el canto del grillo igualar la melodía del ruiseñor o el jilguero: todas las cosas del mundo aspiran a ser algo más, sueñan con su propio cielo. Pero el gato siempre es gato, y nada más, porque ya está en ese mundo arquetípico que describían los griegos, ese mundo de perfección, de formas geométricas sinuosas y abstracciones exactas, el mundo de la simetría y la música celeste. El gato es, en última instancia, un animal pitagórico. Dadme un gato y os daré un teorema.

Por todas las razones expuestas, yo tengo un compromiso moral con los gatos. Y no hay relación capaz de romper este vínculo de sangre. Ni la amistad ni el amor romántico poseen la fuerza de esta unión imperecedera, porque incluso cuando yo me muera, estoy seguro que han de acompañarme mis gatos, pues es a su mundo al que aspiro. Soy un hombre optimista. Creo que a la ruina del cuerpo le sobrevive el alma infinita. No estoy contento con esta realidad triste que con tanto énfasis nos muestra la decandencia de todo lo que vive. Me hace feliz la posibilidad de un mundo perfecto más allá de los confines de la materia. Mi corazón, eternamente agradecido, le debe esta esperanza a los gatos. Marco Escalante: escritor peruano. Vive en Chicago.

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