Contratiempo 123 • Mayo 2015

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NARRATIVA

Para que Galeano nunca muera Jochy Herrera

S

La memoria guardará lo que valga la pena. La memoria sabe de mí, más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado.

iempre dijo Eduardo Hughes Galeano que su trabajo escritural perseguía abrazar a los demás, como verdadero “topógrafo humano” a través de textos logrados gracias a una autodefinida cualidad de cazador de historias y escuchador de voces, redescubrió los vínculos que la memoria era capaz de rescatar en ese acercamiento autor— lector. Si bien el escritor construye un micro mundo personal en el proceso creativo no menos cierto es que el texto, a su vez, adquiere una identidad particular que le convierte –motu proprio– en producto eminentemente colectivo. Sobre todo si quien lo elabora quiere escribir para todos, cosa que Galeano logró a través de una monumental bibliografía que marcó generaciones. En el introito de El libro de los abrazos aparece la frase Recordar: del latín re—cordis, volver a pasar por el corazón, expresión que en su trasfondo metafórico no hace otra cosa que revelar una cierta obsesión del recién fallecido pensador: el rescate de la historia secuestrada en estos tiempos fecundos de amnesia obligatoria. Es decir, el insistir en esa posibilidad humana de evocar imágenes del pasado que surgen desde nuestra conciencia reconocidas ya como propias; ráfagas del existir un tanto metafísicas que de ocurrir lo contrario estarían destinadas al olvido. Por ello Platón separaba la memoria del recuerdo indicando que éste consistía en una operación intelectual que discernía y atrapaba las ideas contempladas por el alma antes de que fuesen enterradas en la cárcel del cuerpo. Mas este carácter digamos, casi filosófico del escribir no fue el único rasgo evidente en la obra literaria (y vivencial) del inmenso ser humano llamado Eduardo Galeano. En su pensamiento y en su actuar siempre primó la libertad. De pensar y de crear. Por eso rechazaba la etiqueta de escritor “político” seguidor de partidos o religiones; desconfiaba de la palabra “política” porque “se ha manoseado tanto que significa todo y no significa nada”. Por igual, rechazó que sus libros fuesen clasificados dentro de género alguno indicando “que lo suyo se trataba de una síntesis de géneros, una tentativa para recuperar la unidad perdida del lenguaje humano”, estilo que ciertos académicos catalogaron como Historiografía alternativa y que por otra parte motivó a José Mujica a definirle como poeta de la historia.

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Las temáticas que pueblan las decenas de libros publicados por Galeano reflejan una pasión por todo lo humano y por todo aquello que refleja lo humano: la cosmogonía de nuestros ancestros, el amor y la violencia; la vida de los bichos, el fútbol y la música; la poesía, el hambre y la antropología; la mujer, el imperio romano y la economía política. Porque este uruguayo universal lo criticó todo y se divirtió con todo. Deambulaba por los lugares con la parsimonia del distraído que atento a cada detalle teme olvidarlos, por lo que en los más inverosímiles momentos sacaba del bolsillo una emblemática mini libretita para anotar ideas. Una por cada página. Allí plasmaba el optimismo y la grandiosa humanidad que le caracterizó, la infatigable crítica contra la injusticia, la pobreza, la guerra, la desigualdad y otras formas sucedáneas de la mentira. Simultáneamente, reconocía y defendía lo mejor de nosotros: “los humanos son los exterminadores de todo (el prójimo, la naturaleza y los animales) y somos en el universo los únicos seres que ríen, sueñan despiertos, dan nuevas músicas a las voces del mundo y crean palabras para que no sean mudas la realidad ni su memoria”. Aquél lúcido reconocimiento de la necesidad de otorgar voz a la palabra ha sido comentado por muchos; en nuestro caso, ya hemos alertado sobre la urgencia de fundar una nueva ética que “ante la sucia apropiación de la palabra por parte del poder que le arrebata y despoja de su verdadero significado en pos de la mentira” —como ha indicado el poeta José Mármol— ella ocupe el justo lugar que la verdad nos exige. La irónica pluma de Galeano hizo precisamente aquello: dar voz a un continente en el que la historia escrita por ajenos borró las caras y los sueños de ejércitos de hombres y mujeres paridos por la América marrón. El pasado 13 de abril Eduardo Hughes Galeano –Gius– dejó de estar físicamente junto a nosotros, más la sempiterna reivindicación de la historia plasmada en sus textos seguirá intacta tal como se evidencia en el calendario—libro que fue su última obra publicada en vida,

Los hijos de los días. Justamente en el comentario correspondiente al 13 de abril aparece el siguiente párrafo a propósito de la ceremonia de desagravio a la cultura indígena que en 2009 cumplieron los frailes franciscanos en el atrio del convento de Maní de Yucatán: Cuatro siglos y medio antes, en ese mismo lugar, otro fraile, Diego de Landa, había quemado los libros mayas, que guardaban ocho siglos de memoria colectiva. La entrada final de Los hijos de los días correspondiente al 31 de diciembre explica que en la antigua Roma a fin de espantar los males era recomendado colgarse encima la palabra Abracadabra, en hebreo antiguo envía tu fuego hasta el final. Conversando sobre males durante una visita a Chicago Galeano me confesó que el infarto que sufrió décadas atrás no había sido provocado por el tabaco sino por el estado de cosas en que se encontraba nuestra civilización; espantemos pues las maldades que nos asolan, porque si de veras “somos un instantito nada más en la memoria del tiempo” vale la pena seguir colgándonos encima la esperanza. Para que Galeano nunca muera. Jochy Herrera, escritor dominicano, es autor de La flama magna.

Eduardo Galeano Foto: Mariela de Marchi Moyano

MAYO 2015


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