Escribir sobre la amistad puede ser un desafío difícil desde el punto de vista técnico y también desde lo emocional. Porque es uno de esos temas, como el amor, donde las emociones están demasiado ligadas a la esencia misma del ser humano. Cuando se habla de amistad, los requisitos indispensables y prioritarios a tener en cuenta son la honestidad, el respeto, la aceptación que no es lo mismo que entendimiento y el supremo designio de la confianza. Por supuesto que las pautas en una amistad son personales, sin condicionamientos, y se dan en cada caso en sus propios términos propios. Incluso hay gente que habla de distintos niveles de amistad y cada uno gradúa esos niveles según su propia experiencia. Pero hay también quienes opinan que hay normas no escritas entre amigos, las cuales conllevan ritos declarados o secretos que mantienen esa amistad firme y vigorosa. Hay conceptos comunes también. Casi todos coincidimos en que las amistades son eternas, porque la amistad no se mide en tiempos ni distancias; las personas cambian con el tiempo y las amistades evolucionan de la misma manera. No hay amistades a medias, al que consideramos amigo lo ponemos de este lado de la raya y al que todavía no lo es, tendrá que esperar su turno para estar en ese lugar de preferencia. Ahora bien, tratando de no parafrasear a Alberto Cortez, ¿qué sucede cuando un amigo no está más entre nosotros? ¿Se pierden esos sentimientos que alguna vez consideramos indestructibles? ¿Qué queda en ese espacio tan cercano y caro que parece desaparecer en el vacío sin fin? Los textos que ofrecemos a continuación bucean entre lo emocional y lo literario. Exploran un grupo de sensaciones difíciles de digerir, pero se anteponen al malestar y se atreven a decir con desnudez y honestidad lo que significa para ellos el hecho de perder a un amigo. Desde el dolor, desde la bronca, desde la perplejidad que otorgan las causas y la consecuencias de la muerte, con una visión más personal y humana, los textos parecen decir adiós, hasta pronto y hasta dicen no me resigno, como si nada hubiera pasado y el hombre, el escritor, el amigo aún estuviera aquí. Las páginas de este deshoras van, pues, dedicadas a la memoria de Ricardo Armijo, escritor nicaragüense fallecido en Chicago en los primeros días del año. Nacido en 1959, fue ganador del premio John Barry Award for New Spanish Fiction from Chicago versión 2005. Constituyen una primera, breve exploración de esas emociones irreducibles que su muerte nos deja y una manera también de tenerlo todavía entre nosotros. Ricardo, uno de los narradores verdaderamente valiosos que ha dado la literatura en español en los Estados Unidos, supo condensar en su trabajo las múltiples facetas de la experiencia hispana en nuestras grandes ciudades, e indagó con fruición los territorios de la fantasía y el erotismo, elementos esenciales de la condición humana. Lo hizo desplegando una voz que fue siempre muy propia, muy suya, al tiempo que se hacía eco de los grandes maestros latinoamericanos (y, como atestiguan por ejemplo su pasión por John Cheever y su interés en Raymond Carver, también de los estadounidenses). Lo hizo, además, aferrándose a un compromiso firme como pocos con nuestra lengua, orgullosamente despreocupado de la condición marginal que esta lengua tiene en el circuito literario de los Estados Unidos y de las pocas oportunidades de éxito financiero que escribir en castellano ofrece este país. Ricardo Armijo fue es un escritor de los auténticos, un hombre apasionado y pleno, vital, intenso. Fue también es un gran amigo, un amigo inolvidable e ireemplazable. Estas páginas, aunque no alcancen, son nuestra manera de decir que lo extrañamos.