Contratiempo 82 • Febrero 2011

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tiempoextra

En tinta roja:

Violencia y sociedad en México y Arizona Gerardo Cárdenas

N

o empezó 2011 mejor de cómo acabó 2010. En México y en Estados Unidos, de formas y por razones distintas, la violencia campeó y capturó los espacios públicos, los que deberían pertenecer exclusivamente a la sociedad civil pero que en medio de una lluvia de balas, y de notas de prensa escritas en tinta roja, pasan a manos de una minoría violenta que captura el centro de la escena, y literalmente mata las posibilidades de una cultura de paz. En sólo 8 días nos sacuden tres noticias: dos en México, y una en Estados Unidos. El asesinato de Jaime Almonte, agregado cultural del consulado de México en Chicago, ocurre en un pueblo del estado de Guerrero, en Año Nuevo, en un clásico caso de “estar en el lugar equivocado, en el peor momento”. La noticia estremece a la comunidad mexicana de Chicago, y un detalle en particular nos ilustra cómo la narcoviolencia ha robado al país ciertos espacios: la familia de Almonte no puede recoger inmediatamente el cuerpo de la víctima porque el pueblo donde ocurrieron los hechos está tomado por el narco, y el narco controla los accesos: hasta que ellos no den permiso, nadie pasa. En Acapulco, no lejos del pueblo donde matan a Almonte, amanece el 8 de enero y la población contempla un espectáculo grotesco: 28 cadáveres, de los que 15 carecen de cabeza. Varios cuerpos presentaban notas manuscritas con el nombre de El Chapo Guzmán, uno de los capos más temidos del narco mexicano. El mensaje de Guzmán al resto del mundo es: no se metan conmigo. Pero el mensaje general que trasluce de estos hechos es aún más siniestro, más desesperanzado. El mensaje es que una persona, la que sea, no puede celebrar Año Nuevo con su familia en cualquier pueblo de México, porque el pueblo es del narco, y hay que pedir permiso hasta para circular. El mensaje es que turistas mexicanos y extranjeros, que viajaban a Acapulco en busca de diversión, no pueden hacerlo sin pensar que, tal vez por mala suerte, por accidente, pueden amanecer una mañana decapitados, y usados como tablón de anuncios para el capo de turno. Más de 34 mil personas han muerto en México desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. Calderón optó por una vía directa –evitando un diálogo a profundidad con Estados Unidos para resolver el problema del consumo al tiempo que se ataca el de la producción y el tráfico. Habrá que preguntarse si Calderón cargará con toda la responsabilidad de esta política fallida,

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o tratará de transferirla a los candidatos a las ya cercanas elecciones presidenciales del 2012. A tiros en Arizona Es irónico que la pista del Chapo Guzmán, que parece tener bajo control el estado de Guerrero, nos lleve hasta Arizona. La DEA ha señalado en varias ocasiones que el Chapo controla las rutas de la droga a través de Arizona. Y eso contribuye a un clima de extrema violencia e inseguridad, en el que se enmarca el atentado del 8 de enero en Tucson, en el que la congresista demócrata Gabrielle Giffords fue gravemente herida, seis personas murieron, y 18 más resultaron heridas. El atentado ha puesto en el centro del debate la pregunta de si en un país como Estados Unidos y en un estado como Arizona, donde impera la cultura armamentista, puede instrumentarse una cultura de la paz. Pocos lugares de Estados Unidos son tan refractarios a una cultura anti-armas como Arizona, y en pocos momentos como el actual ha habido una crispación tan pronunciada en los valores fundamentales del pueblo estadounidense. En la ideología individualista que impera en el inconsciente colectivo del país, si el Estado no puede garantizar la seguridad pública, recae entonces en el individuo la tarea a través de las armas (esto queda consagrado en la Segunda Enmienda Constitucional). El postulado tiene sentido en los siglos XVIII y XIX – el territorio es inmenso y peligroso, el Estado no puede darse abastado para garantizar la seguridad de los colonos que se desplazan masivamente hacia el Oeste. El individuo recurre a las armas para proteger sus derechos individuales y su propiedad. Pero el mismo postulado es ya obsoleto en el siglo XXI. Arizona y Texas son, por excelencia, la encarnación de la última frontera. Aún en el siglo XXI, la frontera entre Arizona y México es la más insegura, la más violenta. No son casuales las referencias a Tombstone, Billy the Kid, y al Duelo en el OK Corral, nombres épicos del Viejo Oeste. La cultura anti-armas, que prospera en las grandes metrópolis, es impensable en la bronca frontera de Arizona, donde conviven narcotraficantes, polleros, inmigrantes indocumentados, rancheros armados hasta los dientes, la Patrulla Fronteriza, e incontables ciudadanos que poseen y portan armas de fuego. Es inevitable trasladar el debate sobre las armas a un contexto político. Desde 2008, el extremismo del Tea

Party se ha combinado con la radicalización de la derecha Republicana, y emulsionado con fuertes capitales privados (banca, iniciativa privada, etc.) La siempre controvertida Sarah Palin, durante las elecciones del 2008, había escogido a la congresista Giffords entre varios de los “blancos” seleccionados por el Tea Party como objetivos electorales. La imagen de la mirilla del rifle, colocada sobre el distrito de Giffords, contiene una carga psicológica enorme. Giffords, por sí misma, es un personaje inusual en la política de Arizona. Judía, Giffords es una demócrata moderada en un territorio republicano, que lo mismo defiende la Segunda Enmienda, que apoya una reforma migratoria. No era la primera vez que la amenazaban. Pero aún ante la necesidad de contextualizar políticamente los hechos de Tucson, la sociedad estadounidense, y en particular los medios de información, se resisten a hacerlo y adoptan de forma casi unánime una clara estrategia: descontextualizar el atentado y despolitizar el discurso. La masacre de Tucson es vista como la obra de un loco que actuó de manera individual, urgido por su percepción distorsionada de la realidad. No hay contexto político, no hay búsqueda de razones en el complejo entramado político, social, económico y cultural de Arizona. Como en los casos de John y Robert Kennedy, Martin Luther King, o Ronald Reagan, el tirador es un ente solitario. La censura traslada los hechos al campo de lo psicopatológico. Es el individuo quien está enfermo, no la sociedad ni el discurso político, por ello es impensable cuestionar la cultura armamentista. La consecuencia de estos hechos de violencia extrema en Arizona es, como en México, la pérdida de los espacios públicos. En los barrios negros y latinos de Estados Unidos, las calles están tomadas por narcos armados; los ciudadanos se encierran en sus casas y sus armas son su única defensa. La policía, garante de la plaza pública, es impotente o indiferente. En Tucson, la congresista Giffords cumplía su labor favorita –dialogar con sus votantes en un espacio público– cuando fue atacada. El espacio público no es igualitario si parte de los habitantes están armados. Las calles son testigos mudos y solitarios del avance de la violencia, y la huida aterrorizada de la sociedad civil. Gerardo Cárdenas, escritor y periodista mexicano, es director editorial de contratiempo.

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