Las Tres Ratas

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Alfredo Pareja Diezcanseco

Si era en el pueblo, un corrillo le rodeaba, por oír sus viejas historias de la época heroica. A veces, don Horacio Valladares, el hombre más rico de la villa, le proponía, entre que sí y entre que no, alguna combinación para aumentar los negocios. Don Antonio lo miraba afilando los ojos y respondíale: –Don Horacio, don Horacio, ¿quién se había de fiar de usted? –¡Pero don Antonio! –Ja, ja. Quien no lo conozca que lo compre… Usted a mí no me viene con engañifas… Si le doy la mano, tengo que ponerme a contar los dedos… ¡ja, ja! –Este don Antonio, este don Antonio… Vea que tiene cosas… –Como amigo y de lejos, pase. Para negocios, cada uno por su lado, ¿sabe? Don Horacio lo contemplaba dejando colgar las lonjas del cuello. Fruncía los labios su poquito, chascaba la lengua y terminaba riendo. Más no cejaba en su empeño, agarrándose de cualquier oportunidad para lucir ventajas de grandes negocios ante el rebelde de don Antonio. Generalmente, era los domingos que se lo veía por el pueblo. Iba de casa en casa, recorriendo las amistades, luciendo el rostro atezado, ancha la sonrisa y un no sé qué de orgullo brillándole en los ojos audaces. Cuando llevábanlo a buscar en los recuerdos, súbitamente, en veces, le venía el mal humor y hablaba destempladamente: –¿Qué dicen los jóvenes de ahora? ¡Bah! Maricas… ¡Sinvergüenzas! No sirven para nada. Guitarra y puro, y ya lo tienen todo listo. Ni para mujereros son buenos. 42


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