Las Tres Ratas

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Las Tres Ratas

taños. Los pómulos salientes hacían nítida la recta línea de la nariz pequeña y dulce. Y tan sólo en la redondez de la barba y en la ágil movilidad de la boca encontrábase el parecido con la mayor. La última, la de la izquierda, había nacido con el mismo color moreno de la primera y con la misma redondez en el rostro. Pero la piel era fresca, como de uva recién lavada, los ojos negros y las pestañas sedosas y largas, con una ligera curva al doblarse hacia arriba. Y reía con una boca gruesa y húmeda de campánula roja. Además, no tenía, a cada instante, ese plegar en la frente de las otras. Carmelina hablaba rápidamente. De vez en vez, una pausa leve afirmaba la energía de sus palabras. Y una que otra pregunta, como dicha en el aire, era respondida por ella misma. En un momento, inclinó la cabeza, tomó el filo del pañuelo que tenía en las rodillas y pareció enjugarse una lágrima. Mientras tanto, la claridad mañanera se metía suavemente en la alcoba. La tía Aurora se levantó a apagar la luz y la habitación quedó envuelta en la plata joven de las primeras horas del día. Se había hecho un silencio de segundos. Frente a Carmelina, hallábase la mecedora de nogal de la tía. A espaldas de las tres, se abrían las ventanas de barajas sostenidas por fierritos como trampas de ratón. En la pared opuesta, un viejo ropero siglo pasado lucía molduras carcomidas, y en la lateral, la cómoda dejaba ver sobre su blanca piedra de mármol una multitud de retrasos y bambalinas. Angelita, la criada, entró justamente en ese momento a decir que el desayuno se hallaba listo. –Vamos al comedor, muchachas –dijo la tía, y salió la primera, seguida por las sobrinas. 27


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