Las Tres Ratas

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Las Tres Ratas

–No se preocupe, Eugenia. Somos buenos amigos y se lo agradezco. Por lo menos, debe estar absolutamente segura de que me olvidaré de la persona que me ha contado este asunto. No sé todavía que haré. Eso es cuenta mía. Usted sabe que hay un porcentaje del contrabando para el denunciante. Lo seré yo mismo, con todas las de ley. La invitaré, Eugenia, la invitaré a muchas farras, y si usted me lo permite... –Por nada del mundo. ¿En qué está usted pensando? ¿Se imagina que yo...? No sea loco, hombre. –Es que... Bueno, es algo que le pertenece. –Por favor, me está insultando. Soy incapaz hasta de pensarlo. –Mil perdones, Eugenia. Terminemos esta conversación. Bailemos, ¿quiere? Esa noche, Eugenia durmió feliz. No lo pudo lograr en los primeros momentos. Dábase vueltas en la cama y sonreía. Tal vez sintió, por un instante, un poco de pena de sí misma, mas razonaba y se daba ánimos. Tenía la certeza de haber procedido bien, y se lo repetía, se lo repetía incesantemente. No, ella no era capaz de traicionar. Pero Carlos Álvarez era un asco de hombre… Y no contaba con otros medios para el castigo. No era una traición: sólo venganza, castigo, nada más. Y si alguna pequeñísima falta había en su conducta, algún día, pasados los años, se encontraría con Álvarez y tendría el placer de decírselo cara a cara. Así, borraría toda huella, toda sospecha de delación. Se fabricó una serie de palabras para el momento de hablar con Álvarez. Infló su conducta de buenas intenciones. Y hasta se encontró cierta grandeza de 201


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