ANOTACIÓN IGNACIANA
2011-02
Fiesta de la Asunción (15 agosto) y Monmartre (París) en la historia de los jesuitas.
E
ran siete hombres, con siete nombres inconfundibles, pero con ideales comunes e intercambiables. Para dar firmeza a las decisiones tomadas, aquellos Magistri parisienses empeñados en servir en pobreza a los demás, se reunieron en la más retirada de las iglesias de las afueras de París. El escenario y el día fueron sin duda cuidadosamente escogidos: la capilla-cripta de San Dionisio y sus compañeros mártires, en Montmartre (Mons martyrum); la fecha, la festividad de la Asunción de María. Ambas circunstancias coloreaban de aire transcendente aquella reunión singular. Celebró la misa el único sacerdote del grupo, el Maestro Fabro. Antes de la comunión, uno a uno fueron pronunciando su voto, al que Fabro añadió el suyo. El compromiso colegiado adquiría así un carácter sagrado. Cuarenta años después todavía recordaba con emoción aquel «holocausto» un superviviente como Simón Rodrigues, y parecían reverdecer en él la alegría de espíritu, la abnegación de voluntad y la inmensa esperanza en la misericordia divina que animaron aquel gesto. Lo renovaron en la misma fecha en los dos años sucesivos. Ignacio estaría ausente; pero se sumaron al grupo tres nuevos adeptos: Jay, Broet y Codure, saboyano y franceses. Ya eran diez. ¿Había nacido la Compañía? No, en sentido estricto. No había regla, ni estructura jerarquizada, ni programa de acción; hasta el terreno concreto de trabajo quedaba colgado del futuro impreciso y supeditado a avatares imprevisibles. Se había consolidado un deseo romántico, ancho e infinito como el cielo del día de la Asunción. Se había formado la crisálida de la que un día surgiría una institución. Laínez lo confesará claramente más tarde: «Nuestra intención desde París aún no era de hacer congregación, sino dedicarse en pobreza al servicio de Dios y al provecho del prójimo, predicando y sirviendo en hospitales». Todavía tres años más tarde el propio Ignacio escribe a Verdolay desde Venecia, mientras intenta embarcar para Jerusalén: «No sé adelante lo que Dios nuestro Señor ordenará de mí». Nadal podía escribir en 1563, refiriéndose a estos años, de Ignacio: «Era llevado suavemente a donde no sabía, y no pensaba en fundar Orden alguna». (Tomado de IGNACIO DE LOYOLA, solo y a pie de J. Ignacio Tellechea Idígoras)
J
Montmartre. Fin de una etapa.
untos celebrarán la ordenación sacerdotal de Pedro Fabro, y juntos empiezan a proyectar. ¿Qué hacer? ¿Cómo? Piensan, planean. Va tomando forma un proyecto en el que cada uno aporta sus propios matices. Quieren vivir dedicados a cuidar de los más desprotegidos, curando las heridas de un mundo golpeado y predicando la palabra de Dios. Para que el mundo se vuelva a su creador, y cada ser humano le descubra, le alabe y le sirva. Y quieren vivir en pobreza. Una pobreza atenuada ahora por la necesidad de completar sus estudios de teología, pero que se hará más extrema cuando terminen esta etapa. Y amar en castidad. Una castidad que dos de ellos -Ignacio y Fabro- ya han prometido a Dios. El sueño de Jerusalén sigue ahí. Discuten si han de ir para quedarse o para volver. El mismo Ignacio, ansioso por gastar su vida en aquellas tierras, es consciente de los obstáculos que van a encontrar para permanecer allí. Y, por otra parte, ¿no es en este momento el Mediterráneo un hervidero de tensiones y peligros? ¿Seguirá saliendo La Peregrina, puntualmente, cada año, desde Venecia? Todo eso lo hablan, con seriedad, con esperanza, con inquietud, confiados en Dios que les conducirá aunque aún no sepan bien adónde. Poco a poco se va perfilando un proyecto común. ¿Conviene expresar este propósito que comparten de algún modo especial, ahora que se sienten como un grupo que comparte un horizonte? No podemos olvidar el contexto. Es el suyo un mundo de ceremonias y rituales, una sociedad de gestos y símbolos, donde todos los eventos significativos se celebran y se expresan. ¿No han pasado muchos de ellos por graduaciones solemnes? Ignacio mismo ha pertenecido en su juventud a una