Rutas e historias de la navegación a vela

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Nuestra Pasión

Desde la llegada de los primeros grupos humanos al archipiélago de Chiloé, el mar ha sido fuente de sustento y medio de conexión entre las decenas de islas y cientos de localidades que conforman este territorio. Mucho antes que comenzaran a tomar forma los primeros caminos, como el de Caicumeo, construido entre Ancud y Castro en el siglo XVIII, o el ferrocarril que unió a ambas ciudades hasta 1960, miles de pequeñas embarcaciones poblaban las costas y surcaban las rutas que conectaban los distintos puntos de este pequeño mundo isleño.

Nuestros antepasados cruzaron estos mares primero a remo, en bongos y dalcas

construidas por los pueblos chono y huilliche, y luego también en botes y piraguas a los que la interacción con los europeos le agregó pequeñas velas y aparejos. La lancha velera chilota, ya entrado el siglo XIX, fue un punto de inflexión entre la habilidad de los carpinteros insulares y las tecnologías y conocimientos que incorporaron nuevos tipos de velamen y formas de navegar. Gracias a ellas nuestros antepasados transportaron el alerce y otras maderas, las papas, mariscos y otros alimentos, y pudieron abastecerse además de los insumos que requerían para pasar cada invierno junto a sus familias. La velera chilota, que fue crucial para el comercio y las comunicaciones tanto al interior de los mares chilotes como también con otros puntos del país, fue sin embargo poco a poco desapareciendo a merced primero de la navegación a vapor, después de los modernos motores y embarcaciones, así como por el auge de la construcción de caminos y comunicaciones terrestres.

Ha pasado el tiempo, y sin embargo quedamos aún quienes alcanzamos a navegar en estas mágicas veleras que surcaban los mares impulsadas por el viento, silenciosas y a veces casi volando, rozando apenas sobre la superficie. Decididos a no perder esta memoria de la vida en los mares y pueblos isleños, hoy nos agrupamos en la Cofradía del Navegante Chilote, y celebramos cada año la tradicional regata Ruta del Caleuche, que une a distintas localidades costeras y a un diverso y entusiasta grupo de navegantes, celebrando nuestra memoria marítima, cultura y formas de vida isleñas. Es sin duda un gran esfuerzo, muchas veces respaldado y

valorado, y otras veces quizá incomprendido, y que sin embargo asumimos siempre con entusiasmo y por amor a estas veleras. Desde la experiencia y mirada personal me atrevo a decir que una Velera en un puerto es como una reina en la bahía. Todas llevan nombre de mujer, y se dice que el carpintero de ribera la hace sin planos. Las hay de todas las formas, más largas o anchas que otras. ¿En qué se inspira el carpintero? Después de preguntar por esto uno de ellos me respondió: “Todas las veleras que hago me inspiro en una mujer que tuve”. Le puso su nombre y para él es un gran amor que surcaba los canales con mucha prestancia. Son anécdotas que se cuentan sobre las veleras cuando se hace quelcun, junto a un mate con malicia y un jarro grande de chicha tibia para calentar los huesos después de un larga navegación. Yo siempre digo a mis colegas lancheros: “Tengo una novia que amo por fuera, ella día a día me necesita, me hace gastar mi platita, me pide y pide, para que se vea bonita. A veces me sale caro, pero no debo abandonarla, mi gran amor es una Velera Chilota, ´La Javy´ con matrícula de Achao”. Así es nuestra pasión por estas veleras chilotas, misma pasión que hoy compartimos con ustedes, queridos lectores, a través de estas páginas.

En el mar de la memoria

Registros arqueológicos analizados en el último tiempo hablan de una ocupación humana de las costas de Chiloé que se remonta al menos a 6.500 años atrás. Sabemos muy poco de esas antiguas culturas, sobre su cosmovisión y forma de vida, aunque hay algo que queda claro: esas pequeñas comunidades estuvieron estrechamente ligadas al mar. Esta relación simbiótica se vio refrendada más tarde con la instalación de una cultura navegante, que utilizó piraguas monóxilas, de un solo tronco ahuecado, y también embarcaciones de tablas ensambladas y cosidas, que llamaron dalcas. Esta tecnología fue luego adoptada por los colonizadores europeos que llegaron a instalarse al archipiélago, y utilizada incluso para la Misión Circular de los evangellizadores franciscanos y jesuitas. Estos mismos colonizadores trajeron consigo la vela, que se sumó así al remo como fuerza motriz para trasladar a los isleños tanto en sus tareas cotidianas como también en largas y arriesgadas expediciones.

Fue así como fueron abriéndose nuevas rutas, utilizadas primero por los pueblos originarios en su constante deambular buscando el sustento, y luego por el mestizaje surgido de la colonización para explorar rutas comerciales y abrir nuevos territorios con fines culturales,

religiosos y geopolíticos. Recordada es la aventura del padre José García, jesuita que salió desde Cailín comandando una modesta expedición de españoles y nativos de la etnia Caucahue, que en 1767 logró llegar a fuerza de remos, y después de incesantes penurias, hasta lo que hoy conocemos como el ventisquero Queulat, el estuario del río Aysén, e incluso a la laguna San Rafael. Casi contemporáneo a García, otro español dejó registros valiosos de la vida en las costas y mares isleños, así como de las rutas y conocimientos necesarios para navegar en aguas complejas y no siempre tranquilas. Hablamos aquí de José de Moraleda, natural del País Vasco y nacido en una familia de tradición marinera. Comisionado a Chiloé, recorrió extensamente el enjambre de islas y estuarios del Archipiélago, dejando en sus diarios de navegación un detallado relato de lo visto y analizado entre 1786 y 1796. En las bitácoras de Moraleda se encuentra graficada en detalle la forma en que los lugareños y comunidades vivían entrelazados al mar, lo que se expresaba por cierto en cientos, y probablemente miles de pequeñas embarcaciones desperdigadas por las extensas costas insulares.

En aquellos años el remo era fuerza motriz cotidiana para la vida en las comunidades

costeras, y la vela a su vez permitía el traslado por largas distancias y con cargas de mayor volumen. Esa tecnología traída por los europeos permitió el desarrollo de una cultura de construcción naval que aún hoy se expresa en distintas localidades chilotas a través de los carpinteros de ribera. Esta cultura y sus conocimientos permitieron por ejemplo la hazaña de la goleta Ancud, con la que Chile tomó posesión del vasto territorio magallánico en 1843, y alentaron además el poblamiento, temporal y luego definitivo, de las costas en Chiloé continental y el estuario del Reloncaví. Fundamental en este último afán fueron las veleras chilotas, embarcación destinada sobre todo a la carga y transporte de los más variados elementos y frutos de tierra y mar en la zona insular, y que con el paso de las décadas se hizo parte habitual del paisaje marino en las costas entre Puerto Montt y Quellón, pasando por cierto por Calbuco, Ancud, Castro, y todas las localidades del mar interior chilote.

Poco a poco, la incorporación de la navegación a vapor, y mas tarde la llegada de los motores basados en hidrocarburos, fue dejando atrás el reinado de las veleras, dueñas indiscutidas de los mares hasta mediados del siglo XX. Con el paso de los años, distintas iniciativas individuales y colectivas se han levantado para mantener la tradición y cultura asociada a la navegación en las tradicionales lanchas veleras chilotas, y es así como existen aún

carpinteros de ribera con los conocimientos y destrezas para la construcción de estas embarcaciones, así como existen también entusiastas personas interesadas en mantener viva la memoria de los antiguos navegantes, que en muchos casos son también los ancestros y antepasados de estas nuevas generaciones marineras. Es el caso de la Cofradía del Navegante Chilote, que desde comienzos del siglo XXI ha buscado la forma de rescatar y fomentar la cultura de la velera chilota, llevándola a navegar nuevamente por los mares interiores del archipiélago. Cada año, aún desafiando las difíciles condiciones vividas durante la pandemia, la Cofradía ha dado vida a la Ruta del Caleuche, experiencia que ha permitido conectar a las comunidades insulares con una parte fundamental de su memoria, como es la navegación a vela, pilar fundamental en la construcción de la cultura e identidad chilota.

Esta publicación registra lo que fue la versión 2022 de la Ruta del Caleuche, y recoge testimonios de sus protagonistas tanto a bordo como también en cada una de las localidades visitadas. Esperamos sea una forma de valorar a quienes han hecho un esfuerzo por poner en valor esta parte del patrimonio insular, y a la vez recordar a quienes ya no están, entregando un archivo valioso que contribuya a cultivar la memoria de las nuevas generaciones.

En el mar de la memoria

Rescatando la velera encallada

“Quién no se arriesga, no cruza el río”, reza el dicho popular; sin embargo, en esta historia, el mar y el océano plantean un desafío mucho mayor. Allí es donde la fe, la valentía, la hermandad, el sentido de responsabilidad social y la osadía son, junto al clima, el principal combustible para sobrepasar ventarrones y temporales; para llegar con vida al hogar y abastecer a la comunidad con alimentos, maderas y otros recursos; para descubrir nuevas rutas de transporte en un mar interior adornado por infinitas islas y canales australes. En suma, para crear una identidad cultural reconocida en todo Chile y el mundo, que se niega a quedar encallada ante los avatares del tiempo y los adelantos tecnológicos.

Muchos de los antiguos navegantes chilotes, para fortuna nuestra, aún avivan las bahías y caletas de Chiloé con sus historias, que son, a fin de cuentas, parte del patrimonio de un territorio que se ha resistido desde sus comienzos al aislamiento.

El mar interior ha sido recorrido desde tiempos antiguos. Los huilliche lo hacían antes de la llegada del occidental a bordo de los conocidos “wampos” o “bongos” y más tarde, hace más de 300 años, las aguas de Chiloé fueron pobladas por embarcaciones

a vela. En todo caso, siempre se trató de una aventura, de enfrentarse a la naturaleza y aprender a relacionarse con ella, para no morir, para llegar a casa, con la familia.

Navegar siempre ha sido una tarea de conquista, ya sea de nuevos lugares, de nuevas rutas, de nuevos recursos naturales. De ir por lo desconocido o por vivir aquellas épicas historias que cuentan los antiguos. Quizá parte de ello motivó a Nelson León Moraga, que por allá por el 2007 comenzó la construcción de “La Voladora”, la primera velera chilota que fue puesta a flote, cuando ya no quedaba ninguna en Chiloé, “ni siquiera había quién las construyera”, relata.

Es oriundo de Curicó y tiene 56 años, con más de 35 viviendo en el sur de Chile. Parte de ellos lo ha compartido con su esposa, Andrea Rojas, nacida mucho más al norte, en Antofagasta. Hoy viven en Ancud y, como hace varios años, participan de una nueva versión de la Regata de Lanchas Tradicionales de Chiloé, evento que reúne a todos aquellos que han emprendido la tarea de guiar, materialmente, el pasado marítimo de la isla hasta el presente.

Los vientos de la vida los llevó a conocer la cultura navegante chilota y se propusieron tener una embarcación. Habían visto banderas

y otros tipo de souvenir representativos que tenían como ícono un barco… poco después sabrían que se trataba de una velera.

Claro que para tener una de ellas, había que hacerla… y eso era algo más que complicado. “Prácticamente habían sido los padres o sus abuelos los que habían fabricado estas embarcaciones. Así que por ahí descubrí que en Chiloé continental, en Mañihueico, en la localidad de Contao, me parece, había un constructor de lancha chilota: don Jaime Gallardo. Me contacté con él y comenzamos a construir La Voladora”, cuenta.

“Siguiéndolo un poco a él, nos metimos en esta locura de tener una velera chilota”,

rememora Andrea Rojas, quien agrega que todo se volvió realidad en 2008, cuando juntos vieron cómo su lancha velera ya flotaba sobre el mar. “Aprendimos a navegar junto a don Rubelindo Herrera, que había sido un navegante durante toda su vida de veleras chilotas. Él nos enseñó junto con Javier Gómez, que era el patrón también de La Voladora”, complementa Nelson.

De ahí en más, La Voladora comenzó a ser parte del paisaje de Ancud, haciendo viajes turísticos, no sólo en las bahías insulares, sino también en Chiloé continental; participando de otras regatas tradicionales o exhibiciones, e incluso de la Revista Naval del Bicentenario efectuada por la Armada de Chile, en 2010.

Rescatando la velera encallada

Y es que “La Voladora” no limitó su navegación al sur, sino que también las emprendió hacia el norte, traspasando la frontera del mar interior hacia el océano. Fue vendida y actualmente se encuentra en Mejillones, luego de una larga travesía, que Andrea recuerda muy bien.

“Hicieron el trayecto por mar y nosotros éramos el apoyo en tierra, más que nada logístico y de comunicación, para que pudieran hacer el tramo, que no es menor: se demoraron 17 días, si no me equivoco. La llegada a Mejillones fue súper emocionante, porque fue de noche, entonces a trasluz del cerro, nosotros veíamos solamente la luz de tope y ya una vez que llegó a la bahía fue muy emocionante, de verdad, porque un poco la habíamos tenido que dejar, entonces verla llegar allá fue muy lindo, muy lindo”, dice. Los viajes de la velera de Nelson y Andrea confirmaron que navegar en ellas no era cosa del pasado y podía retomarse. “Prácticamente, casi estuvieron a punto de extinguirse todas. Me acuerdo que cuando La Voladora era la única que había en Chiloé, un amigo, Pedro Martínez, me pidió poder copiarla. Yo le pasé los planos, llevó su constructor, sacó fotografía y ahí salió la ‘Javi’ y después salió la ‘Rosario’ y después otras embarcaciones, la ‘Elízabeth’, detalla.

Efectivamente, Pedro Martínez Barría tomó la posta. Nació en la Isla de Quehui, hace más de 60 años. Es hijo de una profesora y de

un armador de embarcaciones, cuenta. En la actualidad, es el presidente de la Cofradía del Navegante Chilote, organización sin fines de lucro que se fundó en octubre del 2014, en Castro y que tiene como objetivo recuperar el patrimonio náutico y recuperar el valor de la velera chilota tradicional.

Hoy cumple un sueño de joven: dirigir una de ellas, la cual construyó en 2011. En ello es uno de los pocos que puede contarlo, pues según sus cálculos, no son más de 5 las veleras que hay en Chiloé, “y eso después de haber tenido este mar más de 50. Hay fotos de 30 y 50, hasta 55 se llegan a contar en algunas fotografías”, sostiene, agregando que, “en consecuencia, yo soy uno de los afortunados de haber tenido esta embarcación. Partí con ella y de eso aparecieron varias amigas y amigos… y amigos de los amigos, motivando a ver si podíamos tener más en Chiloé”, se explaya.

La osadía de recorrer el mar insular, canales, fiordos e incluso el océano abierto se transforma al poco andar en experiencia y habilidad para navegar, pero para lograrlo en una velera chilota, hay que tener un timón en la mano.

Ricardo Porcell, es el capitán de la “Lili IV” y reconoce como un honor el dirigir una embarcación de este tipo en la actualidad; sin embargo, también como una responsabilidad, “porque una de estas embarcaciones si

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uno no las mantiene, rápidamente se van deteriorando, así que hay que ponerle mucho cariño”, explica.

Por eso participa en la regata, dice, más aún porque conducir una velera chilota es distinto a otras embarcaciones. “Yo ya sabía algo de navegación, pero esto es completamente distinto porque no tienen una quilla muy importante, entonces hay que aprender cómo de nuevo, cómo hacer las cosas. Hay que aprender mucho de las corrientes acá, de las mareas”, dice.

Para su fortuna, contó con el apoyo de Pepe Mautor, reconocido navegante y también constructor de veleras. Así pudo transformarse en capitán de una de ellas, pero también traspasar, como desde siempre en la isla, dicho conocimiento a sus hijos, que también tienen la pasión de cruzar el mar a bordo de la “Lily IV”.

Afortunadamente, el rescate de la tradición navegante de Chiloé no se queda sólo en la regata. Desde hace 27 años que transita por el mar insular la Biblio Lancha Itinerante de Quemchi, promoviendo el acceso a la lectura y a la cultura en poblados alejados y de difícil acceso.

Francisco Díaz es su coordinador y tripulante. También destaca la regata y su aporte al reconocimiento de la particular forma de

navegación chilota. Por eso también participa en ella y añora que cada vez sean más las embarcaciones a vela tradicional.

“A mí me gusta mucho, porque, claro, es una parte del rescate del patrimonio cultural de nuestra cultura chilota. Es algo que, bueno, para nuestros antepasados era algo muy normal navegar a vela; por los fiordos, navegar desde aquí de la isla hasta Angelmó para comprar, intercambiar productos”.

Desde la Bahía, Nancy Escolástica Gómez observa la regata y el transitar de los antiguos navíos chilotes. En su mente reflotan los recuerdos de niñez, cuando junto a sus hermanos, quizá como un juego, quizá como un deseo de futuro, recorría de proa a popa la velera donde su padre navegaba.

También lo acompañaba en las travesías: quizá el mejor pasatiempos en aquella edad donde el aprendizaje se desplaza junto al juego.

“De pequeña yo recuerdo que él nos dejaba a mi y mis hermanos ensayando un poco y tomando el timón de esas lanchas grandes y sentir eso: de que uno llevaba esa embarcación por unos mares inmensos, porque cuando uno es niño lo ve todo más grande; el sentirse corriendo sobre la cubierta, cierto, con la cara al viento, con sol, con lluvia, con viento”, rememora. ´

Está orgullosa de que ello haya sido parte de su crecimiento y por eso valora como toda chilota el que se reflote sobre el mar insular a la velera. Reconoce que quizá no se trata de una oportunidad de negocio, pero si para la dignidad de su pueblo y de

Rescatando la velera encallada

su identidad.

“Ojalá los dueños vayan aumentando estas veleras y que volvamos a lo mejor en algún momento, aunque sea cada vez que hagamos la ruta, una vez al año, veamos la bahía de Castro y otras bahías más de las ciudades

del archipiélago pobladas de esta estas embarcaciones: veleras tan hermosas”, añora Nancy, mientras las comisuras de sus labios dibujan una especie de sonrisa, con aires de esperanza.

encallada
Rescatando la velera

Navegar para vivir

“Hoy recordando el pasado /siente ansias de llorar/ piensa en su bote marino /cuando sale a navegar/ con las jarcias tiritando/ viene un fuerte ventarrón/ confía él en su gente/ desde la proa al timón”. Así cierra la canción “El lobo Marino”, que el reconocido exponente de la Nueva Canción Chilena Héctor Pavez popularizara allá por 1967, uno de las creaciones musicales insignes del folclor chileno que relata y resume la vida de un navegante chilote.

Canta a la memoria; a las emociones; a la unión con la lancha; a los avatares del clima; a la hermandad que se crea con la tripulación. “Así era la cosa, en esos tiempos”, remarcan algunos, confirmando que la composición musical no exagera en su letra y que las historias de zozobras y aventuras no son un mito.

Quizá Juan Gallardo, tripulante de la velera chilota “María Elízabeth”, aprendió dicha

canción en la escuela, como una buena parte de los niños y niñas del país; ahora, puede, quizá, oír al viento silbarla cuando dirige su embarcación.

Reconoce, sin vergüenza, su admiración por los que le antecedieron: “Es que siempre me emociona al ver a los antiguos navegantes. Igual los he saludado en estas diferentes etapas. Ver cómo fue su vida tan sufrida, porque ellos solamente tenían la propulsión a vela y a remo. Se aprende mucho de ellos, porque coordinaban mucho el tema del tiempo, lo predecían sin tener instrumentos y también aplicaban una inteligencia a los pases de los canales por las corrientes. Y eso cuando no se tenía vientos a favor… lo que es usar la corriente de los canales; eso para mí es algo que todavía no domino mucho, pero lo que es del viento sí. Hoy en día usamos la tecnología”.

Tal como hacían los carpinteros de ribera al construir una embarcación, el lograr que llegaran a los destinos definidos y que salieran airosas de “tormentas perfectas” se hacía al ojo, sin documentación alguna, con la guía de la experiencia y el conocimiento acumulado por generaciones durante siglos en el mar, canales y fiordos.

Sergio Ulloa Cárcamo es uno de los que navegó de esa forma. Nacido en la Isla de Quehui, cuenta que conoció a otros antiguos,

quien además de marino, era armador de barcos.

“Uno era navegante, aventurero… sale en veces un tiempo bueno y después un viento malo y había que navegarlo, seguirlo. Esa es la etapa de uno, como patrón de lancha. Uno decide que la embarcación siga o no y uno cuando se ve ya metido en el mar… hay que seguir”, comenta y complementa las diversas tácticas utilizadas para llegar a sus destinos: “Antes a puro compás, barómetros, luces de navegación a batería nomás, no como ahora que hay mucho instrumento. Uno a veces se guiaba por el estallido de los Faros, porque todo faro tiene distinto tipo de “tachitas” prendidas. Uno a veces cuando se veía medio perdido así, bueno… miraba ahí. Bueno y la carta de navegación,. Igual, poh...uno trazaba su rumbo y seguía navegando”.

Navegar para vivir

Con “el de arriba” como guía

Para enfrentar y salir airosos de los contratiempos que presentaba el clima, no sólo hacía falta el ánimo personal o tener una buena y valiente tripulación. La fe en Dios constituía parte fundamental de la cultura del navegante chilote y de la confianza en sus instintos y conocimiento empírico de su labor.

La costumbre del chilote marino involucraba la religiosidad y rituales habituales, tal como detalla Armando Bahamonde, destacado cultor, músico, profesor e investigador de la cultura navegante. Cómo no, si tanto su ruta como destinos muchas veces eran deshabitados. Bahamonde explica aquí el sentido de las tradicionales embarcaciones a escala que cuelgan aún de las naves centrales en distintas iglesias a lo largo de las costas chilotas:

“Pasaban lógicamente al interior de la iglesia y tomaban el ‘barquito’ y dirigían su proa hacia al mar, hacia donde ellos tenían que ir. Esa era como la promesa, como la manda, de que Díos los guíe y los acompañe en toda la ruta.

Y ya cuando volvían de esos largos viajes aquellos marinos chilotes, los viejos marinos chilotes, volvían y lo primero que hacían antes de llegar a la casa era entrar nuevamente a la iglesia y cumplir con su manda, con su promesa: tomar nuevamente el barquito que estaba colgando, suspendido, y esta vez la proa, la parte de adelante de la embarcación, se orientaba al altar, en señal de agradecimiento de que habían llegado sin novedad y que Dios los había acompañado en el viaje”, cuenta.

Dicha protección, relata, los hizo recorrer no sólo el mar interior, canales y fiordos, sino también el océano, llegando incluso hasta destinos inimaginables, comenta: “incluso, navegantes de aquí se atrevieron a llegar a Nueva Zelanda, o sea, eso es una odisea, una aventura que hoy no se sabe, pero que la hicieron chilotes humildes”.

Para realizar tales proezas, claramente la relación con el clima era algo fundamental. Había que conocer sobre todo a los vientos,

que son ‘mañosos’, tal como recuerda Teófilo Chiguay, cuando le tocó proteger casi con la vida a un ternero, al cual tuvo que amarrar y defender del ‘mal tiempo’:

“Yo cruce muchas veces los golfos, pero en maleza de tiempo, Algunos se admiraban, decían, pero ¿cómo puedes navegar con esto? No podíamos volver, teníamos que enfrentar, entonces.

Me quedan muchos recuerdos de esa embarcación, porque él me daba la vida.

Con “el de arriba” como guía

Y cómo se defendía cuando yo iba cruzando un golfo.

Porque mares de 3 metros, llega un torbellino de viento, te pasa a pescar la mar, así, y lo tira a uno quién sabe dónde. Entonces uno ahí tiene que prepararse, empezar a bajar las drizas, como se dice, y dejar solamente lo que va a resistir en su embarcación, no más. La persona no tiene que ser cobarde”.

Otro de los que vivió en carne propia odiseas similares y por lo cual valora los tiempos pasados, es Héctor Rodríguez, quien comenzó a navegar por allá por 1945, en Castro, para luego seguir en los canales del sur, incluso hasta el Beagle o Punta Arenas.

No sólo era patrón de un barco convencional, sino también de veleras chilotas. Esa era otra historia: “No sé cómo estoy vivo. En el Golfo de Penas estuvimos 15, 18 horas metidos, para pasar al otro lado de San Pedro. Y del agua poh, porque recuerden que el viento te tira y te tira hacia adentro. De repente nos encontramos entre medio de roqueríos… pasó no más la ola. Realmente no sabíamos dónde estábamos, hasta que aclaró al otro día: San Pedro estaba como a una milla, más al este”.

“Había que conocer. Y aquí lo que más me admira de la gente de Chiloé, cuando nosotros andamos navegando por ahí, veíamos a

esos viejos con sus lanchas veleras. Felices venían navegando en la noche con tremendo temporal. A esos viejos les saco el sombrero yo, a esos tipos chilotes les saco el sombrero”, remarca.

Dicha felicidad que relata Héctor era quizá por haber logrado recalar una vez más a salvo y volver al hogar, al pueblo, con la familia, los amigos. A fin de cuentas, de eso se trataba la vida del ‘chilote marino’.

Fernando Soto nació y creció en los palafitos de calle Pedro Montt, en Castro, y comenzó a navegar a los 13 años, junto a sus hermanos. Afirma que, en sus tiempos, casi todos los niños y niñas nacidos en el borde costero querían convertirse en navegantes.

A sus 76 años, tal como todo “lobo chilote” tiene miles de historias que contar, como aquella vez que tuvo que cargar, a su corta edad, pesados tambores de combustibles de 200 litros, porque una ola cortó las amarras de la carga que transportaba la velera. Sólo iba junto a su hermano, que las hacía de patrón de lancha. Si bien partieron con viento sur en el golfo, relata, al poco andar todo cambió, cuando iban rumbo a Tenaún y un viento de la cordillera cambió drásticamente sus planes. “La mar estaba de costado. Un niño cargando esos tambores, así era la desesperación por vivir”, comenta.

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Pero la naturaleza a veces no es un contratiempo y regala, muchas veces, momentos únicos. La fauna marina también solía acompañar a los marinos chilotes, como esa vez que les tocó trasladar un circo hasta Puerto Montt, tras estar una semana sobre la lancha, la que no podía zarpar por el mal tiempo.

Cuando por fin lo hicieron, el golfo de Ancud estaba embravecido. “Nos encontramos con 5 “kawai waike”, “cachalote”.Eran tan grandes que era casi la envergadura de la lancha y nos pegaban de “pechada”, recuerda.

Claro que el momento único junto al poder de los cetáceos fue eso: un momento, porque después la historia tomaría tintes dramáticos.

Producto del mal tiempo, decidieron esperar en San Juan, al menos para dormir un poco. Por mientras, el motorista Pedro Haro preparaba la lancha y la dejaba lista para retomar el rumbo trazado, cuando de pronto se escucha lo que ningún marinero quiere escuchar: “¡Nos estamos hundiendo!”

“En la crujidera de la navegación, se soltó la estopa del casco y comenzamos a hacer agua. Levamos anclas y partimos con baldes de 20 litros y la bomba del motor ‘a achicar la lancha’ hasta llegar a Puerto Montt, tirando agua con balde, sin dormir. Fue así hasta descargar en

Puerto Montt, cargar nuevamente y retornar a Castro; nuevamente descargar la lancha y recién ahí vararla para arreglarla. Fueron 19 días. 19 días de mucho trabajo”, recuerda.

Como todo chilote marino, Fernando Soto conoció prácticamente todo… e hizo de todo. Mirando la imagen de la antigua lancha Alba Priscila, los recuerdos inundan su mente: “Porque en esta embarcación fue que conocí

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a mi señora, con ella me casé. Ahí fecundé a mi hija. Y ella casi nació en una tempestad... precisamente, en La Barra de Chaiguao. Íbamos casi con la ropa lista para el parto, pero no alcanzó a nacer ahí, hasta cuando regresamos a Castro. Ahí nació la guagua. Entonces por esta embarcación le coloque a mi hija ese nombre: Alba Priscila, por amor a esta lancha que me cautivara tanto”.

Con “el de arriba” como guía Con “el de arriba” como guía

En la tarea de rescatar la navegación en las embarcaciones tradicionales de Chiloé, claramente los artesanos especializados son más que fundamentales, imprescindibles, evidentemente. Sin embargo, ubicarlos, para quienes tomaron el timón y dirigieron las velas en tal dirección, no fue tan fácil.

En los ojos de un navegante actual, como Mario Makuc Pla, las lanchas chilotas requieren un cariño y cuidado especial, pues la madera al ser materia orgánica va resintiendo el paso del tiempo y las inclemencias del clima. Tanto en su creación, como en su reparación, la velera requiere de un conocimiento especializado y si bien pudo haber influencias externas, la práctica local fue generando un método de construcción único y un navío con una clara identidad.

“Son bien curiosas y son muy propias, con una tecnología desarrollada aquí. Si bien es cierto con muchos aportes probablemente de los carpinteros que vinieron a esta zona, como los dominicos, los franciscanos, pero por cierto la habilidad de la gente de acá contribuyó a que se hicieran algunos inventos interesantes y algunas aplicaciones muy buenas en las lanchas. Todo lo que tiene que ver con las dimensiones y las capacidades”, explica Makuc.

El maestro de ribera

Quienes se dedicaban a ello eran los carpinteros o maestros de ribera, y tal como relataba Nelson León Moraga, cuando quiso concretar el sueño de tener una velera chilota simplemente no había alguno con ese oficio en la isla. Sólo en la zona continental, en Hualaihué, encontró a Jaime Gallardo, que estuvo dispuesto a asumir el desafío de traer de vuelta la tradición de construir al ojo y sin planos una embarcación, tal como se hacía antiguamente.

De ahí también son Artemio Soto Ruiz y José “Pepe” Mautor, quienes en 2014 fueron reconocidos como Tesoros Humanos Vivos por parte del Ministerio de la Cultura y las Artes, al ser de las últimas personas conocidas como carpinteros de ribera.

Tal como sus antepasados, pasaron gran parte de su vida navegando, pero también construyendo navíos a vela, usando el conocimiento, ingenio y la habilidad para transformar la vegetación de la zona en aquellos medios de transporte que poblaron bahías y caletas en las provincias de Chiloé y Palena, y que sirvieron para extender el país hacia el sur austral.

Y es que la tradición navegante de Chiloé no es privativa del mar o el océano; también está en tierra, de hecho surge desde los bosques que generosamente entregan la madera, fibras y todos los recursos que se necesitan

para dar vida a los antiguos navíos.

Si bien cada maestro tenía sus preferencias y usos para cada tipo de recurso vegetal, por lo general, desde los prístinos y generosos montes de años atrás se obtenían las tapas de corteza de alerce utilizadas para “estopar” o sellar las embarcaciones; el coihue, laurel o ciprés para la quilla, la roda y el codaste o la luma, el tenío para las cuadernas. Otras especies vegetales usadas eran el melí, raulí, avellano, que podían servir para el entablado, la cubierta, la arboladura, la botavara o el timón.

Con la materia prima en las manos, llegaba la hora de aplicar el método traspasado y perfeccionado de generación en generación, quizá por siglos, sin la necesidad de una formación académica formal. Un tipo de construcción que se hacía, como se dice ‘al ojo’, sin planos y con herramientas sencillas, como el hacha, martillo, formón, cincel, serrucho y escuadra y que respondía muchas veces a los requerimientos de quien encargaba un navío.

Tal como un sastre, el carpintero de ribera daba vida a embarcaciones con identidad propia. No había dimensiones fijas para su altura, ni ancho ni largo. “El velero que tuve yo, el de 11 metros. Ese salió de mí, de mi mente. Una embarcación con roda adelante y también con roda detrás y con un

El maestro de ribera

timón también de madera”, cuenta Rosendo Bahamondes Díaz, antiguo navegante y armador de barcos.

Si bien la libertad en su construcción hacía de la velera chilota un navío particular, efectivamente sí tenía algunas características generales. La principal era la de contar con un ancho (manga) de la mitad del largo (eslora), con cuadernas de mayor dimensión. Ello hacía que tuviera una gran navegabilidad, al ser ancha y plana y con un quilla pequeña, por lo que prácticamente se deslizaba por el agua.

de
El maestro
ribera
El maestro de ribera

Sueños de infancia

Los recuerdos del oficio persisten cual madera nativa en la memoria de quienes lo desempeñan. Y tales imágenes vienen incluso desde la infancia, pues la formación de un carpintero de ribera comenzaba desde pequeño, cuando ser chilote marino significaba ser un héroe para aquellos niños y niñas criados junto al mar.

Ver a sus padres, tíos o abuelos zarpar o retornar a los puertos o caletas sin dudas provocaba que su imaginación “hiciera agua”, enredando el sueño de algún día vivir las mismas proezas.

“Me recuerdo de 8 años, mi papá me compró un hacha y me fui de una montaña bastante grande y encontré un palo y lo enderecé para hacer un ‘botecito’, para que yo reme y me vaya a mariscar, a pescar con lienza. Entonces, hice uno de tres metros y medio… se llamaban “bongos, bonguitos. Yo lo hice con dos remos y con ese me ganaba la vida, empecé de 8 años de trabajar en cuanto a pesca”, rememora Teófilo Chiguay, otro antiguo chilote marino.

A esa misma edad, Rosendo también hizo su lancha: “Las velas eran de saco, de lino, que ya no se ven, con una vara conectada no más y esa era una ‘velita’. De saco de

lino, no donde venía la harina, sino las papas”, continúa en su detalle, aún cuando resiente el presente: “No hay quién haga una embarcación, o que sepa cómo se forman las velas, nada. En cambio, el antiguo, hacía su embarcación, cortaba las velas, navegaba. Hacía todo a base de esfuerzo, porque las circunstancias de la vida le obligaban. Y así aprendía con los otros y se iban ayudando entre ellos”.

Tal como Rosendo o Teófilo, por lo general, quién quería ser navegante era también quien construía su embarcación, aún cuando hubo algunos que se especializaron en ello, quedándose en tierra.

Por ejemplo, Abraham Maldonado fue carpintero de ribera, aún cuando desde niño recorrió el mar a bordo de una lancha chilota. Luego comenzó a hacerlas, pero también dejó espacio para la agricultura: “Hacía botes grandes, pero tampoco tan grandes. Más o menos de 12 metros de eslora por ahí. Pero también hacía máquinas ‘aventadoras’ para entrar el trigo cuando se trillaba, etc. Me dedicaba a la agricultura, pero también hacía botes o velas, de la primera malla hasta dejarlo a trasmano para pescar”.

Si bien el oficio se aprendía en el hacer, la guía de otros con más dominio fue la mejor forma de traspasar el conocimiento y habilidad, preservándolo y adaptándolo de acuerdo a las circunstancias.

José Ojeda cuenta orgulloso que construyó barcos. Comenzó a los 18 años y hoy a sus 76, desde la localidad de San Juan, recuerda aquellos tiempos en que daba vida a navíos que se enfrentaban sin miedo al mar.

“Empecé a trabajar, tenía 18 años, aquí mismo, al lado de un caballero que tenía un astillero. Ahí empecé a trabajar. Después, cuando empecé a trabajar solo ya tenía como 22, 23 años. Hice puras embarcaciones para trabajo no más. Pal cabotaje, pa trabajar en las salmoneras”, relata.

En todo caso, su satisfacción se deja ver cuando habla de la única lancha velera que ha construido, trabajo realizado para Pedro Martínez: “Le gustó también a él, dice que es muy buena para navegar. Me ayudaron dos personas y me habría demorado tres meses... la dejamos lista, incluso con velas y todo”.

Lo importante es que un oficio tan característico de la identidad chilota no se pierda, en eso hay consenso y uno de los que ha tomado el timón en la tarea de recuperar al carpintero de ribera es Alex Llanquín Cheuquemán. Vive en el sector de Peldehue,

en la isla Quehui.

Es reconocido en la construcción de todo tipo de estructuras, entre ellas lanchas tradicionales, barcazas o navíos turísticos, etc. “De lo que me pidan para los navegantes”, comenta y explica que para ello cuenta con un equipo de hasta seis personas, en el cual su esposa e hijo son fundamentales.

Claro que para ello, tuvo que aprender: “Hace 10 años atrás, gracias a mi Dios, que se las doy todos los días, me buscaron de ayudantía para construcción de embarcaciones. Estuve trabajando un año de ayudantía en el astillero donde don Dago González, en Castro, y de ahí me retiré y me vine con la idea de armar solo mi astillero de ribera. Y, gracias a Dios lo logré. Y hasta los días de hoy me ha ido súper bien”.

Sueño de infancia

Navegar para conquistar

“Todos sabemos que la historia de la navegación regional comenzó con la dalca chona, la cual evolucionó hasta llegar a ser lo que hoy es la lancha... Se transformó en lo que es la lancha velera, de un mástil, que comúnmente se denominó como lancha chilota”, expone el historiador local de Calbuco, Esteban Barruel.

Una mirada resumida sobre parte de la actividad marítima que desde quizá tiempos milenarios se desarrolla en el mar interior y los canales australes; primero, con los habitantes preexistente al Estado chileno en el territorio, esto es los pueblos chono y huilliche, que transitaban a bordo de las ‘dalcas’ o ‘wampos’; posteriormente llegó el occidental, quien tuvo que adaptar las técnicas de construcción a la vegetación del lugar y a los requerimientos que la propia navegación en aguas insulares y fiordos exigían.

Y es que la navegación fue la forma de transporte por excelencia por siglos en la zona. A través de ella se llegó al Chiloé insular, posteriormente Palena y, finalmente, al sur austral de Chile. Se trató ciertamente de una epopeya de conquista de un inmenso territorio, pero también de la creación de una cultura más que particular.

“Fue muy importante la lancha chilota porque permitió comunicar a Chiloé con el continente, especialmente en el cabotaje, desde Chiloé a Puerto Montt, Calbuco, etc”, dice Barruel, agregando que, “la lancha chilota también comunicó a la gente que vive en la zona cordillerana de Hualaihué y toda esa zona de Contao, de Llancahue, quienes venían a Calbuco a comprar sus alimentos, trayendo de esa zona madera a Calbuco”.

La conexión territorial y finalmente cultural que provocó la velera chilota probablemente se logró sin que haya sido el objetivo central. Se trataba de una práctica de supervivencia en un territorio aislado y prístino, que provocó el establecimiento de numerosos asentamientos en medio de la fragmentación geográfica, los que posteriormente se convirtieron en pueblos, con una economía a escala humana basada en la navegación.

Una tarea que no sólo fue específica de los hombres, sino también de mujeres, que tal como sus hermanos también soñaban desde niñas subir a una velera:

“Yo me llamo Marcolfa Huaquin Paredes. Nosotros nos dedicamos principalmente a andar en el mar, en lanchas a vela... nos dedicamos también en hacer redes, a pescar;

también para buscar madera o hacer viajes. Por ello hicimos una lancha y nos fuimos a Castro: llevamos papas, animales, como son gallinas, chanchos, ovejas y, también, gente. El negocio no era nuestro, sino de la gente. Nosotros los llevamos y les cobramos los pasajes”.

El cabotaje o transporte de pasajeros pero también de carga fueron las principales actividades comerciales fomentadas por la navegación en velera chilota. En un territorio prístino, los recursos naturales son fundamentales para alimentarse o cobijarse, en un primer momento, o para desarrollar otras áreas en el futuro.

día. Marcolfa cuenta que su trabajo sobre una lancha lo comenzó a ‘pie pela’o y con vestido’, pero había que ayudar a la familia: “No habían las ropas de hoy en día. Por ahí, también anduvimos en la cordillera, por Pumalin. Por ahí sí fuimos a buscar madera, fuimos a mariscar. Después llegamos por Queilen, más para abajo, por ahí había un aserradero. Íbamos a buscar madera. Ahí comprábamos y la traíamos para venderla, porque en esos años no había aquí ni madera ni aserradero. Hicimos harto”.

El viejo marino Abraham Maldonado recuerda cómo eran los puertos y caletas de mediados del siglo XX: “Aquí no hubo buques, sino embarcaciones, más o menos, de unas 150 toneladas no más. Porque esto fue todo velero, todo velero, porque no habían más que unos “vaporcitos” y nada más, de ahí todo velero”.

Son muchos los lugares que se contaban como parte de las rutas posibles para comerciar traslados, recursos, materiales y provisiones. Ya en la zona norte y continental del territorio, Angelmo y Calbuco eran los lugares donde llegar; Abtao, Huallún, Quenú, Daitao, Tautil y Huelmo, entre varias otras, en el seno del Reloncaví.

Rosendo Bahamonde, otro ‘lobo chilote’, también aporte pasajes de aquellos tiempos: “en general, cada isla tenía su tipo de embarcación. Ahora está la lancha chilota, pero aquí existió la goleta, que era de dos mástiles y tenía, no sé poh, 16, 18 hasta 24 metros”.

Pese a ello, lo artesanal era el pan de cada

En el Chiloé insular se cuentan, entre varias también, las localidades de Ancud, Dalcahue, Castro, San Juan, Chacao, Chonchi, Quemchi, Achao y Quellón; mientras que en el sur del territorio marcaban presencia las islas Guaitecas, Chaitén y hasta la Laguna San Rafael.

“Cuando Chiloé fue un centro principal en la producción de papa, la lancha velera fue muy importante porque fue la que transportó las papas desde las islas, desde Chiloé hacia

Navegar
para conquistar

Puerto Montt... Y de Puerto Montt, como era punta de rieles, iban a la zona central”, explica el historiador Esteban Barruel.

Tal momento de la historia chilota, por el año 1970, lo recuerda bien Abraham Maldonado Villegas. “Yo fui marino de la edad de 14 años y anduve con esas embarcaciones que hacían hasta 500, 600 bolsas de papas. Aquí mismo traía el abono antes. 500 bolsas de papas, pero también bolsas de abono que vinimos a dejar aquí”.

Pero no sólo se trasladaba papa, sino también gente, animales, combustible, madera, fibras y telas, en fin, todo lo que necesita una comunidad para subsistir y desarrollarse, tal como cuenta Segundo Díaz, que a los 13 años ya navegaba: “lo hacía los días que había recorrido, los jueves, a Castro, con lancha de línea de pasajeros; los chanchos iban maneados atrás en la lancha, llevabangallinas la gente a vender. Todas esas cosas... cargábamos 14 animales vacunos; los llevamos a Puerto Montt en lancha”.

existía, poh. Esa gente se ponía dos pares de media de lana, sí y su jersey de lana y andaba sin zapatos, sin botas esa gente, andaba con dos medias de lana y así andaban caminando. Así conocí a esa gente yo”.

Se trataba de una labor que a fin de cuentas ayudaba a sobrevivir en el aislamiento a muchas familias, pues las carencias siempre fueron evidentes, tal como lo explica Rosendo Bahamonde, cuando recuerda a personas que muchas veces transportó sobre su velera: “Yo conocí gente… esa gente que venía de la cordillera, sabe que la bota en los años 50 no

Navegar para
conquistar

El riesgo de navegar

La guía en esos trayectos, además del conocimiento acumulado y también el instinto, se complementaba por un complejo sistema de faros que llegaba hasta Puerto Montt. Pero nunca fue fácil: “Nos agarró un temporal y nos echó afuera, nos llevó la marea, le sacó unas tablas a la embarcación. Estuvimos como 15 o 20 días aquí. No teníamos barómetro, compás; teníamos sólo una carta de navegación así chiquita de Chiloé y una brújula. Nosotros éramos guiados por los faros antiguos que habían. Todo era farería, hasta el mismo Puerto Montt”.

Segundo Díaz Tenorio aporta otra historia de contratiempos: “ Un tiempo veníamos de Achao, con el fina´o Cheo Martínez. Había neblina...yo le dije ‘no vayamos’ pero me dijo ‘vamos nomás’, y nos agarramos... pasamos a chocar en los Bajos de Chequian. A pura práctica viajábamos nosotros; ahora con el teléfono, con internet, cualquiera es capitán, antes no… ahí está el capitán Alcázar, que ese hombre no tuvo estudio, no tuvo nada.. ese era un chilote como nosotros”.

Para cumplir con los objetivos había que unirse a la embarcación, pero también con la carga. A fin de cuentas, había una responsabilidad mayor.

Teófilo Chiguay fue pescador, pero amaba ser navegante, más aún a su embarcación. “Me daba la vida, porque veía cómo se defendía cuando cruzaba un golfo, por mares de 3 metros y torbellinos de viento. La persona no tiene que ser cobarde”, dice y recuerda cuando tuvo que hacer esfuerzos incansables por proteger una valiosa carga: “recuerdo que un tiempo vine a traer un ternero que tenía en donde crecí.... Y ese día pasamos una tempestad muy grande. Y yo lo que cuidaba era mi ternerito, que no se no se muera, porque iba amarrado, lo amarré bien. Y ese día fue un tormento muy grande que pasé con esa embarcación”.

Aporte al desarrollo

Pero el aporte de la velera chilota y sus tripulantes también estuvo en el desarrollo de nuevas rutas terrestres y la conexión con la zona continental, como pasó en plena década de lo 60, según explica el historiador Esteban Barruel.

“También, cuando se construyó el piedraplén, que unió a Calbuco con el continente, estas lanchas traían piedras, las cuales vendían a la empresa que estaba construyendo el piedraplén. Aquí en el Museo del Calbuco, hay fotos y testimonios de cuán útil fue la lancha velera, no solamente en el transporte de mercadería y de gente, sino que también colaborando y trabajando en la construcción del piedraplén.”

Sin embargo, todo tiene un final, según relata: “para los años 60, irrumpen las embarcaciones a motor. Los buzos calbucanos y la gente que trabajaba en el mar comienzan a adquirir pequeñas embarcaciones a motor, porque se asocian en cooperativas y de esa cooperativas traían motores de Valparaíso. Además, construir una lancha velera era bastante oneroso, caro... Y eso hizo que, justamente, la lancha velera comenzara lentamente a desaparecer”.

De hecho, ya en la década del 90 las veleras

estaban totalmente en desuso en Chiloé y Palena, superadas por la nueva tecnología naviera. Algunas regatas tradicionales organizadas por antiguos navegantes y colaboradores recordaban el apogeo de tal tipo de embarcación particular, sin embargo, fue La Voladora la que hizo realidad el sueño de muchos, no sólo de sus propietarios.

Cuando Nelson León y Andrea Rojas comenzaron a navegar en ella, por el año 2008, varios se sumaron como tripulantes, como Max Penoi Comicheo. “Linda experiencia de haber navegado en La Voladora. Cosa que me gustó mucho porque mis abuelos navegaron; navegar, llevar productos para Puerto Montt y a su vez traer de allá para acá productos que en la isla no habían… las veleras contribuyeron mucho aquí, a que se forjara lo que es la cultura del chilote”.

De hecho, junto a varios otros tripulantes, emprendió el viaje hacia Mejillones, en 2013 a bordo de la velera. Allí comprendió la importancia de la hermandad con sus compañeros y también la embarcación, que brinda toda la protección… con ello se puede llegar a cualquier lugar, no importa el clima.

Algo que a su juicio también comprende la gente cuando ve un navío tan particular llegar

a sus costas, pues la velera chilota, más allá de las conexiones geográficas o comerciales, también une generaciones, orígenes y también emociones: “Era bonito, era como la estrella

cuando llegamos a cualquier puerto, nos iban a ver. Nos visitaba la gente, se sacaban fotos. Es que no era cualquier velero, que andaba ahí… era una lancha chilota”.

Aporte

Agradecimientos

Agradecemos los aportes que permitieron la realización de la Séptima Ruta del Caleuche, “Juan Alberto Gómez Pérez”, año 2022, de todos aquellos que con su apoyo en dinero y gestión facilitaron el éxito de esta empresa. En especial queremos agradecer a la Cámara de Comercio de Castro; José Pedro Muñoz Barría; Nestor Vera Álvarez; Marcos Galindo Díaz (Agromarina la Estancia); Charly Clark, quienes apoyaron económicamente esta Ruta, y a las Ilustres Municipalidades de Quemchi; Dalcahue; Quinchao y Castro, quienes nos apoyaron económica, logística y físicamente en las localidades en las que realizamos nuestras actividades con la comunidad.

Agradecemos también a la Armada de Chile, quienes a través de la Gobernación Marítima de Castro, cubrieron logísticamente esta travesía con una embarcación de respaldo y apoyo. Agradecemos también a Empormontt por su permanente apoyo con infaestructura portuaria y el espacio para una exposición permanente en sus salones en Castro.

Finalmente agradecemos a la Bibliolancha de la Fundación Levantemos Chile, que entrega el importante aporte cultural de fomento de la lectura en relación con la actividad.

Este proyecto ha sido financiado por el 7% de Cultura del Gobierno Regional de Los Lagos 2021

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