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EL CINE DE IGNACIO LÓPEZ TARSO [EN

SUS PROPIAS PALABRAS]

Extractos de comentarios hechos por el actor, publicados en el libro El cine de Ignacio López Tarso, de Susana López Aranda. Ed. Universidad de Guadalajara, México, 1997

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He tenido la enorme fortuna de poder hacer de todo: discos, televisión, cine, teatro de revista y teatro de gran repertorio. Cada una de estas actividades me ha gustado e interesado por diversas razones, que en el fondo son la misma: imaginar e interpretar personajes, que es el trabajo, el quehacer y la razón de ser de un actor. El teatro es la gran escuela, y es vital para el actor, por lo menos para mí así ha sido, por la presencia directa del público. En el teatro, uno puede entrar en el personaje, estudiarlo, prepararlo con el tiempo, con la profundidad y la intensidad necesarios; sólo el teatro te permite además desarrollar la historia del personaje en una noche, de principio a fin, sin rupturas de continuidad.

El cine y la televisión exigen cosas muy diferentes del actor: allí, la tensión consiste en mantener al personaje, en reconstruirlo para cada toma, en cada irrupción. Como es un trabajo colectivo, en cine se dependen de muchos factores externos, puede ser que uno se sienta muy bien en una toma, pero que el sonido haya fallado o al director no le haya gustado el encuadre. Por lo que digo, podría parecer que la forma de acercarse al personaje es diferente en cada uno de los medios, pero no, es exactamente igual: mi trabajo como actor se basa en lo mismo, en mi conocimiento lo más cercano y profundo posible del personaje; en construirlo primero de una manera interna y luego en su aspecto exterior, hasta encontrar el detalle –un sombrero, una pipa, una forma de mover la cabeza, un pequeño tic– exacto y preciso.

Yo nunca he creído que el actor debe nulificarse y desaparecer atrás del personaje; al contrario, pienso que lo más importante soy yo como intérprete, como creador. Sea cual sea el tamaño e importancia del personaje, el que le alienta, el que le da vida, el que le da fuerza y sentimiento, el que le da voz, el movimiento y el cuerpo, soy yo, actor. Toda mi vida he intentado hacer un estilo de ver y sentir los personajes, pero siempre soy yo y siempre estoy presente en ellos. El actor es siempre más importante que el personaje.

Creo que hay pocos actores en México, incluso considerando a los más grandes de todas las épocas y de todos los medios, que hayan tenido las oportunidades que a mí se me han ofrecido a lo largo de toda la vida. En teatro, por el momento en que empecé, pude hacer lo que ahora sería imposible: los clásicos españoles Lope, Calderón, Manrique; tragedia griega, Edipo, La Orestíada, Hipólito; las grandes obras de Shakespeare, Molière, autores modernos como Ionesco, Miller, en fin, teatro de gran repertorio que hoy día por desgracia ya no es fácil poner en México. En cine, aunque ya no me tocó la mejor época, pude participar en cosas buenas e interesantes, con compañeros y directores muy valiosos. Por todo lo que he pasado y he vivido, pude haberme dedicado a muchas cosas; pude ser cura, agente de ventas, soldado o qué se yo, pero tuve el gran privilegio de poder ser actor…

Nazarín

El personaje era pequeño pero muy importante, el del reo que sale en defensa de Nazarín y luego le siembra la duda, tenía muchas ganas de hacerlo y de trabajar con Buñuel, pero nuestro primer contacto fue lamentable. Yo llegué ahí por Gabriel Figueroa, a quien le tengo una gran admiración y un enorme respeto –luego me enteré de que él me había recomendado varias veces y como su opinión pesaba mucho en CLASA, eso fue valiosísimo en mi carrera, pues por él hice Macario y muchas películas más– y si no hubiera estado él con Buñuel la noche de mi llegada a Cuautla, me corren de la filmación. Me presenté después de la cena, que seguramente había sido pésima para poner a Buñuel de ese humor, venía directo de la carretera, y que me ve Buñuel y dice: «¡No, imposible, no puede hacerlo, no es el personaje!» No me dejó explicarle que yo había estudiado el papel, que conocía la novela y que ya me había imaginado cómo eran su aspecto y su actitud. Total que fue Figueroa el que lo tranquilizó y le aseguró que yo podría con el personaje. Al día siguiente, cuando me vio ya con el sombrero roto, la media barba tupida, mugroso y en personaje, su actitud fue totalmente distinta, me dijo que estaba estupendo; ensayamos, en adelante se portó amabilísimo y al final de mi trabajo me llamó y como cancelando el incidente, me dijo que le había gustado.

Macario

Macario es muy importante y especial para mí. Fue la primera oportunidad estelar que tuve, me hizo ganar premios, me llevó de viaje a lugares que de otra manera jamás habría conocido, pero sobre todo me permitió encontrarme con Roberto Gavaldón, el director con el que me llegué a entender a la perfección, el que más influyó en mi carrera y mi desarrollo como actor de cine. El personaje y la historia eran estupendos, vaya, el ideal para cualquier actor. En las primeras entrevistas antes de firmar el contrato, Gavaldón muy serio, no estaba convencido de confiarme el papel, y los de CLASA también dudaban pues yo no tenía el nombre para encabezar una película tan importante. Me dieron el guion, me fui a estudiarlo y al personaje lo fui creando con todo cuidado, como se hacen los de teatro, con la información que el texto te da y te sugiere con la imaginación: pensé en cómo debía moverse, en su manera de hablar, en lo que sentía… Luego Gavaldón y yo platicamos más ampliamente sobre cómo veía yo al Macario y total, se decidió. Como él hizo su carrera desde abajo dentro del sindicato, sabía clavar un set, arreglar un cable, un reflector, sabía de fotografía y de sonido; trabajaba cada escena en profundidad con el actor, con el fotógrafo, y como conocía todos los aspectos del cine, era en efecto un director muy exigente y meticuloso. Me acuerdo por ejemplo que en una de las primeras escenas, cuando Macario va con su carga de leña subiendo por una calle empedrada, Gavaldón ordenó: «¡Corte! A ver, momento ¿qué madera le pusieron?» Pues era madera de balsa y entonces él pidió que me la cambiaran por leña buena, de la pesada, porque quería ver el esfuerzo de los músculos de las piernas, del cuello –que se tensa con el mecapal en la frente–, el sudor… Claro, en las noches tenía yo mataduras a media espalda, como los burros en el lomo, pero valió la pena, se notaba en cámara.

Siempre he sido un gran admirador de Cárdenas, […] creo que fue muy importante lo que hizo su gobierno, sobre todo en cuestión agraria y la expropiación petrolera. Y la película es justamente para hablar de eso. Una producción formidable en puras locaciones de Veracruz –gran parte en una plantación que se veía funcionar, con su propio trenecito, en medio de cañaverales y plátanos– y un personaje que requería trabajo duro, porque era mucho mayor que yo. Desde la preparación fue muy absorbente, se hicieron muchas pruebas para el maquillaje, a cargo del famoso Armando Meyer. El rodaje en general fue difícil, Gavaldón se portó muy bien con los actores, pero andaba tenso, nervioso porque había escenas complicadas, con mucha gente y aquella maquinaria pesada que entraba a arrasar los platanales, que no podía fallar ni repetirse.

Todo valió la pena, la película es de las que más me gustan, pero también tuvo problemas con la censura; supimos que no se podía estrenar porque, según Gobernación, podía ofender a los gringos.

¡Hazme favor!

El gallo de oro

Desde la preparación, esta fue una película que me encantó, porque pude estar en varias de las reuniones en que Carlos Fuentes y García Márquez ¡imagínate! empezaban a discutir el libreto. A García Márquez, que fue con el que más relación tuve, siempre le fascinó el cine y esta idea de Rulfo lo tenía tan entusiasmado, que estuvo presente durante casi toda la filmación. Tuvimos locaciones magníficas, haciendas preciosas, palenques en la Feria de San Juan del Río, una de las más famosas de la república, en Tequisquiapan, en Bernal. Aquí conocí a Lucha Villa, que aunque tenía poca experiencia, estuvo muy bien como actriz, con una presencia y una voz estupendas. Luego, pues Figueroa y Gavaldón, yo ya muy compenetrado con ellos, con su forma de hacer las cosas: había con ellos una tensión cuando se rodaba, pero era un grado de tensión positivo, de orden, de control y de concentración en el trabajo; y sin embargo –o más bien, tal vez por eso mismo– el ambiente era muy sabroso, de camaradería.

Los albañiles

Los albañiles fue un proyecto muy esperado por mí; la película más importante y que más me había interesado en mucho tiempo. Yo tenía los derechos de la adaptación teatral que hizo el mismo Vicente Leñero de su excelente novela y fue una de las primeras obras que produje. Luego conseguí también los derechos para hacerla en cine, porque obviamente tenía muchas más posibilidades cinematográficas y yo andaba tras el papel que en teatro hizo muy bien José Carlos Ruiz, el de don Jesús. Total que lo de los derechos fue todo un lío y no recuerdo los pormenores, la cosa era hacerla y finalmente se logró a través de las empresas Conacine y Marco Polo. A mí me llamaron y me contrataron para hacer el papel, que era lo que yo quería. Don Jesús es un personaje estupendo, muy duro y muy complejo: es un viejo lleno de defectos que puede ser asqueroso –lo mismo es mariguano, insidioso y ratero– y provocar repugnancia, pero que tiene que ser simpático para lograr sus fines, y que acaba por convencer y seducir a todos, hasta que lo matan… Yo nunca había trabajado con Jorge Fons, pero Caridad (1973) me había gustado mucho y tenía ganas de conocerlo. Aparte de Gavaldón o de Ismael Rodríguez que son los dos directores con los que más trabajé, puedo decir que de los directores nuevos de entonces, Fons es con el que más a gusto me he sentido y con el que trabajar me resultó realmente interesante. Es un director ya de otra generación y la diferencia con los de la vieja escuela se nota, tiene otro concepto del cine. La película es desde luego, de las que más me gustan y con ella fuimos al Festival de Berlín, Fons, Katy Jurado y yo; y nos ganamos un muy buen premio, el Oso de Plata.