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TÉCNICA Y PRESENCIA

Extractos de un texto de Emilio García Riera, publicado en el libro El cine de Ignacio López Tarso, de Susana López Aranda.

Ed. Universidad de Guadalajara, México, 1997

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Poco recuerdo del teatro de mi juventud, pero no he olvidado la fuerte impresión que me causó ver por primera vez en escena a Ignacio López Tarso. Eso ocurrió en 1953, cuando Álvaro Custodio dirigió Las mocedades del Cid en el teatro del IFAL de la calle Nazas y dio al entonces novato López Tarso el primer papel de esa obra. Me impresionó mucho la autoridad física, la buena planta del joven actor: un modo de estar en el escenario que no acudía a ningún artificio para llamar la atención. Me di cuenta de la excelente técnica con la que López Tarso emitía sus parlamentos, de que se necesitaba mucho trabajo y buena reflexión para poder hablar con ese ritmo, esas pausas, esa voz que no precisa impostarse para cobrar fuerza y emoción. Pero lo que más me convenció en el actor fue lo que la crítica de cine de la época llamaba la presencia. Yo mismo, ya iniciado en la crítica unos tres años después, daría en abusar de ese término para aludir a la calidad que hizo famosos a muchos actores hollywoodenses, aun a quienes, como Gary Cooper o John Wayne, no tenían ni de lejos una dicción tan educada como la de López Tarso, pero llenaban la pantalla con su mera presencia. No en balde José de la Colina comparó a López Tarso con Gary Cooper a propósito de la actuación del primero en Los hermanos Del Hierro Por eso, hice una predicción que se cumplió (cosa rara, porque suelo fallar en mis predicciones). Dije –ya no recuerdo a quién–que López Tarso haría buena carrera en el cine. Y sí, en efecto la ha hecho, y si no ha sido mejor no ha sido por culpa de López Tarso, sino de un cine mexicano que tuvo su peor época cuando el actor estaba ya en la plenitud de sus facultades. Me refiero a los años 60, que fueron horribles para el cine nacional.

O mucho me equivoco, o vi a López Tarso por primera vez en el cine cuando Manolo Barbachano Ponce me invitó a una exhibición privada de Nazarín, en 1958, y me sentó al lado de Luis Buñuel para orgullo y azoro del chico de 27 años que era yo entonces. Como es sabido, Nazarín va de menos a más, y son seguramente sus últimas escenas las más impresionantes. Es en una de esas escenas cuando López Tarso, en su corto pero importante papel de “buen ladrón”, asesta al protagonista (Francisco Rabal) una constatación demoledora: «usted para el lado bueno y yo para el lado malo… ninguno sirve para nada». La manera en que el actor mira y habla en escena redime a su personaje de la condición secundaria.

Si el falso papel secundario de Nazarín hizo conocer la imagen de López Tarso en todo el mundo, fue sin duda Macario (1959) la película que acabó de darle tamaños de primera figura del cine. Esa película de Roberto Gavaldón puede merecer objeciones como las que algunos críticos le pusimos en su época, pero ninguna de ellas desmiente el excelente trabajo protagónico de López Tarso.

Si el cine nacional no hubiera sufrido en los años 60 una de sus peores crisis, Macario hubiera señalado sin duda para López Tarso el comienzo de una carrera en el cine tan lucida como las de los mejores actores mexicanos de la llamada Época de Oro. De cualquier modo, algunos de los más ambiciosos realizadores sobrevivientes de esa época le dieron papeles suficientes para mantener su prestigio de actor eficaz y seguro: el mismo Gavaldón, en Rosa Blanca (1961), Días de otoño (1962), El gallo de oro (1964) y La vida inútil de Pito Pérez (1969); Julio Bracho, en La sombra del caudillo (1960) y Corazón de niño (1962); Ismael Rodríguez, en Los hermanos Del Hierro (1961) y El hombre de papel (1963). (Dos de esas cintas, La sombra del caudillo y Rosa Blanca, fueron censuradas de modo escandaloso e indignante, y es curioso que López Tarso actuara en ambas). Pero esa generación de realizadores ya no aportaría mucho más de interesante al cine del país; entre ellos, sólo Bracho intentaría, ya en los 70, dar a López Tarso un papel digno del actor: el de José Clemente Orozco en En busca de un muro (1973).

En los 60 aún privaba la funesta política sindical de puertas cerradas que tanto impidió el ingreso de nuevos directores al cine mexicano. Sin embargo, algunos lograron debutar a fines de los 50 o ya en los 60, y varios de ellos hallaron también en López Tarso un actor muy digno de confianza: Carlos Velo en Pedro Páramo (1966); Luis Alcoriza en Tarahumara (1964); Alberto Isaac en Las visitaciones del diablo (1967); Carlos Enrique Taboada en La trinchera (1968).

Así, dos generaciones de directores mexicanos estimables ya habían hecho buen uso de López Tarso cuando el sexenio echeverrista, en los , alentó en una tercera generación los comienzos o las afirmaciones de sus carreras: José Estrada dio a López Tarso los primeros papeles de Cayó de la gloria el diablo (1971) y El profeta Mimí (1972); Jorge Fons, el de Los albañiles (1976); Julián Pastor, el de La casta divina (1976); Arturo Ripstein, uno de los de El otro (1984). Creo que pocas cintas ofrecieron pruebas tan convincentes del talento de López Tarso como El profeta Mímí y Los albañiles