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High-Rise: EL SUAVE BALANCEO DEL RASCACIELOS Mariana Freijomil

¡No me miréis a mí! ¡Mirad a vuestra ciudad! ¡Vuestra ciudad se está destruyendo y vuestra libertad con ella! The Devils, Ken Russell

ENTRE ESTOS MUROS Las palabras del abad Grandier justo antes de fallecer en la hoguera ante la mirada de los ciudadanos de Loudun en The Devils (Ken Russell, 1971) intoxican el aire de un lugar que, hasta ese instante, había logrado permanecer a salvo del control del cardenal Richelieu. La tortura y ejecución del atractivo y orgulloso abad por cargos de brujería es un acto sangriento de gozo colectivo que corona todas las pasiones que ha provocado para bien o para mal: la envidia de un abad rival, la obsesión sexual de buena parte de la población femenina, los celos de la abadesa Juana de los Ángeles, el amor sincero de Madeleine De Brou y la furia de los generales del cardenal ante la negativa de derribar las murallas que rodean la ciudad. Las tensiones y deseos generados a su alrededor convergen en las llamas de esa hoguera, que no le impiden emitir un último alarido: “conmigo desaparece la libertad”. Grandier paga con su propia vida defender la independencia de la ciudad y su pluralidad religiosa, dejando cohabitar a católicos y protestantes. Sin embargo, por encima de todo, paga por haberse opuesto a las normas morales establecidas, no habiéndole importado pasar por alto el celibato ni polemizar sobre la interpretación que podían tener las sagradas escrituras. Los intereses de un estado centralista, que pretende someter a todas las ciudades de Francia a las mismas normas, ganan la partida alimentándose de los rencores de toda una comunidad hacia el mismo individuo. Paradójicamente, la ciudad sacia su sed con la ejecución de una condena que dinamita sus propios derechos y libertades.


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De igual forma, High-Rise (2015), la última película del británico Ben Wheatly, explora como una comunidad se entrega a la satisfacción de sus instintos a través de la violencia. Ambos filmes parten de una puesta en escena caracterizada por la angulosidad compositiva de planos que encierran a sus personajes. Wheatly adapta la obra de J. G Ballard, respetando su espíritu y alejándose de una literalidad que sería inabarcable. Para ello centra la trama en el personaje del psiquiatra Robert Laing, en como sus valores van diluyéndose en la maraña humana del rascacielos en el que reside. La presentación del personaje en los pasillos del edificio, para luego ser enmarcado en el salón cuadrado y gris oscuro de su apartamento, nos habla de un ser encerrado en sí mismo que ha decidido cambiar de vida cambiando de residencia. Hay sucintas referencias a su pasado cuando mira una fotografía de su ex mujer, pero mantendrá casi todas las cajas de la mudanza sin desempaquetar, exceptuando la cafetera. Asistimos al inicio del renacer de Robert, dentro de su nueva casa, un cubículo estable que lo acoge cual vientre materno, pero que paulatinamente ofrece un horizonte de nuevas sensaciones aún sin explorar, al estar situado en la zona que divide el rascacielos en bandos que no van a tardar en polarizarse y enfrentarse: ricos y pobres, familias con hijos y residentes pudientes yermos pero con mascotas, víctimas y verdugos que se alternan.

El vaivén en el que se verá inmerso el protagonista se prefigura en el transcurso de la primera fiesta a la que asiste y que ofrece Charlotte, su atractiva vecina. Después de sucesivas copas y conversaciones sobre los incipientes problemas técnicos con los ascensores o los conductos de desperdicios llenos de excrementos de los perros de los inquilinos de pisos superiores, vemos al doctor Laing perfectamente enmarcado en un rectángulo. No obstante su silueta se emborrona y tambalea, como en un lento despertar. Esta imagen anticipa las características formales de la puesta en escena en la que los cuerpos de los personajes correrán y se retorcerán en actos de eufórica violencia por los rectos pasillos y apartamentos de paredes impolutas, produciéndose una ruptura del espacio y el tiempo en la que día y noche se sucederán hasta dar paso a otro tiempo: el de los sueños y la borrachera. Podríamos afirmar que es un proceso de desbordamiento paralelo al que vemos en The Devils, concretamente, en la abadesa Juana de los Ángeles, que se presenta encapsulada en una arquitectura de ángulos rectos, que la atrapa remarcando su rigidez para luego mostrar que, dentro de esa misma arquitectura, hay una habitación que le sirve de mirador oculto para ver pasar al abad Grandier y vivir su deseo, retorciéndose en pleno rapto histérico, quebrando la rigidez del espacio con su cuerpo. Ese estiramiento extremo es la antesala de los cuerpos exorcizados de las monjas de la abadía al relatar sus coitos con el diablo.


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Tanto la abadesa de The Devils como el doctor de High-Rise y sus vecinos hallan alivio y refugio en el aparente orden de los lugares que habitan pero, en realidad, la abadía y el rascacielos representan, en ambos casos, muros de contención de conflictos interiores que remiten al denominador común de la insatisfacción. El edificio de High-Rise va a ser el marco estable de cuyas entrañas se adueñará el caos generado en el choque de cuerpos a la búsqueda de lo único que puede saciar su vacío: el placer de dominar al otro.

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ESE NUEVO MUNDO “Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los tres últimos meses.” Rascacielos, J.G. Ballard Tanto en la novela de Ballard como en el filme de Wheatley, que sitúa inten-

cionadamente la trama en la Inglaterra de finales de los 70, el rascacielos dicta un orden jerárquico entre sus inquilinos. Como si de una construcción que reinventa el Plan Haussman se tratara, la categoría y estatus socio-económico de sus habitantes se mide por la altura y tamaño del apartamento que poseen. Sobre todos ellos, el arquitecto y fundador del proyecto Antony Royal, contempla la evolución de su criatura desde un ático que remite a un paisaje arquitectónico próximo a la irrealidad y al boato del palacio de Versalles 1 .

E n u n pa s a j e de l a n ov el a, el arq u i tec to refl ex i o n a s o br e l os en fren tami en tos en tre l o s v ec i n o s , ll egan d o a i n terp retar el c a o s en el qu e ha ev ol u ci on ad o l a situ a c i ó n , n o c o m o un fracaso, si n o como el n a c i m i en to de u n n u ev o si stema j erá r qu i c o y s o c i a l 2 . Laing será el personaje que tome el pulso a este florecimiento, desde los recorridos de casa al trabajo, repetidos tan mecánicamente como sus incursiones en los espacios del rascacielos y sus escarceos con algunas de sus habitan-


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te s . El méd ico es a bs orbi do por s us a cci o n es hast a lle ga r a u n estado c e rca no a l s o namb ulism o. E s c om o una m á qu ina q u e rep it e acci one s y s i g ue l a s norma s q u e imp one la c onvi venc i a. Todo e llo cu l m ina en autoa fi rm ac i ón a l pe le a r p o r v ív eres en e l su perm e rc ado: “¡Es mi p o te d e p int ur a !”, voc i fe ra de spué s d e a pa l ear a un vec i n o. “Al fi n h a c e s a lgo ú ti l ” , le resp on de el hi j o de Ch a rl ot t e q u e lo ob serv a. E fe c ti vam e nte , e l p r ota g o nist a no ha i do a por c om i da . H a b u s c ad o un ob j eto qu e va a i nstrume n-

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t a liza r , d e sd e e l p la no ind ividu a l , s u nue vo e st a t us. De sp ué s d e impo n ers e vie ne la c o nsc ie nc ia ine q uívo c a de qu e la c olme na d o nd e vive lo ha a b s o rbi do p e r o lo nut r e , a l igua l q ue a los dem á s , p r op or c io ná nd ole la p o sib ilid a d de r ea liza r se me d ia nt e e l uso d e la fu erz a . E l a c t o p ost e r io r d e p int a r s u c a s a c ulmina c on su p r o p io r o st r o cu bi erto d e ma nc ha s c ua d r a d a s q ue f igur a n es ta f usió n vo lunt a r ia c on e l e sp a c io , qu e es , a la ve z, una c omunió n id e o lóg i c a c o n una nue va c o munid a d .

E l r o s tro de m i r a da perdi da de L a i n g , o bedi en te a l a s n o rm a s y a u s en te de i m pl i c a c i ó n c o n s u en to r n o , ex po n e u n o de l o s en em i g o s qu e s eg ú n Fo c a u l t c o m ba tí a el A n t i E d i p o de D el u z e y Gu a tta ri : “ P or ú l t i m o, e l e n e m i g o m a y or , e l a d v e rs a r i o e s t r a t é g i co ( … ) : e l f a s ci s m o. Y n o s ól o e l f a s ci s m o h i s t ór i co d e H i t l e r y M u s s ol i n i - q u i e n e s t a n b i e n s u p i e r on m ov i l i zar y utilizar el deseo de las masas- sino t a m b i é n e l f a s ci s m o q u e s e h a l l a d e n t r o d e t od os n os ot r os , q u e a cos a n u e s t r a s

m e n t e s y n u e s t r a s conducta s cotidia na s, e l f a s ci s m o q u e n os ha ce a ma r el poder, d e s e a r a q u e l l o m i s mo que nos domina y e xp l ot a ” 3 . Al igual que el resto de la comunidad que le rodea, aquello que oprime a Laing es lo que le ha llenado. El ejercicio de la violencia y el control sobre los demás emanan de la estructura social jerárquica del rascacielos, y los personajes, lejos de combatirla, se adaptan a ella delimitando así un nuevo espacio social con un tiempo expandido y


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sin límites, desprovisto de todo objetivo, salvo la más estricta supervivencia 4 . Podríamos concluir que el paisaje que contempla la esposa torturada del abad Grandier a través de las murallas derruidas, en la secuencia final de The Devils, es el equivalente al espacio cerrado del rascacielos en cuya terraza toman el sol los inquilinos de High-Rise, mientras escuchan en la radio la voz de Margaret Thatcher ensalzando las virtudes del libre mercado y el neoliberalismo. Los personajes asumen ser piezas del establecimiento de un nuevo orden social, que siempre es el mismo: el nuestro.

El director sigue, transforma y desdobla las imágenes creadas por la novela al describir los orígenes de Anne, la esposa de Royal: “Hija única de un industrial de provincias, se ha¬bía criado en el aislado mundo de una extensa finca rural, copia escrupulosa de un cháteau del Loire, mantenida por un equipo de criados en el pomposo estilo del siglo diecinueve”. En Ballard, J.G. (1984) Rascacielos. Madrid: Ediciones Minotauro, pp. 51. En otra escena de la película, Robert Laing es humillado y expulsado de una fiesta de la esposa de Royal al no haberse disfrazado con trajes del siglo XVII para enfatizar el aire de irrealidad de este entorno de clase alta. 1

“Ante todo, comprendió que un nuevo orden social empezaba a gestarse alrede¬dor. Estaba seguro de que la clave del posible éxito de estos enormes edificios era una rígida jerarquización. (…) La confusa pero inequívoca emer¬gencia de este nuevo orden social —al parecer basado en pequeños grupos tribales— fascinaba a Royal. Ante todo, y pese a las dificultades y la hostilidad que tendría que afrontar, había decidido quedarse con la esperanza de actuar como partera. (…) Sin advertirlo, había proporcionado a esta gente un modo de escapar a una nueva vida, y un modelo de organización social que llegaría a ser el para¬digma de todos los futuros rascacielos”. En Ballard, J.G. (1984) Rascacielos. Madrid: Ediciones Minotauro, pp. 49. 2

En castellano, “El Antiedipo: una introducción a la vida no fascista”, Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, 1994, no 17, Octubre-Diciembre, pp. 88-91. 3

Ballard también pone a sus personajes en situaciones límite en las que lejos de revelarse ante las atrocidades, se adaptan a ellas sin eludir el poder de atracción de las mismas. Buen ejemplo de ello es Jim en El Imperio del Sol (alter ego del propio autor y que a pesar de ser prisionero de guerra de los japoneses no puede evitar admirarlos) o el grupo que lidera el doctor Robert Vaugham en Crash (pendientes de que el último accidente de coche les proporcione el placer definitivo y los destruya). 4


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