

COMPARTIENDO SUEÑOS
Título: Compartiendo sueños
Edición: 2021
Portada y composición: Pedro García Martos
Ilustraciones: Yayo Dómez y Regla Rodríguez
Imagen de portada: Sergio Sepúlveda
Imprime: Copistería San Rafael. Cádiz
Queda prohibida, dentro de los límites establecidos en la ley, toda reproducción, total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento.
RELACIÓN DE AUTORES
Marisol Acuriola López
Eugenio Barriola Armida
Marisa Camacho Sánchez Jurado
Vicente Díaz Marrero
Pedro García Martos
Paula Gil Moyano
Yayo Gómez Fernández
Nina López Revuelta
María Luisa Martín Indurria Carolina Morillo Pérez
Patricia Pérez Gómez
Regla Rodríguez Reyes
Al escritor le basta una hoja de papel, un bolígrafo y una idea para comenzar a contar una historia, pero si además dispone de un buen ordenador, sus posibilidades se multiplican.
Ángel SamprietoPor muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes.
Khalil GibranPRÓLOGO
Pasó el tiempo y finalizamos un nuevo curso de Creación Literaria, un año más cargado de ilusiones y de sueños compartidos. Seguimos caminando hacia adelante, unas veces entre sombras, otras a la luz del día a través de puentes o espesuras, de encrucijadas o ríos, siempre adelante, en un año que ha estado cargado de dudas y obstáculos, pero también de esperanza y empatía.
Hasta quien nada cuenta está siempre contando, indagando en ese mundo interior que llevamos dentro. Sin apenas saberlo nos habi tan esas historias realmente singulares, como Proust nos recuerda en “El tiempo recobrado”, incluso mucho antes de escribirlas.
La escritura literaria se nutre de nuestra vida pero tiene sus propias reglas, por ello el escritor se provee de sus particulares instrumentos o recursos y comienza la aventura de escribir; las historias son una forma de echar a andar en esta aventura, nos convertimos en due ños de nuestro mundo, teniendo como compañía la incertidumbre y como aliada la paciencia.
Escribir es un modo de explorar la riqueza de lo imaginario, de atender a las cosas importantes que están presentes en torno nuestro o de elaborar experiencias en la imaginación. Por esa razón, en este libro sacamos a flote a través de los relatos ese mundo que transcurre entre lo visible y lo invisible, nos sumergimos cada semana en las his torias de los personajes y nos damos cuenta de que se pueden expresar grandes cosas con pequeñas palabras. La herramienta básica es el lenguaje y combinar las palabras para transmitir emociones, un gran reto.
Aquí se recoge parte del trabajo de todos los participantes del taller de Creación Literaria que reescribiendo, corrigiendo, escuchando a sus compañeros/as han buscado muchos momentos para cultivar esa pasión por leer y escribir, dejando lo mejor de sí en sus historias.
Muchas gracias por ese empeño y constancia en este atractivo camino que hemos emprendido juntos, aunque inevitablemente en soledad en muchos momentos, una aventura viajera que no es sino otra forma del amor por la vida.
YolandaMedinaGarcíaMARISOL ACURIOLA LÓPEZ

EL SEÑORITO
Le agradezco con otra sonrisa, su invitación a sentarme a la mesa, soy consciente que es el señorito de la casa, me ofrece amablemente una copa de vino, pero sé lo que pretende: que le preste mi uniforme de chacha, para diver tirse al juego de interpretación de roles.
CRÍA CUERVOS
Me hace entrar en mi nuevo hogar mientras le sonrío dulcemente, por fin iba a conocerlo, me había hablado tanto de una casa grande con jardín, habitaciones amplias y luminosas que mis ojos brillaban de felicidad y entusiasmo.
—¡Qué bien vas a vivir aquí, mamá, ya lo verás! —Sí, hijo —le contesto con ternura y resignación, mientras deshago la maleta en la residencia de ancianos.
CONFINAMIENTO
No paran de preguntar por mí, todos los de la comunidad de vecinos, desde que me dediqué a este oficio de la prostitución. Al encontrarse en estos momentos confinados, están continua mente solicitando mis servicios, a pesar de que he colocado en la puerta un cartel bien grande enunciando: “Cerrado por la pandemia, solo se atenderá online”.


CONTROLADOR
—¡Ya estoy en casa! —dije con alegría, a pesar del tiempo transcurrido.
Su imagen seguía fija en mi memoria. Ha bía vivido momentos de luchas, de guerras, de

campos de exterminio, de muertes, pero ahora volvía con más ganas que nunca. Estos videojuegos, me habían absorbido de masiado tiempo.
FANTASIA
—Ya estoy en casa —pensó un caracol alegremente, después de realizar un “estriptis” integral.
AMOR APLAZADO
Cojo tu mano y salimos corriendo, después de tanto tiempo sin besarte, de lanzarte mis sonrisas con la mirada, de intentar abrazarte y palpar solo el aire, de no poder acercarme a ti. ¡Qué necesidad tenía de estar contigo, pero sin mascarilla!

APARTAMENTO DE VERANO
Su incontrolable afición por los viajecitos interplanetarios le llevó a alquilar un planeta pequeñito para pasar el verano. ¡Qué fe liz se sentía! Por las mañanas sentado en su mecedora tomando el sol, con un refresco y su libro favorito, por las noches se dedica ba a contemplar y contar las innumerables estrellas que se divisaban en un cielo brillante y despejado. Playa no tenía, o al menos en sus andaduras por el planeta no la había encontrado. Entonces se puso a reflexionar y a pensar que eso mismo podía hacer en su campito de Chiclana, sin tener que viajar seis meses para llegar hasta allí y además con playa.
MUERTE SÚBITA
Dígale, agente, que la quise mucho, que estaba enamorada de ella, de su mirada constante, de su sonrisa impertérrita, de su saber escuchar, de su actitud serena. Dígale que yo no
tuve la culpa, la intenté defender de aquel desalmado, pero no pude evitar que le asestara un navajazo y se desinflara en un momento.
BODA ATÍPICA
No hay tiempo que perder, lo tenemos que dejar todo preparado para mañana, que va a ser el día más feliz de mi vida. Estoy tan emocionada, que no creo que logre conciliar el sueño. Me estoy imaginando la iglesia llena de flores, la música tocando, mientras voy caminando lentamente, con mi vestido blanco, hacia el altar. Mis padres sé que van a llorar, pero no de emoción sino de tristeza; están contrariados con esta boda, tenían otras expectativas puestas en mí. Ellos nunca podrán comprender que mi máxima ilusión sea casarme con Dios.

VOLAR SIN ALAS
Si los pájaros te miran extrañados, es porque no comprenden que estés volando como ellos. Cada vez subes más alto, ¡ya no te diviso! ¡Ahora me estoy elevando! ¡También vuelo! Me pa rece que esta vez nos hemos pasado con la marihuana.
EL TESTAMENTO
Le pido que haga todo lo posible para mantener con vida a mi marido un poco más, ne cesito que firme el testamento antes de morir para que me deje todos sus bienes.
Le he atendido y cuidado siempre durante toda su vida, has ta en mis peores momentos, cuando me declaró que ya no me quería, que estaba enamorado de otra, y a pesar de todo, me

seguí preocupando por él, dándole en pequeñas dosis el arsénico dentro de las galletas que más le gustaban. NO TODOS SON IGUALES
Su marido era insufrible para Carmen, pero no para el resto de sus compañeros, amigo de sus amigos, buen conversador, desprendido, gracioso. Tenía que ser siempre el centro de atención y el protagonista, aunque muchas veces la dejaba a Carmen en ridículo, ella lo encontraba natural, “hombre” al fin y al cabo, todos son iguales. Él nunca le levantó la mano, ni le gritó, pero su cuerpo indemne escondía una autoestima maltratada, que moría día a día sin que nadie se diera cuenta.
DISTINTOS MUNDOS
El día que una ola salte más de lo convenido borrará tu nombre escrito en la arena, pero no borrará de mi mente tu recuerdo. Nadaré mar adentro, me sumergiré en mi hábitat de donde provengo, mientras tu, mi amor, volverás al mundo al que perteneces, tu mundo.
PREDICCIÓN
Estas humedades que me están matando, tengo frío y además estoy en los huesos. Si ya me decía mi madre: las co rrientes de aire y las humedades te van a llevar a la tumba.
COSTUMBRES ATÁVICAS
Esperando que más pronto que tarde dejes de llorar por él, acaba ya de sollozar, no seas tan dramática. Si ni siquiera lo conocías. Yo creo que para lo poco que te pagan por asistir contratada de plañidera, ya has llorado bastante.
LA ALBORADA

El alba nos sorprendió sentados en la fina arena de la playa, el sol derramaba cien tonos rojizos sobre nuestras caras.
Era un momento mágico, cuando los corazones hablan por si solos amparados en la luz del amanecer.
Sentí el roce de sus labios en los míos, solo fue un se gundo, pero me bastó aquel lapso para saber que todo era posible.
El universo está lleno de misterios pensé, nos miramos sin decir nada, pero sabíamos que aquel instante no se volvería a repetir.
DIÁLOGO DE BESUGOS
Buenas tardes, en breves instantes, vamos a cortar la re transmisión que estamos emitiendo, para escuchar unas declaraciones que va a realizar el señor ministro del país de Mangania para darnos a conocer las medidas urgentes que va a efectuar, referentes a la pandemia que se está viviendo en estos momentos.

—Buenas tardes señor ministro.
—Buenos días.
—¿Tiene algún plan para el Covid 19?
—Estoy pensando en cómo atajar la pandemia.
—Pero atajar de tajo, o de cavar un tajo.
—Lo más interesante será perimetrar el perímetro.
—De la calle o del perímetro total.
—El perímetro de cada uno para que no salga nadie.
—¿Y si uno sale sin perímetro?
—No importa, si es dentro de la burbuja.
— ¿Y de cuántas personas hablamos?
—Depende si son conocidos o son familiares.
—Entonces los familiares pueden estar juntos?
—Según el parentesco, o como se lleven.
—¿Pero tendrán que llevar mascarilla o gafas de bucear?. Lo digo por la burbuja.
—Déjeme que piense, así existo.
—Pero de pensar o de pienso.
—No me lie, esto es serio. Hay que tomar decisiones importantes.
—La importancia es lo último que se pierde.
—Eso lo acabo de decir yo.
—¿Y la vacuna para cuando se espera?
—Mientras dure la confinación, tendrá que estar con finada, no puede ser una excepción.
—¿Y cuánto se espera que dure la confinación?
—Lo que dure, eso es seguro.
—Muy bien aclarado.
—Yo siempre hablo alto y claro.
—En resumen, señor ministro, no se puede salir de casa sin perímetro, pero si lleva gafas de bucear, ¿puede salir?
Hasta aquí la conexión con el señor ministro de Mangania, creo que las medidas sobre la pandemia han sido muy cla ras y contundentes. Volvemos a reanudar la programación que se estaba emitiendo. Muchas gracias
AMOR EN ABRIL
Lola, como todos los días al salir de su empleo, se dirigía a su casa. Su vida era monótona y aburrida, la soledad le pesaba como una losa, era tímida parca en palabras.
En la oficina la ignoraban, transitaba como una som bra, a pesar de su trabajo eficiente no era valorada.
Aquella tarde llovía, una lluvia de abril fina, transparente. A través del velo se divisaba la ciudad apagada, la gente presurosa.
Lola sintió de pronto un golpecito suave en el hombro, a la vez que una voz agradable le preguntaba:
—¿La cubro con mi paraguas ? Se está empapando. Lola se volvió con presteza, iba a responder que no ha cía falta, pero aquella dulce sonrisa, aque llos ojos alegres le impidieron negarse, su imaginación volaba mientras se resguarda ba del aguacero.
¡Dulce lluvia de abril! momento mágico, preludio de algo inolvidable, quizás su existencia monótona se acabara en aquel instante.
¡Lluvia del mes de abril! que emana del cielo, que empa pa los corazones con ansias de vivir, regeneradora de los campos, de los labios secos, de las almas heridas.
¡Bendita lluvia! que acariciaba sus rostros, les brindaba la oportunidad de sonreír y quizás de trocar sus vidas.
EL TIEMPO NO EXISTE
Las mañanas de los martes se hacían interminables para Car men, las horas pasaban con una lentitud opresiva, no calcula ba las veces que miraba al reloj porque eran infinitas. Parecía que una fuerza oculta mantenía fijas las manecillas impi diendo su movimiento. Sin vivacidad las horas van transcurriendo y llegan las dos de la tarde.
La hora sublime, la de reunirse, la de quererse, la adrenalina sacude todo su cuer po. Por breve tiempo serán felices. Se en cuentran, se miran, se sonríen y hablan un lenguaje de secretos que solo ellos entienden


Otra vez juntos en aquella casa, lejos de miradas indiscretas.
Suben a la habitación por unas escaleras que parecen mágicas, ya que les transporta al éxtasis, al amor sublime, a la pasión desbordante y prohibida. El tiempo se detiene o se acelera en un instante, que enigmas tiene la vida, cuando existe un duelo entre vivir tan intensamente el momento o sentir que te evades, que te encuentras en otra dimensión.
Anochecía cuando salieron de su refugio envueltos en sombras azules, caminaban en silencio, ya se habían dicho todo. El tiempo no existe, solo los momentos. Y de nuevo:
—El martes, a las dos. ¿De acuerdo?
LA OTRA NAVIDAD
Ya se divisa con claridad la silueta de la costa desde el cayu co, la silueta de la libertad.
La noche estaba clara. Mis ojos brillaban ante esa imagen, lo mismo que las estrellas en el firmamento. Y me pare cía que una de ellas se movía y resplandecía sobre las demás. ¡Era Navidad!
Nos recibieron con los brazos abiertos al llegar, nos sonrieron, nos dieron alimento, cama y cobijo. ¡Era Navidad!
Amaneció, un día inédito surgió ante mí. ¿Aquella era la tierra prometida? No sabía nada de aquel extraño lugar. ¿A dónde iría? Mi futuro era incierto. Tristeza y alegría, al unísono, recorrieron mi cuerpo, una vida nueva y nostálgica me esperaba. ¡Debía vivir mi presente! ¡Era Navidad!
DÍA FORTUITO
Hacía un día espléndido, con un cielo azul y una brisa limpia y fresca. Un día para pasear y olvidarse de aquel trabajo mo nótono y aburrido, tener que poner al día la contabilidad, co-
tejando recibos, hojas de envío, cobros y pagos. Y relegar a mi jefe, acosándome todas las mañanas con su mirada lasciva y mezquina.
Al llegar a la oficina, noté un ambiente tenso, me co municaron que iba a ver reducción del personal, mis compañe ros estaban nerviosos, intranquilos, temían perder sus puestos de trabajo. A media mañana por el inter fono sonó la voz del director:
—Señorita Esther, preséntese en mi despacho, por favor.
Caminé despacio, muy tranquila, sabía lo que me esperaba, me encontré con su mirada dura, vacía, me comunicó mi despido y no supe que decirle, me limité a mirar le con una sonrisa artificial. En mi interior solo pensaba en un futuro amplio y luminoso, en un futuro todavía sin escribir. Al salir, me crucé con mi compañero Alberto.
—Lo siento —me dijo.
No le di el gusto de responder, yo no lo sentía en ab soluto. Bajé las escaleras de dos en dos, tenía que comunicárselo a Martín, sabía que se alegraría.
La puerta de la panadería donde trabajaba estaba abierta, y salía un aroma dulce a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Estaba dispuesta aquel día a saltarme mi dieta y mis normas.
—Hola, Esther, ¿qué vas a querer hoy? —me saludó Martín mirándome con ojos ilusionados y expectantes.
—Dame dos croissants bien grandes, con mermelada y mantequilla, y para esta tarde prepara otros dos que quiero invitarte al cine.
REMEMORANDO A GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
Los suspiros son aire y van al aire.

Las lágrimas son agua y van al mar. Dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿Sabes tú adónde va?
¿Quién no se ha hecho esa pregunta en algún momento de su existencia, como Bécquer en su rima?
¿Quién no se ha visto con él identifi cado, haciendo suyas las palabras para ex presar sentimientos y estados de ánimo?
¿Quién no soñó con sus versos, los re pitió y memorizó pensando en ese amor pla tónico e inalcanzable? Bécquer artífice de adeptos de nuestra adolescencia, de nuestros deseos, de nuestros anhelos y amores frustrados.
Quimera de sueños imposibles, de luces y sombras, de alegrías y tristezas, fue el hacedor de lo “incorpóreo” de lo “intangible” como dice en uno de sus poemas.
Solo él comprendió la belleza de lo inviable, del des amor, de la fugacidad y transcendencia de la vida. Bécquer, poeta universal, pintor y escritor, no le quie ro detraer aptitudes, pero sobre todo enamorado del amor, de ese amor tanto mítico como real.

MI JARDÍN
El jardín de mi casa era un caos, una ruina, lo mismo que mi vida en aquellos momentos, una anarquía total en mi manera de pensar y actuar. Consideré que había llegado el momento de cambiar mi existencia, lo mismo que todo lo que me rodea ba, así que decidí empezar por el jardín.
El día que llegó el jardinero, me quedé un poco extrañada. Era alto, buena figura, con voz agradable y con unas manos de dedos ágiles y largos; era todo lo que podía perci-
bir, ya que llevaba una gorra en la cabeza que le cubría gran parte de la cara, y al cuello, un pañuelo que le embozaba has ta la boca. Era diligente en el trabajo y resultaba muy bueno en su oficio: cortaba con precisión y delicadeza las malas hierbas y las sustituía por vistosas flores.
Mi vida parecía poner orden y estabilidad en la misma medida que se iba embelleciendo mi descuidado jardín. A través de un amigo me enteré que Juan, el jardinero, había tenido un accidente de coche y le había quedado la cara desfigurada. Siempre había amado la belleza, construir magnífi cos edificios había sido su ilusión, pero aquel accidente le marcó para siempre tanto su cara como su espíritu. Se refu gió en las flores, en un oficio que no tenía que relacionarse con nadie, solo con ellas.

Unas semanas más tarde Juan se acercó a mí, quería enseñarme unos brotes nuevos, pero no me imaginaba que pensaba despedirse. Acarició ingenuamente mi mejilla con la palma de su mano, su tacto era firme y delicado, permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar, y mirándome a los ojos, con voz tierna me dijo:
—Mi trabajo aquí ha terminado, a veces es imposible detener el río de la vida.
Transcurrido un tiempo me infor maron que Juan se había enamorado de mí, pero era incapaz de demostrar su amor a nadie a raíz del accidente. Nunca llegué a ver su rostro, pero gracias a él descubrí mi fuerza interior que hasta entonces desconocía, comprendí que mi vida volvía a renacer, que podía empezar de nuevo, podía lle gar a fructificar lo mismo que mi jardín.
AMOR DE FICCIÓN
Era un hombre al que se le quedó pequeño el mundo. Nació en una isla y estuvo exiliado en otras dos. Fue emperador de Francia, rey de Italia, también un gran estadista y su carrera política y militar nunca entendió de fronteras. Según dice la leyenda quiso conquistar Cádiz porque se había enamorado de sus puestas de sol.

En cierta noche, en una de sus escapadas a la playa, en esos atardeceres idílicos, la vio aparecer resurgiendo de las olas, su figura airosa, sus ojos chispeantes, su sonrisa alegre despertaron unos senti mientos que ya no pudo borrar de su mente ni de su corazón. A partir de aquel momento, se citaban en la playa de Cortadura donde el agua sirve de espejo al sol, contemplando la estela de colores del atardecer cubriendo el cielo. Compar tieron sueños y cada segundo del momento, sabiendo que aquello era un imposible. Él se debía a sus conquistas y ella a su patria. Al tener que separarse les quedó la ilusión, y acor daron que cuando estuvieran en la playa mirando al rojo sol, sus almas y sus mentes volarían hasta reunirse de nuevo en la distancia.
Quién sabe si se volvieron a encontrar en la isla de su exilio, donde no existían fronteras, ni guerras, ni más países que conquistar.
NO HAY MAL QUE CIEN AÑOS DURE
Es increíble cómo se exageran los hechos, van difundiendo por las redes que había dormido cien años y me habían envenenado. ¡Cómo me van a hacer creer que he dormido cien años!, no hay cuerpo que lo aguante. Además, solo me ha bía tomado un par de lingotazos y dos o tres

canutos; es cierto que estaban un poco adulterados, pero no tanto como para envenenarme.
Lo que si me fastidió fue cuando aquel tipo, que no me conocía de nada, me largó un beso sin mi consentimiento, aprovechando que estaba un poco borracha y colocada. Y encima dicen que pensaba casarme con él. ¡Vaya disparate!, ni que fuera un príncipe; si no tenía ni donde caerse muerto.
Lo que hice fue denunciarle por abusos, pero no me hi cieron caso; me dijeron que yo le había provocado por mi forma de comportarme, ya que no había opuesto ninguna resis tencia ni me había defendido.
Creo que será mejor que vaya a dormir la mona aunque solo sea una semana.
AMOR INCOMPRENDIDO
Cuenta la leyenda allá por el siglo XV, que en el islote donde ahora se encuentra el castillo de San Sebastian, fue escenario de un amor apasionado entre una gaditana y un fraile del convento ubicado en aquel lugar.
Cada noche, el joven monje nadaba hasta la playa para encontrarse con su enamorada, guiándose por la luz de un candil que ella le colocaba. El padre de la joven al enterarse de este romance y estando en desacuerdo, se las ingenió para situar el candil en un lugar alejado. El pobre fraile de sorientado, fue arrastrado por las corrientes marinasyperecióahogado.Suamadaquisocompartir su destino, tirándo se desde un acantilando para reunirse con él en las profundi dades del mar.

Relatan que este convento franciscano fue arrasado por Sir Francis Drake en el siglo XVI, y entre sus ruinas se escuchaban lamentos y palabras de amor.
LA PLAZA DE ABASTOS

Me habían hablado tanto de Cádiz, de su clima, de su situación privilegiada que estaba deseando conocer aquella tierra. Procedente de Londres con su humedad y su niebla, al pisar el suelo gaditano me quedé impresionado, de su cielo tan azul, tan nítido, de la alegría de sus habitantes, de sus vinos, de su gastronomía…, no tuve más opción que enamorarme de la ciudad. Recorrí tanto la playa, como sus avenidas y callejo nes con sus fachadas tan cercanas, mirándose curiosas.
En una de mis excursiones, llegué hasta la Plaza del Mercado y en la puer ta principal había una cartela con una inscripción, explicando que su construcción se había realizado sobre la antigua huerta del Convento de los Descalzos diseñado en 1837 por Juan Daura, que concibió una gran plaza porticada de formas neoclásicas dóricas, a la que se añadie ron en 1928 los pabellones centrales trazados por Juan Talavera.
En el patio de la entrada me sorprendieron sus altas columnas neoclásicas sujetando los capiteles, dando cobijo a una serie de mini tiendas y bares llamado “Rincón Gastronó mico” y en sus diferentes puestos, se podía degustar en unas mesas altas al aire libre, lo mejor de la gastronomía gaditana como productos llegados de ultramar y propuestas muy origi nales. Me adentré en el pabellón central de techos blancos y grandes claraboyas que filtraban la luz del exterior dando una sensación de alegría y de vida. Llamó mi atención además
de sus frutas y verduras, la vistosidad y variación de los pescados y mariscos que estaban expuestos, soberbios ejempla res de atún rojo, cazón, pez espada que parecía querer darte un estoque. Yo que estaba acostumbrado a comprarlos enva sados en los grandes supermercados, sin conocer ni su tama ño ni su forma aquello me parecía casi irreal, y conocer aquel ambiente tan distendido y popular entre compradores y ven dedores me resultó muy atractiva la visita a este lugar.
Conocí más lugares de Cádiz, pero aquellos sabores y olores que percibí visitando su mercado, no creo que se me olviden fácilmente, y estoy seguro que añoraré cuando llegue a mi tierra aquel Rincón Gastronómico.
OTRA CAPERUCITA
Caperucita, ya adolescente, estaba cansada cuento tras cuento de llevar la capa roja que le había regalado su abuelita lo mismo en ve rano que en invierno.

Eran muchos años llevando la misma ropa con la que todos la identificaban, y de verdad que odiaba aquella prenda.
Así que decidió irse de shopping y comprarse unos short vaqueros con una camiseta de tirantes, eso sí, que fue ra roja para no desbaratar demasiado el cuento. Seguro que su abuelita le diría que era una ropa muy atrevida, pero ella ya pasaba de sus cansinos consejos y de ser una niña recata da y obediente, y eso que la última vez no le fue demasiado bien.
Cuando iba camino de casa de la abuela, como corres ponde al guion, se encontró como siempre con el Lobo, éste se quedó embobado viendo la vestimenta tan moderna y sexi
de la niña, ¡cómo ha cambiado! pensó, con lo cursi y confiada que era antes, ahora si que está para comerla.
—¿A dónde vas Caperucita? Le dijo el Lobo como era habitual.
—Voy a casa de mi abuelita a llevarle este cesto con alimentos y cosméticos ecológicos, se ha vuelto muy exigente y ha optado por un estilo de vida saludable y natural.

—¿Por qué no hacemos cómo en los viejos tiempos? Le preguntó el Lobo, tú vas por un camino y yo por otro, a ver quién llega primero.
El Lobo se relamía y babeaba solo de pensar en aquella nueva oportunidad que se le presentaba, y echó a correr ple tórico de gozo.
Mientras tanto Caperucita cantando y cogiendo flores como era su costumbre se dirigió a la comisaría más próxima. No entendía como durante tantos años y tantos cuentos, no había denunciado al Lobo por acoso y violencia de género.
EL REGRESO Todavía, no acababa de comprender por qué regresaba a aquella casa. Habían pasado varios años, pero su imagen me perseguía como una sombra.
Atravesé el umbral y mis ojos se posaron en aquella puerta de color marrón que todavía conservaba en mi memoria, dudaba si sería capaz de traspasarla, eran demasiado amargos los recuerdos que se agolpaban en mi mente
Al empujarla una oscuridad se abrió ante mí, el aire olía a tristeza. La ventana estaba cerrada. Pulsé el interrup
tor que sabía de memoria donde se encontraba, y una luz mortecina envolvió la habitación.
La disposición de los muebles era la misma, pero la cama estaba desnuda, llena de polvo y con signos visibles de carcoma; las mesillas de noche seguían estando una a cada lado, como guardianes que quisieran protegerla del tiempo y del olvido.
Enfrente de la cama, el armario con el espejo biselado, en el que tantas veces nuestros cuerpos, se habían visto reflejados en el ritual del amor.
La lámpara colgaba del techo, sucia, llena de polvo, varias bombillas parpadeaban a punto de fundirse, guiñándome con indiferencia.
Mis ojos observaron aquella cama, donde el somier todavía conservaba la forma hundida de nuestros cuerpos tendidos..
No sé por qué me atormentaba si ya nada tenía sentido, habían sido momentos dulces, románticos, calor de ena morados, pero sabía que él no volvería.
Así que cerré la puerta, salí al exterior y respiré con fuerza.
Mi vida empezaba de nuevo.
VIDAS CONVERGENTES
Ella había nacido en una ciudad del norte de España a finales del siglo XIX pertenecía a la nobleza y recibió una esmerada educación.
Su buena situación económica le permitió disfrutar de una libertad muy rara en nuestro país para una mujer, era decidida, enérgica, inteligente y trabajadora. Para muchos era una señora “de armas tomar”.
Fue una adelantada a su época ya que era novelista, periodista, conferenciante, catedrática, lectora infatigable y una abanderada de los derechos de las mujeres.

Se casó muy joven y tuvo dos hijos, pero eso no le im pidió viajar, escribir y tener una intensa vida social, relacio nándose con políticos e intelectuales de la época cuando se trasladó a Madrid con su familia.
Él había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, buen estudiante y enamoradizo, quiso el destino, que con la llegada de una prima suya y habiéndole trastornado emocionalmente, sus padres decidieron enviarlo a Madrid a estudiar Derecho. Allí, además de estudiar se dedicó a escribir novela, teatro, crónicas, y a la política.
Era un hombre solitario, tímido y mujeriego, tanto él como ella eran totalmente opuestos menos en su faceta de escrito res.

Su relación empezó escribiéndose cartas en forma amistosa y profesional fruto de la admiración que ambos sentían, vando con el tiempo en algo más intenso y pasional.
Sus vidas se entrecruzaron felices durante años, en las que se mezclaron los escarceos, la literatura, los celos y las encendidas disputas académicas y periodísticas de la época.
Se veían a escondidas en Madrid, en la calle de La Pal ma, junto a la iglesia de las Maravillas, incluso hicieron viajes juntos al extranjero.
Se saltaron todo el protocolo de la época; su lema, so bre todo el de ella, era vivir el momento, la vida no solo consiste en trabajar, sino también en disfrutarla. Fueron perso nas muy importantes y reconocidas en su tiempo y en el ac-
EUGENIO BARRIOLA ARMIDA

tual, ya que ella se llamaba Emilia Pardo Bazán y él se llamaba Benito Pérez Galdós.
AL LECTOR
Cojo tu mano y salimos corriendo inútilmente. A veces hago metafísica de todo esto. Hoy ni soñar me apetecía. Me he despertado muy temprano, en un repente intrépido, nervioso. Bajé de la cama despacio, aburrido, sin fundamento. Pero de nuevo cojo tu mano y recorro la vacía habitación en diagonal. Nada. He recibido el anuncio de la mañana: llega azul blanco desde el horizonte. Insolente. ¿Qué clase de mañana es esta que aclara la vejez de la noche y su gran ternura? Me parece que a la noche le pasa lo que a mí, que solo levanta pasiones violentas en los perdedores. Nada. En la nada, el ruido del primer tranvía es la voz del enemigo con una an torcha, rompe la calle en mil pedazos. Ahora eres tú la que toma mi mano y de nuevo recorremos la vacía habitación en la otra diagonal. Nada.

¿Sin placeres clandestinos ni sucias roñas que ocupen el alma? ¿Sin buitres, escorpiones, serpientes, chacales o los monstruos aulladores? ¿Sin remordimientos, blandos remordimientos de vicios en una infame y vacía leonera? ¿En serio es lo único que se te ocurre? ¿Solo copiar el inmundo tedio de ver la televisión?
He soltado su mano. Me he cansado de correr como escribidor autoconfinado. Reconozco que he vuelto a fraca sar. Duele pero confieso que mi musa de los microrrelatos no conoce el éxito. Eso sí, la pobre le pone mucho empeño. Qui zá la semana que viene.
LA PALABRA
Que vengan por fin a rescatarte, es lo único que puede esperar un hombre como yo que llora. Siempre fui un general con quistador, pero en esta última contienda solo tenía un gue rrero y estaba rodeado por un ejército de mil enemigos. Lloré desesperado en mi tienda y pasé toda la noche escribien do una proclama final que repartí entre las líneas enemigas con palomas mensajeras. En esa misma noche se pasaron a mi bando quinientos contrarios.
Animado por el éxito, en una rápida escaramuza avancé hasta su frente, tan próximo llegué que desde una loma lancé una arenga muy inspiradora, tanto que sin luchar se me unieron cuatrocientos noventa y nueve hostiles deponiendo sus armas. Esa noche también la pasé llorando por mi mala suerte, por solo un hombre tendríamos que pelear y ya no me quedaban más palabras. Al día siguiente tuve que desenvainar mi espada para defenderme del último enemigo. Un glorioso ejército de mil hombres había salido en desbandada.
GARDENIAS PODRIDAS

Le pido que haga todo lo posible para mantener con vida a mi marido. Sepa usted que su vida es como si susurrasen en la mía. Aunque entre esas vidas y yo siempre se interponga un cristal rayado.
Cuando duermo me abraza un extraño sueño. En él apa recen nuestros hijos, crecidos, chapoteando en las arenas blancas de la playa. Ellos, solos, en las arenas y el mar.
Me despierto sudando en el calor del propio sueño. De pronto siento el miedo. Me llamarán —pienso, Sin dudas sé que me llamarán, como sabía que no volvería.
Ya supe presentir la mentira cuando se fue.
Pero este día me despertó el vacío de esos hijos que nunca tuvimos, esos mismos que me atormentaban en el sue ño, chapoteando en la playa, solos, muy solos. Él se fue a salvar el mundo. África siempre fue un atrayente perfume de gardenias y hierbas mojadas por manantiales. Pero también de hojas podridas en agua fétida y mosquitos que enferman. Sí, si sus horas están contadas, doctor, las mías tienen esa misma duración y sin mis esperanzas de que regrese ya no podré soñar con mis pequeños. No lo cure doctor, ni lo deje morir por favor, dele esa pócima de chamán, algo que solo le mantenga con un hilo de vida, para que sufra, como yo, entre las dudas de poder soñar o de volver.
SÁBANAS BLANCAS
Se escucha ese “pi” infinito tan irracional, debe ser el pun zante eco de esa pantalla con líneas quebradas y números verdes parpadeantes, que me acompaña. Soy del tamaño de lo que veo, cables grises sábanas blancas, tubos, más cables, todos los cables y tubos del mundo.
¿Por qué soy del tamaño de lo que veo y no de mi altu ra? Oigo decir que ahora estoy mejor, son de esas frases que parecen ajenas a la voluntad del que las dice. A mí siempre me ha gustado hablar, también valdría decir palabrear, ahora tras suspirar fuertemente no pasan de la garganta, todas las palabras se agolpan en mi boca muda.
Después de no oírlas, me acerco a la ventana, el vasto cielo estremece y acoge mi cuerpo, pero no acalla ese pitido. Siempre escuché decir que “Pi” era mágico, inconcluso, circu lar, cálculo del ciclo que nunca acaba y debe de ser verdad pues todos los números verdes se han puesto a cero. Puede que ahora me vuelvan a contar.
LA BÚSQUEDA
Le agradezco con otra sonrisa su mirada piadosa. Porque ne cesitaba algo que aportara luz a mi existencia. Debo reconocer que estaba atormentado. Sentado en un largo banco de madera, hasta que asomara el alba por una vidriera de colo res, esperando la verdad de la vida.
Navegué entre los mapas de este mundo, inmensos continentes de agua y tierra, en todos los idiomas. Busqué entre los clásicos, las biografías de los grandes hom bres, las vidas de los dioses terrenales.
Pero esa noche, de nuevo, me volvió a faltar la luz. Desesperado encendí mi última cerrilla.
Ella, que podría destruir todo lo escrito, reducir a simple polvo de ceniza gris las más trascendentes de las teorías, dócilmente se dejó arrastrar por el vasto esmeril y entre el ardor de chispas brillantes, me regaló una sencilla llamita para verme en mi oscuridad.
EXPEDICIÓN AL MAR ROJO
El día que una ola salte más de lo convenido, podremos de mostrar científicamente, según los planos y protocolos de funcionamientos, que este legendario tal Moisés solo era un bocazas suertudo.
EL QUINTO
Si los pájaros te miran extrañados, es posible que tengan sus motivos, compañero.
Todos tenemos dónde y por qué ser extrañados. Cada cual acarrea consigo un mínimo crimen cometido, o una batalla, o un ápice de tiempo que darlo al olvido.

Como en aquella vez que me hicieron creer, con una gran malicia, que me amaban sin fin. Inexplicable. Todos los días ocurren cosas en el mundo inexplicables, por las leyes que nos abrazan. Y esa es una de las preguntas en las que más me entretengo en pensar, si debo llorar o no por lo per dido como hombre. En otros tiempos podría haberme costado la vida, de hecho puede que lo haya hecho. Ahora eso ya no importa compañero, tendremos que purgar nuestras dudas entre estas altas vallas. Para ello disponemos de todo el tiempo. El suficiente, para que se acostumbren los pájaros a vernos una hora al día dar vueltas al patio, con estos escandalosos monos naranja. SÍ, ES BUENO

Dígale agente, que la quise mucho y de la misma manera la quiero aún. Pero tenía que desprenderme de su dulce presencia. Con ella conocí el súmmum, antes de partir en un gigante ganso salvaje entre las nubes. Ya tonteábamos desde la adolescencia, ahora, ahora… ¿dónde estaba usted y su cordura entonces? Entonces, cuando era un ave de pico blanco que sobrevolaba las nubes abriendo las puertas prohibidas. Cuando todo a mi alrededor, era un universo desnudo hecho de nocturnos excesos. Cuando ella dejaba dormida mi alma. No se equivoque, no le culpo, es que ahora lo veo con el duermevelas de un colorido idílico, ilusionante. ¿Pero eso debe ser bueno, no?
Dígaselo usted agente, que después de que las últimas gotas de lluvia de colores, se demoraran el los aleros de mis tejados sin mojar el suelo, dejó de brillar para mí. ¿Eso debe ser bueno, no?
Es como atusar una jauría de perros contra ella. Mantenerla, pero al margen. Quererla, pero no tanto como para caer. Sí, eso debe de ser bueno. Sigo dependiendo de ella, es mi vida y lo será para siempre, pero cuando se enciendan las luces en las oficinas de su juzgado, se verán, como en los ma los días de otoño, apagados todos los fuegos de mi drogodependencia.
HOY IGUAL QUE AYER
Siempre como nuevos, día tras día cada mañana, el hombre solitario cruzaba la plaza y se situaba bajo la estatua para contemplarla, sin admitir que admiraba sus alas desplegadas. Todos los días, en cada racha de levante, reza ba para que esas alas desaparecieran en otros cielos, allá fuera lejos del pedestal, tras las azoteas.
Si los ángeles de mármol no vuelan, se limitan a prestar su presencia para recordar la benevolencia a los paseantes. ¿Entonces para qué sus bellas alas? Se preguntaba todos los días el hombre solitario.
El ángel de mármol, que efectivamente no vuela, pero si escucha a los hombres solitarios le contestó: hoy igual que ayer, para poder distinguirlos de los envidiosos demonios.

LA VIEJA DAMA
Estas humedades que me están matando, no se las deseo ni a mi peor enemigo, ni a este de aquí al lado.
Soy primitiva, atractiva, casi salvaje, pelirroja, peli rroja sí ¿por qué no? Alegre, animosa, dura como la piedra, hija de un fenicio libanés y madre desconocida, raptada un cazador nómada del Gran Rif, que una vez liberada un ham bre arcaico empujó hasta el océano para ahogarlo con una
vida aventurera de galernas, tormentas y vendavales de todos los dioses conocidos hasta el momento.
Chipre de aguas azul mojado. Creta, la clásica nao ahogada entre tierras. Túnez, el bajío de las batallas navales y Gades luz brillante pulida por la sal, donde el tiempo del tiempo cubrió mi pesado cuerpo, para estar callada, escondida, oculta, ignorada hasta descubrirme como una vieja dama con el corazón y la fuerza interior de un hombre y admirada por todo aquel que me visita y conoce mi apasionante historia.
Con tan magnífica imaginada vida y famosa porque llena este museo día tras día, solo podría pedir que por favor me saquen de este sarcófago, que la humedad de Cádiz me está matando.
HUELE MAL
—No hay tiempo de perder, ¡Abre la puerta ya! Ahí lo tienes al pobrecillo, que no está para muchas fiestas —contestó el más joven, cuando una vecina que bajaba preguntó desde el descansillo de la escalera.
—¿Y qué tal el abuelo? Hace muchos días que no lo veo. En poco rato la maldiciente vecindad del barrio sabría todo lo ocurrido. No hay muchas formas de morir si estás despechado por la familia, quizás solo, esperando el perdón. Pero no todo era tan sórdido como parecía, el abu estaba sentado en la entrada y tenía un gorro de cartón brillante en la cabeza, en los labios un matasuegras y entre las manos una tarta reseca, con unas palabras de merengue rosa, que decían: BIENVENIDOS, yo ya os he perdonado.

HAZ MEMORIA
Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce, los pliegues de tu traje de acero se contraen hasta arañar tu cora zón de hierro. Mientras un sombrero de metal dorado ocupa tu cerebro, unos zapatos de alpaca cromada te atrapan como el eslabón a la cadena y los cordones de alambre galvanizado se ciñen, cual hiedra trepadora entre tus piernas. Mientras tus manos de ahora, alean estaño y cobre, acuñando valores materiales en tarjetas inteligentes con diminutos chip metálicos, mientras... Mientras, se te olvidó cómo te llamabas de niño, hombre de hojalata.
YA ES TARDE PARA MÍ
No paran de preguntar por mí, todas las editoriales, las im portantes y las independientes. Me llaman de los espacios culturales de las televisio nes, para hacer reportajes sobre mi obra, de las emisoras para sesudas entrevistas o coloquios temáticos, o simplemente los fie les seguidores. Yo les respondo que estoy retirado, que he encontrado mi lugar ideal en el mundo, que ya tengo mi espacio de confort, donde puedo leer y escribir de mis nuevas preferencias, que ya soy feliz. Incluso Stephen King me suplica que escribamos un bestsellerentre los dos, que iríamos a medias en todo, y yo le respondo que no quiero fama, ni dinero, que de mis guías eléctricas y del cuarto de contadores no pienso salir. Mi poli cía se ha llevado las manos a la cabeza. ¡Se le ha acabado el tabaco!

LA ESPITA DEL GAS
Ya estoy en casa —dijo llorando.
Amador era un chico flaco, feo, pobre, pero el galán del barrio y se podría decir que era feliz cuando salió del pueblo huyendo del cacique, que le mandó al exilio para alejarlo de una hija deshonrada.
Llegó a París furioso, llorando y prometiéndose que volvería siendo el emperador de Francia. Se coronó, en su ego, en su trabajo, en su propia cama y en la de muchas da mas ajenas. En cada puerto tienen los marinos un amor, Amador en cada puente del Sena, una amante, o dos. Vivió eventualmente, esperando las noticias del pueblo que le permitie sen cumplir su idea fija de volver. Cuando ese feliz día regresó a casa con una ridícula maleta y dos billetes de tren en el bolsillo.
En la mesa le esperaba un sobre con un “Para el interino” escrito al frente y dentro una nota: En el primer cajón de la cómoda he dejado una muda limpia y un plano actual de tu pueblo, te hará falta al volver y en el horno, el estofado. Yo ya estoy volviendo, no sé por ahora dónde y tú no lo sa brás nunca. No vayas a confundirte de cajón, en el tercero está la pistola cargada.
P. D. No recuerdo bien si he dejado la espita del gas abierta.
Mientras rompía los billetes, volvió a llorar.
OS ASEGURO QUE NO
Nos han mandado en la escuela que manten gamos las distancias, un dos tres y giro. Que respire el aire en el movimiento, un dos tres, cuatro y etvoilà. Que llevemos el mis mo compás del compañero, pero dando espacio al espacio. La cabeza alta, la vista al frente el gesto inexpresivo, un dos tres giro. Los brazos al

cielo, las manos limpias, los pies separados, todos los pies bien separados, un dos tres y giro otra vez. Cómo me alegra no tener conexión estable a internet, me llega solo por audio. Mejor, así no verán que me apoyo en una barra de cortina que he colocado entre dos sillas y las zapa tillas son de paño.
El espejo del armario devuelve una imagen lamentable. Ya veremos qué pasa cuando empecemos con el tango o el chotis, lo estoy temiendo, por eso os aseguro que no pienso arreglar la conexión.
LA PARED
No perderé el tiempo describiendo la pared orientada al sur de mi salón. Un simple tabique colindante, sin un solo pilar de carga, quedando diáfano de lado a lado todo el testero y sin poder añadir más comentario que dos apliques con enchufes bajos. No se podría decir de ella nada especial, ni una puerta de paso, ni una ventana, ni un cortinero que vistiese con algo de color a semejante insulso paño blanco.
Tengo que decir que su simpleza, en gran parte, se debe achacar a que yo no he tenido el gusto para aderezarla con al menos un gran cuadro decorativo, o un juego de láminas enmarcadas en varios tamaños y formas, tan de moda en la actualidad. Su peculiaridad debe de conocerla mi perro, yo no. Mi perro se sienta frente a la pared y la observa fijamente, sin pestañear, sin mover el rabo, sin un esporádico la drido. En un principio no le mostré consideración al hecho, solo lo hice después de haber tenido que rectificar la direc ción varias veces para pasar de un lado a otro. Me llamó la atención el brillo de sus ojos. Era un brillo acuoso, lacónico y a la vez ansioso, si es posible darle estas inquietudes huma nas a un animal y poder reconocerlas en su expresión.
Intenté disuadirle en su fijación, con chucherías, con la pelota con la cual había jugado tanto siendo cachorro, con algún peluche olvidado por mis hijos ya crecidos, pero solo se retiraba para comer y a veces dejaba pasar algún día en blanco.
Mi preocupación estaba envuelta en curiosidad, en rechazo a ignorar todo aquello que podría pasar en mi casa; con mi salón, con mi pared, con mi perro, y aumentaba. Por ello hice llamar a un electrónico para que descubriera unas posibles ondas magnéticas inaudibles al oído humano. No sé yo dónde había leído que los animales tienen una especial percepción a esas ondas.
Nada, el técnico desplegó sus aparatos, desmontó los enchufes, nada, lo dicho, todos los parámetros —perdón, esa es la palabra que usó el profesional en su factura— correc tos y dentro de la normalidad. Eso mismo ocurrió con la revisión antiparasitaria, la única reacción visible que me supuso fue una irritación ocular y gracias al uso de la obligada mas carilla no la sufrí también en la garganta.
Yo pensaba intrigado, pues algo debe de haber, y si no es aquí en mi salón, tras el tabique, que debe de ser el salón de mi vecino. ¿Qué podría tener ahí ese tipo, que tanto hipnotiza a mi pobre perro? ¿Tendría manchas de humedad con siluetas fantasmagóricas? o ¿Un peligroso terrario con venenosos reptiles? No tenía modo de saberlo, no conocía a mi vecino, aunque llevaba bastante tiempo viviendo allí, vamos, desde que nos hicieron entrega de las llaves la constructora, y de eso hace más de un lustro quizás.
Mi preocupación fue en aumento, la cuestión no tenía trascendencia alguna, el perro estaba perfectamente y su fi-

jación era calma, reposada, con la esperanza de lo que todo llega si lo busca con los ojos abiertos. Pero a mi me conmovía su aptitud y sobre todo rompía mis esquemas cotidianos. Si conociera a mi vecino, si tuviera la suficiente confianza para preguntarle si él observa algo irregular en su salón, si sabe que en mi lado de la pared no pasa nada para que mi perro mire directamente nuestro tabique. ¿Tabique? ¿Y si no fuese un tabique? ¿Y si fuese un falso cristal de esos que usa la policía en los interrogatorios? ¿Y si me atreviera a golpearlo con el puño? Si no suena a hueco, sería un grueso muro y me parecería aún más inexplicable.
Lo hice. Pegué mi oído a la pared con el nerviosismo a flor de piel y el pensamiento en el gran vecino desconocido. Y lo hice. Toc, toc, toc.
Del otro lado de la pared, solo se escuchó un amoroso “ladridito”.
LA PUERTA
La puerta es marrón y chirría de vieja. Es de una gruesa madera que enseña, donde ya ha perdido la pintura, las vetas y nudos que una vez lucieron en el árbol. Es una puerta que cie rra la casa del mundo exterior. No tiene carteles ni placas con nombres, a excepción de un número “seis” chapado en la tón, sujeto con tres clavos ennegrecidos de cabezas mal redondeadas.

Tiene una cerradura clavada en el costado, que en su tiempo fue también dorada, con una manija de hierro fundido que al accionar deja presente la holgu ra del uso. Las bisagras, no hacen juego con el herraje de la cerradura, son de acero inoxidable y mucho más actuales.
Las anteriores no tuvieron el aguante
suficiente para soportar el peso mastodóntico del tablero. Cuando vencido, empezó rozar el suelo, alguien, no se sabe quién, no tuvo más remedio que sustituir las antiguas por estas actuales.
Por eso cuando después de varios juegos de muñeca, la llave acertó a girar el pestillo y liberarlo del cierre, suavemente la puerta cedió dando paso a un pequeño rayo de luz que profanó el gran espacio oscuro que la puerta guardaba celosamente. Poco a poco la claridad se hizo general en toda la estancia. No hubo lugar para la sorpresa, el interior es un cumplido presagio de lo ya descrito para la puerta de entrada. Muebles centenarios, que algunos, aquellos que no esta ban reguardados con sábanas descoloridas, acumulaban en sus superficies ese polvo gris del olvido. Un silencio agrio presidía la calmada soledad con la que el retrato de una gran dama de pelo cano, parecía observar la presencia inesperada, que había aparecido tras la pesada puerta.
Luis Lange una vez tuvo color, un color intenso, un co lor de heredero príncipe azul. Culto, bohemio, lo que se dice de un azul de buen porte, con el mar en las pupilas y un pelo ensortijado de eterno infante. Luisito parpadeó repetida mente hasta adaptar sus ojos a la semioscuridad y simultáneamente a esto perdió el color del rostro. En la tapa de la mesa se veía dibujada con el dedo sobre el polvo la palabra volver.
Volver es solo una palabra; él había escrito miles de ellas, millones quizás, y nunca le había tenido miedo a ninguna. Ahora, una sola, seis letras insulsas que le rondaban en la cabeza, le habían dejado poco menos que descolorido, convul so, desarmado, desvaído.
La misma dejadez con que una vez atravesó esa puer ta, se veía depositada en la mesa de caoba, polvo y olvido pe-
gados con desamor y la escapada. Su primera intención fue volverse y cerrar la vieja puerta para siempre. No pudo, se encontró con los duros ojos de la dama del retrato y sus pies se clavaron en el suelo..
A Luis, con muchas historias escritas, casi todas ex quisitas mentiras convenientemente adornadas para conquistar; dinero, fama, falsos justos premios y mujeres, muchas mujeres, todas clases de mujeres, le pesó el arrepentimiento, incluso más que la pesada puerta.
De la bolsa de viaje sacó un cuaderno con las esquinas arrugadas. En las primeras hojas apuntes, apuntes con tachaduras, solo notas con frases inconexas y sesudas citas. En las siguientes un esbozo del que podría haber sido el comien zo de su futura gran novela:
“Una canción olvidada suena viajando por la campiña y el sol calienta nuestras cabezas, a medida que pasan los kilómetros se va alejando los árboles en la distancia y el tiempo de volver a…”
Con blanda lentitud arrancó la hoja y la arrugó con furia, estaba seguro de no poder acabar nada después que esa insignificante palabra, solo seis simple letras, se cruzaran en su camino.
CAÓTICA COMO YO
Me gusta el recuerdo de cuando pasaba por el mercado central, cuando era niño, del olor a aceite, pero más me gustaría ser niño. Algo después me hubiese gustado ser crupier en los casinos flotantes, que navegaban por el río Misisipi y si no el caballo de Lucky Luke. Ahora sí, me gusta la tarde, el otoño, el marrón de las hojas secas y desde siempre, el azul de tus ojos. No me gustan los Simpson ¡Qué voces tan raras! pero si el amarillo. Me acuerdo del gran árbol del patio del colegio,
siento no haberle dicho nunca que me gusta y haber abrazado al que lo plantó. No debería dejar que pase lo mismo con los compañeros. En general no me gusta la gente, pero en particular la adoro, os recuerdo que soy hombre de un solo amor.
Me acuerdo cuando creía que Google era una marca de chicles, el de menta era mi preferido. Me gusta estar solo y coger la cuchara con la izquierda, ambas cosas me son imposibles, por eso me conformo con do blar mal las servilletas y poner los codos sobre la mesa. Ha dejado de gustarme la transición pactada y pacífica, los salvapatrias y el Boletín Oficial del Estado. Nuca he hecho negocios, solo he abierto y cerrado puertas. Eso para vivir. No me gusta ser terco como un martillo, loco como una veleta, oscuro como una mina y frío como el hierro que forja el martillo. Me gustaría ser dúctil como el cobre, sensato como Dalí, claro como lo cotidiano y cálido como la fragua que forja el martillo.
Cómo me gusta el mar cuando navego en aguas claras, lo confundo con el cielo y me recuerda cuando Neruda lo lla ma “Padre mar, ya sabemos cómo te llamas…” Me gusta cuando la noche da por cerrado el bosque a toda luz y que la pri mavera se quede dentro con la humedad haciéndose la graciosa. Me acuerdo gratamente, cómo me acuerdo, de los conciertos de mi hija al nacer y del olor a insomnio, pero no re cuerdo los mágicos silencios de los vecinos, en esos momentos me hubiese gustado tener las memorias de Adriano y las palabras de Marguerit Yourcenar. Siempre me gustó en el cristal, los reflejos cuando viajo en el tren pero las lágrimas solo en las lámparas del techo.

Me gustan las almendras porque me recuerdan a mi madre y prefiero dormir sin almohada precisamente porque no lo hacen. Me gustan también los libros con formas de animalitos, me hacen pensar con las manos que ahora las uso para crear nuevos colores. He decidido, bien por mí, buscar te entre las uñas de león y la arena de la playa que sacian hasta rebosar los relojes del tiempo. Me gusta escuchar con tigo las risas de las gaviotas, sobre todo porque ni ellas mismas necesitan un porqué. Me gusta a veces, figurarme que estoy enamorado, aunque visto desde afuera, sea estúpido, sea absurdo, pero a mí, a mí me gusta.
TE CONTARÉ
Cuando al hombre oscuro, con gorra y pincho lo llevo al prado, su cara roja y fea se alegra al tocar a mis amigas las flo recillas celestes y gualdas, que crecen en él.
Mientras él pasea come mandarinas, uvas moradas y miel. Si yo supiese de las cosas de la vida, diría que es feliz. Pero cuando la noche cae brumosa, vagas en claridades malvas y verdes que perduran tras la torre de la iglesia, de pronto, el rostro del hombre se ve siniestro, reflejado entre la lumbre de su cigarro y la cal de las paredes de las casas, que le sirven de capote.
Reconozco que me he amedrantado, el hombre con gorra se ha colado, como la sombra de un gato, por las rendi jas de la puerta del granero. De los fondos de su gabán ha sacado el pincho y lo clava sin piedad en los sacos de trigo, hasta llenar las alforjas de mi lomo peludo. El peso me afloja las patas como la pereza de las mañanas de los domingos.

En ese momento me gustaría volver al prado, cuando él toma la miel y yo retozo por los llanos. Al solano su fea cara no me asusta, pero cuando cae la noche y la luna es una bandeja de acero plateado, no me deja ver las mariposas blan cas. El lobo con gorra negra me lleva a trotar por los galline ros, hasta llenar los sacos de esparto de peso muerto. Bien entrada la noche los adoquines del pueblo me hacen resbalar, será por la humedad y la carga de las alforjas.
No soy fuerte, soy pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo algodón, que no tengo huesos. Cuando me miro en el río, al beber agua, mis ojos parecen espejos de azabache, duros y negros como dos escarabajos de cristal, que solo pueden ver como pasean por el campo los ni ños que no quieren crecer y juegan a asustarse.
A mí me gustaría pasar las noches en el arroyo, pisan do la luna que viene a nosotros, grande, redonda, pura y hacerla pedazos, como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredaran, pero el hombre de negro con gorra y pin cho, de noche no sabe soñar.
LIBRA, SIGNO DE AIRE
Una solitaria calle a altas horas de la madrugada era el escenario macabro de sirenas luminosas, policías y sanitarios. En el suelo, presidiendo la escena, una manta plateada cubría parte de la acera
Ella había nacido una ventosa mañana del mes de Octubre, en el barrio del Carmelo. Charnega claro. Su padre extremeño, obrero de la Seat. Su madre, una luchadora madre de otros tres chicos mayores.
Esperanza creció como otras chicas del barrio, escaso colegio, mucha pandilla,

desorbitada belleza. Con algunas relaciones convulsas, que le habían enseñado muchas cosas, que otras chicas con menos suerte no sabrían nunca. Una chica fatal, estereotipo de suburbio americano. Un James Dean en femenino.
Los coches eran su pasión y las carreras ilegales su medio de vida fácil. Pero un día la cosa salió, según se mire, bastante mal. Cuestión de suerte. Estrelló su coche contra otro que no supo apartarse del rayo que le cayó del cielo. El conductor contrario, aunque maltrecho quedó prendado, la chica no era para menos.
Vaya forma de conocerse, habían bromeado años después en muchas ocasiones. Su matrimonio con un potente in dustrial, había empezado con un gran golpe de suerte. Él le explicó que su signo de libra, le favorecería con una vida afortunada. -en realidad, le hubiese dicho cualquier cosa por enamorarla-. Alegaba que por eso habían salido ilesos del brutal accidente. Tanto quiso creerle, que ella puso a prueba esa suerte en tantas ocasiones como pudo. Y pudo muchas veces.
En el grupo de jugadores anónimos, Esperanza, era bien conocida por sus recaídas. Las máquinas tragaperras ya eran historia, había dado pasos de gigantes. El póker era un juego más excitante, más social y ella era muy social. En la época que llegó a alcanzar el séptimo paso, su marido se mostró muy feliz y su padrino orgulloso de los logros. En esa misma época, se arrimó al mundo de los casinos. Noches de casi nos y lujos fallidos que fundieron la poca paciencia que le quedaba a su marido. Ya no creía tanto en la suerte de ella, Libra era un signo de aire pero este estaba envenenado.
A Esperanza, que ya no era tan bella, ni tenía aquel encanto de chica fatal, ni era la princesa de las reuniones anó
nimas, algo le dijo que su suerte estaba cambiando, cuando recibió el ultimátum de su marido:
—Cualquier día, cuando vuelvas, no estaremos ni yo ni tus hijos. Te quedarás sola, perdida en ese aire sucio donde respiras.
Y Esperanza volvió a perderse en el aire esa misma noche. Sus mejores galas y su ajada belleza, se exhibieron por las salas del casino hasta saltar la banca. Ya de vuelta a su casa exultante de alegría, cuando estaba en el ascensor, se arregló el vestido con la mano que le dejaba libre las ganan cias de esa noche y pensó —veremos a que aire sucio se refería este—. Al entrar en la casa, una fuerte corriente hizo que las cortinas de la terraza ondearan desangeladas, ante tanta soledad y vacío. El propio aire le hizo comprender que a ella solo le quedaba contar de cerca las estrellas.
Días después, no sabemos quién, en una de las reuniones de jugadores anónimos, alguien dijo: Si eres ludópata, nunca vivas en un séptimo piso.
UN LARGO MINUTO
El displaycon números intermitentes marcan 00:60 segundos y no resiste siquiera un parpadeo, cuando ya ha desaparecido dejando lugar al 00:59.
El destello rojo en el gris del garaje, atraía la atención de todo el grupo de agentes parapetados. De ellos hay uno, equipado como para pasear por la luna. 00:57. Un cable azul destaca fuera del dispositivo como ofreciéndose al sacrificio final. Unas gotas de sudor recorren su frente arrugada tras la máscara, hasta caer al suelo de hormigón, clon, clon, clon. Casi se podrían escuchar y enumerar. 00:56 segundos. Del capó del coche, salen reflejados destellos de relámpagos ro jizos. 00:54. En las plantas superiores el plan de emergen-
cias, se aplica con las prisas y el desorden para el cual no está diseñado. No es un simulacro. En las escaleras ya hay va rios zapatos abandonados por las prisas. 00:52. Los gritos y las recomendaciones de los policías y bomberos destacaban entre una maraña de voces inentendibles. Vamos, vamos, va mos. 00:50, parpadeaban los dígitos en el garaje. El artificiero deja aparte el cable azul y destapa una cajita. Suda, se pasa el antebrazo por la careta como si valiese para algo. Por un momento su mente se ha parado a dudar ¿Apagué las luces esta mañana al salir de casa? Se reprende, se enfada consigo mismo y se dice: ¡concéntrate, no es momento para pensar tonterías! 00:45. Esa tapa escondía otros cables conectados a la placa, verde, rojo y el maldito amarillo con franjas marrones, que lo desconcierta. 00:40 rojo y par. ¿Jefe me copia? la planta séptima ya está despejada. Bien cabo, te copio, a partir de ahora tendrás que usar la escalera, vamos a desconectar la electricidad. 00:37. En una sala de fotocopiadoras, de una octava planta, Tomás canturrea con los auriculares puestos a toda voz. Siente sequedad en la boca y turbación en el cerebro. Anoche fue mucha noche. Tanto que desistió de ir al trabajo en coche, la mañana era espesa, pero no llovía. Ir a pie le despejaría. 00:35. En el garaje el nerviosismo tras los parapetos afloja un poco cuando el artificiero corta el verde sin consecuencias. 00:30. En la calle se agolpan los patrulleros y las ambulancias con las luces encendidas. Tras el cordón policial se escucha un murmullo, cada vez que sale algún evacua do. Los claxon de los coches sitiados en las calles cercanas desafinan estridentes. 00:29. Cabo me copias, ¡debes salir ya! Pero jefe creo haber escuchado algo. No hay tiempo, sal ya es una orden.

00:27 segundos, Tomás ve con desesperación el atasco en la impresora, con los auriculares a todo volumen no ha es cuchado el atasco de la máquina y varias hojas se agolpan. También ve por la cristalera unos negros nubarrones oscuros que copan el cielo y los edificios. 00:20. Maldice al cielo y a la copiadora, se mojará al salir. Mientras, la música machacona sigue golpeando sus oídos. 00:15. Al artificiero se le ha escapado un suspiro, cuando ha cortado el cable rojo. Detrás de si ha escuchado un ¡Uf! 00:10. El policía cubre el último tramo de escalera mirando hacia arriba. No está seguro, pero una orden es una orden. 00:05. El artificiero piensa en sus hijos al cortar el cable azul, ya solo le queda el odioso amarillo con franjas marrones. 00:02 rojo, par y pasa.
Tomás sonríe cuando ve salir, él diría que un siglo después, de nuevo papel de la fotocopiadora. Pero le dura poco la sonrisa porque tiene que agarrarse con fuerza al sentir temblar el suelo y ver como se derrumba tras un gran estruendo, el edificio de la acera de enfrente, como si fuese un castillo de arena. El miedo y la sorpresa le hacen abrir la boca, cuando asomado a la ventana ve como los escombros y el polvo han evaporado de su vista la vecina torre acristala da.
LA AMIGA
—Se te ve feliz —dijo Rubén.
—Será porque estoy feliz —respondió Clara.
—¿Hay algo que celebrar?
—Estás despistado. ¡Vaya! Es fin de año y han telefo neado del restaurante. Nos reservan una mesa.
—¿Fin de año y nos reservan una mesa para tres? ¿Tú, yo y nuestra amiga? ¿Tendré que ponerme corbata?
—Te encantará ponerte corbata. Será mi amoroso regalo. Además he comprado velas de olor, estaban bien de precio en el súper.

—¿Qué dices? A mí me sientan como la cuerda al ino cente. Fíjate, mi cuello ya parece el de un ejecutado.
—El restaurante es excelente y bastante moderno. Creo que su dueño es músico o poeta o algo así.
—Dos profesiones que normalmente pasan hambre. Muy apropiado. ¡Qué chicas más elegantes!
Del mueble aparador Rubén separa dos vasos y un frasco de whisky acercándose a la mesa.
—¿Se tomaría una copa una chica elegante de Vallado lid?
—Qué forma más agradable de entablar una agradable conversación, qué ironía, qué sutileza, espero que con nues tra amiga seas más ingenioso o la aburrirás, como siempre.
—Oye, cielo, nadie te obliga a tomar whisky, en Valladolid también se toma café. No es lo mismo pero…
—¡Qué gracioso! Espero que no te ajustes demasiado la corbata y que te siente bien la comida. El menú lo ha elegido ella que conoce bien tus gus tos. —Para decir esto, Clara, se ha vuelto de espalda para esconder la mueca. Sabe dónde pellizcar y no pierde la oportunidad. No le hubiese costado pedir perdón, pero en cambio añadió:
—¿Te gusta ella?
—¿Quién?
—Nuestra amiga. Cuando estamos juntos no le quitas ojo de encima ¿Crees que no me he dado cuenta?
—¡Shhhh! ¡Qué decir! Sus amistades me han hablado mucho de ella. Mal claro, muy mal.
—¿A qué te refieres? ¿Crees quizás que no debería venir a la cena?
—Al contrario —dijo poniéndose otro whisky sin hielo —. Creo que es lo indicado, ya que voy a soportar la corbata y posiblemente las uvas resecas del músico poeta.
—Reconócelo, te gusta más que yo y por eso aguantarás —afirmó.
—Te digo, sin dudas Clara, que no deberías de pregun tar cosas sin estar segura de que la respuesta te va a gustar. Sabes que los lunes y los sábados me gustan las morenas y los martes y viernes las rubias, los miércoles…
—¡Calla!, deja los chistes para los días de fiesta. Hoy todavía no lo es. —Rubén toma asiento en el sofá junto a Cla ra y después de carraspear dice:
—Te has fijado ya hablamos como los casados, incluso me obligas a decir y a hacer cosas que no quiero.
—No, no me fijado. ¿Te quedarías esta noche conmigo? —preguntó.
—¿Después de que cenemos los tres? Que pretendes que empecemos una nueva vida. ¿Año nuevo, vida nueva a tres? ¿Qué me aportarías de nuevo para ello?
—Por mi parte nada, querido, serías tú el que aportarías una amante esposa. Para mí ya es mi amiga, solo mi mejor amiga.
LA LOCA
Cuando llegó al parque, las botas no resistían más caminatas. Era un parque solitario incluso de palomas, hasta los charcos echaban de menos sus niños chapoteadores.
Unos cabellos escasos y mojados le dan aspecto de desolación y locura. Nadie la ve, nadie la escucha, nadie sabrá nunca que arrastra en su casa rodante del supermercado, pero seguro que no hubiese resistido un inventario. Su desfi le de carnaval busca un cajero confortable para pasar la no che. En esa plaza hay tres, los tres ocupados por otros locos. Siente esa sed que siempre le acompaña y le aturde. De poder haría como sus botas de charol, que se beben la lluvia por unas abiertas suelas. En un arrebato aprovecha que nadie la escucha y grita en voz baja con ojos desorbitados: despenalización del aborto, la eutanasia para el que no trabaja, abolición de la ablación, el sufragismo universal, un sol para todos, todos los días, pero no como el de hoy.
Después escapa en su unicornio ebrio. Los árboles no la cubren, nadie la escucha, la loca se moja y sigue buscando dónde pasar la noche.
En su día era un lienzo con brillantes colores.
UN MANOJO DE LLAVES
El edificio donde vive Obdulia es del siglo XVIII. Desde en tonces sus muros buscan el mar y el atuendo que reviste su fachada deja claro que lo ha encontrado todos los días. Ella ocupa la última planta, los vecinos de abajo no cantaban bien. Es más ya no cantan. Más arriba tiene la azotea, un escenario a cielo abierto para toda una bahía.
Obdulia es disciplinada, seria, correcta, metódica y de cierta edad. Bueno, eso como todo el mundo que tenemos una cierta edad–. Coqueta no, no lo es, ella usa el delantal de su madre a diario.
Todas las tardes —¿Ya he dicho que es metódica, no? —, cuando el sol está a punto de perderse en esa raya lejana

del mar —¿sabéis a cuál me refiero?, esa que lo engulle rojo de vergüenza cuando se apoya para descansar—, en ese mo mento saca del bolsillo del delantal materno dos guantes de seda negra y se los coloca. Uno en cada mano. Ya una vez puestos, abre el pestillo del cajón del aparador y saca un jo yero de plata, levanta la tapa y coge un manojo de llaves unidas por una argolla de alpaca, cierra el cajón con una de esas llaves y las guarda en el bolsillo derecho del delantal. Sin duda una gran herencia, tardía pero buena y práctica la herencia de ese delantal, que quiera dios tenga muchos años para disfrutarla.
Como en procesión, empieza el recorrido diario de ce rrar todos los balcones. —Todos sabemos cuántos de ellos pueden atesorar estas casas antiguas que miran al mar, cada una con su llave y cerradura correspondiente—. Tres a po niente, cuatro a levante y el cierro que da al norte con portalones dobles y dobles vueltas a las cerraduras. Además de los armarios, las alacenas, los baúles de la ropa de invierno y el ventanuco del baño. El frigorífico nuevo y el botiquín tam bién tienen sus cierres en el peregrinaje ritual nocturno de Obdulia. Hasta una capillita de madera con la virgencita a la que rezaba todas las noches, quedaba a buen recaudo tras la campana de cristal. Su madre le dejó el delantal, la portería del convento de clausura y una ligerita afición por los espacios bien cerrados.
Por eso, baja todas las noches tres pisos hasta el portal, para cerrarlo, atravesándolo con una barra de hierro fundido y dejar afuera la calle y el tiempo. Cumplidas sus es taciones de penitencias, sube con una sonrisa en los labios y un especial brillo en los ojos, hasta la pesada puerta de ma dera de la azotea y la abre de par en par, incluso la atranca

con una cuña para que ninguna impertinente racha de viento la pueda cerrar de un golpe.
Al bajar a su piso, hace otro tanto con la puerta de entrada, conecta la alarma y la deja abierta, diáfana como una portada de feria, grande, alta, iluminada, invitando a traspasarla para poder saborear el disfrute.
Puede que su madre no contase con ello. ¿Os he dicho que el delantal tiene dos bolsillos?
Pues sí, tiene dos bolsillos, gran herencia esa, uno para guardar el manojo de llaves y el otro para el mando a distan cia 4G, ese otro gran invento que le servirá para cortar la alarma y cerrar automáticamente la puerta de entrada desde la cama, en el caso de que algún loco enamorado entrase para regalarle la luna llena mientras duerme, y no tuviese la más mínima oportunidad de volverse atrás.
UN BARCO ZARPÓ
Juntos disfrutamos de nuestros sueños de juventud; sexo y excesos despilfarrados en los jardines del Retiro. Abrazados cruzamos la Gran Vía fardando de largos besos arrebatados por ese humo que ilumina la noche.
Pero la diosa nostalgia nubló tu mente, se dilataron tus ojos con los recuerdos donde aparecían buenos aires adoles centes. Entre las lánguidas notas del bandoneón y unas letras de tangos arrabaleros, mi voz era un eco desafinado.
Nuestros paseos por la ciudad, me permitieron rega larte la blanca piedra de todas las fuentes y de las alamedas, los álamos perennes. A mí, tú me regalaste la vida contigo, feliz cambalache del que salía yo ganando. Pero eso no bastó para rescatarte del cielo de la Plaza de Mayo cuando un gaucho boludo volcó todo el polvo de la pampa sobre nuestras frentes.
Un barco zarpó como vuelan los aviones entre nubes de colores, surcando olas de algodón gris contigo dentro. Unos ángeles perversos, te arroparon para llevarte lejos. A mí me dejaron en el muelle de carga, varado, olvidado, deses perado, despechado, pero enamorado.
Nadie tiene todo lo que quiere para siempre, flacucho. Te lo dije tantas veces como viniste a verme, cuando os veía entre mis piedras anclados, mojándoos de noche y luna, y en el más puro lunfardo suplicando por vuestra suerte, haciendo planes de futuro más allá del presente. Aunque no me escu charas, te lo dije yo, que soy madre de la tierra: nada desata mejor lo atado, que la añoranza de la patria que has amado.

Tienes esa sólida razón del mármol Cibeles, la tierra es como un carro tirado por leones. Por eso ella es mi patria y prometo, por el filo de mi guitarra, allí donde esté conquistarla. La imagino esperándome, tiñendo de brillo todos los ríos de América con la plata de sus tobillos. La busco, y la busco y ella no me encuentra. Como mi juventud, perdido no consigo recordar cuando mis pies secos empezaron a llorar el olvido de su ausencia.
Y vuelven mis pasos donde juntos disfrutamos nuestros sueños de juventud. Los jardines tienen otros dueños, las fuentes parecen secos páramos, los labios no dan largos besos y el humo ya no ilumina aquello que tanto amábamos.
DAMÁ JAMBÉ
Desde lo más alto de ese acantilado, esa playa se parece de masiado a la que hace muchos años ella llegó.
Un paso adelante. Sería tan fácil, un paso más y esta pesadilla acabaría. Pero hasta para eso le faltaban las fuer zas. Ya no era aquella que llegó casi a nado las tres últimas
millas agarrada al cayuco. Ahora era una mera sombra difusa recortada entre las altas escolleras.
Damá, reconoció a su padre en el viejo barbudo, que calafateaba su vieja barca varada en la arena. Estopa, brea y vasta lija a una madera, que quizás más hubiese apreciado una cálida hoguera. El hombre, con una colilla apagada en los labios, le saludó con la mano y los ojos entrecerrados por el sol. Los cabellos blancos del marinero le traían muchos recuerdos.
Pero de esos recuerdos, también huía. La aldea, con su madre junto al caldero en la leña. Sus hermanos correteando descalzos tras las flacas gallinas y de sí misma, la “Terneri ta” ese apodo que arrastraba por aquel antojo blanco, que le recorría el hombro y parte del brazo derecho. Esa mancha rompía la armonía de la bella tableta de chocolate puro, que era su cuerpo a los diecisiete años.
Recuerdos de ese momento en que tuvo que escapar del casamiento impuesto. De la arena en los pies cansados hasta llegar a ese mar océano que todo lo engulle. Memoria de su identidad. El policía que le tomó la filiación, no estaba versado en idiomas Damacula Jambewe, después de pasar por su bolígrafo, pasó a ser Damá Jambé y con ese nombre vivió desde su llegada desde Senegal.
Damá lo asumió cuando entregó su primer currículo ¡Qué ingenua! Puso su nuevo nombre y el viaje en cayuco, como si eso fuera para algo positivo para ella. Ahí le dijeron: rellena este cuestionario, deja tu álbum de fotos y ya te llamaremos, ¡¿Pero qué álbum?!, si lo único que tenía era una cartulina de fotomatón, que se había hecho ese mismo día con las cien pesetas que le dejó una compatriota, que vendía bolsos en el paseo marítimo.
Y la llamaron. Fue dos años más tarde, cuando se encaprichó de ella un médico, trabajando en el catering de un congreso. La llevó consigo a La Coruña, hasta que se cansó. Menos mal que antes le presentó a un fotógrafo que lanzó su carrera como modelo, que conocía a un escultor, que a su vez era familia de un modisto que la llevó a París a desfilar sus vestidos. Curiosamente aquellos que dejaban su hombro al aire. Sí, cierto, cambió de manos, demasiadas manos en el metro noventa de marfil negro y ojos azules que cargaba la luna sobre su hombro. La “Ternerita”, con sus veinte años, era el capricho de las revistas y pasarelas de moda. Otra jungla, esta más sofisticada, más exigente y sobre todo más peligrosa. Pero en un abrir y cerrar de ojos, la mancha ya no es nívea, ni tersa la piel, ni el brillante ébano de las piernas columnas de palacios y un día: No das la talla. Al siguiente: esto puede que no sea para tu tipo. La siguiente temporada es más juvenil y no contamos contigo. O: ahora habría que dar paso a las chicas más jóvenes. Lo efímero siempre tiene una excusa perfecta.
La colilla apagada sigue cosida en su boca y los ojos clavados en la mujer. El viejo marinero le vuelve a saludar. Ahora el saludo no parece natural, es forza do, como una llamada de atención, como si dijese: no lo hagas, se puede seguir disfrutando del mar, siempre hay un puerto donde atracar. Y para confirmarlo, con la brocha acaricia la barca y cubre del brillo de pintura la madera tapando las herrumbres y desconchones.
Damá está segura de que lo más fácil sería dar un paso adelante. El marinero está seguro que echaría su barca al mar por ella, si llegara a darlo.

Ella ya conocía el mar. Estando ya en ese acantilado, dar un paso adelante debería ser lo más fácil.
LA LUZ
En la cubierta se recortó su delgada figura entre los faroles de gas del muelle de carga, cuando la estacha se liberó del noray para marcar rumbo Su salida de la ciudad nadie la lloró cuando tomó la difícil decisión de abandonar el cómodo puesto de arquitecto municipal adjunto. Tenía ideas propias que su jefe no valoraba demasiado. Eso le empujó a tomar el pri mer carguero que le dio cabotaje. Así fue como, cargado con una maleta de cantoneras marrones y un bolso de cuero don de asomaban varios rollos de papel con bordes arrugados, emprendió su particular diáspora a ningún sitio conocido. Su camarote de improvisado marinero, no era un paraíso, un ojo de buey con un cristal rajado y unos tornillos oxidados allí donde la pintura no cubría, le devolvía una negritud a veces salpicada con un halo de virulentas burbujas blancas que se disolvían de inmediato. Desde el camastro contaba las horas que faltaban para llegar a tierra firme. El pellizco en el estó mago, el mareo y la fatiga, le hizo repudiar su visión románti ca del mar. Todo lo ideal y poético de la travesía, volvió cuando se vieron las luces oscilantes de la costa. El corazón es un músculo y como tal se dilata y se contrae.
El contacto con la población no le fue fácil para un tipo como él, de espíritu serio y carácter taciturno y humilde. Aunque su formación le capacitaba para optar a puestos de trabajo de mayor calificación, decidió aceptar un empleo en una cuadrilla de albañiles que estaba restaurando una iglesia. Poco a poco la ciudad y sus vecinos se convirtieron es su familia, en su hogar. En sus paseos soñaba los diseños para construir grandes y modernos edificios. Su imaginación le-
vantaba grandes fachadas con balcones, ventanales y grandes cúpulas acristaladas. Y para confortar a su corazón mol deaba pequeñas maquetas modernistas con barro, retales de azulejos, cristal y madera coloreada de fuerte colores tie rra, que luego intentaba vender en los mercadillos de navidad cuando se acercaban las fiestas. Pensaba que seguramente nunca tendrían lugar apropiado en ningún portal de Belén de esa época, Pero sus construcciones llamaron tanto la atención que llegaron a las manos de los contratistas que le daban trabajo, sus modelos y formas atrajeron la curiosidad. Le hicieron capataz de una cuadrilla y le encargaron la construcción de la sacristía. Cuando estuvo acabado el trabajo ya su fama había deslumbrado a los constructores, tanto que le nom braron encargado general de las obras para adaptar una vidriera de cristal como cúpula central de una iglesia y dotarla así del sistema de su aprovechamiento de luz.
En una fría y lluviosa noche muy cercana a la navidad, recibió en su casa la alarmante llegada del vigilante de la obra.
—¡Don Pedro, don Pedro…! —dijo gritando en plena no che con evidente nerviosismo.
—¿Qué ocurre? —le contestó, con intención de tranquilizar al buen hombre.

—Tiene usted que venir conmigo a la obra. No le molestaría si no fuese necesario, pero yo no sé qué hacer en un caso así. Venga usted y lo ve con sus propios ojos, yo no sa bría explicárselo y si lo hiciera no me creería.
El pobre hombre llevó casi en volandas en plena noche a don Pedro al último rincón de los fondos de la obra para en-
frentarse a la sorprendente estampa de una mujer que acababa de dar a luz un hermoso niño recostado sobre un mon tículo de arena en una sala a medio tabicar. El hombre que los acompañaban, pedía insistentemente por favor que no los desalojaran esa noche, que prometía que en el momento que amaneciera se marcharían. El parto se había presentado de inmediato y no tenían alojamiento por lo que decidieron refu giarse en la obra que creían abandonada.
—¡Quite, quite! Aquí no va nadie a ningún lado hasta que no se repongan la madre y el niño. A ver, vamos a habili tar una sala de las que ya están terminadas para acoger a estas personas como se merecen. Te hago cargo de proveer todo lo necesario para ello —le dijo al vigilante. De momento, cuando ya tengas instalada a esta familia, darás aviso a todos los trabajadores de que estarán de vacaciones hasta nuevo aviso y a los constructores de que la obra se para por un cambio en los planos imprescindibles para la seguridad de la estructura de la iglesia, pero que yo prometo que esas mo dificaciones la engrandecerá y la llenará de luz.
—Como usted diga don Pedro le guardaré el secreto, lo importante es que esto que ha ocurrido aquí trascienda favo rablemente. Nos cambiaría la vida.
—No podremos guardar demasiado tiempo el secreto, trascenderá y nos cambiará la vida, eso te lo aseguro. Todo lo que ocurre pasa por algo, pero es uno con sus acciones las que deben hacer que sea para bien. Vamos a ver nuevo padre ¿que sabes hacer? —dijo don Pedro dirigiéndose al hombre.
—Siempre he trabajado con mis manos, humildemente bien, la madera.
—Pues preséntate a mí cuando volvamos a la faena, yo te daré trabajo. Y ahora me vuelvo a mi casa que tengo mu
cho que pensar de cómo modificar los planos para justificar el parón imprevisto de la obra.
Tal como se predijo todo lo ocurrido tuvo trascendencia. Independientemente de las creencias, los hombres tie nen que buscar su destino, no importa de dónde se venga, ni adonde se llegue o cuales sean sus ideas. Y así fue como una radiante claridad paseó su luz por la pequeña iglesia de mi barrio, que se vio engrandecida como la mayor de las catedrales, no por una sino por dos fabulosas cúpulas que apuntan al cielo rematando la obra de un hombre que quería ser sabio y lo fue siendo bueno. Así lo demuestra la historia de nuestro protagonista, que con sus conflictos y dificultades supo dejar para los demás todo aquello bueno de sí mismo, a la par de conseguir un pellizquito de paz interior.
VÍAS PARALELAS
El 13 P es mi número de la suerte.
Hace solo un minuto el vagón estaba lleno. Los viaje ros, que seguramente tendrán sus vidas, sus ilusiones, sus miedos e inquietudes, desaparecieron de mi vista. Y con ellos el murmullo y el ronroneo de los raíles castigados por las prisas de la máquina. Todo desapareció mágicamente.
La vi. Una pequeñita oreja, bajo una cabellera rubia de finos cabellos, recogidos por una horquilla dorada con una manchita negra de óxido. Algunos de los pelillos cortos escapados de yugo forman una cortina rebelde y revoltosa entre la oreja y las arrugas de la piel que parecen afluente de los ojos. Esos lagos naturales de aguas celestes, fueron los culpables.

El pendiente también dorado, con un cristal tallado se ve brillante y favorecido por las elegantes líneas del pabe llón. Líneas curvas, delicadas y suaves que escapan para ocultarse en una gruta misteriosa. Poco más abajo, el lóbulo cuel ga orgulloso, como una gota de miel que se escurre de una cu chara.
En el cristal de la ventanilla del número 11 V, se refle jan entrelazados los árboles desfilando en dirección contraria y las vías de otros trenes, equivocados, que también llevaran historias importantes entre sus vías paralelas. Esas lí neas de hierro para mí han perdido toda relevancia, como el paisaje, como el tiempo.
Estoy tan absorto, que puedo sentir su pulso reco rriendo su largo cuello. En mi cuaderno de apuntes voy recogiendo con rayitas lo que yo imagino como un latido. A una vista ajena podrían parecer mensajes en Morse mal escritos, para mí suponen rimados y medidos versos.
A mi querida vecina del 11 V, le llamaré tal como mi co razón quiera, un día será Lucía, otro Rocío, el siguiente Flor y esa misma tarde, puede que la llame Azucena. Rocío se ha movido inquieta en su asiento. No estoy seguro, pero creo que va a bailar para mí. El tren, amistoso, aminora su marcha para permitírselo.
Ahora ya va tan despacio, que los árboles parecen clavados a la tierra. Ella pega su rostro al cristal de la ventanilla para ver la estación a lo lejos. Pone su mano para prote gerse de los reflejos, y aparecen unos dedos largos, huesudos, con las uñas rojas y los nudillos enrojecidos por el frío para parapetar su cara, en ese momento un silbato rompe el encanto. A continuación una voz metálica, recita el nombre de la localidad en varios idiomas, que yo no quiero escuchar.
Rocío, esta misma tarde puede que sea Alicia, para mí, hace como la que no me ve al retirar su maleta para salir. En tiendo que es para evitarme el amargo trago de la despedida y por ello, en silencio, le doy las gracias.

En el asiento 11 V ha viajado la que, a partir de ahora, será mi gran amor y el feliz día que nos conozcamos, podré contarle a ella este bonito viaje que nos unió para siempre.
LAS UÑAS SUCIAS
El polvo rojo había invadido el coche y el olor a tierra nos re cordaba más palpablemente su ausencia. Allí sentado no se atrevía a arrancar, es curioso, quizás temiera perder los do lorosos poderes de los recuerdo de ella.
Ese era mi padre, el mismo que me empujaba a viajar sin destino. De él no había recibido más que amor, pese a su perfil adusto, austero, severo incluso al ofrecerte la mano.
Era sincera. Ella era siempre sincera, hasta forzar el asombro y nuestra huida. Si mi padre había esperado eternamente que el paso del tiempo mejorara la relación, mi ma dre solo había esperado que mejoraran las apariencias. Nin guna de las dos cosas había pasado. Verme a su lado se lo recordaba reflejado en mis ojos bobalicones.
Siempre me he parecido a mi padre —ella casi a diario me lo recordaba.
—Mira, mira —me digo levantando inconscientemente mi brazo para señalar el alrededor—, estamos en mayo y ya está todo quemado, apenas queda algo de verdor.
Mientras me asomo por la ventanilla del coche, en él se refleja mi rostro y en ese momento mi padre arrancó el motor. Mis finos labios se entreabrieron como para decir algo otra vez pero de nuevo en el aire no se apreció nada. En mi
cabeza si retumbó la queja; si tanta repulsa le provocaba mi padre, nunca debería haberse casado con él.
Repasé su perfil desde el asiento: frente arrugada, pómulos hundidos, barbilla prominente, mirada simiesca y sí lo dicho, labios muy finos. Mi madre no puede estar tan en lo cierto.
O lo mismo sí, nos parecemos.
Los colores pastosos del trigo seco dejaban atrás mi casa, en la ventana puedo ver la silueta de una mujer madura, que daba la espalda al exterior. El olivo, el soto, el alcorno que, cien matas de cebada quedan detrás. ¿Por qué has tardado tanto papá? Las paredes de la finca y la verja del ca mino son amargas, pero no tanto como esas pesadillas que crean los espejos.
Tengo las uñas sucias y se me nota el enfado, como cuando mamá de niño me enseñaba a conjugar los verbos; ser, parecer, semejar, fabular, despechar…
Papá acelera al salir de la curva, ya no podemos verla, ni ahogarnos en su largo pelo. Casi al unísono hemos entrecerrados nuestros ojos bobalicones.
También hemos suspirado profundamente. Nos parecemos.
UN COLMILLO RETORCIDO
El reguero de gasolina avanzaba por el suelo de gravilla impregnando todo el descampado, cuando un encendedor presta su llama para que una agresiva llamarada levante un fuerte olor a goma quemada, justo antes de la gran explosión por simpatía de todas las embarcaciones neumáticas del recinto. Al mismo tiempo dos perlas grises brillan de soberbia en la madrugada del polígono industrial.
Nuestra historia empieza unos días antes cuando, Manuel se echa a la mar solo como siempre, en su zodiac equipa da con cuatro potentes motores, a todo gas en busca del barco pesquero. La mar está picada, los rizos de las olas de jan una estela blanca que parece una herida infecta en unas aguas negras que lloran y tiemblan al paso de tantos caballos desbocados. En el timón, Manuel “El Perla” se cierra la cre mallera del chaquetón hasta el cuello. El poniente pega fuerte. El Perla cree que le llaman así por sus ojos grises, la vanidad no le deja reconocer que pudiera ser por su altanería y malicia. Sí, Manuel es un prenda. Sin escusas. Una perla podrida. Dos horas de navegación lo deja varado al pes quero y en pocos minutos tiene los fardos a bordo de la lancha. Rumbo de vuelta al muelle de Barbate el sol mañanero hace que entrecierre los ojos hasta que parezcan una raya dormida. Por eso tarda tanto en ver el dron espía de vigilancia de la Guardia Civil que lo tiene localizado y lo espera. El mar ahora está roto, las olas cabecean la lancha de manera que más bien parece una pelota de goma que vaya pegando alegres botes.
Entre la línea de costa y el horizonte se dibuja la silueta de la patrullera de aduanas que le espera con los moto res al ralentí y la dotación fuertemente armada en la cubierta, dispuesta a cualquier maniobra. El Perla aprieta los dientes. Manuel no tiene escusas, valor sí pero escusas no. No ha sido un niño maltratado, no ha crecido en una familia desestructurada, no le ha marginado la sociedad, ni ha tenido ma las amistades, acaso la suya propia y su afición al dinero fá cil. Si sus habilidades y fortalezas las hubiese dedicado al bien, el colmillo no se hubiese retorcido. Pero no pudo ser.

Con un ágil giro de timón a babor, los motores rugieron como si lo hubiesen atusado con una tormenta solar. El Perla intentó pegarse a la costa lo máximo posible y los bajos de Conil le libraron de momentos de ser interceptado por la pa trullera, pero a la altura del Castillo de Sancti-Petri no tuvo más remedio, a su pesar, que arrojar los fardos por la borda para que la lancha aliviada del peso mantuviese la distancia con su perseguidor. Inútil. Las olas, los amenazadores bajíos y el miedo por primera vez de acabar en la cárcel prendaron muchas gotas de frio sudor en la frente de Manuel, mientras el poniente empujaba hacia la costa la lancha con el casco verde de la patrullera cada vez más cerca y los altavoces exigiéndole que parara los motores y se entregara.
Estaba tan pegado a la playa que El Perla solo vio la salida de escape en las frías aguas y las montañas de arena. Con un corte de mangas al aire, liberó el calamento y el rezón buscó asiento en los fondos de Cortadura. De su garganta salió un grito destemplado insultando a dios y a toda la hu manidad antes de nadar hasta la orilla y perderse por las dunas para siempre.
La potente lancha cuatrimotor sin gobierno ni capitán, desangelada como una ballena herida que ha sido arrastrada por la marea para morir, quedó varada en la arena y con ella el humillado orgullo de Manuel, hasta que una grúa de la Guardia Civil la remolcó al depósito en tierra de Aduanas, donde junto a otras muchas de ellas también decomisadas, esperan que sean subastadas al mejor postor.
Unos ojos grises cargados de soberbia, que brillan con un mate satinado ante la luz de una llamita de un encendedor, se encojen hasta quedar como una línea continua al soltar su última perla envenenada: —Po si no es pa mí, pa nadie.
Y acercó la llama del encendedor al suelo.

MARISA CAMACHO SÁNCHEZ JURADO
LIBERACIÓN

Me hace entrar en mi nuevo hogar, empujándo me levemente con la palma de la mano abierta. Una mujer con aspecto desaliñado, intentaba guardar un vaso de whisky tras unos libros, le vantándose a duras penas de una raída silla. Cuando pretende cogerme y huelo su aliento, siento la necesidad de huir, y eso hago: me es capo y vuelvo a las calles. Esta vez procuraré que no me atrapen los hombres que llevan palos con lazos.
ESCAPAR
—No hay tiempo que perder. ¡Coged solo lo imprescindible! No, María, el osito, no. Lo siento, Carlos, el ordenador tampoco. ¡Mercheee! ¿Pero dónde se ha metido esta mujer? No me puedo creer que esté ordenando la cocina. Da igual, si no encuentras las llaves, déjala abierta, ya no va a entrar nadie. La última nave está a punto de partir, corramos hacia ella.

DUALIDAD
Dígale, agente, que lo quise mucho. Jekyll, era bueno, por lo menos en los primeros años de convivencia. Todo cambió cuando empezó a tomarse ese preparado que él mismo se hacía. Amárrelo bien y tengan cuidado, no se dejen engañar que por la noche cambia mucho.
OLOR A FIESTA
Le agradezco con otra sonrisa cuando vuelvo la cara hacia mi amigo, me río al verla, a él le pasa igual. Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, donde nos dicen que está el “ja leo”, primero los dos solo, pero pronto y después de varias copas por no decir muchas, habíamos hecho un buen grupo de caras: triste, alegres, demoniacas, angelicales, hasta una cara que se parecía al rey emérito. Amanecimos con las dos cabezas de cerditos sonrientes por la arena.
TIEMPO DE ELECCIONES
Esas alas de plástico servían para volar, o al menos eso ponía en las instrucciones. Eran cuatro alitas y un pequeño motor, Ana con su pijama a rayas negras y amarillas se las puso y echó a volar, al poco tiempo todas las abejas de una colmena la siguieron, eligiéndola su reina.
IMPLICADA
¿Es que no tuviste bastante? ¿No recuerdas cuando venías a mí llorando y con tu cuerpo lleno de moratones?

Temblando de impotencia, gritabas que aguantabas por los niños. No fue solo una vez, fueron muchas.
¿Recuerdas cuando te hizo pensar que estabas loca y te buscó un siquiatra? Yo te acompañé y no oí lo que hubiera querido. Ca llaste tantas cosas…
Ahora no me digas que te has vuelto a enamorar.
¿Recuerdas lo que urdimos, conspiramos y tramamos? Esta vez, si sale mal, no te ayudaré a deshacerte del cadáver.
LA CULPABLE
¡No quiero volver a verte nunca más! por tu culpa nos echan y mira donde tenemos que ir, a ese páramo desértico. Ya te dije que no quería jugar contigo. Nunca me gustaste, y tú venga a insistir. Y lo peor no es eso, desde ahora y por todos los siglos hablarán mal de mí.
Y Eva cogiendo un buen tronco le dio tan fuerte a la serpiente que tembló el paraíso.
¿QUÉ SERÁ?
Cuando el último invitado se marchó, ce rró con fuerza la puerta y echó la llave. No vuelvo a hacer otra reunión en mi casa. Todos hablando, riendo a la vez me han puesto la cabeza llena de estupideces y parece que aún siguen allí. Ya recogeré todo esto mañana, ahora estoy muy cansada.
EL TRATO
¿Me oyes? No me gusta lo que haces y creo que tú deberías saberlo. Te pasas todas las noches moviendo muebles de aquí para allá con el sólo objetivo de hacerte sentir, si ya sé que eres tú.


Hoy me ha dicho una amiga que rece y así lo he hecho.
Espero amor mío que esta sea la noche que los dos durmamos en paz.
VOLVER A EMPEZAR.
Tan misteriosamente como apareció, se desvaneció. Fue un fogonazo intenso en el cielo, entre las nubes.
Los que lo vieron corrieron despavoridos, ocultándose entre las rocas y en los huecos de los árboles. Abrazados unos miraban con inquietud.
Mientras que otros tapaban sus ojos con sus manos peludas.
Temiendo que el hombre invadiera otra vez su planeta y lo hiciera inhabitable.
AQUELLA MAÑANA
No dejaba de saborear mientras caminaba por el paseo ma rítimo de vuelta a casa. El aire era limpio esa mañana y me acariciaba. Todos los poros de mi cuerpo respiraban al uní sono excitados, recordando quizás lo que aquel delicioso manjar me había hecho sentir. Me mordisqueé los labios queriendo atrapar todo su sabor. Una sonrisa burlona apareció en mi cara y mis ojos reían y mi boca sentía y guardaba aquel beso.
GLADIADORES
Nos comimos a unos cuantos vecinos para no defraudar. Que ríamos ser los más fuertes, los más sanos, lo más rápidos. Pero la comida empezó a escasear y con el agua que quedaba apenas nos llegaba para un día más. No reunimos los cuatro para buscar una solución. Fue entonces cuando vimos a nuestros vecinos como posible ali mento. Ellos estaban escuálidos y viejos, pero servirían, con su carne y huesos to maríamos las proteínas necesarias y con la sangre saciaríamos la sed. Sin pensarlo nos lanzamos hacia su habitáculo y con nuestros dientes hicimos un hueco, por don de entramos.

Nos los comimos hasta dejar tan solo unos trozos de piel y algunos huesos. A los pocos días, estábamos corriendo en el Círculo Ovalado tras la liebre artificial con la que los humanos creían engañarnos, cuando nosotros solo huíamos del ahorcamiento lento.
LA DETECTIVE
La fastidiosa mosquita con su lengua veloz, enlutada y quieta, modosita ella, siempre en el mismo sitio, mirando y enterándose de todo, para después lanzar su lengua viperina y criticarlo. Y creíamos que era una mosqui ta muerta.

OBSERVADOR OBSERVADO
De un certero bocado le arrebató el pincel y lo escupió lo más lejos que pudo. Acercó sus labios a los de él susurrándole “Te deseo, te deseo”. Incontables horas había posado des nuda, ante la inquisitiva mirada del pintor que ajeno a los sentimientos despertados, escudriñaba cada centímetro de su piel. Ella a su vez observaba como se mordía el labio infe rior cuando la línea era demasiado fina de pintar, el brillo de sus ojos al plasmar en el lienzo con exactitud milimétrica su cuerpo, limpiarse los ágiles y finos dedos en el paño estampado de multitud de colores…
Labios que deseó, mirada que acogió, y manos que soñó la acariciaran.
UN MUNDO DISTINTO
Seguía atrapado allí dentro observando lo que me rodeaba. Era la primera vez que viajaba tan lejos, soy joven aún y me queda mucho de este mundo por descubrir.
No encuentro a mis compañeros, nos salimos del torrente por una abertura que se hizo en la finísima tela que nos protegía. No pude imaginar que fuéramos a provocar todo esto. Los transmisores se han sol tado y se balancean golpeándose y pro vocando descargas eléctricas. La red parpadea sin cesar. Un grupo de rami ficaciones salta repetitivamente emitiendo sonidos agudos. Todo se mueve, se agita, parece que va a explotar. Intentaré meterme en otro torrente sanguí neo y dejar este lugar lleno de neuronas locas, de corrientes eléctricas estropeadas, trasmisores neuronales rotos, de dendritas chillonas y seguir mi camino, al fin y al cabo, solo soy un pequeño glóbulo rojo.
De repente se ha hecho el silencio, todo se ha deteni do. Me deslizo por la pared suave de una vena, dentro de ella veo a mis compañeros sin movimientos. Su color ha cambiado, ahora están morados. El oxígeno no me llega, yo también es toy cambiando de color.
LA MIRADA LEJANA Y AZUL.
Y cuando volvía en mis ojos despertaba la mañana y mis labios inertes sonreían por dentro. Lo esperaba como cada día, como cada tarde, con mi mirada inmóvil.
Sentía sus pasos tranquilos y acompasados, disfrutándolos, como si se encontrara en la ante sala del mayor acon tecimiento de su vida, su vida era yo y él la mía.

Esperando las bellas palabras que me diría.
Nuestras almas, rebosante de amor, apenas desunidas por el rastro de unas gotas de agua se cas, fundieron las rejas trasparentes que nos separaban.

Y en un abrazo infinito, me infundió la vida.
Ya mis labios podían besar y todo mi ser amar. Corrimos hacia la playa y en una barca ancha y blanca que allí había, cruzamos mares y océanos.
Y con nuestro amor escribimos la más bella de las his torias.
BINOMIO
Querida amiga:

Aunque estamos siempre juntas y me conoces muy bien siento que en estos últimos tiempos nos estamos separando.
Sé que en ti sigue quedando las fuerzas y las ganas de vivir de antes, al oírte comentar algo, usas el mismo tono ale gre y gastas las mismas bromas que tanto nos han hecho reír.
Cuando paseamos por la playa o por un campo te observo cómo lo miras, inhalas fuerte para llenarte de su aroma y después con una leve sonrisa vuelve tu rostro hacia los de más.
Esos paseos, que a veces se vuel ven interminables, porque nos vamos pa rando continuamente, bien para saludar a algunas personas, para acariciar a un perro o para mirar al cielo y ver las distintas formas de las nubes.
En las largas y grises tardes de invierno, me dejas descansar un poco, muy poco, porque enseguida se te ocurre que podemos ir de compras, a merendar, a ver una película o hacer un bizcocho. Como el otro día, que nos faltó la mitad de la receta y nos inventamos la terminación que no fue muy acertada y lo tuvimos que tirar. Nos reímos tanto…no podía mos parar.
En estos momentos me cuesta seguirte, me pesan los pies y también el alma, en mi cabeza rebosan ideas caducas y busco el silencio y la soledad.

Sí, mi querida amiga me voy quedando atrás.
Pero tú nunca me dejes, tira de mí, como siempre lo has hecho.
Te quiero, me quiero.
ADICIONES MALDITAS
Víctor bajó rápido al garaje, nervioso al no encontrar a la primera las llaves en su bolsillo derecho, donde siempre las guardaba, profirió unas cuantas palabrotas, hasta que por fin las palpó en el bolsillo opuesto, con las ma nos temblorosas intentaba meter las llaves para ponerlo en marcha pero estas se resistían a hacerlo. Al sacar el coche rozó la puerta de salida, dejándola abierta, ni siquiera volvió la mirada ni se paró para ver los desperfectos.
Ya en carretera, apretaba el acelerador sin control, a esas horas de la noche había poca circulación, ni le importa ron los radares.- Ya me vendrán las multas y me quitarán los puntos, ahora lo único que me importa es llegar- se decía Aparcó de malas maneras delante de la puerta principal del casino. Una vez dentro buscó la mesa seis de la ruleta. Cuatro personas como hipnotizadas miraban a la bolita a ver si se paraba en el número elegido.
Víctor cambió su dinero por fichas y busco el tercer asiento por la derecha, las puso en torre y empezó a juga como un poseído, apostando al 27 negro y alternativamente a algunos más.
A las cuatro horas de juego había cambiado varias veces las fichas por dinero. Le ofrecieron un maletín para que pudiera guardarlo ya que su cartera rebosaba, y el acepto. Pero en plena euforia del juego, un pensamiento le lle nó de hiel y un sudor frío le fue inundando su cuerpo. Reco gió las últimas ganancias y emprendió la vuelta a su casa. Ahora conducía despacio, con desganas, sus manos em papadas de sudor se deslizaban por el volante.
Al bajar del ascensor unas pisadas ensangrentadas le indicaban la puerta. Abrió y sin mirar el cuerpo de su mujer que yacía a pocos pasos, arrojó el maletín y gritó “¡¡Lo que he tenido que hacer!! ¿Por qué te antepusiste a mi obsesión?” Y arrancando el cuchillo de aquel cuerpo se lo clavó en su cora zón.
EL HOMBRE Y EL PERRO

Todos los días los veía pasar por delante de mi cancela y yo la abría para que entrara el cachorro y poder acariciarlo y juguetear un rato con él. El hombre permanecía en la entrada y pacientemente esperaba nuestros juegos.
Con un silbido lo llamaba, más Luk , así se llamaba el perro, sin dejar de jugar enganchaba un colmillo a mi pantalón y tiraba de mí hasta su amigo.
Era precioso ese perro, un labrador de pelo negro y brillante como el azabache, de mirada limpia e insistente, como si me quisiera decir algo más que su impulso pueril por jugar.
Así, una mañana y otra, fui cono ciendo al hombre de mirada ausente, por sus palabras supe el motivo del abatimiento en el que estaba inmerso.
Su mujer antes alegre y aparentemente feliz, tenía una fuerte depresión y se pasaba el día metida en su cuarto y a oscura y apenas comía.
Ya la había llevado a los mejores y más conocidos sicó logos y siquiatras, pero unos y otros no la ayudaron. El pensa ba que los tratamientos que estos le habían puesto y cambiado tantas veces, habían sido los culpables del estado en el que ahora se encontraba su mujer.
Me dolía pensar en ella, a oscura en una habitación, mientras afuera en los campos, brotaba tanta vida.
Los mese pasaban rápidos, Luk crecía, mientras al hombre se le oscurecía más la mirada .La imagen de los dos por aquellos caminos se me quedó grabada.
Las sombras del hombre y de su perro, aún pienso que siguen caminando.
LA LUZ EN LA VENTANA
En mis noches de insomnios, observo tras las cortinas el piso de enfrente, con la simple esperanza que haya en alguna ventana luz, de alguien que tampoco duerma.

Una de ellas, está encendida hasta las cinco de la ma drugada, noche tras noche y puedo ver a un joven sentado ante un ordenador.
Anoche, al mirar veo que detrás del chico hay alguien con un cuchillo, que se acerca más y más y levantándolo se lo cla va delante del cuello. Llamo a la policía.
Trato de explicarme, pero ante mi ignorancia de la dirección exacta decido bajar y esperarlos en la calle. En pocos minutos llegan, les señalo la ventana y les sigo.
La puerta no se resiste y entran, y yo tras ellos. Allí en el suelo está el muchacho ahogado en su propia sangre.
Uno de los policías encuentra el cuchillo a poca distancia del cadáver, otros buscan huellas o restos de alguna pis ta, uno hace el reportaje fotográfico, otro mira la pantalla del ordenador y… se sienta ante él, descubriendo el motivo del asesinato.
Llega el médico y el juez, éste comprueba que todo esté correcto y el médico toma la necro reseña del cadáver. Alguien manda callar. ¿Un gemido? ¿Un sollozo?
Al abrir la puerta de un armario en la entrada, encuentran a una chica medio desnuda y en postura fetal.
Uno de ellos me ve y me pide que me vaya.
Antes de salir, una mirada al ordenador, me bastó para saber lo que hacía ese maldito bastardo.
EN BUSCA DE MI LATIR

Dejaba atrás el mar con su olor a sal y a algas, para adentrarme en la provincia de Sevilla. Cerca de Jerez el aire marinero había cambiado, ahora era seco y olía a tierra, a árboles, a montes. Olores de mi infancia incrustados en mí. Los campos de cultivo, mezclados con los olivares, naranjos, sauces, eucaliptos. Bajé a tope la ventanilla y respiré con fuerza.
¡Cuántas sensaciones se agolpaban en mi mente! Me llené de vida, de mi vida de niña, y mi mirada cambió: ya no había cansancio en ella, ahora estaba llena de ilusión y aleg ría. Volver a mi pueblo, donde nací, retornar a la infancia.
Montellano está situado en la sierra sur de Sevilla, es un pueblo blanco y pequeño, con pocos habitantes que se co-
nocen casi todos, amables, amistosas, sencillos, sin reveses ni complicaciones.
Como su nombre indica, parte de él está en un monte y parte en un llano. A la entrada, están “Los jardincitos” donde tanto jugué con la chiquillería de aquellos tiempos. En el cen tro, la farola, más pequeña que la recordada. Nos gustaba jugar a cogernos las manos, a modo de cadena, y el primero se mojaba un dedo con su saliva y la pegaba a una parte rallada de la base de la farola; ninguno quería ser el último, ya que era a ese al que le daba la corriente. En el lado opuesto, el moral: ese sí que había crecido, ¡Cómo nos poníamos los dientes, la cara y la ropa! Sus calles anchas, llenas de luz, las ca sas grandes, blancas. Su silencio, dejando oír a la naturaleza que lo rodea todo. Vagué toda la mañana por el pueblo tan conocido por mí, me empapé de cosas recordadas.
Para comer me dirigí a la venta el “Potaje”, que aún estaba en el mismo lugar, una explanada en plena montaña. Antes me asomé a su mirador: sensación indescriptible. Un aire templado con una mezcla de olores a tomillo, romero, lavanda e hinojos, se infiltró por todos mis poros. Al entrar a la venta, lo primero que se ve y se huele es a morcillas de asaduras, que cuelgan de una viga en el techo, a quesos frescos, a aceite de oliva. De la cocina me viene un vaporcillo que huele a tagarninas, a alboronía, a sopa de tomate, a manitas de cerdo y a un sinfín de platos revividos en esos momentos. Después de tomar un café que me supo a gloria. me preparé para regresar, no sin antes recrearme en mirar los colores que el sol, en su declinar, iba pintando en los campos.
COMETA SUELTA
Adónde van los recuerdos cuando se olvidan. Qué río oscuro los arrastran hacia el infinito de las palabras huecas. No sé
por qué se borran las grabaciones de toda una vida, dejando jirones sueltos vagando sin sentido por la mente. A don de te estás yendo querida hermana. Tú la mayor, y yo la pequeña.
Extremos unidos desde siempre por el cariño, la compresión, las ilusiones, las fantasías, la vida vivida juntas. Nuestros corazones latiendo al unísono, nuestras almas en la misma sintonía.
Tu cuerpo tan lindo como siempre, tu mente cometa suelta, mi alma posible ancla.
No, no me resigno, buscaré en los más ocultos valles, en las más altas cimas, en el fuego, en la lluvia, en las pisadas ya dadas, retornaré, avanzaré pero no te me vayas.
Con tus manos entre las mías te miro y te digo con pa labras calladas: Quédate y deja que el finísimo hilo que aún existe cuando nos miramos nos siga uniendo.

He ido a verte de nuevo, no me has reconocido. Tu co meta voló.
DON QUIJOTE

Había que rescatar a este personaje, tan conocido y admirado que pasa fronteras, gracia a la mente que lo creó.
Me lo imagino que con un chasquido de dedos se transportase a los campos de Alge ciras, de cerros enriquecidos con un corto matorral. Allí aparecería el hidalgo a lomos de su inseparable compañero Rocinante, el que más cerca estaba de su escueto cuerpo, que si pesaba era por la chatarrería que lle
vaba puesta. Al lado, su escudero Sancho, siempre intentando que su señor volviera a la realidad.
A Alonso Quijano se le iluminó la cara cuando, ante sí, aparecieron cientos de enormes molinos. Su cuerpo se ende rezó y, apretando el escudo contra su pecho, levantó su des vencijada lanza.
—Amigo Sancho, una nueva aventura se nos presenta, que aunque de los otros gigantes salí maltrecho hoy me tomaré la revancha.
Sancho sintió menearse su estómago, ávido como siem pre de viandas. Conocidas ya les eran las exaltaciones de su señor.
—No fuyades, cobardes, os clavaré mi lanza en vues tras tripas infectas.
—Pero señor —gritaba Sancho—. Estos son demasiado altos, demasiado grandes, ni su lanza ni su espada lograran hacerles huella.

Don Quijote golpeó con los estribos al pobre Rocinan te, y este esforzó un galope. La lanza se rompió con tal tropiezo. Caballero y caballo quedaron aplastados contra el ace ro de los aerogeneradores.
PARANOIA OBSESIVA
Jaime bajó rápido al garaje, nervioso al no encontrar las llaves a la primera en su bolsillo derecho, donde siempre las guardaba, profirió unas cuantas palabrotas, hasta que por fin las palpó en el bolsillo opuesto. Limpió un líquido pegajoso que llenaba sus dedos con la ga muza de limpiar los cristales, con las manos temblorosas intentaba meter las llaves para poner el co che en marcha pero estas se re
sistían a hacerlo. Al sacar el coche rozó la puerta de salida dejándola abierta, ni siquiera volvió la mirada ni se paró para ver los desperfectos.
Ya en carretera, apretaba el acelerador sin control, a esas horas de la noche había poca circulación, ni le importaba los radares.
—Ya vendrán las multas y me quitarán los puntos, aho ra lo único que me importa es llegar —se decía.
Aparcó de malas maneras delante de la puerta principal del casino. Una vez dentro buscó la mesa seis de la rule ta. Cuatro personas como hipnotizadas miraban a la bolita a ver si se paraba en el número elegido.
Jaime cambió su dinero por fichas y buscó el tercer asiento por la derecha, las puso en torre y empezó a jugar como un poseído, apostando al 27 negro y alternativamente a algunos más.
A las cuatro horas de juego había cambiado varias veces las fichas por dinero. Le ofrecieron un maletín para que pudiera guardarlo ya que su cartera rebosaba, y él aceptó.
Pero en plena euforia del juego, un pensamiento le lle nó de hiel y un sudor frío le fue inundando su cuerpo. Reco gió las últimas ganancias y emprendió la vuelta a su casa. Ahora conducía despacio, con desgana, sus manos em papadas de sudor se deslizaban por el volante.
Al bajar del ascensor unas pisadas ensangrentadas le indicaban la puerta. Abrió y sin mirar el cuerpo de su mujer que yacía a pocos pasos, arrojó el maletín y gritó “!Lo que he tenido que hacer¡ ¿Por qué te antepusiste a mi obsesión?” Y arrancando el cuchillo de aquel cuerpo lo clavó en su corazón.
SEÑALES
Esta carta te la escribo a ti porque sé que me comprendes, como yo a ti, querida amiga.

Cuando el verano se despedía, acortando los días y haciendo de las tardes, noches, algo se llevó con él. Mi cuerpo se volvía cada vez más tardo y dolorido. Llegaron las Navida des y pasaron con alivio. Qué pena sentir esto, cuando tú sabes lo mucho que me han gustado y lo que las he disfrutado. Pero mi cuerpo me quería decir algo, que de una u otra manera me revelaba. Las manos se me fueron poniendo inflamadas y amoratadas, el cansancio y el aturdimiento me iban ocu pando, como una marea negra. Una gripe inoportuna se encargó de rematar mis escasas fuerzas. Un día me caí en la calle y me rompí la mano, golpeando mi ya dolorido cuerpo.
Visité el médico en dos ocasiones, y me remitió a distintos especialistas, citas que fueron anuladas o pospuestas, por la pandemia que aún nos asola.
Mi cuerpo se quejaba, sabía que tenía que hacer algo, había perdido más de siete kilos, y mi piel se arrugaba y se desprendía. Pensé, que era una crisálida y pronto me convertiría en una preciosa ma riposa, o que era una serpiente desprendiéndose de su piel para crecer. Perdona pero tenía que ponerte algo así para romper el ritmo y no cansarte con tantos quejidos, aunque voy a seguir con ellos, necesito tanto desahogarme, y tú, querida Ana, sé que me leerás con gusto y que también echaras de menos a esa amiga que te hacía siempre reír.
He cambiado o me ha cambiado la enfermedad, revuel ta con los años. Cuando me miro al espejo, la expresión de mis ojos me pide ayuda desesperadamente.
Y la soledad, y la angustia, y los dolores…
Por fin una llamada de una médica que después de varias preguntas, me diagnosticó una artritis reumatoide, me puso un tratamiento y pasé tres meses tomando antiinflamatorios, que más que mejorarme me empeoraron. Volví a pedir cita y ¡ahora me mandan a hematología! Y… menos mal! Después de muchas y dolorosas pruebas, me diagnostican trombocitosis. ¿Sabes qué es? Pues que soy una fábrica de plaquetas, si necesitas algunas ya sabes dónde acudir.
Hoy sopla un aire fresco que mece los árboles con armonía, parecen que bailan al compa de una música suave. Mi vista busca a mi árbol, ese grande que está en la puerta de la iglesia, el que me muestra los cambios de estaciones cada año, el más alto ¿lo recuerdas?
Tengo tantas ganas que vuelvas y poder hablar de cosas, de nuestras cosas.
Ya sé que es también lo que deseas tú, y sin embargo te encuentra atrapada ahí en Suecia, sin poder volver, te lo impiden las fronteras, ahora cerradas por ese maldito virus. Casi no podemos comunicarnos, pero siguen siendo efectivas las cartas por correos, aunque tarden siglos. Un beso fuerte.
(La próxima, te prometo, seré otra vez la amiga bro mista de siempre).
LA CITA Marcos miró su reloj por décima vez y para estar más seguro buscó la hora en el móvil, que estuvo a punto de caer por sus manos temblorosas.
Se cercioró de haber llegado justo a la hora que habían quedado en aquel café.

Revisó su indumentaria y miró hacia sus zapatos, estaban tan relucientes como la noche anterior, cuando preparó todo lo que se pondría al día siguiente.
El sol empezó a iluminar las mesas que el camarero con maestría volteaba y ponía con una separación milimétrica, para que cupiesen cuatro sillas por cada una de las mesas y no sobrepasaran la fachada de la cafetería.
Dudó si sentarse o esperar en pie y hacerse el encontradizo cuando llagara. Notó como un regurgitar desde su estómago al recordar que no había mirado si era martes o miércoles. Es más, por un momento no recordaba qué dichoso día habían quedado. Buscó el móvil otra vez, en su difícil bol sillo de la parte trasera del pantalón, pero este, voló cayen do en la acera y haciéndose añicos. El camarero, que torcía la boca y movía la cabeza negativamente, le ayudó a recoger los trozos esparcidos por el suelo.
Del peinado que Marcos, a base de gomina, había logrado para la ocasión, se fueron soltando mechones que, jun to con el sudor, daba la sensación de suciedad. Al vérselo en el cristal de un escaparate intentó arreglarlo pero sus manos ahora sucias lo empeoraron.
A pocos pasos, una silueta perfecta con andares ondulantes de una chica, se aproximaba.
—¡Será ella! —exclamó Marcos metiéndose la camisa por el pantalón.
Cuando pasó por su lado, casi sin mirarlo, extendió la mano y le dejó una nota, en la que decía: “Te he estado observando desde el establecimiento de enfrente y no me gus taría una amistad y mucho menos una relación, con un hombre tan inseguro y raro como tú.”
TIEMPO DE PAZ
Carlos andaba ya cerca de los ochenta, pero su cuerpo, aunque un poco encorvado, seguía estando en forma. Todos los días se daba largos paseos, hiciera frío o calor. Siempre saludaba a sus conocidos con amabilidad. Vestía con elegan cia las usadas ropas con olor a alcanfor. En una pequeña tien da cerca de su casa se abastecía de lo necesario para sobrellevar su vida en solitario. Tenía una única obsesión: el aho rro. Contaba y recontaba el dinero que tenía y el que podía gastar y ahorrar.
Un día, en unos de sus paseos, un perrito se le acercó olisqueando el borde de sus pantalones. Su primer impulso fue apartarlo, pero cuando lo miró, le dio pena al ver su cuer po tan delgado y unos ojos brillantes que le miraban pidiendo cariño. Rebuscó algo en los bolsillos pero, como acostumbraba, los tenía vacío.
El perro le siguió hasta su casa. Él, sin querer mirarlo, cerró la puerta. Todo el día estuvo inquieto y, de vez en cuando, se asomaba por la mirilla de la puerta para ver si se había ido el que ya le había elegido como su amo. La noche helaba y a Carlos se le encendió el corazón; abriendo la puer ta, le dejó entrar.

Después de un baño, le dio de comer y, en un cuenco viejo, le puso leche caliente. El perrillo no paraba de lamerle las manos, la cara y de mover rápido el rabo, estaba contento, no cabía duda.
Desde ese día Carlos ya no pa seaba solo, Odín, como le había puesto de nombre al perrito, le acompañaba. Visitaron al veterinario para una revisión y alguna que otra vacuna. Fue allí donde se enteró de que una perrera estaba a punto de cerrar por falta de me-
dios y que tendrían que sacrificar a todos los animales que allí había.
Cabizbajo, llegó a su casa, y no paró en todo el día de llamar a los bancos, donde tenía sus cuentas. ¡Y sí! Tenía más que suficiente para afrontar los gastos que le ocasionaría mantener el refugio abierto; y no solo esto, también para las reformas que pensó hacer. Lo quería transformar en un lugar donde los animales, pudieran correr y jugar, alejándolos así del enrejado de las jaulas y del sonido desgarrador de los aullidos de desconsuelo.
Sentado en su sillón, con su perrito durmiendo sobre sus zapatillas, pensaba que quizás Odín le había cambiado la vida, sintiéndose ahora feliz de poder dar y ayudar, lejos del ser avaro en el que se estaba convirtiendo.
El calor del animal le llegó hasta el alma y la acarició. Fue lo más bello que jamás sintiera, paz.

A VECES…
Mi mente está llena de hormigas que trajinan imparables toda la noche, socavando en los pensamientos más negros, los cuales afloran y me muerden incansables hasta que logran tensar mis tendones. Ellas si guen corriendo bulliciosas, emitiendo un sonido metálico audible y electrizante.
Mi cuerpo se mueve inconsciente buscando liberarse, y al no poder con esa multitud incontrolada, mi corazón acude en su ayuda y bombea más sangre, que corre por mis venas como ríos desbordados elevando mi temperatura e inundan do mi cuerpo de sudor.
Me despierto removiendo con desesperación la pesada losa que me ha tenido atrapada. Por un rato me siento infeliz y lloro.
Los bichejos parecen desaparecer poco a poco. Una luz enmascarada de tristeza entra por la ventana. Mi brazo se alarga e intento borrar la nube que oculta el sol.
LA VENTANA ENREJADA

Cuenta la leyenda que hace más de dos siglos un escritor y dibujante callejeaba a diario por las calles de Sevilla, bus cando no los grandes monumentos que esta ciudad tenía, más bien algún rincón, plazuela o casa que le llamara la atención por cualquier detalle escondido que él con su mirada de es critor detectaba.
Ese día se paró con sus lápices ante la fachada vieja de una casa y allí sentado en el suelo empezó a dibujar sin poder parar, quedó como hipnotizado ante una ventana pe queña que rompía con la arquitectura del resto de la fachada, su lápiz corría veloz por el papel, pintando más de lo que se veía. En esos momentos sintió por su cuello un aire suave y cálido, como una caricia que lo dejó como en éxtasis por unos momentos.
Acercándose a la ventana y al trasluz de unos visillos desgajados pudo ver la silueta de una mujer, creyó oír una voz, un suspiro, un susurro que le decía: Rescátame buen caballero, he quedado atrapado entre dos vidas, buscad mi cuerpo.
Mucho tiempo tardó en convencer al guardia de lo que le contaba era cierto, éste de malas ganas aceptó a acompa ñarlo.
Un solo empujón bastó para que la puerta de entrada cediera. Buscaron la habitación de dónde había oído la voz, estaba cerrada con un gran pestillo de hierro dos patadas bastaron para que al otro lado de la puerta, las bisagras ce dieran.
En un diván, los restos de una mujer exhaustoS de esperar por una muerte perdida en el tiempo. En el suelo re posaba un trozo de papel en el que aún se podía leer: “Por caridad dad sepultura a este pobre cuerpo”.
EL MEJOR DE LOS LUGARES
Comienza a amanecer, cuando Juanito, el de la ferretería, se dispone a abrir la persiana de su tienda, con él empieza a despertar la plaza. Un bullicio de voces de los barrenderos y mangueros la limpia con afán. Hasta a mi llega el olor a pavi mento mojado.
Como en cadena van abriéndolos otros comercios. Ya huele a café proveniente de los bares. Carmen, Paqui, Manoli to “el gordo” comienza a sacar su preciosa mercancía y ponerla alrededor de sus tenderetes, llenando todo de perfume y colorido que al mezclarse, pienso que sería el mejor elixir para aliviar la pesadumbre.
Llega la hora en que las per sonas empiezan a transitar. Hablan alto y se saluda con alegría. Algunas se dirigen a la plaza de abasto, que queda a mi espalda, y de donde llega un olor de pescado fresco, verdu ras, chicharrones, que le levantan a uno el hambre aún sin po der comer.

Cerca de ellos emerge un edificio grande con unas escalinatas de mármol blancas, que a mí como buen romano, me gustan mucho. Me recuerdan tanto a mis principios… Frente a mí, está la calle llamada Columela, supongo que en mi honor, pues es igual que mi seudónimo, aunque mi nombre fuera Lucius Junius Moderatus Comella. No nos quedábamos cortos con los nombres, los romanos, pero en este Cádiz, no gustan las complicaciones y me acortan hasta la ele.
A mi derecha una callejuela estrecha de esas con em brujo, que miro con desesperación por no poderla pasear.
Yo me encuentro en medio de esta plaza tan llena de vida, tan llena de flores, de requiebros y alegría. Yo me en cuentro en el mejor de los lugares de esta preciosa ciudad donde nací, mi Gades querida y por tantos años añorada.
Una nota: La hoz de mi mano es un poco ridícula, con ella no podría segar ni los trigales más endebles. Que de agricultura entiendo, y he escritos varios libros sobre ella.
MUJERES EN LA SOMBRA

Mi voz para tantas mujeres que callaron y callan. De niñas, jugaban a las casitas, una forma como cualquier otra de instruirlas en los menesteres para lo que des pués sería su vida.
Estudios los mínimos, preparación laboral: Su casa, o aún peor, “sus labores”. Se veían abocadas a casarse como única salida de ser independientes, no se daban cuenta de que no se abría una puerta a la libertad, más bien se sumer gían en el oscuro laberinto del si lencio.
Madres jóvenes que lucha ban por sus pequeños y aguanta-
ban por ellos todas las desilusiones y el desamor de aquel que un día le dijo “te quiero”.
Educadas para cuidar, que no nacidas, de hermanos, hijos, maridos y como no de sus padres cuando eran mayores y llegaban a la triste edad de no poderse valer por sí mismos.
Sus hijos las hicieron abuelas, los nietos pasaron también a su cuidado. Ellas “no trabajaban”. Con sus huesos dolo ridos y sus fuerzas disminuidas, sacaban a duras penas a esos pequeños adelante.
Mujeres que han dependido siempre de alguien, que han callado tantas injusticias, que se le ha ido la vida en un trabajo agotador y silenciado.
En la actualidad hay muchas mujeres que, ya mayores, buscan en los retazos de recuerdos lo que le hubiera gustado hacer y se apuntan a planes de estudios, a viajar, a descubrir los entresijos de la ciudad donde viven, etcétera, etcétera, etcétera Pero cuando vuelven a casa y estiran sus cansadas piernas e intentan desalojar su mente de tanta materia acu mulada y sin retener, es cuando mejor se encuentra. Es entonces cuando les suena una vocecilla interior que les dice: ¿Y ahora ya, para qué?
Igual que el elefante que permaneció atado toda su vida, y viejo lo soltaron por pena, llevándolo al lugar donde había nacido, y que volvió a los pocos días a hoyar el mismo círculo que durante tantos había pisado, ahora sin cadenas.
VICENTE DÍAZ MARRERO

DISTANTES

Le pido que haga todo lo posible por mante ner con vida a mi marido. Ya se cuidaría ella de mantenerlo en aquella situación —medita ba Adela mientras miraba atenta por el visor y con el mando oculto en su bolso, desde la distancia, interfería y alteraba las frecuencias del medidor de constantes vitales—. El manejo, en exclusiva, de su cuenta, bien merecía tanto empeño.
TRINIDAD
Le agradezco con otra sonrisa que me cuente su vida. Aquella viejita de cabello ralo, alisado y pegado a su cráneo, reducido por los años, tuvo su lucha de viuda en las cocinas del cercano hospital. Al amor de su vida, aquel maestro arrumbador de las bodegas de Felipe Abarzuza, se lo arrebató, en los aledaños de la Segunda Aguada, un “delirium tremens” des conocido para ella hasta entonces. Para otra ocasión quedará, la crianza, sin ataduras, de sus tres herencias.
ÁRNICA, POR FAVOR
No paran de preguntar por mí. Iré yo solo —respondo—. Aunque no sé si acertaré en el momento de salir de la habitación. Desde que ayer me paró la policía local, a la entrada del pueblo, para pedirme la docu mentación, voy de sorpresa en sorpresa: primero que me estuvieran esperando; cuando me llevaron ante el alcalde, que festejara tanto mi llegada y me invitara a

tan suculenta cena. Hasta tenían reserva en este lujoso hotel, ¡pagada! Me pareció divertido que me confundieran con el famoso árbitro con el que bailo mis apellidos. ¿Hasta dónde llegarán? —me decía—. ¡Dichosas mascarillas! Ahora, tras tanto unte y agasajo, aguardo que empiece el partido. Espero que el trencilla sea puntual en llegar al terreno de juego y que, tras su pitada inicial, tenga yo mi oportunidad.
NEGACIONISTAS
Nos han mandado en la escuela de sue ños que vaciemos el reservorio de los proyectos, que hay que buscar nuevos métodos para combatir las pandemias que nos asolan desde el 2020. Adán, pese a lo recomendado, no quiso cor tar con Evita porque ella, que era más práctica y poco crédula, no entendería su decisión. Han pasado cincuenta años o más y, según cuentan en el libro de las Historias del No, la obra de aquella pareja que sobrevivió, ha comenzado la Era Coronegacionaria.
LA MONITA CIEGA


Siempre como nuevos, con el año siempre, alcanzan su inde pendencia: los bebés macacos aprenden jugando, ramonean las hojas y comiendo frutas se van destetando.
Ella juega y salta, pero no se ale ja. No lleva pañuelo, no busca en el co rro ni toca las caras, pero huele a ma dre cuando tiene hambre. Ya ha cumpli do el año y, aunque huele y brinca, no come las plantas que no ha practicado.
Vaga por los riscos. ¿Tendrá corta vida? La madre ya parió su bebé del año.
HALLOGÜIN

No hay tiempo que perder, era su sonsone te, en él apoyaba sus decisiones. Le gustaba gobernarnos, que la obedeciéramos. Siem pre organizando, siempre resolviendo. Le pasaron los años y le creció el corralito reverberado de fotos de difuntos. Maria, des de su trono de anciana, no añora ya los extraviados, solo aspira prolongar su ahora.
PAN Y DUELO
Me hace entrar en mi nuevo hogar. Aquel pleno desesperado de la ruleta me permitió una vida nueva. La parte principal de lo obtenido la destiné a reparar lo robado, los gastos médicos y la liquidación de la Agencia Tributaria; tras hacer cuentas comprobé que, por el sobrante, nadie me perseguiría, ni el recuerdo de mi extinta esposa.
CUESTIÓN DE MÉTODO
Se escucha ese “pi” infinito tan irracional en la boca del ma estro. Julio no llega a comprender la relación entre ese extraño sombrerito y la redondez de la circunferencia del aro con el que juega. Mañana, quizás, cuando sus ojos sobrepasen los ventanales, abiertos de par en par, halle quien, jugando en la planicie verde del patio de recreo, le explique la relación entre el rectángulo del campo y el balón de reglamento.

TAMBORES DE HOJALATA
Su marido era insufrible e infantil: sus soldaditos de plomo, atónitos, forman cohortes multicoloreadas, tras quedar sus carnes grises a cubierto por precisas tintadas acrílicas. Sus pinceles tamborilearon las escalas sonoras en unos diminutos botes de hojalata.
Cada día ascendía a la buhardilla, a cubierto en su mundo, hurgaba en su retroceso temporal, en su acomodada y voluntaria parálisis, en sus caprichos de niño-adulto.
—¡No puedo más! —explotó Olvido, cuando decidió no reclamar más colaboración y optar por liberarse.
—No me educó mamá para ser distinto —se excusó él.
—Y a mí, me urge ser yo misma.

EL OPTIMISTA
El día que una ola salte más de lo convenido me subiré a ella y cabalgaré con mi tabla de surf sobre los tejados. ¡Sin necesidad de parapente Damián! Así sortearé los efectos del pr óximo maremoto. ¡Sin problemas! En la costa de Nazaré entreno cada día. Sobreviviré al cambio climático.
DES-CUENTO
Cojo tu mano y salimos corriendo por los caminos perdidos de nuestra niñez. Mantuvimos la carrera hasta perder el aliento. Extraviamos así nuestro espacio, el confort de nuestro hogar. Ya éramos adultos y comprobamos que no caben brujas malas que hornear cuando las aves del tiem po han devorado las migas con que marcamos el surco equivocado de nuestras vidas.
DERIVADAS
Te quiero, Pilar, te quiero, como quiero a Isabel. De cada una tengo un reflejo, en cada uno percibo la luz de vuestras miradas. No como quise a Ana, a Julia o a Inés antes, de ellas no hubo derivadas, todas quedaron en ex, sin más. Es que, por vosotras, me ha llegado la alegría de la vejez: mis nietos.
ENAVOLADIZA

Hablando todo el día con el loro del vecino pude conocer todas sus intimidades. En la mañana se dedica ba al aseo de su jaula, limpiaba los cuencos de alimentos y el bebedero. Desalojaba cui dadoso las cáscaras de semillas y reponía pi pas, golosinas y agua. Era una joya. Después el animal cantaba sus excelencias hasta me diodía. A la hora de la siesta, su roncar hacía vibrar los acristalados ventanales con una simpática sinfonía. Al anochecer subía el tono sus frases y picardías y, entrada la noche, su coqueteo desvergonzado alcanzaba límites inimaginables. La verdad, el día que coincidí con ellos en el rellano, por mi mirada, debió comprender que estaba coladita por él.
ROJA NAVIDAD
No tuve más remedio que matarla pese a que me encariñé de su mirada altiva. Ella era una amenaza en mi visita diaria al retrete. Su presencia, descarada e impasible, acortó mis lecturas infantiles. En mi trono de porcelana, blanco y discreto, yo no tenía más que ojos para su deambular displicente. Como si yo no existiera, en su picotear, durante la cuarentena, se mostraba dominadora e impertérrita. Aterrorizado, debí acomodar mis estancias a su compañía. La semana de coinci-
dencia me amoldó a su presencia, hasta admirar el lustre de su porte, su vistosa carúncula. Pero llegó el día inapelable, cumplí la sentencia de la abuela: sería la estrella de nuestro menú navideño. Echaré en falta su cloqueo tras su degüello.
MARCIAL
Ya no pudo leer más, los ojos se le cierran en cada intento, le caen los párpados igual que ante la televisión. Ha venido dejando para más adelante la lectura de casi todos sus libros; buen número de ellos los com pró a los visitadores, aquella ingrata profesión casi desapa recida en estos tiempos, que giraban por las oficinas cada dos o tres meses. Le habían acompañado en los años de su itinerancia laboral, salvo su primera colección, la Biblioteca Básica de Rtve, que quedó en su casa materna tras sus primeras nupcias. Las segundas terminaron también mal, y aquel cese de convivencia le costó, entre otras dolorosas pérdidas, alejarse de ellos después de custodiarlos tan largo tiempo ¡Cuántas historias perdidas! Cuando recuperó la edición completa de Episodios Naciona les, los regaló a su hijo el rescatador. Ahora cuando se duerme, sueña con los tiroteos de su adolescencia: añora la herencia lectora del abuelo, la colección completa de Lafuente Estefanía.

DESCENDENTE
Descansa mirar la planicie de la mar en calma y el cielo rayado por las nubes y el viento del atardecer, mientras paseas desde el Campo del Sur a la Alameda, en Cádiz, cuando el sol
despliega sus violetas y anaranjados minutos antes de decaer, tras el horizonte, con su rojo vespertino.
Me gusta comer, y evoco el aroma del plato de poleá (salpicado con azúcar y canela) y los huevos fritos con pata tas de mi niñez, preparados por las amorosas manos de mi tía.
Gozo al hundirme en una inmersión cálida y limpia, en las pro fundidades del Jardín de la Reina, en Cuba, y sentirme elevado entre torbellinos de aire recalentado por el ultraligero, en mi otra vida, y volar libre de las ataduras y corsés del pie a tierra, al menos durante unos minutos, qui zás engañado.
Observar el esplendente rostro de la maternidad deseada me embelesa, ¡cuánta hermosura! Lloro por la forzada y malquerida, por la orfandad que el desamor me hiela. Me ilusionan los primeros pasos del bebé cuando busca tus brazos; aunque duela, al poco, porque no pudiste evitar su primera caída, porque ha de crecer.

Me iluminan las sonrisas radiantes de los recién casa dos por amor, aunque estén enredados en compromisos y celebraciones desmedidas, repletas de invitados envueltos en malas imitaciones del papel cuché. Reniego de las deudas por aparentar, de la degradación moral por envidiar, de la complicidad por cobardía.
A salvo, la que se reviste de prudencia, que prefiere camuflarse entre los atrevimientos de quienes desconocen los límites de su propia ignorancia. Recorro cansado una ve jez en paralelo, decrépita y estimulante a un tiempo, porque percibo sus ganas de luchar, aunque casi arrastre su cuerpo,
aunque la vivacidad de su mente mengüe hasta llegar al fin ligera de equipaje.
DECONSTRUCCIONES
—¡Dichosa manía de no hacer fotos ni tomar notas! ¿Para qué? Si todo queda en mí. Cuantas sensaciones vivo, las guardo —me justificaba.
Mis recuerdos, ahora están obstruidos. ¿Podré revivirlos si ya me falla la memoria? —así medita el personaje enfrentado al blanco matizado de la pantalla, cuando com prueba que el presente coarta una realidad sin sueños. No se siente capaz de traspasar la pared invisible de la celda, en ele, que le acoge, desde la que escribe para seguir viviendo. Su cueva.
Como en una nube, vaga su mente: le suenan las risas infantiles de sus hijos cuando descubren su desnudez en la bañera. Él no encontró respuesta para negársela: “Papá,sitú nosvescadadíadesnudosennuestrobaño,¿porquénoso trosatino?”.
Tras los muros grue sos del antiguo convento cisterciense, reconvertido en hospedería, descansan después del paseo por el escondido y sorprendente parque natural del río Piedra: un vergel entre secarrales a su paso por Nuévalos; cascadas y ar coiris, entre cuevas limosas y criaderos de truchas. Con ellos de la mano, salva los desniveles de una convivencia robada. En el sendero gozan del corto e intenso fin de semana. ¡Imposi ble volver!
Deslumbra aún el sol del atardecer. Aquella brisa ma rina de Faro le refresca el rostro. Son sus vacaciones del se-

tenta y siete. En la barra larga y arenosa en la que se asienta el camping, monta su pequeña tienda estrenada para alojar los, con mínimo ajuar y mucha voluntad, en aquella primera experiencia, tras la sentencia amarga de la Rota. Solos los tres, llenando de vida sus forzadas ausencias. ¡Imposible vol ver!
La Combi también te dio juego. ¡Claro, aquel remedo de autocaravana, otro sueño inconcluso! —se responde—. Pero te llevó y te trajo por años. Se rompió el motor en Lisboa ¿Te acuerdas? ¡Otra vez Portugal! Eres persistente, y en esa llevaste más compañía: la de tus padres. ¡Menudos abuelos! Todo un ejemplo de generosidad y entrega. ¡Cuánto les de bes! ¿Recuerdas la vuelta? Entonces la rotura fue del para brisas y, ¡otra vez Portugal para arreglarlo! En la Ruta de la Plata ni un taller con repuestos. ¡Qué cenizo! ¡Imposible vol ver!
¿Imposible? Claro, aquellos niños son padres ya; el abuelo murió y la abuela cumple años y los celebra por video conferencia.
REDIVIVO
—La historia se repite —me dije.
Ya han pasado seis meses y debo evocarla de nuevo. El encargo no ofrece dudas. Mi recurso final a la onomatopeya macabra, al estrellarse el pobre Lucas en el suelo, no consiguió un efecto convincente. Se parecía más a un chiste infan til que al desenlace de un relato bien trabado. Lo he de revisar.
Cuando la bola dio sus últi mos saltos sobre la ruleta, debí evitar aquella descripción tan de tallada de sus repetidos desfalcos

en Galerías Preciados. Realmente lo importante era que, el fallecimiento previo de su esposa tras penosa enfermedad, se llevó, con la salud de ella, el bienestar de ambos. Aquel acontecimiento fue el auténtico desencadenante de su des graciado final.
¿De qué sirvió tanta frialdad para detallar, en la carta a sus hijos, el destino de aquel dinero que le llegó por el gol pe de suerte? Acaso, para poner al descubierto su oculta ludopatía. ¿A qué vino el recuerdo chusco de aquella antigua película, que generó un título tan mal traído? “ANTIGUO”. Como si tuviera alguna relación con la trama del fallido relato. ¿A qué vendría San Valentín en aquel cuento, y el recuer do de que la principal tienda de aquellos Grandes Almacenes lo ocupe, ahora, esa nueva marca de nombre tan chocante, “FNAC”, acabando mi relato?
Hoy este nuevo encargo me ha servido, al menos, para encontrar otra alternativa, que revisar siempre da lugar a descubrir nuevas salidas, porque Lucas ha tenido tiempo para meditar sobre su opción y asentar sus sentimientos. ¿Quién no agradecería, pasada la angustia, tener oportunidad de ca minar por la bifurcación despreciada la vez primera?
Según he oído, hoy disfruta de otro destino, más amable, en las playas cuasi vírgenes de Malasia.
EL FARERO
—Cuando te pille te “escuerno” —gritaba Yosefin, tras com probar que el hijo de puta de Yosua, así calificaba al propio, corría por la orilla alejándose de ella, negándose a cesar en su baño perpetuo.
Terminaba así cada tarde de verano. Siempre igual, desde que aprendí a caminar, con un año apenas, cuando el bebé que fui convirtió sus chapoteos en primeros pasos.
Entonces reían mis gracias de “gusarapo”, apodo que me adjudicaron por mi afección al agua.
La repetición se había convertido, transcurrido el tiempo, en el espectáculo de cierre vespertino: con la caída del sol se levantaba aquel telón invisible del teatro de arena para representar el sainete de la recogida de sillas, hamacas, mesitas plegables y demás artilugios del estar playero.
Cada tarde al aire libre, tras combatir el calor veraniego en el graderío húmedo y fresco, amplio o estre cho según la marea, con el escalofrío por la brisa marina que sopla siempre al ocultarse el astro rey, representá bamos el mutis final multitudinario, al que yo me resistía, entre las carcajadas de todos y los insultos de mi madre, sin que ella pudiera comprender jamás que mi afán era perseguirlo.
Al pie del faro de San Sebastián, donde siempre ter minaba mi carrera, soñaba que, subido en sus venablos de luz podría, quizás, alcanzarlo. Por esa razón me hice farero.

EL FIGURANTE
Acaba de cerrarse la pesada puerta metálica llevándose a los vecinos y yo sigo aquí con la palabra Navidad enredándome para siempre. Lo cierto es que no sé bien qué pinté en aquellos hechos.
En realidad yo estaba muy a gusto en mi hogar. Tan caliente y bien comido como podría esperarse en aquel tiem po para un animal de tiro: un manso bien adaptado a las cos tumbres de mi amo. Labraba sus tierras y a cambio disfrutaba de mi descanso en aquel pesebre cubierto y bien trancado de un lugar desconocido hasta entonces para casi todos. Fue
una experiencia muy ignorada hasta que algunos siglos más tarde la mitificaron cuando el Imperio decaía. Cuando llegaron ellos, con su indigencia a cuestas, decidieron que era buen lugar para dejar de mendigar cobijo y, a las bravas, forzaron el cierre del portón chapado de mi establo. No he sabido, hasta este tiempo de ahora, cuando me han convertido en un acompañante completamente prescindible, que ellos serían los primeros okupas de los que existe constancia documental. En realidad ese mo vimiento existe desde que los de su género tomaron concien cia de sí mismo, desde que percibieron que podían influir en su entorno, que podían conseguir adaptar el medio a ellos y no al revés: ir un paso más allá que el resto de los seres vivos. Algunos aprendieron entonces que podían apropiarse de todo, sin límites, y así apoderarse del destino de los otros. Compartí mi comida, sin decir ni mu, con aquel otro inconsciente que como yo fue utilizado. Él, como medio de transporte en su forzada migración a Belén, ha tenido alguna escena más que yo en la historia, según quienes la hayan referido. Poco más tarde mi heno sirvió de cuna y yo continué impasible, rumia que te rumia. Dicen que con mi cuerpo y el del asno (o la mula, según versiones) dimos calor al niño. Ahí acabó mi función, al menos que se sepa, pues bien conocido es el final abrupto de casi todos los astados como yo. Quizás, si los sucesos hubieran pasado más al Oriente, digamos que en la India, mi papel pudo figurar con más pro tagonismo. Incluso, de haber ocurrido allí, Herodes habría podido cambiar el suyo, y en vez de perseguirlos, compar tiendo viaje con otros reyes de Occidente, les llevara rega-

los de Roma, de Hispania o la Galia. Y aquel desahucio, que presencié y que ya insinué al principio de este cuento, evita do.
LIBRES E IGUALES
Entre verdades que mienten, sobrevivimos. Ahora las llaman “fake”, y se extienden por cuanta realidad se percibe; tú y yo lo practicamos cuando aún no las llamaban así, ¿lo recuerdas? Creamos realidades a nuestro antojo hace poco más de veinte años. Después lo dejamos porque no era posible soste ner tanta ficción cuando se quiebran las patas de barro de tu ídolo.
¿Aún te quejas?, ¿de qué?, ¿acaso de realizar prome sas que no podías cumplir? Luego compruebas que no te puedes desprender de ellas, son untuosas y pringantes. Como las de aquel papel de estraza de nuestra niñez, envoltorio del pan con aceite, si lo había, de las meriendas. No evitaba que su chorreo te llegara al codo y de allí, a modo de lamparón informe, a las mangas raídas del babi escolar. Crecí con ellas, en el fe liz callejeo de mis juegos infantiles.

Sabías que combatí el hambre canicular con mi espigar furtivo por terrenos ajenos, y en el helador invierno, con aquel pajarillo recién caído en la trampa, oculta por la nevada, que esperaba con su boca abierta una cazuela ansiosa de justicia.
Sabías que mi rencor aguardaba por ello y por lo que tú me hiciste, por aquel abandono en que me dejaste tras nuestro viaje a Londres, ¿recuerdas?: tres días yermos de noviembre. Tus hijos, recién recuperados, como pantalla. Tu
estrenada viudez como coartada. Debías centrarte en ellos. Y yo, ¿qué quedaba en mí?: el vacío.
Poco después insistí, irrumpí de nuevo en tu cama, porque debía hacer sobrevivir mi odio.
A cambio, ¿qué me entregaste tú?, ¿tu sinceridad?, ¿te sientes dolido porque no te correspondí con las mismas monedas? Porque eran las tuyas gañan, porque tú, nunca fuis te hombre de sutilezas, ¿de qué te quejas?
En cambio, ella supo bien a qué se exponía, fue coherente con su suerte, no nos demandó cuando al separarnos de nuevo, para siempre, lo negué. No me vengas ahora con que la engañamos. Eras tú, siempre tú el de las ideas peregrinas.
Sí, ella confiaba en ti, fui testigo de ello. Y de que pu siste sus bienes a mi disposición. Yo solo oí tus promesas, solo las ratifiqué con mi silencio. Me lo habías comunicado previamente. ¿Que me lo habías consultado, dices?, ¿con qué condiciones?, ¿dónde quedaron escritas mis palabras?
¿Cómo piensas que iba a renunciar a un seguro de vida anticipado? Tu herencia, ¿cuándo hubiera llegado a ser tuya?
Precisamente por eso, porque era ya tuya. La que no te hubiera correspondido hasta su muerte.
Si alguien la engañó fuiste tú, y tu impaciencia desmedida.
¿Qué más prueba quieres que la verdad judicial? ¿Cuántas sentencias necesitas para aceptar que nuestros bienes, comunes, eran mutuos? Libres e iguales. Tus estafas, tus deudas, son solo tuyas, amor.
TRES DE JULIO
—¡Hola, Julio! —saludó el abuelo cuando la pequeña pantalla le mostró la imagen inquieta de su querido nietecito.
—¿Qué me vas a contar hoy, abuelo? —respondió, directo, el niño.
Hace más de un año que no conviven. No comparten ni aquellos períodos de breve coincidencia desde que nació; los que tras largas semanas de preparativos, por mor de la distancia, les parecían suspiros. Para el pequeño es más de la mitad de su vida. No pueden tramar sus ternuras con paseos, ni gozan del roce en tiempos compartidos. Intercambian sus imágenes móviles, en marcos de plástico, exentas de la íntima envoltura de la proximidad; respiran aires desodorizados de ambos. La naturalidad para el bebé frente a la tristeza del meditabundo anciano.
—¿Recuerdas el cuento de Garbancito? —le dijo—. Te lo conté hace unos días. Esta vez será una aventura que vivirá lejos de su pueblo —prosiguió—, en un lugar ajeno y des conocido para él, la llamaré GARBANCITO EN LA TACITA, y empieza así: Llegaba el Carnaval.

La familia de hortelanos había oí do hablar tanto de aquella fiesta alegre y bulliciosa, que dejaron por unos días los terrones de su huerto y el frescor de coles y demás hortalizas para acudir a su encuentro. Garbancito, que ya había pasado la experiencia de su extravío entre los surcos cercanos de su pueblo, estaba prevenido y aun habiendo crecido algo más desde que ocu rrieron los hechos de su tránsito por panza ajena, aseguró a sus padres que no se separaría de ellos en ningún momento, que el pasado no se repetiría.
»El lugar al que viajaron distaba mucho de semejarse al campo abierto y relajado de su entorno rural. Al llegar comprendió que aquel jolgorio callejero, que tan abigarrado
ambiente, no podía ser bueno para él. Temía que un ser de su tamaño desapareciera entre serpentinas y papelillos; que en tre charangas, ruidos y aglomeraciones diversas, estuviera condenado al aplastamiento por un pisotón desaprensivo.
»Así, de la proximidad a sus padres pasó, por propia iniciativa, al bolsillo superior de la chaqueta paterna. Este sí es un lugar privilegiado, pensó, pues desde allí podía obser var, bien agarrado a la amplia solapa del disfraz de payaso, aquel ruidoso y multicolor festejo. De ese modo, acomodado y sin más esfuerzo que el de guardarse de martillos-pito y otros artilugios de la batalla carnavalesca, disfrutó hasta que el río gentil desembocó en la plaza de la Catedral.
»El viento, que en aquella explanada suele soplar, vio lento, lo extrajo de su feliz balconcillo y le hizo volar y volar, de tal suerte que, mediada la calle Pelota, cuyo nombre desconocía, pudo divisar la cornamenta de una vaca negra y blanca de cartón piedra que allí no pasta, ni rumia, ni se mueve, y que se moja si llueve; y, como por querencia, vino a caer en la hebilla del collar del que cuelga un gran cencerro que no suena. Comprobó que era buen sitio donde guarecerse y decidió que podía ser buen cobijo donde aguardar hasta ser nuevamente localizado por sus preocupados padres.
—¿Ya acabaste abuelo? ¡Qué corto, cuéntame otro, por favor! —dijo, mostrando su impaciencia el infante.
—Bien, continuaré con otro que repasé ayer tarde, pues la falta de memoria me obliga a ello —respondió el abuelo—. Se trata de LA CAFIFA DE FOCOLAFE y sucedió hace muchos, muchos años, no muy lejos de donde tú has na-

cido, donde aún vives. Es una aventura que recrearon, en su imaginación, dos hermanos de un país llamado Alemania que gustaban de oír y estudiar las tradiciones orales de los pueblos por donde viajaban.
»En uno de ellos conocieron a dos ancianos muy ancia nos que, siendo niños poco mayores que tú se hallaron perdidos en el bosque cercano de su casa, al que fueron a buscar leña acompañando a su papá. Comprobaron, los hermanos Grimm, que así se llamaban los dos alemanes, que los viejitos estaban totalmente desdentados. Aun así, pudieron entender su historia, cuando la farfullaron, por la gran dificultad que para ellos tenía pronunciar las ces, tes y otras letras denta les: Jugando y jugando se alejaron del padre, y aunque Gre tel, que así se llamaba la mayor, había dejado migas de pan por el camino donde anduvieron, al intentar regresar com probaron que los trocitos habían desaparecidos, sin duda comidos por los pájaros. Tras largas horas de buscar el que les devolviera a casa, cuando desesperaban de volver a su hogar, toparon con una casa pequeña en un claro del bosque. Temerosos se acercaron y al llegar a su minúsculo jardín, les llegó un fuerte olor a chocolate. Hansel, el hermano menor, que estaba muy hambriento, aceleró sus pasos atraído por los aromas procedentes de las paredes, comprobó que los ladri llos de color marrón oscuro del portal eran los que desprendían tan atrayente reclamo; parecían decirles: ¡Comednos, comednos!.
»Empujado por el hambre despegó uno y comió cuanto quiso, dejando un gran destrozo en la bonita entrada. Gretel, algo más desconfiada, se decidió después a acompañarle. Avanzaron por el portal y descubrieron que los cristales de la puerta eran de caramelo, así que lamiendo y lamiendo de jaron dos grandes agujeros por los que comenzó a entrar el
aire frío del anochecer. Resueltos a pasar la noche en tan sabrosa casita, pese a desconocer de quien era su propiedad, invadieron el interior; descubrieron lo que parecía ser un saloncito acogedor, aunque algo destemplado por la corriente de aire que con su goloso comportamiento habían ocasionado.
»Al despertar, sintieron de nuevo su apetito afanoso. Con la luz del día comprobaron que el techo de la habitación era de bizcocho y, sin medir las consecuencias de tantas acciones desaprensivas, dejaron dos nuevos agujeros del tamaño que sus estómagos les aconsejó. Mas, desconociendo como retornar junto a sus padres, quedaron a merced de la dueña de aquella casa-golosina que desde su dormitorio les había visto llegar y dejado hacer. Y, pese a ser una bruja, y a la mala fama que las acompaña, les impuso, como castigo por su inconsciencia, que las caries les dejaría sin dientes y que, sus mellas le recordarían su atropello, aunque les permitió volver a casa a lomos de su vieja escoba automática. Y, colorín colorado al fin del cuento hemos llegado.
—Abuelo, abuelo otro más —dijo el niño incansable—. Pero aquel, con la memoria algo desvaída, pensó que debería documentarse algo más, y solamente decidió, cuál sería la historia que en la próxima ocasión le contaría: EL GATO QUE VOTA.
EN MEMORIA
Aquel joven no quiso cumplir su destino fatal y huyó, aunque prematuramente, como podría comprobar más tarde. Tras contemplar su imagen en el espejo de la laguna, pudo resis tirse al primer reclamo suicida, se creyó afortunado. Como Eco persistía, molesto por la persecución de su voz sin cuerpo abandonó la orilla. Buscó cobijo donde aislarse del insis tente lamento amoroso: continuaba enamorado de sí mismo y
no se sentía ajeno al peligro atrayente de aquellas aguas deslumbrantes, evadiría su Némesis, su condena de mutar a flor.
De su guarida forró las paredes con pulidos cristales y las insonorizó; cuidó que el suelo que pisara permanecie ra limpio, como patena impoluta; por no dejar perspectiva en que perdiera su propia contemplación, la techó con grandes vitrales de reverso azogado. Ante el temor de ser engullido por alguna inunda ción furtiva, descontrolada, ideó que su puerta fuera impermeable e invisible. Obsesionado por que ninguna marca dis torsionara su rostro dejó incluso sin señalar el hueco de salida. Se aisló por completo, para toda su vida.
Transcurrido su tiempo sintió el ahogo del yo, repetitivo, reproducido en aquel universo especular e inmutable. Comprendió, tarde, que no podría evitar el hostigamiento, que el conjuro se mantenía en su mente, que continuaría con la sempiterna llamada de su propio enamoramiento y que, co rrompido por aquellas íntimas e interminables reiteraciones, envejecía como un semillero agostado y estéril.

Intentaba abstraerse de aquella eternidad iterativa y, temeroso de que aquel vacío acabara excluyendo también sus recuerdos hasta convertirlo en un ser inanimado, comenzó a escribir sobre los seres, otrora queridos, y de los momentos felices de su convivencia abandonada.
Las palabras, surgidas del torbellino de sus ideas las ordenaría a modo de diccionario, junto con las relaciones y emociones que le evocaran. Describiría así su vida pasada para releerla en el vacío de su soledad, para protegerse de la desmemoria.
Así escribió: nemraciraM:imaremirpasopseyroma, imoleudonrete.Simsertsojih.ainotnA:imadnugesasopse, miaicnetinep. Etc., etc...

Narciso, inconsciente, había mutado al fin, y afloró, de su cerebro una escritura enrevesada que sólo podría ser leí da en el reflejo de los espejos de aquella cárcel que había construido a su medida, su elección. En su recuerdo circulan cada día las ambulancias con su frontal invertido.
LA MISMA MAR
No hubo arribada, pero aún siento a las olas arrastrar sus restos. Ahora, que ya son calmas, acarician sus cuerpos in fortunados. Quise imaginarlos, esperanzados, alcanzar la ori lla a bordo de la potente lancha neumática con sus cuatro motores brincando de cresta en cresta: —¡Paisa, paisa, paisa, echadnos un cabo, por favor, que no llegamos! —
Supuse gritarían los unos, viéndoles bracear a su paso, a menos de diez metros de los otros. La borda inclina da de su embarcación anunciaba la zo zobra.
—¡Malos brazos para portear! —pensarían esos otros. Su respuesta fue una brusca virada del fueraborda que contrapunteó el oleaje intenso con un remolino, añadiendo un rizo que les quebró la quilla, sólo estaban a cien metros de la playa. La misma mar que dejó deslizar su estela después hasta vararla en la arena, quebró el casco de la frágil patera, repleta de espaldas mojadas, vertiéndolos a su seno, a escasos cien metros de un destino de vida.
La planeadora, soltó su carga y de inmediato arrumbó la huida. Los todoterrenos, sin saber de dónde, aparecieron y
la alijaron resueltos. Perfecta la organización, en menos de cinco minutos la operación cerrada. Las líneas paralelas de sus ruedas, difuminadas por la lluvia, no dejarán marcas en la arena; las idas y venidas de la siniestra transacción diluidas en las aguas, rotas, en las que tan solo quedan los restos de otro naufragio más, ignorado como tantos. No necesitaban sus brazos ni sus testimonios en aquella playa que yo vigilaba con mis ojos ciegos.
EL TOMOLOTODO
El mono titiritero daba brincos y ramoneaba feliz en su árbol ideal. En sus largas migraciones marinas, el delfín-cartero, hacía grandes paradas junto a la costa, admirado por las ca briolas del simpático tití, tantas que llegaron a hacerse amigos. Cierto día, el marinero invitó al arborícola a dar un paseo por el mar sobre su lomo. Cuando navegaban, divertidos con las salpica duras de las olas, el delfín refirió que estaba triste pues su señor, el rey de los mares, el dios Neptuno, se en contraba enfermo y que para su curación debía alimentarse con el hígado de algún animal terres tre. El mono, que además de juguetón no tenía un pelo de tonto, comprendió la doblez de la invitación de su “amigo” y con la misma agilidad mental que mostraba en sus acrobacias sobre el árbol, se lamentó de no poder donar el suyo, porque en sus travesuras solía dejar en las ramas algunas partes de su cuerpo de las que podía prescindir y que, precisamente aquel día, había dejado olvidados en las ramas su hígado y su sombrero, pero que si lo acercaba a la orilla estaba en dispo sición de entregar la víscera que a el le sobraba para que cu-

rase a su rey. Vueltos a la costa, saltó el mono a su árbol donde, una vez puesto a salvo, descubrió su taimado plan con una cancioncilla que cantaba mientras volvía a sus cabriolas habituales diciendo: “yo soy el mono titiritero, soy el más lis to del mundo entero”, celebrando así su engaño y el destino del que acababa de librarse.
El rey Neptuno afortunadamente sobrevivió. No nece sitó hígado de animal alguno para superar su mal, ya que sólo era su real capricho y se repuso pronto de la frustración de no poder merendarse uno. Así, mantuvo su imperio en el ám bito del mito y quedó constancia de su majestad en la multitud de estatuas que el hombre le ha erigido, sea surgiendo de las aguas o como menester haya sido representarlo.
El delfín-cartero, afortunadamente, resolvió que aquella burla del mono titiritero debía ser olvidada. Aprendió que no todo deseo debía ser considerado, por mucha pleitesía que debiese a su señor, y que el mico sólo pretendía sobrevivir. Cuantas veces regresó a la cercanía de aquella isla del cuento, tan radiado en los cincuenta, nunca vio colgados de las ramas del árbol hígado ni sombrero alguno; por lo que pa sado el tiempo, comprendió que aquella donación fue ofrecida por su amigo, cuando cabalgaba sobre su lomo, desde el miedo a naufragar: que era pura fantasía y la apurada excusa de un condenado. Gracias a ello, difundió los hechos entre los de su especie que aprendieron y aceptaron que, pese al gran poder de que gozaban en su medio, no podían utilizarlo en bene ficio propio sin consentimiento ajeno. Porque era lo natural, que cada ser domine en su ámbito obteniendo sólo cuanto ne cesite para su sustento.
Pero hete aquí que el astuto mono no cejó en su empeño, juguetón y desaprensivo; curioseó, observó y experimen
tó sin cesar. Adquirió habilidades, abandonó su árbol y buscó otro más alto.
Evolucionó descompensando. Aprendió que por estirarse alcanzaba más, que al retraerse recolectaba más, que por el fuego se calentaba, que gracias a parar el viento con un obstáculo navegaba, que por la rueda rodaba, y que por llegar más allá podía intercambiar, y acumular, y por acumular sacar ventaja.

Desde su pedestal, altivo, dominaría su mundo. Controlaba a todos los seres: del aire, del mar y la tierra; como aquellos incautos primigenios, el delfín y su rey, sus inopinados benefactores. Se creyó El Sumo Tenedor, lo engulliría todo desde aquella primera supervivencia, basada en el enga ño y el ingenio. Hasta que al fin suplantó tanto que, superadas sus limitaciones, reventó.
EL PATIO
El mío es un patio luminoso, aunque triste y desvalido, que da sus reflejos de luz desde la pared del frente al salón de la casa. A la derecha está aquel trastero-tende dero techado que construimos para comodidad, en la vejez, de las dos hermanas que ya marcharon. No es un patio particular. En él no suenan las canciones infantiles de mi niñez. Aunque sí, se moja y seca como los de más; pero faltan las agachaditas de las niñas que juegan al corro mientras se hacen cojitas de mentirijillas. Es un triste patio de un piso solitario.
Desde el rectángulo acristalado de la puerta que lo comunica al salón se ve, interminable, la pared frontal, blanca, relavada por las lluvias y churreteada por la aves que pernoc-
tan en la cornisa medianera. En la contigua, a su izquierda, luce la servidumbre de una chimenea de cocina que chorrea pringue de años, mientras las ventanas recuerdan un uso sin privacidad. Al otro lado está el tendedero cubierto que deri vó en trastero cuando aún vivían ellas.
A veces, desde alguna vivienda alta, llegan las voces de unas intimidades familiares malavenidas; o los volúmenes desmedidos de una radio, que suena y rebota en la pared desconchada, en la que reverbera la luz que entra a la vivienda. Entonces pienso que así, al menos, conozco los gustos mu sicales del vecindario.
En ocasiones, la del primero tiende su ropa sin sacudir, directamente de la lavadora, y me regala también sus intimi dades. Sus prendas, mínimas, las mantengo cuidadosamente en depósito, hasta que ella las considera suficientemente se cas; entonces, sin palabras, deja colgada una bolsa atada a un cordel donde yo, obediente, me despido de su custodia.
INDUCCIONES
Alicia se ha ido…
He de reconocer que estoy asustado. ¡Muy asustado! Nunca una nueva obligación me encontró tan inane: ¡atender la crianza de tres niños de sopetón!
Son mis hijos y he ser consecuente, recurriré al permiso de paternidad y, si acaso, pediré una excedencia…
Cuando marchó le dije: —Sé que te mueve su bien, que no lo deseabas. Pero, reconócelo Alicia, también allanas tu propio camino. Te prometí que siempre estaría a tu lado. Que asumiría mi responsabilidad. ¡Pero así, casi sin andar nuestro bebé! La verdad, no me lo esperaba de ti.
Como a Marta y como a Lidia antes, las amé. Con cada una compartí nuestro tiempo..., sin engaños. Libres y discre-
tamente. Con todas he cumplido mi promesa, hasta que decidieron desprenderse de mí; de la carga de mi doble vida por otra digamos…, mas despejada.
Cuando oraba por el claustro del seminario menor vi mi luz de guía. Supe que mi camino era el del Señor. Que mi destino era el sacrificio y la penitencia. El de la humildad y la entrega al necesitado, mi hermano, imitando al que dio su vida por nuestra redención...
Sabía que le resultaría difícil comprender, a estas alturas del siglo de los bulos, tanta ingenuidad por mi parte. Pero así fue, y lo mantuve, frente a frente en su despedida. Porque su decisión fue un reproche. ¿Qué interés podía per cibir en mí para decir que le mentía?
Había llegado allí porque mi madre, pobre y bienaventurada, en mitad de los cincuenta, sabía que era el lugar en el que podría recibir una formación que no es taba a su alcance darme. Y de paso..., mi sostén quedaría, dado que carecía de padre cono cido, a cargo de los múltiples con los que en aquel lugar con viviría.
Cuando aquella virtud de mi niñez dio paso, tras mis largos pasilleos con los demás acólitos, a las burlas maliciosas sobre nuestros preceptores, pensé que alguno habría que ocultara su ascendencia vergonzante sobre mí...
Alcanzadas las órdenes menores, mis furores místicos huyeron al ritmo que se incrementaba la marea hormonal. Pero ya se sabe, un buen confesor y las correspondientes disciplinas penitenciales fueron acomodando mi conciencia al flujo y reflujo de mis exámenes sinodales.

—¿Qué he de decirte, Alicia, que no conozcas tú que has superado, también, una adolescencia fresca y voluptuo sa? —Así le respondí..., y ella, muy digna a mí, dando un portazo.
A aquella mía, de sotana y opresión, llegaron mis paji llas en la semisomnolencia del dormitorio comunitario. Las vibraciones nerviosas, de intensidad progresiva, sobre los muelles sonoros de nuestros catres juveniles, se incrementaban cada noche hasta ser acalladas por la erupción, también comunitaria, de tantos púberes allí concentrados. Satán nos acecha —me decía...
Al diaconado accedí ya de vuelta, acomodado al disimu lo y la apariencia. Pasé mis días en un ejercicio pastoral sin cero, que lo cortés no quita lo valiente. Mis prácticas curiles corrieron por diversos centros parroquiales bajo la supervi sión de sus titulares. Tras ellas, el rector del seminario, inaccesible para mí hasta entonces, hombre con fama de justo y severo, me sorprendió en un aparte amable y afectuoso para anunciarme mi designación para alcanzar el sacerdocio... Por mi facilidad para la comunicación, y mis pocos años, se resolvió que mi acción de apostolado sería entre los más jó venes.
—¿Quién cómo él? —decidieron, que a la edad unía la cercanía a las modernidades imperantes en los ambientes juveniles, que yo tanto solía frecuentar cuando libraba para, digamos... visitar a mamá.
Tales antecedentes, que en tantas ocasiones les había referido a ellas, me avocaron al consecuente ejercicio de mi paternidad, puesto que de la extraviada conmigo quise huir cuando, fruto de mi roce con las jóvenes logré encariñarme —en demasía, según mi confesor—, con Marta primero, y con Lidia después. Ambas decidieron, sucesivamente, abrirse... a
otro rumbo vital, dejándome el regalo de sendos bebés, mis hijos. En mis brazos estaban, desolados por su abandono…, y por mi falta de práctica, y gracias a Alicia sobreviví. Y gocé, también gracias a ella, de mi paternidad por tercera vez. Y…, gracias a él lo había superado hasta aquí:
—Rector mío —le dije con mis ojos bajos—, he de confesaros que a causa de unas relaciones, impropias de vuestra confianza en mí, espero un hijo. Necesito vuestro apoyo.
—¡Hijo, qué me decís!– —exclamó, llevándose las manos a su tonsurada cabeza.
—Lo que oís —le espeté… Su ayuda no me faltó. Ni su discreción.
Y así, casquivano, insistí a la de dos… Y tampoco me falló. Pero a la tercera, entre frases cortadas por el asma, murió el pobre..., de un ataque al corazón.
Sin un reproche, sin darme oportunidad de decirle: “¡Padre, he aquí a tus nietos!” Porque, para mi sorpresa..., los bienes de mi Rector, puesto que no tenía familiares directos, me fueron legados sin que mediara explicación por su parte. ¡Pobre, así expió, en silencio! Y a mí me ha permitido ser con secuente hasta hoy con mis compromisos. Creo que esta vez recurriré al servicio de una nurse.
EN FORMA Subimos por la larga escalera mecánica a golpe limpio. El tren me tropolitano había llegado repleto de las estaciones del recorrido.
En la nuestra se abrieron las puertas para que nadie saliera del vagón que asaltábamos sistemática y coordinadamente, lo digo porque pese a ser desconocidos, nuestro compañerismo

de andén entrenaba con el asalto de cada día. De ese modo, a esa hora del amanecer, iniciábamos nuestra jornada laboral. Como de costumbre, pese a nuestro ayuno, por robar minutos al despertador, tuvimos el vigor necesario para comprimir aún más a los ocupantes precedentes que se enfrentaban a nosotros con pasiva resistencia. La capacidad se fijaba en la placa sobre sobre las puertas: viajeros sentados 20, de pie 80; era indudable que el aviso anunciaba una confortabilidad que en aquellas horas era puro cuento. Pronto percibí que compartir aquel espacio, tres en uno, que conseguimos por nuestra obsesión de llegar al trabajo dentro del margen de entrada que nos marcaban, iba a resultar algo mas complejo ese día: la cara enrojecida del receptor de mis empellones no auguró buena acogida. Mi petición de disculpas no llegó a alcanzar presión sonora suficiente para llegar más allá de mi laringe. Sobrellevar los codazos en la espalda de los que me demandaban hueco a mí, no me permitió más que una ligerísima inclinación de mi cabeza hacia atrás, con elevación del hombro libre, como gesto exculpatorio. Su inexpresividad me hizo comprender que no me perdonaba, pero no había peligro, sus manos estaban bien ocupadas, sujeta la izquierda a la ba rra superior y la derecha perdida de vista, previsiblemente agarrada al asa de su bolso de mano que contendría —pensé — de estar en mi Cádiz natal, el costo con la comida. Aquel recuerdo de mi origen me arrastró a la nostalgia de mi bien perdido. Me desentendí un tiempo del ofendido y aplastado vecino, hasta que la sacudida por el frenado en una parada intermedia del tren nos reacomodó, es un decir, a todos un poco. Entonces sentí la punzada. No se cómo, tras el realojo, el silencioso acompañante, había logrado ubicar a la altura de mi hígado, o de mi bazo, qué más me daba, algún objeto con el que desquitarse de mi compresión indeseada. Era su modo
de hacer manifiesta defensa de su espacio vital. No me quedó más que sufrir la malintencionada punción. No podía respi rar, pero pronto alcanzamos el final del trayecto.
En aquel tiempo, el suburbano concluía su viaje en la Plaza de España. El andén se inflaba, con cada llegada de una masa grisácea que buscaba la escalera mecánica de salida. Casi cuarenta metros de desnivel que salvaban, los que me nos, con un paso atlético por los cientos de escalones fijos que ascendían en paralelo. Un nuevo viaje de casi tres minutos nos llevaría hacia nuestros diversos destinos. Acceder al mecanismo móvil constituía una nueva prueba de esfuerzo y otra acción de lucha desaforada. La espita que desalojaba aquel fluido humanoide sólo admitía pasos de a dos.
La mala fortuna permitió que mi enrojecido opositor coincidiera conmigo en una nueva competencia por el acceso. Para evitar su punzante ofensiva me anticipé con un codazo algo extemporáneo. La respuesta no se hizo esperar: liberada ya su mano izquierda de la barra de sujeción, la empleó a gusto en abofetearme vilmente. Le respondí, pues no era cosa de realizar una cristiana ascensión hasta la planta alta ofreciendo la otra mejilla. Fueron minutos interminables, sin mediar palabra, solo el intercambio de golpes de ida y vuelta.
Al llegar, entre las miradas de asombro de nuestro en torno acompañante tomamos, afortunadamente, caminos separados. Yo, desde entonces, he optado siempre por realizar la subida por la escalera fija con sano paso atlético.
INTERIORES
En aquella amanecida que aún no se adivinaba, comprobé que la luz que a esas horas se filtra cada día por el punteado de la persiana, era de la casa del vecino que, cada madrugada, abandona la cama por alguna necesidad que la edad le deman-
da: “El misterio de los falsos amaneceres esclarecido con la sencilla operación de enrollar unas lamas” —pensé—. “¡Al fin descubierto!” Hoy, la iluminación del patio, pequeño, de paredes blancas manchadas por los años, provendrá de mi cuarto, que nunca alcanzará el estatus del de Virginia Woolf. Poco después, el escozor de los párpados me condiciona —la nueva historia de mi ami ga Estela quizás deba esperar —me digo —. Pero los carteles me retienen, me vigilan por el rabillo del ojo las doce caras de unas Presencias Literarias que son recuerdos, aunque estén presentes; tan solo son objetos de reseñas, en letra menuda, a pie de pági na. Tampoco serán reales los conciertos del ciclo de música de cámara de este año, de Qultura con “Q”, más distinguida, sin quedar en la “K”, que definiría otro elitismo, más anatema y juvenil.
Estela, siento la presión de tus recuerdos, como el sal va-pantallas del monitor de mi portátil, que sube y baja sin cesar, entre rebotes oblicuos, sin deformarse ni alcanzar el ángulo de escape, porque no es lo real, una ficción que choca y no se desborda, que es atraída y repelida al tiempo. Estela me convive, aunque sólo es pasado. Imagina su porvenir, inva diendo mi presente. Se acomoda. No se acomoda, sólo ocupa tiempos.
Acompaña y cuida. No, es acompañada, siente los cui dados de la madre recuperada; desde unos orígenes imprecisos hacia un destino por alcanzar.
Rechaza sus recuerdos, tanto como su futuro. Sólo los de negro la abordan, solo los errores, como un baño en alquitrán recurrente. Busca fuera de sí y al fin encuentra una salida que la alivia. Alumbra las risas con su hija, en aquel

campo prestado, entre eucaliptos, en un verano de ingenuidades infantiles y la visión de aquel asno empalmado: —Mamá, mamá, ese burro tiene ¡cinco patas!
LA CORTINA
Espero el milagro cada tarde. Cuando los rayos solares abandonan mi salón, descorro la cortina y observo. Tras los cie rros enfrentados el vecindario evita mis miradas, se esconde, parece que molesto.
El perro que siempre asoma su hocico tras los barro tes corroídos por la desidia de sus amos, agita su rabo alegre y agradecido, es el único ser que me cuenta en sus tardes. Tras nuestro saludo, vuelvo a mi diálogo con el televisor. Si aparece mi hijo, espo rádicamente, también lo incluyo, pero es de otra generación. No es ingrato, es bueno; es…, mi hijo.
Emiten historias que me llevan. Mi tiempo pasa, lento, entretenido, repensado.
No quiero ver más entrevistas, me confunden. Siento miedo por mis hijas, por mis nietos, a que se infecten. Quiero verlas, quiero verlos. No vienen, no pueden. Temen por mí.

Ayer cumplí años. Se reunió la familia, nos vimos. Ellos saben cómo ahora lo irreal se ve también. Suena: “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...”. No hay tartas, ni regalos. No quieren infectarme. Son cuadraditos de un álbum inquieto, cromos infantiles pegados a una pantalla, la del portátil de mi hijo. ¡Qué extraño!
Coleccionables efímeros, de solo una hoja. No entiendo, pero les miro y les hablo. Me consuelan sus imágenes, sus voces.
A veces, el programa que sigo se desvanece. Él me dice que la señal es débil, que hay que resintonizar, que ya lo ad virtieron hace meses los de la primera cadena.
¡Si mi mamá levantara la cabeza! Ella siempre quiso te nernos cerca, la rodeamos todos en su lecho de muerte. Yo no entiendo bien este tiempo, pero a todo se acostumbra uno.
Cuando terminamos de comer, corro la cortina; dormito. Aguardo a que los rayos del sol abandonen mi salón. A mis noventa y dos años parece que debo seguir esperando.
PEDRO GARCÍA MARTOS

HASTA NUNCA
Te quiero, Pilar, te quiero, me repite todos los días desde la mañana hasta la noche, cada vez que nos vemos. Y así un día y otro. ¡Estoy harta! Tengo los nervios deshechos. Y lo que más me molesta es que yo no me llamo Pilar, sino Ofelia. Estoy totalmente arrepentida de haber com prado este piso con todo incluido. Por eso esta mañana, ha ciendo de tripas corazón, me he llevado la jaula hasta la ven tana y le he abierto la puerta.
YO SOY DIFERENTE

Su marido era insufrible, me dijo Catalina el mismo día que nos conocimos. Era gordo, vago, bruto, cochino, vicioso, insensible y, para colmo, impotente. Yo, tras insistir en que era diferente al susodicho Casimiro, me animé y puse a mi mujer de vuelta y media: fea, culona, ignorante, mandona, guarra, cotorra…, y algo más que ahora no recuerdo. Coincidimos am bos en tantas cosas, que quedamos para otro día. Yo le gusté, porque no me parecía a su marido en nada. Bueno, en una cosa, sí. Por eso, el día que nos citamos con la intención de intimar a fondo, me tomé una pastilla para salir airoso.
PESADA E INSOPORTABLE
No tuve más remedio que matarla. ¡Menuda noche me había dado la puñetera! No pude pegar ojo hasta las tantas. Nada más despertar, la busqué en el dor mitorio, pero no estaba. Me extrañó que hubiera salido, pues la puerta estaba cerrada. Posiblemente se había ido cuando, a eso de las seis, me levanté para ir al cuarto de baño. Estaba de los nervios. Por eso, sin


pensarlo dos veces y seguro de que estaría en la cocina picoteando las sobras de la cena, fui a buscarla. Nada más verla, me armé de valor, cogí la fregona y le arreé con todas mis fuerzas. Luego la agarré por las alas y la tiré al cubo de ba sura.
UNA MUERTE DULCE
El día que una ola salte más de lo convenido, seguro que pierde el timón sin darse apenas cuenta, y se queda prendida en la tormenta, entre la espuma blanca y el rumor de caracolas. Ella sabe que ese amor que llegó a su vida como una ola de fuerza desmedida, como una ola de fuego y de caricias, se la llevará, sin duda, mar adentro, sin escuchar las voces en el viento.
SOLO TÚ
Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce, mis dedos recorren la frialdad de tu cuerpo, sintiendo cada partícula de tu piel me tálica como algo tan cercano, tan mío… Poco a poco, entre caricias, jadeos, palabras entrecor tadas y suspiros, voy escalando la cima del pla cer hasta que explota el cosmos. En ese mo mento, ignoro si estoy vivo o muerto y solo existes tú, mi preciosa R2P7, que consuelas cada noche mi soledad.

MI JUEGO PREFERIDO
Le agradezco con otra sonrisa el saludo y me siento en mi lu gar. Estoy eufórico, siento el corazón palpitar acelerado. Veo la sala abarrotada de gente, oigo las voces que me aclaman, los silbidos, los aplausos…, y una descarga de adrenalina agi-
ganta mi autoestima. Suena la campanilla. Me coloco el protector bucal y mi excitación se multiplica cuando salgo a re cibir con gusto los golpes en los pómulos, los ojos, la nariz y los labios, porque el regusto amargo de la sangre en la boca me enloquece.
FIN DE FIESTAS
Se escucha ese “pi” infinito tan irracional y se desata el pánico. El fondo del parque, hasta ese momento oscuro y en silencio, empieza a cobrar vida: los setos y arbustos se mue ven. Los dos policías esperan pacientes antes de encender las potentes linternas que mantienen en las manos. Seguros de que han concedido el tiempo suficiente, aprietan los interruptores. Dos potentes focos de luz iluminan a una decena de hombres y mujeres que, a medio vestir y tapándose la cara, corren desesperados buscando la salida.
POR SEGURIDAD
—No hay tiempo que perder, mi deseo es que lo incineren cuanto antes, por favor —dijo Marisa al empleado de la funeraria, temiendo la posibilidad de que a su marido le ocurriera lo mismo que a su suegro. El pobre se despertó en la cámara frigorífica veinte horas después de muerto, y comenzó a gritar hasta que lo sacaron. Y es que Marisa no estaba segura de si la catalepsia era hereditaria.

SI ME BUSCAS, ME ENCONTRARÁS
No paran de preguntar por mí. Me he convertido en la protagonista del momento y no hay conversación en la que no salga a relucir. Los jóvenes se mueren por conocerme. Tengo fama
de rompecorazones. Hoy he ligado con un chico rubio de cuerpo escultural que me buscaba desde hace días y he terminado por llevármelo a la cama. Lo he poseído con tanta intensidad que allí le he dejado es tremecido, ardiente, agotado y sin aliento. Cuando el médico le dijo mi nombre se asustó. Me llaman la Covid19.
VACACIONES
Que vengan por fin a rescatarte, ya no te aguanto más. Eres la peor compañera que he tenido. Con lo bien que yo vivía solo, con la habitación entera a mi disposición, toda la comida para mí, las noches tranquilas para dormir a pierna suelta, sin preocuparme de otra cosa que no fuera vaguear todo el día. Y ahora tengo que compartir el espacio y la comida contigo, me solicitas varias veces al día para hacer el amor y no pego ojo con tus continuos quejidos nocturnos. A ver si vuelven ya tus dueños de vacaciones y vienen a rescatarte, perra insaciable y malcriada.
UN REMEDIO MILAGROSO
—Siempre como nuevos, después de utilizar “Regenerator”, un producto no agresivo que rejuvenece sus viejos trapos de cocina. El efecto del perborato sódico es instantáneo —decía la chica que hacía el anuncio en la televisión. Y mamá compró una botella. Pero cuando quiso usar la, estaba vacía. La encontramos en el dor mitorio del abuelito, que se había dormido en la cama con cara de felicidad.


EL ÚLTIMO VIAJE
Su incontrolable afición por los viajecitos interplanetarios nos tenía preocupados. El abuelo, en vez de contar batallitas de su vida, entretenía a los niños con sus fantasías de cuando vivió con los mercurianos, los venusianos, los marcianos, los jupiterianos… Los niños cada vez parecían más trastornados con las historias del abuelo y acusaron fracaso escolar. Un día decidimos mandar al abuelo a vivir con los lunáticos y recobramos la paz.

NEGOCIO FAMILIAR
La mejor manera de canalizar mi vocación es seguir el oficio que desempeñó mi padre, al que quiero mucho y admiro, a pesar de que soy mujer y este oficio no está bien visto. Él me en señó a odiar a las prostitutas, sin yo saber el motivo. Desde que cumplí la mayoría de edad, comencé a disfrazarme de hombre para buscarlas de noche en los barrios bajos y asesinarlas. No me gusta matarlas porque sí, lo que me complace es cortarles el cuello, desfigu rarles el rostro, rajarles la barriga y apuñalarlas a diestro y siniestro. ¡Ah!, por cierto, mi nombre es Jacky.
ERROR GARRAFAL
Dígale, agente, que la quise mucho, que nunca le fui infiel, que la foto que vio en mi cartera es de mi madre cuando era joven, que la perdono y le deseo que sea muy feliz. Tras es tas palabras, Vicente tosió, vomitó la poca sangre que aún le quedaba, pues las cinco puñaladas en el pecho habían dejado de sangrar, y expiró. Marisa lloraba arrepentida mientras seguía lavando el cuchillo en el fregadero.
UNO MÁS EN LA FAMILIA
Lo hemos adoptado como un hijo más porque Laura, al no haber podido tener hijos, necesita a alguien a quien dar su ca riño y sus cuidados. Primero entró en casa Dandy, un San Bernardo que ocupó la que iba a ser la habitación de los niños; luego, la gatita Missi, porque era muy linda; la ovejita Dora, por mimosa; la tortuga Gara, que no molestaba; el loro Pepe, gracioso y chistoso… pero el día que Laura apareció con el cerdito Pinki, de más de 100 kilos, y me dijo que dormiría en nuestro dor mitorio, me fui de casa.

LA CARTUJA DE MIRAFLORES
En el altozano de Miraflores apareció una irregular rotonda con un antiguo crucero en el centro, frente al majestuoso monasterio. Tres arcos tallados en piedra formaban la entra da principal. Al fondo, sobre un portón claveteado, aparecía una imagen de la Virgen y dos monjes arrodillados a ambos lados. Una tablilla de madera anunciaba la clausura y señala ba la puerta de entrada.
Tiré de la argolla de la campanilla emocionado. Un rui do de pasos anunció la llegada de algún monje, y en el hueco de la puerta entreabierta se dibujó la blanca silueta de un monje barbudo. Me miraba recatadamente, con un gesto más bien huraño y desconfiado.
—Soy Daniel Calero. Vengo desde Granada a pasar unos días en el monasterio, invitado por el Padre Prior —me presenté tras saludarnos con el Ave María Purísima.
El lego esbozó una sonrisa que pretendía ser amable, y echándose a un lado me franqueó la entrada.
—Pase, por favor, el Prior le espera, sígame. En el umbral de la celda prioral se erguía solemne la blanca figura del Prior. Alto y delgado, parecía un santo de altar. Su ascético rostro se dulcificó con una sonrisa al ver me, y me presentó el dorso de la mano, esperando recibir un beso de salutación. Profundamente impresionado, casi me arrodillé al besar su mano tendida.
Después de los saludos de rigor me propuso enseñarme el monasterio, antes de instalarme en la celda que me habían asignado.
Atravesamos la puerta de la clausura y entramos en la iglesia. El Prior me aclaró la estructura del templo, formado por una nave y un amplio presbiterio con tres zonas: la primera para los monjes, la segunda para los hermanos y la última, el atrio, para los seglares. Me extasié ante el magnífico retablo gótico dorado, recubierto de imágenes y tallas, en el que sobresalía un grandioso círculo formado por una legión de ángeles superpuestos en torno a una gran escultura policromada de Cristo crucificado. En el centro de la nave, nos detuvimos brevemente ante los portentosos sarcófagos reales de Juan II e Isabel de Portugal, tallados en blanquísima piedra de alabastro, y en el lateral izquierdo, ante otro sepulcro con la figura orante del Infante don Alfonso, en cuya vestimenta marmórea los relieves de los bordados y los pliegues parecían de tela.
Miraba a un lado y a otro con ambicioso afán de captar toda la belleza del conjunto, aunque mi mente era incapaz de retener tanta magnificencia. La sillería del Coro de los Pa dres me cautivó por la elegantísima decoración de sus altos

respaldos. Era un regalo para los ojos admirar las hermosas tallas de santos, una por cada asiento, en sus capillitas en forma de concha, cobijadas por un maravilloso dosel coronado de finísima crestería gótica. Me regocijé al pensar que pronto me asignarían uno de aquellos imponentes sitiales.
—Toda esta perfección artística solo sirve para ensalzar la gloria de Dios —exclamó el Prior al observar mi ad miración.
Luego visitamos el Claustro, la Sala Capitular, el Refectorio… Yo lo miraba todo con asombro, maravillado de la humilde grandeza del monasterio. Mi espíritu se iba inflamando de recogimiento y silencio. Estaba entusiasmado. Me sentía seguro de haber encontrado el lugar adecuado donde pasar el resto de mi vida. En aquel beatífico ambiente majestuoso y ascético, al mismo tiempo, intentaría descubrir el ca mino de la santidad.
EL PODER DE LA MENTE
Llegué al hospital un poco antes de la hora. La cita indicaba las 9.30 y faltaban casi diez minutos. Rechacé el ascensor y decidí subir por las escaleras hasta el sexto piso, por abre viar el tiempo de espera. El ejercicio era bueno para estimular la musculatura, pues desde que cumplí los sesenta notaba una disminución progresiva de fuerza en las piernas. Sabía que era un rasgo natural del envejecimiento, pero intentaba evitar, en lo posible, la pérdida de masa muscular.
Busqué el despacho médico de Urología y me senté en una de las sillas del pasillo, a esperar mi turno, un poco aleja do de otro hombre que también esperaba. No estaba preocu pado, era una consulta de revisión rutinaria. Llevaba unos seis años con problemas de próstata, como la mayoría de los hombres de mi edad. El tiempo transcurría lento. Miré el re-
loj y ya pasaban tres minutos de la hora de la cita. La puerta no se abría, y un cartel advertía que no se llamara. ¿Y si no había nadie dentro? Se suponía que saldrían a avisar, pero nadie aparecía.
Siete minutos de atraso. Intentaba mantener la calma. Pregunté al otro hombre por la hora de su cita. Él la tenía para las 9.45. ¡Menos mal que yo entraba primero! Él sí esta ba nervioso. Se lo noté en la voz y en la expresión de su cara. Mantenía las manos entrelazadas con fuerza y un movimiento constante en las piernas. Quizás se temía un mal diagnóstico.
Diez minutos de retraso. ¡Vaya por Dios! Por suerte, lo mío era una hiperplasia benigna de próstata. La sobrellevaba bien, apenas me molestaba. Vamos, lo normal: dificultad para empezar a orinar, disminución de la fuerza del chorro, sensación de no haber vaciado la vejiga por completo y alguna premura ocasional. Rara vez tenía que levantarme de noche para ir al baño. El urólogo me controlaba mediante el odioso tacto rectal, una ecografía y la determinación del PSA (antí geno prostático específico). Esta vez me había realizado una biopsia prostática, porque el PSA se había elevado más de lo normal, y me iba a dar el resultado. Quince minutos. La espera era insoportable. Quizás influido por mi compañero, contemplé la posibilidad de que el resultado fuera positivo. A más de un amigo le habían detectado un cáncer de próstata en la biopsia. Comencé a experimentar cierta ansiedad que me transmitía un estremecimiento de angustia. Ya imaginaba al médico comunicándome la terri ble noticia con cara de circuns-

tancias. Sentí una desagradable sacudida de miedo y cierta dificultad para respirar. El corazón se me aceleró y un sudor frío me humedeció la frente. Mi mente ya desvariaba imaginando la radioterapia, la cirugía, la quimioterapia…, la inconti nencia. ¿Tendría que llevar una compresa absorbente todo el día? ¿Habría ya metástasis en órganos vitales? Observé a mi compañero buscando tranquilizarme, pero solo me contagió más nerviosismo. Comencé a temblar. Miraba continuamente a la puerta de la consulta, con desesperación deseando que se abriera cuanto antes, pero a la vez me aterrorizaba tal cosa.
Entonces la puerta se abrió, oí mi nombre y procuré levantarme lo más dignamente posible, aunque las piernas apenas me sostenían. Al entrar en la consulta caí sobre la silla que me indicaron, agradeciendo su seguridad. Me agarré a los brazos para reafirmarme y esperé el dictamen médico. Una doctora joven me aguardaba con el informe clínico en las manos, y al verme tan trastornado, sin saludarme siquiera, me comunicó el resultado: La biopsia refleja una hiperplasia glandular benigna, el análisis de los siete núcleos o fragmen tos extraídos de ambos lóbulos no muestra signos de adeno carcinoma. Puede calmarse. Todo está bien.
Y, sin poderlo evitar, me eché a llorar.
RICO O POBRE
De vez en cuando, sonaban unos zambombazos sordos y el suelo temblaba.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó alguien en la calle.
La curiosidad llevó a Jaime hasta la ventana, abando nando su mecano.
De repente, Carmela abrió la puerta y, cogiendo a su hijo de ocho años por un brazo, tiró de él hacia el interior de la habitación.
—¡Dios mío, Jaime, yo buscándote por todas partes y tú en la ventana! ¿No te das cuenta de que es peligroso aso marse? ¿Qué has visto ahí fuera?
—A los de las escopetas, mamá. A los malos. ¿Es que van a quemar nuestra casa? —preguntó Jaime angustiado.
—¡No, qué va! A papá lo quiere todo el mundo. Incendian las iglesias y las casas de los ricos.
De súbito, la luz de la tarde se tornó oscura, y luego aún más sombría. Por encima de las azoteas aparecieron unos celajes negros en rápido ascenso.
Carmela miró a través del cristal y vio a un hombre atravesar corrien do la calle y entrar en su casa.
—¡Ay, Dios mío! ¡Es papá! ¡Es papá! —gritaba fuera de sí mien tras bajaba las escaleras a toda prisa.
—Calma, Carmela. Por favor, serénate. ¿No ves que ya estoy aquí —dijo Alonso al abrazarla.
—¿Y dónde está Eduardo? ¿Dónde está mi hijo?
—A Eduardo lo han metido en la cárcel.

—¡Dios mío, qué desgracia! ¡Ay, mi pobre hijo! —¡Ay, Ay, que me lo van a matar! —Carmela se lamentaba, sin cui darse de contener las lágrimas.
—Todavía no se sabe qué es lo que van a hacer con ellos, Carmela.
—¡Pero cómo no lo sacaste de allí! ¡Mi hermano nos lo advirtió!
—No pude hacer nada —se excusó Alonso—. Cuando llegué, estaban saliendo del local y los milicianos los espera ban fusil en mano.
—¡Ay, por la Virgen Santísima! Este hijo nos va a buscar la ruina.
Jaime se acercó a su madre, la abrazó por las piernas y preguntó curioso:
—¿Qué pasa, mamá? ¿Dónde está Eduardo?
Miraba en derredor tratando de desentrañar el misterio, pero los herméticos rostros de sus padres no aclaraban nada. Con gran preocupación y tristeza, volvió a abrazar a su madre esperando a que se calmara. Alonso, que regresaba de la cocina con un vaso de agua, hizo un gesto de comenzar a hablar, pero Carmela, le interrumpió.
—Ven a la cocina, Jaime, que te ponga algo de merendar —dijo Carmela con voz cariñosa.
Jaime no se movió. Rechazó la mano que le tendía su madre y, venciendo su timidez, interrogó con un grito: —Pero, ¿qué pasa con Eduardo? ¿Es que lo van a ma tar?
Al decir esto se puso colorado como un tomate, aver gonzado por la estupidez de su pregunta, porque era evidente que ellos no tenían dinero, y los malos lo sabían. Carmela abrazó a su hijo, y apretándolo contra ella rompió a llorar con más fuerza. Alonso, con el corazón encogido, se acercó emocionado y también se unió al abrazo.
—No os preocupéis —sugirió Jaime—. Ya veréis como lo sueltan enseguida, cuando comprueben que sus padres no son ricos.
MARGARITA
Margarita Torres Muñoz, hija única de Modesto Torres Ca ballero y de Amparo Muñoz Calero. Nace el 16 de noviembre de 1945, en el cortijo de Los Robles, en La Iruela, una peque ña aldea ubicada en el norte de la comarca del Alto Guadal quivir, al pie de la Sierra de Cazorla, donde su padre ejerce como pastor. Tras pasar por la escuela de dicha localidad, don Lucio Fernández de Espinosa, el propietario del cortijo, le paga los estudios de bachiller, que abandona al cuarto año para ingresar en el Convento de San José de Granada, for mando parte de una comunidad de Carmelitas Descalzas de clausura. Allí, después de superar el postulantado y el novi ciado, formula los votos simples de pobreza, castidad y obe diencia, y asume el nombre religioso de Hermana María Teresa de la Inmaculada Concepción.
Margarita no es muy alta ni delgada, diríamos que de estatura media y proporcionada, muy vivaz y expresiva. A pesar de que el hábito oculta parte de su rostro, se ve que es una mujer guapa: tez sonrosada, ojos color miel con largas pestañas, nariz proporcionada y labios bien perfilados. Destaca en ella su mirada, dulce y cordial, su simpatía, su energía y, en especial, su optimismo contagioso. Es culta, aunque no pedante, y denota poseer una amplia experiencia espiritual. Su personalidad es muy atrayente. Siempre se la ve sosegada y en paz consigo misma. Le gusta caminar, leer, la cocina y la vida conventual, donde la oración es su principal pasatiempo. Su mente siempre está en contacto con Dios, tanto en el rezo del Oficio

Divino como en las horas que dedica al bordado con hilos de oro y plata de mantos para imágenes de Semana Santa.
Margarita es consciente de que se situó, desde la nada, en un nivel cultural notable, pero su humildad le impide menospreciar a otras monjas sin apenas cultura y huye de las arrogantes y vanidosas. Soporta con extremada paciencia las enfermedades propias de su edad: hipertensión, diabetes y reumatismo crónico, cuyo padecimiento ofrece al Señor en los momentos penosos.
En la hora de recreo conventual, le gusta conversar con sus hermanas de religión. Su voz suena un poco aguda y arrastra ese tono melodioso propio de la Andalucía oriental. Sus frases preferidas para superar el desánimo hacen refe rencia a su positivismo ante la vida:
Siunanosequiereasímisma,nopuedequereralos demás.
Intentopodercontodo,paraconformarmeconloque consigo.
Su vida transcurre diariamente por el estrecho cauce de la Regla Carmelita con la que alcanzaron la santidad Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, una regla perfecta en su disciplina y austeridad para el desarrollo de las virtu des. Su director espiritual, el padre Santiago María, le ayuda a no desviarse del camino. Ella comprende que la clausura conventual no es un paraíso a salvo de las tentaciones del mundo, y sabe que el ayuno, la penitencia y la privación de todo, son adecuados instrumentos para conseguir perfeccio nar su espíritu. En un ambiente de silencio y soledad Dios se
Todotieneremedio,ysinolotiene,nohayporqué preocuparse.
le manifiesta en todo momento confiriendo a su alma la paz de su presencia.
LENGUAJE INCLUSIVO
Una fina llovizna matizaba la precaria luz que el sol proyec taba desde el horizonte. El día amanecía con nubes pero despejaría pronto. A las 11:00 en punto celebraríamos la reunión. Estaban convocados y convocadas todos aquellos y todas aquellas animales y animalas que últimamente se quejaban de la falta de alimentos. Los humanos y las humanas habían de jado la selva esquilmada con total impunidad. Disparaban sus rifles sobre cualquier forma de vida que se moviera, sin que los vigilantes y las vigilantas hicieran nada por evitar la caza furtiva, aparte de los incendios que unos y otras provocaban para dedicar la tierra a campos de cultivo o de pasto para el ganado.
Yo mismo presidía la asamblea, en compañía de mi querida Jane y mi no menos querida mona Chita, tratando de mediar en las demandas que plantearan los reunidos y las reunidas, que iban llegando a intervalos cortos y se acomoda ban en la zona despejada de la sabana elegida para la reu nión. El ambiente ya era tenso, pues la mayoría de los y las presentes andaban inquietos e inquietas. Una cocodrila vieja se quejaba de los mordiscos que un pantero negro presuntuoso le daba para incordiarla, y abría la boca desmesuradamente mostrando unos colmillos ase sinos terroríficos. Un hieno viejo, desdentado y feo, no cesaba de babear delante de una peque ña gama, que miraba con ojos asustadizos a su padre y a su madre, alternativamente, pidien-

do ayuda. Mi chimpancesa gruñía al ver tal abuso, pues era inclemente ante las actitudes machistas. Un cigüeño había alzado el vuelo para ir a posarse en la rama de un árbol cercano, pero un jirafo no cesaba de combar la rama para alcan zar con la lengua las hojas cercanas. Harto de aguantar los bamboleos se instaló en otra rama donde ya había dos urracos, un tórtolo, un águilo y cuatro grullos. Bajo el árbol de al lado, una leoparda soliviantada acosaba a una osa hormiguera que aún se relamía los hormigos y las hormigas que se le habían quedado enganchados y enganchadas en la piel. Tres hi popótamas hablaban de volver al río porque se les estaba resecando la piel y no había agua para remojarse. Exigían que comenzara la reunión cuanto antes. Un gorilo de espalda pla teada que estaba acompañado de varias gorilas jóvenes también solicitó el comienzo de la reunión, así como el grupo de murciélagos y murciélagas, escarabajos, escarabajas, cigarros, cigarras, moscas, moscos, avispas, avispos y un buen número de los y las asistentes de menor tamaño.
Yo estaba dispuesto a hacerlo, aunque faltaban cinco minutos, pero esperé al ver que se acercaba a toda prisa una manada de gacelas y gacelos acosadas y acosados por tres leopardas con cara de hambre y una tigra acompañada de dos cachorros y una cachorra. Un poco más atrás trotaban tres cebros y siete cebras provocando una tremenda polvareda, y volante, se acercaba un grupo de flamencas con un flamenco presidiendo la marcha. La reunión comenzó. Todos y todas hablaban a la vez y era imposible entenderse entre tantos rugidos, gruñidos, aullidos, bramidos, graznidos y chillidos. A los insectos e insectas ni les dejaban tomar la palabra. Y para colmo, la lluvia arreció. Muchos y muchas de los reunidos y las reunidas se marcharon a toda prisa, y ante la falta de quorum decidimos aplazar la convocatoria para otro día.
ESTA ES MI HISTORIA
¡Cuando vi la luz por primera vez solo era un brote verde, apenas perceptible…! Recuerdo el día que emergí de la hoja rasca con un gesto indeciso, tras la lluvia, y apenas vislumbré el cielo azul y aspiré la brisa del mar cercano, enderecé el torso y me sentí libre.
Una semana más tarde ya había crecido mucho. Y en las semanas siguientes me iba notando cada vez más fuerte, cada vez más alto, hasta que me transformé en un arbusto respetable, erguido y elegante.
A los diez años era ya un árbol con ramas bien pobladas, en hiestas y poderosas, donde acudían las aves a refugiarse y los ancianos a buscar su sombra. Me gustaba sentirme útil para ellos.

Conocí la bonanza de cálidos veranos e inviernos apacibles, pero también calores tórridos, fríos inclementes, el fuego abrasador de los incendios, el escarnio gamberro y el hachazo brutal de leñadores.
Una primavera, vino una familia e instaló entre dos de mis ra mas un columpio, y un niño se meció, alegre e ilusionado, cre yendo que volaba. Yo me sentí satisfecho de poder proporcionar al niño un momento feliz. La cuerda quedó colgando durante meses de mis ramas, hasta que alguien se la llevó.
Ya de viejo, retorcido por los años, un día soleado de invierno aparecieron por el pinar dos tímidos amantes cogidos de la mano, y entre abrazos y besos, con infinita ternura, hicie ron el amor sobre una de mis ramas bajas, hasta alcanzar el
cielo. Y volví a sentirme dichoso de ofrecerles un improvisado lecho amoroso.
Hoy, tan solo soy un árbol viejo y descarnado, maltratado por el tiempo, casi seco, herido de muerte. No obstan te, aún me mantengo en pie, contento de los años vividos, e intento no perder la compostura.
LAS SANDALIAS DEL PESCADOR

Los libros constituían mi pasión desde la infancia. Mi deseo de atrapar sus historias siempre había sido mayor que mi disponibilidad de hacerlo. Ahora, recién jubilado, el tiempo me pertenecía.
Observé la estantería donde acumulaba numerosas no velas de mis años jóvenes, con la intención de elegir alguna que me amenizara la tarde. Recorrí los lomos multicolores donde figuraban el título, el autor y el anagrama de la editorial. Mi curiosidad se despertaba a cada momento. Uno de ellos me llamó la atención: “Las sandalias del pescador, de Morris West”. Había visto la película del mismo título, pero no tuve la oportunidad de leer la novela.
El libro se veía envejecido. Y no era para menos: estaba publicado en el año 1974 por la editorial G. P. de Barce lona, en la colección “Libros Reno”. La encuadernación en tapa blanda mostraba una sobrecubierta en la que aparecía una imagen de Anthony Quinn vestido con una sotana negra, ceñida por un fa jín rojo, y con un medallón al cuello. So bre un fondo amarillento deslucido se representaba un dibujo esquemático del Vaticano, en colores sepia. En la solapa
delantera, un poco desprendida del resto, se mostraba el precio, 50 pesetas, equivalentes a 30 céntimos de euro, y una breve sinopsis del argumento:
“Enplenaguerrafría,CiriloLakota,deorigeneslavo,esele gidoPapacomoCiriloI,trasdiecisieteañosdeprisiónenlos gulags...”
No pude evitar abrirlo y plantar las narices en sus páginas ásperas y amarillentas para percibir ese olor familiar a viejo, que no me desagradó. Me senté en la terraza, buscando la luz lateral, dispuesto a conocer la historia de este Ciri lo I, que había conseguido interesarme. El sol ya declinaba y la luz me llegaba aminorada. Me sentía inquieto. ¡Qué tontería!, solo se trataba de leer un libro. Pero el libro que tenía en las manos me parecía una reliquia, me había acompañado fielmente durante cuarenta años, soportando con infinita paciencia la demora de ser leído. La historia que permanecía aletargada entre sus páginas palpitaba a punto de despertar. Antes de comenzar la lectura, por precaución, procedí a desprender la sobrecubierta para preservarla de un mayor deterioro. Y sin más dilación, me coloqué las gafas y abrí el libro. En la primera página, escrito con un bolígrafo azul, apa recía el nombre y la firma de su anterior propietario, un tal Julián Caballero, y una fecha, 28 de mayo de 1977. No me extrañó, pues recordé que había comprado el libro en Grana da, en una librería de segunda mano. En aquella época de estudiante el dinero escaseaba a menudo. Al pasar las hojas del título, autor y editorial, mis ojos se posaron expectantes, so bre el texto del primer capítulo:
“ElPapahabíamuerto.Elcamarlengolohabíaanunciado.El maestrodeCeremonias,losnotarios,losmédicos,lohabían consignadobajosufirmaparalaeternidad.Suanilloestaba yadestrozado,yrotossussellos.Lascampanashabíansona doenlaciudad.Elcuerpopontificalhabíasidoentregadoa losembalsamadoresparaofrecerlodecorosamentealaveneracióndelosfieles.Ahorayacíaentrevelasblancas,enla CapillaSixtina,ylaGuardiaNoblevelabasusrestosbajolos frescosdelJuicioFinaldeMiguelÁngel.”
¡Qué hermosa descripción de un hecho tan lúgubre y trascendental! ¡Qué pirueta artística tan lograda para con densar en pocas líneas el complejo protocolo que conlleva la muerte de un Papa! Me sentía un privilegiado por poder disfrutar de la lectura de esta magnífica obra. Ya el comienzo era cautivador, y anunciaba una narración atrayente, sugestiva y entretenida. No podía creer que hubiera ignorado aquella novela durante tanto tiempo. Y relegando estas conjetu ras, seguí leyendo…
UNA, Y NO MÁS
Nunca pensé que por ganar 5.000 dirham me iba a ver en una situación tan dramática como la que viví. La lancha era magní fica, dotada de tres motores fueraborda de 350 caballos. Viajábamos cuatro personas en total. Nuestra misión era descargar los 40 fardos de hachís al llegar a España. Hisham, el hombre musculoso y huraño que nos había contratado, hablaba con autoridad. Nos había asegurado que tenía buenos contactos en el mundo de la droga y que volveríamos sanos y salvos.
Aún no amanecía cuando salimos de Cabo Espartel y comenzamos el paso del Estrecho. Tariq, el timonel, manio-
braba con destreza y la embarcación se deslizaba rápida rumbo a la costa malagueña.

Viendo Hisham que estába mos algo inquietos, se apre suró a tranquilizarnos, recor dándonos que sus viajes siempre se planeaban minu ciosamente y era imposible que fracasáramos. Nos mentía descaradamente. La persecución se inició frente a las costas de Mijas. Una pa trullera de la Guardia Civil española pretendía alcanzarnos y, desde el cielo, un helicóptero nos seguía el rastro a baja al tura.
Tariq aumentó la velocidad con temerarias maniobras evasivas. La única escapatoria era salir a mar abierta y poner proa hacia Marruecos. Íbamos a más de 100 kilómetros por hora; los guardias avanzaban más rápido.
—Estamos perdidos —exclamó mi compañero, Ab delhak, temeroso y desesperado.
—¡Malditos cabrones! ¡Tirad la droga al agua, joder! — nos ordenó Hisham cogiendo el primer fardo. Manteníamos el equilibrio a duras penas, inclinando el cuerpo a un lado y otro, apurándonos en desprendernos de la droga y profiriendo maldiciones entre dientes. La lancha daba botes sobre las olas que chocaban de frente y de costado. Un golpe de mar brusco hizo que Abdelhak cayera al agua. Cuando qui simos darnos cuenta, había desaparecido. Comencé a temer por mi vida. La lancha se balanceaba locamente.
Estaba empapado y mantenía los ojos cerrados, pues el agua salada me azotaba la cara y me cegaba. Nadie en su sano juicio se arriesgaría de manera tan imprudente. La hui
da carecía de sentido. Acabaríamos todos en el fondo del mar
—¡Se acercan a nosotros! —grité con desesperación. Sentía un nudo en la garganta y ganas de vomitar. Tariq también gritaba: —¡Nos vamos a matar!
—¡Pare la embarcación! ¡Pare la embarcación! —nos apremiaba un guardia civil a través de un megáfono.
—¡Tenemos que escapar, coño! ¡Tenemos que escapar! —repetía Hisham con voz exasperada—.
—¡Pare la embarcación! —seguía voceando el guardia, cada vez más cerca.
Y sucedió la tragedia. La patrullera de las fuerzas de seguridad chocó contra nuestra lancha, y los tres guardias civiles, que iban de pie, cayeron al agua. Su embarcación quedó girando sin control, con el consiguiente riesgo para los agentes, que nadaban alrededor. Entonces, la tripulación del helicóptero, al percatarse del inminente peligro para los guardias, nos solicitó por megafonía que los rescatáramos. Así terminó nuestra aventura. Hisham, que hablaba español, intentó pactar con la autoridad. En la playa nos espe raba el helicóptero. Nos incautaron la embarcación, nos apresaron y, tres días después, nos devolvieron a Marruecos en el ferry de Málaga a Tánger. Ya nunca volví a enredarme en una aventura de esta índole.
LA PLAZA DE MI PUEBLO
La Plaza de Puebla de don Fadrique, un pequeño pueblo del altiplano granadino, se estructuraba por aquella década de los 50 como un recinto de forma cuadrangular, donde desembo caban cinco calles. Quedaba un poco elevada por dos de sus flancos, un tercero comunicaba directamente con una de las calles y en el otro se erigía una casa señorial con un vistoso
balcón desde donde se anunciaba el pregón de las fiestas de Pascua. La rodeaban varias de las casas más distinguidas del pueblo, los mejores comercios, una posada y dos bares, siempre llenos. Un quiosco de lucido diseño, donde los domingos tocaba la banda de música, ocupaba la zona central, dando esplendor a la Plaza, y cuatro farolas, ocho árboles y otros tantos bancos se disponían alineados a ambos lados de la casa señorial, como guardianes. En la fiesta de la Virgen de agosto y en la Feria de octubre, la Plaza era el sitio donde se organizaban los bailes típicos y las verbenas, a las que acudía mucha gente con su silla a cuestas. En esos días la adornaban con bombillas, guirnaldas, farolillos y banderillas de colores.

La Plaza era el centro de reunión de los vecinos todos los días de la semana, y especialmente los viernes, el día de mercado. Allí, sentados en los bancos que la circundaban, los hombres mayores charlaban sobre la siembra o la recolección, discutían amigablemente y pasaban las horas ocio sas, disfrutando de las suaves temperaturas estivales y del sugerente espectáculo de las muchachas jóvenes que iban con sus cántaros a por agua de la fuente.
Allí también se congregaban los jornaleros desde que apuntaba el día, en espera de ser contratados para trabajar en las abundantes labrantías y cortijos. Asimismo, los chavales utilizaban la Plaza de campo de fútbol: los bancos eran las porterías y el balón, una pelota de trapo, mientras otros co rrían en tropel persiguiéndose o jugaban al escondite, a pitole, a las canicas, al trompo…, y las niñas, a las tabas, a los cromos, a saltar a la comba o a la rayuela.
Pero cuando la Plaza bullía en plena efervescencia era los viernes de mercado. Desde hora temprana, los vendedo res colocaban sus tenderetes. En el lado derecho vendían cántaros de barro, botijos, lebrillos relucientes, botas de vino, azafates, navajas, platos de cobre con los Reyes Católi cos, canastas de mimbre, capazos, espuertas, alpargatas…; y en el izquierdo, ristras de ajos, pimientos secos, patatas, ce bollas, frutas, legumbres y hortalizas. Al fondo, en improvisados corrales de estacas, ofrecían a voces gallinas, pavos, conejos, cerdos, corderos y chotos.
Perico se perdía a sus ocho años por aquel mundo increíble propio de los cuentos. Tanta abundancia de objetos y alimentos le impresionaba, acostumbrado a la austeridad propia de la época. Al ver todo aquello el niño se sentía inmerso en un sueño de fantasía. Se conformaba con disfrutar del espectáculo, porque la economía no permitía grandes dispendios, pero con la peseta que su abuela María Mercedes le regalaba ese día, terminaba dirigiéndose al puesto de Ci priano, “La casa del turrón”, para comprar alguna de las exquisiteces que allí se ofrecían. Cipriano era un hombre en la treintena, de amable y colorada tez y cuerpo robusto, que derrochaba simpatía con los niños. Partía el turrón duro de almendra con un cincel y un martillo. A Perico le fascinaban los pirulís de caramelo de todos los colores que valían una peseta y le permitían estar chupando toda la tarde. Pasaron los años y Perico, al que tanto le gustaba jugar en la Plaza, se convirtió en un adolescente. Ahora se reunía allí con una pandilla de amigos todas las tardes de verano, para conquistar a Alicia, una de las chicas que se sentaban en los bancos, con la que, más tarde, se casó y vivió feliz Ambos vienen con frecuencia al pueblo, ahora que es tán jubilados, y se sientan en un banco de la Plaza para re-
cordar con nostalgia los felices años de su niñez y juventud, que nunca olvidan.

MATILDE FRENTE AL ESPEJO
Esta mañana me levanté con la misma alegría de todos los días, dispuesta a vivir uno más. Hoy cumplo noventa años y, mirando atrás, estoy satisfecha con mi vida. He visto tantas cosas… He pasado tantas penurias… ¿Cómo no voy a estar contenta si ahora todo es tranquilidad? Lejos quedaron los años de guerra, los años de hambre, los años de sumisión a mi marido, la muerte de mis padres, las dificultades al quedar viuda, el dis tanciamiento de mis hijos… A lo lar go de mi vida he aprendido a ser fuerte y a revestirme con una cora za que me protege de cualquier agresión y me permite conservar el equilibrio emocional. A pesar de mi limitada formación cultural y de la rutina de mis días como ama de casa, sobreponiéndome a las limita ciones que me imponían por ser mujer, procuré profundizar en la problemática de mi tiempo y elaborar mi propia filoso fía de vida.
Pero hoy, al contemplarme en el espejo no me he reconocido. ¿Acaso soy esa anciana arrugada que me mira con los ojos apretados y me sonríe abriendo la boca para mostrarme una dentadura deslustrada? Me parece que estoy sufriendo una pesadilla. ¿Dónde está aquella niña que aún revolotea en mis recuerdos y se hace realidad ante mis ojos cuando los cierro? Desde que nací, según me contaba mi madre, era una niña muy guapa, graciosa y despierta, delgada pero fuerte.

Cuando crecí me convertí en una adolescente presumida. Me miraba al espejo y me veía maravillosa. Quizá comen cé a vivir demasiado pronto, pero era precavida y bastante juiciosa a pesar de mi juventud. Luego comencé a cuestionar me muchas cosas, cuando ya no había posibilidad de rectifi car, y tuve que hacer de tripas corazón y seguir adelante. Aun sabiendo que no poseía la fuerza necesaria ni gozaba del suficiente conocimiento, utilicé todos los medios a mi alcance para lograr mis aspiraciones. ¡Pobre de quien llegue a la ancianidad sin haber encontrado su camino!
Pero hoy me siento algo confusa. El espejo me ha mostrado una imagen distinta a la que imaginaba. ¿Será que es toy viviendo una mentira? Ante esta encubierta evidencia no he podido evitar que la depresión arañara mi ánimo y he comenzado a llorar. En el espejo, mis lágrimas se deslizaban perezosas por los surcos de mi rostro hasta gotear sobre el lavabo para diluirse en la superficie blanca y brillante. Entonces recordé las palabras de mi madre: me decía que el llanto afea el semblante. ¿Pero ya qué importaba? Era imposible borrar las infinitas arrugas que se habían adueñado de mi piel marchita. La vejez había hecho estragos en mi cuerpo y, aunque me costaba aceptarlo, también en mi alma.
SUEÑO O REALIDAD
Me desperté sobresaltado. Había soñado que tenía un hijo de veinte años que no conocía. Su madre aparecía en el sueño di fuminada y no logré reconocerla, a pesar de que intenté prolongar las últimas imágenes oníricas. Este intento frustrado me persiguió todo el día. Y al día siguiente. Y al otro… No me quitaba de la cabeza la posibilidad de que tuviera un hijo y me hacía ilusión la idea de ser padre a los sesenta, ya que mi esposa no pudo dármelos. Intentaba recordar a aquella
amante ocasional con la que compartí los atentados terroristas del 11 de septiembre en el parador de Carmona, con mo tivo del Congreso de Amigos de los Bosques. Fue una noche inolvidable. Me había dado su teléfono, pero como vivía en Barcelona nunca la llamé. Lo busqué en mi agenda, cogí el mó vil y marqué el número. Tenía que salir de la duda. Una voz de mujer atendió la llamada.
—¿Paula? —pregunté con precaución.
—Sí. ¿Quién es? —Reconocí su voz con intenso acento catalán.
—Soy Víctor, el sevillano. Nos conocimos en Carmona. ¿No te acuerdas?
—Sí… —respondió con un titubeo perceptible, como si no estuviera muy segura de querer seguir hablando.
—¿Cómo te va?
—Bien, continúo viva. —Parecía mantenerse a la defensiva.
—De repente me he acordado de ti. Por eso te llamo.
—Pues has tardado un poco. ¿No te parece?
La notaba resentida y con pocas ganas de hablar. No obstante, logré ave riguar que no se había casado y que era madre de un chico de veinte años que, precisamente, se llamaba Víctor. Pero negó una y otra vez que fuera hijo mío. Yo no la creí. Nos despedimos con la misma frialdad que ha bía presidido toda la conversación.
Entre emocionado y confundido, me derrumbé en un sillón y me puse a cavilar.

“¡Cómohabíanpasadolosaños!Yyosinsaberquetenía unhijo.Sinsaberqueerapadre.¡Cómocambiabamividacon estarealidad!Yo,felizmentecasadoyPaula,unamujerespléndida, con el corazón libre y su soledad a cuestas. Me odiaríacontodaseguridad.Nuncaledimiteléfono.Nuncase meocurrióllamarla.Laimaginéquizásembarazada,dandoa luz,amamantando apequeño Víctor…,encompletasoledad. ¿Quélehabríadichoalniñosobresupadre?Sipareceque fueayercuandoreíamossatisfechosdecompartirnuestros cuerpos.¿Porquémedijoquetomabaanticonceptivosyno habíaproblema?Meengañó.Meengañóvilmente.Yyopequé deingenuo.Nosdespedimosconunsimpleadiós.¿Cómose meibaaocurrirqueteníamosalgoencomún?Queríaelhijo paraellasola.HoynosseparaladistanciaperonosuneVíctor.Losañoshanpasadoperoeltiemponopuedeborrarla realidad.¡Soypadre!¡Tengounhijo!¡Soypadredeunchico deveinteañosquesellamacomoyo!Esimposibleocultarlo queesevidente,ypiensocumplirconlaresponsabilidadque mecorresponde,aunquePaulanoquiera.Esmihijoynolo voyaabandonar.”
LA ABURRIDA VIDA DE UN BIBLIOTECARIO
Se veían en la biblioteca las tardes de los lunes, miércoles y viernes. Él era alto y corpulento, canoso, entrado en los cincuenta, de aspecto intelectual y bien vestido; ella, menuda y delicada, guapa y sonriente, no habría cumplido aún los vein ticinco, pues su cara mostraba la inocencia propia de la edad. Los primeros días hasta se sonrojaba si la miraba, como si yo pudiera descubrir algo que ellos querían ocultar. Sabía que él se llamaba Eugenio por la ficha, y podría ser su padre, si no fuera porque la acariciaba de una forma distinta a como se acaricia a una verdadera hija.
Supongo que elegían la biblioteca para protegerse de miradas indiscretas. Eugenio me pedía un libro diferente cada día. Solían sentarse en un lateral, en una de las mesas con ordenador, donde él, con el libro en las manos, le leía en voz baja y a intervalos, y ella se afanaba copiando lo que le susurraba cerca del oído. Sus dedos índices, los únicos que intervenían en el proceso de mecanografiado, evolucionaban con cierta rapidez sobre el teclado mientras el resto, acompañando desde su posición horizontal los movimientos, transformaban sus manos en contrahechas mariposas revolotean do sobre un imaginario macizo de flores.

Yo los observaba con curiosidad y discreción, espiando sus frecuentes arrebatos amorosos lle nos de deseo. En la intimidad de la sala, a aquella hora de escasa afluencia, dis ponían del ambiente adecuado para tales efusiones afectivas. Me recreaba escudriñando la sensual sonrisa que ella le dirigía con aviesa intención como respuesta a las insinuaciones que él pare cía transmitirle con sus palabras. Había cierta fogosidad en su comportamiento. Aquel apasionado intercambio de deseo contenido estimulaba mi imaginación.
Descubrí su secreto el primer día al solicitarme Eugenio el libro titulado: El amante, de Marguerite Duras, que na rra la relación que tuvo la autora con un hombre chino culto y refinado cuando vivía en Indochina. En días posteriores es cogieron: Las edades de Lulú, de Almudena Grandes; Amos y mazmorras, de Lena Valenti; Seducción, de Jodi Ellen Malpas; Pídeme lo que quieras, de Megan Maxwell; Ardiente ve rano, de Noelia Amarillo…
A cierta hora, cuando había poca gente, le pedía a Eugenio que vigilara la sala y salía con la excusa de ir al servi cio, aunque mi verdadera intención era procurarles unos momentos de mayor intimidad para que dieran rienda suelta a su juego amoroso. Al volver, intentaba hacer ruido al pisar o tosía para no sorprenderles.
Ellos, sin pretenderlo, despertaron en mí la afición por las novelas eróticas. Siempre les estaré agradecido, ya que mi trabajo de bibliotecario se hizo más ameno y mi matrimonio comenzó a ir mucho mejor. Como si se tratara de un mila gro, el carácter de mi mujer cambió radicalmente.
SIEMPRE ESTARÁS CONMIGO
La última tarde que la vi, la enfermera me refirió que había vomitado sangre y estaba en la cama sedada con morfina. La encontré muy deteriorada y me apené por ella. Esa misma noche me dejó para siempre.
Desde el día que nos confesamos nuestro amor, todas las tardes iba a esperarla a la salida de clase, impaciente por distinguir entre tantas futuras maestras los rasgos que me eran tan familiares: su pelo a lo Mireille Mathieu, sus ojos achinados, su nariz respingona y sus preciosos labios sonrientes. Margarita no era guapa, pero la viveza de su mirada y el suave óvalo de su mentón le daban un aire muy atractivo. La esperaba con la inquietud y emoción que produce el primer amor, pues con solo verla se despertaban en mí inexplicables sentimientos que nunca nadie me había suscitado. Aquel amor era platónico, se conformaba con alguna caricia furtiva, un abrazo apretado al bailar y poco más, pues entonces eran otras las costumbres. Pero cuando teníamos oportunidad, hambrientos de intimidad y al abrigo de miradas curiosas, nos regalábamos apasionados besos, dejándonos prender en
las redes del deseo como dos chiquillos jugando a ser adultos.
Después de formar una familia y disfrutar la fascinante experiencia de compartir la vida y unos hijos, el implacable acoso de los años comenzó a cebarse con nosotros precipitándonos con rapidez en la vejez. Los dos sobrevivíamos impulsados por la fuerza del amor que aún perduraba intacto y éramos felices. Luchába mos con obstinación para que el paso del tiempo no desvane ciera nuestros recuerdos, pero el reloj se los llevaba por más que queríamos conservarlos.

Nuestra vida cambió bruscamente el día que, al entrar en casa, no encontré a Margarita en el salón, el lugar donde ella solía esperarme sentada en el sillón de orejeras, leyendo o viendo la televisión. Me dirigí al dormitorio, y al enfilar el pasillo fue cuando la vi, cerca del cuarto de baño, desploma da en el suelo en una posición extraña; aún llevaba el camisón puesto y no se había aseado.
Al percibir mi presencia, la oí llamarme entre gemidos: —¡Andrés, Andrés! Menos mal que has llegado. —¿Qué te ha pasado? —la interrogué preocupado.
—Me he caído sin darme cuenta —contestó llorando.
Unos días después la encontré sentada en el suelo de la cocina.
—No sé lo que me pasa, Andrés. No me acuerdo qué es lo que tengo que hacer. No sé ni por qué estoy aquí —me dijo entre sollozos.
—No te preocupes, mujer. Son cosas de la edad —le dije, quitándole importancia a sus palabras para que no se an gustiara.
Aquel episodio pasó, pero a la semana siguiente se vol vió a repetir.
El médico fue categórico: Margarita presentaba un claro perfil de demencia senil. Luego aparecieron otros sig nos más claros y comenzó a perder el interés por las cosas. Me apenaba enormemente verla así, cada día peor, sin poder hacer nada por ayudarla. Ya no volvió a ser la misma. Apenas me hablaba y, a menudo, no sabía quién era yo. Mis hijos me aconsejaron que la ingresara en una residencia geriátrica. Todos los días, al atardecer, iba al geriátrico para verla. Ella no me reconocía ya, pero yo sí a ella, sabía que aún era mi esposa y seguía queriéndola. La encontraba siempre con la mi rada perdida, apática, nunca me hablaba, y a veces ni siquiera percibía mi presencia. No obstante, tenía la esperanza de que en algún momento de lucidez percibiera el amor que le profesaba.
Han pasado ya dos años de su muerte y no me acos tumbro a vivir sin su presencia. Antes, por lo menos, podía verla todos los días. Y aunque su recuerdo aún sigue anclado en mi corazón acompañando mi soledad, deseo reunirme con ella lo más pronto posible.
LOS MASÁIS
Desde mi juventud, influenciado por las películas, soñaba con viajar a la selva a ver animales salvajes y conocer de cerca a los masáis, la tribu que más me había impresionado. Por fin, en 1992, aprovechando las vacaciones de Semana Santa pude hacer realidad mi sueño.
Bien provistos de vacunas y profilaxis antipalúdica, mi esposa y yo llegamos a Nairobi al atardecer, vía Viena. El aire emanaba un olor peculiar y el sol teñía de rojo el horizonte. Era palpable que estábamos en África.
Por la mañana, tras un extraordinario desayuno nos en tregaron una caja con un picnic y nos presentaron al que iba a ser nuestro guía, Alex, que nos esperaba al lado del vehícu lo 4x4 con el que haríamos el safari. Nos dirigimos a la Reserva de Masái Mara, a través de caminos de tierra, por las extensas planicies donde los animales pastaban tranquilos. La increíble belleza del paisaje me hizo entrever cómo hubiera sido el paraíso terrenal.
El poblado masái estaba rodeado por una empalizada de espino para impedir la entrada de los leones. En el interior se disponían las chozas en círculo dejando un espacio central, a modo de plaza, donde tenían las vacas. Nos recibieron con las típicas danzas, vestidos con sus mantas de tonos rojos o azulados, a cuadros. Los hombres saltaban en vertical por turnos mientras las mujeres les acompañaban con cantos. Eran muy altos y esbeltos, y algunos llevaban un tocado en la cabeza y la cara untada de color rojizo; las mujeres se adornaban con grandes collares, brazaletes y pesa dos pendientes que les alargaban los lóbulos de las orejas. El guía nos animó a unirnos a ellos para agradecerles su hospita lidad, pero cuando comenzamos a saltar nos sentimos patosos y ridículos, a su lado nuestra piel blanca tenía un aspecto cadavérico y nuestra ropa parecía desteñida.

Luego nos enseñaron sus chozas, hechas de estiércol y paja, y nos explicaron su forma de vivir. Nos invitaron a en trar en una de ellas, pero no pudimos aguantar por mucho tiempo agobiados por la oscuridad, la postura en cuclillas, el olor a cabra y, sobre todo, el humo asfixiante del fuego don de una mujer cocinaba. Al salir, los niños, llenos de moscas y de tiña, se agolpaban a nuestro alrededor tendiéndonos las manos para que les diéramos algo. Les repartimos el picnic que traíamos del hotel. Se nos encogió el corazón al verlos devorar los plátanos sin pelar, los huevos con la cáscara y los caramelos con el envoltorio, pero nos sorprendió ver que eran felices, siempre con una sonrisa dibujada en la cara, a pesar de lo poco que tenían. Les encantaron los envases de los carretes de fotos que les dimos; muchos adultos los llevaban puestos en los lóbulos de las orejas. Nos hicimos va rias fotos con ellos, posar ante la cámara les encantaba. El suelo estaba cubierto de plastas de vaca y, aunque intentábamos no pisarlas, era imposible evitarlas. Ellos se reían al vernos tan apurados.
Un momento impresionante de la visita fue presenciar el ritual del consumo de sangre, reservado a los hombres. Mientras dos de ellos sujetaban a una vaca por la cabeza y el tronco, otro cogió un arco y, a poca distancia, lanzó una fle cha a la yugular del animal. Al retirarla, comenzó a manar sangre que recogieron en una calabaza alargada, la mezclaron con leche de la misma vaca y empezaron a beber. Uno de ellos me ofreció la calabaza para que bebiera, sonriendo con los dientes ensangrentados, pero la rechacé con educación.
El guía nos explicó que los masáis intentaban conservar sus tradiciones a pesar de haberse visto obligados a abandonar su vida nómada y cazadora, y a ceder sus tierras para la conservación de la fauna en peligro de extinción, por la caza
abusiva practicada por los blancos, sin más premio que una subvención insuficiente para vivir. Mantenían una fuerte je rarquía masculina por edades, pasando de la infancia a guerrero menor, guerrero mayor y adulto a los dieciséis años. Practicaban la poligamia en matrimonios concertados desde la infancia, permitiendo las relaciones prematrimoniales. Durante el vuelo de regreso a España, evocando la ex traordinaria aventura que había vivido, comprendí que los masáis se volcaran con tanto celo en agradar a los turistas. Era lógico aprovechar los beneficios de las visitas para salir de su acuciante pobreza. Pocas tribus vivían ajenas al mundo, intentando mantener sus costumbres, su identidad y un modo de vida atemporal.
SOLEDAD COMPARTIDA
Al quedar viudo se abrió ante mí un profundo abismo por el que mi mente comenzó a abalanzarse sin freno. Me encontré, de pronto, viviendo una situación para la que no estaba pre parado. Después de haber realizado mi sueño de vivir en pareja, no tenía nada. Después de luchar durante años por una familia, no tenía a nadie. Con la taza de café en la mano, mi raba con pena mis tres macetas de cactus tan solitarias como yo. Echaba dolorosamente de menos a Rosa. La tonali dad verde de las hojas carnosas de los cactus me trajeron a la memoria los tupidos bosques de mi infancia, de la que me había alejado hacía ya muchos años por circunstancias de la vida.
En momentos así, la soledad volvía a atenazar mi áni mo, sin darme tregua. Aquella soledad la llevaba prendida en mis ojos y enredada en los latidos de mi corazón. La cruda realidad se me mostraba desnuda y brutal: era un anciano ju bilado que vivía totalmente solo. Un inquietante vacío me cer-
caba a veces intentando aniquilarme y el miedo a enloquecer me atormentaba.
Aquel día miraba asustado a mis pobres cactus, porque era consciente de que no tenía fuerzas para seguir viviendo. No me acostumbraba a comer solo ni al silencio, me intran quilizaba sufrir algún percance y no poder contar con nadie, o que intentaran robarme y no pudiera defenderme. Me di cuenta de que aquellas dos macetas eran los únicos seres vivos que me acompañaban fielmente cada día. A cam bio, yo las regaba y pro curaba que tuvieran suficiente luz. ¡Qué pena que no hablaran! Aunque, posiblemente, tendrían su propio lenguaje para comunicarse entre ellas. Acabé por tomarles cariño y, cada día, mientras bebía el café, las miraba detenidamente para descubrir sus progresos de crecimiento o alguna alteración en sus hojas. Me levantaba ilusionado por verlas. Ellas, sin saberlo, conse guían animarme.
Volví a salir a pasear y a frecuentar a los amigos de otros tiempos, y me di cuenta de que era bueno socializar. Me complacía compartir parte de mi tiempo con las personas que me encontraba a gusto. Poco a poco el recuerdo de mi esposa dejó de ser penoso y la ausencia de mis hijos se convirtió en algo natural. Por fin había aprendido a estar solo y a sentirme bien conmigo mismo, acompañado de tres simples cactus.

PAULA GIL MOYANO

DE CASTIDAD
Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce él piensa en tú desesperación para liberarte, tu rabia, tu ofuscación, no piensa que esos chirridos vengan de la pa sión. ¡Si supiera que existen dos llaves, la suya y la de s u Señor!

FRIVOLIDAD
—Le pido que haga lo posible por mantener con vida a mi marido un poco más Doctor.
—María, eso no tiene sentido, míralo al pobre, ya no le quedan más fuerzas.
—Doctor, unas horitas le pido, el medio día, como mu cho que llegue a la siesta.
—Y que ganaríamos con eso María, ¿cuál sería la dife rencia?
—Doctor, es que hoy tengo que leer el micro y así me quedo yo más contenta.
CEBOLLA OLVIDADA

Esperando que más pronto que tarde dejes de llorar por él, todos creyeron tus fingidas lágrimas y comenzaste a reír con otros, me olvidas te como cómplice de tus llantos. Ni una cebolla más, ya está bien de tanta lágrima.
¿ORDEN?
Siempre como nuevos, intactos, con olor a primer día al sa carlos de sus cajas; así están sus juguetes, balones, equipación de fútbol, bicicleta, patines, disfraces de Batman y Su perman, todo ordenado y en su sitio.
—Tienes que aprender de tu hermano, Margarita, él nunca pierde nada —Pero dime: ¿Dónde están tus pinturas, tus muñecas y los lazos del traje de hada?
PERDÓN CON IRONÍA
¡Ya estoy en casa! ¡Ya estoy abriendo el portón! ¡Voy cruzando el pasillo! ¡Voy a pasar por el baño a lavarme los dientes! ¡Voy a entrar en la habi tación! ¡Enciendo la luz! Hoy no dirás que te pillé desprevenida, ¿no?

REDUNDANCIA
Nos han mandado en la escuela contar las cosas que más nos gustan. ¿Se podrá contar tu mirada cuando me dices: Me gustas?
ME MUERE, NO ME MUERE, ME MUERE, NO ME MUERE…

Sí, soy su esposa, su atadura, su cadena, sus grilletes. Y como que me llamo Antonio, esta de aquí ya no se mueve.
EVA
—Cuando acabes la dejas fuera a esperar que seque un poco, luego la modelas y al horno. —Fuera empezó a llover y las gotas de lluvia inundaron sus ojos—. Aún te sigue extrañando mi llanto.
PUES EL MOÑO TE QUEDABA BIEN
Al que no entiendo es a él. Si, si, al de más a la izquierda. ¿Puedo tutearte, no? Pues sigo sin enten derte. Si tenías el spoilerperfecto en la Biblia, el Cine, en Netflix por episodios. Si sabías que con tu
autosuficiencia mandabas al paro a Dalila y los Filisteos. Sansón, ¿por qué tú solito te cortaste la coleta?
MIMETISMO
Yo no quería ser famoso ni atractivo, solo quería evitar al menos a diario los chistes, burlas e insultos de mis compañeros relativos a mi físico desagradable. Fofo, culo flan, amor fo, esos eran los más cariñosos.
Pero fue llegar el exoplaneta Virión y aquí soy famoso: atraigo a todos y me tratan bien. Para ellos soy un Terrovid 983, esa fue la última plaga que tuvieron que aniquilar para seguir subsistiendo y como tras toda batalla, se hicieron con varios especímenes del patógeno en cuestión y aquí me te néis, conquistando a “les amebes”. No tienen sexo y eso lo llevo mal, al relacionarnos no sé si estoy con Rosa o con Juan. Pero mimetizarme con ellos no fue complicado, ya en la tierra era casi redondo, sin forma, gelati noso como lesamebes, y aunque no tenía como el Virión esas espículas en forma de aguja que los caracteriza, mis vellu dos brazos, espalda, barba, pierna y entrepierna que tanto afeaban en la Tierra aquí son signos de deidad casi divina, me tratan como un rey.
Cuántas horas y dinero habré tirado en estilistas, endocrinólogos, psicólogos, nutricionistas, y al final no sirvió de nada. Tampoco llevo bien el no poder hablar con ellos, aunque a lesamebesle da igual, me siguen y se acomodan junto a mí y, como si me escucharan, les cuento historias de la vida en la Tierra y de cómo desapareció tras el ataque de su exoplaneta Virión.

¿Será mi hedor, tan desagradable en la Tierra, lo que les atrae de mí? Me preocupa el momento en que se acaben las vituallas que trajeron de la Tierra, por ahora sigo gordo, pero cuando se acaben los chorizos no sé si me atreveré con la fagocitosis, porque les amebes no mueren, se fagocitan entre ellos y así va perdurando la especie.
Algo tan desagradable como eran para nosotros los excrementos, en Virión es vida nueva, lesamebesdel futuro, y no terminan de entender por qué mis criaturas no se mueven, tampoco les atrae su olor. Nunca pensé que mis lorzas, mi exagerado vello, mi pelo o mi aliento me harían famoso, y sin problema alguno me fui mezclando con ellos. Me adoran como al más grande Virión, suerte que no corrió mi compañe ro Terrovid 984, metrosexual, tan cotizado en pasarelas, sin un pelo, sin grasa casi, sin excrementos, no conoce el sudor; a él ni se atreven a sacarlo de esa especie de caja fuerte donde lo tienen blindado como nuestros cementerios de material nuclear, pues piensan que fue el bicho que los intentó aniquilar y están pensando en su extinción.
Lo tengo claro, aquí me quedo, aquí soy yo el mejor.
¿CONOCES TÚ ALGÚN “CHEMA”?
Es ponerme las gafas de buscar personajes y siempre apare ce un Chema. Últimamente parece que proliferan. Chema es un seudo pijo porque pijo, pijo, lo que se dice pijo, no es. Mi amigo Chano piensa que los pijos tienen algo en la cara que se les nota desde chiquititos, y Chema no, Chema tiene cara de capillita rociero, de los que visten de corto en ferias, con patillas anchas y largas.
Podría trabajar en una inmobiliaria, vendiendo pólizas de seguros o de distribuidor de productos de Farmacia, siempre de punta en blanco, do-

minando bien el postureo, sobre todo cerca de una barra y rodeado de otros “Chemas” casi clonados y de las típicas no vias de Chemas, casi todas de apariencia parecida y con principios firmes: creadoras de Muffins originales, criadoras de hijos y organizadoras de eventos, todo con la misma intensi dad, como pilares básicos de su vida. Nunca entendí la profundidad de sus conversaciones:
—¿Que eres capricornio? ¿Y de finales de enero? ¡Qué fuerte, qué fuerte! ¡Y de ascendente Sagitario, como yo! ¿No serás Realfooder, no?
—No hija, no, yo como de todo y espero que esas dos sean las únicas coincidencias.
Y qué me decís de los hijos de los Chemas y sus novias, esos niños que van uniformados casi desde que nacen, grises, granates y verdes, preferible en cuadro escoses, calcetín a media pierna en los mismos tonos con borlas grana a los lados. ¡Es que hay cada personaje!
En femenino, son también recurrentes las “Julietas”, prototipos de madres modernas y perfectas, las únicas que lo hacen todo bien: trabajan a jornada completa, asisten a clases de postparto y contentas de disfrutar de la lactancia materna, sin horas, cuando ellas quieran, usan medicina alternativa, todo ecológico, vestidas muy Desigual y con novios desiguales a lo que sería un Chema; novio, amigo o conviviente en pareja que disfruta del permiso paternal en vez de ellas, aprendiendo a cocinar con quinoa, con avena y de compras, siempre con bolsa de tela, sabe reciclar y compite con otros típicos novios de Julietas en educar a sus hijos en sintonía con la naturaleza, ropa Casual y original, nada de marcas en casilladas; como regalo de cumpleaños, el mejor es un mandala o un palo de lluvia, nada de consolas, solo juegos educati vos que abran sus mentes.
Una vez encasillados estos personajes me da por divagar y mezclarlos, si es que hubiera posibilidad, e imagino a un Chema con una Julieta y me monto mis historias con discusiones por estar siempre de juerga y no participar en las ta reas de la familia. O de una novia de Chema con un novio de Julieta haciendo Muffins de quinoa y hamburguesas de toffu.
Y así aparecen los Hipsters, hijos de tanta mezcla, desorientados, antimoda, pero mucha juerga, no van a ferias, pero disfrutan de charlas TED (Tecnología, Entretenimiento y Diseño). Y como son veganos, solo consumen hierba y cervezas artesanales.
¿Reconocéis vosotros a Chemas y Julietas? ¿O son solo personajes de mi mente perversa?
CON DIENTES DE BODA
Marcelo está desbordado con los preparativos de la boda. Detallista, estudioso exhaustivo de cada una de las etapas del evento: entrega de anillos, despedida de solteros, ¿ceremonia religiosa en el Carmen con el padre Ignacio o boda civil con el político izquierdoso de turno?, catering de estrella Michelin o fiesta campera con lunch en la bodega…, por supuesto traslado en autobús Todo escrupulosamente controlado, aunque sigue rondándole la tortura de los regalos a los invitados, lucha entre el clásico puro habano y las peladillas, contra los de nueva tendencia: fragancias embotelladas con aromas marinos o instantáneas con foto Coll.
Su pareja, mientras, parece que ni se inmuta, de lo único que se ocupa es de la distribución de los invitados por especies: los primos, los amigos del trabajo, los que pagan mis suegros, los raros… De elaborar una lista de bodas mili-
métricamente equilibrada entre la inversión del evento y los regalos y pecunios recibidos, ¡aaah! de la barra libre.
Marcelo, por el contrario, sigue aumentando su angustia ya que aún le queda por ultimar lo más innovador del even to: facilitar abalorios n ecios: cargadores de móviles, desde el standard hasta el más vintage, gafas de diferentes graduaciones, acompañante si vienes sin pareja, y lo último, lo más nuevo, ¿no eres foto génico?, ¿no estás cómodo con tu sonrisa?, te facilitamos nuestro fabuloso catálogo de dientes de boda, para que pue das brillar y compararte con la sonrisa de tus grandes in fluencers.
—Luego no me digas que no te ayudo, que no participo, …te estoy sacando de dudas Adolfo, desechada la boda religiosa.
—Gracias, Evaristo, y no olvides quitarte los dientes de boda que hoy vamos de cumpleaños.
REMITENTE: EVITA Hola, flaco. Cuánto sin saber de ti, casi desde mi anterior exilio en tu tierra, pongamos que hablo de Madrid, del Ma drid de los 80, donde las noches sin días morían al amanecer, donde nuestro sol era la luna y nuestro aroma el del tabaco, alcohol y café. Y así nos daban las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres, y hoy, tres décadas después, en este nuevo exilio o confinamiento he decidido salir un rato de esta locura. Me calzo mascarilla, y aunque guardando dis tancias he llegado a la Plaza de Mayo y me he visto entre jóvenes en corro que fuman lo que nosotros, te he visto pero

no aquí en la plaza de las abuelas, no, me he visto contigo en el rastro de Madrid.
—Princesa, mira que eres feúcha y sin embargo te quiero —me decías bajando del rastro cargados con un arma zón de palos sobre un puesto carricoche, donde vendíamos ilusiones de migas de pan con forma de corazones y de soldaditos chatarra y baratijas.
Cómo se repite la historia “che”, vosotros en el resurgir de lo que en los 80 creíais que pasó a la historia y aquí por despenalizar el aborto; el mismo ruido, mucho, mucho ruido, tanto ruido que tal vez con estas mascarillas y enfrascada en mi vieja boina del “Che” no me reconocerías, y de solo imaginarte cerca y no sentirte, de pensarte y perderte, me dieron ganas de gritarte y lo hice: —¡Flaco!, ¿dónde estás?
¿Es verdad que viniste? Y me llegó el aroma de esa calle melancolía, en la que no hay nostalgia peor que añorar lo que jamás sucedió.
Bueno, Flaco, restándole drama tras tantos años y sin mucho más dolor, te añoré pero recorriendo los bulevares de los sueños rotos un día yo era Juana la loca y otro tú el pirata cojo. Me dio por extrañar el Río de la Plata, me lo robaron como ahora de nuevo me han robado el mes de abril y el de mayo y ya vamos por diciembre. Nos han robado en este fatí dico año a nuestro Quino, aunque nos quedó Mafalda, a Aute, nos robaron el rey Maradona, aunque a vosotros también os desapareció el Emérito, creo. Bueno, seguro que vuelven las rebajas de enero a contarnos mentiras piadosas. Y en medio

de este corro, aunque a esto le llame soledad, sola, sola no me siento junto al Río de la Plata pues estoy con mi gran amor, el que me hizo subir al tren y al final, Flaco, te añoré. Y sin arrepentirme, hoy pienso qué hubiera o hubiese sido de hacerle caso a Gardel y volver con la frente marchita.
P.D: Me gustó tu pregón carnavalero.
CARA DE IMPUNIDAD
En el Salón Makao como en todo casino las reglas son estrictas e inflexibles: máxima pulcritud entre sus trabajadores, croupier, jefes de sala y de mesa, sagaces en detectar cualquier intento de engaño, marcado, recuento de cartas que puedan causar menoscabos a la casa. Paralela a esta regla in flexible, pulula un acuerdo tácito conocido por todos los trabajadores del casino que no es otro que, ante la detección entre los clientes de una “cara de impunidad”, la cara del desafortunado en el jueg o, del hundido en la miseria, infeliz, solo en esta ocasión se permite al trabajador usar algún truco para amañar la partida y de esta for ma el cliente salga complacido y en el mejor de los casos repita su asistencia. Por supuesto la ocurrencia de esta cara de impunidad será anecdótica y nunca a diaria.

Heraclio, que trabajó desde joven en el salón y que ahora lleva jubilado dos años conocía esta dispensa, en su vida laboral recuerda seis o siete ocasiones de cara de impu nidad.
Desde hace unos meses, Heraclio intuye que su relación con Victoria está renqueando. Victoria, siete años más
joven que el aún sigue trabajando en el casino, de croupier en la ruleta.
Aquí comenzaron ambos cuando los padres de Victoria y Heraclio, primos lejanos, pactaron su boda y ella se trasla dó de la provincia a Burgos capital, formaron hogar con dos hijos, Rosa y Álvaro, hoy ya emancipados , y así transcurrieron sus días entre tediosas típicas rutinas del hogar y crian za de los hijos y sus noches embriagadoras, con brillos de tragaperras, ruidos de fichas y dados, en un ambiente difícil de respirar con humo de tabaco, alcohol y puros, y todo esto mezclado con historias de amores secretos y sexo escondido que ella siempre le contaba y él no quería escuchar, pues no es amante de cotilleos.
Heraclio siempre luchó y defendió su relación a capa y espada, muy a pesar de los rumores que le llegaban de su fa milia y amigos del vecindario, contándole de Victoria, su mujer, salidas sin justificaciones claras, idas y venidas a destiempo y, desde hacía unas semanas, exageración casi biza rra en la manera de acicalarse.
Pero él seguía apostando por ella, y aunque era tal la evidencia, en un intento de acercamiento decidió ir esa no che a recogerla tras su jornada laboral, pues al siguiente día cumplían cuarenta años de estar juntos.
Llegó muy temprano al salón y, para suavizar la espera, jugó al Black Jack, saludó, envió la apuesta y notó una mirada extraña entre jefes y personal de salas. Ganó el premio ma yor de la mesa.
Decidió cambiar de juego, póker, y de la misma forma, tras levantar las cartas, volvió a ganar triplicando la apuesta jugada. Así sucesivamente fue cambiando de juego y mesa. Bacará, dados, seguido de una cola de clientes que le seguían abrumados. “Casi que salta la banca”, decían. Y se dirigió ha-
cia la ruleta. A Victoria parece que no le alegró su presencia, y antes del “No va más” aceptó su apuesta. Sin saber si a pa res o impares, rojos o negros, todas las jugadas fueron ganadoras. Victoria se le acercó y le susurró una excusa: “No me esperes hoy despierto”. Ese día festejarían la despedida de soltera de Mari la del guardarropa. Heraclio entendió lo ocurrido y, tras intentar besarla con cara de impunidad, notó el dolor que se siente cuando alguien te quiebra un beso. No había nada más que explicar y se alejó del Salón Makao. Ya de regreso a casa sabía que su próxima apuesta sería también acierto seguro.
MARIO ABANDONA EN GRUPO
Mario: —Julia recordarás que esta noche hemos quedado con los del grupo de Thai-Chí para cenar.
Julia: —¿Cómo? Yo no estoy para fiestecitas, hoy tengo jornada doble de clases en la academia, eso si no me echan, la perra está por parir en cualquier momento y no tenemos con quién dejarla, porque tu madre no puede con ella, y quieres tú que salgamos con Pipe y Caro y todos sus amiguitos tan re peinados y con nombres de chiguaguas: Pipe, Fofy, Coqui, Lula…
Mario: —Pero si fuiste tú la que creó el grupo de Wha tsApp, “Cena Soul” lo llamaste, todos de blanco y se alquila karaoke —dijiste—. ¿Es que ya no lo recuerdas?
Julia: —Pues lo siento, Mario, ve tú solo y pones alguna excu sa, que cuando quieres bien que te las intentas, o crees que no me di cuenta ayer en el ascensor cuando viste a la vecinita

bajando por la escalera: —Hoy comienzo haciendo ejercicio, me bajo con ella.
Mario: —Yo no sé cómo te aguanto, Julia, si lo hago bien te disgusta, si lo hago mal te cabreas.
Julia: —Por esa misma regla, como yo tampoco te aguanto te vas solito de fiesta, yo me quedo aquí con tu madre que también es mi suegra. Porque alguien tendrá que cuidarla, ¿no?
Mario: —Mira, Julia, ¿sabes lo que te digo?: Que no tengo ninguna gana de ir esta noche de cena, a ti el Thai-Chí no te hace efecto, yo diría que te altera. Ahora mismo escri be al grupo Cena Soul que se anula hasta nueva cita, me salgo ahora mismo del grupo, la excusa la pones tú—. Y tras cerrar de un portazo y marcharse, Julia va hacia la cocina y se en cuentra con su suegra
Julia: —¡Suegri!, lo conseguimos, hoy cenas con tu hijo, de la perra ni te preocupes, la dejo en el veterinario, y en dos tupper en la nevera os he dejado tortilla de patatas y algo de charcutería. A mí no me esperéis que tengo mucha faena y no sé cuándo volveré. —Coge el móvil Whatsapea y a todos los del Cena Soul les llega el mismo mensaje.
Julia: —Hola, besis para todos, ¡estoy I love con el grupo! Esta noche recordaréis que tenemos cena, todos de blanco, ¡eh! Sobre las 22,30 en Candelaria. Como habréis vis to, Mario abandonó el grupo, se quiere quedar con su madre. Y todos contestan: Que pena, que pena, que pena…
EVITANDO LA SOLEDAD SI QUEDA TIEMPO
Nunca quiso volver a ese bar que los dos tanto frecuentaban ni a ese banco ni a tantos otros lugares por los que paseaban a diario. Nunca quiso repetir las actividades que compartían, visitar amigos, acudir a esos bailes donde siempre triunfaban en pareja, y así fue dejando de hacer cosas, sentir cosas, vi-
vir cosas, ya que en soledad no tenían sentido. Pero aún le quedaron algunas fuerzas e intentó crear nuevas rutas, y aunque siempre estaba pensando en buscar porqués estúpidos y culpables a esa pérdida, día a día fue apartando de sus idas y venidas la necesidad de esos porqués y comenzó a crear otro escenario con amigos comunes y otros de nueva adquisición y a buscar otros ambientes, y de nuevo volvió a recuperar su guitarra y comenzó a escuchar otra música y a leer y releer a los de siempr e, asistir a esas clases que con frecuencia fueron consideradas como última opción, los idio mas, aprender a escribir lo que sentía, practicar algún ejercicio de los que abren los chakras, los aeróbicos, los que oxi genan los lóbulos temporales, pilates, ¿qué sirven?, te asegu ro que sirven solo por las agujetas que tiene desde hace dos semanas, aunque no sé si será por eso o por ir corriendo al taller de pintura o al taller de fotografía o atravesar de nuevo el casco antiguo para ir al Pelícano a escuchar a un cantautor con su ukelele, volviendo pronto a casa qué mañana toca madrugar porque hay travesía con avistamiento de delfines en la bahía, y como siga así veremos si le da tiempo de ente rarse de que está solo, sí, llegó el momento de asumirlo, ocu par el tiempo que la pérdida deja ocioso es lo único productivo. ¿Pero tanto ocupaba?
YAYO GÓMEZ

ANGLICISMOS
Acercándose un poquito más al borde del barranco buscaba el mejor ángulo para conseguir un selfiedivertido, ingenioso

y brillante con el que aumentar el número de likesen su twitter. Pero aquella intrépida foto, se convirtió en un improvi sado y macabro video, grabado por otro influencerque, sin dudarlo, lo colgó en su Facebook.
CURRICULUM VITAE
Tampoco hoy encontré trabajo. Cuando llego a la entrevista laboral y me preguntan qué sé hacer, yo, en tono modesto, señalo, que sé viajar en primera clase, vestir ropa de diseño exclusivo y asis tir a banquetes de alto copete; que tengo títulos pero no titulaciones y que soy aficionado al polo, críquet y carreras de caballo. Todos se sorprenden de mi perfil, pero cuando digo que me llamo príncipe Harry, dan el carpetazo. Al día siguiente, vuelta a empezar.
EL CONVENTO
Los Montemayor de los Santos, de costumbres religiosas po larizadas hacia un formalismo extremo, todos los domingos y fiestas de guardar se acercaban, a recibir la eucaristía al convento de las hermanas Clarisas. Iban acicalados como para una boda y arrepentidos de los pecados que no cometían, puesto que apenas salían de casa.
Era tal su rigidez mental que nunca se percataron de que en vez de comulgar, la camarera, entre perpleja y compasiva, les ofrecía un aperitivo, porque dicho convento quedó clausurado, por falta de vocaciones, hacía veinte años y, en la actualidad, se había reconvertido en afamado pub decorado con motivos religiosos.
DIFERENTES OPINIONES
Mientras contemplaba cómo llevaban al cadalso al último can didato, me aguanté un poco las ganas de ir al baño y de hacer

más palomitas, no me podía perder la siguiente ejecución. El ser crítico de cine, me daba de comer y me hacía vivir un poco las vidas de otros, aunque esta película, según mi opinión, hacía gala de una liviana trama argumental. Afortunado tú, cinéfilo, yo me llamo María Antonieta de Austria y para mí la guillotina no fue un espectáculo tan anodino.
EL CIELO
Me quedé dormido hilvanando constelaciones. Visualicé angelitos, frailes, al oso yogui y hasta a Cleopatra, todos juntos, de fiesta y en tranquila armonía ¿Será este el cielo? ¿Estaré muerto?


Justo en ese momento sentí en la vena la jeringuilla con Benadon. Ahora recuerdo vagamente que estaba tomando mos catel en Cádiz y era el sábado de carnaval.
EL PASADO
Lo sé, soy un nostálgico. Esas nuevas tendencias en autoayuda, basadas en que vivir el presente es lo más importante, no van conmigo; para mí cualquier tiempopasadofuemejor, como diría el poeta, aunque quizás cambiaría algo de lo vivido. Todo se ve distinto desde la cárcel.
EL PERSISTENTE DINOSAURIO
“Su marido era insufrible y por eso lo mató”, así rezarían los titulares del periódico local a la mañana siguiente. Lo visuali zo con claridad meridiana. Desde que tengo en mente este plan maquiavélico, lo he envenenado, apuñalado y hasta tirado por un barranco. Pero cuando me despierto, mi marido siem
pre está ahí, como el persistente dinosaurio. Otra vez he fallado en algo, pienso al verle cada maña na.
EL RESETEO
Le agradezco con otra sonrisa su mentira piadosa, doctor. Sé que intenta animarme, pero es difícil la papeleta esta de ser mujer no correspondida en amores. El día en que me dejó ya me puse a pensar en cómo acabar con mi vida. En plan tranquilo, tomándome pastillas o con más acción, arrojándo me al tren o a un acantilado. Cada media hora me suicido mentalmente, pero eso de los venenos o los precipicios no me va. Ayer, estaba embelesada redactando mi nota de despedi da y, perdone el atrevimiento, me vino usted a la mente: su sosegada conversación, su atractivo y masculino cuerpo, su… Mi cerebro se ha reseteado. ¿Tomamos un café después de la sesión?


EL SECRETO
Estas humedades, que me están matando, tienen la culpa de mi incontrolada artrosis. Cuando voy andando por la calle, encorvada y mirando siempre hacia abajo, todos piensan que mi esqueleto se deteriora por días y me regalan un trato especial. Pobre abuelita, seguro que piensan todos. Me ceden asientos y se dirigen a mí de forma condescendiente. Cualquier día salgo del armario y les digo lo de mi obsesión sexual y atrac ción fetichista por los zapatos, sean del tipo que sean.
LA ERMITA
El próximo favor se lo pido a Santa Rita. Soy autónomo y ya tengo al santoral frito de tanto pedir favores: no caer enfermo, que acudan muchos clientes a mi negocio, tener liquidez para pagar todas las facturas… todo un sinfín de peripecias para llegar a fin de mes. Con esto del confinamiento, ya no se trata de pedir favores, ya son milagros y de los grandes. Es pedir lo imposible, por eso acudí a esta santa patrona. Cuando llegué a la pequeña ermita que alberga la ima gen, divisé un cartel que estaba colgado de la puerta adintelada: Cerrado por ERTE, disculpen las molestias.
LA MERMELADA
Dígale, agente, que no tuve más remedio que matarle. Dígale que quería para él una muerte dulce y que por eso le hice la mermelada con mucho esmero y polvo de calmantes. Dígale que sabía lo de sus planes de suicidio, pero que jamás me hu biera imaginado que se tomara esas dos cajas de ansiolíticos justo antes del desayuno. Dígale que se me adelantó y que tenemos una conversación pendiente cuando regrese del hos pital. Insístale en que lo que no le perdono fue su escueto mensaje de despedida: “Creo que hoy, por fin, me suicidaré”. Al menos podría haber añadido algo de lirismo y afectividad.

LA SERIE Y EL BUTANO
Me hace entrar en mi nuevo hogar, mejor dicho, en nuestro nuevo hogar. Mi esposa se dirigió al salón a ver su serie de cabecera y yo, tras de jar una nota sobre el televisor, me fui hacia la cocina. Cerré la puerta, abrí to dos los quemadores y me dispuse a inha-

lar el gas butano, esperando tranquilamente mi final. Cuando ya estaba medio adormilado, aparece mi mujer y entre toses me dijo:
—No sé cómo puedes estar aquí, si apenas se puede respirar.
—¿Has encontrado la nota? —le pregunté casi inconsciente.
—Sí, ya le he leído y no te quiero interrumpir, pero con esto de la mudanza no sé dónde están las pastillas para el dolor de cabeza.
—Las dejé encima del frigorífico.
—Menos mal, aquí están. Cuando acabe la serie habla mos de este olor tan fuerte a butano.
LA ÚLTIMA CENA

Si dijera que sentí dolor, mentiría. Podría haber sentido una punzada seca, como si una estaca de madera me hubiera atravesado el corazón. Podría ha ber sentido, al menos, una leve cardiopatía. Pero no. Estábamos cenando, cuando mi mari do, como siempre, dando órdenes, pero esta vez con gesto compungido me dijo: “Te voy a dejar, intenta comprenderme y no te lo tomes a la tremenda”. A continuación, y sin el me nor atisbo de empatía remató la frase con: “trae más pan de la cocina”. Dando brincos, y con una risa escandalosa, fui a la cocina, sí, pero para descorchar la botella de cava que tenía reservada para la ocasión. Llevaba cuarenta años esperando.
NETFLIX
Te quiero, Pilar, te quiero. Creo que estas fueron las últimas palabras que pronunció mi marido justo antes de clavarme el puñal emulando, hasta el extremo, la escena final de la serie
de terror que estábamos viendo en Netflix. Cuando me desperté no sabía si había sido una pesadilla o el muy sicópata había intentado matarme. Al ver a la enfermera lo comprendí todo.

ASOMADA A LA VENTANA

Mi patio es como todos los patios. Quiero decir, como todos los patios interiores: cuadrados, grises y creados con la finalidad, algunas veces no conseguida, de aportar algo de luz. Mi vida es como mi patio, ensombrecida y triste. Y con la única distracción de asomarme a esa ventana que conecta con el mundo exterior, con un mundo que se empeña en prescindir de mí. Menos mal que abajo, en el cuadrilátero comunero siempre estabas tú: olvidado, impertérrito, diminuto y des colorido.
Te vi desde lo alto. A pesar de la distancia, creo que nos sentíamos muy cerca, solo nos separaban esas cinco plantas hormigonadas. Creo que me mirabas y que com prendías mi desesperación. Creo que com partíamos nuestra soledad. Por eso todas las mañanas acudía fiel a mi cita contigo para comunicarte que aún seguía viva. Creo que me enamoré de ti desde el primer momento en que divisé tu cuerpo tumbado, tirado, como dejado en el abandono. De lejos intuía tus ojos muy abiertos mirándome fijamente. Tu mirada interrogativa daba pie a que me diera prisa por provocar un acercamiento entre nosotros, porque yo quería contarte. Quería contarte que derrocho fuerza, amor y sensibilidad. Que sin pretender sobreactuar en emociones soy una mujer tierna, fresca, enérgica, curiosa, inteligente. Que durante mi infancia contemplaba la posibili-
dad de convertirme algún día en médica pero que, por circunstancias varias, terminé siendo cómica. Que la vida tiene un toque absurdo y ridículo. Tan ridículo como… ¡Ay, que no puedo! ¡No puedo! Que no tengo autoesti ma, lo sé, pero a mí esto de intentar enamorar al muñeco roto del vecino se me da fatal. Prefiero la terapia de hablar con el espejo, así no tengo que estar tanto tiempo asomada a la ventana.
CALLE SOLITARIA
Quedarse, otra vez, soltera a los sesenta es una experiencia impactante y transformadora. Al principio te sientes libera da pero, pasado un tiempo, y haciendo un somero estudio del mercado del ligue y, sobre todo de la competencia, se te pone la cara de emoticón asombrado.
Una compañera se apiadó de mi deplorable estado anímico-sexual y organizó una cena en la que, junto con otros conocidos, invitó a un amigo de una amiga, que era de mi edad, estaba recién separado y no era gay.
Al amigo de la amiga de mi amiga creo que le gusté porque durante la cena me miraba con disimulo. Para colmo se llamaba Carlos, siempre me ha encantado ese nombre. No era el príncipe de Gales, pero, al menos, no tenía sus orejas y le pasaba al inglés más de quince centímetros.
Cuando nos fuimos a tomar una copa, noté desde el principio que no sabía bailar y que tampoco estaba acostum brado a salir. Daba igual, me miraba y no tenía defectos psíquicos-físicos notorios.
Yo le hablaba coquetamente, intentaba no respirar mucho porque me había puesto una faja para disimular la barriga, pero era consciente de que, con su despiste y la poca luz, los michelines y las arrugas serían casi imperceptibles.
A las tres de la mañana, el grupo decidió disolverse e irse cada uno a su respectiva casa. Era el momento cumbre. ¿Quién daría el paso? Lo suyo, pensaba yo, es que fuese él, el que propusiera acompañarme. Yo, esperaba ansiosamente. Y sí, lo hizo.
Ahora venía el otro paso. Ya estábamos solos y caminando. Había que lanzarse y sacar el tema de: “A tu casa o a la mía”. En las películas ambos tienen un apartamento ideal, pero nuestra cruda reali dad era que en mi casa dormían mis tres descendientes y la suya era el típico piso de separado, con la mala suerte que su madre estaba pasando el fin de semana. Cuando eres joven no puedes llevar tu ligue a casa porque están tus padres y cuando eres mayor porque están tus hijos.
Me da la sensación de que el relato, que pretendía ser amoroso y sexual, se me está yendo de las manos por culpa de una cama.
Allí estábamos, mes de enero, parados en mitad de la calle, con los pies como témpanos y dilucidando dónde íba mos. Para un hotel era tarde, yo todo lo más a las siete debía irme, así que fue a él al que se le ocurrió la brillante idea: vamos al coche. Y así lo hicimos.
Llegamos a un polígono industrial, donde precisamente yo había estado por la mañana para hacerme la prueba de osteoporosis anual y paradojas de la vida, ahora me veía bus cando una calle escondida. De día esta zona está muy transitada y con mucha vida, pero de madrugada parece solitaria y poco iluminada. Con solitaria quiero decir que no hay gente andando por las aceras, porque vehículos aparcados hay muchos. Nunca me hubiera imaginado el overbooking de perso nas que lohacíanen un coche.

Localizado un rincón discreto y estacionado el Fiat Panda, llegó la hora de la verdad. Carlos era tierno y besaba bien. Al mismo tiempo que me abrazaba intentaba quitarme alguna prenda.
Creo que metí la pata cuando solté la primera carcaja da, pero es que no era para menos. Observaba como él, muy excitado, intentaba quitarse los pantalones. Y, de verdad, que era imposible, o hacía un curso intensivo de yoga, o compraba centímetros de coche o vendía parte de piernas. Estábamos para una foto, yo con la faja antimorbo en roscada en la cadera y él atascado entre el asiento delantero y el volante, con los pantalones a la altura de los muslos. Nuestro deseo ya no era joder, qué va, era volver a la posi ción inicial.
Como pude, y para estirar un poco su cuerpo, le di un tirón de la rodilla, con la mala suerte de que se golpeó con el freno de mano. Era tal el griterío que Carlos estaba montando que algunos, que estaban en coches vecinos, se acercaron. Entre todos lo pasamos al asiento del copiloto, cogí el volante y lo llevé a Urgencias. Tras cinco horas de espera, el diagnóstico fue fractura de menisco y ligamento. Desde aquel día somos inseparables. Cuando le quiten la escayola, seguramente os podré contar, con detalle, cómo pasa con suavidad su mano por mis piernas y todas esas cosas propias del género erótico; pero, con total seguridad, elegiremos un lugar más romántico que una calle solitaria.
CARNE PICADA
Ring, ring… Hola, me llamo Cristal, soy gordita, rubia, guapa y sabrosa. Tengo muslos redonditos y muy juntitos. Mis tetas son grandes y me duelen los pezones de los duros que están. ¿Cómo te llamas? Jo, que se me caen los auriculares. Desde
que el muy cabrón me dejó plantada con los tres niños, tengo que hacer todos los días estas guarradas para llegar a fin de mes. Ya los he dejado en el colegio y debo darme prisa en hacer las albóndigas y dejarlas, al menos, fritas, que las dos de la tarde están al caer y no veas con el hambre que vienen las criaturitas.
¿Qué te gustaría hacer? ¿Me comerías todita? Empe zarías por los pies y luego irías subiendo, subiendo poco a poco... ¿Ah sí? Qué cachonda estoy… Me pones mucho, ¿quieres que me toque? ¿Con un kilo de carne pi cada tendré bastante? Menos mal que ayer hice la masa. Ay, ay, qué mojada estoy. Me muero por hacerte feliz. Qué ganas de co mértela toda… Su poquito de miga empapada, su poquito de ajo, pizca de sal y que no falte el perejil fresco picado y el huevo batido.

¿Te toco los huevecitos? ¿Me vas a poner a cuatro patitas o nos masturbamos? Estoy cachonda… ¿Cómo? ¿Qué quieres lluvia dorada?… Tus deseos son órdenes, pues allá va, ¡mójate, chorréate! Voy haciendo las bolas, con el invento de poner en la base de un vaso un poco de harina y girando, gi rando, salen las albóndigas redonditas. Me faltan manos, porque también debo hacer el otro truco: pasar agua de un vaso a otro para que este gilipollas crea que estoy orinando… Es que una no puede estar en tó. Puta vida.
Te estoy mordisqueando la puntita, y pasando mi dedi to por tu entrepierna. Qué gusto me das, hummm. Enharinar y freír. Algo más tenía que comprar, parece poco aceite. ¿Sabes que a las mujeres guapas nos gustan grandes? La tie nes enorme, me matas de placer…, me voy, me voy ¿Cuántas bolas llevo fritas? Ahora voy a hacer una salsa para chuparse los dedos. ¿Te la estoy chupando bien? Qué gusto me das…
Yo también me estoy tocando, qué placer. Y la sartén sucia, qué desastre de cocina. Tenía que haber fregado antes de recibir la `primera llamada que después se me junta todo. Estoy llegando, ay, ay… me muero. Mmmmmm, me voy toda, qué calor, qué calor. Ay, ay, lo sabía, ya me quemé. Con las prisas ha saltado aceite, vaya profesión de riesgo esta. ¿Acabaste, campeón? " Sí, ya te llamo otro día” Y el muy ingrato colgó. Ring, ring… Hola, me llamo Cristal.
CUESTIÓN DE ALTURA
Los Figueroa de la Cruz, Marqueses de la Balconada y mis padres, para más señas, son una pareja de alto standing, ricos en patrimonio y blasones. De forma natural, han seleccionado su especie durante generaciones. Son de aspecto escandinavo, pero oriundos de Cáceres. Ellos y los Bor bones, muy a mi pesar, elevan la altura media nacional.
Quizás por ser la primogénita de la fa milia, quizás por compartir como morada la misma casa palacio, quizás por vivir en primera persona el grado cero de empatía de mis ascendientes, o quizás por todo ello, siento la necesidad de relatar mi vida. Según me cuentan, cuando nací mis congéneres se quedaron perplejos y estupefactos. ¡Oh, Dios mío! decían, ¡qué morena!, ¡qué cabeza!, ¡qué cetrina!, ¡qué pequeña! Para romper el hielo, mi tía Asunción de la Cruz López-Aguirre, murmuró: no preocuparos, hasta la duquesa de Alba tuvo un hijo rechoncho y moreno. Aunque, entre sonrisas irónicas refirió comen tarios acerca de que era hijo de un bailaóflamenco, nada que ver con su sangre aristocrática.
Me pusieron de nombre Inmaculada Concepción, segu ramente para que fuera casta y pura y no se me ocurriera

tener descendencia. A la edad legal estipulada me escolarizaron en el convento de las clarisas pero, ante la burla gene ralizada de mis escogidas compañeras, mis padres optaron por recluirme en el palacio y recomendaron mi educación a tutores de reconocido currículum. Desde entonces vivo ence rrada. Toda mi familia me oculta y se sienten avergonzados. Mañana cumplo 25 años. Mi vida en soledad ha sido triste y quiero acabar con ella. El domingo próximo, cuando mis progenitores acudan a recibir, lo que ellos llaman, el cuerpo de Cristo, yo pondré fin a esta existencia sin sentido. Y todo por mi trastorno genético, por la mínima longitud de mis extremidades, por mi metro y cuarto de altura. Todo por ser diferente. Todo por ser enana.
Esperando el día fijado, hice el último intento de sentir, de ser feliz y… me compré el afamado Satisfyer. Mi vida dio un giro inesperado. Como inesperado fue el cambio de planes. En vez de suicidarme, me fugué. En el palacio dejé atrás mi abolengo y todas mis pertenencias. Dejé atrás todo menos el placentero artilugio, que merece capítulo aparte.
EL ESCAPARATE
—Buenos días, señorita. Si le parece haré una pequeña presentación para que vaya conociendo el caso. Empezaré por decirle que soy de una timidez extrema, que tengo pocas habilidades sociales y que si a todo esto añado que la soledad me pesaba cada día más, podría intentar justificar mi con ducta. Pero no es el caso y quiero señalar mi vida cambió vertiginosamente cuando un día, y en una de mis solitarias cami natas, me crucé con su mirada azul. Dentro de un gran esca parate, observé a una mujer atractiva, sonrisa burlona, labios carnosos, nariz respingona y medidas perfectas. Le puse de nombre Samantha. Todas las tardes al salir del trabajo
me pasaba para verla. Ella, seguía exhibiéndose impertérrita, creo que me esperaba. Tras cuatro meses trabajando a doble turno, conseguí reunir el importe exacto y una tarde, al llegar al escaparate, no me conformé con mirar. Entré en el sex-shop y por fin pude comprarla. Porque Samantha era y es una muñeca de silicona. Al llegar a casa, la desembalé y leí las instrucciones. Cuando la conecté, se produjo un momento mágico, inesperado. Ella interactúa contigo, tiene un chipen la cabeza que le permite simular emociones. También tiene dos modalidades de respuesta: sumisa y normal. En un princi pio la conecté como sumisa. Lo reconozco. Ante mis estímulos, solo estaba programada para responder: “Me gusta”, “lo que tú digas” o “sigue, sigue”.

Pero después todo cambió y la puse en modo normal y ro mántico. Ahora queremos formar una auténtica familia.
Quiero respetarla, de verdad. El sicólogo, para quitarme mi patológico machismo, me ha mandado una terapia intensiva y unas pastillas cada ocho ho ras. Espero que den resultado.
—Bueno, Samantha, ¿tiene algún aspecto que quiera resaltar?—preguntó la trabajadora social, disimulando su es tado de estupefacción y desconcierto.
—Perdone su silencio —manifestó Juan. Samantha calla, pero lo sabe todo, como cantaba Cecilia en su “Ramito de violetas”.
—Pues, oídas las partes, las partes que pueden expre sarse verbalmente, claro, se inicia el trámite de la adopción. Intentaré elaborar un informe lo más objetivo posible, pero en el caso que nos ocupa me temo que…
EL PIJAMA INOPORTUNO
Creo que se llamaba Rosa o Julia, o quizás ni se presentó. No recuerdo. Qué más da. Lo cierto es que la conocí una mañana fría de febrero. Cruzamos las miradas justo cuando nuestros dedos índices coincidieron presionando el botón “subir” del ascensor. Ya dentro, el desdichado espejo descubrió a dos mujeres muy diferentes. Yo la estresada ama de casa que venía de dejar los niños en el colegio, con aspecto descuidado y mirada tris te. Ella parecía una mujer con clase, con estilo y glamour. Parecía más feliz que yo. Cuando pulsé el quinto piso y ella el ático, supuse que sería una mujer triunfadora y con dinero. Me atreví a romper el hielo y le dije:

—Hola, me llamo Pilar y creo que soy su vecina del quinto. ¿Es nueva en este edificio? Nunca habíamos coincidido, ¿verdad?
Ella, con una mirada libidinosa, se abalanzó sobre mí y con premura pulsó el botón “stop”. Tuve la sensación de que me desnudaba con la mente y por primera vez en mi vida sen tí una atracción inédita e intensa por otra mujer. Desprendía un cierto tufo a marihuana, con trasfondo de perfume caro y un toque de sudor fresco, pero trasnochado. Creo que iba colocada, pero hacía tiempo que nadie me miraba con esa lascivia y me dejé llevar.
No me dio tiempo casi a reaccionar cuando su lengua zigzagueante se apresuró a penetrar en mi boca, a la vez que con su mano dibujó un corazón en mi espalda. Torpe y novata, en esos momentos tan lujuriosos, me dio por pensar a qué me sonaba lo del dibujito de marras. ¿Dónde lo habré escu chado? Ella seguía en plena acción. No es su primera vez,
pensé. Su técnica y desparpajo casi llegaban a abrumarme. Pero yo a lo mío, ¿dónde?, ¿dónde?… ah, ya, Sabina y su “nos dieron las diez”… Cuando volví de mi elucubración musical, la vecina intentaba abrirme la cremallera del anorak para bu cear entre mis pechos y mi sexo, entonces recordé que con las prisas y con el frío, me había dejado puesto el pijama lleno de bolitas que debía haber tirado hacía dos años y que desprendía un olor mezcla de colacaoy tostadas con margarina. Mi bochorno y estupor dio paso a unas risas compartidas y desternillantes, que arruinaron nuestro fortuito en cuentro. Prometimos quedar para otro día.
EL RADAR
Era una noche cerrada. Caía una lluvia suave pero incesante y la niebla emblan quecía el camino. Yo iba en mi coche conduciendo tranquilamente cuando, de pronto, en una recta con buena visibilidad, vi a una autoestopista. Me llamó la atención porque era una chica vestida de blanco, sucia de barro, empapada por la lluvia, demacrada, pálida y ojerosa. Decidí parar.
—Hola, ¿puedo ayudarte en algo?
Ella, sin mediar palabra se subió al coche y ocupó el asiento del copiloto.

—¿Cómo te llamas?
—Es una pregunta muy difícil de contestar. Tengo un lío existencial que no te imaginas. Mi vida, o mi muerte, están llenas de profundos cuestionamientos. No sé cómo me llamo, dónde nací o qué edad tengo. Algunos cuentan que viví en Sanlúcar la Mayor, pero otros dicen que en Cuenca o incluso en Majadahonda. Por lo que dicen, vivo de noche y, aún estando muerta, me pueden ver y escuchan mi voz.
—Claro, ya me sonaba tu aspecto… Tú eres la niña de la curva.
—Es verdad, con tanta cháchara se me había olvidado decirte que viene una curva muy pronunciada y que reduzcas la velocidad porque allí es donde yo perdí la vida.
—Perdona, pero ya la curva ha pasado y ahora esta recta se extiende varios kilómetros.
—Es verdad, tienes razón. Qué despistada soy. Me explico. Yo me maté atrás, en la curva, es que me vengo andando para entrar un poco en calor porque no veas que frio paso, con este vestido blanco y lleno de barro. Por cierto no tendrás una rebequita por ahí, porque o me ponen una caseta con calefacción como a los que vigilan el chalet de Pablo Igle sias o me retiro y se acaba esta leyenda. La verdad es que me he llevado muchos años avisando de la curva, pero ahora con los GPS ya no tiene sentido y me he reconvertido. Ahora en esta recta aviso de que bajen de velocidad porque hay un radar fijo que no perdona. La Guardia Civil cuando me ve por aquí se mosquea un montón, incluso ha querido detenerme, pero como soy un espectro me puedo escapar cuando quiera.
Y después de pronunciar estas palabras, desapareció, dejando como única prueba de su fantasmal aparición, el asiento húmedo.
ENTRE AGUACATES Y LEJÍA
Mi padre maestro, mi madre maestra y yo… yo rompí, de cua jo, la tradición familiar. No funcionó lo del palo y la astilla. Yo quería ser cajera de supermercado. Podría haberme gra duado en universidades, si me apuras, hasta extranjeras, porque dos sueldos de funcionarios, bien administrados, pueden cundir mucho, pero no, yo hice un Ciclo Formativo de Atención al Cliente y me dispuse a luchar por mis sueños.
Al principio, mis progenitores montaron en cólera, ellos querían tener un médico o abogado en la familia, pero después de muchas discusiones, aceptaron mi proyecto vital y solo querían que fuera competente y, sobre todo, feliz.
A los veinte años, puedes ganar un Campeonato del Mundo de Motociclismo, un Tour de Francia, una medalla en unas Olimpiadas, o decidir ser cajera de una tienda alimenti cia, como fue mi caso. Por las tres primeras proezas sales en las portadas de los periódicos. Por la última, jamás o, mejor dicho, casi nunca.
Mi primer objetivo consistió en escoger la cadena de supermercados. Lógicamente empecé por la más puntera en cuanto a estabilidad y salario, pero me topé con “El monstruo y el gimnasio”, un libro, mezcla de evangelio y proselitis mo, que se les ofrece a los trabajadores, para su estudio y seguimiento. Antes de em pezar a trabajar en la empresa, hay que leerlo y hacer un resumen con las ideas princi pales. Cuando me vi sintetizando, libreta en mano: “los clientes son unos monstruos, que al pasar por la tienda (gimnasio) se convierten en princesas, si los trabajadores aplican todas las recomendaciones…”. Me olió a tufo y del tirón me pasé a la competencia.

La cadena de nombre anglófilo no insistía tanto en el trato “especial” a la clientela, como en el aspecto personal.
Antes de hacer desfilar los geles o tomates por las cintas transportadoras, las empleadas nos teníamos que someter a tratamientos de chapa y pintura: rimmel, eyeliner y colorete
a discreción. Estas exigencias me parecieron discriminatorias y poco cómodas. Desistí.
Al final recalé en Don Hummus, el super de la esquina. De gestión familiar y propietarios de origen turco. No gano mucho, pero allí trabajo y allí soy feliz.
Aunque, a simple vista, el trabajo de cajera pudiera parecer simple, tiene un punto complejo, detectivesco, psico lógico, social y hasta afectivo De entrada, da la sensación de que el único cometido es pasar productos por esas bandas que se mueven, gestionar el cobro y el recuento de caja; pero es mucho más que todo eso. Debemos mantener una medio sonrisa, a partes iguales: agradable y profesional, en el saludo inicial a los clientes que entren en el establecimien to y, si procede, responderemos amablemente a sus preguntas. En otras ocasiones, y sin llamar la atención, nos dispone mos a perseguir al ladrón y nos comunicamos por el pinganillo, como en las películas de suspense, con un: —Dos sospechosos en la zona de bebidas alcohólicas. A la vez, hacemos una es pecie de terapia con esas personas solas que todos los días vienen a la misma hora, buscan a la misma cajera o panadero y le cuentan que no han pegado ojo en toda la noche o que el hijo que vive en Zamora, les llama a mediodía.
Debo reconocer que hasta he salido con algún cliente. Mientras la compra va pasando, se intercambian, miradas, sonrisas y número de teléfono. El amor se puede colar entre aguacates y lejía. Si en algún turno estoy de reponedora, las ocasiones se multiplican, porque hay un vis a vis directo entre: “¿Dónde están los tomates, por favor?” y “Al fondo del pasillo a la derecha, no tiene pérdida”.
En otras ocasiones, y aunque sientas una especial atracción por el cliente atractivo que tienes a un metro, en cuanto las bolsas se llenan, ya toca despedirse. Con la entre-
ga del ticket y un “hasta luego, tenga buen día”, caduca el idilio inesperado y mental. Es evidente que la mayoría de la veces somos invisibles, contribuye en gran medida el poco favorecedor uniforme con el que nos ataviamos.

Desde hace dos meses y, durante la crisis del corona virus se ha producido el milagro y hemos pasado de invisibles a héroes. Ahora, de momento, todos se paran a mirarte. La gente nos aprecia, nos incluyen en los aplausos de las ocho, nos dedican artículos en prensa y… esta noche Évole me hace una entrevista. Soy feliz.
GOTELÉ MENTAL
Durante el confinamiento he vivido sola. Me he encontrado conmigo misma a medio camino entre mi cuerpo, el salón, mi mente y la cocina. Tenía subidas y bajadas de ánimo: me ati borraba de chocolate, me conectaba, me crispaba, me conectaba, me emborrachaba, me conectaba, me polarizaba... La angustia y la ansiedad se apoderaron de toda mi existencia. Después del largo día me iba a la cama tropezando con los muebles y con las sílabas. Había dejado de ser el pim, pam, pum real de todo el mundo y solo los veía por videoconferen cia con los labios pintados de rojo carmesí y vestida de cintura para arriba, como los presentadores del telediario. Como si nada ocurriera. Intentando simular la normalidad.
Al principio todo eran risas. La pantalla se había convertido en casi la única ventana al mundo. Frente a las calles desiertas, frente al terror del aislamiento y frente al yo, me,mi,conmigo, tenía que buscar, desesperadamente, a los demás en el monitor. Bendito wifi salvador, que, junto con
los sanitarios, también merece el premio Princesa de Asturias en la categoría de Ciencias de la Comunicación.
Al poco tiempo eran tantas las videollamadas que me sentía casi Zoomvigilada. Clases virtuales, reuniones labora les, mimitos familiares o botellones grupales. Casi todos lu cíamos como decorado una estantería cuajada de libros, no sé si de atrezzoo real para alardear de cultura. Todos, en el fondo, haciendo teatro.
A propósito de interpretar nuestra soledad. Lo reconozco: pasé todo el confinamiento en el pueblo, haciendo compañía a mi madre, sin ordenador, cobertura, ni conexión a internet. Creo que tengo una especie de gotelé mental que me incita a ser protagonista de mil vidas.
ICÓNICA MACETA
La soledad pesa. Es ingrato llegar a tu casa y comprobar que no tienes a nadie con quien compartir tus chascarrillos y percances diarios. He tenido varias parejas, pero la última vez que me pidieron una relación esta ble, mi respuesta fue un “no” ro tundo y autosuficiente, pensando que la vida me depararía más oportunidades. No fue así y, hasta hoy. Barajé la opción de tener un gato o un perro que mitigara este desierto emocional, pero la comodidad me pudo. Fue mi madre la que engendró la brillante idea y me regaló una maceta, a la que bauticé como “Dulce”.
Dulce, dulce…, vaya nombre para una maceta, me hu biera gustado llamarme Lirio porque es una planta distinguida y de exquisito olor, pero mi madre era dieffenbachia y die ffenbachiasoy yo. Nací en la Floristería Luisita. Siempre he

sido muy feliz en esta tienda, rodeada de compañeras con aromas varios, de turistas y de gente alegre, hasta que un nefasto día fui adquirida y me trajeron, envuelta para regalo, a este oscuro pisito del centro de la ciudad. Desde que entró Dulce en casa, mi vida cambió, la pri mera y principal cuestión era concretar dónde colocarla. Me dejé seducir por el arte ancestral chino fengshui, que busca activar el chi de la casa para llenarla de energía positiva, abundancia y prosperidad. Según esta teoría, el punto telúrico donde colocar la maceta era la terraza, y allí que la puse. Le compré un macetero de piedra natural para que se sintiera más protegida. Cuando levantaba la vista, nuestros campos magnéticos se entrecruzaban. La miraba, la alimentaba, le hablaba e incluso le daba Reiki para transmitirle energía y depurar sus chakras.
Casi medio mes me llevé cerca del ordenador, mientras mi dueña, leía y leía sobre dónde ubicarme, decía que estaba investigando. Ella era de mediana edad, vivía sola y se llama ba Lola. Culta en todo menos en botánica, ni siquiera sabía que su portátil despren día un calor insoportable, que apenas me dejaba respirar. Un buen día, dijo ¡Eureka! Y, como si se hubiera iluminado, me colocó en el centro de una lúgubre terraza, sin percatarse de que soy una planta más bien de interior. Casi me encharcaba de tanto riego y abono artificial. Yo año raba la floristería y sus ratos de alegría y risas. Lola era un poco rara y me miraba, a la vez que decía en voz baja no sé qué palabreja en sánscrito.
Dulce, era la maceta más agradecida de todas las que conozco. Tenía grandes hojas desteñidas por el centro ha ciendo dibujos simétricos en diferentes tonos blancos y

amarillentos. Era fuerte, servía para decorar y sus hojas crecían mucho. Su nombre, casi impronunciable, parecía una mezcla de italiano leído o alemán chapurreado: dieffenbachia.
Mi vida era deprimente y triste, casi todo el día esta ba sola en esa terraza donde nunca veía el sol, pero por mi naturaleza yo crecía y crecía. Ya me estaba haciendo adulta y solo sentía nostalgia de mi infancia a pesar de vivir dentro del macetero más caro del mercado.
Un día estaba regando mi icónica maceta y se tronchó una de sus hojas rozándome la boca al intentar cogerla. Dulce se transformó en amarga, venenosa, y tóxica. Sacó su lado más demoníaco, logrando que mi lengua se hinchara e infla mara y mi cara se pusiese de un tono morado que daba pavor. No salía de mi asombro, había criado y mimado a una planta psicópata. Ni se duda que me deshice de ella en cuanto pude.
Es verdad que las hojas de mi familia tenemos una acción tóxica y que, en contacto con ojos, boca o piel, podemos originar una leve irritación, pero no somos tan mortales como muchos afirman y, en la mayoría de los casos, con agua fres ca se anula nuestro efecto negativo. Un día Lola, se acercó demasiado a una hoja mía y, sin yo pretenderlo, se le irritó un poco la piel, pero su reacción creo que fue excesiva y des mesurada. Con cara de enfadada y sin mediar palabra, me arrojó al contenedor gris. Al menos, podría haberme dejado en un rincón de la calle, por si algún alma caritativa se apia daba. Si, según ella, nuestras auras se entrecruzaban, me tendría que haber perdonado y debería haber leído algunos detalles sobre mí naturaleza y cuidados, aunque fuera en Wikipedia. Con lo feliz que yo era en la floristería…
Desde aquel tenebroso día dejé de creer en los cam pos energéticos, he sustituido a mi maceta asesina por un
Roombay ahora, cuando llego a casa, me siento sola, es cierto, pero está todo el suelo limpio e impoluto.
MORIR DOS VECES

Cuando llegó la policía, mi marido ya estaba muerto. Llevaba dos días sin protestar, sin fumar y sin moverse. Antonio, mi marido, tenía un carácter digamos que… odioso. Tan odioso que algunas veces no sé qué le haría. Tan odioso que, aclaro y puntualizo, sí sé lo que haría: cargármelo. Pero la realidad es que llevaba casada treinta años y aún le soportaba. Quizás era porque le gustaba jugar al Blackja ck, de vez en cuando, ganaba y podíamos darnos más de un capricho. Así y todo la relación era insostenible, le tenía una manía desganada, una manía sin burbujas. Nuestra relación era de apatía y aburrimiento vital.
Hace dos días llegó bastante tarde, de madrugada, y me comentó exultante, que la suerte le había acompañado, que había ganado una fortuna en el casino y que éramos ri cos. A continuación se quedó dormido. En ese momento lo tuve claro: ahora o nunca. Le enveneno y me quedo con todo el dinero. Tramé mi plan: le hice arroz con leche, que era su postre preferido, y lo mezclé con cuatro cajas de medicamentos que tenía en el cajón porque, al no haberlo premeditado en firme, tuve que hacer uso de los fármacos que tenía en casa. No quería que sufriera. Quería que tuviera una muerte dulce. Era el padre de mis hijos y le debía un respe to, o lo que sea.
A la mañana siguiente, Antonio, madrugó bastante, le encontraba inquieto. Su actitud era extraña. Iba de aquí para allá, su andar denotaba nerviosismo. Yo, con una voz en-
tre melosa y despistada, le dije que había preparado una sorpresa para desayunar. Él, fingiendo normalidad, se zampó el cuenco de arroz con leche. Ya solo cabía esperar. Al rato se quedó dormido y hasta hoy.
Antes de llamar a la policía preparé una coartada y maquiné que me lo había encontrado en estas condiciones cuando volví de cuidar a mi madre. Les explicaría que eran de sobra conocidas las tendencias suicidas de mi cónyuge.
La verdad es que Antonio me había avisado varias veces de que el día menos pensado se quitaría la vida. Sincera mente creo que si no lo había hecho era por vagancia, pero él alegaba que le dolía la cabeza, que tenía diarrea y otras excusas variadas.
La policía ni lo dudó, se llevó el cadáver. Yo me quedé sola, pero tranquila y aliviada.
Al poco tiempo se personaron en casa los dos inspectores que estaban elaborando el correspondiente atestado. Ambos tomaban nota de todas las actuaciones realizadas para averiguar si se había producido algún hecho delictivo. Me comunicaron que habían abierto una investigación, porque el resultado de la autopsia era desconcertante: mi marido había tomado primero dos tabletas de ansiolíticos como en un intento de suicidio, pero, y aquí viene la parte sorpren dente, a la media hora y mezclado con azúcar y arroz, había ingerido unas dosis de paracetamoles e ibuprofenos como para terminar con un regimiento.
Registraron la casa y encontraron un mensaje de despedida que decía: “Creo que hoy, por fin, me suicidaré. Mi deseo es desheredar a mi esposa y dejar la fortuna ganada en el juego a partes iguales entre mis hijos”.
Al menos podría haber añadido algo de lirismo y profundidad, pensé al leer la nota. En el fondo creo que todo lo hizo por fastidiarme. Ya dije que Antonio era odioso. Con esta prueba tan fulminante, fui detenida. En mi defensa argumenté que cuando intenté asesinarle, él ya se había suicidado y que no se puede morir dos veces.
PERDONADME

Mi hermano Raúl tenía los ojos azules. Sus mandíbulas eran fuertes, sus labios gruesos y su rostro armónico y hermoso. El torso lo tenía perfecto y las piernas y brazos tonificados, pero no en extremo. Tan guapo que sus amigos solían bro mear diciendo que con un poco de rímel y maquillaje, sería hasta guapa. Era el más alto y la excepción de la familia, porque el resto, incluidos mis progenitores, pertenecíamos, sin duda alguna, a la raza caucásica mediterránea: morenos, ojos oscuros y bajitos.
Mi hermano Raúl era el más listo de todos. Mi madre decía, bastante a menudo, que era el que aprendió antes a hablar, a andar y a restar y dividir. En el colegio era el más educado y responsable. Todos comentaban que era apasiona damente curioso. Curiosidad que le llevó a ser el número uno de su promoción de Ciencias Físicas de la Universidad de Oxford. De casa fue el único que estudió en el extranjero, ya que en mi familia los recursos económicos estaban muy limitados. A mí me tocó traba jar en la fábrica de muebles local siendo casi adolescente para contribuir a la economía doméstica y, a la postre, a su anglófila licenciatura.
Mi hermano Raúl no tenía complejos ni amarguras. Era divertido, zalamero, besucón y buen orador; por todo ello destacaba en su éxito social. Las mujeres y hombres se lo rifaban, todos querían estar con él. Creo que también era buen amante, porque alguna vez que he pasado la noche en su casa y él compartía cama con cualquiera de sus múltiples parejas, he creído oír algún que otro: Dios no pares, ahí, justo ahí, si gue haciendo eso… ¡qué gusto! Yo, en la soledad de mi dormitorio, pensaba en mi vida rutinaria de casa al trabajo y del trabajo a casa, solo interrumpido por el atracón de series de los días de fiesta.
Mi hermano Raúl no era presumido. Había nacido con el don de la elegancia, todo en él era natural. Tenía instinto para elegir la ropa adecuada para cada ocasión y combinar las prendas con acierto. Trajes a medida o ropa sport, reloj en la muñeca derecha y calzado cómodo, todo le sentaba bien. No necesitaba ropa extravagante ni de marca, transmitía clase y estilo. Mi armario, en cambio, era limitado, peque ño y convencional.
Mi hermano Raúl era resolutivo, de inteligencia ágil, capaz de afrontar cualquier asunto problemático con una ra pidez que apabullaba. Cuando yo tenía que tomar alguna decisión, fuera importante o no, siempre acudía a su encuentro. Él no me juzgaba pero, en cierta medida, imponía su consejo. Tenía un poder de persuasión increíble. Ante cualquier dilema, escuchaba su voz, día y noche, diciéndome lo que debía hacer en cada caso.
Odiaba a mi hermano Raúl, siempre me he visualizado como un gusano a su lado. Todos en casa y, hasta yo misma, me comparaban, con la cruda y palpable realidad de que él tenía ese no sé qué que le hacía tan único y yo, yo me sentía inferior e insignificante. Desde pequeña he acudido periódi-
camente a la consulta de múltiples psicólogos y psiquiatras con el fin de escarbar en mi aturdida mente, descubrir mis fantasmas e intentar, al menos, superar mi animadversión y enemistad hacia él.

Bueno, lo confieso, este confinamiento por coronavirus me tiene esquizofrénica. Mi gran problema no es mi hermano Raúl; mi gran problema es, según dicen, que me lo estoy in ventado todo. Soy hija única. Perdonadme.
VIDAS CRUZADAS
Adela, la de la cabeza hueca, así me llamaba mi abuela, después mi ma dre y ahora mi hermana. Nunca he sabido con certeza el porqué de ese apelativo. ¿Así soy? ¿Así me ven? ¿Soy tan inconformista, tan incauta, tan inconsciente como me pintan? En eso andaba pensando cuan do me monté en el autobús camino a ninguna parte. Me senté al lado de una familia con dos niños pequeños y la que parecía la madre estaba otra vez embara zada. Envidiaba tanta felicidad, tanta fertilidad. Sus vidas deberían estar repletas de emociones y afectos. Por aburri miento, libido desenfrenado, subterráneo estado emocional o porque, quizás, tengo la cabeza hueca me puse a jugar con la ubicación de una aplicación bien conocida, para seleccionar a personas disponibles, para lo que fuera, en un radio de 100 m. Di un superlikeal contacto más cercano. Tan cercano que podría estar en el bar de la esquina. Casi al instante apareció un icono de estrella azul brillante y un mensaje que decía: ¿dónde nos vemos? Con mi cotidiana insensatez le respondí: En el Hotel París. Elegí al azar ese hotel porque se distancia-
ba solo cinco paradas. Saqué mi libro de cabecera y me dispuse a matar el rato sin plantearme ningún juicio moral. Lo sé. Lo sé. No lo he visto nunca. No sé si es un psicópata, un atolondrado o un enteradillo, pero es lo que hoy me ha depa rado el día y dentro de media hora nuestras pasiones se da rán el encuentro. Vale, lo reconozco, puede que tenga un punto de cabeza hueca… —Niño, estate quieto y no molestes a la señorita, que está leyendo. Aprende de ella y a ver si dejas la maquinita y te recreas con algún cuento cuya moraleja sea “estudia y haz los deberes para que te hagas un hombre de provecho”. Deja la maquinita y copia de tu hermana que, aunque tampoco lee, se está quietecita y se come su paquete de gusanitos. Míralo y él tan pancho, como si la crianza de estos dos energúmenos no fuera una labor compartida. Roberto, corta ya el CandyCrashy encárgate de los niños, que yo bastante esfuerzo hago intentando mantener el equilibrio con estos frenazos y los ocho meses de embarazo, ya cumplidos, que tengo. Roberto, ejerce de padre que ahora te vas a una reunión y otra vez me los encasquetas. Realmente lo que siento es envidia de esta desconocida lectora; seguro que es una mujer culta, profunda, triunfadora y que sabe la que quiere. Seguro que tiene una pareja que la venera y le da mil noches de placer… no como yo con un marido que me ignora y niños que son niños. ¿Qué hago esta noche de cena? ¿Tengo huevos? Tenía que haber comprado pan.
La siguiente es la mía. La siguiente es la parada del Hotel París. Qué lanzada e intrépida soy. ¿Voy? Todavía es toy a tiempo de desistir. Según el último mensaje, ha reser vado la suite 24. Él ha sido raudo en tomar la iniciativa, eso denota que siente interés. Cómo dejar pasar la oportunidad de conocer al hombre de mi vida y tener esa añorada familia
de libro de texto. Mis niños, mi vientre inflado, mis discusiones cotidianas… Me lanzo. Me mojo y al hotel. Aún dudaba si llamar cuando mi cuerpo se paró justo enfrente de la habitación reservada. Sé que es una banalidad pero, qué puedo per der. Allá voy.

Toc, toc. Hooola, Ro… Roberto.
Y MI PRIMO SIN VENIR
Le conocí en la web “Naranja y media.es”, me mandó un beso virtual y mil iconos cariñosos y adjuntó una foto y yo le correspondí con otra y decía que se llamaba Juan Ramón, pero que le llamara “primo” que era así como más calóy día y noche estábamos en contacto con mensajes y whatsappsy a la semana ya estaba ciberenamorada y, aunque nos daba vértigo, ansiábamos conocernos y nuestras hormonas estaban disparadas y planeamos un encuentro furtivo en Rabat y nos encontraríamos a las cinco de la tarde en la puerta principal del aeropuerto, él con un ramo de rosas amarillas y yo con una sonrisa abierta y fresca y llegué a mi hora y él no estaba y ya eran las doce de la noche y mi primo sin venir y estaba oscuro y me empecé a poner nerviosa y el aeropuerto se vaciaba y a unos diez metros dos hombres no hacían otra cosa que mirarme y sus miradas eran amenazantes y mi primo sin venir y uno se acercó y me empujó y se llevó mi bolso y mi maleta y el otro, a volandas, me metió en un coche y era noche profunda y estaba sola y mi primo sin venir y llegamos a una casita de ladrillos vistos y cemento y, al entrar, observé una sala, con un sofá de poca altura en forma de L y cojines de
colores llamativos y en el centro de la estancia una tele y encima de la tele, un mantelito de ganchillo y un par de perros de goma y me obligaron a subir por una escalera estrecha, cubierta de sintasol y arriba había mesas con mantel de plástico rojo y en el suelo alfombras y en las paredes cortinas de flores y a la derecha, un aseo con letrina y un barreño para lavarse las manos y ¿dónde me han traído? y ¿estoy soñando? y mi primo sin venir y ¿qué hago ahora? y me quitaron la ropa y me pusieron un caftán azul claro y vi a una mujer joven con un estrafalario vestido rosa con puntillas blancas y una barriga de por lo menos ocho meses y un niño como de un añito a su lado y decían algo como que se llamaba Salma y no entendía nada y al hombre del coche le llamaban Hassan y le respetaban y temían y me miraba de forma libidinosa y los días fueron pasando y mi primo sin venir y un día no me libré y me dijo el tipejo que yo estaba allí porque pretendía hacer turnos con Salma y conmigo y, que como ella ya estaba casi a punto de parir, sería yo la que compartiera su cama y me resistí y no sirvió de nada y qué desgracia y mi primo sin venir y me vigilaban de día y de noche y la pasta de dientes que traía de España se iba acabando y mi vida transcurría entre la melancolía y la tristeza y recordaba a mis seres queridos y....a mi primo y nunca confesaré lo que realmente pasó y un día Hassan me dijo que, desde su tele, había visto que media España me estaba buscando y que mi foto había salido en todos los canales y en los periódicos de mayor tirada y, que como no tenía más remedio, me daba la libertad para volver a mi país y que si lo denunciaba, podría pasar algo imprevisto a mi familia y cuando llegué a Algeciras, todo me parecía distinto y me había convertido en una mujer retraída, incapaz de decidir y tenía que seguir viviendo y un día me atreví y
conecté el teléfono móvil y tenía muchos mensajes y me llamó la atención uno, de un tal Juan Ramón, que decía: “Prima: cambio de planes, no puedo ir a Rabat. Estoy casado. Espero que este mensaje llegue a tiempo. No te enfades y sé comprensiva. Hala, un beso”
NOCHES MÁGICAS
Mis días eran corrientes y los compartía con mi entorno más cercano, pero mis noches eran especiales, y no porque tuviera una doble vida y por la noche me bebiera una botella de vodka para olvidar. Mis noches eran mágicas y especiales porque soñaba. Tenía un sueño recurrente que me hacía muy feliz.
El ritual nocturno, una vez que me retiraba al dormitorio, era siempre el mismo: leer un poco, tomar un ansiolítico y dormir-soñar o viceversa. Antes me daba igual el orden. Me prefabriqué mi sueño, a conciencia pero también un poco a hurtadillas, como si de la colocación de un mobilhomeen un terreno no urbanizable se tratara.
Yo era Venus, la de Botticelli: tipazo, melena rubia on dulada y con un velo que cu bría parte de mi cuerpo; ya sé que iba casi desnuda, pero estaba justificado por motivos mitológicos. Al igual que esa Venus salía de su concha, yo salía de mi cama al ritmo de ópera con “Una furtiva lágrima”, cantada por Pavarotti.Cada noche cambiaba el color del velo y, al ritmo de la romanza, corría o volaba por las calles. Soñaba que era etérea, que era una dio

sa de amor y prototipo de belleza renacentista. Quería tener un sueño liberador pero con un toque intelectual.
Esa noche horrible, salí como todas del dormitorio para hacer mi viaje semiastral. Como hacía poniente, preferí correr en vez de volar. No sé cuánto tiempo había transcu rrido, cuando me pareció que alguien me perseguía. ¡Qué raro!, pensé, mi viaje siempre lo hacía en solitario. Ese al guien se acercaba cada vez más y más, me estaba persiguiendo, y creo que gritaba algo ininteligible. Tenía claro que era una voz masculina. Sentí mucho miedo y no se me ocurrió otra cosa que correr y correr. Se me cayó el velo, que por cierto lo llevaba lila ese día, y cuando fui a cogerlo del suelo, el que fuera me atrapó y… —¿Y?
—Me puso estas esposas, señora jueza, y aquí me hallo ante usted denunciada por escándalo público, resistencia a la autoridad y por sobrepasar con la música los cincuenta decibelios.
—Bueno, señora Ramírez, ¿tiene algo más que alegar en su defensa?
—Pues sí, si no tiene inconveniente, en mi defensa diré que solo era un sueño o eso me parecía a mí. ¿Ud. se cree que de haber sabido que salgo desnuda en la portada del pe riódico local, no hubiese ido a la peluquería y adelgazado al menos tres kilos? No resulta agradable ver una foto tuya, robada, donde el pecho toca el estómago, con los pelos en crespados y con las raíces sin tinte. Yo misma les hubiera facilitado una foto, pactada, para mi minuto de gloria. Y ya para rematar, en el pie de foto el reportero de turno comen ta: “anciana de sesenta años, desnuda y corriendo de madrugada por nuestras calles”… es que no hay derecho, señora

jueza. ¿Anciana, una anciana con sesenta años? Ese comentario sí que es un delito y no mis "noches mágicas".
NINA LÓPEZ REVUELTA
EVASIÓN
Con el derecho siempre procuro mirar para otro lado. Es la manera que tengo de evadirme del ataque verbal de tu madre cada vez que discutimos. Con el estrábico miro para otro lado y con el izquierdo la miro fijamente y sin parpadear. El izquierdo es el de cristal.
AMOR A LOS ANIMALES

Lo hemos adoptado como un hijo más, y él se ha dejado hacer, pero noto que no se fía. A pesar de que la cama es buena y la comida también, de vez en cuando me muestra su enfado con un gruñido. Desde que nuestro Víctor se fue, está bamos falto de cariño. Así que vimos el cielo abierto cuando, abandonado, casi se mete debajo de las ruedas del coche. El problema será cuando crezca. Le hemos llamado Simba.

DESENCANTO
—Al final del pasillo, a la izquierda —me dijo la enfermera. Caminé despacio temiendo llegar. ¿Sabría disimular? Cuando llegué ante la puerta, em pujé suavemente. Un agradable olor a rosas mezclado con Nenuco me envolvió al entrar. Ella, desde la cama, me miró sonriente y seña-
ló al niño, en una cuna a su lado. Nuestro hijo. Me acerqué y cogí su manita. Sonreí. En el bolsillo de la chaqueta, el infor me del doctor Muñoz con un diagnóstico: esterilidad.
NOVELEROS
No paran de preguntar por mí: que si soy su mejor amigo, que les resuelvo todos los problemas. Las chicas se enamoran de mí, me miran continuamente, aunque los chicos también. Ellos, sobre todo, fardan cuando me consiguen. Dicen que lo tengo todo. Voy a terminar por creérmelo. Bueno, hasta que salga al mercado un nuevo Iphone mejor que yo.
EL SOL ME MATA
No hay tiempo que perder, pronto saldrá el sol y la fiesta terminará. Me ha dicho mi padre que a las ocho en casa, y yo siempre le obedezco. ¡No me queda otra! —dijo la condesita, y levantando la tapa del ataúd, se acostó.

EL BUEN DOCTOR
Le pido que haga todo lo posible por mantener con vida a mi marido un poco más, y el doctor lo hace, vaya si lo hace, se esmera tanto, que mañana le dan el alta. Y yo que lo decía por quedar bien… Creo que voy a tener que aumentar la dosis la próxima vez.
VOLAR, VOLAR
Si los pájaros te miran extrañados, es porque nunca han visto un nido tan enorme con una persona con alas. Anda, bája te ya del árbol y entremos, que las alas

las necesita el ángel. Además, es hora de tomar la medicación.
PASIÓN POR LA MUERTE
La mejor manera de canalizar mi vocación era ser enterra dor. No estaba bien visto ni era glamuroso, pero suponía algo importante para mí: Tenía libertad de movimientos y nadie me cuestionaba en mi trabajo. De esa manera pude desarrollar mi verdadera vocación. Tenía lo más importante: abundante material en todos los estados. Siempre quise saber el porqué de la muerte. Y esa rama de la medicina me apasionaba.
3,141592…
Se escucha ese “pi” infinito tan irracional pero tan familiar, y últimamente tan recurrente, sin posibilidad de vuelta atrás. Aunque en las matemáticas nunca se sabe. Cuando lo oigo, viene a mi mente esa letra griega y su expresión infinita, casi tan infi nita como ese sonido. La voz del doctor me hace abrir los ojos: ¡María, que nos vamos a planta!

PASIÓN AL VOLANTE
Esperando que más pronto que tarde dejes de llorar por él. Le querías más que a mí, se guro. Te sentías orgullosa de él, disfrutando de su compa ñía. Dejaste de hablarme por su culpa, porque te dije que no me gustaba. Y reconozco

que estaba celoso. Si no llega a ser siniestro total, habría sido motivo de separación.
DEMASIADA AGUA
Estas humedades que me están matando son fruto de tu mal hacer. Me dijiste que no había problema, que quedaría perfecta. Y yo te creí, eras un arquitecto de éxito. Pero empecé a preocuparme cuando vi la mancha en el techo, que fue creciendo y creciendo. Claro, no podía esperar otra cosa. A quien se le ocurre hacerse una casa en el fondo del mar.
MATAR EL ABURRIMIENTO
Qué afán de cazar, lo odio. Será cosa de señoritos aburri dos. A estos seres inocentes que antes de hacer daño, se posan en tu hombro. Si la llamas: ¡Milana!, viene y va. No comprendo ese afán de quitar la vida a algo tan bello como un ser vivo en libertad. ¿Será que somos asesinos y no lo sabemos? ¿O será que el aburrimiento mata?
ESTO ES VIDA
Su marido era insufrible, por eso ella decidió buscarse algo que la li berase. Primero se apuntó a un cur so de inglés, pero los idiomas no eran lo suyo, después, a un curso de informática, que tampoco era que le gustase mucho, pero desde que des cubrió loschatslehabíacambiadolavida.Lehabíacambiado tantoque ahora vive feliz entre mojitos y cubanos. Su mari do sigue igual de insufrible, según dice la cubana que le envió


para hacerle compañía. Tenía que compensar de alguna manera sus remordimientos.
LOS SUEÑOS, SUEÑOS SON
Dejo el libro sobre la mesilla, el sueño me invade y los sueños me atrapan. Me pierde como siempre ese romanticismo ya tan poco actual, trasnochado, aunque va en consonancia con migo, y cuando me despierto, descubro que el señor Rochester era solo un sueño.
GITANERÍAS
Dígale que no tuve más remedio que matarle. Ya sé que no es tá bien, y dirá usted que son excusas, pero no sabe lo bien que me sentí después. Yo y toda mi familia porque ¡teníamos tanta hambre! Y se presentó solo ante mí, en aquel descam pado. Era una ocasión única. Y el cerdo estaba diciendo: ¡Cómeme!
EL INTRUSO

Cuando oí el cristal al romperse, supe que había un intruso en casa. Estaba anocheciendo y me había quedado sola estudian do, mientras mis padres iban al centro Miré a mi alrededor y rápidamente me escondí en el armario. Tenía miedo. Cubierta con los vestidos que colgaban de las pechas, trataba de esconderme. Pa sados unos minutos oí como sus pisadas empezaban a subir por las escaleras, su bían con lentitud calculada, como el que sabe que ha vencido y no tiene prisa por llegar.
Los minutos se me hicieron eternos mientras le oía su bir. En mi escondite, me encogí aún más, tratando de desapa-
recer. Mi corazón latía con rapidez, en el inicio de una carrera loca.
Cuando sus pies se detuvieron ante la puerta de mi habitación, contuve la respiración, sentí como se abría la puer ta y cómo la recorría. Apreté los puños hasta sentir cómo se clavaban las uñas en las palmas de mis manos. Sus pies se habían detenido y parecía que el tiempo también.
Por las rendijas de la puerta del armario vi cómo se acercaba, sin prisas, ahora los latidos de mi corazón corrían como un caballo desbocado. Un paso, otro, otro más, y ya te nía la mano en el pomo de la puerta cuando el sonido del móvil le detuvo. Se alejó mientras hablaba con enfado.
—¿Cómo que esta no es la casa? —¡Malditas urbaniza ciones, son todas iguales!

Y, diciendo esto, salió de la habitación y bajó rápida mente las escaleras mientras yo exhalaba un necesario suspiro de alivio.
SIN AMOR
Desde el primer momento sabíamos que esa relación no iría a ninguna parte, sobre todo porque faltaba lo esencial: Miguel no la quería, además de la poca edad de Elena, no llegaba a los veinte, quizás una falta de madurez por ambas partes y una manera de enfocar la vida sin base y sin baza económica, ella estudiando y él sin estudios, amén de sin trabajo. A todo esto había que añadir un embarazo con problemas de salud, que lo complicaba todo.
Ya nos dimos cuenta de que solo una parte de los dos lo ponía todo, y nos daba rabia y pena, ella, tan joven y frágil
en su belleza, pues seguía en su pertinaz ceguera, como ocurre la mayor parte de las veces, y no veía lo que para todos era tan evidente: que a él no le importaba nada Elena. Después de nacer la niña, Marta, y a pesar de que va rios intentos por arreglar la situación resultaron inútiles, la convivencia, la mala, tuvo sus frutos y a los dos años nació Pablo, un precioso niño. Parecía que aún podría haber espe ranza, pero esta se diluyó cuando. algún tiempo después, una mañana, Elena apareció en casa con Marta de la mano y el bebé en brazos.
Ese fue el punto final de la relación, por lo menos la física; la burocrática fue, como no podía ser menos, larga y di fícil. Al final, lo que ya sabíamos desde el principio, que era una relación sin futuro. La ruptura era lo mejor que le podía haber pasado a Elena, que con su juventud podría afrontar el futuro incierto con esperanza, y sin el lastre de una relación tóxica.
LA ESPERA
Sentada en la sala de espera, Ana ojea una revista, la deja sobre la mesita y mira el reloj, aún no es la hora, pero le gus ta llegar con tiempo. Los recuerdos se apoderan de ella. Parece que fue ayer cuando llegó a la ciudad. No tenía estu dios, solo lo básico, muchas ganas de aprender y una gran dosis de entusiasmo.
El sonido del móvil la saca de sus recuerdos. Es su hijo, que necesita dinero como de costumbre. Fue a raíz de su separación cuando su hijo cambió, admiraba a su padre y la culpaba a ella. Ana vuelve a mirar el reloj, los minutos se le hacen eternos, está nerviosa y siente miedo, miedo a

que todo se acabe aquí, que su vida, esa vida que construyó con tanto esfuerzo y con tantas noches en vela, de pronto se termine.
Cuando entra en la consulta, el doctor Orozco la reci be con una sonrisa cordial, aunque no es cobarde, siente que le tiemblan las piernas. Se sienta. Recuerda el día que notó un pequeño bulto en el pecho, la angustia, el llanto y la eterna pregunta: ¿Por qué a mí? Ahora Ana espera el resultado de la biopsia. Da vueltas nerviosamente a la anilla del bolso mientras fija su mirada en el rostro del médico, su corazón em pieza a latir más deprisa. El doctor Orozco tiene ante sí el historial de Ana, tras unos minutos que a ella le parecen in terminables, alza la vista y sonríe.
—No tiene usted de qué preocuparse, todo ha ido bien.
UN LUGAR PARA CREER
Corría la primavera de 1994 y, por una tía, supe de un viaje a Lourdes. A mí, sin ser muy religiosa, me pareció interesante conocer ese lugar. Lourdes siempre fue una referencia de lo imposible, la última opción de conseguir lo que la medicina no podía, es decir, un milagro. Popularmente se hacían bromas con esa posibilidad de conseguir lo que no tenía remedio.
El viaje lo habían proyectado las Hijas de la Caridad. Yo no había tenido mucho contacto con monjas, así que durante el viaje supe que el rezo va allá donde van ellas. Todos los días. Así que me prometí que nunca más haría un viaje con monjas, fueran de la orden que fueran, que por lo demás son estupendas, alegres y sor prendentes, por lo menos en los viajes.
Llegamos a Lourdes al anochecer. Dentro de los actos que teníamos en el programa del día siguiente, uno de ellos

era la misa en el Santuario de la Basílica. Salimos temprano del hotel y nos dirigimos hacia donde comenzaba el vía cru cis. Fuimos subiendo y, al llegar arriba y rodear la Basílica, nos dimos de bruces con la explanada que se extendía debajo de nosotros, enorme y tan grande como era, llena a rebosar de enfermos.
Durante unos momentos, la visión de todos esos enfer mos, en camillas, sillas de ruedas y con muletas, me impactó. Me emocionó ver cómo era de grande su fe, me sorprendía que personas venidas de todas partes, sin importarles la llo vizna que había empezado a caer, en camillas con capota, para resguardarse tanto del sol como de la lluvia, formando hileras junto a las sillas de los inválidos con sus acompañan tes, se unieran en un silencio, llenos de fe, esperando ese milagro que les cambiaría sus vidas.

Hay que verlo para comprenderlo. Dicen que la fe hace milagros, y solo viéndolos allí, en su grave estado de salud algunos, pude comprender cuán grande era la suya. El recuerdo de ese momento me acompañó durante mucho tiempo. Aquello era fe.
LA DIGNIDAD
Podría decirse que la vida de León era una vida simple, sin nada interesante, hasta que esta le pone en una situación desesperada.
León es un hombre honrado y ho gareño, su trabajo en un banco le da una estabilidad suficiente para que su familia viva sin estrecheces pero con austeridad. Tiene dos hijas, María y Catalina. María, su hija pequeña enferma gravemente y los médicos no encuen-
tran remedio. Un día, alguien le habla de un afamado especialista, pero con su sueldo es difícil poder pagarle. Está deses perado, no sabe qué hacer y camina sin rumbo. De pronto se encuentra ante una iglesia, entra en ella, se arrodilla y, mi rando la imagen de la Virgen, reza por primera vez. León no es creyente, pero en su angustia, la oración es quizás su única esperanza. Cuando llega a su casa, su mujer preocupada, le dice:
—¿Dónde has estado? Pensaba que te había ocurrido algo.
Él, agotado, se sienta en el sofá. Ya sabe qué hará mañana. Por la noche no puede dormir, dándole vueltas a una idea.
Al día siguiente en el banco, coge una cantidad de dinero pensando que lo podrá reponer y nadie se dará cuen ta, pero una inesperada auditoría echará por tierra todos sus planes. León tiene una idea, ir al Casino a probar suerte, ¿quién sabe? —se decía—. Por la noche, sin decir nada a su mujer, con la excusa de ver a un amigo enfermo, se marcha al casino. El color rojo y el número 7 le darán la suerte Cuando llega a su casa con el dinero en el bolsillo va contento, todos los problemas se han resuelto, el desfalco y la salud de su hija. Mientras guarda el dinero, oye que llaman a la puerta. Su mujer abre, es la policía. León sabe lo que eso significa, han descubierto el desfalco y vienen a por él. Solo le queda hacer una cosa que le salve del deshonor. Su hija por lo menos se salvará, hay dinero suficiente. Escribe una nota y, cogiendo la pistola que guarda en un cajón, se dispara en la sien.
MI VIDA ENTRE COSTURAS
No he tenido una vida cómoda, más bien ha sido el trabajo el que ha marcado mi vida, con largas jornadas en el taller de doña Manuela, para que distinguidas damas de Madrid presuman de elegancia. De ahí han salido trajes de cóctel y vesti dos delicados que han pasado por mis manos.
Me enamoré de un hombre demasiado débil para luchar por nuestro amor, y de este amor nació mi hija, a la que he criado sola y con muchos quebrantos. Ella no conoce a su padre y yo no le hablé de él.
Cuando mi hija Sira cumplió doce años la llevé al taller para que, a la par que aprendía un oficio, ayudase también en nuestra exigua economía. Mi sueldo nos llega a los tres con muchos apuros, mi padre, además de las piernas en la guerra de Filipinas, perdió también el ánimo y su vida transcurre mirando por el balcón.

Poco a poco, Sira fue aprendiendo el oficio y después de unos años, auguraba ser una modista a la altura de doña Manuela. Eso hacía que me sintiese muy orgullosa de ella. Em pezó a salir mi hija con Ignacio, un buen chico y eterno opositor a Ministerios, con la esperanza de que, si aprobaba, su vida estaría resuelta, y por consi guiente, la de mi hija también.
Estábamos en la Segunda República, corrían malos tiempos, la tensión se notaba en las calles y los enfrenta mientos entre la derecha y los republicanos no hacían presagiar nada bueno.
Pero todo cambió cuando mi hija se enamoró de un sin vergüenza que se aprovechó de ella dejándola sin alegría y sin el dinero que había heredado de su padre, el cual, viendo los malos tiempos que se avecinaban, quiso conocerla y darle
parte de su herencia. Se fue a Tánger con él y yo me quedé en Madrid, en medio de una guerra fratricida, sola y sin re cursos, pues mi padre murió y el taller se había cerrado. Fueron tiempos muy duros, donde el miedo y el hambre eran aliados. Hasta que un día tuve noticias de mi hija, vivía en Tetuán, donde se había creado un nombre como modista de Alta Costura y hasta allí me fui con ella, que movió todos los hilos para que pudiera atravesar el Estrecho en tiempos de guerra.
UN DEFECTO DE PESO
Siempre pensé que mi futuro sería brillante. Estudié arqui tectura, me arreglé la nariz y tenía todos los requisitos para hacer un buen casamiento, pero no tuve en cuenta un pequeño detalle, un defecto, que al ir creciendo yo, también fue creciendo él.
Si alguien me llevaba la contraria, la ira me dominaba de tal manera, que solo había una cosa que me la calmaba, y era comer. Así, el tiempo pasaba y yo iba engordando cada vez más. Me casé y mi marido, para que no engordase más, se separó de mí, pues le era imposible darme siempre la razón; me quería, decía, y lo hacía por mi bien.
Fui a psicólogos, dietistas y neurólogos, y hasta pensé en reducirme el estómago. Pero no, porque ¿dónde iba a meter tanta comida?
Lo cierto es que me pasaba la vida comiendo por un lado y yendo a clínicas para adelgazar por el otro. Pero no había nada que hacer, y me cansé de hacer die tas. Engordé y engordé hasta que un día, cuando vino el huracán Ernest, además de árboles, tejados y otras cosas, se llevó mi

casa y a mí con ella, y ahora me encuentro volando como un globo donde el viento me quiera llevar.
LA CASA DE MIS SUEÑOS Ana y Miguel están desayunando en la cocina, es domingo. Mi guel lee el periódico mientras toma las tostadas. Ana le habla a Miguel, pero este está absorto en la lectura y no la oye. —Miguel, por favor, que te estoy hablando —le dice ella. —Ana, déjame leer el periódico, ya sabes que para mí el domingo es sagrado, ¿qué quieres? —le contesta Miguel un poco molesto.

Ella acaba el desayuno y recoge las tazas.
—Que hablemos, que luego te vas a correr y vienes cansado, y entre unas cosas y otras, siempre aplazamos el tema.
Él levanta la cabeza del periódico frunciendo el entrecejo.
—¿Qué tema, Ana?
—La casa, quiero que nos cambiemos de casa, ya sabes que esta no me gusta, es muy pequeña y si tenemos hijos ne cesitaremos otra más grande, ade más, tengo que coger dos autobuses para ir al hospital. Miguel, suelta el periódico.
—Cuántas veces tengo que decirte que ahora no es el momen to, vamos a esperar un poco más a ver si me ascienden. Ana se echa a reír y dice con ironía:
—Pues entonces no lo haremos nunca. Él se gira.
—¿Qué pasa, piensas que no soy capaz de conseguirlo?
—Ana se levanta y le contesta:
—Mira, mejor que lo dejemos, al final, siempre terminamos igual: tú te vas y la conversación se termina.
Miguel dice que no quiere dejarlo, que ahora van a hablar. Ella se sienta y lo mira.
—Puedo pedirle el dinero a mis padres, ¿para qué es perar el ascenso?
—De ninguna manera —contesta Miguel—. No quiero deber nada a tus padres, nunca le supe lo bastante bueno para ti.
El tono había ido subiendo poco a poco, y los dos esta ban tensos, la mañana del domingo, que se presumía tranquila, estaba convirtiéndose en todo lo contrario. Siempre apa recían los padres de Ana cuando discutían, a ellos Miguel nunca les gustó, pensaban que no era el hombre adecuado para ella. Estaba claro que la casa era un punto de desen cuentro entre ambos.
MANOLO
Hoy me he muerto, pero esto no es de ahora, en realidad estoy muerto desde mucho tiempo atrás. Hoy, realmente, solo he dejado de respirar, porque lo que es el cuerpo en sí, hace tiempo que dejó este valle de lágrimas.
En eso de morirme, empecé a practicar ya desde pe queño, cuando me caí a la piscina, la verdad es que casi la palmo, de no ser porque pasaba por allí el jardinero. Y cuando me dio el infarto, fue una suerte que en el hotel donde vera neaba tuvieran un desfibrilador, porque si no, adiós vacaciones.
Por eso cuando me casé, Ana, mi mujer, me obligó a hacerme un seguro de vida, conociendo mi gusto por casi morirme, decía que por lo menos, la dejaba cubierta para un
apuro. ¡Qué previsora ella! Seguro que pensaba: ¡A la tercera va la vencida!
Así, entre unas cosas y otras, fui cogiendo práctica y cuando me dio el ic tus, pensé, de esta no salgo, y casi que no, porque solo me quedó bien la mitad derecha, menos mal que podía hablar, si me quitan el habla, me muero, yo, que no me callo ni debajo del agua. Poco a poco, la parálisis se fue adueñando de mi cuerpo, lo que podía mover, por pura imitación dejé de hacerlo y, para más inri, volvió a repetirme el ictus, pero ahora en el lado contrario. Ahora ya podía decir que estaba casi muerto, pero no del todo. En fin, mi mujer ha conseguido quedarse bien cubierta, como ella decía y muy tranquila, además. Y yo he descansado de este casi me muero, casi que no.

LA CASA VACÍA
Después de dos años de trámites legales, Isabel y su prima Mercedes fueron a la casa que su tía Manuela les había deja do en herencia.
Después de estar cerrada tanto tiempo, la puerta se resistía debido a la humedad acumulada del invierno en la madera. Isabel intentó abrirla, y, al no poder, su prima Mercedes, más corpulenta, empujó con fuerza dejando caer su peso sobre ella. Al ce der la puerta, entraron en el patio. El viejo jazmín que crecía junto al pozo, se había adueñado del lugar, sus ramas, al igual que su olor, lo inun daban todo, haciéndolo más sombrío. Las palomas habían hecho de la casa su hogar, y en un hueco de la escalera, habían construido su nido.

A través de la puerta entreabierta de la sala, se podía ver la vieja mecedora donde su tía Manuela, en las tardes de verano, dormitaba bajo la sombra del jazmín. A Isabel la recorrió un escalofrío, sacudió la cabeza para ahuyentar los re cuerdos y empezó a limpiar.
SUEÑOS
Aquella noche de noviembre ocurrió algo que cambió la vida de Ana. Era una mujer de mediana edad, fuerte y soñadora y vivía sola en una casa en la sierra de Retín, alejada del pueblo. No había otras casas por los alrededores, solo el panadero pasaba por allí cada dos días y una vez por semana, una vieja furgoneta llevaba todo lo necesario para la vida en ese lugar.
A Ana le gustaba el campo, se sentía feliz viendo como brotaban las hojas en las ramas sin vida o cómo por la mañana las gotas de rocío salpicaban los sembrados que empezaban a despuntar.
Pero al mismo tiempo se sentía infeliz, porque sabía que había un mundo fuera de allí que ella quería descubrir. Se sentía presa, solo le llegaban las noticias a través de una vieja radio que le acompañaba en sus sueños.
Estaba recogiendo después de cenar cuando oyó ladrar a los perros, eran más de las ocho y fuera estaba oscuro, solo la luz que salía de la casa iluminaba el exterior. Cogió una linterna y se asomó, los perros parecían ladrarle a algo, se acercó y el haz de luz iluminó a un cuerpo encogido que la miraba asustado.
—Ayúdeme por favor, estoy herido —dijo el hombre. Era joven, moreno y delgado y por el costado la camiseta estaba manchada de sangre. Ana dudó y finalmente le dijo:
—Venga conmigo, le curaré.
Lo llevó dentro y después de curarlo le dio algo de co mer, la herida no revestía importancia. Ella lo miraba mientras el hombre comía con ansia, preguntándose quién sería.
—¿De dónde eres, cómo has llegado hasta aquí? —pre guntó.
—Vengo de Marruecos con un grupo. A unos los han detenido en el pueblo y otros hemos huido a la sierra, nos están buscando, por favor, escóndame solo esta noche, mañana me iré.
—Está bien, pero solo esta noche, no quiero meterme en líos. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Hassan, muchas gracias por ayudarme, se ñora.
Lo llevó a un cuarto de aperos de labranza que estaba algo alejado de la casa, allí, en una esquina, un catre hacía de cama con un viejo colchón.
—Aquí puedes dormir, no vendrá nadie, tranquilo. De bajo del colchón tienes una manta.
Ana no durmió esa noche, en su cabeza una idea estaba tomando forma. Cogió dinero y algo de ropa y lo metió todo en un bolso. Escribió una nota y la sujetó a la puerta, luego preparó algo de comida y cogiendo ropa que guardaba de su padre, se dirigió muy temprano a donde estaba Hassan.
—Toma comida para el camino y cámbiate, con esta ropa y la gorra parecerá que eres de campo, yo te acompaña ré hasta el autobús que va a Sevilla —le dijo con tono amable.

Después de cerrar su casa, Ana y Hassan caminaron a buen paso algo más de una hora hasta llegar a la carretera Nacional 340, allí cogerían el autobús. Para cualquiera que los viera, era un sencillo matrimonio de campo, con el rostro cur tido por el aire y el sol. Pero en realidad, solo eran dos per sonas que buscaban darle otro sentido a sus vidas. Él, jugándose la vida en una patera con la esperanza de un mundo me jor que el que dejaba atrás, y ella, descubrir por sí misma el mundo que hay más allá de las ondas.
COMPLEJOS
Ahora si tiene sentido esta palabra, pero cuando María lo hizo su familia se preocupó. Fue a raíz del accidente, de te ner una vida normal, María pasó de depender de un bastón para caminar. Por ese motivo decidió confinarse. Le avergon zaba que la vieran con el bastón y esa leve cojera que le quedó como secuela. Y bailar, que tanto le gustaba, ahora parecía lejano. Además, estaban sus adorados tacones. Todos tenemos manías y la suya era coleccionar zapatos.
María siempre se sintió contenta consigo misma, no era ni guapa ni fea, como cual quier mujer, decía ella. En realidad le aterraba tener algo que atrajera las miradas de los demás y procuraba pasar inadvertida. Así, cuando veía a alguien con una parálisis facial o con una cojera muy visible, siempre pensaba: Menos mal que no me pasa a mí, ¡pobre chica! Y es que ella pensaba que para una mujer siempre era peor.
A veces, la crueldad de las personas libres de defec tos visibles, hace que los que padezcan una minusvalía se

sientan acomplejados. Y eso es lo que le ocurría a ella. Por suerte, al no salir de casa empezó a leer los libros de au toayuda y las llamadas de sus amigos hicieron que se diera cuenta de que vale la pena vivir, a pesar de no llevar tacones, y también bailar, porque la música hace milagros.

2020: MI AÑO
Esto no un relato de Navidad, pero es inevitable que algo de ella se cuele en esta narración, porque para empezar, estamos en ese periodo que abarca desde el 24 de diciembre al 6 de Enero, y que quieras que no, se deja sentir.
Puede que sea que nos sintamos más sensibles, más buenos o, por lo menos, menos malos. O porque solo nos que da un día para despedir a este 2020 que tanto dolor, angustia e impotencia nos ha dejado y al que tenemos que enfren tar.
Yo, personalmente, no puedo decir como la gran mayoría, que esta Navidad ha sido distinta, porque para mí no lo ha sido. Solo ha habido un núcleo familiar, es decir, yo. Como el año anterior, y el otro y el otro.
Por eso me he ahorrado esas cavila ciones sobre cuántas personas vamos a reunirnos, o ¿cómo le digo a mis cuñados que no vengan? O si dejamos fuera a mi suegra. Así que estoy de suerte, en mi caso, el espíritu del virus no ha sobrevola do sobre mi cena de Navidad. Por lo menos, eso creo. En este 2020 puedo decir que no me ha ido mal. Empe cé en Febrero a tener suerte, pues me tocó la Primitiva y lo primero que hice fue viajar. París, Roma y un sinfín de lugares donde nunca había estado. Pero llegó el coronavirus y todo se paró, pero por suerte estaba internet. Así que, en
casa y sola y sin poder salir a la calle, lo único que me quedaba eran las redes. Claro que tuve que aprender rápidamente, si no, estaba perdida.
Eso hizo que, al no poder salir ni viajar, encontré la inestimable ayuda de una asesora virtual, que me hizo adel gazar mediante ejercicios y dietas, que mi físico cambiara y de llevar chándal y ropa cómoda, gracias a Amazon, he llena do mi casa de ropa elegante, zapatos y demás accesorios. Tanto he cambiado, que cuando pude salir y volví a casa de la peluquería, el portero me preguntó muy amablemente que a qué piso iba y si me podía ayudar.
En fin, que puedo decir rotundamente que este ha sido mi año, a pesar de todo. ¡Ah! Y en Nochebuena no estuve sola del todo, compartí mi cena por zoom con Maxi, un hombre encantador que conocí a través de una página de contac tos, como no podía ser menos. Y en Reyes, cuando desconfinen su ciudad, dice que vendrá a verme.
LA CALETA

James había llegado a Cádiz en un barco de turistas, en lugar de ir a visitar Sevilla él decidió quedarse para conocer la ciu dad, le había gustado lo que se veía desde cubierta. Decidió adentrarse solo por las calle juelas y se alejó del grupo. De pronto se encontró ante una balaustrada que daba al mar, se acercó y miró alrededor. Era una especie de cala pequeña, donde las barcas estaban amarradas en el mar y varadas en la arena.
Flanqueada a ambos lados por dos castillos, al fondo a la izquierda un faro se elevaba sobre el que parecía más un
fuerte por su estructura, y a la derecha el otro castillo se adentraba en el mar formando un rincón muy pintoresco.
Aunque no hacía calor, había gente en la playa ¡Cuánto le habría gustado darse un chapuzón! En Londres no le era posible. Y además le llegaba un olor que le estaba abriendo el apetito. Se asomó por la balaustrada y vio que abajo había un bar, sin pensarlo buscó la bajada. Un camarero se le acercó:
—¿Desea comer? —le preguntó
—Si, por favor, estoy hambriento. ¿Qué es lo que huele tan bien? —preguntó en su mal español.
El camarero sonrió y dijo: —Es pescaíto frito, ¿se sienta?
Buscó una mesa que daba justo al lado del agua.
—Pues sí que es bonito este lugar —reconoció James.
Instantes después llegó el camarero con el pescado y una cerveza.
—¿Qué, le gusta esto? —le preguntó a James.
—Sí, ¿cómo se llama este lugar? —interrogó con ama bilidad al camarero
—Esto es la Caleta, y este es el castillo de Santa Ca talina —responde el camarero, acostumbrado al parecer a hacer de guía desde el bar, indicando con la mano al hablar. James empezó a comer, estaba delicioso, esto no lo encontraba en Londres. Cuando acabó caminó por la arena hacia el edificio blanco sobre columnas formando un semicírculo con galerías que parecía querer abrazar al mar. Preguntó y le dijeron que era un antiguo balneario, era muy bonito así que tomó unas fotos y se dirigió al otro extremo de la pla ya, subiendo a un estrecho paseo de piedra que terminaba en el faro. A ambos lados del paseo las olas se estrellaban contra la pared de piedra, salpicando al pasar. El olor a mar se hacía más intenso en ese lugar.
De pronto miró el reloj, tenía solo media hora para llegar al barco, rápidamente volvió sobre sus pasos y se acercó al bar preguntándole al camarero cómo llegar al puerto. Este le indicó el camino más corto y James le dio las gracias ale jándose por donde le había indicado el camarero.
EL ÚLTIMO BANDOLERO
A finales de 1800 era mi abuelo un chiquillo de unos 14 años, en su cara aún no despuntaba la barba y su alto y flaco cuerpo le daba un aire de niño grande. Llevaba una gorra y la ropa típica de los arrieros, ancha chaqueta y pantalón de dril.

Acompañaba a su padre arriero de profesión, a ir con las mulas cargadas de mercancías hasta Ronda, lugar donde recogía otras. Al inicio de uno de sus viajes su padre enfermó, así que encargó a mi abuelo que fuera él solo. Siempre hacían el mismo recorrido por lo que estaba acostumbrado a recorrer con las mulas ese camino que le llevaba desde su pueblo, Vejer, hasta Ronda.
—Fernando, no tengas miedo, ya eres un hombre y seguro que lo harás bien —le dijo su padre antes de partir.
Pero Fernando no podía evitar tener un poco de temor, así que se animaba diciéndose que todo iría bien. Además, se sentía en la obligación de hacerlo.
Acostumbraba a llevar vinos de Jerez en grandes garrafas de arroba, además de otro tipo de bebidas. Preocupa do por lo que pudiera pasarle, llevaba un listado de las parti das de mercancías que tenía que entregar y recoger. Recorría el camino hasta Algeciras y allí se desviaba por San Roque subiendo hacia Jimena. Hasta ahora el camino
había sido cómodo, pero a partir de Jimena era más abrupto. Había pasado la población de Algatocín y decidió hacer la última acampada. Se encontraba en el valle del Genal, a uno 25 kilómetros de Ronda, la noche se le echaba encima y en cendió un fuego disponiéndose a descansar. No había pasado media hora cuando se encontró con dos trabucos apuntándole. Fernando de pronto no supo qué hacer, pero no se sabe de dónde le salió una voz tranquila y ronca.
—Mira a quien tenemos aquí, ¿vienes solo? —le dijo uno de los bandoleros al ver que solo era un chiquillo—. ¿Qué llevas en las alforjas?
—Llevo mercancías a Ronda, señor, es la primera vez y me gustaría que llegara completa —contestó serio Fernando.
—Ja, ja,ja ¿Lo oyes Miguel? El muchacho tiene agallas —dijo uno de los bandoleros, divertido por el valor de mi abuelo.
—Sí, Pernales, este chico es valiente porque no sabe quién eres —le respondió el tal Miguel, un tipo que infundía miedo con solo mirarlo.
Fernando, al oír el nombre de Pernales sintió que las piernas le temblaban, había oído hablar mucho y nada bueno, pero disimuló.
—Puedo darle una garrafa de vino, el resto lo esperan en Ronda —le dijo mi abuelo. Al Pernales le hizo gracia que un chiquillo le hiciera frente y no saliera corriendo, como hubieran hecho otros, así que riendo le contestó al chico:
—Venga esa garrafa y vete en paz, muchacho.
Así se construyó la leyenda de cómo un chico de solo 14 años desafió al último de los bandoleros que había en la serranía de Ronda, siendo respetado siempre por su valentía.
MARÍA LUISA MARTÍN INDURRIA

OKUPAS
Me hace entrar en mi nuevo hogar y nada más vislumbrar su interior vi la viva imagen del mis terio. Los fantasmas eran los

dueños y señores, estaban por todas partes, salían hasta de los cuadros tapados por sábanas blancas. Ellos llegaron los primeros y lo ocuparon, y no parecían fáciles de echar. Fui dolorosamente consciente de haber perdido la guerra antes de empezar.
EL FINAL
Fue el minuto más trágico de mi vida. Cuando mi mano acariciaba la de mi amado, cuando vi en sus ojos la luz cegadora del más allá al que se dirigía inexorablemen te, a su morada final. Estaba en el tránsito por el que todos tenemos que pasar y esos momentos que me quedaban con él transcu rrían de una manera que aún no he podido asimilar, un torbellino de sentimientos me lo impedían. Vi lo imposible de doblegar al destino. Un minuto y la eternidad.

EPÍLOGO
En el cine-teatro donde miraba se pro yectaba mi vida conforme a un guion. Vi vía, y al decir vivía quería pensar que era un verso libre que no tenía que plegarse ante los otros actores que compartían la escena. Pero si me sinceraba conmigo misma, no lo tenía tan claro, más bien me veía siguiendo al pie de la letra el guion que otros me asignaron, y este no me dejaba opción a improvisar, a sorprender, a ser libre de hacer mi santa voluntad.
Ya en el último acto de esta función, pienso que si no soy agresora de nadie por qué entonces admiten un guion ce rrado. La obra en cuestión tiene varios capítulos y los firman

más de uno. Pero si es el libreto de mi vida, el guion es mío, lo firmaré yo.
INOCENTE
Bajo sospecha estaba mi amigo, por el crimen que se cometió en la finca del lago. Tenía todas las cartas para ser el sospechoso, sabía que le engañaba una y otra vez su pareja y que los celos eran su cruz, que algo terrible sucediera era inevitable, y ocurrió. Su joven novia fue encontrada al fin dentro de un pozo, pero su muerte tenía su día y hora y mi amigo, coartada.

NOSTALGIAS
Me levanté nostálgica, era mi enfermedad latente y no reconocida por médicos, que no la tenían en su relación de las que hay que curar. Pero a mí esa nostalgia me invalidaba profun damente. Era mi pasado, el añorado, el que seguro idealizaba en demasía. Muchos son los que decíamos que tiempos pasa dos fueron mejores y tendemos a seguir creyéndolo, olvidan do las batallitas de antaño que tanta guerra nos dieron. Son las presentes con las que tenemos que lidiar las que nos qui tan el sueño, nos borran la sonrisa y nos meten el corazón en un puño. Me invade la nostalgia aun a mi pesar, los tiempos pasados fueron mejores o eran tiempos cómplices: ¡Qué jo ven! ¡Qué valiente! ¡Con qué ilusión vivía! todo! Ahora me miro al espejo y no encuentro la ilusión, solo veo una ilusa. Claro que soy nostálgica, y mayor.
REFLEJOS
Me uniré al espejo, esperando por una vez una respuesta amable y que pudiera seguir. Me desnude del todo apartando lo material, las ropas elegantes, las joyas, los adornos que solo aportaban detalles vacuos. Me planté delante del espejo con alma, corazón y vida, como rezaba la canción, en silencio, con los ojos húmedos y empañados por tantos recuerdos hirientes, recuerdos que parecían cuchillos clavados en mi car ne, no podía quitármelos sin desangrarme.
Pero la vida sigue y la cabeza se impone por encima del corazón, este manda cerrar las heridas y te dice a las claras que aunque las cicatrices no des aparezcan y sean feas, duelen menos que las llagas sin cerrar. Y otra vez me planté ante el espejo pero esta vez a la distancia suficiente para que no me devolviera la verdad desnuda, con esa distancia la imagen era más difusa y clemente. Procedí a vestirme y camuflarme, era mejor no hacer muchas preguntas para no obtener una respuesta que no me gustará.

MI RELOJ
Creía que era una máquina perfecta porque daba las horas, señalaba los días, semanas, años. Acompañaba mis pasos, iba a mi compás, todo a su debido tiempo. Nada al teraba el equilibrio entre la máquina y mi persona, uno era el alter ego del otro. Hasta que esa perfecta máquina bien cuidada y engrasada empezó por mostrarme sañudamente que yo iba al remolque del tiempo, que mis horas y días pa saban muy lentamente, que mi vida se escapaba. La máquina y

yo habíamos dejado de ser cómplices. Quería envejecer al compás, al unísono de mi reloj, pero se estaba creando una distancia entre ambos. Me temía que alguno se pararía para siempre.
BOHEMIOS
En París, el corazón de Montmartre, donde los pintores, los músicos más libres, revolucionarios y románticos del mundo viven. Sus cuevas, para mí palacios, son templos del jazz y ahí sus sacerdotes se entregan y te dan el alma. Sus manos tañendo sus instrumentos dejan escapar la fuerza, la pasión, y te desbocan el corazón, dejan de ser de metal para cobrar vida propia. Sea como fuere, Montmartre no te deja indife rente, demasiada magia. Yo estaba allí vestida de bohemia, integrada en el lugar del que no que ría partir, si acaso compartir con un alma gemela que se dejase poseer por esa música vibrante, espiritual, y que la sintiese como yo. ¡París mon amour!

IDEAS Acero y cristal, ¿cómo brillaba? Era la báscula que todos buscaban y se agotaba rápidamente. Tenías que espabilar para hacerte con una, y yo la conseguí. ¡Dios mío! En qué hora parecía estar programada para atacarme, para herir me. Seguro que no era una báscula nor mal, más bien parecía embrujada. Hay bebés recién nacidos que los pesan y ganan 200 gramos semanales, y todos

felices; y yo a esta mala pécora la pisaba y todos los días un kilo más. Me tenía loca, esta báscula puede volver idiota has ta a las más inteligentes. Tenía dos opciones: para el asesinato de la báscula ya tenía la ventana abierta, o me suicidaba. Consulté en el Google y leí que hay personas que se suicidan dos o tres veces, no sé en lo que podían fallar. Preguntaré a Internet si después del suicidio puedes seguir viviendo. Igual puedo pensar otra vez en una opción.
MAL DE AMORES
La historia podría haber tenido mejor final, pero este no siempre lo eliges tú. Los dos estaban marcados por antiguas y feas cicatrices, heridas dolorosas que el tiempo curó, o eso dicen, yo no estoy muy segura de que el tiempo todo lo cure. Él tenía la cicatriz en la cara, y la picardía le enseñó a disi mularla mientras su pelo era abundante y crespo, hasta a él le engañaba. Se reconciliaba con su cara y a ratos hasta se quería. Pero nunca tuvo una re lación de amor hasta que la co noció a ella, que no se espantaba de su físico. Por fin su oportunidad de ser feliz. Tenía que conocerla mejor, saber de su dolor, unir y vencer sus traumas. Pero ella tenía sus cicatrices en el alma y él no sabía curar esas heridas.

LA PARED
Lo que me impacta la vista es la pared desnuda, paneles de madera noble, fuertes, limpios, pero fríos. No encuentro la calidez que busco, que necesita mi vida. En un lado de ella, tres plantas verdes en macetas blancas, estampa minimalis-
ta, etérea, pero en ella me pierdo. Me falta el calor y el color, porque tanta pulcritud y orden me paralizan y no me de jan aflorar los sentimientos. ¿Qué voy a hacer yo si no soy tibia? Buscaré el lugar ideal, buscaré con quién conversar, buscaré con quién quiero estar y pondré flores y mariposas de colores, bailaré como una loca y no sentiré el frío en mi corazón nunca más.
SOMBRA CANALLA
Cuando tú, voluntariamente, te metes en un zulo donde estás presa y no eres capaz de salir ni con la puerta abierta y andas de un lado a otro y te persigue una sombra tenebrosa, dantesca, y por más que corres no eres capaz de despren derte de ella. Cuando tú estás atada a tu sombra por hi los de seda que tienen la dureza y la frialdad del acero y su peso hace que cada vez sean más lentos y dolorosos tus pasos, por tus heridas internas.

Está maldita sombra es mi monstruo, deambula conmi go, es el que me tiene atormentada, vaya donde vaya está amarrada a mí, no me suelta.
Yo quiero que no sea mi maléfica y monstruosa sombra quién me envuelva. ¡Con tantos ángeles como vuelan! Seres de amor y luz. Extended vuestras alas, sacad la espada y matad de una vez a ese monstruo terrible que es mi sombra y com pañera.
PIEL
Me encontraba en mi hogar, donde el suelo que pisaba me sostenía firme y segura. No estaba sola pero

cada vez eran menos los avatares de la vida y la dificultad de conseguir una economía tranquilizante era lo que les empuja ba a buscar horizontes más diáfanos donde ser más felices, vivir mejor, o eso pensaba, porque otros menos exigentes en lo material, valoraban la familia y lo entrañable de sus lazos como su principal pilar.
Quería mostrar a los a los míos el encanto de una casa habitada, por gente que se ama y no sabía cómo empezar, cómo explicar a mis hijos que si no sientes calor en tu corazón, no hay estufa que valga. Los sentimientos no se compran ni necesitan billete para viajar, se llevan puestos fundidos en la piel y necesitan poco: un nido, un hogar.
SENSIBILIDAD A FLOR DE PIEL
Leí atentamente las instrucciones para llorar, que había reci bido para ese menester. Las plañideras de la antigüedad elegían este oficio o profesión dignísima, pues las mujeres humildes, vamos, pobres de solemnidad, tenían que abrazarla por necesidad. No había mucho trabajo donde elegir pero tenían claro que les gustaba comer y buscar un techo sin tener que mendigar.
No es mi caso, gracias a Dios, pero sabía que llorar podría resultarme rentable y no era tan difícil. Hay gente a mi alrededor muy pudiente y tremendamente sensible, y si yo soy capaz de conseguir que se puedan desahogar, su agradecimiento me beneficiaría. Y ahí estoy, como una urraca ladrona pero tranquila, que tengo días para estar risueña y juguetona como una simpática gatita o una dulce paloma y no

tengo por qué llorar. El que más y el que menos tiene un calendario laboral, en el que todos los días no se va a trabajar.
FE CIEGA
Querido amigo:
Como siempre, recurro a quien siempre me escucha a pecho descubierto, a quien siempre puedo hablar con las pa labras que me salen del corazón, sin pasar por la cabeza, sin filtros que las distorsionen. Sabes tanto de mí que necesito decirte poco para sentirme comprendida, y ahí estás tú, como siempre, esperándome para darme ese abrazo de oso que me envuelve toda y me hace recobrar la seguridad que perdí.
Querido amigo, sufro tanto por ese amor que sentí y que creía eterno… Pero era tan ilu sorio como esas mentiras o falsedades que te envían envueltas en un precioso papel y dentro solo hay oropel. Me pregunto si alguna vez deseé la verdad; tal vez la presen tía, pero esta puede ser tan desagradable y enrevesada que, en el fondo, confieso que no me quería enterar.


Amigo mío, echa a la papelera los problemas de tu ami ga, que solo con haberme oído un poquito parece que ya no me desespero. Te quiero.
LA VIDA MISMA
Habíamos pasado la tarde en una cafetería del paseo maríti mo, una de tantas tardes sin pena ni gloria. Bernardo y yo éramos amigos y amantes. Yo estaba sintiendo miedo de aburrirlo y eso me inquietaba, por que en nuestra relación sobre-
volaba una tercera persona, “la legal”. Me estaban pareciendo demasiados tres, una multitud. Esta tarde era especial, al sentirme invadida por unas violentas emociones que nunca había sentido tan intensamente, y es que intuía que podía morir, la muerte se cernía por encima de mí y yo no alcanza ba a ver si era solo mi amor el que terminaría fulminado, o mi persona. Ya digo, un pálpito doloroso indefinido y al que no sabía hacer frente. Me sentía sola y pensé que Bernardo debería salir de la comodidad, del dejarse llevar y decir a quién quería de verdad, y si algún corazón se rompía, al cardiólogo o de viaje a las Maldivas a reponerse.
MICHY MI GATITA

Mi hija me puso en el hueco de la mano una bolita de pelo minúscula que parecía no tener huesos ni dientes, había que ali mentarla con una miguita de pan con leche. Confieso que sentí un flechazo, y cuando había que encerrar en un globo algo sugerente, ni lo dudé y la encerré. Más tarde entoné el mea culpa cuando otros compañeros encerraban palabras de más trascendencia o entidad, ejemplo: amistad, xenofobia, ham bre, tortura, guerra, paz, y el mío podría parecerles muy ba nal.
Ya sé que todos somos un granito de arena, que algo podemos aportar para remediar alguno de estos grandes problemas. ¿Pero cómo un grano puede ayudar a remediar lo irreme diable? Y no cambio el nombre de mi globito estrella, epicentro de una nebulosa inmensa que llené con tantos globos hasta que no cabían más. Decían: libertad, inteligencia, amor, olor, juego, gracias, equili-
brio, familia, compañía, calor, recibir, volcar,... volcar en ella sí la afectividad que sentía y no podía dar. A lo mejor a mis hijos les parecía cursi, pesada, pero era para mí una necesidad el dar amor y ahí estaba ella con su felina belleza, ele gante andar y mirada inteligente dándome compañía, calor, relax, equilibrio y libertad. Evoco con amor, con dolor a mi gatita. ¿Qué sabe nadie cómo me siento? ¡Oh, Dios, si no lo sé ni yo!

RETORNO
De nuevo en Barbate, donde hace unos meses pasé un día increíble y emocionante. Hoy necesitaba recargar las pilas, me sentía tremendamente floja y pensé en cómo y en dónde po dría poner remedio a mi bajón emocional. Mis pretensiones eran humildes, solo deseaba pasear descalza por la orilla del mar, tomar el sol y que mi mente estuviera razonablemente en blanco; con esto creía que sería suficiente para recobrar la forma.
Pero la mujer propone y el destino dispone, y Barbate era mucho Barbate, y de nuevo ocurrió ante mis ojos lo que allí no podía calificarse de in sólito, más bien de cotidiano: la aparición de unos hombres a la carrera, abriéndose paso como locos, empujando a todos los que se interponían en su camino, y al poco apareció la policía, que también corría en pos de los primeros, pero no tan deprisa, que todos suponía mos eran traficantes de droga. La escena era de película, muy gráfica, me dejó paralizada.
Ocurría lo que pocos de los presentes ignorábamos, que este negocio era vital para los paisanos de Barbate, al que muchos debían que su economía gozara de buena salud. Sospechábamos los más inocentes que a lo mejor entre polis, familiares o vecinos del pueblo, hubiera infiltrados.
Decir para terminar, que no descanse mucho, que no me puse morena, pero volví nueva, las pilas cargadas con la emoción, y no digo que no vuelva a Barbate cuando me lo pida el corazón a tomarme unas cervezas con una tapa de berberechos en vinagre. ¡Barbate espectacular!
PRESENCIA
El hombre que amé se ha convertido en fantasma. Lo vi a lo lejos, siempre anticipaba su presencia a los latidos de mi corazón, frente por frente, en medio de una calle que tenía que atravesar para encontrarnos, donde se ubi caba un semáforo y, junto a él, muchas personas esperaban su señal, el ámbar, el verde, el rojo, empezaron a cambiarse sin que nos diéramos cuenta, su rapidez nos confundía y los transeúntes se quedaban como figuras de piedra.

Pero mei hombre fue el único que siguió avanzando sin mirar, sin tener en cuenta el color que le invitaba o prohibía pasar, sin sortear los coches a los que atravesaba sin daño por parte de nada ni de nadie. Era un fantasma, tendría que admitirlo, al fin tan evidente era.
Mi hombre, mi amor desde que tenía recuerdos y pen saba que siempre lo sería, nadie podría ocupar su sitio. Le ju ré amor para la eternidad cuando lo conocí y aunque después un terrible accidente me la arrebato, nunca pudieron conven cerme de su desaparición, yo le veía y estaba junto a mí tan-
to dormida como despierta. Sentía su presencia, me arropaba y me decía: Nunca estarás sola. Puedo prometer que mi hombre está conmigo, no entiendo cómo no lo ven y afirman que es un fantasma. Pero si es de carne y hueso, los demás están ciegos.

HOGAR DULCE HOGAR
No volváis solos a casa. Cuando os fuisteis fue con un equipaje grande en la maleta, no solo prendas, joyas, dinero… Iba llenita.
Pero aún quedaba sitio para meter en ella lo más valioso, os lle vabais mi corazón, las ilusiones puestas en vosotros, la vida que os di al nacer, y desde entonces ali menté con mimos, amor, con lo mejor de mí. Pero la ventura os llamaba, los cantos de sirena os llegaban nítidos y apremiantes y teníais que atenderlos.
Y hoy que perdisteis la esperanza de encontrar el paraíso que anhelabais, volvéis a casa al amparo, al amor que sabíais siempre os esperaría íntegro en mí. Y soñando con vuestro regreso, aquí estoy esperando que no volváis solos a casa, traedme algo de lo mejor, aunque lo que deseo son los restos de la inocencia, de la ingenuidad que os arrastró fuera. Siempre se regresa cuando no sabes o no tienes dónde ir, yo sabía que por largo que hubiera sido el viaje, iríais dejan do piedrecitas en el camino para saber volver a casa, al nido, al hogar.
VIVA EL DULCE
Maleni metió un dedo en la tarta y después en su boca, pala deando la crema voluptuosamente.

Era responsable de su infelicidad, reconocía que sus exigencias, bastante notables, le hacían renunciar a demasiadas co sas, algunas por irrelevantes y otras por inalcanzables, las descartaba y seguía sin encontrar lo básico para ser feliz. En el fondo, no sabía bien lo que quería. Veía su felicidad dentro de uno de esos globos de helio que vuelan tan altos que se escapan al primer descuido y no sabía cómo atraparlos.

El pastel, ese dulce delicioso que tantos se comían sin remordimientos, a ella le costaba caro, pensaba: —Esto es pecado o engorda—, y se sentía vacía por dentro y tenía que llenar ese vacío como fuera. No era fácil que alguien colaborara a ello. Maleni tenía una personalidad compleja, más que fácil, aunque no lo admitiese de buen grado. Ver la tarta tan deliciosa y sentir el impulso de comérsela fue todo uno, y descubrió que se dejaba devorar sin quejas, que le hacía fe liz engullirla, le proporcionaba un placer que hacía tiempo no sentía.
YO CONFIESO
Voy a empezar hoy mi diario. Esto es algo que a lo largo de mi vida me prometí repetidas veces y, como tantas otras, dejé de cumplir. No sé por qué sentía que si la promesa era a mí misma, no era el mismo pecado incumplirla, que si hubiera sido otra persona.
Falso, falso, las promesas deben ser cumplidas, su omisión te puede hacer sufrir, porque sabes bien lo malo de fa llarte, el espejo en que te miras puede ser implacable, te devuelve una imagen borrosa, y a mí me gusta la claridad. Bue no, tengo días.
Hoy sigo con la tarea que me impuse de escribir en mi diario. Me motivo para hacerlo pero cuando empiezo veo que termino haciéndome trampas, no
quiero dejar constancia escrita de cosas que hice y no me siento orgullosa, y mi mano empuñando el bolígrafo se hace lenta, lenta hasta detenerse, no puede seguir, se niega. Venga, valiente, confiesa. Bueno, mejor mañana, que igual hay suerte...
ADELANTE
Todos hemos leído algún libro que, en su momento, nos fascinó. Recuerdo de mi niñez, cuando empecé a leer el tebeo Florita o los cuentos de Antoñita la Fantástica, me volvían loca. Pasan los años y vamos creciendo y no solo en altura. Pensar que nuestros gustos no iban a evolucionar, que se que darían estancos para siempre, no tiene sentido, aferrarse a una idea y mantenerla como si fuera la única sería de una pobreza intelectual tremenda.

Hace tiempo vi en una librería un libro de mi querida Antoñita la fantástica, y me removió ni lo cuen to, no pude resistirme y lo compré, iba a mi casa tan feliz pensando en el festín que me iba a dar. Y ahora mi sorpresa es no haber sacado tiempo para hacerlo porque otros libros me vienen empujando. No obstante mi cuento me llena la nostalgia de antaño, me vale con tenerlo, y me dice al oído que no está mal dejar la puerta abierta.
VIAJE A NINGUNA PARTE
Desde mi cómodo sillón y sin tener que moverme, tengo al frente una ventana abierta y a la derecha, una puerta tam bién abierta a la que no puedo llegar si no me llevan, y otra ventana más, a la izquierda, abierta las veinticuatro horas
del día. A esta la llamamos televisión y es milagrosa, por todo lo que se puede ver a través de ella.

En mi cómodo y caro sillón de ruedas que muchos envidian, se encuentra un cuerpo torpe, cansado de no andar, unas piernas doloridas que no paran de quejarse y solo mis ojos y mi cabeza tienen agilidad para desplazarse por los caminos angostos de la tierra. Y esta se me muestra tan bella... Ver la Antártida de un blanco que te hiela; Europa, sofisticada y rica; Asia, miste riosa; África, salvaje y ardiente… Es increíble lo que se pue de ver por esa pequeña ventana abierta. A través de ella, entras en palacios llenos de joyas hasta en las paredes, arañas en los techos, donde viven reyes de verdad con criados también de verdad y las historias que te pueden contar…
Sigo mirando por la citada ventana y ahora me acom pañan mis amigos, que se pasman como yo al ver en el corazón de un poblado de África a unos niños escuálidos, semidesnu dos, descalzos y bailando tan felices con un ritmo fantástico tan virtuoso como si lo hubieran aprendido en la mejor escuela de baile, con una sonrisa tan amplia y generosa que te hace pensar de inmediato que no se necesitan palacios, cuadros, arañas, cuando la riqueza donde anida es en la imaginación, en su alma.
Emprendo otro viaje y por doquiera que vaya es imposible de abarcar la inmensidad de lo que me rodea y, además, de quién me rodea. Veo que al lado del rey somos bastante poco, al lado del pobre somos ricos, al lado del negrito, blancos y poderosos, y al lado del todo solo unas ínfimas motas de polvo.
ALCALDADA
Me contaron que allá por tierras lejanas, podía ser por el centro de la Tierra, existía un pueblecito cuyos afortunados habitantes no padecían de envidia, de enfermedades, de po breza o de hambre. Era una pequeña sociedad que regía su alcalde con mano firme, ya que nadie se merecía castigo ni dureza. Eran muy felices aun trabajando para ganarse la vida, porque todo no les caía de los árboles. Una vez al año o cuando le parecía, el alcalde se conec taba con el mundo exterior, sacaba su antena y ponía la oreja para ver y oír lo que pasaba por otros confines. Cuando veía rascacielos altísimos, cohetes que iban al espacio, coches de carreras, frigoríficos en las casas, televisores etcétera, el pobre no salía de su asombro y pensaba en su pueblo que carecía en su totalidad de tan maravillosos artilugios que la ciencia brindaba al resto de los humanos. Un día que estaba conectado para ver para ver hasta donde llegaban los demás, la suerte hizo que en ese momento y emitieran un telediario en el que ha blaban de una pandemia que asolaba al mundo, dejando miles de muertos por ambición política. ¡Dios sabe qué motivos inventaban!, huracanes, una tormenta “Filomena”, inundaciones, y la epidemia no paraba, seguía, seguía y seguía. Se preguntó: ¿Qué hacer, qué dilema?
Entonces partió la antena, cerró perimetralmente el pueblo y hasta borró el nombre que había en la entrada.

ENTRE LEYENDAS
Todos conocemos leyendas, porque estas parecen tener vida propia, ya que el boca a boca se encarga de mantenerlas vi vas. De estas, recuerdo una mexicana, “La llorona” la llamaban. Esta mujer salía en noches de luna llena y sus gemidos y lamentos te rompían el alma. Era una madre que mataba a sus hijos de forma despiadada. Nadie conocía el motivo para hacerlo y se preguntaban qué pasaría por la mente de esta po bre mujer que no se daba cuenta del sufrimiento que causaba su locura. Después se arrepentía, pero era tarde y el daño irreparable. Su vida no fue bastante para pagar su crimen, que ya muerta su es píritu seguía vagando y cuando de noche salía gritando, llorando, sobrecogía a todos. La otra leyenda, más cercana, sucedió en Sevilla, en un pueblo llamado Morón, donde fue a parar un señor, creo que era juez, que con su desmedida autoridad y prepotencia te nía a los vecinos en un sinvivir. Le apodaron “El Gallo” por su bravuconería. Los vecinos no podían soportarlo más y deci dieron darle una lección y “suavizarle”. Al gallo en cuestión le arrearon tanto que lo dejaron pelado. En cuanto se recuperó, salió corriendo y nunca se supo más de él. Esta leyenda es más nuestra y parece más simple, pero no olvidemos que los tontos son muchos y por eso no se les debe subestimar, que tienen su peligro. Por tanto, aprendamos la lección si no que remos quedarnos como el gallo de Morón, cacareando y sin plumas, y que esté sea nuestro epitafio.

CAROLINA MORILLO PÉREZ

DESCONFIANZA
Salió, sigilosa, a estirar las piernas. Quería evitar que alguien la viese, se sentía débil, indefensa

ante los demás, pequeñas heridas recorrían todo su cuerpo. No volvería a confiar en nadie. Aún temblaba al recordar las finas agujas de las palabras hirientes de su esposo clavándose en su piel.
RESCATE
Cuando Ernest salió a pescar en su bote cargaba con su fra gilidad y tormentos. Entre los aparejos había quedado enredada una botella que había vaciado a tragos desgarrados la noche anterior. Entonces, mecido por el mar descansaba del dolor y de la sombra de su pasado.
—¿Dónde estás pez? ¿Eres mi amigo?
Pasó la mañana, el mediodía y llegó la noche, ya tan solo se concentraba en aguantar la tensión del sedal y en clavar su cuchillo en el lomo de aquel gran pez pegado a su popa.
Bajo las estrellas ese enorme pez que ahora descuartizaba lo había rescatado de su desesperación.
DAME LA MANO
Cojo tu mano y salimos corriendo, noto temblar todo mi cuer po de entusiasmo, nos tumbamos en mi cama desnudos, nos contemplamos como dos desconocidos que se están descu briendo, la prisa es absorbida por nuestras caricias curiosas, saboreamos los manjares prohibidos, en un juego candente me aproximo y me distancio, hasta que tus recias manos me sujetan las muñecas y ya caliente el horno y amasado el pan, lo introduces para que se vaya cal deando hasta que la alarma suene avisando de que está he cho, y suena antes de lo esperado, entonces se oye una voz tras la señal en el contestador:

—Esther la puerta del colegio se está cerrando, venga cuanto antes a recoger a su hijo.

BIBLIOGRAFÍA
Hay novelas que se venden al peso. Ayer mismo pedí un cuar to y mitad.
—¿ Dime quién eres? Me preguntó el librero.
—El último rojo. Le contesté yo
Y haciendo una "Ofrenda a la tormenta" cogió un gran tocho.
—Ahí tienes —me dijo—. "Los privilegios del Ángel", "Todo esto te daré", y te haré un precio redondo.
PERFECCIONISTA
Llegará pronto, me descubrirá con mi amante, nos vigilará escondido, urdirá un plan para ma tarme e incriminar a Joan. Es tan perfeccionis ta que ni el mejor detective podrá encontrar al gún indicio firme contra él.
—¿En qué piensas cariño? ¡Estás tem blando! ¿Tienes frío? —me preguntó con un bri llo extraño en la mirada y una sonrisa maliciosa.
MI AGENDA
El próximo favor se lo pido a Santa Rita.
A consecuencia del estado de alarma declarado por la pandemia, ahora, en la segunda fase de la desescalada, tengo mi agenda de citas al completo: peluquería, dentista...Tam bién he llamado al podólogo y tiene una gran lista de espera, he pensado pedirle el favor a la Santa que es experta en limar asperezas.
CARCAJADA
Le agradezco con otra sonrisa su visita de hoy. ¿Qué digo con una sonrisa? ¡Con una enorme carcajada!
Como siempre lo veo sacar del male tín: algodón, antiséptico, el tarrito de peni cilina y una jeringa con una enorme aguja.
A mi corta edad, el miedo me hace arrugar el rostro, comienzo a hacer pucheros, tiemblo cuando se acerca con la jeringa preparada, me pasa de largo. Hoy es mi papá quien se baja los pantalones mientras yo estallo en una enorme carcajada.

TODO TIENE SOLUCIÓN
Me hace entrar en mi nuevo hogar tras la celebración de la boda, mientras me quito el vestido de novia y me coloco un camisón de satén blanco con transparencias, Javier se ha tumbado en la cama y se ha quedado dormido. Con pesadum bre recorro la casa, sin chimenea, sin fotos familiares, sin ilusiones, no es un hogar. Reviso mi agenda, podía haber esco gido a Alejandro o tal vez a Manuel.
¡Todo tiene solución menos la muerte! ¡O tal vez esta es la solución! Aún tengo algo de cianuro le sorprenderé con un buen desayuno.
NO ME ENGAÑAS
Esperando que más pronto que tarde dejes de llorar por él. Lo intentas disimular pe lando cebollas, viendo películas y series dramáticas en Netflix, justificas tus lágrimas con las trágicas noticias sobre las víctimas del Covid, la premenopausia...Pero no me engañas, él

te servía de excusa para no quedarte a solas conmigo, rechazar mis abrazos. No sabes lo feliz que es en la finca del cam po. Y tú llorando, como si se te hubiese ido el alma ¿No tienes bastante con tu marido? Déjale trotar a sus anchas.
NO SE ESCAPARÁ
Dígale agente que la quise mucho, dígaselo a menudo para que no me olvide. Cuando la conocí me pareció singular: esos dos luceritos llenos de viveza y mirada fija, ese tupé que le confiere personalidad propia. Siempre esperaba de mí una cari cia fugaz. No la deje siempre tras los barrotes, tenga plena confianza en que no escapará. Búsquele una casita de cartón y unos trocitos de paja y Bolita de nieve construirá su hogar.
PERCANCE
No paran de preguntar por mí, me hago invisible escondida bajo una máquina antigua de coser. Mi hermana gemela sufre el en fado de mi abuelo.
¡A ver! ¿Qué culpa tuve yo?
Hice lo que me enseñaron golpear dos veces con los nudillos en la puerta del baño antes de entrar. No contaba con que se desplomase el cristal y pillar a mi yayo desnudo con un pimiento asado entre las piernas.
PLANES
El día que una ola salte más de lo convenido, es decir, de lo sensato, yo me colaré travieso en su juego de espuma y aire, me dejaré elevar y cuando esté subido en su cresta tenderé mis manos hacia el cielo. Luego, él, mi padre, me sostendrá, no me dejará caer. Solo entonces dejaré de temer a las que queden por llegar.

Su esposa se estremeció al leer esta nota escrita por Álvaro. En ese momento, Él viajaba en su automóvil de Sevilla a Portugal buscando la playa de Nazaret. Lo último que sabemos es que dos gendarmes lo detuvieron por sal tarse las medidas anti covid, en calzoncillos y con una tabla de la plan cha intentando surfear.
PREDICCIONES

—Mis cálculos son falsos, pero me aproximo mucho a la verdad. Yo podría desvelaros todo lo que ocurrirá con el corona virus; sin embargo ya sé que no me creeríais.
—¡Ah, perdón! No me he presentado. Soy Casandra y Apolo despechado me concedió el poder de hacer prediccio nes junto al castigo de no ser creída.
—Ya sé, la culpa la tuve yo, le prometí mi flor más preciada a cambio del don, después me dio asquito su promiscui dad tan indecente.
—¡Casandra, deja la Tablet, le toca a tu compañero de habitación mantener la videoconferencia con sus familiares!
SIN PALABRAS
A quién no entiendo es a él a causa de su disfonía, aunque tengo que admitir que yo sufro de hipoacusia moderada. A ambos nos gustan las noches de silencio, aquellas en las que sobran las palabras.
SINCERIDAD

Su marido era insufrible: deshonesto, fanfarrón, infiel y cabezota en grado extremo, tanto que si decía que habían caí do las torres de Babel, aunque la evidencia lo contradecía, por no escucharlo decíamos que sí. Ester, mi amiga, se des ahogaba conmigo un día sí y el otro también:
—Si tuviera medios económicos, un trabajo lo dejaba, lo odio.
Ocurrió que murió de un infarto en una reunión de la comunidad de vecinos.
En el tanatorio la vi muy afligida representando su pa pel de viuda desconsolada, me acerqué y le susurré unas palabras al oído, su gesto fue de enojo, pero solo le dije lo que se podría esperar:
—Tenemos que tomarnos juntos unos chupitos para celebrarlo.
LA HIJA DEL MOLINERO
Lo había perdido todo, ahora caía de bruces en las fauces de esta bestia negra que lo estaba devorando. Lo único que le quedaba era un viejo molino en desuso, que había servido a sus antepasados para almacenar los aperos de labranza. Tro pezó con una hoz, después con los lienzos de tela, llenos de polvo y descuido. ¡Joder! Se tumbó sobre un desvencijado jergón y se durmió acunado por la desesperanza. Despertó al escuchar unos golpes, ya era de mañana.
—¡Juanino, Juanino! ¡Ábreme! ¡Que aquí te traigo el mulo que tu padre dejó prestado al mío!
—No tengo noticias de ello —respondió a la morena de Julio Romero de Torres que le dejó casi sin palabras y que decía ser su prima.
—Soy la hija del molinero, tu tito Manuel —Juan se quedó pensativo, pero no quiso indagar, lo conquistó su des envoltura, simpatía y belleza.
Todas las mañanas Teresa lo visitaba, le ayudó a vaciar el viejo molino, a limpiar la tolva, las piedras de molienda, las telas de los palos estaban rotas e incompletas, así que decidieron dejarlos desnudos, sin hacienda ni fanegas poco trigo iba a moler ya. En unas semanas el molino era todo un museo de aperos de labranza y antiguos útiles de molinero.
—Ahora, Juan, te vas a la entrada del pueblo con tu borrico con sus aderezos a la vieja usanza y conquistas a al gún foráneo, le das un paseo por las callejuelas hasta llegar al camino de las quebradas desde el que podrán contemplar la laguna de la Janda, las marismas de Barbate y hasta el parque de los Alcornocales. Así lo hizo Juanino llevado por sus consejos, al principio algo indeciso y taciturno; pero pronto le volvió el ánimo y nuevos proyectos.

Mientras tanto Teresa llenó el entorno del molino con bellos tiestos de colores con sus lunares blancos, sus gitani llas y geranios.
Juan se unió a una asociación en defensa de los burros que le proveyó de varias monturas, llegó a un acuerdo con el Ayuntamiento y su actividad fue ligada a las fiestas del pueblo, presumía orgulloso de su Vejer y contaba sus leyendas, entre ellas la de la joven Teresa hija del antiguo molinero que le libró de ser devorado por la bestia negra y le devolvió la ilusión por la vida. Los vecinos del pueblo por su parte elo
giaban la recuperación del molino y lo bonito que había dejado Juan el entorno del parque del Viento.
NUEVA VERSIÓN DE LA CENICIENTA

Al príncipe le costó elegir una candidata al trono. Sus padres casi temían que saliera del armario. Tras la fiesta multitudinaria que se convocó en pa lacio, ya no estuvieron muy conformes que hubiese escogido a la pobre Cenicienta, entre las candidatas para ellos idóneas se en contraban las hermanas Koplowitz, Eugenia Martínez de Irujo y hasta Tamara Falcó.
Así que la elección del principito no fue para nada de su agrado. Lo único positivo era que por fin habían conseguido casar al niño. Cenicienta por su parte tampoco encontró aquel panorama ideal, con el que había fantaseado durante su corto noviazgo: descubrió que el príncipe era rico porque su padre ya había hecho todo el trabajo sucio: comisiones por obras, blanqueo de dinero negro, millones ocultos en Suiza…
En palacio era difícil tener un momento de intimidad con tanta compañía: ama de llaves, mayordomo, cocineros, secretaria, chófer, jardinero y las doncellas de dormitorio para hacer o deshacer la cama.
La princesa pasaba todo el día estudiando protocolo, mientras el príncipe se iba Mallorca a dar paseos en su yate o a esquiar a Baqueira. Lo único que la salvó de caer en la mono tonía y el aburrimiento fue descubrir la biblioteca de palacio, tras mandar quitar las telarañas que cubrían los volúmenes más preciados ( Ilíada, Odisea, El Quijote) y releerlos con interés, creó su propia tertulia literaria en palacio con invitados de la talla de Muñoz Molina, Pérez Reverte, Juan José Millás, Rafael Chirbes.
Se rumorea que últimamente también recibe a jóvenes escritores para darles una oportunidad y que muchas de esas charlas han terminado en la alcoba. Pero son malas lenguas que quieren tumbar la monarquía. También se comenta que pronto verá la luz su primer libro de cuentos, entre ellos una nueva versión de la Cenicienta que dará mucho que hablar.
HERENCIA FAMILIAR
De mi familia solo heredé dos cosas: mi nombre, Paz, y mi insomnio crónico. Por las noches en mis desvelos escribo. Ten go un cuaderno de un color diferente para cada día de la semana, hoy martes toca el naranja. Escribiendo me relajo, hasta que comienza la invasión nocturna de hormigas, mosqui tos, cucarachas, pececillos de plata...
Los pateo, les doy manotazos sin parar, esta lucha in cesante me ha dejado secuelas en el manguito rotador del hombro derecho.
En el trabajo me abrieron un expe diente sancionador por agresión a un compañero, exageraciones, pretendía matar un mosquito posado en su pelo, buscando una cura para mi insomnio y escapar de mi obsesión por los bichos comencé a practicar ejercicios de yoga y meditación. Hice avances increíbles gracias a mi tenacidad y mi capacidad de abstracción. En un mes ya estaba preparada para realizar el yoga nidra, es decir, los sueños lúcidos.
Una vez que relajaba mi cuerpo y perdía la consciencia de él me embargaba un temblor casi eléctrico. Entonces, mi yo espiritual contemplaba desde arriba mi cuerpo tendido sobre la cama con todo lujo de detalles: la curva respingona de mi nariz, mis largos cabellos desordenados sobre la al-

mohada, mi silueta bajo la colcha bordada. La experiencia solía durar cinco minutos, pero era muy intensa.
Decidí compartir mi sabiduría espiritual con un compañero de clase de yoga, resultamos ser dos almas gemelas, en la cama nuestros chakras se alineaban y nuestras aureolas relucían en la oscuridad de la noche como el más bello de los arcoiris. Pero nació en mí el anhelo de sus caricias, aun sa biendo que él era asexuado.
Una noche tuve una experiencia extracorpórea que me dejó petrificada de miedo, alguien se recostaba sobre mí, en mi rostro sentí su aliento entrecortado y el roce de sus cabellos, se agitaba con movimientos ondulantes, primero casi imperceptibles, después más rápidos, quise moverme más fue inútil. Mi compañero, junto a mí, continuaba durmiendo. Con mucho esfuerzo giré levemente la cabeza y descubrí aterro rizada que era una mujer y esa mujer era yo, columpiaba mi cuerpo pegado al de Robert, éramos uno en un balanceo sensual excitante. Desperté de mi sueño lúcido avergonzada. Esa mañana desayunando observaba a Robert mientras bebía su café queriendo descubrir algo diferente en él; pero no ad vertí nada.
A raíz de esa experiencia cambié la práctica de los sueños lúcidos por las asanas y a Robert por el profesor de yoga, que no puso inconveniente en ensayar las posturas conmigo más de una noche
PROBLEMA DE OLFATO
Tengo la horrible tendencia a fantasear con lo que va a pa sar. Eso me lleva a sufrir de ansiedad; mi psicóloga me ha ex plicado que puedo superar mi temor compartiéndolo con los demás. Así pues, allá voy:
La hiperosmia me llevó a mi primer divorcio. En mi familia es algo genético, mis padres son famosos perfumistas, yo también trabajo en el sector; pero desarrollando productos de baño y cosméticos. a pesar de tener a mano geles y perfumes en casa, Alfred, distímico por naturaleza, cayó en una prolongada depresión que lo llevó a abandonar su cuidado personal, reacio a seguir cualquier tipo de medicación o visitar a psiquiatras o psicólogos, con total pasividad me decía:
—Habrá que dejarlo pasar.
Yo tuve que evitar compartir los espacios comunes, in cluso el dormitorio principal. Le pusimos punto y final a los contactos íntimos, yo por mis continuas migrañas, debidas a la sobredosis de olor, él por falta de motivación.

Así pasamos dos terribles años que me desolaron el corazón, más que suficientes para querer terminar con esa tortuosa relación, agravada aún más por su adicción a fumar de forma compulsiva dentro de casa.
Pero el destino puede sorprenderte con magia y color. y eso fue lo que Julio aportó a mi vida. Después de un año de intentar recomponerme y aceptar la soledad, apareció y me conquistó con su facilidad de palabra, su educación y princi palmente, su olor. Nos presentó un amigo en común y desde el primer instante su aroma me provocó continuas fantasías eróticas. el sentimiento era mutuo, así que iniciamos una vida en común sin dilación, todo iba sobre ruedas hasta que llegó el Covid 19.
Mañana sale del hospital, le ha llevado un mes superar el vi rus; pero le ha quedado una secuela que puede poner término a nuestra hermosa relación, se trata de la anosmia, ha perdi do por completo el olfato.
No podrá volver a disfrutar del olor a café recién hecho, a pan tostado, a humedad en los días nublados. Y, aún peor, de nuestros baños de sales perfumados, las cenas en la terraza a la luz de las velas, envueltos en el relajante abrazo de la dama de noche. No podremos jugar a percibir olores en el viento: a setas en el bosque, a algas y sal en la playa, pero lo que realmente me preocupa es que descuide su olor corpo ral.
—¡No te preocupes!
—¿Quién eres?
—Soy una de tus lectoras, tu escrito me ha llegado al corazón, yo viví una experiencia similar.
—¿Me aceptas un consejo?
—¡Claro! ¡Por supuesto!
—No quieras encontrar un puente a toda prisa para cruzar al otro lado, constrúyelo con paciencia, poco a poco, y todo irá bien.
—¡No te entiendo!
—Es un símil, lo que te quiero contar es que Julio ha perdido el olfato; pero no la memoria. Los olores no podrán recuperar sus recuerdos; Pero estos le darán la capacidad de recordarlos.
—¡Es verdad!
—Además, puede ser ventajoso para ti que se ocupe de tirar la basura, de limpiar la nevera y de aquellos otros quehaceres que te resulten olfativamente tormentosos.
—Tú, a cambio, puedes hacer de Lazarilla olfativa y ayudarle a relacionar los olores con otros sentidos, por ejemplo: el limón con la frescura del verano, las ensaladas; el chocolate con la pasión, las caricias ¡Llénale el cuerpo de chocolate y cómetelo!
—¡Realmente me estás animando gracias! ¡Bajo al súper por chocolate y velas! ¡Me pongo en acción!
— ¡Ah! ¿Cómo te llamas? —Rocío —¡Cómo yo!
Rocío se levantó y apagó el ordenador con tanta prisa que se olvidó darle a publicar.
RENOIR, SU GRAN OBRA
Y, por fin, lo había logrado, allí estaba en el paraíso de la bohemia parisina, Montmartre, pintando su gran obra, Bal au moulin de la Galette (baile en el molino de la Galette).

El ser obstinado y su clara vocación le habían ayudado, así como vender, de vez en cuando, algunos de sus cuadros.
—Sí —pensó—. Ha sido una buena decisión alquilar este taller al lado del Moulin.
Sonrío al recordar los momentos de complicidad que podía compartir con sus amigos, como el transporte de la inmensa tela hasta el recinto, a pleno aire, del famoso local y el traslado, nuevamente a su taller. Aquello se asemejaba a una pequeña procesión.
En sus recuerdos se difuminaba su imagen de adoles cente pintando ramilletes de flores en la cerámica, tratando de contribuir a la escasa economía familiar.
Ahora, había encontrado su lugar, su ambiente, lleno de vulgaridad, pero precisamente eso era lo que buscaba. Los domingos y festivos, al atardecer, asistía al baile desde las gradas y se concentraba en analizar y atrapar la luz que pasaba a través de los árboles, su reflejo en las ropas y las sombras, que en diferentes tonalidades de malva, recorrían la escena.
Se afanaba en retener el efecto de bullicio, recurriendo a mezclar distintas perspectivas: elevada, frontal, late ral… Iba ordenando las figuras en espacios más abiertos, bailando en el jardín o más cerrados, sentados alrededor de una mesa o en bancos bajo los árboles.
En su lienzo quería captarlo todo: la luz, la atmósfera. Y a todos: artistas, obreros, muchachas, la orquesta. Los re cogía con sus pequeñas pinceladas, insuflando a su obra su propio entusiasmo, sus impresiones, como una alegoría de su feliz vida bohemia.
LA PRUEBA
Sobre la figura de lady Di planean aún hoy día numerosas incógnitas, que se van desvelando poco a poco. Como lo que sucedió en su primera noche en el Palacio de Buckingham. La reina Isabel II dispuso que fuese sometida a la clásica prueba del guisante colocado bajo un montón de colchones. Esa noche, la entonces aspirante a princesa trepó con dificultad hasta alcanzar el vigésimo colchón, casi se asfixia sepultada bajo otros tantos edredo nes. Ella a sus diecinueve años la consideró una broma divertida ingeniada por el Príncipe de Gales, la doncella que le pre guntó por la mañana qué tal había dormido, ante sus palabras:

—Terriblemente mal —pensó—.Es una auténtica Prin cesa. Pero ¿Acaso se podría esperar otra respuesta? La Reina constató que era fácilmente manejable.
¡QUEDÁOS EN CASA!
No soy ninguna heroína, e incluso puedo llegar a ser algo neu rótica, hipocondríaca debido a la ansiedad. Cuando llego a
casa después de doce horas ininterrumpidas de trabajo me descalzo y desnudo en el garaje, me lavo frotándome varias veces con intensidad en el pequeño lavabo del aseo del sótano, me tumbo sobre el viejo sofá cama, que ahora forma parte de mi refugio, cuando ya lo iba a desechar. En él tum bada lloro hasta desahogar toda esta presión que me oprime. Tengo seria dificultad para desconectar, asimilar lo que está ocurriendo, me aterroriza ser víctima de un posible contagio y de infectar a mis padres de los que procuro estar distanciada en es tos momentos.
A veces, telefoneo a una psicóloga de mi equipo que me sabe tranquilizar, recargo un poco las pilas para poder continuar.
Cuando llego a cubrir mi puesto en la UCI del hospital de Getafe sufro una auténtica “metamorfosis personal,” me coloco el EPI completo y me toca sedar, intubar a pacientes que llegan agotados, nerviosos, con fuertes golpes de tos, neumonías graves y esperar con paciencia a que se adapten al respirador, entonces ya no soy Paula “la neurótica”, sustituyo el miedo,la inseguridad por el coraje y la decisión. Ser enfermera es mi vocación, de pequeña ya jugaba a hacer curas a mis muñecas, me siento bien cuidando a otras personas; pero no me ilusiona llegar a ser una mártir de esta tremenda catástrofe.
Además, me llena de enfadado el pensar que si en un principio no se hubiesen minimizado los efectos de esta atroz enfermedad provocada por el covid19 comparándolos con una gripe, si el gobierno hubiese anunciado el estado de alarma desde que se conoció el primer caso en la Gomera o si hubiese hecho acopio del suficiente material sanitario se hu biesen salvados muchas vidas.

Cada vez que escucho cifras y porcentajes yo veo a mis pacientes que sufren o mueren en soledad.
Pero en tiempos difíciles la unión hace la fuerza y hemos de impulsar valores como el apoyo, la solidaridad. Y los veo cre cer día a día entre mis compañeros, en esta sociedad. Ejem plo de ello son la multitud de emails enviados al hospital cargados de palabras de ánimo, las comidas preparadas que al gunos bares y restaurantes nos hacen llegar, los aplausos a las ocho y los que les damos a nuestros pacientes cuando escapan de esta enfermedad.
Entonces es la alegría, el orgullo, la emoción los que me llenan el alma y dan sentido a esta tremenda batalla.
Así que por favor ¡Por nosotros, que nos vemos des bordados, y por vosotros quedaos en casa!
ROSALÍA
Era habitual la discusión sobre el mismo tema con su madre, corrió a su cuarto, había llegado a tal punto de irritación que prefirió aislarse a continuar y desembocar en una tormenta dialéctica sin salida.
—Eres una obstinada, obstinada, Rosalía. Sus palabras aún retumbaban en su cabeza.
Anita no quería entender que ella no era como María Teresa y Paquita. Ellas disfrutaban siendo cortejadas por sus respectivos novios Primitivo y Esteban, repartían su tiempo entre el bordado de mantelerías para su ajuar, la mú sica y el canto.
Ella escapaba tras las clases de piano a buscar a su tío Sebastián, médico forense, implorando su ayuda:
—Yo quiero trabajar ¿Podría venir y ayudarte en la consulta?
—Ya veremos.
Los nervios se la estaban comiendo por dentro, no cejaría en su empeño. El germen de su determinación, aparte de venir de fábrica impreso en su carácter acti vo y desenvuelto, había aflorado de mano de los acontecimientos vividos un otoño aciago de 1918, que la marcaron para siem pre. Su familia vivía en Chiclana, al final de la calle Espartero en una gran casa con doble balconada a la Plaza Mayor. Desde allí oían resonar la campana del Arquillo del reloj en su toque quejumbroso y fúnebre.
—Otro día triste Anita, no encontramos mano de obra para trabajar las viñas, los brotes se los comerán las malas hierbas.

—El que no ha caído con la gripe tiene mucho miedo de cogerla.
—¡Déjalo Juan! Con la renta que nos dan las casas podemos salir adelante.
Ana Guerrero vio cómo sus temores se cumplían. Una mañana de septiembre Juan González se quedó postrado en su cama sin poder echar el paso. Un dolor intenso en el lado inferior derecho del abdomen lo estaba martirizando, la fiebre le subía a pesar de los paños fríos.
—Me muero, acerca a la puerta a los niños que quiero verlos.
Desde la puerta a Rosalía se le quedó grabada la ima gen de dolor y la palidez de su rostro.
Llegaron a prestarle auxilio Sebastián y otros compa ñeros médicos, pero la muerte jugó con ventaja y a las vein ticuatro horas yacía muerto.
Consumida por la tristeza y por el peso de la responsa bilidad Ana tuvo que sacar fuerzas de flaqueza, mandó que-
mar toda la ropa usada por Juan, limpiar a fondo la casa. Acompañó al féretro, junto a su suegra, al cementerio donde, sin pasar por la iglesia, recibiría sepultura en el panteón familiar.
Un dolor agudo la penetraba.
¡Qué despedida más triste y solitaria para un hombre que significaba tanto y dejaba tal vacío!
Fueron meses de epidemia duros, con el cierre de escuelas, creación de lazaretos, prohibición de visitar a los enfermos o de asistir a las iglesias. La crisis económica, ya rei nante, se fue recrudeciendo con subidas del precio de alimentos básicos como el pan o la carne.
La epidemia duró un largo año, lo mismo que el duelo de los González Guerrero.
Rosalía y sus hermanos habían, por entonces, recupe rado su rutina de clases en el colegio del Niño Jesús, excepto Paquita que a sus dieciocho meses era cuidada por su tata y su madre. Esta, aparte del gobierno de la casa, se encarga ba de la contabilidad de las ganancias de las viviendas y terrenos arrendados, de su participación en las bodegas Gue rrero se encargaba Sebastián.
Rosalía comprendió pronto que su padre no volvería, el dolor no la atemorizó. El tiempo le fue dando mayor concien cia y su afán de aprender a ser útil la empujaba como un mecanismo motor.
Su hermano José María iba a comenzar los estudios en la escuela profesional de comercio en Cádiz y ella llevaba varios años haciéndole propuestas a su madre que eran recha zadas. Con dieciocho años no se resignaba a no poder traba jar. Ayudar a llevar la contabilidad de la casa era del todo insuficiente. Sobre su cama se movía agitada por la indigna ción.
Oyó unos pasos aproximándose a su cuarto.
—¡Déjame tranquila mamá!
Se entreabrió la puerta y él asomó el rostro.
—¡El lunes te espero, no me falles!
Sus ojos negros relucieron empañados en su claro ros tro, saltó al cuello de su tío y le estampó dos sonoros besos.
—¡Cuidado que me tiras grandullona!
—¡ Anda vamos a contárselo a tu madre! ¡Pero eso está hecho!
Ya en la mente de Rosalía comenzaban a bullir múlti ples proyectos.
UN SUCESO INESPERADO
El Nacimiento de Jesús es un evento importante que se repite todos los años, ha quedado atrapado en el tiempo. Nadie esperaba lo que había de ocurrir en el 2020.

—¿Dónde está la estrella romera? —gritó un pastorcillo mirando fijamente al cielo—. ¿A dónde iré sin luz que me guíe?
Buscó una escalera para subir muy alto, muy alto al cielo, más no la encontró. ¿Se la llevaría un pájaro en su pico o tal vez un pez volador?
Mientras, los Reyes de Oriente muy ocupados trabajando en publicidad, aún no la habían echado de menos. De sabiduría andaban tan sobrados, que decidieron combinar la navegación estelar con otros quehaceres como los de anunciar turrones, una tarea muy sabrosa en todos los senti dos; pero que los había distraído a última hora. Melchor, el más maduro de los tres, comentó a los otros dos sabios:
—Ya sé que desde hace años, no hemos necesitado la guía de la estrella, pues conocemos la trayectoria que nos lleva al Mesías. Pero esta noche, ¿no echáis de menos su luz?
—Sí —contestaron Gaspar y Baltasar al unísono. Y pac taron buscar una solución.

Mientras hacían sus cábalas y planes el ángel del pesebre había volado y golpeaba en la puerta del cielo a pregun tar por ella a Dios. San Pedro le abrió y lo acompañó a la fábrica del Señor, allí estaba rodeado de estrellas que iluminaban su tarea, pero ninguna de ellas era la de Belén.
Tras mucho observar con sus telescopios mágicos la cúpula sin la estrella errante, hicieron balance de la situa ción.
Construyeron una nave, en ella dieron alcance a la estrella que permanecía sumida en una gran desesperación al verse atrapada en la basura espacial, un obsoleto satélite artificial.
Una vez rescatada, la Navidad volvió a ser lo que era, salvo por un extraño virus que les obligó a llevar mascarillas.
SIN PERDER UN MINUTO Se sobresaltó al escuchar el sonido de la sirena anti okupa, quiso salir de ese chalet semirruinoso; pero unos enormes ta llos se enredaban en sus piernas. Dando manotazos a diestro y siniestro apartó el edredón y tiró el despertador de la mesilla.
—¡Vaya noche!¡Qué mal he descansado!
A Esther sin embargo, solo le bastaron varios segundos para salir de ese sopor incómodo.
Un flash instantáneo le hizo abrir los ojos y contemplar su ropa desmayada sobre la silla.
Tras una ducha rápida ya era persona.
Miró el reloj y los pasos que iban dando las manecillas le alentaron.
—¡Venga! ¡Ánimo!
Con rapidez se sumergió en su nueva rutina tarareando:
—IloveItwhenyoucallme señorita no dedicaría ni un minuto más de su pensamiento a su jefe, ni a su injusto despido.
Se afanó en dar el desayuno a su hijo y preparar su mochila. Al abrir la puerta de la calle le sorprendió el gris mortecino del cielo y el txirimiri al trasluz de la farola.
—¡Ven, cariño!
Apretó a Víctor contra sí, resguardados de la lluvia bajo un mismo paraguas.
Cumplido su deber como madre volvió a mirar el reloj.
—No, no puedo perder ni un minuto.
Pisaba fuerte esquivando charcos. Primero atendió las gestiones bancarias, después las compras en el mercado, fue a la peluquería.
—¿Estaré lista antes de las once?
No se durmió mientras Lourdes le masajeaba el cabe llo, jugaba nerviosa con los pendientes que se había quitado.
A las once, ya en casa, no recibió su llamada de teléfono como esperaba.
Sonó el timbre, abrió la puerta y se sorprendió a sí misma preguntándole:
—¿Te puedo dar un beso?
Martín se desprendió de sus inseguridades y recelos y los dos de las prendas de ropa que marcaban el camino al dormitorio.
PLAZA DE LOS PESCAÍTOS

Cruzo la puerta de la Villa y te descubro frente al Ayuntamiento, iluminada bajo el astro luz, tan llena de color y vida. Sobre la balaustrada, descanso en el balcón de bugan villas.
Y pienso en lo que fuiste, ruedo de sangre y algarabía, de embestidas de astas y lances de capotes.
Mediado el siglo veinte se levantó en tu centro esta belleza de fuente de cerámica artesanal sevillana que cambió el rojo de la muerte por el amarillo y verde que luce brillante, sembrado de motivos florales. Unas ranitas con sus bocas abiertas la bañan y en sus aguas juegan pescaítos de colores. Se elevan hacia el cielo sus columnas y brazos de luz, que te acunan en las noches, más es el murmullo de voces el que te duerme pues naciste para estar acompañada. Y así te recuerdo o tal vez te sueño: un grupo de niños conducidos por sus profesores se pasean disfrazados, otro día vuelven los mismos u otros a desfilar en procesión con Jesús o la virgen coronada, baila la gente del pueblo y canta el grupo Ke tama o un cuadro flamenco dibuja alas de mariposas mientras el taconeo hace vi brar el aire, el pregón en la Velada, el nombramiento de las cobijadas, la despedida del verano con la celebración de San Juan y los toros de fuego, la íntima noche de las velas de silencio amable, alfom bra de luz tenue y acordes de piano inflamando las almas. Tras las fiestas la calma, más no falta el movimiento en la plaza, los vecinos a diario se sientan en derredor en sus ban-
cos a tomar el sol, los niños trepan al borde de la fuente y en equilibrio se pasean sobre él o corren a los kioscos aledaños a comprar helados o chuches, el reloj del Ayuntamiento nos recuerda que existe el tiempo y yo me pierdo en él y sigo contemplando la plaza de los pescaítos.
VERLAINE

Confinado en una cárcel en Bruselas, un avejentado poeta se dispone a escribir. Sobre el tablero que hace de escritorio unos folios esparcidos y una Biblia. Una lágrima le surca el rostro, se siente avergonzado por haberse encontrado prisionero de sus pasiones, cuando en ellas buscaba la libertad. Ahora, encarcelado cree que encontrará la paz en la fe que pondrá, al fin, freno a sus deseos prohibidos.
Escribe un primer verso: “Los ojos perdidos en los ojos amados”. Y llora, sin poder evitarlo, evocando en su mente el pasado: Parece que fue ayer cuando salí de casa advir tiéndole a mi esposa que ese día los del círculo literario nos reuniríamos en casa a comer y comentar nuestras poesías, como otras veces. Pero cuando en la estación bajaste del tren ya sabía que no sería como las otras. Tu figura esbelta, tu pelo castaño alborotado y esos ojos azules cenicientos me llegaron al alma.
Traías una pequeña maleta con dos mudas y una libreta con tus versos. Mientras comíamos y bebíamos mis amigos los comentaban, te hacían preguntas sobre tal o cuál término empleado, deslumbrados por lo innovador de tus escritos y tú desviabas la atención hacia mí, que me sentía felizmente halagado. Te invité a quedarte en casa ese día y tu estancia se prolongó a tres semanas. Nuestras largas caminatas por
París conversando entre roces y miradas nos llevaron a disfrutar de nuestro amor en la intimidad, a convertirnos en discretos amantes.
“Huir”, “Huir” se tornó en palabra recurrente en nues tras mentes.
“Era inevitable que yo escapase con un muchacho tan atractivo” que en su juventud me hacía sentir nuevamente joven, sin ataduras de mujer e hijo. Nos trasladamos a vivir juntos, sin tapujos, primero a Inglaterra, después a Bruselas.
Pero nuestro amor no iba a ser fácil, caímos en una “aventura erótica turbulenta”, frecuentábamos los bares y ebrios de absenta, tabaco y hachís llegaban nuestras horas más violentas, de gritos, celos, palabras groseras hasta ter minar martirizados; pero perdonándolo todo entre besos y caricias.
“Solo viviendo para ti”.
Hasta que llegaron las noches de desvelos, de insomnios, los remordimientos, me sentía pecador, hundido moral mente.
Te dejé en un intento de recuperar a mi mujer y mi hijo, volver a mi anterior vida; pero ella ya había iniciado los trámites de separación y avergonzada por mi homosexualidad se negó a recibirme.
Me enviaste una carta rogando mi regreso. Recuerdo ese paseo por las calles de Bruselas “Como una extraña pareja”, cargados los dos de absenta, me repetías una y otra vez que me marchara, que no querías nada de mí, te grité con energía que por qué me habías hecho volver, del bolsillo de la americana saqué una pequeña arma cargada con cuatro balas y disparé dos, sin mirar, sin certeza dónde, pues ya corrías por la vasta calzada, invadido por el miedo.
Casualmente, un agente de policía presenció todo el suceso y fui conducido a un despacho de comisaría.
Ahora, aquí en mi encierro, me quedan estos funestos recuerdos, mis versos y esta Biblia, en un intento de reconci liarme conmigo mismo y con mi Dios y evitar así el tormento de esta pasión prohibida.
DE VACACIONES
Vine a la Muela de Vejer a pasar unas vacaciones relajadas, olvidarme de exámenes, tras el EVAU, y del estallido de emociones que me había supuesto la separación de mis padres. Me prometí disfrutar de la soledad.

Una mañana, cuando, junto a la alberca, a la sombra del porche contemplaba el campo sinuoso que se perdía tras la línea del horizonte.
Escuché el traqueteo del viejo Volvo subiendo las cuestas empinadas y cuando me vine a dar cuenta ya mi pa dre me estaba presentando a Cristian. Un chico joven alto, esbelto, de caminar seguro. Me tendió la mano, en su rostro una sonrisa radiante, me turbó su profunda mirada.
El viento soplaba y le cosía la blanca blusa de lino a su cuerpo insinuando unos hombros anchos y un abdomen liso. Le ayudé a llevar el equipaje a su cuarto. Las palabras de mi padre quedaron suspendidas en un vago recuerdo.
“Se quedará en la habitación que hay junto a la tuya, compartiréis el mismo baño.”
“Enséñale la casa.” “Yo voy a Vejer a hacer unos reca dos.”
Tras dejar el equipaje en la habitación austera, pero con una amplia cama, lo conduje por el breve pasillo hasta la
cocina, mi mirada se perdía en el suelo rústico, mientras percibía su respiración tras mi espalda.
“Esta es, como ves, abierta al salón.”
La miró sin interés, giró su cabeza hacia la cristalera que descubría el jardín, salpicado de aromas y colores, con templó la alberca y la señaló.
“¿Puedo bañarme?”
“Sí, claro.” Le respondí con timidez.
A los diez minutos se sumergía en el agua fresca con un escueto traje de baño. Dejaba a la vista sus caderas bien marcadas, sus musculadas piernas. Me animó con un gesto de la mano a que lo acompañara. Dudé por un instante si salir co rriendo, tal era el grado de confusión que me invadía; pero contuve mis impulsos.
Dentro de la pequeña alberca, me avergonzó mi diálogo entrecortado, el temblor de mi cuerpo cuando se aproximó y me rozó con sus dedos el cuello con la excusa de retirarme una brizna de hierba.
“¿Tienes frío?” Me preguntó. Mi respuesta fue el silencio.
Al paso de los días mi tensión iba en aumento, por las noches mi almohada olía a él, llegué a sospechar que la impregnaba con gotas de su perfume. Al ir a ducharme me abría la puerta del baño, dejaba resbalar la toalla por sus caderas hasta quedar prendida en su pubis, sin dejarla caer del todo.
“Eres cobarde.” Me susurró una noche al oído. Y dejó la puerta de su cuarto entreabierta. Mi cuerpo ardía; pero fui incapaz de superar esa barrera que mi mente levantaba entre los dos.
Al día siguiente, durante la comida, apenas me miró, le comentó a mi padre que, en breve, emprendería un viaje por todos los pueblos costeros de Andalucía.
La noche previa a su partida me invitó a cenar en Ve jer, en el Jardín del Califa. Una cena romántica entre palme ras escuchando el murmullo del agua. Después bailamos en la plaza de España, donde un grupo tocaba música ochentera. Me sorprendió el ritmo con el que se movía, yo también me solté a mover las caderas. Volvimos a casa casi al amanecer, y antes de entrar, en el umbral, aproximó su rostro al mío, sentí sus labios cálidos y suaves besándome, primero lentamente, después con ansiedad. Yo cerré los ojos, mis labios desplegaron sus alas y se dejaron llevar por la misma ansia y mayor pasión.
Terminamos en su cama. El sol subía ya en el horizonte y sus rayos descubrían la desnudez de nuestros cuerpos, escapé del pudor que me atrapaba. Besar, morder, recorrer con las tibias lenguas nuestros cuellos, las respiraciones en trecortadas, la excitación “in crescendo.” Sus manos que se prendían donde estallan mis deseos.
Me hizo prometerle que lo acompañaría en su viaje, no sabía cómo abordar el tema con mi padre. Pero cuando se lo comenté esa tarde no mostró ninguna sorpresa, es más, me animó a que disfrutara de mi sexualidad en libertad, sin temores, lo que él no había hecho.
“Daniel” me dijo: “sé tú mismo.”
Sentí su complicidad, respiré aliviado, era yo el que tenía que ir aceptando mi identidad sexual. Emprendí con Cristian una aventura bastante interesante que ya te seguiré contando, querida amiga, en mis próximos emails. ¡Nos vemos pronto! Daniel.
VISITA A VEJER

A pesar de ser mediados de noviembre hacía un calor denso que apenas dejaba respirar. Desde la venta de los olivos miré el camino que subía. Después, entablé conversación con uno de los camareros:
—¿A dónde va usted?
—A Vejer de la Frontera.
—¿Y a qué va usted a Vejer si se puede saber?
— A ver a mi madre.
—¡Se alegrará de verle hace muchos años que no viene nadie por aquí!
Subí la pendiente viendo de reojo las preciosas vistas de los campos frondosos. Dejé el coche en el parking de los Remedios.
En la puerta de una casa una señora me miraba con extrañeza:
—¡Buenas tardes! —me dijo.
—¿Dónde vive doña Leonor? —le pregunté.
—Allí, junto al paseo de la Corredera. —Me señaló mientras su voz se desvanecía al hablar.
Llamé al timbre, después en la cristalera del portón con los nudillos, sin resultado.
—¡Perdón! —Escuché la voz de un vecino a mis espaldas.
—Su madre estará a estas horas en la capilla del Salvador rezando el rosario.
Escuché las campanas de la iglesia:
—¡Din, don! ¡Din, don! ¡Din, don!
—¿Sabe? Todos rezamos por el perdón de los pecados y la resurrección de la carne.
En la puerta de la iglesia me faltó el aire para respirar. Ya dentro tardé unos minutos en acostumbrarme a ver en la penumbra. Una imagen etérea se aproximó a mí: —¡Hijo me siento triste de verte aquí! Pensé que te alegrarías al verme. ¿No te alegras de que haya venido ma dre?
Me acerqué a abrazarla y me sentí ligero, el peso del cansancio había desaparecido.
—Madre, ¡qué bien te veo! ¡No has envejecido! —Hijo, ¡tú tampoco cumplirás más! Dios te salve María, llena eres de gracia el Señor es contigo… Me uní a un coro de voces fantasmales.
UN VIAJE AL PERDÓN
Imad vio a su Córdoba con ojos de enamo rada, la descubrió distinta, más clara, más luminosa, sus jardines, patios y balcones más bellos de lo que recordaba. Escogió una pensión con vistas privilegiadas, ubicada en la margen izquierda del río Guadalquivir, desde la ventana de su habitación podía contemplar el puente romano, el río y, al fondo, imponente, la mezquita elevándose como fortaleza de la Fe. En su estóma go revoloteaban las mariposas, sintió apremio por volar y reencontrarse con su Aljama.
Tras un ligero desayuno, se encontró dejando atrás la Torre defensiva de la Calahorra, tomando aire para seguir con premura caminando. A esa hora temprana las calles esta ban desiertas, una leve brisa le acariciaba el rostro, semicu bierto por el hiyad. Cuando dejó atrás la puerta del puente, sintió el júbilo crecer en su interior, fruto de su esperanza. Allí estaba ante sus ojos con sus fachadas uniformes. Elevó

la vista y vio sus almenas dentadas, quiso dar un paseo por todo su perímetro, como ronda de amor, admirando una a una sus doce puertas, desde la de San Esteban a la del Perdón. Pero durante unos segundos su rostro se ensombreció. Al relacionar la Mezquita con el período de paz, prosperidad y máximo esplendor de la época califal, sintió arder su cuello, resbalar por él un líquido oscuro, viscoso, sus manos querien do detener la sangre que le brotaba a chorros, se sintió desfallecer. Varios turistas la miraron desconcertados, más pronto se repuso y en esos segundos vio el rostro indolente de Abderramán III, la fría hoja con la que la había decapitado el verdugo cumpliendo ciegamente las órdenes de su se ñor, se vio a sí misma inmovilizada por los eunucos, pidiendo clemencia; después se le iba la vida mientras las perlas de su collar iban cayendo. Otra vez ese remoto flash. Por eso ha bía venido a Córdoba a reencontrarse y, tal vez, perdonar.
Pasó al patio, se lavó discretamente con una botellita de agua, pues las pilas de las abluciones habían desaparecido, pasó al interior de la mezquita y se sintió envuelta en un recogimiento místico. El bosque de columnas, capiteles y dobles arcos bicolores, no detuvieron su paso firme, se dirigió a la quibla, se paró ante el mihrab, y allí comenzó su ritual de oraciones. Destellos de luz la iluminaban provenientes de los lucernarios de la Macsura y daban a su figura un aspecto angelical.
La paz invadió su alma, se disipó ese infinito rencor que generación tras generación habían heredado las mujeres de su familia, se acarició el vientre abultado —tú no lo senti rás— y se dispuso a recorrer el barrio de la judería, la calle de las flores, los patios más típicos de la ciudad, liviana, más enamorada si cabe de esa hermosa ciudad.
PATRICIA PÉREZ GÓMEZ

AMIGOS DE LA INFANCIA
Siempre como nuevos, resplandecientes, sin acusar ni un ápi ce el paso de los años. Así lucía sus cuatro dientes delanteros treinta años después. La majestuosa caída en la escalera de la universidad vino a mi mente en el preciso instante que lo tuve frente a mí y no pude evita reírme al recordar tan fatídico momento.
EL ASCENSOR
Ya estoy en casa. Le tengo dicho a mi mujer que no deje la puerta abierta, pero… ¿otra vez ha cambiado los muebles de sitio? Por cierto ¡qué bien huele! Habrá ido por comida para llevar, por que no cocina desde nuestro segundo aniversario. Por el pasillo, se asoma la silueta de una mujer con un camisón semitransparente… ¡oh, dios mío! ¡Es la vecina del piso de arriba y me está diciendo que vaya…! Mañana denunciaré a la comu nidad de vecinos porque el ascensor está bailando los pisos, pero hoy ya que estoy aquí…

MALDITA PI-ERNA INFERNAL
Se escucha ese “pi” infinito tan irracional y se pone aún más nerviosa. Empieza a sudar y ya no atina entre la marcha atrás y la primera. El examinador la mira sin pestañear y ella siente como le clava la mira da. De pasada lo mira por el espejo retrovisor, pensando que casi había terminado y en la última maniobra con la pierna en tensión pisa el acelerador sin controlarlo, con la marcha atrás metida y colisiona con el coche estacionado en línea. Evidentemente volvió la semana siguiente.

RENACER EN LA N-340
Me hace entrar en mi nuevo hogar. Estoy asustada y le aprieto la mano con fuerza. Un enorme pastor alemán mueve el rabo enérgicamente a la vez que ladra eufórico. Desde el fondo, viene corriendo hacia mí una niña pequeña con el cabello rubio y se cuelga de mis brazos. El camino desde el hospital ha sido largo y aunque no reconozco nada, siento que he llegado a casa.

REALIDAD SENIL
Le agradezco con otra sonrisa su mentira piadosa, mientras sube la camilla donde ha recogido a mi padre, en la ambulancia. Cinco minutos después de salir del parque, mi padre me vuelve a preguntar…pero señorita ¿seguro que es esta la nave para visitar Marte?
CLIMATOLOGÍA ADVERSA
Estas humedades que me están matando son causadas por un temporal enfermizo. Por cada grito, desde el techo cae sobre mi cabeza mil gotas de agua fría que amenazan con inundarme. Por cada desprecio, trepa por la cimentación cinco centímetros el nivel del agua del subsuelo, amenazando con ahogarme. Y por cada golpe, se infecta uno tras otro los ladrillos que componen los muros de este ho gar. Y después de denunciar varias veces estas humedades y no obtener solución, he tenido que limpiarlas con lejía en cada comida, hasta hacerlas desaparecer definitivamente.

AMPLIANDO HORIZONTES
Su incontrolable afición por los viajecitos interplanetarios había facilitado la construcción de su gran imperio turístico; más de 500 cabañas de madera en el centro de un inmenso desierto, al más puro estilo del Tabernas Alme riense en Marte. Una estación de esquí con hotel resort “todo incluido” réplica exacta de la Sierra Nevada Granadina, en Neptuno o el complejo de “actividades multi-aventuras” en Venus inspirados en los valles rocosos Antequeranos. Y así poco a poco toda la galaxia podría disfrutar de lo que los andaluces tenemos concentrado en un minúsculo trocito del planeta Tierra.
ABRACADABRA
No paran de preguntar por mí… ¡Pero si yo estoy aquí! ¿Juan no me ves? ¿Marta no me oyes? Ahora todos están preocupados pero aun viendo que la función estaba siendo caótica, dejaron que el mago me escogiera a mí.
FELICIDAD DEMOLIDA
No hay tiempo que perder, mamá sin dejar de llorar, corre de un lado para otro sacando de casa todo lo que encuentra a su paso. Mien tras papá, junto con los vecinos, están atrincherado en la puerta. Yo desde mi columpio los observo, feliz de no ir hoy al cole y fascinado al ver esa máquina gigantesca dándole un bocado a nuestro tejado.


CONDENADO EN LA TIERRA
Si los pájaros te miran extrañados, míralos tú a ellos. Están perplejos de las cosas que hacemos los de a pie, prisioneros
de nosotros mismos solo unos metros más abajo y quizás, es tán intentando explicarnos como se vive en el aire, como se vive siendo libre.
LEY DE LIBERTAD

Dígale, agente, que la quise mucho. Dígale, al juez y a toda la sala, que cuando llegó tras mi llamada yo estaba junto a ella, inmóvil. Sostenía su mano, que al igual que su cuerpo, no sen tía desde hacía más de 30 años. Dígale, que mis ojos aliquebrados se estaban ahogando en lágrimas y que por fin, reuní todo el valor que necesitaba para liberarla. Dígale también, que no me importa morir encarcelado sabiendo que la he podido rescatar de su cárcel personal.
AMNESIA
El próximo favor se lo pido a Santa Rita, aunque como es amiga de San Cucufato no creo que atienda a mis peticiones. Desde el desagradable inci dente en el que rápidamente encontré las lla ves y no me acordé de desatar el dichoso nu dito del trapo en meses, San Cucufato no quiere saber nada de mí.

PELICULÓN NOCTURNO
Se va a estrellar dije con coraje. Me levanté, miré la hora ¡Eran las cuatro! Con ímpetu iba clavando los pies descalzos en el suelo hasta llegar a la cocina, cogí el "flicka" y volví a mi habitación como en la última escena de Terminator 2 y apuntando directamente al dichoso mosquito apreté con satisfac ción… Sayonara Baby.
TIERRA TRÁGAME
Salió sigilosa a estirar las piernas, bue no… esa fue la excusa que utilizó para abandonar la sala. Se retiró de la puerta una distancia que creyó considerable y por fin relajada, dejó salir la flatulencia que llevaba estrangulando desde que co menzó la reunión hacía dos horas. Al en trar, sus compañeros la miraban de reojo apurados… Al parecer no había sido lo suficientemente lejos!

DILEMA DEL SIGLO XXI
Hay novelas donde el argumento se basa en un hecho real y también hechos reales que se inspiran en alguna novela. Así que no sé si hacerme novelista y aniquilar a la especie humana, con un virus mortífero originario de China o hacerme un retrato para el salón a lo Dorian Gray.
AMASANDO UN BUEN AMOR
Su marido era insufrible pero ella lo amaba con locura. Por él, dejó escapar un puesto de ejecutiva en una gran compañía multinacional. Por él, rechazó la vicepresidencia en la segunda empresa más importante del país. Por él, renunció al ser jefa de departamento en una petrolera rusa con sede en Madrid. Ahora, trabaja 9 horas al día en el su permercado de su barrio y él, es feliz. Ella también. El pana dero entre caricias y elogios, le ha devuelto la confianza en sí misma que había ido perdiendo durante todos estos años y juntos están preparando su nueva vida, lejos de él.


LOS TRES CERDITOS DEL SIGLO XXI
Mis vecinos, los tres cerditos, están otra vez de reformas. No es de extrañar, que con el temporal que está azotando al valle y con los materiales de mala calidad que utilizan por es tar sin recursos, salgan las maderas volando constantemente. Desde que tienen que vivir los tres juntos en casa del hermano mediano, parecen no levantar cabeza. Para colmo, el lobo descarado, está sentado en el balcón de la casa de ladrillos mofándose de ellos. Ya hace un año que es vecino nuestro y tal como está la ley para los ocupas “legales” lo tendremos de vecino algún tiempo más. ¡Ups! El horno está pitando, voy a sacar el pastel de manzana y llevárselo al lobo, que esta se mana me toca a mí. En la última asamblea de vecinos decidi mos que nos turnaríamos para que el lobo además de dormir calentito también lo haga con la tripita llena y así podamos dormir los demás también.
UN PASEO EN JUNIO DE 1856
Hoy les voy a contar mi historia. Soy Andrés Montesino De la Flor, descendiente de familia aristócrata venida a menos en el segundo tercio del siglo. Mi madre, una buena mujer, intento guardar la compostura ante la sociedad y disimular que estaba sin blanca. Tuvo que hacer algún servicio carnal para mantener el lugar que se negó a perder, sin darse cuenta que ya estaba perdido ha cia años. Dejé el colegio fingiendo que nos mudábamos por negocios familiares cuando realmente era por todos sabido que no podíamos pagar aquellas escuelas tan caras a las que mi madre hacia el paripé de inscribirme. Y de tal modo fue transcurriendo mi infancia hasta que ya en la adolescencia me desvinculé de tan aterradora forma de vivir,

aparentando ser quien no era. Pero claro, en mi ADN se reflejaba esa actitud de hipocresía que mi madre me había in culcado desde mi nacimiento y aunque no tenía ni oficio ni beneficio no estaba dispuesto a ser un simple operario de mano de obra. Así que dejé que el viento de levante me tra jera hasta donde las lenguas decían que era el lugar más especial y particular de toda la geografía ibérica, la Tacita de plata. Grandes comerciantes desembarcaban en su puerto diariamente, dotándola de esplendor económico y cultural y constituyendo uno de los puntos comerciales más importan tes de país. Con mis altos humos de señorito no me costó esfuerzo alguno codearme en los cafés literarios del momento con grandes figuras de la nobleza gaditana y aunque me hos pedaba en una fonda, cuando me preguntaban por mi localización rápidamente daba a conocer mi intención de adquirir un solar para la construcción de una casa palacete donde mi familia aún en la capital de España residiría habitualmente.
Un día paseando por los jardines de la alameda a la que acababan de nombrar Alameda Apodaca por un almirante de la armada llamado Juan Ruiz de Apodaca y Elisa, observé la belleza que había a mí alrededor y las maravillosas vistas ha cia la bahía gaditana que podía disfrutar desde ese lugar. En mi respiración profunda, me sentí vacío. Toda mi vida era una falsa y necesitaba sentirme libre. Seguí caminando. A mi paso se abría una calle de arena con jardines a ambos lados en forma de salones. El situado más abajo estaba limitado por asientos de mármol y respaldos de hierro, con dos hileras de árboles que daban forma a tres calles de paseo. En el otro salón pude apreciar cuatro semicírculos salientes que funcionaban como miradores hacia el mar y desde los que asomaban un pequeño jardín entre uno y otro ¡Cuanta belleza pensé! Frente a mí una pareja de Ficus centenarios atraían
toda mi atención ¿quién me va a querer como se quieren esta pareja de árboles, si estoy envuelto en una vida de mentira? Me estaba condenando a vivir en soledad. Llegué hasta a una antigua garita de vigilancia en una de las esquinas y me die ron ganas de saltar… pero no, yo no soy cobarde. Aún estaba a tiempo. Frente a la Alameda había una iglesia. Entré, recé y le pedí a La Virgen del Carmen, que complaciente me escu chaba, que me guiara en mi nuevo comenzar. Y aquí estoy despojado de mi peso y listo para servir.

UN POLICÍA PECULIAR
Eran las siete y treinta y cinco. Volvía a llegar tarde a la ofi cina. Aquel viejo despertador al que tenía tanto cariño desde mi época universitaria, no dejaba de darme disgustos. Me coloqué el traje del día anterior, me lavé la cara sin mirarme al espejo y salí de casa dando un portazo.
Me alegré de que ya no hiciera por las mañanas el frio invernal del mes anterior, así que mi coche, que es un poco más joven que mi despertador arranco sin tener que rezarle ni un padre nuestro.
Iba concentrado en la carretera. El tráfico según avanzaba la mañana era más concu rrido. Aceleraba y frenaba tantas veces que por un momento pensé que estaba en una atracción de feria…y en ese instante ¡STOP! Un policía con su mano levantada me dio el alto. Bajé mi ventanilla y con voz suave le dije:
—Buenos días agente, que se le ofrece. Mi sorpresa fue lo que me respondió:
—Buenos días caballero soy el agente trovador, y me he visto obligado a pararle, mi señor. Desde lejos he obser vado que venía sin dudar como un kamikaze hasta este lugar.
No me importa los motivos de tal loca actuación, y me temo que procede el meterle una sanción.
Atónito lo miraba fijamente y no sabía si reírme o contestar con la misma. Titubeé un poco, pero al no saber a qué me enfrentaba decidí contestar serio:
—Agente trovador, llego tarde al trabajo y aunque sé que voy a mucha velocidad, llevo la máxima precaución.
El policía replicó:
—Me parece muy honrado que me dé usted la razón, pero la multa se la lleva, doliéndome el corazón. Y si quiere nos tiramos debatiendo hasta las dos la imprudencia cometida de esta forma tan atroz. Así que, firme, 100 euros son y vaya usted con Dios.
Firmé la multa y continué hasta el trabajo sin terminar de creerme lo que había pasado.
LA LEYENDA DE LAS LUCES DE SANCTI PETRI
Cuenta la leyenda que allá por el año 1940 cerca del municipio de Chiclana de la Frontera, un pequeño poblado pesquero conocido con el nombre de Sancti Petri, en honor a San Pedro patrón de los pescadores, se encontraba en su momento de máximo esplendor atunero. A él llegaron pescadores y rederas de varios municipios del alrededor y durante todo el año o durante los meses de la almadraba vivían todos en este lugar. Uno de esos pescadores, Mariano García, procedente de Conil de la Frontera llegó a Sancti Petri con su mujer Amapola y sus dos jóvenes hijas, Rosa y Margarita. Mientras que el padre de familia como el resto de los hombres faenaba en el mar, las tres mujeres junto con las

mujeres e hijas de todos los pescadores vecinos se reunían en la nave principal del poblado para tejer las redes al son de cánticos y melodías típicas de Cádiz. Cuando los hombres llegaban y descargaban la mercancía, eran estas las que los atendían con suculentos almuerzos que les sirviera de recu peración de tantas horas de trabajo. Margarita que ya tenía 18 años se fijó en un joven hijo de la familia Torres y fue co rrespondida por este. El 17 de Enero de 1942 se tornó al día más oscuro y frío de tantos otros se pudieran recordar. El joven Bernardo Torres junto con su padre y ocho pescadores más, como de costumbre, se adentraron con su barco en alta mar quedando atrapado en un fuerte mar de fondo con gran des olas que originaron una peligrosa corriente formando un remolino de marea que engulló la embarcación, de la que solo se rescató el timón y unos pedazos del casco hecho añicos. Tanto Bernardo como la tripulación no han aparecido hasta el día de hoy como si del Triángulo de las Bermudas gaditano estuviéramos hablando.
Margarita espero durante años en el muelle a que el mar le devolviera a Bernardo, pero cansada de mirar las olas sin respuesta alguna, no soportó el dolor por la pérdida de su amado y se quitó la vida. A causa de este suceso la almadraba de atún chiclanera ceso su actividad.
Desde ese momento todos los años el 17 de Enero, esté el cielo nublado, lluvioso o con truenos, se puede observar desde la Iglesia del poblado, actualmente en ruinas, dos puntos de luz que emergen del horizonte. Ante tal extraña aparición que aún no se sabe a qué pertenece y que ni los expertos han podido definir, se piensa que son el alma de Bernardo y de Margarita que nos quieren decir que están juntos al fin.
EL ASCENSO
Que el acusado suba al estrado. -¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

—Sí, lo juro. Contestó Sebastián nervioso.
—¿Y es verdad Sr. Sebastián que usted mató al Sr. Luis? Preguntó el Juez.
—-No Señoría, no es verdad. La verdad es que no re cuerdo bien lo ocurrido aquella noche. Tan solo le puedo decir que estábamos celebrando el ascenso de mi compañero Luis a subdirector general en nuestra empresa y que no sé cómo todo se nos fue de las manos. La idea era tomarnos una copa mientras reorganizábamos el nuevo plan de trabajo que Luis implantaría a partir de ese momento, pero yo veía a Luis demasiado eufórico.
—-¡Camarero! Gritaba ¡pónganos otra copa!... ¡y otra!... ¡déjenos la botella!
Conocía a Luis, pero siempre en términos laborales. En alguna ocasión habíamos almorzado jun tos para tratar algún tema profesional pero nunca como amigos, tal como parecía esa noche. Cuando perdí la cuenta de las copas que llevábamos me propuso ir con él al cuarto de baño y aunque en un principio no supe, rápido entendí que Luis estaba bastante acostumbrado a ese tipo de noches. Junto a las copas, la coca era su acompañante fiel y así conseguía llevar su frenético ritmo diario. Al principio me mostré reacio. Nunca había consumido ningu na sustancia pero ¿Cuándo iba a tener otra oportunidad de probar algo nuevo? Así que preparó dos rayas en la cisterna y comenzó para mí el desfase de la noche.
A las dos de la madrugada cerró el bar y Luis pidió un taxi para llevarnos al casino. Nos tomaríamos la última copa allí y mientas jugaríamos unas partidas al Blackjack. Acepte
sin rechistar. Llevaba toda la noche a gastos pagados, no podía perder una ocasión así.
Llegamos al casino y fuimos nuevamente al servicio. La verdad, Señoría, a partir de ahí tengo borroso lo sucedido. Sé que estuvimos con algunos amigos de Luis. Recuerdo que ganó varias partidas al Blackjack. También recuerdo que en varias ocasiones más fuimos al servicio y que fueron más de una copa las que nos tomamos allí.
No sé cuántas horas pasaron, pero creo que estaba amaneciendo. Me monté en un coche con más personas y lle gamos a una casa, que en ese momento no sabía que era la de Luis. Tengo flases del lugar incluso me veo sentado alrededor de una mesa con ellos. Se me viene a la cabeza algo como la ruleta rusa, todo es confuso. Recuerdo haber cogido un arma que Luis puso sobre la mesa y disparar sobre mi sien…y creo mi Señoría… que él hizo lo mismo después.
NACIDO PARA BRILLAR
Hola, mi nombre es Lucas que significa “luminoso o el que resplandece” y al parecer este nombre no fue escogido al azar pues cuenta mi madre, que cuando llegué al mundo todos los sanitarios que intervinieron en el parto quedaron estupefactos al verme.
Mi piel resultó ser una fina capa plateada que envolvía todo mi cuerpo. Tras esperar unos días, que pensaron serían suficientes para mu dar aquello que me enfundaba y comenzar a percibir el color rosado- pálido ca racterístico de los recién nacidos, nota ron que yo resplandecía cada día más. Por el pasillo se oía constantemente referirse a mí como el niño de plata, que lejos de haber sido un apodo enriquecedor

era un adjetivo totalmente verídico. Mis primeros años de vida fueron un ir y venir constante a los hospitales de todo el país. Todos los especialistas estaban fascinados con mi anomalía cutánea que no estaba recogida en ningún manuscrito médico remontándonos a la época de los dioses griegos, y que después de someterme a innumerables estudios y pruebas todos llegaron a un diagnostico en común; mi piel estaba for mada por la aleación de plata y níquel, aunque por lo demás era un niño totalmente sano.
El aspecto robótico que me daba aquel color metaliza do era perfecto para carnaval, fiestas de cumpleaños tematizadas o día de la ciencia en la escuela pero una verdadera molestia para el resto de los días. En invierno era algo más li viano hacer las cosas básicas de un niño puesto que me quedaba en clase con el pasamontañas y los guantes puestos pero el verano era un auténtico suplicio. Las autoridades me prohibieron ir a la playa hasta que el sol estuviera casi escondido por temor a confundir a algún barco con el reflejo y porque además era totalmente imposible estar cerca de mí a menos de tres o cuatro metros de radio por peligro de que maduras de tercer grado con la temperatura que desprendía.
Todos me respetaban y nadie en el colegio era capaz de meterse conmigo. Se había extendido el rumor de que cuando me enfadaba salían de mi pecho una especie de bolas de metal a gran velocidad que en forma de misil impactaban directamente en la boca de quien se burlara de mí. Algo que jamás había ocurrido aunque era genial que lo pensaran. Hice películas para el cine, obras de teatro, espectá culos… obtuve un sitio en el Libro de Record Guinness como el humano con más metal en el organismo superando al hombre que con más de 500 piercings ostentaba este lugar. Pero aún no había encontrado cual era mi misión. Cuando cumplí los
veinticinco años sentí que algo iba a cambiar en mi vida. Noté que mi momento había llegado y que al fin obtendría respues ta a tantas preguntas que me había hecho… ¿Por qué soy así? ¿Para qué? Pronto lo descubriría… Desde años atrás los científicos nos venían advirtien do que en el momento menos pensado el sol, acostumbrado a emitir cada año más y más calor, proyectaría una fuerte co rriente de gases ardientes, procedente de su núcleo, que arrasaría con la tierra dejándola totalmente chamuscada. Este fenómeno ocurrió el 15 de abril del 2022 cuando me en contraba en la Plaza España de Cádiz. Todos los presentes miraron hacia el cielo y vieron como una inmensa corriente de color rojizo anaranjado venia directamente hacia donde yo me encontraba. Sin pensarlo dos veces escalé al punto más alto del Monumento a las Cortes de Cádiz, me desnudé por completo y esperé a que la masa destructiva se las viera de frente conmigo. El resplandor de mi piel plateada actuó de espejo y consiguió que proyectara sobre si misma toda la fuente de fuego que llevaba en su estela dando lugar a unos auténticos fuegos artificiales en el cielo. Desde aquel mo mento me convertí en un héroe, salvador de la tierra.
VIAJE A GALES
Aquella mañana me desperté con una sensación rara. Me sentía cansada y con un fuerte dolor de cabeza así como si tuviera resaca, algo imposible dado que a las 21´30 estaba ya acostada. Estaba enfundada en un aparatoso traje que me obligaba a moverme como un robot. Miré alrededor y todo era diferente. No entendía por qué el techo de mi habitación era de paja y las paredes de madera. Mi cama también se había convertido en un montículo bien prensado de paja que ex plicaba el porqué del molesto dolor que me aquejaba en la
espalda. Frente a mí colgaban desde el techo varias piezas de embutido que parecían estar en fase de secado y en el suelo se apreciaban los recodos de una fogata que no parecía ser de muchas horas antes.

Me asomé fuera, estaba amaneciendo y hacía un poco de frío. Al lado de aquel lugar insóli to donde me encontraba había una casa redonda construida también con madera y paja. En su puerta dos hombres robustos y con vestimenta peculiar estaban tirados en el suelo con claros síntomas de embriaguez, por lo que a juzgar por mi dolor de cabeza, la noche anterior se ha bría celebrado algún tipo de fiesta en la que yo había estado invitada.
Totalmente horrorizada me miré de arriba abajo… ¡Dios mío! ¿Quién soy? Mi pelo estaba blanco y por el polvillo que dejaba en mis dedos al acariciarlo, pude apreciar que lo había blanqueado con alguna especie de cal. Mis pantalones me recordaban a los antiguos calzoncillos que usaba mi abue lo, largos de fondo ancho, ni ahuecados ni ceñidos, pero lo suficientemente amplios para formar pliegues alrededor de la pierna. Por arriba una especie de túnica de cuero bastante ajustada me envolvía el busto. Encima llevaba una armadura hecha de una larga malla de hierro, con anchas hombreras de metal que se sujetaba a la cintura por un cinturón y se com pletaba por un manto que caía por la espalda. Mi pecho estaba protegido por un pectoral metálico adornado con un em blema. No sé cómo pude dar un paso pues mis pies estaban recubiertos por unas polainas de bronce que no eran nada de cómodas.
En mi mano izquierda el dedo índice portaba un enorme anillo de bronce de ornamentación perforada de forma geo métrica combinado con coral y en el dedo pequeño otro muy macizo en azabache. Un gran brazalete decoraba mi muñeca derecha realizado en vidrio blanco y azul y realzado con es malte amarillo. En el cuello un voluminoso torques de bolas y ganchos cerrados, adornados con pájaros, elementos perla dos y espirales en relieve, sobresalían por la malla. En el suelo al lado de la puerta, un gorro en forma de casquete de metal con dos cuernos, un aro y protectores para las mejillas me completaba aquel extraño look.
Me paré un segundo a pensar… me había acostado siendo una chica del siglo XXI y me había levantado siendo un guerrero celta del siglo VIII a.C. Me preguntaba qué habría pasado durante esa noche ¿Se había abierto un túnel del tiempo? ¿Me había transportado a otra dimensión? o ¿Había fallecido durante la noche y reencarnado en aquel personaje de la Edad de hierro? No lo sabía, pero la idea de vivir esa nueva experiencia me atraía bastante y sin duda fue la mejor de mi vida.
HACIENDA “EL CAFETAL”
La sala era bastante fría y poco acogedora. Alrededor de su enorme mesa nos encontrábamos mi tío Bernardo con sus dos hijos Cesar y German, mi tío Ramón y su hijo Cristóbal, mi padre Martín y yo. En ese momento el Licenciado Sr. Aguilar abogado de la familia desde hacía más de veinte años, tomó asiento. Abrió su maletín de cuero y sacó un dosier con do cumentos. Con tono serio se dirigió a nosotros y comenzó a hablar…
—Como bien saben estamos aquí reunidos para dar a conocer cuál fue la decisión que tomó el difunto Don Ricardo
del Valle Hernández con el reparto de sus bienes y como dispuso su herencia para cada uno de vosotros.

Mi abuelo siempre fue un hombre muy sabio. Conocía perfectamente el carácter y la condición de cada uno de sus hijos y nietos y aunque la familia no era muy grande, el hecho de que todos fuéramos varones y trabajáramos en el negocio familiar, había ocasionado más de una disputa entre noso tros.
Hacía dos años mi abuela falleció y desde entonces se había dedicado a observarnos para poder elaborar concienzudamente su testamento y por eso me sentía nervioso y algo angustiado, aunque el hecho de estar allí sentado ya me relajaba un poco, porque eso signifi caba que mi nombre aparecía en él reflejado. Además sabía perfectamente que yo era su nieto favorito y con el que más tiempo pasaba. Me encantaba pa sear con él por los cafetales y ver como subía el manto de cultivo. Me enseñó a oler el grano y saber si ya había llegado a su punto de recogida. Pero mi primo César siempre había sido mi sombra y un gran trepador. Quería conseguir a toda consta que mi abuelo le prestara más atención que a mí.
Lo cierto es, que mi abuelo había sido un hombre muy trabajador. Se le daba muy bien las finanzas y multiplicaba su capital con buenas inversiones. Su gran pasión siempre fue el café, lo que le llevó a ser el mayor productor y recolector de todo el condado. El abogado continuó leyendo
—Los diferentes inmuebles, oficinas, garajes y locales que dispongo en la capital y en el pueblo se reparte equitativamente entre todos mis hijos junto a mis los nietos German y Cristóbal. A mis nietos César y Mario (ese era yo) les en-
trego mi más preciado bien, la Hacienda “El cafetal” para que la cuiden con el cariño y dedicación que lo he hecho yo todos estos años.
Mi primo y yo nos miramos con cara de asombro. Si el abuelo sabía que no nos llevábamos nada bien porque tomo esa decisión, ¿quería comprobar si éramos capaces de mantener viva su memoria y continuar con su legado o por lo con trario si en unos años habríamos perdido todo el cultivo y estaríamos enfrentados por la Hacienda? La verdad sería algo complicado, mi primo era un ser despreciable.
Cuando salimos de allí, nos dirigimos las primeras palabras de todo el día mi primo y yo. Debíamos reunirnos al día siguiente y concretar un plan de actuaciones con respecto a la Hacienda.
Estuve toda la noche estudiando cuál sería la mejor forma para poder compartirnos las obligaciones y no tener que vernos nada más que en ocasiones puntuales y llegué a la conclusión de que si yo lo trabajaba medio año y él el otro medio, repartiríamos los beneficios a partes iguales y todo funcionaria correctamente. Me parecía muy buena idea, así que me acosté a descansar al menos un par de horas antes de la reunión.
A la mañana siguiente, César apareció en mi casa con el Sr. Aguilar. Quería que todo lo que se estableciera en la reunión quedara constancia por el escrito con nuestro abogado. Pensé lo hipócrita que podía llegar a ser mi primo cuando siempre había sido él quien había provocado los conflictos, pero acepté educadamente.
Después de exponer mis pensamientos, no me extraño que César no estuviera de acuerdo. Él pensaba que como iba a estar medio año entero viviendo en otra propiedad por la cual tendría que pagar un alquiler. Así que su plan era delimi-
tar la casa en dos. Y que estableciéramos horas de cuidado para el cultivo. Y todos los viernes nos reuniríamos para dar nos el parte.
La verdad, no me pareció mala idea hasta que lo vi sa car el plano de la Hacienda…Todo lo que se encontraba en rojo era mi parte y todo lo que se encontraba en azul era la suya y hubiera sido perfecto a no ser porque la parte roja era un tercio de la azul y además era la zona donde no daba el sol.
Me di cuenta en ese preciso instante que la Hacienda “El cafetal” sería mi calvario pero que lucharía para que mi abuelo estuviera orgulloso de mí hasta el final de mis días.
VERBENA SAN LUIS
Alcalá la Mayor era un pueblo tranquilo. No tenía muchos ha bitantes y todos eran buenos vecinos, respetándose y ayudándose entre ellos. Apenas había delincuencia ya que solo unos cuantos se dedicaban a alterar el orden y estaban to talmente controlados por la policía. El pueblo se dedicaba a la industria textil donde cada ciudadano tenía un sueldo más o menos equiparado al del resto y por tanto todos tenían una economía similar con lo cual no había lugar a envidias. No les hacía falta aparentar grandezas ni demostrar superioridad o estatus social, era un pueblo feliz.
Al llegar el verano se celebraba en la plaza central una verbena por el día del patrón San Luis, que atraía a visitan tes de municipios colindantes. Con la recaudación de la fiestas el alcalde había creado un fondo para cuando alguno de sus vecinos o sus familias pasarán por alguna necesidad po derle ofrecer ayuda. Todo el que conocía el pueblo podía afirmar que era un lugar de cuento de hadas.
Carlos un chico amable, cordial y de los más atractivos era uno de sus vecinos. Se sentía orgulloso de formar parte de aquella gran comunidad aunque había algo por lo que no era feliz. No tenía compañera para formar su propia familia y los años corrían. Todas las mujeres de su generación ya es taban comprometidas, no se atraían o simplemente no querían formar familia, por lo que su deseo era bastante compli cado.
Durante la Verbena de ese año, habían acudido un grupo de amigas de Alcalá la Pequeña y rápidamente Carlos vio su oportunidad de conocer a la mujer de su vida. Tras unos vinos y unos bailes Carlos y Miriam una de las amigas, que aunque no era de las más guapas poseía algo que atraía, se die ron cuenta que se gustaban. Al principio ella visitaba a Carlos una vez en semana y Carlos que durante la se mana no podía desatender el taller de grabado que regentaba, lo hacía los fines de semana, pero en poco tiempo deci dieron que para conocerse bien tendrían que compartir más tiempo juntos, así que Miriam se trasladó al pueblo.

Desde el primer momento el pueblo la acogió como si hubiera pertenecido a él toda la vida. Estaban contentos de su llegada y aún más de que Carlos no los hubiera abandonado, aunque pronto cambiarían de opinión respecto a ella.
En sus primeros meses, sus vecinos más cercanos se habían dado cuenta que Carlos no era tan amable con ellos como de costumbre. Se mostraba distante y esquivo. En la fábrica había tenido problemas con compañeros pues había comenzado a criticar a unos y otros y a tratarlos con des precio.
En el pueblo se murmuraba que Miriam lo manipulaba, le prohibía relacionarse con los demás y lo estaba poniendo en contra del pueblo. Casi nunca se les veía paseando juntos, ni frecuentar el "Bar Juan" donde Carlos había pasado horas y horas antes de que ella llegara, estaba exclusivamente pen diente a ella. Esa relación se había convertido en algo tóxico y de abuso a él, pues se le notaba que no estaba bien psico lógicamente. La obsesión por ella no lo dejaba ver la realidad de la situación y tampoco admitía ningún comentario de desprestigio sobre ella en su presencia.
Hacía meses que no veía a sus padres y amigos y pronto estarían de nuevo celebrando la Verbena San Luís. La gen te del pueblo estaba muy preocupado por él, había pasado un año y él no se daba cuenta lo que había cambiado a causa de esa mujer, así que el alcalde elaboró una estrategia. En el discurso de iniciación a las fiestas explicó a sus ciudadanos que a partir de ese año se escogería un vecino al azar y se le haría un homenaje por todos sus años como compañero, ami go y componente de la gran Familia que era su pueblo. Curiosamente el primer homenajeado no sería otro que Carlos.
Con un vídeo muy emotivo se fueron viendo imágenes desde que Carlos nació al día actual junto a compañeros de trabajo, amigos, familiares, el alcalde y hasta Juan su mese ro preferido… Carlos con lágrimas en los ojos y dándose cuenta de la actitud que había estado teniendo se dispuso a decir unas palabras de agradecimiento y disculpa, pero desde la multitud, una soberbia mujer llena de ira gritó:
—¡Carlos, baja de ahí inmediatamente!
Los vecinos la increparon ¡bruja, déjalo disfrutar de su gente! ¡Amargada, tienes celos de que le queramos tanto! ¡Envidiosa, no lo dejas ser feliz!
En ese momento Carlos, al calor de su pueblo junto a los que le querían de verdad se dio cuenta de la posesión que Miriam ejercía sobre él. Se armó de valor y desde el tablado respondió:
—Miriam recoge tus cosas y aléjate de mí y de mi pue blo.
Una oleada de aplausos y ovaciones de alegría retum baron en toda la plaza y la mujer con todo su odio no tuvo otra opción que marcharse de Alcalá la Mayor.
SENTIMIENTOS OCULTOS
Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina.
Había un cubo de hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor.
Puede que para entonces estuviéra mos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la coci na, se retiraba a través de la ventana al lugar de donde había venido. Y sin embargo, nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin mo vernos ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.

Por fin Ramón se puso de pie y se dirigió a la puerta para encender la luz. No estábamos seguros si acertaría a pulsar el interruptor pues el alcohol ya empezaba a hacer efecto. Al encender enfocamos los ojos a nuestras copas y to mándola de nuevo nos preparamos para un tercer o cuarto brindis. Bea se adelantó. Con su copa más alzada que ninguna dijo:
—Y este brindis va por la lealtad…
Ramón clavó sus ojos en ella y frunció el ceño exageradamente. Con el rostro desencajado bebió un gran trago se su Gintónic bien cargado.
Bea sabía desde hacía meses que Ramón y yo nos veía mos a escondidas y que compartíamos algo más que una buena amistad. Ella nos conocía hacía quince años, cuando los tres cursábamos Primero de BUP en el mismo instituto y desde entonces los tres habíamos sido inseparables. Lo habíamos compartido todo menos este tema en concreto y tuvo que indagar a conciencia hasta descubrirlo. Celia solo llevaba en el grupo un par de años desde que comenzó a salir conmigo en mi intensa búsqueda por encontrarme a mi mismo y no era justo lo que estaba pasando. El alcohol seguía subiendo y Bea propuso jugar al juego de las preguntas "verdad" pero Ramón se dio cuenta de sus intenciones y comenzó a hablar…
—Lo que Bea está intentando es que Fran y yo contemos algo que nos está ocurriendo desde hace algún tiempo y que no sabemos aún cómo asimilarlo sin hacer daño a perso nas que queremos como a Celia.
Yo no paraba de darle sorbitos a mi copa casi acabada. Ramón continuó
—Sin saber cómo ni cuándo, una tarde de playstation entre partidas y charla Fran y yo nos besamos…
Celia dio un respingo hacia atrás y casi cae de la silla.
—Lo siento de verdad pero estamos enamorados. Dije mirando mi copa.
Celia miró a los tres y con voz temblorosa dijo: —He bebido mucho. Mañana será otro día. Se levantó tambaleándose y se fue a su habitación cerrando la puerta. Nosotros, sin dirigirnos la palabra, nos fuimos dejando caer en un sofá deseando que amaneciese para irnos cada uno a nuestra casa y dejar que el tiempo lo arreglase todo.
MI VIAJE
Sin duda, aquel joven era singular. Caminaba muy erguido. Su pelo cuidadosamente peinado hacia atrás y su ropa impeca blemente planchada, delataba una intensa necesidad de cau sar buena impresión por donde pasaba…. Pero ¿a quién sería?

Con puntualidad esperaba cada día a que el semáforo de la Octava Avenida se pusiera en verde para cruzar y sentarse en un pequeño café, el Tavern on Jane.
Cómo si de un ritual se tratase habría The New Times por la sección de noticias y comenzaba a leer. Pedía un café sólo, con una gotita de leche y dos azucarillos, se lo preparaba y lo movía lentamente sin apartar la vista del periódico. Cada dos o tres minutos miraba el reloj, algo ansioso, por lo que se podía suponer que estaba esperando a que algo o alguien lo interrumpiese, aunque día tras día no ocurría nada allí.
Una de esas mañanas, en su misma mesa de siempre y sobre el periódico del día, sacó una fotografía de su bolsillo interior de la chaqueta. Después de observarla fijamente durante unos minutos sin pestañear, inverso en su pensamiento y con el semblante algo triste, la acarició con la mano y la
volvió a guardar en su bolsillo. En la foto se podía ver la silueta de un caballero con sombrero y traje de chaqueta os curo. No se podía distinguir con claridad el rostro, se encontraba algo difuminado por el desenfoque de la fotografía pero aun así él sabía que era su padre y que por alguna razón siempre había conservado aquella fotografía con mucho recelo. En el margen inferior se podía apreciar las iniciales INV que aunque desconocía a que pertenecían, presentía que serían la clave para encontrarlo.
Su café se estaba demorando más de lo habitual esa mañana y al despedirse le preguntó al propietario del café: –Disculpe John ¿le es mi cara familiar? -Por supuesto joven Rashid, lleva usted viniendo a mi café desde hace años ¿Cómo no me iba a ser su cara familiar?
—No, no le he querido decir eso ¿conoce alguna perso na con rasgos que le recuerden a mí?
—Déjeme pensar… —pasaron unos segundos—. Ahora que lo dice, hace tiempo venia por aquí un señor muy agrada ble que tenía un cierto parecido con usted. Siempre le acompañaba un niño de seis o siete años que recuerdo, se agarra ba con fuerza a la pata de su pantalón y no se separaba de él en ningún momento.
A Rashid se le iluminó la cara al instante.
—Cuénteme, por favor, todo lo que sepa de él pues llevo años viniendo aquí con la esperanza de que algún día me encuentre con mi padre. Solo tengo vagos recuerdos pero sí creo recordar que estuve aquí con él. Recuerdo ver llegar en un gran coche negro, parar frente a la puerta y subir mi pa dre a él mientras que una señora muy elegante me tomó de la mano y me llevo a una casa enorme de color blanca.
John estuvo durante un buen rato contándole todo lo que recordaba del caballero y su hijo. Rashid parecía que se
sentía aliviado, no había sido cosa de su imaginación. Tomó aire profundamente y relajando un poco los hombros lo soltó con descanso. Estaba cerca… muy cerca.
UNA TARDE INESPERADA
Desde que éramos niñas Celia había sido mi amiga inseparable. Era mi mejor confidente, como se suele decir “tanto en las alegrías como en las penas”, aunque debo reconocer que desde que me casé, nuestras reuniones se habían reducido un poco. Aun así ninguna de la dos faltaba a nuestra cita de los sábados para tomar café a no ser que fuera inevitable. Yo estaba algo nerviosa, Celia me presentaría esa tarde a Raúl, un chico con el que salía desde hacía unos meses y del que me había hablado mucho. Llegaría un poco más tarde que nosotras así tendríamos tiempo de ponernos al día. Quedamos en El Teatro de Sur, un antiguo teatro del siglo XIX totalmente reformado y transformado en cafetería pero que mantenía la esencia del lugar donde un día mil y una his torias fueron representadas. Resultaba ser un sitio acogedor ya que su amplitud se mer maba con grandes sillones, enfrentados unos con otros en sus respaldos y dando aspecto señorial. Estaba bastante concurrido pero por suerte quedaba una mesa libre. El tono de voz no era elevado algo bastante inusual en un sitio con tanta gente, por eso aquel lugar era tan especial.
Mientras que nos servían el té, Celia me contaba algo contrariada, que aunque estaba entusiasmada con su nueva relación, encontraba a Raúl un poco distante estos últimos días. Habían estado hablando y él justificó su ausencia con el exceso de trabajo pero esto no convenció del todo a Celia. Le extrañó mucho que el día anterior, en el último momento,

le saliera una reunión repentina y no acudiera a su cita. Yo le quité importancia al asunto y le aconsejé que estuviera aler ta por si notaba algo más en su actitud pero que no veía motivo aún para su desconfianza.
Mientras seguíamos contándonos las nuevas de la se mana, un grupo de jóvenes arregladas para la ocasión, se sentaron detrás de nosotras. Mantenían elevado el tono de voz desde que llegaron y de vez en cuando rompían en una escandalosa carcajada siendo inevitable llamar la atención de todos. Esto hizo que su conversación se hiciera obligatoriamen te nuestra y aquí comenzó a truncarse la tarde.
Una de las chicas acaparó nuestros cinco sentidos cuando comenzó a contar que el día anterior había quedado por fin, después de intentarlo varias veces, con un compañero de trabajo que se llamaba Raúl. Al parecer le había hecho pasar una noche inolvidable. Rápidamente se me vino a la cabeza lo que me acababa de contar Celia del día anterior y la mire como si quisiera decirle lo que pensaba con los ojos. Cu riosamente Celia intentaba hacer lo mismo conmigo así no pudimos otra que imaginarnos lo peor ¿sería su Raúl? La chica seguía alardeando de su amante incansable a la vez que Celia se ponía más y más pálida. La coincidencia en las descripciones, conducta, trabajo… no dejaba duda de que era él. Con el corazón latiéndome a más de mil, no pude contener mi rabia, me giré hacia la chica y dije:
—Disculpa la interrupción, no he podido evitar escu char tu conversación sobre un chico que se llama Raúl y me gustaría preguntarte si es este. En ese momento le mostré el teléfono de Celia con una foto de Raúl. La chica comenzó a ponerse colorada:
—Sí, ese chico es Raúl ¿Por qué lo preguntas, lo cono céis? Celia comenzó a llorar. Expliqué a las chicas que ella
mantenía una relación con el canalla de Raúl y que nos estábamos quedando perplejas.
La chica ajena a lodo lo que le decíamos se disculpó varias veces y nos aseguró bastante afectada que no se podía imaginar que él tuviera pareja y que fuera un cara dura. A ella le gustaba y no descartaba proponerle tener una relación algo más seria pero que podíamos tener la seguridad de que no tendría nada más con él. Celia se recuperó un poco y expresó que tenía el mismo pensamiento que la chica, olvidarse totalmente de aquel ser sin escrúpulos.
Indudablemente nunca llegó a nuestra cita, o tal vez sí y al ver a su novia y a su amante juntas se dio la vuelta, pen sando en que historia le contaría luego a cada una de ellas, aunque que ya no serían necesarias.
Presentía que la siguiente reunión de amigas sería an tes del próximo sábado y por supuesto no faltaría.
REGLA RODRÍGUEZ REYES

PRIORIDADES
Me hace entrar en mi nuevo hogar, me coge de la mano y uno a uno me va mostrando cada espacio. Me dice, orgulloso, que lo ha decorado para que todo esté a mi gusto. Con mucho mimo me va enseñando, con palabras que no entiendo, cada rincón, cada detalle, y cada pormenor. Cuando me pregunta si me gusta le digo que sí, y cuando me pregunta si me falta algo no puedo aguantar mis lágrimas y entre sollozos le pido que traiga pronto a mi mamá y a todas mis muñecas.
A MI VIEJO BAÚL
Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce y tus nobles maderas crujen, lucho por recordar la combinación para poder abrirte y rezo para que, en su día, tuviese la pre caución de guardar dentro de ti todo lo que ahora busco: nombres, rostros, canciones, re cuerdos, risas y llantos. Si es así, quizás tú puedas ayudarme, quizás tú si recuerdes, quien soy yo.

PRIMER ANIVERSARIO
Le pido que haga todo lo posible por mantener con vida a mi marido un poco más, sí, doctor, aunque solo sean cuatro días. Sé que moriría feliz si pudiéramos celebrar nuestro primer aniversario. (y yo sería cien millones de veces más…feliz). ¡Maldita clausula prematrimonial!
¡NO PUEDO MÁS!
Que vengan por fin a rescatarte, sí, por favor que vengan a rescatarte y que lo hagan lo antes posible. Esto no es lo que
yo había planificado. Me estás volviendo loco. Ya no quiero dinero, lo que quiero es que te lleven ya de una vez, o que me detengan a mí y poder estar tranquilo. Si hace falta yo les pagaré a ellos. ¡Joder! ¡Ya me parecía a mí que el secues tro había sido demasiado fácil!
SIEMPRE JUNTOS

Cojo tu mano y salimos corriendo sin hacer ruido. Vámonos juntos Si tenemos cuidado nadie se dará cuenta y cuando nos echen en falta ya no estaremos aquí, pero por favor, no me dejes solo, no te vayas sin mí. —me repite día y noche senta do a la cabecera de la cama, mientras acaricia mi rostro y yo lucho por poder contestarle sin conseguir que mi cuerpo cansado sea capaz de mover ni un solo músculo.
PUES YO TENGO FRÍO
Estas humedades que me están matando es posible que pronto terminen conmigo, pero no me importa, algún precio tenemos que pagar para poder disfrutar de todo lo que nos rodea. Mientras otros dicen que tienen frio nosotros sabemos que “en Cádiz no hace frio, aquí lo que hace es humedad”.
POLÍGLOTAS
Hablando todo el día con el loro del vecino, así ha estado desde que hace unos meses se mudaron al piso del al lado, bueno más que hablando gritando de balcón a balcón. Desde que el vecino lo saca por las mañanas hasta que, tras ponerle la funda a la jaula, se lo lleva en la noche para dentro, oigo continuamente el parloteo o garriteo del loro y los ladridos

de Urco contestándole, parecen dos amigos contándose todos sus secretos y me hacía mucha gracia verlos. ¡Pero ya se acabó! Yo creía que los animales se en tendían entre sus iguales, pero no te nía ni idea de que mi perro supiese idiomas. Anoche, entre ladrido y ladri do, Urco me contó todos los trapos sucios del vecino y como están las cosas y teniendo en cuenta que el dueño del loro es inspector de policía… mañana… buscaré que hacer con Urco.

MI LÍMITE
No tuve más remedio que matarle, pero yo siempre cedía No aguantaba sus gritos, cedí y me tapé los oídos
No aguantaba sus extravagancias, cedí y miré para otro lado.
No aguantaba sus desprecios, cedí y me humillé una y mil veces
No tuve más remedio que matarle y esta vez simplemente, no cedí.
CUESTIÓN DE LÓGICA
Hay novelas a las que el autor es inca paz de terminar. — Si señor juez, sé que yo firmé una fecha de entrega, sé que la fecha ya se ha cumplido hace mucho tiempo, pero es que yo nunca creí durar tanto tiempo. No tengo ni idea de que hay que hacer para poner FIN a una autobiografía. ¿Tendré que suicidarme
LAS COSAS CLARAS

Dígale, agente, que la quise mucho, pero no se equivoque, dígaselo despacito, con calma, de forma que lo entienda. Que la q u i s e mucho, que no es lo mismo que decir que la q u i e r o mu cho. A ver si así deja de venir a verme de una vez, ¿Es que ni siquiera en la cárcel me voy a poder librar de ella?

Siempre como nuevos, para mi madre todo estaba siempre como nuevo ¡Si están como nuevos!, eran las palabras que mi madre nos repetía una y mil veces cuando la veíamos remen dando un pantalón, camisa, jersey o abrigo …¡ están como nuevos!, con esas palabras nosotros ya entendíamos que esa prenda, después del arreglo correspondiente, pasaría al siguiente de la lista. Y yo, el menor de ocho herma nos, después de tantos años, aún no tengo muy claro cuál es el significado exacto de la palabra “nuevo”.

BUEN ALUMNO, MEJORES MAESTROS
Te quiero, Pilar, te quiero, esa era la frase que no paraba de repetir el loro desde que volví del viaje y, como yo no me llamo Pilar, ya me tenía un poquito mosqueada. Mi marido dice que el loro es tonto y que solo aprende lo que oye en la tele. Sí, sí. Ya verá la sorpresa se va a llevar cuando descubra lo listo que es el loro para aprender lo que mi vecino Paco, el marido de Pilar, y yo le enseñamos al loro cada tarde.
AHORA YA ES UN POCO TARDE
Esperando que más pronto que tarde dejes de llorar por él y deseando verte muy pron to me despido de ti, con un fuerte abrazo. P.D. aun no entiendo que lo llores tan to cuando fuiste tú la que no paraba de insistirme para que lo hiciera.
¿MILAGRO O ANESTESIA?
—Si dijera que sentí dolor, mentiría —comentaba a su mujer mientras se pasaba la mano por el torso y escudriñaba su imagen en las quietas aguas del río—. Lo creo porque tú eres la prueba, pero ¿cómo pudo quitarme una costilla sin que yo me diera cuenta?


LA CARNE BIEN HECHA
Si los pájaros te miran extrañados tú no te preocupes, y trata de seguir moviéndote aunque te cueste. Esos pajarracos negros girarán y girarán y solo se acercarán cuando dejemos de hacerlo. Ellos no pueden entender que, después de tantos disparos, la comida aún esté un poco cruda para su gusto.

¿SOLEDAD?
¿Cómo ha podido una foto, una simple foto, en principio anodina e insustancial, remover sensaciones, que no recuerdo haber experimentado antes?
¿Qué pretendía atrapar la cámara? ¿Qué sintió el artista cuando por el visor enfocaba esa escena? ¿Acaso era
una simple prueba de encuadre? Y ¿quién soy yo para juzgar el trabajo del autor?

Y aquí estoy, sentada frente al ordenador, con la vista fija en la foto que desde la esquina de la pantalla me habla de una profunda tristeza y soledad, viendo como sobre el blanco inmaculado del documento, aún virgen, el continuo parpadeo del cursor me invita apremiante a descargar sobre él todo lo que siento y que no soy capaz de transmitir.
En mi cabeza he pintado con sugerentes grafitis los serios e impersonales tablones del fondo y, ayudada del rojo de las gitanillas, el morado de las margaritas o el amarillo de los girasoles, mi mente ha inundado la obra del fotógrafo de color. Pero la foto sigue ahí, igual, ha blándome tan bajito que solo yo la oigo, aunque en mi cabeza sus palabras suenan fuerte discrepando de mi parecer: “¿Por qué haces ese juicio? ¿Acaso no te has sentido sola o atribulada entre una multitud y feliz en la soledad de tu habitación?”
Y en verdad tiene razón, es en esa soledad de mi habitación, conscientemente buscada, donde paso horas y horas entre libros, radio o películas, sin necesitar nada más. Según la RAE la soledad es: “Carencia voluntaria o involuntaria de compañía”, yo, sin querer enmendar la plana a nadie pienso que, al menos para mí, la soledad es algo más profundo que no estar acompañado.
FUEGO

La vida me enseñó a desconfiar de los recuerdos, pero este no es un recuerdo cualquiera, cuando lo evoco siento que lo estoy viviendo de nuevo.
Mi meta era seguir los pasos de mi padre, o mejor aún, con el tiempo ocupar su lugar. Por el contrario, su lucha eter na era quitarme eso de la cabeza “Flaco, estudia —me decía — prepárate y dedícate a algo más tranquilo, esto está muy bien pagado, pero es demasiado duro”. Y yo estudiaba y me preparaba, pero con la idea de que cuando entrase en el negocio sería mi propio jefe.
Un aviso de última hora hizo que mi padre no lograse encontrar a los chavales con los que trabajaba y me dijese: “Lo siento Flaco, no te quiero mezclar, pero hoy no tengo a nadie, necesito por lo menos seis brazos, iremos tu tío Che pe, tu y yo. Harás todo lo que te diga, sin titubeo y será solo está vez” Me daba igual lo que dijera, cuando me viera trabajar me llevaría con él en todas las salidas. Aún no había cum plido los catorce y esa noche sería mi debut en el negocio.
Mi padre, más conocido como el Negro, había entrado en el juego empujado por el paro endémico que sufrimos en la provincia y una vez dentro lo más difícil era salir, aunque la verdad es que él nunca había dejado de ser una minúscula ruedecilla en el engranaje que movía la droga en la zona del Campo de Gibraltar: Negro, ven aquí y ahí iba el Negro con sus cinco o seis chavales, Negro mañana a Estepona y el Ne gro obediente cogía a sus muchachos y se presentaba en Es tepona, La Línea, Zahara, Barbate o donde la voz del amo lo llamase.

Y ¡qué decepción me lleve!, mi bautismo en iba a ser en Cádiz, sí, ¡en la Playa de la Cortadura! Se trataba simplemen te de recoger unos fardos de un pesquero fondeado a unas pocas millas de la playa. Era la provisión que se le había ocu rrido pedir a un tipo que estaba en su yate en el muelle de Cádiz. El gachó había calculado mal el tiempo de atraque y se había quedado sin costo.
El vadeador de uno de los chavales me quedaba un poco grande, pero yo me lo puse como en un rito de iniciación, luego la camiseta, el gorro y el capote del mismo color y ya me veía surcando el Mediterráneo o incluso el Atlántico emulando al mismísimo Pablo Escobar.
Entre las dunas de Cortadura encontramos la lancha semirrígida, o como ellos le llamaban la goma. No era de las más grandes, suficiente para un trabajo pequeño y rápido, pero si tenía dos potentes motores de alrededor de 300 caballos y alguna que otra petaca de combustible. Aquí mismo nos esperaría más tarde el vehículo al que entregaríamos la carga.
La aventura empezó alrededor de la una de la mañana, con un suave mar de fondo que poco a poco se fue compli cando. La luna luchaba por asomarse entre las numerosas nubes que, de vez en cuando, le permitían dejar pasar un dé bil rayo de luz. La oscuridad reinante podía ser una buena aliada
El poniente y el sur habían iniciado una lucha en la que acabó imponiéndose el poniente, arrastrando con él una fuerte borrasca con rachas de viento de más de 40 nudos. De momento parecía que, con un poco de suerte nos libraríamos de la lluvia. Si ningún contratiempo llegamos al pesquero, y rápidamente el alijo pasó de una a otra embarcación.
El mar estaba cada vez más picado y yo cada vez más nervioso. Ya llegábamos a la playa cuando mi tío dijo: “Ese no es el coche del Tato, parece una patrulla”. Mi padre, jurando y maldiciendo, viro y aceleró el motor al máximo, no sé de donde salieron dos lanchas con focos y altavoces, que eran silenciados por el ruido de la fuerte tormenta. Yo esperaba que de pronto apareciese el The End que pusiese fin a esa película que estábamos protagonizando.
De repente, mi padre, dejó el mando del motor, cayó sentado sobre una de los fardos y se echó la mano al corazón, me acerqué a él y con voz casi inaudible me dijo: “Flaco, deja esto, ¡júramelo! Chepe, cuida del chaval”.

Chepe paró el motor e inmediatamente nos abordó la policía. Uno de ellos se hizo cargo de llevar la goma hasta la playa para no mover a mi padre a la vez que pedía una ambu lancia.
Ya en la playa la ambulancia se llevó a mi padre, una patrulla se llevó al tío Chepe y a mí me llevó un joven sargento que estuvo conmigo el resto de la noche. No me dejó tranquilo ni aquella noche ni los meses y años siguientes, hasta el día en que vino a la Academia a mi graduación. Emocionado se cua dró ante mí y me dijo:” bueno mi teniente, a partir de ahora ya no puedo seguir dándole órdenes”.
Ese día mientras me daba un fuerte abrazo me reveló un secreto. “Si no te hubieses quejado en el wasap que la salida de esa noche con tu padre solo sería a Cortadura…”
CASI TRANSPARENTE
Esta mañana, escuchando la radio, por cierto uno de mis vicios confesables, oí una frase que me impactó y me lle vó a revivir un episodio que archivé
hace algún tiempo en mi cabeza: “No son invisibles, es la sociedad la que está ciega”, y sin darme cuenta me transportó a aquel día:
Hace frio, el invierno ha cogido el testigo que el otoño le ha entregado en la eterna carrera de relevos del tiempo. Esta casa me ahoga, todos a mí alrededor corren pegados a ese invento infernal al que llaman teléfono: buenos días sin calor, besos sin cariño, hasta luego mecánicos. ¿Cuándo, esta casa, dejó de ser un hogar? La calle es mi refugio. A pesar del frio, tengo que salir.
Encuentro lo mismo, solo carreras y conversaciones sin que se vean las caras. Quizás si volviese al pueblo sería más fácil comunicarme con los que me rodean aquí, ¡oh no! Para eso tendría que comprarme uno de esos aparatos malditos.
He nombrado el pueblo y los ojos se me humedecen. Añoro las tardes jugando en la calle, las mujeres sentadas en la puerta tejiendo, cosiendo o simplemente, hablando, el bar de Agustín, círculo social donde resolvíamos las pequeñas o grandes fricciones que se daban. Mi padre, que, agotado de la dura tarea de la huerta, no se acostaba nunca sin jugar con nosotros y repasar, más bien haciendo como que repasa ba, nuestras tareas, pues, poco a poco, nuestros conocimientos eran mayores que los suyos.
Me dejo engullir por la boca del metro. En el andén hay unos cuantos grados más, y eso es lo que él, como todos los días, aprovecha. Sentado sobre un cartón, a pesar de que tiene la piel más negra que nunca he visto y que amablemente va saludando a todo el que pasa, para ellos parece invisible. Sus únicos bienes son la mochila que tiene junto a él y unas pocas monedas de cobre sobre la gorrilla.
Hoy puedo darle algo más, voy a comprarle un bocadillo y algo caliente, y le daré, además, unos eurillos, que para eso en noviembre la pensión viene doble y acabo de cobrarla. Por fin veo a alguien diferente, no habla ni mira el artilugio del diablo, me sonríe, se acerca amistoso y de un certero ti rón me hace caer, se lleva el bolso con las llaves, la raquítica pensión y, lo más importante, lo poco que me quedaba de fe en la gente.
Alguien grita, otros miran, pero nadie hace nada. Dos brazos azabaches me levantan y, sin decir nada, corre, tra tando de esquivar a los transeúntes detrás del ratero
Se escuchan frases como: “Estos negros,…Seguro que están compinchados,… No sé por qué no se van a su país…”
El “negro invisible” vuelve, me entrega el bolso, me da un abrazo y, en su casi incompresible español, me pregunta cómo estoy y, sin esperar nada, se sienta sobre su cartón y saluda a todos los que entran y salen, aunque para ellos, él siga siendo casi transparente
EL CICLO DEL AGUA
Tengo que confesarlo. Para mí, como debería serlo para todo el mundo, lo del cambio climático no es ninguna tontería. Es algo muy serio, tan serio que, desde hace ya bastante tiem po, es casi mi única razón para vivir.
Vivo en un bonito piso en un bloque de quince plantas. Al principio los vecinos casi ni nos conocíamos, pero a partir de mi concienciación sobre este gran problema fui visitándolos uno a uno, en diversas ocasiones, hasta que los con vencí. Pronto nuestra

azotea se convirtió en un gran campo de placas solares, incluso la mayoría hemos instalado, también, paneles en las ven tanas.
Parece, que las fuerzas de la tierra, en su lucha contra nuestros despropósitos, se han repartido el trabajo de for ma muy diversa: en algunos lugares son constantes huracanes, por otro lado atacan los seísmos aliados con los tsuna mis, en los polos se derriten las nieves eternas y las inundaciones acaban con las cosechas. A nosotros, en el bélico reparto, nos ha tocado luchar contra la sequía.
Una vez arreglado el problema de la energía, tengo que hacerme cargo de la parte que me corresponde para evitar que la aridez siga ganando la batalla.
Y esta fue la solución que encontré: cada mañana pongo a calentar varias cacerolas y las dejo que hiervan durante mucho rato, aprovecho para cocer en cada una de ellas patatas, huevos o verduras. Todo lo que cocino lo hago sin tapar los cacerolas. Me hipnotiza ver como las finísimas gotitas de vapor que salen de cada cacharro van subiendo hasta el techo y poco a poco se van formando pequeñas nubecillas.
El brócoli desprende un bonito color verde, el de las patatas un marrón horrible y así cada alimento emana un color particular, No sé si son cirros, estratos o cúmulos, yo simplemente les llamo nubes.
Cuando he conseguido suficiente cantidad, ayudándome con un ventilador, las voy conduciendo cada una al cuarto que le corresponda. Normalmente las nubecillas verdes de la verdura las llevo hasta el lavadero, las marrones de las pata tas se almacenan en el cuarto de baño, a mi dormitorio llevo las nubes rojizas de las remolachas, y en el salón y comedor solo llevo nubes blancas resultado de hervir simplemente agua.
Es todo un espectáculo de sombras y colores cuando, por las noches, las voy enfocando con mi linterna. La verdad es que eso de la separación por colores es solo un entretenimiento pues, cuando necesito que llueva, las voy guiando has ta el cuarto de baño y allí se produce el milagro. Las junto todas sobre la gran bañera y al mezclarse van cambiando su color hasta volverse de un negro profundo, aunque a veces les tengo que ayudar un poco hirviendo agua con tinta de calamar. Con varios ventiladores las hago chocar entre ellas. Rayos, truenos, relámpagos y ¡oh milagro! Empiezan a caer pequeñas gotitas hasta que se convierten en enormes goterones. Entonces recojo agua suficiente para una temporada. Ya solo es cuestión de, antes que se me termine, volver em pezar de nuevo el ciclo de la vida.
Ahora me toca la parte más difícil, tengo que conven cer a todos los vecinos para que también lo hagan, y me pregunto ¿lo haréis vosotros, os habré podido convencer?
EL JUGADOR

Rubén García era un jugador empedernido. Rubén García ya tenía experiencia en problemas ocasionados por el juego. Ru bén García jamás ganaba. Rubén García ya había tenido una, dos, tres y muchas oportunidades.
La historia siempre era igual, “no vuelvo a hacerlo, tenía una corazonada, esta vez es la definitiva”… y así una y otra vez. El no era consciente, pero todo había empezado mucho, mucho antes
Desde que era un niño, en el recreo, Rubén se jugaba el bocadillo, unas veces era a cara o cruz, otras veces a piedra papel o tijera, incluso papelitos con números es critos, pero lo mejor era que el bocadi-
llo, si lo ganaba, se lo regalaba a otro compañero; no importaba el premio, lo importante era la adrenalina que le subía al lanzar la moneda.
En su casa se reían de él pues casi todas las noches le tocaba bajar la basura, ya que en la apuesta con su hermano la suerte no solía acompañarle.
Durante un tiempo la necesidad del chute de adrenali na se la proporcionó el amor por Marcela y sus hijos, pero pronto la rutina hizo que volviera el mono del riesgo, la necesidad de la aventura, la atracción del azar.
Siempre tenía una excusa: ganaré y podré llevar a los niños a Disney Word, mañana podré comprar el coche nuevo, regalaré a Marcela la casa de sus sueños…
Marcela ya le había dado muchos, muchos ultimátum pero al final, ya hacía casi diez años, todo había acabado. Un día, después de jugarse hasta el DNI, Marcela y sus hijos simplemente desaparecieron. Sí, casi diez años sin ver ni a Marcela, ni a Darío ni a María.
Hoy tenía una corazonada, algo le decía que esa noche sería diferente, sentía que los hados le eran favorables, ¡Presentía que su suerte cambiaría esa noche! Y sacando del bolsillo su amuleto, la vieja foto de sus tres amores, la misma que tenía en el coche, en la nevera y junto a su cama, la beso y se dirigió hacia el Luxor Hotel Casino.
¡Y sí, esa noche todo, absolutamente todo, cambió!
En cuanto que empezó a jugar la suerte le fue acompa ñando en todas las tiradas, si jugaba rojo, rojo salía, si jugaba par, par era el premio, rojo, negro, par, impar… toda la no che ganando una y otra vez sin importar si era ruleta, cartas o dados. Siguió jugando hasta que el encargado del Casino le pidió amablemente que se retirara.
Cuando llegó a su casa, igual que siempre que volvía de sus farras, Néstor, el portero le dijo “ya ha llegado, pero esta vez la que le han mandado parece una chinita”.
Subió la escalera de dos en dos, canturreando metió la llave en la cerradura y eufórico abrió la puerta.
En el dormitorio, la “chinita”, con una palidez casi enfermiza sujetaba entre sus manos la foto de su familia. La “chinita” miraba fijamente la foto en la que Darío, su madre y ella misma le dedicaban una dulce sonrisa.
Cuando Rubén pudo reaccionar, “la chinita”, su hija María, ya había desaparecido. Desesperado hizo lo único que últimamente sabía hacer: seguir jugando, pero esta sería la jugada más importante de su vida
Buscó su arma, metió una sola bala y sin dudar hizo girar el tambor del revólver. Su último envite sería a la Ruleta Rusa, y como toda esa noche, la suerte siguió acompañándole. En la primera tirada recibió el premio mayor del juego, al que, sin ser consciente, había apostado.
EMBRUJADOS
Se veían en la biblioteca como todas las tardes desde que se conocieron. De hecho fue allí donde hablaron por primera vez. Ella, una niña de largas trenzas negras y gafitas redondas, un poco menuda para sus trece años y él un pelirrojo pecoso de eterna sonrisa, amante del deporte, de poco más de catorce.

Marta era visitante asidua, porque desde que empezó a juntar las primeras letras en el colegio, el embrujo de las palabras se había adueñado de ella y ya nunca pudo, ni quiso, romper el conjuro, Dani, simplemente había ido a devolver un libro de su hermana. Eso de la lectura no iba mucho con él.
La atracción que sintió por aquella niña, flacucha, que no levantaba la vista del libro que tenía delante, hizo que Dani volviese al día siguiente con la esperanza de encontrarla allí. Se acercó a ella, le pidió consejo sobre que podía leer y luego la esperó a la salida y así tarde tras tarde hasta que, igual que Marta, sin darse cuenta, fue atrapado por el mundo mágico de los libros.
Pasaron los años y ellos seguían su misma rutina día tras día. No siempre coincidían en sus gustos literarios pero de igual modo comentaban e intercambiaban opiniones sobre todo lo que leían. El tiempo, que lógicamente siempre trae consigo cambios, trajo uno muy doloroso. Las gafitas de Marta se fueron convirtiendo en gafas cada vez más gruesas que poco a poco le hacían cada vez más difícil seguir con su pasión, hasta que ya no pudo leer más. Desde ese momento Dani dedico cada minuto que tenía libre a leer para ella.
Y aquí están los dos, en esta blanca habitación de hospital, aguardando que pasen las eternas veinticuatro horas de espera, para que el doctor pueda quitarle las vendas de los ojos y entrar en ese pequeño porcentaje de esperanza que le han dado. Marta aferrada a la mano de Dani y él, le yendo confiado en que no tendrá que volver a leer para ella.
LA BOTELLA Abril, uno de los meses más bonitos del año, ya se estaba despidiendo. Las tardes se iban alargando y el buen tiempo del que disfrutábamos, invitaban a dar largos paseos por la
playa. El agua aún estaba un poco fría para el baño pero cuando llevas unos minutos andando por la orilla la sensación es muy agradable.
El mar estaba en calma, y las olas apenas hacían un rítmico sonido al romper mansamente en la orilla. La poca afluencia de gente en la playa hace que esté mucho más limpia que en el verano, por lo que nos extrañó ver en la arena, entre restos de redes de pesca, una botella de cristal.
Era una botella no muy grande, con una forma rara y asimétrica, de un color entre verde y marrón y con un tapón muy elaborado. Sebastián se apresuró a recogerla.
Sonriendo me contó que esa bote lla, devuelta por el mar, le traía tiernos recuerdos de su niñez: Tendría él unos seis años, cuando tenía algún problemilla, su padre, le hacía preguntas y si él no quería responder, le pedía que las escribiese y las metían en una botella, luego, con un ritual de “mágicas palabras” la lanzaban al mar en la playa: Si no vuelve a mí significa que no tenía por qué ente rarme.
La botella, con la complicidad de mi madre y la inocencia de mis pocos años, siempre volvía y juntos arreglábamos los problemas.
—Vamos a meter en esta botella, todas las preguntas a la que nunca te he contestado —me dijo Sebastián—, y si un día vuelve a nosotros prometo contestar a todas y cada una de ellas.
Nos fuimos al chiringuito y entre copas y risas hicimos una larga lista de locuras. Yo quise arrojarla allí mismo en la playa, pero él me dijo que la inocencia la había perdido hacía

muchos años. Al día siguiente la arrojamos en medio de la bahía.
Confío en que algún día, el vaivén de las olas, me ayudará a que terminen todos los secretos.
LA LEYENDA DE LA CAFETERÍA MIKAY
El viernes por la tarde, después de que nos pusieran de tarea contar una leyenda andaluza, llamé a mi amigo Manué para que me volviese a contar la historia de la cafetería Mikay, donde él había trabajado durante muchos años. Y aquí paso a relataros, exactamente, lo que, sentados en un banco del Paseo Canalejas, Manué me contó:
—Esta triste historia nos trajo más de una discusión con algunos de los clientes.
Lola y Juan habían sido novios desde que eran unos chiquillos, eran vecinos y siempre se les vio juntos. Juntos salían cada mañana y cada tarde hacia el colegio, él se quedaba en San Felipe Neri en la calle Sacramento y ella seguía unos pocos metros más hasta el colegio Jesús María y José, nombre este que apenas nadie conocía, para todos era el co legio de la Torre Tavira. A la salida, Juan la esperaba y jun tos volvían hasta el barrio de la Viña, exactamente a la calle de la Rosa.
Juan estudió Magisterio y años después empezó a trabajar en la escuela unitaria de una pedanía cercana al Puerto de Santa María. Al principio Juan volvía todas las tardes en el Vaporcito, pero cada vez eran más las tardes que perdía el último barco, además, tenía que madrugar demasiado para llegar a tiempo a la escuela, así que ya solo volvía los viernes por la tarde y se iba los lunes a primera hora.
Cada viernes, sin faltar uno, Lola se sentaba en la ca fetería Mikay, donde yo trabajaba, a esperar la llegada del
Vaporcito. Siempre ocupaba la misma mesa delante de la ventana desde donde mejor se veía la llegada de Juan. Pedía un café con leche y luego, apenas lo veía venir, nos pedía uno muy cargado para Juan. Y así hasta el viernes siguiente que se repetía la misma historia.
Pero un viernes Juan no volvió. Lola veía como bajaban todos los pasajeros del Vaporcito pero Juan no venía entre ellos. Llegó la hora de cerrar y Lola seguía sentada en su mesa, esperando a que Juan apareciera. Más tarde nos enteramos de que Juan había tenido un fatal accidente y como entonces no teníamos móviles no habían podido avisarla.
El viernes siguiente, Lola apareció a la misma hora de siempre, se sentó en la mesa de siempre y, también como siempre, pidió su café con leche. Cuando terminaron de bajar los pasajeros del Vaporcito, Lola pagó y se marchó.
Esto se repitió puntualmente, cada viernes durante muchos, muchos años.
El primer viernes que Lola no apareció, los camareros no sabíamos que hacer. Nunca se había retrasado, no queríamos que llegara y encontrara su mesa ocupada, así que cuando una pareja se fue a sentar le dijimos que estaba reservada y se sentaron en otra. Ignoro qué pasó con Lola pero después de muchos, muchos años de no faltar, Lola no volvió. Nosotros seguimos cada semana, a pesar de algu nos clientes, guardando su mesa.
Al final, para no volver a tener problemas con los clientes, todos los viernes al mediodía retirábamos esa mesa, y volvíamos a colocarla cuando cerrábamos. Aunque no la

veíamos, sí que sentíamos la presencia de Lola entre nosotros. Y así, hasta el día que la cafetería Mikay cerró sus puertas, nadie pudo ocupar ningún viernes, la mesa ni la ventana donde por años Lola esperaba la llegada de Juan. Tiempo después, donde estaba la cafetería, abrieron la Caja de Ahorros de Cádiz y más tarde una oficina de Unicaja. Mi opinión personal es que a Lola no le gustaban mucho las entidades bancarias, ya que desde el cierre de Mikay era en este banco donde ahora estamos sentados, donde cada viernes en la tarde, sentíamos su presencia.
Yo puedo decirte que hasta el treinta de agosto de 2011, fecha en que se hundió el mítico vaporcito, estuve sen tándome cada tarde de viernes en ese banco y siempre me sentí acompañado por Lola. Después de ese día, aunque muchos viernes, como hoy, me siento en este lugar, no la he vuelto a sentir. Me gusta pensar que Lola y Juan ya se han encontrado.
MI QUERIDA RITA
Me cuesta mucho escribir esta historia y no sé si me arre pentiré de hacerlo.
Conozco a mi amiga desde… no sé, creo que la conozco desde siempre. Rita, la llamaremos así, nació en una familia numerosa, de clase media alta, donde, como en casi todas las familias de la época, el trato entre los niños y las niñas era muy diferente, cosa que ella nunca aceptó, aunque casi siem pre terminaba acatando. Desde pequeña lo mismo jugaba con las muñecas y cocinitas con sus hermanas pequeñas como ju gaba con los hermanos mayores al tenis, al futbol o a espa dachines
No eran cosas exageradas pero si lo suficiente para que se sintiese “discriminada”. Ella, sin faltar el respeto, nunca se callaba nada:
—No hay derecho, porqué el sí y yo no, pues si ellos van yo voy, volveré a la misma hora que ellos…—. Y así unas veces conseguía lo que pedía y otras veces, la mayoría, nada de nada, pero, como ya he dicho, Rita nunca se callaba.
A medida que crecía, se convertía en la defensora de todas las causas, propias y ajenas, tanto es así que en su cabeza bullía estudiar derecho y dedicarse a batallar por todo lo que considerase justo.
Siguió creciendo, no en estatura pues no creo que lle gara ni al 1,63 y seguía con sus mismas ideas, pero de pronto se encontró con un enorme problema que hizo que todo empezara a cambiar: Rita se enamoró. Se enamoró y ¡qué gran verdad es eso de que el amor es ciego! todo empezó a cambiar. Dejó el estupendo trabajo que tenía en Madrid y en menos de un año y contra viento y marea Rita se casó.

Niños, estrecheces económicas y... un marido “un poquito machista” fue la nueva realidad de Rita. No sé si el amor es ciego, pero en este caso por lo menos era mucho más que tuerto, ¿cómo se come eso de “un poco machista”?- me pregunto.
También Rita, como yo, emigró al país de su marido. Era feliz, amaba a su marido y no le costó adaptarse a las duras condiciones de su nueva vida. Consiguió un trabajo del que disfrutaba mucho en el Ministerio de Salud. Cada maña na, cuando aún su marido y sus hijos seguían durmiendo, Rita se levantaba, terminaba de hacer la comida, lavaba la ropa, nada de lava dora, a mano, se arreglaba, llevaba a sus hijos
en el coche, primero al colegio, más tarde a la Universidad y se iba a su trabajo. Allí Rita volvía a ser aquella niña rebelde de su infancia. Creo que fue buena jefa, buena compañera y muy exigente con ella misma.
La vuelta a casa siempre era igual: supermercado, pre parar cena, comenzar la comida del día siguiente y, alguna vez, planchar una que otra camisa.
Y la verdad es que ella creía que era feliz, amaba a su marido y a sus hijos, ¿qué más podía pedir?
Vivieron días intensos, la Revolución parecía que iba marchando, la mujer luchaba por sus derechos, se conseguían logros importantes y Rita participaba en todo. Pero de la puerta de su casa hacia dentro no había revolución. Rita seguía lavando, planchando, cocinando y ejerciendo de esposa y madre.
Llegaron los problemas, problemas que no merece la pena describir en este momento, y un día Rita despertó. Después de unos años Rita hizo sus maletas, dejó atrás un trozo de su corazón y en el otro se trajo el amor a aquella tierra. Sin mirar atrás volvió a Cádiz.
Ayer, ocho de marzo, día internacional de la Mujer, busqué y encontré a Rita. Tuvimos una larga conversación, mejor diría un monologo, buscando respuestas a infinidad de preguntas. Al final, ni ella ni yo, pudimos entender que pudo pasar para que abandonase a aquella niña respondona, justiciera e inconformista a la que, desde el día que despertó, no ha dejado de buscar.
UNA ENTREVISTA DIFERENTE
Ya se acerca la hora y empiezo a sentir ese cosquilleo que me acompaña cada tarde, no creo que a nadie le importe mi vida, pero parecía tan interesada que no me pude negar.
Quizás porque el día que apareció la sentí muy cercana, sus gruesas trenzas y el flequillo rizado color estropajo, me hicieron oír la voz de mi hermana mayor, mi segunda madre, que con el peine en la mano me decía: “ven aquí que te peine, desastre, esos calcetines no son iguales, ese jersey está sucio, cámbiatelo…”. No hizo falta ninguna presentación, simplemente quería saber de mi vida y yo le sonreí mirando las manchas que adornaban su camiseta.
En mi trayectoria como escritora he contestado a infinidad de preguntas, a veces respuestas preparadas a un cuestionario impuesto por mí y otras las que se le hacen a una persona que, en ese momento, está en la cima de alguna actividad.
Me abordó después de la presentación de mi último libro, novela negra, que, igual que los anteriores, iba camino del éxito. Cuando se acabaron los elogios, la firma de ejemplares, las bebidas, canapés y entrevistas, en ese momento, sola, sentada en un rincón, con una copa vacía en la mano, empezó, como ya se estaba ha ciendo habitual, la sensación de sole dad y angustia. Siempre se lo achacaba a la presión del editor para comenzar el siguiente thriller.

Y entonces apareció: delgaducha, le calculé unos doce años, muy segura de lo que hacía, con una vieja libreta en la mano y una mueca, entre risueña e irónica, que me desarmó. No me dijo su nombre, así que se convirtió en “Ella”.
—Me gustaría hacerle algunas preguntas —dijo muy resuelta.
No pude decirle que no, como ya, con la excusa que estaba cansada, le había dicho a algún que otro periodista.
—¿Por qué tantos crímenes? ¿No hubo nada distinto en su vida? Estoy segura de que, si busca, encontrará algo mejor que tanta sangre, me consta que en su juventud le gustaba escribir poemas.
No puedo recordar ninguna de las respuestas que le di, pero sí que todo lo que iba preguntando, para mí era como un revulsivo.
—Ese género es más productivo económicamente? ¿Ha pasado necesidades? ¿Cómo recuerda a su familia? ¿Considera que tuvo una buena infancia?
Nadie me había preguntado antes cosas tan directas, tan personales. Soltaba sus preguntas, una tras otra, sin es perar mis respuestas, y todas eran similares:
—¿A qué jugaba con sus hermanos? ¿Cómo los recuerda? ¿Con cuál de los seis se llevaba mejor? ¿Quién era su cómplice? —me extrañó que no me preguntase si tenía hermanos y que diese por sentado que éramos siete.
—Bueno, la veo cansada y si no está acostumbrada a beber… le prometo que alguna tarde, en que la vea sin tantos aduladores alrededor, volveré para que me ayude con mi tra bajo—. ¿Por qué sabía que no era bebedora?
Y, simplemente, se levantó y se fue.
Desde esa noche, no me puedo concentrar. Me cuesta pensar en robos y asesinatos, y en mi cabeza surgen nuevas ideas que luchan por salir
Cada tarde espero sentada en el porche a que vuelva y algo me dice que hoy vendrá.
—Hola Ella, sabía que hoy vendrías, quiero, necesito, que sigas haciéndome más preguntas, que no te dejes ningu na, no importa que de momento no tenga respuestas para la mayoría, pero sé que tú, las tienes todas, solo pregunta, pre gunta, pregunta, ayúdame a recordar.
Ella preguntó y repreguntó y, al final, hablé, hablé y hablé. De madrugada, cuando el sueño me vencía, me levanté y le dije:
—Me gustaría que te quedases, pero sé que no lo ha rás, quizás vuelvas cuando sepas que te necesito. Hasta siempre, Pepito Grillo.
Y, simplemente, se fue, con su pelo de estropajo, su camiseta manchada, los calcetines desparejados y con mi misma sonrisa.
Anoche empecé el nuevo libro, pero esta vez me olvido de asesinos, ladrones e inspectores, esta vez volveré a ser yo. Esta vez volveré a escribir poesías.
MARINA
Marina era un ser especial, Marina era una artista de las le tras, del pincel y los colores, Marina era, entre otras muchas cosas, mi abuela, mi abuela Marina.
Desde niño había oído de su boca historias en las que la naturaleza, sobre todo el mar y la luz, era siempre el escenario de relatos que su imaginación hacían que mi mente in fantil viviese de un modo extraño, casi obsesivo, toda aque lla fantasía.
Sus cuadros, en especial lo relacionado con el mar, se los disputaban las salas de exposiciones más reconocidas internacionalmente.
Marina tenía muchos, no sé cuántos años, cuando después de pedirme muchas veces que fuese nuestro secreto, me contó su últi ma historia. Empecé oyéndola como una más de las muchas que le había

escuchado toda la vida, pero desde el comienzo esta fue diferente:
—Óyeme bien, Lucio, esta será la última historia que te cuente, tú ya tienes edad para oírla y yo ya no tendré más tiempo para contártela. Nunca deberás revelar a nadie el lu gar al que ahora vamos a volar, si lo cumples te verás recompensado, pero todo lo perderás si lo descubres. Cuando yo no esté deberás viajar hasta allí y él hará lo demás.
Hace mucho, mucho tiempo, que llegué a la pequeña isla donde me crie, mis padres, unos humildes pescadores, siem pre me contaron que un día aparecí, sin saber ellos como, caminando sola por la playa, una preciosa cala de arenas blancas y muy finas.
Yo no sé de dónde venía, solo tengo el recuerdo de que, rodeados de algo como una gran nube de luz, salí del agua de la mano de un señor que me dijo que se llamaba Lucio, como tú, y que aunque no lo viese, él siempre estaría allí y además, que cuando creciera y supiera lo que me gustaría ser en la vida solo tendría que ir a la playa, gritar su nombre y él me ayudaría a conseguirlo.
Cada tarde pedía a mi madre que me llevase a pasear por Mi Playa, y al llegar, algo que no puedo explicar, cambiaba dentro de mí. Me sentía etérea, como si mi cuerpo cami nara por la orilla pero mi esencia me observara desde fuera.
La primera vez que me dejaron ir sola el cambio no solo fue en mi interior. El mar ya había terminado de acoger el último trocito del sol y las primeras sombras se adueñaban del lugar. Cuando metí mis pies en la orilla tuve la sensación de que el mundo cambiaba su rumbo y empezaba muy suave mente a girar hacia la izquierda y, aunque el sol no volvía a salir, una claridad especial iba apareciendo hasta iluminar toda la cala y entonces sentí la presencia de Lucio junto a
mí, y desde ese atardecer hasta que me fui de la isla no dejé ni un solo día de disfrutar de mis anocheceres mágicos.
Hoy, en la lejanía que dan los años, no me explico cómo yo veía todo aquello como algo normal, pero así fue y así si guió siéndolo durante mucho tiempo
Siempre me gustó pintar y contar historias, así que cuando tuve muy claro a lo que quería dedicar el resto de mi vida fui hasta mi playa, mi origen, mi refugio, mi todo. Entré en el mar y con todas mis fuerzas grité: “Aquí estoy Lucio, ya sé lo que quiero” no sé como Lucio apareció a mi lado “Aquí estoy Marina, cuéntame que es lo que quieres” y hablamos durante mucho tiempo, le hablé de mis dibujos, de las historias que alborotaban mi cabeza luchando por escapar y de aquel lugar de donde no pensaba alejarme nunca. Entonces me dijo: “Serás una gran escritora y tus cuadros sorprende rán al mundo, sobre todo cuando tu inspiración sea el mar, pero tienes que alejarte de aquí y volar sola. Guarda el secreto de este lugar hasta el día en que me mandes a tu ser más querido. Si él me busca y sabe guardar nuestro secreto yo también le ayudaré.”
Y hoy, que se cumplen dos años desde que mi abuela nos dejó, estoy en este aeropuerto en la tercera escala de mi viaje, tratando de encontrar la playa en la que la poderosa imaginación de Marina dio vida a su querido Lucio, pero ¿y si no fuera cosa de su imaginación?
SETENTA Y CUATRO ESCALONES
Como cada día, abrí el buzón con la esperanza de encontrarlo vacío, pero no, ahí estaba. Sí, ahí estaba la carta y como me temía ya no había marcha atrás. El sobre, que mi mano aprieta con fuerza, me quema. Lentamente empiezo a subir uno a uno, los setenta y cuatro peldaños que me separan de la única
solución. Todos los días hago varias veces este mismo trayecto, tratando de conse guir un nuevo record de velocidad, para luego bajar saltando los escalones de dos en dos o de tres en tres, pero esta vez es diferente, esta vez será un lento viaje para el que solo tengo billete de ida.
Un lento viaje que aún no he empezado y ya siento como se me escapan las fuerzas, siento como los escalones se van haciendo cada vez mal altos y siento como mi ropa se va empapando de cansancio, Cada paso que doy va sacando mis recuerdos y mi cabeza se va llenando de frases inútiles que compiten entre ellas:

“No debiste..., quizás aún puedas…, qué esperabas…, por qué no lo vuelves a intentar?..., te lo mereces…, eres un cobarde… hazlo de una vez…
Pero yo, sospechando lo que pretenden, hago un gran esfuerzo y consigo no tomar parte en su debate. No dejaré que me confundan. ¡La decisión está tomada!
Setenta y dos, setenta y tres y setenta y cuatro. Inu sualmente encuentro la puerta de la azotea abierta, sonrío pensando que es una invitación y sigo adelante.
Sin lograr soltar el sobre, subo al pretil y sin vacilar, doy el paso definitivo.
MIS QUERIDOS COMPAÑEROS
De nuevo ante el papel en blanco ¿por qué digo papel y no pantalla si estoy delante del ordenador? Debe ser porque es más poético, pero no deja de ser un lugar común. ¿Por qué lu gar común y no frase hecha? Hay que ver cuántas tonterías y todo porque no sé por dónde meterle el diente a la tarea.
Voy a tratar de hacer algo gracioso, ¿gracioso? ¡Gracioso es solo pensarlo! Como se me ocurre eso si leo después de Paula y antes que Chayo, pues entonces procuraré algo que merezca la pena, algo profundo, donde deje ver mis co nocimientos literarios, ¡qué ridículo! ¿Cómo voy a poder llegar ni a la suela de los zapatos de Divina, Vicente o Eugenito?
A lo mejor puedo describir un hermoso paisaje, una iglesia o aquella casita de mi infancia de manera que quien lo lea se sienta transportado hasta ese lugar como si lo conocieran, después de escuchar a Pedro, Nina o Carolina debería poder hacerlo sin problema. No, no creo que lo consiga.
¿Y si mezclo algu na reflexión, más o me nos, profunda con algunos trazos de prosa poé tica?, no, seguro que todos pensarían que estoy copiando a alguna de las dos Marisa. La verdad es que me encanta como las dos saben decir las cosas.

Ya está, algo sencillo, claro e ingenioso, trataré de imi tar como lo hacen Patry o Marisol. Pero es que yo no quiero imitar a nadie, lo que de verdad me gustaría sería poder te ner un poquito de cada uno de ellos. ¿Sabes que te digo? Pues que mejor hoy no escribo nada. Mañana lo volveré a intentar siendo yo misma y ya veremos qué es lo que me sale.
SEPTIEMBRE
¿Qué tiene septiembre? - me pregunto año tras año- Que tendrá septiembre, en esta tierra, que en cuanto asoma en el calendario, sus tardes me hacen sentir nostálgica, sensible o
con una tremenda soledad interior. Dicen los entendidos que puede ser el cambio de luz lo que influye en nuestro estado de ánimo, pero ¿por qué octubre o noviembre, meses más oscuros, no hacen que me sienta así?
Todos los días, al caer la tarde, salgo a caminar por el Paseo Marítimo. El mar en calma o embravecido, la playa llena o vacía, invierno o verano, frio o calor, sola o acompañada, eso, ¡todo eso no tiene mayor importancia! Mi cuerpo y sobre todo mi mente, me exigen ese paseo sin que importe nada más.

Antes, cuando mi pelo no estaba teñido de blanco y mi espalda no se quejaba constantemente, salía a correr, pero ya hace mucho tiempo que me conformo con caminar más o menos deprisa, pero siempre a lo largo de “Mi Paseo”, sí mi paseo, pues así es como yo lo siento, Mi paseo.
Es verdad que septiembre es un mes de cambios, empiezan las clase y todas esas actividades en las que nos vamos metiendo todos los que nos jubilamos, que hacen que poco a poco tengamos menos tiempo libre que cuando está bamos activos. Durante el día siento este mes como otro cualquiera, es al caer la tarde, cuando el sol va buscando esconderse tras el horizonte, cuando se apodera de mí esa sensación que, aunque se repite año tras año, nunca he sabido describir.
Tengo que aclarar que, para que ese sentimiento se produzca, tienen que concurrir dos condiciones: atardeceres de septiembre y mi tierra.
Cuando la vida me llevó lejos, muy lejos de aquí, allí donde no se distingue el invierno del verano, allí donde el cie-
lo azul y el calor del sol dan paso en cuestión de minutos a una lluvia torrencial y viceversa, también mi cuerpo me pedía dar esos paseos, pero nunca sentí esa “nostancolía”
¿Nostalgia, soledad, melancolía? No sé, pero he llega do a la conclusión de que sea lo que sea, lo seguro es que va acompañado de una gran cantidad de masoquismo, pues a pesar de todo yo adoro los paseos en mi tierra cuando empie zan a caer las tardes de septiembre.

¡NO LAS ABANDONEMOS!
Desde que me picó el gusanillo de la escritura, en mi cabeza las ideas se mueven frenéticamente, bailan a un ritmo endiablado, se amontonan unas sobre otras y no soy capaz de po nerles orden. Todos los días, cuando salgo a caminar, me pasa lo mismo. Debe ser que las musas salen a la misma hora que yo. Cualquier cosa me llama la atención, enseguida mis neuro nas se ponen a trabajar y rápidamente fluyen historias que van cogiendo forma. Siempre hay una que me atrae más y juego con ella. Mentalmente le doy forma, pongo nombres a sus personajes y hasta llego a darles un final. Luego, al llegar a casa, hago alguna anotación para desarrollarlas, pero la mayoría de las veces se que da en eso, en ideas que quisieron asomarse y no encon traron quien les diera vida. Poco a poco me va invadiendo una sensación rara, como si estuviese estafando a alguien, no paro de pensar que ha bría pasado si alguno de mis autores favoritos hubieran de jado morir en el olvido las ideas que les hicieron escribir esas obras que tanto me han hecho disfrutar. ¡Cuántas pe queñas o grandes obras se habrán perdido por la negligencia
de alguien en un momento! No comparo mis humildes historias con ninguna joya de la Literatura, pero no paro de pre guntarme: ¿Tengo derecho a dejarlas morir?
Por eso, para no sentirme culpable, ese día me propuse no dejarlas entrar, luché por mantener mi mente ocupada mientras caminaba, recordando la letra de una canción, pensando en la lista de la compra o en la de los reyes godos. Todo para que esas pequeñas intrusas no lograsen entrar. Si no las conocía no podrían reclamarme nada. Por último jugué a adivinar que pensaban las personas con las que me cruzaba.
Primero fui haciendo una selección, las personas deberían ir solas, no podrían ir hablando por el móvil ni oyendo música y así poco a poco y día a día fui metiéndome en la mente de muchas de ellas.
Había empezado este juego para evitar que me vinie sen ideas, pero pronto me di cuenta de mi error pues muchas de estas personas tenían el mismo problema. En sus mentes bullían historias de todo tipo, historias que se amontonaban, maravillosas historias que lograban meterse en mi mente y seguro que la mayoría de ellas se perdería pues sus dueños no le daban importancia. Había sido peor el remedio que la enfermedad.
Por eso, he comprendido que no puedo luchar contra las musas, Ahora, siempre que salgo a caminar, llevo una pequeña grabadora y no es extraño que me vean hablando sola por la calle.
Si nos cruzamos al caminar tened cuidado, si tenéis una buena idea cuidadla y escribirla, no dejad que se pierda. Pensad que muchas de las grandes obras literarias han sido adoptadas por personas, que como yo, salimos diariamente a la caza de las ideas abandonadas.
ÍNDICE
Marisol Acuriola López 11
Eugenio Barriola Armida 31 Marisa Camacho Sánchez Jurado 71 Vicente Díaz Marrero 97
Pedro García Martos 131 Paula Gil Moyano 169
Yayo Gómez 185 Nina López Revuelta 219 María Luisa Martín Indurria 245 Carolina Morillo Pérez 265
Patricia Pérez Gómez 297 Regla Rodríguez Reyes 327