Revista Arte & Cultura Vol. III / N° 2 (2016)

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La aparición de los pueblos indígenas y una pequeña historia paralela que se cuenta en el filme, más bien parecen una excusa para mostrar la diversidad cultural de Guatemala y así provocar otro nexo de identificación (así como los paisajes de las costas de Pacífico con su arena negra, por un lado, y el Río Dulce y Lago de Izabal, en el Atlántico, son como postales turísticas para mostrar la diversidad paisajística del país). Buscando combustible para el yate, Ricardo y Virginia llegan a un poblado indígena, sito en las planicies de Izabal. No se trata de una población kekchí, como podría suponerse, sino de un desfile de trajes tradicionales escogidos por su colorido y no por pertenencia étnica alguna. Todos los pueblos imaginables del altiplano guatemalteco viviendo entre palmeras y guacamayas. Lo importante es el collage y no la búsqueda de la identidad múltiple de la nación guatemalteca. De acuerdo a los créditos estos extras son del “conjunto indio de Isais Ordóñez” y demuestran su procedencia ladina y urbana, pues más de un “campesino” pasa con su canasto dando saltitos como se acostumbraba en los muy de moda “conjuntos folklóricos” de danza y no falta quien se tropiece al no estar acostumbrado a caminar en el campo. Las mujeres, con cántaros de barro, van de arriba abajo, llevando agua a una obra invisible, mientras el director de fotografía (el mexicano Raúl Martínez Solares) busca “imágenes plásticas”. Unos hombres están unos ocupados en hortalizas y algunas mujeres parecen estar cosechando. Otros hombres vagan sin rumbo y dos más están sentados en el suelo, afuera de un rancho, sin ocupación alguna. Para completar esta ejemplar muestra del imaginario ladino acerca de “el otro”, la conocida cantante rubia Elenita Santos, de la República Dominicana, interpreta un famoso bolero de Diógenes Silva y José Paxot (“Mayba”, canción indígena, dice la propaganda), mientras teje canastos con otra blanca vestida de indígena. Para ambientarlo en Guatemala, los sonidos de las orquestas caribeñas que generalmente interpretaban la melodía, son cambiados por una marimba, eso si, sin que desaparezcan los tambores que le dan un reconocible ritmo afroamericano. En el momento en que Ricardo es mordido en la selva por un reptil, en las afueras de un rancho sito en un las planicies del Izabal, Silvestre y su papá llegan a pedir la mano de Juanita al padre de este. Los tres hombres lucen pañuelos amarrados

al cuello y camisas “típicas”, solo que en el caso del joven, una versión de pasarela: abierta en el frente para lucir el cuerpo musculoso del joven y en la cintura un gran puñal de cazador. El padre de la muchacha no acepta que se casen de inmediato, pero si invita al posible consuegro para ir a tomar un trago, como buenos amigos que son, lo que induce a pensar en el viejo estereotipo del indígena borracho. Juanita y Silvestre encuentran moribundo a Ricardo: “-Me lo llevo pa’ tu casa, tu tata sabe cómo curar estas cosas”, dice Silvestre. En el rancho, adornado con un cuadro del Cristo de Esquipulas, los papás de ambos vendan la pierna de Ricardo, que está acostado en la cama cubierta por un “poncho” de Momostenango, algo inusual en el trópico guatemalteco por su confección adecuada para los meses fríos del altiplano. Un candelabro de hojalata de Totonicapán recién comprada sostiene una candela que “ilumina” el aposento. Cuando Ricardo se recupera, van a buscar a Silvestre y se topan con un baile. Una marimba simple interpreta un son y una fila de sololatecos brinca frente a una fila de muchachas. A los “forasteros” no les interesa el baile y siguen su camino, pero la “estampa típica” ya fue presentada. Una vez más, los pueblos indígenas guatemaltecos sirven como decoración, pues a ello se reduce su participación en esta escena. Los indígenas son blancos (ladinos) ataviados con prendas indígenas, algo que no era raro en la Guatemala de aquella época en que el “disfrazarse” de indígena era un deporte nacional. Se vivía en una descarada doble moral, porque mientras la sociedad se ufanaba de su pasado indígena y de sus “expresiones folklóricas auténticas”, se despreciaba y explotaba al indígena vivo sin ningún escrúpulo por medio del sistema del latiminifundismo. Este hacía que la familia indígena, por los magros ingresos de su “finca subfamiliar” ubicada en las tierras altas del país, se vieran obligados a ofrecer su fuerza de trabajo temporal en los latifundios, generalmente situados en la bocacosta o en la costa sur o bien en otras latitudes donde se producían (y se producen) bienes para la exportación. El imaginario ladino sobre el indígena de esta época era, pues frecuente, tanto en los grandes escenarios (por los conjuntos de danza “folklórica”, en especial por el Ballet Moderno y Folklórico, que le daba peso oficial a la visión estereotipada de los bailes y los

Artes Visuales y Escénicas

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