CELULOIDE DIGITAL #135 - MAYO 2022 - FLEE

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os alcances del cine documental se han expandido insospechadamente en los últimos años y las líneas que lo separan del cine de ficción se han desdibujado para abrir un universo de posibilidades. “Flee”, la propuesta del realizador danés Jonas Poher Rasmussen, abona para seguir experimentando con los recursos y dinamitando las limitaciones narrativas de esta expresión cinematográfica. Presentado como un filme animado la mayor parte su metraje, “Flee” tiene como protagonista a Amin Nawabi, un refugiado afgano radicado en Dinamarca que accede a contar su historia de supervivencia pero con la condición de mantener su anonimato, por lo que Amin es por supuesto un pseudónimo y no su nombre verdadero. La cinta recrea mediante una animación sencilla pero poderosa los recuerdos y anécdotas que Anim compartió en una serie de entrevistas concedidas al realizador Jonas Poher Rasmussen, con quien ha sostenido una amistad de 25 años desde que se conocieron a los 15 años de edad en la escuela preparatoria en Dinamarca. El realizador, nacido en una familia judía que tuvo que huir de Rusia a finales del siglo XX, sintió gran identificación con la historia de Amin y las razones por las cuales decidió no comentar su historia con absolutamente nadie durante más de dos décadas. Amin nos comparte su historia desde su infancia en su natal Kabul donde descubrió su muy temprana atracción por los hombres, particularmente por Jean-Claude Van Damme en sus emblemáticas cintas de artes marciales; y aunque parezca una obviedad, cabe señalar que la homosexualidad en Afganistan estaba prohibida, tanto así que ni siquiera existía una palabra para referirse a esta orientación sexual. En Kabul, también presenció la detención de su padre y su desaparición forzada por parte de un grupo armado, para después ver cómo uno de sus hermanos mayores tuvo que esconderse para no ser llevado a alistarse en las fuerzas armadas durante la guerra. Amin también nos comparte cómo fue su llegada en solitario como ilegal a Dinamarca cinco años después de huir de Afganistan solicitando asilo como refugiado, pero no sin antes narrarnos su residencia en Moscú como refugiado ilegal, viviendo con su madre, sus hermanas y un hermano mayor en un minúsculo departamento, siempre con miedo de ser detenidos y deportados a Afganistán y con las telenovelas mexicanas en la televisión —ojo a la referencia a “Simplemente María” con Victoria Rufo— como el único escape efímero de la cruel realidad.


Aunque vinculada inevitablemente con “Waltz with Bashir” (2008) de Ari Folmam y “Tower” de Keith Maitland —ambas propuestas documentales que acuden a técnicas de representación gráfica en movimiento—, la animación aquí cumple principalmente un propósito político: ocultar la identidad del protagonista así como su integridad y la de sus allegados; pero la propuesta visual también funciona para potenciar dramáticamente el relato con dos estilos distintos. Y es que en las recreaciones de los sucesos que Amin atravesó en su niñez en Kabul, su adolescencia en Moscú y su adultez en Copenhague, el director acude a una estética más tradicional durante la mayor parte del metraje, pero para los episodios más descarnados y traumáticos recurre a una propuesta más abstracta para luego mostrar las repercusiones que tuvo en la construcción de su identidad. Porque aunque Amin lleva décadas alejado de los territorios violentos, su identidad trastocada y sus traumas persisten hasta el día de hoy y quizá sean palpables durante muchos años más o incluso por el resto de su vida. Y es que en más de una ocasión en pantalla atestiguamos cómo la crítica situación que atravesó le dejó secuelas que lo volvieron frío y seco en su comportamiento, lo transformaron en una persona obsesionada con su preparación académica para no sentir que estaba decepcionando a su familia e intentado rendir un homenaje a los grandes sacrificios que hicieron por él; se trata de un comportamiento que además lo apartó de la conexión emocional con otras personas durante gran parte de su vida. De esta manera, “Flee” se inscribe en la lista de películas sobre refugiados políticos pero destaca entre estas producciones al no centrarse exclusivamente en el drama de su supervivencia y en su odisea para escapar de los lugares hostiles para finalmente encontrar refugio y una vida digna, sino también por aprovechar el formato animado para dotar a sus imágenes de un aura única y poética para resaltar las profundas y quizá permanentes consecuencias psicológicas que deja una experiencia de vida como la del protagonista: vivir siempre con miedo, mintiendo sobre tu pasado y con un futuro construido en un terreno que supones ilegal y que te engullirá en cualquier momento.






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a factoría Marvel incursiona en el cine de terror con la secuela de “Doctor Strange” (2016), de Scott Derrickson, ahora bajo la batuta del estadounidense Samuel Marshall Raimi, reconocido director de culto responsable no sólo de dos de las mejores películas de superhéroes de la historia —“Spider-Man” (2002) y “Spider-Man 2” (2004)— sino de una filmografía consistente y versátil construida principalmente sobre el cine de género con títulos como la canónica “Evil Dead” (1981), “Darkman” (1990), con la que incursionó en el cine de superhéroes, y “Drag me to Hell” (2009), su gran regreso al cine de terror en la primera década de este milenio. En “Doctor Strange in the Multiverse of Madness” (2022), el otrora Hechicero Supremo (Benedict Cumberbatch) tiene que ayudar a America Chavez (Xochitl Gomez) —una chica con la capacidad de moverse física aunque también involuntariamente entre el Multiverso— a escapar de una entidad que quiere matarla para adueñarse de su poder. Stephen Strange, incapaz de proteger solo a la chica y con el riesgo de que su increíble poder caiga en las manos equivocadas, busca la ayuda de Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), quien desde los incidentes de Westview —ver la serie “WandaVision” es esencial— ha decidido vivir en autoexilio. Sin embargo, pronto se revela que es la misma Wanda quien ha enviado a los monstruos tras America para hacerse de su poder y encontrar a sus hijos en distintos destinos dentro del Multiverso. Esta es la premisa base de la que parte “Doctor Strange in the Multiverse of Madness” y a partir de ella el director Sam Raimi hace lo que mejor puede con un guion hace agua por todos lados pero al que intenta revestir con su particular estilo. La cinta presenta por varios momentos la impronta de su artífice, desde la aparición del actor Bruce Campbell en un absurdo rol —y protagonista de una de las escenas pos créditos más estúpidas en la historia del UCM— hasta múltiples señas visuales distintivas como muchas escenas gore que parecen sacadas de su saga “Evil Dead” con muertos vivientes incluidos o escenas de acción que involucran edificios que nos remiten a las presentadas en su trilogía de “Spider-Man”. Las posesiones demoniacas y el espíritu lovecraftiano que Raimi ha conjurado en su cine se presenta también aquí en la forma de una Wanda Maximoff como máxima villana, en los monstruos tentaculosos interdimensionales y en la del mítico libro de magia oscura conocido como Darkhold —El Libro de los Pecados o El Libro de los Condenados—, una suerte de equivalente del

Necronomicon al que el director ya había hecho referencia en la ya mencionada “Evil Dead”. Pero a pesar de que Sam Raimi aprovecha cada oportunidad para expresar estéticamente su estilo que para muchos podría ser grotesco, narrativamente “Doctor Strange in the Multiverse of Madness” pertenece en su totalidad a Marvel, para bien, pero sobre todo para mal. Y es que no es necesario ser un Illuminati —grupo de personajes que aquí son nerfeados hasta niveles risibles y que realmente no aportan absolutamente nada al arco narrativo del protagonista— para intuir el nivel de intromisión por parte del estudio para crear un producto que satisfaga a las masas menos exigentes ávidas de un espectáculo emocionante pero vacío. Las sospechas se confirman cuando el propio Raimi admitió que su versión original duraba 2 horas con 40 minutos y sus declaraciones reafirman la sensación que nos deja la cinta: encontramos frente a una producción reescrita —el guion pertenece a Michael Waldron—, reshooteada, recortada y parchada sobre la marcha para borrar el desarrollo de los personajes —¿realmente alguien se creyó la evolución de Wanda ahora transformada tan abruptamente en una villana?— e insertar cameos que son un mero fan service, algunos de los cuales son completamente desaprovechados y otros tantos verdaderamente sin sentido alguno. “Doctor Strange in the Multiverse of Madness” era una gran oportunidad para que Marvel explotara el multiverso y realmente nos ofreciera algo mínimamente propositivo, tal como lo hizo la impresionante “SpiderMan: Into the Spider-Verse” (2018) —y como promete hacerlo su secuela “Spider-Man: Across the SpiderVerse” (2023)—, pero en cambio sigue apostando a lo seguro con la fórmula de cintas genéricas intercambiables. Y es que la idea de un multiverso es aquí absolutamente desaprovechada, no es más que un pretexto para ofrecernos un relato pleno en guiños y referencias que, aunque no está tan despersonalizada como la más reciente trilogía de Spider-Man a cargo de John Watts y sí presenta momentos realmente inspirados con cierta inventiva autoral en su aspecto visual como muy pocas veces se ha visto en el UCM —ojo a la estupenda escena donde la Bruja Escarlata sale dislocada de un espejo—, no consigue escapar de los lugares comunes, las arbitrariedades, las conveniencias narrativas y las incoherencias que desafortunadamente también se han convertido en marca de la casa.



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rente a la ineptitud de un gobierno que en algun ì momento ni siquiera queria ì reconocer que existia ì n las desapariciones forzadas y su complicidad con el crimen organizado, las madres y esposas de los desaparecidos en El Fuerte, Sinaloa, decidieron en 2014 salir a las calles a buscar los restos de sus familiares, a los que se refieren como sus «tesoros». Entre los documentales que dan cuenta de la critì ica situacion ì del paisì con respecto a las desapariciones vinculadas con el crimen organizado, sobresale “Te nombreì en el silencio”, la opera prima documental de Joseì Maria ì Espinosa de los Monteros, por no caer en el juego del morbo que lo podria ì acercar masì hacia el tono de cualquier nota roja. Entre las madres que se han organizado para formar los grupos de busì queda destaca Mirna Nereida Medina Quino Þ nes, una mujer ingobernable, coqueta y brutalmente honesta cuya alegria ì , fortaleza y tenacidad frente a la tragedia inevitablemente la convirtieron en la lid ì er de uno de los grupos de Las Rastreadoras de El Fuerte. Y es que la personalidad de Mirna es tan magnetì ica que incluso por momentos toma el absoluto control del documental al ordenarle al camarog ì rafo que no baje la cam ì ara y que siga grabando cuando en medio del desierto se encuentran con una camioneta que podria ì pertenecer a los peritos de la fiscalia ì o bien a los sicarios del algun ì grupo criminal. El documental toma la historia de Mirna como el hilo conductor, pero tambien ì da voz a otras madres y esposas a los que les han arrebatado a sus hijos, hijas o esposos. Maria ì Cleofas, por ejemplo, comparte casi como una confesion ì sentirse muchas veces sin energia ì para si quiera levantarse de su cama por las mana Þ nas desde la desaparicion ì de su hijo, pero tambien ì revela que al ponerse su camiseta personalizada con la identidad de Las Rastreadoras, se siente revitalizada para unirse a las otras mujeres en la busì queda de masì «tesoros». Mientras tanto, Irma Lisbeth, quien habloì por telefì ono con su hija Kumiko tan solì o unos instantes antes de ser asesinada y logroì escuchar la sirena de una patrulla, jura no descansar hasta encontrar el cuerpo de su hija. Si bien el documental inicia de manera dramatì ica con el descubrimiento de una parte del cuerpo de Roberto Corrales, el hijo Mirna al que estuvo buscando durante tres ano Þ s, pronto se aleja de esa lin ì ea trag ì ica para mostrarnos un relato que destaca por los momentos de alegria ì , amor y hermandad que viven Las Rastreadoras, a las que no se les ha olvidado reirì . Y es que por supuesto que no existe tal cosa como un tabulador con el que pueda medirse e interpretarse el dolor y el sufrimiento que han padecido estas mujeres; sin embargo, lo que el director propone es un ejercicio de acercamiento a las vicì timas desde una perspectiva poco explorada, una desde la alegria ì y el amor que sigue existiendo en sus vidas, en las que no solì o la resiliencia sino tambien ì la alegria ì funcionan como una suerte de escape momentan ì eo para no romperse por completo ante la pesadillesca realidad que se ha apoderado del Mexì ico que tanto aman y del que se sienten orgullosas, pero del que tambien ì sienten vergue ?nza al verlo convertido en un paisì que camina sobre sus muertos. Y aunque “Te nombreì en silencio” no deja de ser un documento de denuncia de un estado fallido con una absurda guerra contra el narco y un desamparo absoluto por las vicì timas, es antes que todo un canto a la solidaridad, fortaleza y valentia ì de Las Rastreadoras de El Fuerte que siguen viviendo por y para sus hijos.



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a inequidad de género, la migración y las tradiciones son algunos de los elementos que han dado forma la filmografía de la actriz y directora oaxaqueña Ángeles Cruz. Desde su primer cortometraje “La Tirisia o de cómo curar la tristeza” (2012), cuyo guion fue firmado por la reconocida María Renée Prudencio, están presentes sus inquietudes como mujer y como cineasta. Con “La Carta” (2016) y “Arcángel” (2018), la cineasta continuó sentando las bases de su universo temático humanista abordando temas como la discriminación y rechazo de las personas de la comunidad LGBT y la imposibilidad de una vejez digna para las personas indígenas en las comunidades apartadas. “Nudo mixteco” (2021) representa su primer largometraje y con él reafirma su compromiso con una visión crítica y nada complaciente en la representación de las mujeres indígenas y en la importancia de compartir sus historias, pero enfocándose particularmente en esta ocasión en un tema por demás olvidado en nuestro cine: la sexualidad de las mujeres indígenas en México. La película está protagonizada por tres mujeres: María (Sonia Couoh) es una empleada doméstica que trabaja en la Ciudad de México y cuando regresa a su pueblo natal San Mateo para asistir al funeral de su madre, es rechazada por su familia por su orientación sexual y tiene un reencuentro con Piedad (Eileen Yañez), una chica con la que tuvo una historia amorosa que no ha cerrado. Chabela (Aída López), es una mujer que debe sacar adelante a su familia ella sola luego de que su esposo Esteban (Noé Hernández) se fuera tiempo atrás comp migrante a los Estados Unidos buscando oportunidades que le prometan un futuro mejor; pero el regreso de Esteban detonará un conflicto cuando éste se entere que su esposa ha comenzado una nueva vida con otro hombre. Toña (Myriam Bravo), es una mujer que también abandonó su pueblo nata el busca de una vida mejor, pero regresa a San Mateo ante el temor de que su hija se encuentre en peligro y pueda ser víctima de un suceso terrible como a ella le sucedió cuando era niña. Narrada de manera fragmentada y dando breves saltos temporales, la cinta transcurre durante los días de la fiesta patronal de San Mateo y las historias, más que entrecruzarse, se van complementando en una estructura que nos remite a un entramado firme y potente. La localidad de San Mateo funge en la historia como un personaje más al tratarse de un pueblo ficticio que sirve como una suerte de reimaginación del pueblo natal de la directora, la comunidad mixteca Villa Guadalupe Victoria, en el municipio de San Miguel el Grande en Tlaxiaco, Oaxaca, donde se llevó a cabo la filmación. Aquí, además del tema de la sexualidad de las mujeres en las comunidades apartadas, el punto de encuentro de las historias es la migración, tanto dentro de nuestro propio país como más allá de las fronteras mexicanas; “Nudo Mixteco” es un relato sobre quienes se fueron lejos y han regresado, pero también sobre aquellos que resistieron y se quedaron en la comunidad.

La opera prima de Ángeles Cruz, establece de esta manera un diálogo con la sobresaliente cinta “Año Bisiesto” (2010), de Michael Rowe, protagonizada por los grandes Mónica del Carmen y Gustavo Sánchez Parra. En el filme, Laura, una mujer oaxaqueña cuya vida personal consiste en trabajar monótonamente como colaboradora para una editorial y tener romances de una sola noche que le sirven como bálsamo contra la soledad, conoce a Arturo, con quien comienza una intensa relación cimentada en múltiples y violentos actos sexuales que poco a poco comienzan a obsesionarla al punto de decidir revelarle a su esporádico amante los secretos sobre su pasado. Michael Rowe, quien a pesar de su origen australiano tiene su ojo formado en México, retrata la situación de los indígenas que emigran a la capital y retoma el tema de la soledad en una gran urbe como lo es la Ciudad de México. La idea para “Nudo Mixteco” surgió cuando la directora escuchó la terrible anécdota de una mujer que había sido abusada sexualmente cuando era niña; fue entonces que la realización de una película que abordara este tema se volvió una necesidad, así como también lo fue el exponer la forma de gobierno de las comunidades que se rigen por los usos y costumbres, y que ha causado gran polémica en varios estados como Guerrero, en donde se ha revelado que es común que se realicen ventas de niñas para matrimonios arreglados con el pretexto de estar actuando bajo el amparo de su sistema de autogobierno. Buscando nunca embellecer visualmente su propuesta, la directora se apoya de la directora de arte Basia Pineda, también originaria de Oaxaca, de la fotografía de Carlos Correa y de las composiciones sonoras de Rubén Luengas, para consigue el ambiente evocador que nos transporta no sólo física sino emocional y psicológicamente a los ambientes comunitarios del país donde todo tipo de decisiones se someten a votación, tal como lo vemos en la escena en la que, con el fin de resolver el problema de Chabela y Esteban, se convoca a una reunión en la plaza pública del pueblo donde la solución al conflicto marital se somete a votación de los asistentes de la comunidad. “Nudo Mixteco”, que tuvo su premier internacional en el Festival Internacional de Cine de Miami y su presentación nacional en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia donde compitió en la Sección Largometraje Mexicano obteniendo el premio del público y el de mejor guion, echa mano de las historia de tres mujeres y de los tres eventos más importantes para la comunidad —la fiesta de su santo patrono, el ritual del velorio y el entierro y la asamblea comunitaria— para detallar un retablo que captura el entramado social y la cultura local en donde las mujeres se enfrentan día con día al machismo y en donde encuentran en el ejercicio libre de su sexualidad una pulsión vital para liberarse y seguir adelante.



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n 2015, los reflectores internacionales se posaron sobre el director Robert Eggers gracias al estreno en el Festival de Sundance de “La Bruja”, la cual se convirtió en un clásico instantáneo del cine de terror. Su opera prima es un sólido ejercicio debut con el que reveló no sólo su absoluto conocimiento de los códigos del género y del lenguaje cinematográfico, sino también su capacidad para facturar un entramado narrativo con varias capas de lectura sobre las consecuencias del despertar sexual femenino en una comunidad fanáticamente religiosa de la primera mitad del siglo XVII. Se trata de un filme muy bien logrado tanto en su forma como en su fondo que no sólo volvió a colocar a las brujas en su lugar de culto y respeto como figuras escalofriantes, sino que también desafió los convencionalismos que este género cinematográfico se ha encargado de sobre explotar en las últimas décadas, llevándolo al deplorable estado en el que se encuentra. "La Bruja" fue considerada por muchos como la mejor película de terror de su año y definitivamente una de las más sobresalientes propuestas de cine de género de la década pasada. Eggers regresó al género en su segundo largometraje y manufacturó un nuevo clásico instantáneo con “El Faro”, en el que el director nos ofreció un perturbador thriller psicológico con el que, a la vez que se reafirmó como un talentoso narrador, también nos entregó una cuidadosa disección de la psique humana, pero ahora dedicada al análisis de la fragilidad masculina. “El Faro” es una pieza artística que, aunque no logró alcanzar el nivel de su debut cinematográfico, sí se atrevió a tomar más riesgos formales y conjuró en pantalla elementos visuales y sonoros de Hitchcock, Bergman y Dreyer para conseguir una experiencia fílmica realmente angustiante que no ofrece concesión alguna al espectador. “El Hombre del Norte” su tercer largometraje, representa su película más ambiciosa hasta la fecha y su incursión en el cine de gran presupuesto bajo el amparo de un gran estudio hollywoodense —Universal Pictures en este caso en particular. La cinta está inspirada libremente en la historia de Amleth que aparece en la Gesta Danorum (o Historia Danesa), escrita por Saxo Grammaticus a principios del siglo XIII con base en la tradición oral escandinava, un relato que presumiblemente inspiró a William Shakespeare para “La Tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca”. Ambientada en el siglo X, “El Hombre del Norte” presenta el regreso de la guerra del rey Aurvandil (Ethan Hunt), quien es recibido por su esposa la reina Gudrún (Nicole Kidman) y su pequeño hijo el Príncipe Amleth (Oscar Novak). Herido en batalla y preocupado por su salud y la capacidad de su hijo para sucederlo, el rey convoca a un ritual para que Amleth deje atrás su inocencia y se convierta en un hombre capaz de gobernar el reino luego de la muerte de su padre. Tan sólo momentos después de terminar el ritual oficiado por Heimir el Tonto (Willem Dafoe), el rey es asesinado por su hermano bastardo Fjolnir (Claes Bang) para apoderarse

del trono, tomando como prisionera a Gudrún y mandando matar al heredero legítimo. Sin embargo, el pequeño Amleth logra escapar y mientras lo hace repite una y otra vez las palabras “Te vengaré, Padre. Te salvaré, Madre. Te mataré, Fjolnir”. Este mantra se convierte en su motivo de supervivencia durante algún tiempo, sin embargo, algunas décadas después vemos a Amleth (Alexander Skarsgard) como un miembro de los berserkers, guerreros vikingos guiados por la bestialidad y atacando aldeas eslavas; pero cuando se entera que el usurpador del trono que por derecho de sangre le corresponde ha sido destronado y ahora vive como un señor feudal de menor poderío, reactiva en él su deseo de venganza y se hace pasar por esclavo para acercarse a su tío y concretar su destino. Es sabido que el estudio metió las manos para diluir la propuesta artística de Eggers y hacerla más accesible para las masas, y resulta muy evidente al presenciar cómo narrativamente es una cinta mucho más convencional que sus cintas previas. Y es que con un presupuesto de 90 millones de dólares, era obvio que Universal Pictures intentaría someter la visión del director y presentar una historia genérica más cercana al cine de acción súperheroica que domina las taquillas. Afortunadamente la visión del director prevalece en la mayoría del metraje de la cinta y se niega a convertirse en un producto escapista más; por el contrario, y aunque no está exenta de algunos diálogos explicativos insertados para que el público no se moleste en pensar de más, está presente la obsesión del director por los detalles y la minuciosa ambientación histórica que se presenta bajo una atmósfera ambigua que navega entre lo terrenal y lo místico conseguida gracias a la fotografía de Jarin Blaschke —el cinefotógrafo de cabecera de Eggers con el que ha trabajado desde su opera prima— y las composiciones sonoras de Robin Carolan y Sebastian Gainsborough, quienes trabajan por primera vez con el realizador estadounidense. El viaje del héroe con el destino que ya todos conocemos, se entrelaza con el de otros personajes que, al igual que Amleth, están en busca de un lugar al cual pertenecer; y así, entre su romance con Olga (Anya Taylor-Joy) y la camaradería que forja con otros guerreros, saqueadores y esclavos, la propuesta de Eggers nos remite al origen de la leyenda que inspiró a Shakespeare y rinde homenaje a la tradición oral del folclor escandinavo con guiños a la guerra como pilar de las sociedades y como elemento inherente en la construcción social de la masculinidad; en más de una ocasión hay referencias al hombre como una bestia que tiene a la violencia como su principal motor para seguir adelante y conquistar su destino. “El Hombre del Norte” consigue un equilibrio entre una propuesta autoral y un blockbuster atractivo, pues aunque se nota un poco trastocada la visión del director, resulta mucho menos condescendiente con el espectador que un filme veraniego promedio y consigue una experiencia visceral inmersiva que pocas veces vemos en la cartelera actual.



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n el extenso prólogo de “Drive my car”, se nos presenta a Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), un actor y director teatral que, además de estar viviendo ya un duelo por una tragedia familiar, repentinamente queda viudo. La inesperada muerte de su esposa Oto a causa de un derrame cerebral, sucede muy poco tiempo después de encontrarla en la sala de su propia casa teniendo sexo con otro hombre, y la charla sobre esta traición sentimental jamás pudo concretarse. En una elipsis y tras los créditos iniciales, nos encontramos ahora dos años después con Yûsuke todavía incapacitado emocionalmente para recuperarse de la tragedia y atormentado por el enigma en el que se convirtió su mujer y que ahora nunca podrá descifrar. En este contexto, acompañamos al protagonista en su traslado hasta Hiroshima para hacerse cargo del montaje teatral de “Tío Vania”, la célebre obra de Anton Chéjov que gracias a una beca de creación representarán en un festival. El proyecto se antoja por demás ambicioso, pues se trata de una propuesta que utilizará a actores que hablan distintos idiomas para hacer un montaje experimental multilingüe, incluyendo a una persona que se comunica con lengua de señas. En la ciudad aún marcada por el recuerdo de un ataque nuclear, además de realizar las rigurosas audiciones para encontrar a los histriones que encarnarán a los personajes de la obra, Yusuke se reencuentra con una figura de su pasado: Kôshi Takatsuki (Masaki Okada), un joven actor a quien su esposa le presentó poco antes de fallecer. El actor y director teatral también conoce a Misaki Watari (Tôko Miura), la eficiente chofer que ha sido contratada por la compañía para que lo traslade todas las mañanas desde su apartada residencia temporal hasta las instalaciones donde se realizan los ensayos y también en su trayecto de regreso durante las noches. Estos dos personajes se vuelven clave para que Yûsuke se enfrente a sí mismo y a su duelo no resuelto. “Drive my car” se presenta como una cinta coral que encuentra en su maestría narrativa, en su mesura interpretativa y en sus numerosas sutilezas, sus principales cualidades para dar forma a un retrato intimista y aletargado sobre los problemas de comunicación y sobre el duelo, pero no sólo el del protagonista sino también el de una ciudad que literalmente ha resurgido de sus cenizas, que ha curado sus heridas, se ha repuesto completamente frente a la tragedia e incluso ha albergado a personas en busca de redención y nuevos comienzos. La ciudad de Hiroshima es la viva representación del mensaje

«seguir viviendo» a pesar de todo que tanto se recalca en la obra de Chejov, y en ese lugar, a pesar de las diferencias lingüísticas y generacionales entre los personajes, consiguen encontrar puntos en común. La elegante y sobria fotografía de Hidetoshi Shinomiya recalca la incapacidad del protagonista para acercarse tanto física como emocionalmente, pero también acentúa el fuerte deseo de proximidad que, en cierto momento de la película, se revela cuando Yûsuke, luego de una reveladora y catártica charla con el joven actor que interpretará al protagonista de la obra teatral, toma la decisión de no seguir viajando como un pasajero en su propio auto sino como un copiloto, pasando de su acostumbrado asiento trasero al asiento junto al de la chofer para compartir anécdotas de vida y muerte y un par de cigarrillos. “Drive my car” es la nueva cinta del director Ryusuke Hamaguchi y tiene como base el cuento homónimo del escritor Haruki Murakami, el cual es adaptado libremente por el propio cineasta junto a Takamasa Oe y el cual fue reconocido en el pasado Festival De Cannes, donde también obtuvo el premio FIPRESCI otorgado por la prensa internacional. Como en “Burning” de Lee Chang-dong, también basada en un texto de Murakami, la historia va de menos a más en una lenta combustión, pero a diferencia de ésta, aquí no se acude a una gran catarsis como clímax del relato. Con su ritmo pausado y aletargado, la cinta no ofrece desplantes dramáticos, sus golpes a nuestros sentidos los hace a través de los diálogos y las revelaciones alejadas de efectismos y aspavientos. Si bien el cine Hamaguchi posee a la disección del amor como su común denominador, aquí aunque se mantiene ese aspecto lo hace desde la perspectiva de la pérdida de dicho amor y de cómo intentamos curar las heridas cuando la persona amada ya no se encuentra con nosotros y no podemos más que idealizar o estigmatizar su imagen frente a la incertidumbre de no haberla conocido verdadera y completamente. Nominada a cuatro premios Oscar —mejor película, mejor dirección, mejor guion adaptado y mejor película internacional— “Drive my car” es una obra maestra del cine contemporáneo sobre la importancia de contar historias y de sus propiedades sanadoras del espíritu, del poder curativo de un simple abrazo, de ese contacto humano que puede evitar que caigamos en el abismo; es un retrato íntimo de las necesidades humanas de conexión para sanar las heridas de un pasado trágico y encontrar la redención frente al insoportable peso de la culpa.



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elfast”, la película más reciente de Kenneth Branagh como director, está ambientada en 1969 y es presentada desde la perspectiva del joven protagonista llamado Buddy (la estupenda revelación de Jude Hill), el miembro menor de una familia protestante de clase obrera que, además de pasar las tardes jugando con sus mejores amigos en las tranquilas calles de la comunidad, también sueña con vivir en un mundo glamoroso y mágico como el de las películas que contempla. Sin embargo, durante el último y caluroso verano de los años 60, el descontento social se dispara, la lucha obrera se intensifica y la violencia hacia la minoría católica por parte de los protestantes escala hasta hacer inminente una guerra civil en la comunidad. Entonces, el pequeño soñador encuentra su único refugio frente a la atroz realidad y los problemas que aquejan a la sociedad de Irlanda del Norte, en esos universos maravillosos de las películas y en la compañía de sus jóvenes y carismáticos padres encarnados por Jamie Dornan y Caitríona Balfe, y en sus entrañables abuelos a quienes dan vida Ciarán Hinds y Judy Dench. Con esta premisa, el reconocido actor y director Kenneth Branagh presenta la que pretende ser la obra más personal de su carrera. “Belfast” es un drama familiar y social presentado bajo una sobria fotografía en blanco y negro a cargo de Haris Zambarloukos y con la música de Van Morrison; se trata de esta historia coming of age con tintes autobiográficos con la que el director busca homenajear a ese entrañable lugar que lo vio nacer y donde conoció el verdadero terror de la intolerancia. La carga emotiva y el valor sentimental y emocional vertido en la cinta por parte de su creador son incuestionables, pero uno no puede dejar de preguntarse cómo es que siendo la obra más personal del director es también la que menos refleja su personalidad en pantalla. Y es que la película, que resulta apenas notable en terrenos técnicos como su propuesta monocromática, no presenta en ningún momento la impronta de su artífice, las imágenes en ningún momento reflejan una propuesta autoral como sí lo hacen “Fue la Mano de Dios” (2021), de Paolo Sorrentino, “Roma” (2018) de Alfonso Cuarón, “Amarcord” (1973) de Federico Fellini o “Los 400 golpes” (1969) de François Truffaut; vaya, incluso la insufrible “La Danza de la Realidad” (2013) de Alejandro Jodorowsky es un reflejo perfecto de la provocación que caracteriza a su creador. En cambio,

“Belfast” es tan impersonal que bien podría haber sido dirigida por cualquier otro director por encargo al servicio del cine genérico industrializado. No podemos negar que la película tiene momentos de gran inspiración, pero son sólo un par y quizá el más destacado sea la visita familiar al cine de la localidad para ver los ahora clásicos del cine cuyas imágenes se presentan en vibrante color como un oasis entre la monocromía y que resalta el carácter y el poder escapista del cine como espectáculo para las masas. Y como si la falta de personalidad de la cinta no fuera suficiente, además hay que soportar la superficial y hasta reduccionista visión con la que se acerca a los problemas politico-sociales de Irlanda del Norte. Y no, el hecho de que la cinta esté protagonizada por un niño no justifica para nada que la trama esté completamente despolitizada y se limite a presentar una guerra entre protestantes y católicos como un juego de buenos muy buenos sufriendo la violencia de los malos muy malos. Como exitosos ejemplos de filmes que, aunque están protagonizados por infantes tienen una mirada crítica al contexto sociopolítico podemos citar al clásico “Ven y mira” (1985) de Elem Klimov y la mucho más reciente “Jojo Rabbit” (2019) de Taika Waititi. Y es que la problemática social que enfrentó no sólo Belfast sino toda Irlanda del Norte fue mucho más compleja de lo que se retrata en el filme. El oscuro episodio histórico conocido como “The Troubles” iba más allá de una diferencia de religiones, fue un conflicto armado interétnico y nacionalista que enfrentó a los bandos de unionistas contra republicanos irlandeses durante casi 30 años, dejando un saldo de miles de muertos. En un raro fenómeno que se asemeja mucho al ocurrido con “Green Book” (2018), de Peter Farrelly, la nueva película de Kenneth Branagh pudo haber sido una interesante tesis sobre el entendimiento humano, pero desde el inicio se nos presenta como un panfleto elemental, reduccionista y aleccionador sobre la intolerancia que termina con una idealización burdamente sentimentalista de los recuerdos de la infancia y una moraleja pacifista inverosímil en la que todos los problemas se olvidan o solucionan cantando “Everlasting Love” de Love Affair y mudándose de ciudad. “Belfast”, en resumen, es un convencional y esquemático producto hollywoodense, una propuesta limitadísima en su lenguaje cinematográfico y descaradamente manufacturado para complacer a miembros rancios de la Academia.



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n su opera prima, “Reprise: Vivir de Nuevo” (2006) el director se aproximó a las crisis existenciales de la desencantada generación X. Luego, tanto en “Oslo, 31 August” (2011) como en su debut en el cine angloparlante con “Louder than bombs” (2015), no sólo desmitificó a la figura del suicida sino que lo reivindicó al presentarlo no como un acto egoísta y/o cobarde, sino quizá como la única posibilidad de validar la propia existencia. En “Thelma” (2017), su debut en el cine de género, el director noruego dio forma a una extraña pero fascinante mezcla de horror y existencialismo inspirado por Stephen King, Albert Camus, Andréi Tarkovski y Brian De Palma que dio como resultado un thriller lésbicoreligioso-sobrenatural que se desmarcó de la filmografía previa del cineasta y se conviertió en toda una experiencia fílmica inscrita de manera instantánea en la lista de lo más destacado del cine de horror. Ahora con “The Worst Person in the World”, el director se aproxima a las crisis existenciales de los millenials a través de Julie, quien frente al mar de posibilidades que tiene frente a sí, le es difícil elegir y comprometerse con algo o alguien en concreto. A la chica interpretada por la fantástica Renate Reinsve, quien fue reconocida como mejor actriz en la pasada edición del Festival de Cannes, la conocemos en medio de un completo desastre existencial y cuando se sigue buscando a ella misma a punto de cumplir 30 años. Julie tiene un entusiasmo impresionante para emprender proyectos tanto académicos, como profesionales y románticos. El problema, nos cuenta una voz en off durante los primeros instantes de la cinta, es que nunca termina dichas empresas: en sus veintes ha ido pasando por inscribirse a la carrera de medicina para después dar el salto a la de psicología y finalmente decidir que lo que realmente le apasiona es la fotografía. Luego de terminar con su novio y sostener un breve romance con uno de sus profesores, Julia se encuentra saliendo con Aksel, un exitoso y provocador novelista gráfico underground de más de 40 años encarnado por Anders Danielsen Lie, que intenta terminar con ella porque conoce bien la personalidad de Julie y sabe que tarde o temprano él querrá tener hijos mientras que ella afirma nunca los tendrá. Sin embargo, este intento de ruptura genera en Julie una atracción más fuerte hacia Aksel y la relación

continúa. Pero el tiempo pasa y una noche, justo después de asistir a la presentación de la más reciente novela gráfica de Aksel, la chica se cuela en la celebración privada de una boda y ahí conoce a Eivind, un joven y encantador chico interpretado por Herbert Nordrum, por el que terminará su relación con Aksel para aventurarse en una nueva relación esperando que este incipiente romance le brinde una nueva perspectiva sobre su vida; sin embargo pronto descubrirá que quizá ya no todo está a su alcance y ciertas opciones vitales ya se han escapado para siempre. El guion firmado por el propio cineasta junto con su habitual colaborador Eskil Vogt, está estructurado de manera capitular en una docena de episodios más un prólogo y un epílogo, en los cuales vamos acompañando a la protagonista en los saltos temporales que la trama utiliza para el estudio de su personaje y el autosabotaje que siempre le impide para alcanzar la plenitud y siempre como una consecuencia de sus indecisiones al momento de enfrentar la vida e intentar retrasar el compromiso que trae consigo la madurez. Este retrato generacional aborda, desde el particular enfoque del cineasta, la constante confusión del concepto libertad con evitar a toda costa la toma de decisiones que, pensamos, nos limitará el porvenir como terminar una carrera universitaria, obtener un trabajo serio, el matrimonio, la maternidad, etc. La capacidad académica y el privilegio de Julie para convertirse en lo que ella desee tiene un elemental punto ciego, y es que no puede ver que su toma de decisiones no sólo afectan su vida, sino también de todos aquellos que la rodean, quienes constantemente salen heridos por la constante búsqueda de lo que Julie considera que es lo mejor para ella. Sin dar respuestas fáciles sino más bien buscando plantear cuestionamientos que muevan a la reflexión y la discusión sobre el pensamiento de la generación millenial con un homenaje a la indecisión, el discurso inconfundible de “The Worst Person in the World” es que sin importar tanto el compromiso con algo o alguien, lo más importante es comprometerse siempre con uno mismo… para bien o para mal, pero sin arrepentimientos.



L

a filmografía del realizador californiano Mike Mills está construida sobre el subgénero conocido como «coming-of-age», películas en las cuales colocan a sus protagonistas —que casi siempre son niños o adolescentes— en un camino de exploración que culminará con su crecimiento y maduración emocional. En “Thumbsucker” (2005), su primer largometraje de ficción, un chico de 16 años busca con ayuda de la hipnosis dejar atrás su obsesivo y vergonzoso hábito de chuparse el dedo pulgar. En “Beginners: así se siente el amor” (2010, el cineasta se inspira en la propia historia real de su padre, quien luego del fallecimiento de su esposa y tras 45 años de matrimonio, reveló ser gay a los 75 años de edad. De acuerdo con el propio cineasta, el apetito del septuagenario por cambiar el resto de su vida fue al mismo tiempo confuso, doloroso, gracioso pero sobre todo muy inspirador. La cinta protagonizada por Ewan McGregor como el alter ego del director y el gran Christopher Plummer como su padre, le dio al veterano actor un premio Oscar por su trabajo este papel. Inspirado por la vida de su madre, el director filmó y estrenó “Mujeres del siglo XX” (2005), un drama ambientado en 1979 que sigue los pasos de Dorothea Fields (Anette Benning), una madre soltera que busca guiar a su hijo adolescente Jamie (Lucas Jade Zumann) hacia la madurez, la libertad y el respeto con la ayuda de otras dos mujeres: una fotógrafa llamada Abbie Porter (Grega Gerwig) y Julie Hamlin (Elle Fanning), la mejor amiga del chico. Marcada además por sus experiencias familiares, las brechas generacionales y la incertidumbre ante el futuro, la filmografía de Mike Mills da su siguiente paso lógico con “C’mon C’mon”, en la que el reconocido Joaquin Phoenix encarna a Johnny, un periodista radiofónico que se encuentra trabajando en un proyecto recorriendo los Estados Unidos para entrevistar a niños y adolescentes con el fin de descubrir lo que piensan las nuevas generaciones sobre el mundo y sus ideas sobre cómo creen que será el futuro. Johnny se encuentra en una etapa por demás complicada: un año atrás perdió a su madre, quien en sus últimos meses padeció de demencia y desde entonces la relación con su hermana Viv (Gaby Hoffmann) se ha fracturado al punto en que casi se han convertido en dos extraños. Sin embargo, cuando Viv se ve obligada a viajar a Oakland para ayudar a su ex esposo Paul (Scoott McNeary) quien ha recaído en un fuerte episodio maníacodepresivo, no tiene otra opción que llamar a su hermano para pedirle que cuide a Jesse (Woody Norman), su pequeño hijo de nueve años. Y aunque hace tiempo que no se ven y su relación es frágil, Johnny acepta encantado y se traslada a Los Ángeles para pasar unos días con su sobrino, un chico muy inteligente para su edad y con unas costumbres bastante raras, como ‘jugar’ a que es

un niño huérfano que pide asilo y comida en la casa de Viv mientras su hijo se encuentra ausente. La interacción entre ambos va forjando los lazos de familiaridad y camaradería en un inicio pero pronto el comportamiento de Jesse comienza a desafiar la paciencia de Johhny, sobre todo porque la situación de Paul es más grave de lo que Viv pensaba y tiene que quedarse más tiempo con él hasta que se asegure que el tratamiento al que lo someterán le permitirá volver a casa para llevar una vida lo más normal posible y lejos de una institución mental. Debido al atraso de su hermana, Johnny debe embarcarse nuevamente en su viaje por los Estados Unidos y decide llevarse al pequeño Jesse con él, visitando Nueva York y Nueva Orleans. Joaquin Phoenix, como de costumbre, nos entrega un trabajo excepcional, pero al desenvolverse de una forma emocionalmente contenida, se sale de su zona de confort donde ha explorado personajes entregados al desenfreno como el mismo Arthur Fleck/Joker en la cinta de 2019 que le valió el premio Oscar como mejor actor. Además, se debe destacar aquí la gran interpretación de Jesse por parte del prometedor Woody Norman, quien consigue dar una buena réplica actoral al experimentado histrión, sobre todo si consideramos que el planteamiento y el discurso de la película tienen una densidad psicológica y emocional muy por encima del promedio del cine en el que se abordan temas relacionados a las infancias. “C’mon C’mon”, con su melancólica propuesta monocromática a cargo del cinefotógrafo Robbie Ryan, más allá de contarnos una historia sobre una relación de tíosobrino en la que salen a flote temas como la maternidad/paternidad, el desamor y la soledad, es una propuesta inteligente, sensible y honesta sobre ese miedo inherente del ser humano frente a la incertidumbre que representa el futuro y la fragilidad de la memoria, y la película lo aborda de una forma estupenda con dos narraciones paralelas que se van intercalando: en primer lugar encontramos los testimonios de los niños y adolescentes de distintas edades, razas y estratos sociales que son entrevistados sobre sus ideas del mundo actual y el futuro nos dan pistas clave de cómo lidian emocionalmente con sus problemas día con día; y en segundo lugar está la relación de Johnny y Jesse como un encuentro de soledades, de dos seres que poco a poco vamos descubriendo que se sienten emocionalmente desamparados, pero en cuya compañía encuentran o redescubren una forma de sobrellevar la vida a pesar de todo, y aunque la incertidumbre nunca desaparecerá y ambos saben que muchas respuestas jamás las conocerán y sus experiencias se evaporarán para siempre de sus memorias mientras el tiempo avance implacable, hay que aprovechar y vivir cada instante.


reks.dark

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O

cho de cada diez asesinatos en México no se investigan, y por supuesto, jamás se esclarecen. Esta devastadora estadística fue una de las que motivó al director Sergio Umansky a escribir el guion de su segundo largometraje mientras se encontraba planeando un proyecto documental que finalmente dejó de lado. Con Noé Hernández y Daniela Schmidt como los protagonistas Aurelio y Citlali, el director nos presenta a dos personajes heridos y abandonados por un maltrecho sistema judicial. Él es un trabajador textil al que le han asesinado a su hijo a plena luz del día en una plaza pública. Ella es una mujer que se ha visto obligada a abandonar su hogar en el Norte del país y a su hija con su violento padre. Mientras Aurelio busca ayuda con la policía para que dé con los responsables del asesinato de su hijo –y se encontrará con un detective de ética y moral muy cuestionables al que da vida el gran Raúl Briones–, Citlali se dedica al servicio sexual e intenta conseguir un documento oficial que le podría permitir recuperar a su hija. Frente a la impotencia que crece enormemente cada día ante la corrupción e ineptitud de las autoridades, nace entre ambos un romance y un pacto: Aurelio y Citlali se ven obligados a que su búsqueda de justicia se transforme inevitablemente en una venganza que se cobrarán por mano propia y para la que se ayudarán mutuamente. Aunque “Ocho de cada diez” está anclada al cine nacional que busca reflejar la atroz realidad que se vive en México, destaca la decisión del cineasta de intentar despojar a la cinta del tremendismo habitual y no explotar demasiado la violencia explicita. Y aunque no consigue escapar del todo de la sordidez que caracteriza a buena parte del cine mexicano, la fotografía de Miguel Escudero y la inserción de imágenes de crímenes reales captados por cámaras de seguridad en distintos puntos del país, brindan un aire fresco en la narrativa nacional. Por otra parte, en el terreno dramático la cinta no sale tan bien librada; y es que además de no sortear exitosamente los clichés pertenecientes al thriller, carece de matices en el desarrollo de los arcos dramáticos de estos personajes comunes que son arrastrados por la implacable vorágine de una sociedad violenta que los orilla a cometer actos que jamás se imaginaron se atreverían a perpetrar. Pero pese a no ser una cinta del todo bien lograda, “Ocho de cada diez” consigue funcionar como una cinta de denuncia que mueve a la reflexión y abre una puerta hacia la conversación sobre el México desprotegido que ha quedado a merced del crimen organizado y que también se enfrenta a la invisibilización sistémica de las mujeres; de ese México en el que la empatía, la solidaridad y el amor son, posiblemente, algunas de las pocas y últimas respuestas que nos quedan para hacerle frente al horror.



E

n 2015, el director Robert Eggers acaparó los reflectores de la industria fílmica con el estreno en el Festival Internacional de Cine de Sundance de un clásico instantáneo del cine de terror, The Witch, un sólido ejercicio debut con el que reveló su absoluto conocimiento de los códigos del género, así como su capacidad para facturar un entramado narrativo con varias capas de lectura sobre las consecuencias del despertar sexual femenino en una comunidad fanáticamente religiosa de la primera mitad del siglo XVII. Ahora con The Lighthouse, el director nos ofrece un perturbador thriller psicológico con el que, a la vez que se reafirma como un talentoso narrador, también nos entrega una cuidadosa disección de la psique humana, pero ahora dedicada al análisis de la fragilidad masculina. Si en su opera prima Eggers aislaba a la familia protagonista en un remoto valle de la Nueva Inglaterra junto a un tenebroso bosque acechado por una misteriosa presencia, en este nuevo relato de época –ambientado a finales del siglo XIX– coloca a los dos marinos protagonistas, Ephraim Winslow y Thomas Wake (encarnados por Robert Patttinson y Willem Dafoe respectivamente), en una diminuta y remota isla de la Nueva Inglaterra azotada perpetuamente por un clima imbatible y en la que deben encargarse, durante el lapso de un mes, de que la luz del faro nunca se apague. A partir de la anécdota de la llegada del novato Ephraim a la isla con el veterano Thomas, el guion firmado por el mismo director junto a su hermano Max Eggers, echa mano de la soledad, la monotonía, el clima y la explotación laboral de Ephraim para construir lentamente y sostener

con audacia el suspenso y el desconcierto hasta llevarlo a un punto de delirio que terminará con una suerte de maniaco Prometeo que enfrenta a su superior en una descarnada lucha por el poder y la luz del conocimiento que se resguarda en la punta del faro. La fálica estructura que bautiza al filme no es más que la representación de la masculinidad que se debe alcanzar, poseer y dominar, y a partir de una propuesta visual en formato 4:3 y en contrastante monocromía, Eggers consigue una pesadillesca y surrealista atmósfera con potentes imágenes –tan hipnóticas como repugnantes– para disponer de la masculinidad de los personajes y, a través de alegorías y metáforas, exponerla con todos sus vicios a través de un juego psicológico que la evidencia como mera inmadurez que nace del miedo a la pérdida de poder y de lo que los distingue como machos alfa; un miedo que alcanza su clímax en esa comentada secuencia de tensión homoerótica entre los marineros borrachos. Sostenida por las altisonantes interpretaciones del siempre excepcional Willem Dafoe y de un cada vez más arriesgado y versátil Robert Pattinson, The Lighthouse es una pieza artística que, aunque no logra alcanzar el nivel de The Witch, se atreve a tomar más riesgos formales y conjura en pantalla elementos visuales y sonoros de Hitchcock, Bergman y Dreyer para conseguir una experiencia fílmica realmente angustiante que no ofrece concesión alguna al espectador. Sin duda alguna estamos frente a un nuevo gran clásico instantáneo del género horror fantástico que no tardará mucho en hacerse del merecidísimo título de filme de culto.



L

upe y Manuel (Paulina Gaytán y José Pescina respectivamente) son una pareja que lleva tiempo buscando tener un hijo. Los resultados de los estudios a los que se han sometido han revelado que él es estéril, y esto ha comenzado a provocar fisuras en la relación. Entre las opciones para ser padres está la adopción o la inseminación artificial. La primera alternativa no resulta muy convincente para la machista ideología de Manuel, empecinado en procrear un hijo propio, sangre de sus sangre; se decantan por la segunda opción que acuden con un doctor especializado para que los oriente. La búsqueda de un donador de esperma vuelve a trastocar la psique de Manuel, pues ningún candidato parece ser el ideal para engendrad a «su hijo»; mientras tanto, la relación con Lupe se debilita aún más. Entonces Manuel toma la decisión de pedirle Ruben (Jorge A. Jiménez), el nuevo empleado que tiene a su mando en la empresa donde trabaja y que planea partir pronto a los Estados Unidos en busca de una vida mejor, que sea el donador para la inseminación de Lupe a cambio de quedarse una temporada con ellos hasta que junte el dinero para pasar la frontera. La vida gira. El embarazo sigue sin lograrse y la estadía de Rubén se alarga cada vez más. Con la premisa anterior, y cinco años después de presentar su opera prima en el Festival Internacional de Cine de Morelia –“Hilda” (2014)–, el director Andrés Clariond regresó a la fiesta fílmica de la capital michoacana con el propósito de incomodar a las audiencias y mover a la reflexión sobre las fronteras de las relaciones de pareja a partir de un análisis de la masculinidad. “Territorio” es un ejercicio bastante lúdico con el que el cineasta mexicano cuestiona el significado de ser hombre a partir del arco narrativo del personaje de Manuel; este es un hombre 'chapado a la antigua', que se niega a asumirse como estéril y no duda en echarle la culpa a su mujer cuando no puede quedar embarazada porque seguramente hay algo malo con ella, o que piensa que puede arreglar todo con una escandalosa serenata en estado etílico. Al momento de examinar los temas de la defensa del territorio y los límites en la pareja que nacen de la fragilidad emocional del macho alfa, el cineasta traza una historia que rayan peligrosamente en las fronteras de lo absurdo; no obstante y al igual que en su opera prima, consigue que las probabilidades jueguen a su favor y, gracias al apoyo en excelentes interpretaciones del trío protagónico, en todo momento el relato se siente absolutamente probable y por completo verosímil. Con “Territorio”, el director reafirma su capacidad narrativo y refrenda su compromiso con el estudio de lo humano, en esta ocasión llevándolo a cabo mediante un enfrentamiento físico pero sobre todo psicológico de los instintos básicos de dos machos alfa, exponiendo con ello los complejos y las debilidades de la hombría. Imperdible.



U

na década ha pasado desde que vimos por última vez al encapotado en la pantalla grande en una aventura en solitario. Y aunque el decente trabajo de Ben Affleck como el vigilante de Gotham tuvo la aceptación de cierto sector del público como su Batman favorito del celuloide bajo las órdenes de Zack Snyder, fue el trabajo del actor Christian Bale y el director Christopher Nolan lo que, aunque con sus altibajos, cambió el rostro del cine de superhéroes con la trilogía formada por “Batman Inicia” (2005), “Batman: El Caballero de la Noche” (2008) y “Batman: El Caballero de la Noche Asciende” (2012). Ahora, el cada vez más reconocido por su talento Robert Pattinson y el más que solvente cineasta Matt Reeves —responsable del decoroso remake de “Déjame Entrar” (2010) y de las secuelas “Dawn of the Planet of the Apes” (2014) y “War for the Planet of the Apes” (2017)— son las piezas clave en la nueva reinterpretación del murciélago en la gran pantalla con “The Batman”, un proyecto que busca formar su propio universo y distanciarse de lo que el DC Extended Universe está construyendo —y reconstruyendo— con sus próximas cintas como “The Flash”, “Black Adam” y “Aquaman: El Reino Perdido”. La premisa de “The Batman” tiene a Bruce Wayne (Pattinson) en su segundo año como vigilante enmascarado mientras ayuda al teniente James Gordon (Jeffrey Wright) a seguir la pista de un asesino serial que se hace llamar Enigma (Paul Dano), cuyas víctimas son políticos corruptos y cuyo rastro está compuesto por complejos acertijos dedicados al encapotado. Esta empresa detectivesca, para la cual necesitará la ayuda de una astuta ladrona llamada Selina Kyle (Zoë Kravitz), también le obligará a enfrentarse a la corrupción que corre por las venas de la ciudad de Gotham y que aparentemente alcanzó incluso a los miembros de su propia familia. El guion firmado por el propio Matt Reeves con Peter Craig —guionista de filmes que se aproximan al cine negro como “The Town” (2010)—, retoma elementos de varios cómics emblemáticos del Hombre Murciélago como por ejemplo “Batman: Year One” (1987), el legendario cómic escrito por Frank Miller e ilustrado por el excelente David Mazzucchelli, “Batman: Ego” (2000) de Darwyn Cooke y también de “Batman: The Long Halloween” (1996) de Jeph Loeb y Tim Sale, y a partir de estos recursos propone una historia neonoir que a cuentagotas nos va revelando sus secretos inspirándose en clásicos como “Contacto en Francia” (1971) de William Friedkin y “Chinatown” (1974) de Roman Polanski. Con una narración con base en la voz en off del protagonista que nos remite no sólo a Travis Bickle en “Taxi Driver” (1976) de Martin Scorsese, sino también a Rorschach en “Watchmen” (2009), de Zack Snyder, el ambiente sombrío y lúgubre con el score de Michael Giacchino y la estupenda fotografía de Graig Fraser —actualmente nominado a los premios Oscar por su labor en “Dune” (2021), de Denis Villeneuve— nos lleva de vuelta al sensacional thriller “Se7en” (1995), de David Fincher, un director cuyo espíritu también se hace presente en “The Batman” por la forma de presentar a su villano: The Riddler, encarnado por el siempre extraordinario Paul Dano como un escalofriante personaje que se aleja de la caricaturización ofrecida por Jim Carrey a finales del siglo pasado en “Batman Eternamente”, y que por el contrario construye una encarnación en la que se encuentran en la misma medida el asesino serial de “Zodiac” (2007) y el macabramente imaginativo Jigsaw de “Juego Macabro” (2004) de James Wan. Sin duda alguna la decisión de Warner Bros. de contratar a directores y concederles tanta libertad creativa como se pueda es el factor determinante para distinguirse no sólo frente a la competencia con Marvel sino también frente al forzado universo compartido de DC. Si bien sería arriesgado considerar a “The Batman” como la mejor película del personaje, sí se puede decir con absoluta certeza que estamos frente a la más sugestiva y asfixiante visión de un mundo con decadentes instituciones gubernamentales que necesita urgentemente al Hombre Murciélago. Con “The Batman” estamos frente a la más oscura y violenta versión del personaje vista en la pantalla grande y se ve coronada con la notable interpretación por parte de Robert Pattinson con esa juvenil aura grunge a lo Kurt Cobain —con “Something in the way” de Nirvana incluida— como un atormentado Bruce Wayne que no oculta su dolor y rabia bajo una máscara de playboy millonario y filántropo para distanciarse de su alter ego, sino que canaliza sus traumas siempre a través de la ira y que se muestra inexperto y con miedo, pero también demostrando las destrezas y habilidades que lo llevarán a convertirse en el mejor detective del mundo. De esta manera, el director Matt Reeves se distancia de las otras propuestas cinematográficas de Batman y consigue un equilibrio perfecto entre un estudio de personaje atormentado por la injusta muerte de sus padres, un thriller detectivesco muy al estilo de la vieja escuela sobre la corrupción política y un espectáculo de acción de primer nivel.



T

ristemente, en nuestro país aproximadamente el 70% de las mujeres encarceladas están ahí por razones involucradas por su pareja, y nuestra sociedad que aún es bastante machista, parece ser más dura con ellas que con el hombre, la sociedad las juzga el doble. Alma es una mujer albina que acaba de salir de la cárcel pero que está dispuesta a retomar su vida, desafortunadamente la sociedad es muy dura con ella y le niega la oportunidad de trabajar por sus antecedentes penales. Ella trabajaba en una farmacia y robaba medicamentos para revenderlos, aunque básicamente lo hizo para ayudar a su pareja y padre de su hija, al ser descubierta la dejó abandonada a su suerte. Un día, cuando regresa a visitar a una antigua amiga de la farmacia, conoce a don Clemente, un solitario hombre hipocondríaco que queda admirado por la chica, por su aspecto físico, por su apariencia alvina. Le recuerda a la apariencia de su ángel protector. El hombre contacta a Alma para que sea su enfermera, ya que ella tiene experiencia para ello, tanto por su trabajo en la farmacia como por lo aprendido en prisión. Es así como estos dos seres solitarios crean un hermoso vínculo donde se apoyarán mutuamente, don Clemente se sentirá más acompañado y apoyará a Alma en la búsqueda de su hija, la cual desapareció con su ex pareja durante su reclusión. Asfixia está dirigida por Kenya Márquez y cuenta con las actuaciones

de Johana Fragoso, Azul Magaña Muñiz, Mónica del Carmen, Enrique Arreola y Raúl Briones. La directora estuvo años tratando de conseguir una verdadera mujer albina para el papel de su protagonista, hasta dar con Johanna, quien es psicóloga de profesión y a quien su carrera le ayudó a la hora de construir el personaje. El elenco compuesto por actores experimentados y novatos se tuvo que adaptar a trabajar de manera conjunta pero al final el ensamble actoral es de los puntos más rescatables de la película. Asfixia inicialmente se enfoca en relación entre Alma y don Clemente, y en un principio parecía que sería algo más importante en la historia; sin embargo ese lazo tan fuerte entre los dos apenas queda planteado y no logra a cabalidad reflejarse en pantalla a causa de darle más tiempo a la búsqueda de la niña. Y es que en realidad a este aspecto no era tan necesario darle tanto tiempo en pantalla y hubiera sido más interesante ver cómo se graba este vínculo entre estos dos seres solitarios que extender el tiempo que se toman para la búsqueda de la hija y que, siendo sinceros, las respuestas estaban muy al alcance de la protagonista. La directora se esforzó en verdad en hacer de su cinta un documento de denuncia pero pudo haber sacado provecho a ambas situaciones por igual y seguramente el filme hubiera tenido un resultado más satisfactorio.


A

Stanton Carlisle, el protagonista de la más reciente película de Guillermo del Toro, lo conocemos en la primera secuencia de la cinta mientras arroja lo que parece ser un cadáver envuelto en sábanas a un pozo dentro de una casa a la que después prende fuego y abandona sin mirar atrás llevándose muy pocas pertenencias, entre ellas, un radio y un reloj de pulsera con un valor sentimental. Esta sola secuencia no sólo marca el carácter criminal y el ominoso tono dramático de ”El Callejón de las Almas Perdidas”, quizá la más siniestra y cruel dentro de la carrera del director, sino que también representa una declaración de intenciones del cineasta mexicano con la que anuncia estar ya ante una nueva etapa en su filmografía. “El Callejón de las Almas Perdidas” es la segunda adaptación fílmica de la novela “Nightmare Alley” del escritor estadounidense William Lindsay Greshan, publicada en 1946 y llevada a la pantalla al año siguiente bajo la dirección del cineasta británico Edmund Goulding. La película fue protagonizada por Tyrone Power, la entonces estrella hollywoodense reconocida por sus papeles de héroe y galán en producciones de romance y aventuras. El actor quizo alejarse de la imagen de los virtuosos y atractivos personajes que había encarnado, pero el público no recibió bien su incursión como villano y el fracaso taquillero marcó el destino de este emblemático título del cine noir que ha quedado prácticamente en el olvido. Bradley Cooper, en la que bien podría ser la mejor interpretación de su carrera, es quien da vida ahora a Stanton Carlisle, ese ambicioso hombre que, en su plan de abrirse camino para cumplir el sueño americano, realiza una primera parada en un carnaval errante administrado por un empresario llamado Clem Hoatley, a quien da vida el extraordinario Willem Dafoe y a quien conocemos cuando presenta una de las atracciones de esta feria: un desagradable espectáculo sobre un personaje que navega entre ser considerado como un hombre o una bestia, y al que se le alimenta con pollos vivos frente a la morbosa mirada de los espectadores. Clem ofrece empleo a Stanton, quien acepta el trabajo de ayudante en la feria y poco después, por medio de una charla con el mismo Clem, conoceremos el secreto detrás de ese hombre/bestia de su espectáculo: aprovecharse de los borrachos vagabundos y de los pobres excombatientes que quedaron desamparados en su propio país tras su regreso de los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial. Entre el resto de los protagonistas de las atracciones del carnaval, se encuentra la pareja formada por un hombre alcohólico llamado Pete y Madame Zeena, a quienes dan vida David Strathairn y Toni Collette respectivamente. Esta dupla, que lleva a cabo un entretenido acto de mentalismo, se convierten en sus primeros amigos en el lugar y son quienes le enseñan a Stanton el grave peligro que representa la mala praxis de estos trucos tanto para con el público como con el propio mentalista, aunque evidentemente se traten de meras ilusiones creadas a partir de la sagacidad mental y la sugestión. La cada vez más sobresaliente Rooney Mara, da vida a Molly Cahill, una hermosa chica que realiza un performance con electricidad y que inmediatamente llama la atención de Stanton, quien usa su intuición y carisma para conquistar a la ingenua chica, convenciéndola de que allá afuera en el mundo hay mucho más que sus actos en esa feria errante.


Luego de este turbio episodio que está fuertemente inspirado en el imprescindible clásico “Freaks” (1932) de Tod Browning, el director mexicano. nos transporta dos años hacia el futuro donde vemos a Stanton ya consolidado como un prestigioso mentalista que ofrece espectáculos en un lujoso hotel de una Nueva York decadente y con la hermosa Molly como su asistente. Bajo una atmósfera que remite a los clásicos de film noir de los años 30s y 40s del siglo pasado, aparece una noche la sofisticada y escéptica Dra Lilith Ritter encarnada por una estupenda Cate Blanchet, y desafía públicamente a Stanton a adivinar lo que ella lleva en su bolso personal. En una demostración impresionante de su capacidad intuitiva y con su conocido carisma, el mentalista describe con detalle el arma que la mujer lleva en la bolsa, y pecando incluso soberbia, Stanton se atreve a dejar en ridículo a la mujer al intuir sobre el doloroso pasado de la doctora y sus traumas materno filiales que la han hecho la mujer en la que se ha convertido. Esta osadía por parte de Stanton que agrega brillo a su renombre, llega a oídos de un importante personaje de las altas esferas políticas y pedirá los servicios privados del cada vez más reconocido mentalista para resolver un turbio asunto personal de su tormentoso pasado. Cadencioso y sensual, el guion adaptado por el mismo cineasta junto con su esposa Kim Morgan nos ofrece quizá la narrativa mejor lograda de Guillermo del Toro. Pero con “El Callejón de las Almas Perdidas”, también estamos quizá frente a su propuesta más hermosa visualmente. El sobresaliente y detallado diseño de arte a cargo de Tamara Deverell, las postales en movimiento de Dan Laustsen y las melodías compuestas por Nathan Johnson, dan forma a un mundo de contrastes entre la marginación y lo glamoroso que resucita en pantalla los oscuros rincones de los clásicos film noir. Pero la película no se queda en el homenaje a este género, sino que toma sus códigos narrativos y los aprovecha para construir un relato con la impronta de su artífice en cada una de sus secuencias. Y aunque es verdad que aquí se aparta de sus universos fantásticos, es congruente sin embargo con su filmografía previa, pues mantiene sus obsesiones temáticas y persiste la tradición de mostrar cómo la verdadera «monstruosidad» habita en todos y cada uno de los seres humanos y no necesariamente en aquellos personajes cuya estampa resulta atípica y socialmente inquietante. Quizá el reproche que muchos le pondrán a “El Callejón de las Almas Perdidas” será su extendido metraje que alcanza los 150 minutos, contrastando drásticamente con los 112 minutos que a Edmund Goulding le bastaron para narrar una historia redonda y sin cabos sueltos. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que esto se debe a un gran aporte del realizador mexicano: dotar a su protagonista de una historia de origen, dándole con esto una complejidad psicológica y moral mucho mayor a la que poseía su versión interpretada por Tyrone Power. Esta audacia, además de hacer más interesante al personaje principal, provoca que las acciones del personaje lleven a la historia hasta sus últimas consecuencias, y de esta manera, la película no solo consigue merecidamente el título de su película más madura y menos complaciente, sino también la más trágica, salvaje y desesperanzadora de toda su filmografía.



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rotagonizada por una extraordinaria Haley Bennett, la cinta se enfoca en Hunter, una chica recién casada con Richie Conrad (Austin Stowell), un joven de clase acomodada que está por tomar las riendas de la empresa familiar. Su vida transcurre tranquilamente entre las paredes de su lujosa residencia con vista al río Hudson mientras se encarga de la limpieza, se divierte con sus juegos de destreza en su teléfono celular, se viste y se maquilla para verse hermosa cuando su marido llegue a casa donde por supuesto le espera con la cena ya preparada de manera cariñosa y obsesivamente detallada. Pero a pesar de tener ‘la vida resuelta’, Hunter a comenzado a sentirse ignorada, no sólo por su esposo que le presta más atención a sus negocios a pesar de afirmar que ella lo vuelve el hombre más feliz del mundo, sino también por sus suegros quienes no tienen reparo en interrumpirla y cambiar de tema en la mesa mientras ella relataba una anécdota de su pasado que notoriamente le acomplejaba bastante. Su estado emocional de completa y absoluta sumisión se sacude aún más cuando descubre que está embarazada; y la noticia que se supone debería ser una de las más felices para una mujer, para Hunter sólo provoca la incontrolable necesidad de tragar objetos que podrían causarle daño. Su peculiar nueva práctica comienza tragándose una canica, a la que después de ser desechada de su sistema, trata como un trofeo que guarda y colecciona orgullosa en su tocador. Le siguen tachuelas, baterías doble AA, clips, joyería, candados, piezas de juegos de mesa, un pequeño desarmador y un largo etcétera. Cuando es revelada su nueva afición durante una cita con la ginecóloga para monitorear el avance de su embarazo, Richie y sus padres intentarán ayudar lo mejor que pueden a Hunter, pero aún queda por descubrir la verdadera motivación de su extraño comportamiento. Luego de varios cortometrajes como “Knife Point” (2009), codirigir el documental “The Swell Season” (2011) y hacerse cargo de la dirección de varios videos musicales, el realizador Carlo Mirabella-Davis presentó su sobresaliente y prometedora opera prima: “Swallow”, un brillante thriller y drama psicológico que principalmente aborda el dominio de los cuerpos femeninos por parte del sistema patriarcal. El debut de Mirabella-Davis en los terrenos de largometraje de ficción posee ecos de “Safe” (1995), aquel clásico noventero escrito y dirigido por Todd Haynes con una estupenda Julianne Moore como Carol White, una ama de casa cuya idílica vida en el Valle de San Fernando se ve trastocada drásticamente cuando comienza a desarrollar una extraña enfermedad que afecta gravemente su salud y compromete su vida, y también se pueden rastrear influencias de la cineasta belga Chantal Akerman con la imprescindible “Jeanne Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles”, en la que la viuda madre protagonista encarnada por Delphine Seyrig se ve asfixiada por una existencia monótona en su pequeño departamento y su ocasional trabajo como prostituta, hasta que una serie de eventos fortuitos provocan dramáticos cambios en su vida. El espíritu de Alfred Hitchcock también se manifiesta en “Swallow” con reminiscencias de los clásicos “Marnie” (1964) con Tippi Hedren y Sean Connery y por supuesto “Cuéntame tu vida” (“Spellbound”; 1945) con los legendarios Ingrid Bergman y Gregory Peck. Ganadora del premio a la mejor actriz en el Festival de Tribeca, Haley Bennetth se adueña con aplomo de esta cruda, fascinante y perturbadora propuesta del realizador estadounidense cuna maravillosa puesta en escena con la sofisticada fotografía de Katelin Arizmendi y un sugestivo score a cargo de Nathan Halpern. El director toma como pretexto la pica —un trastorno alimenticio que provoca en aquellos que la padecen, un deseo irrefrenable de masticar y tragar cosas que no son alimentos y por ende no poseen valores nutricionales como hielo, arcilla, tierra o papel— y a partir de éste padecimiento hábilmente adaptado para los propios fines de la historia, desliza comentarios que van desde la hostilidad de los entornos a los que se pueden enfrentar las mujeres día con día desde su concepción hasta los marcados roles de género que permanecen en la sociedad actual, pasando también por los juegos de poder entre clases sociales. De esta manera, logra dar forma a una inclasificable, afilada y provocativa fábula que estudia de una forma sutil la opresión femenina desde distintos frentes, y que finalmente se revela como una revuelta femenina para expiarse de manera definitiva de las culpas y para recuperar tanto la dignidad como la autonomía corporal y existencial que habían sido secuestradas por el sistema patriarcal.



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n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.



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ese a lo desigual de su filmografía –especialmente en la última década en la que ha sufrido la mayor cantidad tropiezos cinematográficos–, el estreno de una película de Tim Burton es un suceso al que se le debe prestar atención. El californiano está de regreso con una nueva adaptación fílmica de un material literario; se trata de "Miss Peregrine y los Niños Peculiares", versión audiovisual de la primera de las tres novelas que hasta la fecha ha firmado Ransom Riggs, autor estadounidense que propone una combinación equilibrada de fantasía, misterio, terror y romance en la historia de Jake (interpretado por el siempre taciturno Asa Butterfield), un adolescente que se dirige hacia la costa de Gales en busca de respuestas que le aclaren la terrible pérdida de su abuelo en circunstancias por demás extrañas. Siguiendo las últimas indicaciones de su abuelo, el joven encuentra en el lugar un orfanato abandonado con un pasaje secreto hacia un mundo fantástico, un bucle en el tiempo que revive el mismo día incesantemente y que ha sido creado por Miss Peregrine (Eva Green sorprendente) para proteger a un grupo de niños y jóvenes que poseen habilidades especiales tan fantásticas como incomprendidas y atemorizantes que los han hecho víctimas del abuso y el acoso por parte de los humanos, pero además también se esconden de los «huecos», unos entes letales que fueron responsables de la muerte de su abuelo y que son comandados por el temible villano Barron (Samuel L. Jackson entre lo tétrico y lo cómico), quien busca a todos los peculiares para un experimento con el que podría acceder a la vida eterna. Así da inicio esta mágica aventura que tiene varios puntos en común con las ya bien conocidas características «burtonianas», no sólo por la lúgubre naturaleza del relato o la combinación exitosa de comedia, horror y drama, sino también por estar protagonizada por un personaje sumergido en perpetua melancolía que siempre se ha sentido ajeno a las normas y estatus sociales hasta que un afortunado encuentro con otros «marginados», «freaks» o «inadaptados» le brindan una nueva perspectiva de vida en un ambiente de respeto, tolerancia, amistad y trabajo en equipo dentro de un ambiente diverso. También encontramos aquí a la figura paterna como catalizador emocional en la personalidad del «héroe», porque no sólo el protagonista de "Miss Peregrine y los Chicos Peculiares" ha sufrido la ausencia emocional de un padre siempre ocupado –y que lo ha obligado a buscar una suerte de sustituto en su abuelo–, sino que a su vez éste padeció lo mismo durante su infancia/adolescencia con su propio padre –quien tal vez intenta no cometer los mismos errores y encuentra en Jake una suerte de redención–; así, esta eterna dificultad para entenderse con su progenitor la podemos recordar además en "Big Fish", o como una variante alterna en "Charlie and the Chocolate Factory" y en "Sleepy Hollow", en las que Willy Wonka e Ichabod Crane, respectivamente, se muestran incapaces de superar los traumas que la amenazante figura paterna ha dejado en ellos. “Miss Peregrine y los Niños Peculiares" es una típica película de Tim Burton tanto en su contenido como en su continente, aunque en éste último apartado su mano se aprecie de una manera mucho más mesurada que en sus últimas producciones; en esta ocasión no existe esa apropiación total del material original que es transportado a la pantalla bajo la bizarra imaginería de Burton, tal como ya lo hizo en su momento con "Sweeney Todd", en dónde cada fotograma delataba la impronta del director. Aquí, el diseño de arte que se ha creado para dar vida al fantástico mundo imaginado por Riggs en el papel –y en el material vintage que complementa las novelas– es espectacular, pero el sello distintivo de Burton está presente de una manera más sobria y elegante, recurriendo además en una medida mucho menor a los efectos digitales, utilizándolos de una manera más sabia y siempre en pos de que éstos trabajan a favor de la historia –y no viceversa como la excesiva "Alicia en el País de las Maravillas"–; por el contrario, aquí se decanta por trabajar lo más posible con elementos físicos y reducir los elementos generados por computadora a lo estrictamente necesario, lo cual ayuda a que el filme adquiera un peso cinematográfico diferente, que recuerde a ese cine casi artesanal de sus inicios, que se aprecia en pantalla y que el público sabrá apreciar. "Miss Peregrine y los Niños Peculiares" es un producto de gran calidad que, aunque padece de ciertos huecos en el guión y deja a varios personajes «peculiares» muy desaprovechados, entrega al público familiar una entretenida cinta de aventuras fantásticas que establece exitosamente los cimientos de una entrañable saga de gran potencial taquillero.


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entro de su ecléctica filmografía, el inclasificable Paul Thomas Anderson ha jugado y se ha apropiado de distintos géneros cinematográficos y de esta manera nos obsequió a principios de este milenio su propia visión de las comedias románticas con la extravagante “Embriagado de Amor” (2002) en la que su protagonista llamado Barry interpretado magistralmente por Adam Sandler, es un conflictivo y solitario hombre que está completamente dedicado a su trabajo y vive asfixiado por sus posesivas hermanas. Pero una mañana por casualidad conoce a Lena, una mujer interpretada por Emily Watson que lleva a reparar su auto al taller junto a su negocio, y que resulta ser amiga de una de sus hermanas. Barry lucha contra su timidez, se arma de valor e invita a salir a la chica, comenzando así una relación amorosa. Por otra parte, hace cinco años en “El Hilo Fantasma” (2017) el director se adentró en el cine romántico al abordar el ambiguo amorío de un célebre diseñador con su musa y amante, como una relación ambivalente que se vuelve impredecible por las acciones de los personajes: por un lado, un hombre fascinante pero quisquilloso al extremo que resulta exasperante hasta niveles insoportables, pero que ha sido formado así por un tormentoso dolor que ha reprimido por años; y por otro lado, una mujer tan sumisa como rebelde que soporta estoicamente el carácter de su amante, pero que también muestra una personalidad de dominio a través de la pasividad, la paciencia y la fortaleza adquiridas por un pasado marcado por las carencias. Su más reciente cinta, “Licorice Pizza” es la continuación lógica en su exploración de las relaciones románticas, pero a la vez resulta una película atípica dentro de su filmografía. Ambientada en el Valle de San Fernando en Los Ángeles, California durante el verano de 1973, en plena crisis del petróleo durante la administración de Nixon, la película no tiene nada que ver con comida italiana o los discos de vinil, aunque la música es parte fundamental del relato. “Licorice Pizza” es una inesperada e improbable historia de amor que nace entre un bonachón pero ambicioso chico de 15 años llamado Gary y una chica llamada Alana que es 10 años mayor que él. Gary, personaje inspirado por el productor Gary Goetzman que es amigo del cineasta, es encarnado por el debutante Cooper Hoffman, ni más ni menos que el hijo del finado Phillip Seymour Hoffman quien era habitual colaborador del cineasta, mientras que a ella le da vida Alana Haim, también debutante como actriz en el cine. El autor de “Boogie Nights” escribió el guion de la cinta con Alana en mente como actriz principal luego de dirigir varios videos musicales de la banda “Haim” que ésta tiene con sus dos hermanas, las cuales también aparecen en la cinta interpretando por supuesto a las hermanas de la chica. De hecho, Paul Thomas Anderson no se detuvo ahí y también consiguió que los padres de las chicas aparecieran en la cinta y así pudo tener a la familia completa en la pantalla grande.


Paul Thomas Anderson regresa al lugar que lo vio crecer y que ya exploró en su obra maestra “Magnolia” (1999), pero esta vez el Valle de San Fernando no es el sitio donde habitan personajes explotadores, envidiosos, abusadores y rencorosos; en esta ocasión propone una historia de amor divertida y desfachatada pero sin dejar de lado su sello particular tanto en forma como en fondo. Porque aunque los planos secuencia y los travelling son muy utilizados en la industria por distintos cineastas, los propuestos por Paul Thomas Anderson siempre se sienten frescos de alguna manera, y además de ser una forma de acompañamiento para el personaje en pantalla, funcionan también como un recurso a través del cual se puede llegar a desentrañar el perfil psicológico de la pareja junto con los veloces y audaces diálogos que nos recuerdan por momentos al cine de Quentin Tarantino. A su propuesta visual con la fotografía del propio cineasta junto con Michael Bauman con un estupendo uso de las luces, las sombras y los colores, hay que sumarle no sólo el estupendo score de Johnny Greenwood, sino también la curaduría musical que incluye nombres como Nina Simone, Sonny y Cher, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney, David Bowie, entre muchos más. Filmada en 35mm, la película que durante su rodaje llevó el nombre provisional de “Soggy Bottom” aparentemente no muestra un rumbo definido, sino sólo una sucesión de viñetas sobre las vivencias de los protagonistas, tanto juntos como por separado. De esta manera los acompañamos en sus aventuras juveniles como su incursión en el negocio de las camas de agua o como voluntarios en el mundo de la política, experiencias que los llevarán a cruzarse con celebridades inspiradas en personaje de la vida real de la época, como una reconocida actriz de teatro musical, un extravagante novio de Barbara Straisand y un egocentrico actor maduro obsesionado por impedir que se le escapen sus días de gloria; pero esta aparente falta de cohesión o de una dirección narrativa, es en realidad la forma de retratar magistralmente el caos de la vida adolescente, esa búsqueda de identidad, de validación y de lo que da significado a la existencia. De esta manera, con el cuidado obsesivo por los detalles que lo caracteriza y alejándose completamente de esa solemnidad que marcó a la muy celebrada “El Hilo Fantasma”, Paul Thomas Anderson continua con la exploración del hombre promedio estadounidense, de aquel que reside en los suburbios pero que también vive fascinantes historias; todo esto a la vez que también da continuidad a la tradición de personajes en constante búsqueda del amor, aunque se encuentren inmersos en el mundo de la pornografía, como en el caso de “Boogie Nights” (1997). Aunque el filme retrata particularmente una época en un espacio geográfico muy específico, el director consigue que la emoción nostálgica del primer amor trascienda todas las fronteras, y “Licorice Pizza”, pese a tratarse quizá de su propuesta más ligera y accesible, es evidentemente un trabajo hecho con puro corazón y sin la pretensión de complacer a las masas, es el trabajo de un autor con mayúsculas que vive por y para el cine.



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l novelista y guionista inglés Alex Garland autor de la novela La Playa (llevada al cine por su compatriota Danny Boyle en el año 2000 con Leonardo DiCaprio al frente del elenco) y guionista de filmes como Exterminio (28 days later, 2002) y Alerta Solar (Sunshine, 2007), ambas del ya mencionado cineasta inglés, y otras propuestas distópicas como Nunca me abandones (Never let me go, 2010, Mark Romanek) y Dredd (2012, Pete Travis)- debuta en la dirección con un estimulante largometraje enmarcado en los terrenos de la ciencia ficción especulativa a través de una sencilla historia que escarba en los recovecos de la naturaleza humana al enfrentarla a la aparición de una inteligencia artificial. El argumento de su ópera prima, Ex Machina (2015), se centra en Caleb, un diestro programador que resulta ganador de un sorteo en la empresa de desarrollo tecnológico para la que trabaja, recibiendo como premio la oportunidad de pasar una semana completa con su absurdamente acaudalado jefe Nathan en su finca privada -una edificación tecnológica minimalista enclaustrada en medio de las montañas- donde su superior le revela la verdadera razón de su visita: evaluar a Ava, una inteligencia artificial en la que ha estado trabajando por años y que podría estar lista para ser presentada ante la humanidad, a través de un proceso de valoración similar a la conocida prueba de Turing, un test con la que un sujeto aislado debe descubrir si el personaje con el que está interactuando de manera remota es una máquina o un humano. Queda claro que la premisa no es para nada original, pues desde hace casi un siglo el celuloide nos ha puesto frente a maravillosas propuestas sobre el potencial desarrollo de una inteligencia artificial, como en el clásico silente Metropolis (1927) de Fritz Lang o la sofisticada y casi perfecta Ella (Her, 2013), de Spike Jonze, pasando por supuesto por la obra maestra de Stanley Kubrick, 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Oddissey, 1968), la elegante Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), de Steven Spielberg o la palomera Yo, Robot (I, Robot, 2007), de Alex Proyas; pero pese a que el primer largometraje del británico aporta poco al cine sci-fi especulativo, su grandeza radica en que es una obra de gran sencillez, y dentro de ella sus planteamientos inducen a reflexiones interesantes, además de ser poseedora de una sofisticación formal realmente notable. Garland se procura un guión muy cuidado, muestra su pericia narrativa y sin tiempos muertos va directo al punto; no tiene tiempo para andar por las ramas a la hora de contarnos esta trágica anécdota sobre el posible encuentro -y sus consecuencias- entre un humano y una súpermáquina. Ex Machina va registrando las sesiones

diarias de Caleb y Ava, y la manera en la que la relación va escalando niveles de complejidad, poniendo a prueba la fragilidad de la naturaleza humana ante tal estimulo artificial y la (in)estabilidad de la naturaleza del androide presuntamente autónomo. Además se presenta la relación entre Caleb y Nathan en los debates/discusiones sobre lo que supone la creación/desarrollo de una inteligencia artificial, presentando de esta manera las primeras fricciones que guiarán hacia uno de los conflictos centrales de la cinta. En este elegante laberinto hipertecnológico que aprisiona -en más de un sentido- a Caleb y del que Nathan es único agente carcelario, surgirán las fricciones entre el apocado programador, el millonario con delirio de creador omnipotente y la autómata rebelde. En este estira y afloja, las interpretaciones de Domnhaal Gleeson, Oscar Isaac y Alicia Vikander resultan vitales: Gleeson vuelve a interpretar a un personaje despistado pero en esta ocasión no cae en el exceso gesticular como en sus roles de Cuestión de Tiempo (About Time, 2014, Richard Curtis) o Frank (2014, Leonard Abrahamson), por el contrario, su mesura permite la completa credibilidad del estafado programador que resulta ser un sujeto de estudio más en el laboratorio del desquiciado villano al que Oscar Isaac logra dotar de una poderosa e intimidante aura sin caer necesidad de aspavientos interpretativos; finalmente, Alicia Vikander se roba las escenas como Ava, pues su trabajo completo se basa en gran medida en la gesticulación, y logra un resultado realmente sorprendente al utilizar su mirada y leves movimientos faciales para transmitir desde miedo, sensualidad, asombro, empatía, odio, etc.; toda una gama de emociones pasan por el rostro de esta atractiva actriz con una soltura envidiable. Con apenas estos tres personajes centrales, Garland puede mantener el suspenso en la historia una suerte de Frankenstein del nuevo milenio- en un sólo ambiente con espíritu teatral, haciendo uso de una cámara estática o con movimientos tan suaves que pareciera flotar en torno a ellos -sólo hay algunas breves secuencias en exteriores, el resto sucede al interior de la hipertecnológica mansión-, creando así una tensa y enfermiza atmósfera en la relación jefe-empleado-creación, cuyos conflictos y resquemores van generando la presión que se va acumulando para estallar en un climático, mesurado y elegante desenlace. Ex Machina es una cinta pequeña -costó apenas $12MDD- que prefiere tomar el camino de las interrogantes reflexivas antes que el de la acción desmedida, es una ciencia ficción intimista que va hilvanando con grandes dosis de detalles el relato de una manera lenta y precisa, añadiendo alguno planteamientos existencialistas sobre la inteligencia artificial y la respuesta humana ante ella.



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iete años después de haber presentado su ópera prima en el 5° Festival Internacional de Cine de Morelia -Párpados Azules (2007) con Cecilia Suárez y Enrique Arreola-, el cineasta veracruzano Ernesto Contreras presenta también en el festival de la capital michoacana su segundo largometraje en el que, de nuevo, se aproxima al tema de la soledad en la Ciudad de México. En esta ocasión, Pina (Irene Azuela) e Igor (José María Yazpik), sus dos protagonistas principales, son arrastrados -y nosotros junto con ellos- por una intempestiva e inevitable atracción; sin embargo, ninguno es libre para dar rienda suelta a esta novedad sentimental. Ella tiene a Lorenzo (Hayden Meyenberg), hijo de diez años de su anterior matrimonio y se encuentra atravesando por la difícil etapa post-divorcio. Él está casado con Flora (Cecilia Suárez), una mujer sumisa y fría, casi indiferente, a la que Igor está atado pero a la que no desea a pesar de seguirla amando... ¿o será que sólo ya se acostumbró a ella? Frente a la frustración de no poder iniciar libremente una relación, cada uno intenta a sobrellevar sus desencuentros de la mejor manera que pueden: Pina decide comenzar confeccionar un disfraz de león para Lorenzo, que actuará en la próxima representación escolar del Festival de la Primavera; Igor le compra a su mujer -con el dinero de los ahorros de ella misma- una fotocopiadora para ayudarla en la carente situación financiera por la que atraviesan y la instala en su austero departamento. Ambos buscan

labrar su propio camino para poder entablar esa irresistible relación, buscan, de una u otra manera, romper las cadenas que los atan. La llegada de la Primavera traerá consigo las oportunidades para que los amantes logren su liberador cometido y poder dejar atrás la oscuridad de sus días invernales. Como en su anterior trabajo de ficción, Ernesto Contreras juega con la soledad física y emocional de sus personajes, pero ahora fortalece su narrativa a través de una fotografía más fría, oscura y plomiza -cortesía de Tonatiuh Martínez Valdéz- con la que consigue atmósferas invernales cargadas de gran preciosismo, además, echa mano de un score penetrante, hipnótico y melancólico compuesto por Emmanuel del Real de Café Tacvba con el que se complementan a la perfección los estados anímicos de los personajes en pantalla. La película es un sutil y preciso acercamiento a la rutina hogareña que comienza a asfixiar a los protagonistas que buscan una válvula de escape para sus pasiones violentamente reprimidas que están al borde de la explosión. Finalmente, las crisis emocionales terminan por estallar y llevan a los personajes a tomar decisiones que cambiarán el rumbo de sus vidas para siempre. Las Oscuras Primaveras es una fábula dramática urbana sobre relaciones humanas contemporáneas, de pasiones reprimidas y de actos sexuales como única forma de conseguir el desprendimiento de las frustraciones, actos de comunión y liberación.



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a ópera prima del director Henry Hobson no podría ser más prometedora, pues el debutante no sólo logra con su cinta darle un giro radical al sobre explotado cine de zombies para contarnos, contrario a lo que se esperaría, una historia con gran carga humanitaria sobre una adolescente que se encuentra infectada con un mortal virus que muy gradualmente la está transformando en un agresivo muerto viviente. Además, puede presumir tener a un actor protagónico que, aunque eternamente encasillado en los papeles de acción, en esta ocasión se arriesga al hacerse cargo de un rol fuera de los límites de su zona de confort. En el mundo apocalíptico propuesto por el filme Maggie (2015), a diferencia de otras cintas de pandemias como Exterminio (28 Days Later, 2002, Danny Boyle), Soy Leyenda (I Am Legend, 2007, Francis Lawrence) o Guerra Mundial Z (World War Z, 2013, Marc Forster), las desafortunadas víctimas del virus tienen desde ocho semanas hasta seis meses antes de transformarse completamente en zombies y sucumbir ante su sed de sangre, lapso tras el cual son transportados forzosamente a una zona de cuarentena para ser debidamente "tratados", es decir, "exterminados" y acabar con la posibilidad de esparcimiento de la plaga para la que el sector salud continúa en la búsqueda de una cura. La protagonista de la que el filme toma su nombre es encarnada por Abigail Breslin, aquella pequeñita que nos robó el corazón como la entrañable Olive Hoover en Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2010, Jonathan Dayton y Valerie Farris) y que ya había participado en el cine de zombies como parte de la divertida Tierra de Zombies (Zombieland, 2009, Ruben Fleischer); ella es una de las más recientes víctimas de la pandemia, y su padre Wade (encarnado por Arnold Schwarzenegger), la ha llevado a vivir con él, junto con su nueva esposa Caroline (Joely Richardson) y su pequeños hijos, para cuidarla en el proceso de deterioro que invariablemente provoca el virus a sus portadores. Maggie es un drama apocalíptico que pone el acento en la relación familiar del paciente terminal y su paulatina decadencia. El miedo a la pérdida de un ser querido, el duelo, la resignación, la eutanasia, la dignidad de un enfermo y su derecho a vivir o morir hasta que éste así lo decida, son temas abordados a lo largo de la historia, construyendo de esta manera una propuesta con tintes sociales bajo la estructura aparente de un filme de muertos vivientes. Gran parte de la eficacia de esta extraña mixtura experimental de géneros radica en el guión de John Scott 3, que inteligentemente utiliza al virus como catalizador de la relación familiar; la extrema situación de la víctima es el factor principal de las fricciones entre los miembros de la campestre familia y entre varios personajes de la apartada comunidad de los Estados Unidos, una sociedad cerrada (en todos los sentidos) de la

Norteamérica profunda que con recelo e ignorancia buscan resguardar su bienestar personal. Para la construcción de este muy particular mundo apocalíptico, Hobson recurre al efectivo trabajo de Lukas Ettlin, el responsable de la también apocalíptica fotografía de Invasión del Mundo: Batalla Los Ángeles (Battle Los Angeles, 2011, Jonathan Liebesman) y la asfixiante Masacre en Texas: El Inicio (The Texas Chainsaw Massacre: The Beginning, 2006, Jonathan Liebesman), haciendo evidente su talento en la construcción visual de atmósferas desoladoras que responden a las necesidades contextuales de la trama (el mundo se está yendo al caño, y eso nos queda claro en todo momento), pero que también expone su oficio como elegante artífice de cálidos e intimistas momentos en un microuniverso familiar devastado por la desesperanza; en este apartado, y como perfecto acompañamiento, encontramos la creación sonora de David Wingo, en ocasiones melancólica, y en otras, perturbadora. El otro elemento de la exitosa ecuación que supone Maggie es la pareja protagonista. Aquí nos encontramos con el actor austriaco que sorprende con un trabajo sensible muy alejado de los personajes que sólo saben patear traseros (ya sean de enemigos de los yanquis, de depredadores invasores, de encarnaciones de Satanás, o de cualquier otra amenaza para la humanidad), y que se mantiene contenido, plantado ante la cámara con fuerte sensibilidad como este padre de familia que hace todo lo posible por mantener la vida de su hija lo más natural posible durante los meses de decadencia. Y si bien es cierto que no estamos ante un descubrimiento histriónico que merezca galardones por su desempeño, sí logra que lo tengamos en consideración como un actor maduro y serio que puede enfrentarse y salir avante en otro tipo de papeles que no sea el de asesino perfecto, logrando también una fenomenal química con su hija en la ficción, cuyo personaje se desarrolla emocionalmente a través de una subtrama romántica con un adolescente que, al igual que ella, está infectado con el virus; aquí, el trabajo de Breslin resulta sobresaliente al saber dotar de una conmovedora dulzura a la adolescente condenada a muerte. En una era dominada por el ritmo frenético, una cinta de muertos vivientes que opte por un tratamiento pausado y anteponga el drama humano sobre la histeria colectiva por la supervivencia es de lo más arriesgado que se puede pedir. Si son amantes del terror gore y las delirantes estampidas de infectados, entonces tal vez Maggie no sea una película para ustedes; si en cambio son fans del cine de zombies y están dispuestos a dejarse llevar por una historia que viene a refrescar este subgénero al presentarlo desde una perspectiva distinta y auténtica, se llevarán un buen sabor de boca.



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esde un punto de vista lógico, llegar a la vejez significaría gozar de plenitud en la mayoría de los aspectos de la vida, pero el retrato de la vejez de una actriz retirada, alcohólica y con perdida de la memoria, muestra una realidad distinta del adulto mayor. No la única, pero si una ocasional. “No quiero dormir sola”, de Natalia Beristain, premiada como Mejor Largometraje Mexicano en el Festival Internacional de Cine de Morelia, cuenta la historia de dos mujeres, una abuela y su nieta unidas por la soledad que se ha instalado en su vida. Una mañana, Amanda, mujer de unos 30 años de edad que vive sola en la casa de su padre, recibe una llamada en la que le informan que su abuela está sola y desde hace días los vecinos no la ven salir de su hogar. Dolores, la abuela, cercana a los 80 años, es descubierta por la nieta en estado de ebriedad; por el aspecto de la casa: desordenada, sucia y obscura, se puede notar que lleva días encerrada en su recamara, bebiendo y escuchando música. Lola, como la nieta le dice a la abuela, consume cantidades de alcohol para poder conciliar el sueño, acto que denigra su aspecto, su salud, su vida. Amanda, desempleada y sin dinero, traslada a su abuela, con el dinero de su padre cineasta, a un asilo de actores en el que recibe los cuidados que su hijo y nieta no pueden brindarle. Ahí comienza a vivir a través de sus glorias pasadas como actriz. Si antes conciliaba el sueño con el alcohol, ahora lo hace con pastillas; la compañía ocasional de su nieta, que al igual que ella no logra conciliar el sueño, le hacen menos difícil el abandono porque disfruta lo poco que tiene de una persona para sobrevivir con ello los largos tiempos de ausencia. Tanto abuela y nieta se descubren y unen sus soledades para hacerse compañía, situación que las lleva a alcanzar cierta paz cuando están juntas, como la del sueño. La cinta es un retrato de muchos adultos mayores y de actores también, dejados al olvido por sus familias, por los hijos principalmente, haciéndose cómplices de la soledad y el silencio, esperando que llegue el final, porque como suele suceder, esa soledad difícilmente es reemplazada por el afecto y amor de los familiares. Natalia Beristain, que hace un homenaje a su finada abuela, la actriz Dolores Beristain, logra cautivar con la realización de un guión redondo, en el que concluye de manera inesperada y controversial. Las ejemplares actuaciones de Adriana Roel (Dolores) y Mariana Gajá (Amanda) hacen que la historia cobre fuerza y dinamismo con el ritmo de momentos lento pero eficaz del filme.



E

l escritor y director Lee Cronin llamó la atención con su cortometraje Ghost Train (2013) y con su ópera prima, The Hole in the Ground, ha venido causando ruido desde su presentación en la sección Midnight de la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Sundance, siendo incluso considerada por muchos como la Hereditary (2018) de este año; y aunque no alcanza el nivel del primer largometraje de Ari Aster, resulta una muy sólida propuesta que brinda una bocanada de aire fresco al saturado mercado del género del horror. El bosque maldito, como se ha distribuido en México, se centra en Sarah O'Neill (Seána Kerslake), una madre recién separada de su esposo que, junto con su pequeño hijo Chris (James Quinn Markey) se ha mudado a una apartada cabaña en la Irlanda rural junto a un espeso bosque; mientras intentan reconstruir sus vidas desde cero en la remota localidad, madre e hijo descubren un gigantesco agujero en medio del bosque y ella conoce la historia de Noreen Brady (Kati Outinen), una anciana que perdió la razón varios años atrás cuando tuvo un violento episodio que terminó con la mujer asesinando al que ella aseguraba era el suplantador de su pequeño hijo. Durante una noche Chris aparentemente desaparece sin dejar rastro, pero cuando Sarah no tarda en encontrarlo sano y salvo en casa, todo parece haber sido producto del estrés postraumático por el que está atravesando Sarah y que ha comprometido su salud mental, siendo diagnosticada y medicada para combatir la ansiedad y el insomnio. Poco a poco, Sarah comienza a notar que Chris presenta ligeros pero muy evidentes cambios en su comportamiento habitual, llevándola a pensar que el niño que duerme en su casa no es el verdadero Chris. Si bien The Hole in the ground no es una cinta que descubra el hilo negro, sí sobresale por jugar de forma ingeniosa con la ambigüedad y tomarla precisamente como su principal virtud: la foto-

grafía de Tom Comerford –ojo a los juegos visuales con los vacíos y los reflejos– y las tétricas partituras de Stephen McKeon consiguen un ambiente malsano que potencia las situaciones inquietantes propuestas por el guion coescrito por el mismo Cronin junto a Stephen Shields y que retoma el recurso de colocar a los niños como el elemento siniestro del relato –The Exorcist (1973) es quizá el ejemplo más obvio–, negándose rotundamente a recurrir a los 'jumpscares' tan utilizados en el cine de terror actual y apostando, en cambio, por la construcción minuciosa de un misterio y un astuto manejo del suspenso que añade además elementos de una posible locura y un delirio psicológico postraumático. ¿Realmente Chris ha sido suplantado o se trata sólo de una alucinación de Sarah producto del trauma propiciado por su reciente separación? Con ecos de recientes títulos de culto como Goodnight Mommy (2014) –donde era la madre de los hermanos protagonistas la que quizá era una impostora– y The Babadook (2014) –donde el inquebrantable amor de una madre viuda es la principal arma para defender a su hijo de la amenaza sobrenatural que lo acecha–, la película también se ve estrechamente relacionada con los misteriosos submundos alternativos como los de la cinta animada Coraline (2009) y del serial Stranger Things (2016-), y con criaturas como las antagonistas del filme The Descent (2005). Y es que aunque la premisa está lejos de ser original, y pese a no ofrecer nada nuevo al género, tanto el buen desempeño histriónico de la pareja de actores protagónicos como la autenticidad que Lee consigue impregnarle al relato –incluyendo la astucia con la que aborda el miedo inherente de los padres ante la partida de un hijo y la apuesta por un final marcado por la vaguedad ante la eterna presencia de la incertidumbre– la convierten en una de las propuestas más sobresalientes del cine de horror europeo en lo que va del año.



C

uando Alma y sus hijos fueron asesinados, en sus oídos aún resonaban las palabras “si lloras te mato”. 30 años después del genocidio ocurrido en la selva guatemalteca, el tribunal lleva a juicio al general retirado Enrique Monteverde, quien estuvo al frente de las fuerzas armadas que perpetraron la masacre. Pero pese a los múltiples testimonios de las sobrevivientes y a que el tribunal lo ha encontrado culpable, el juicio se declara nulo cuando la defensa argumenta enfermedad grave en el veterano militar y éste queda absuelto. La ciudadanía se levanta en ira frente a la inaudita sentencia y se agolpan en los alrededores de la acomodada casa del general para protestar y pedir justicia; mientras tanto, muchos de los trabajadores del general lo abandonan poco a poco. Por las noches, el avejentado militar comienza a escuchar los lastimeros llantos de una mujer y comienza a sospechar que Alma, el ama de llaves recién contratada, es un espíritu de su pasado que finalmente le ha dado alcance; mientras que su esposa y su hija están convencidas que sus alucinaciones son síntomas del inicio de su demencia senil. Bajo esta premisa se presenta el último largometraje de la «Trilogía del Desprecio» del director Jayro Bustamante, cuyo compromiso con la memoria histórica de su pueblo ha quedado de manifiesto desde su opera prima “Ixcanul” (2015), un solvente ejercicio cinematográfico en donde exploró el desafío de una adolescente (interpretada por María Mercedes Coroy) hacia los patriarcales usos y costumbres de su comunidad en la región kakchikel de Guatemala. En “Temblores” (2019), su segundo largometraje, el cineasta cuestionó las absurdamente estrictas reglas morales y los mecanismos de manipulación de las sectas religiosas a través de Pablo, uno de los feligreses de la comunidad cristiana evangélica que, luego de años de aparente estable matrimonio y doble paternidad, se descubre enamorado de otro hombre. Ahora con “La Llorona”, el director y su coguionista Lisandro Sánchez toman como inspiración el genocidio ocurrido en Guatemala entre 1982 y 1983, y el juicio que se llevó a cabo contra el General Efraín Ríos Montt, acusado de crímenes de lesa humanidad. Con María Mercedes Coroy al frente del reparto en la que representa su segunda colaboración con el director luego de su aclamada opera prima, “La Llorona” toma la legendaria y vengativa figura femenina conocida en toda Latinoamérica con algunas variantes regionales, para bordar un relato donde comulgan de manera extraña pero igualmente efectiva lo político y lo sobrenatural, mediante una atmósfera en la que se dan cita una suerte de doble asedio: uno por parte de la hastiada sociedad que entona día y noche consignas que exigen justicia ante la impunidad; y el otro por parte del mundo fantasmal que clama por sus hijos caídos en la colonización y la opresión de clase y raza. La propuesta formal con la fotografía de Nicolas Wong en conjunto con las partituras de Pascual Reyes y un impecable diseño sonoro a cargo de Eduardo Cáceres Staackmann y Juan Pablo Huerta Estrada es el pilar principal que sostiene este relato paranormal que nos sumerge en un ambiente de angustia perpetua. “La Llorona” es la obra de un director que confirma su talento en la creación de ambientes donde conviven el misticismo del folclor guatemalteco con la cruda y descarnada realidad social, a la vez que reafirma su compromiso para con un cine socialmente relevante y se consolida como el mejor realizador guatemalteco hoy en día.



E

l subgénero cinematográfico conocido como 'giallo', es una derivación del cine de horror y el thriller, caracterizado por ser puramente estético, sin preocupaciones por la coherencia de sus tramas (si es que las tenían), y por el contrario, destacaba por el gran cuidado y empeño por mostrar en pantalla gran cantidad de violencia explícita y asesinatos, por demás ingeniosos, en medio de atmósferas completamente aprensivas y sórdidas. Este tipo de cine, iniciado por Mario Bava y popularizado por Dario Argento, se convertiría después en un precursor del también subgénero 'slasher' y tendría su mayor momento de gloria en la Italia de la década de los años 70, época en la que transcurre la historia de Berberian Sound Studio, filme escrito y dirigido por Peter Strickland con el que además de rendir un homenaje a este subgénero fílmico, nos acerca a un universo poco explorado dentro del mundo del celuloide: el del doblaje y la sonorización de películas. En el filme, Gilderoy (extraordinario Toby Jones) es un retraído ingeniero de sonido de origen británico que viaja a Italia para encargarse de realizar la mezcla de sonido final de la más reciente producción 'giallo' del reconocido director dentro del género Giancarlo Santini (Antonio Mancino), pero desde su llegada al legendario estudio de grabación, descubre un mundo excéntrico, maniático y hasta misógino, donde no sólo le harán imposible que pueda cobrar el reembolso de su boleto de avión (que tendría que cubrir el estudio pero ninguno de los departamentos dice ser responsable de manejar ese tipo de asuntos) sino que

también descubrirá un par de cosas que no le resultarán del todo cómodas y agradables: primero, que el filme en el que debe trabajar es en extremo violento con secuencias gráficas que incluyen la tortura y mutilación de jóvenes en rituales con tintes macabros (con brujas y demonios incluidos); y segundo, que los agresivos métodos con los que motivan/persuaden a las actrices de doblaje para lograr los gritos de terror deseados podrían llegar incluso a ser considerados como otro tipo de tortura, un maltrato psicológico al que también hay que agregar, inclusive, el acoso sexual. Con el paso de los días, Gilderoy se ve atrapado en ese mundo donde las manías, la burocracia, los caprichos 'artísticos' y las perturbaciones creadas por todo lo anterior, comienzan a sumergirlo en un aterrador caso donde la vida comienza a imitar al arte. Y es a partir de ese momento donde la cinta pasa de ser un sentido homenaje sonoro al cine 'giallo' (pues jamás se nos muestran las perturbadoras escenas a las que la producción les está otorgando sonido) a ser un juego onírico surrealista que se acerca más al cine de pesadilla de David Lynch. Además, si a esto le sumamos que la cinta es un sobresaliente ejercicio de estilo que logra tenebrosas atmósferas gracias a la combinación visual (con la cinematografía de Nick Knowland) y sonora (gracias a la participación de la banda inglesa de música electrónica Broadcast), es entonces comprensible el porqué a Berberian Sound Studio se le ha considerado como uno de los filmes más arriesgados en lo que va de esta década. Ampliamente recomendable.



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