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Editorial
No generamos ninguna discusión al afirmar que la universidad pública se encuentra en un estado deficiente, lo cual forma parte del enorme catálogo de problemas de este país. Ya estamos acostumbrados a decir que las cosas no funcionan bien, pero, ¿cuán seguido nos preguntamos por qué no lo hacen? Esta incómoda tarea requiere partir sobre una base reflexiva y crítica, ejercicio que no se hace si no es en términos burocráticos y que, en este espacio, nos traslada al caso específico de la Escuela de Literatura de San Marcos. Ofrecemos al lector las interrogantes que surgen a partir de la pregunta principal: ¿cuál es el problema
con nuestra escuela?
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¿Será que los estudiantes de la Escuela de Literatura —entre quienes nos incluimos— viven desinformados y que no saben cómo funciona la malla curricular que rige sus estudios, que no saben cómo funciona la Escuela a la que le entregan más de un lustro de su vida, que no entienden cómo funciona la Universidad a la que orgullosamente postularon y que tampoco están interesados en conocer todas estas cosas? ¿Será el problema que buena parte de la población estudiantil se rige por la ley del mínimo esfuerzo? ¿Será que leen muy poco, que leen a medias, que leen solo lo que el profesor indica, que han perdido, en la esterilidad académica, el gusto por la lectura? Que entregan sus trabajos de curso solo por cumplir, sin rigor ni autoexigencia, persiguiendo tan solo el alivio de una nota aprobatoria, ¿ese será el problema? ¿O, acaso, radica en el lado opuesto: en los docentes de la Escuela de Literatura? ¿Será el problema que estos no actualizan los contenidos de sus cátedras, no renuevan sus lecturas, no varían sus evaluaciones, que dictan siempre los mismos cursos? ¿Quizá que son eternos e intachables, que si hacen mal las cosas están blindados por su nombramiento y por sus colegas, ya que no se puede ofender su importante estatus de catedrático sanmarquino? ¿O el problema es que hay docentes que no revisan los trabajos que dejan a sus alumnos, que no retroalimentan a los estudiantes, que hacen clases mecánicas y aburridas que son antes anecdotarios que cátedras, que no promueven el debate ni la investigación? ¿Ese será el problema? ¿O será el problema que la burocracia universitaria es ineficiente, lenta, restrictiva y absurda? Nos parece que ha quedado claro, lector, que todas estas preguntas contienen en sí la ansiada respuesta: el coche anda sobre cuatro ruedas. No hay solución que no implique primero reconocer que todos los implicados tenemos algo de responsabilidad en este continuo fracaso.