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Creación
Lima, una ciudad normal o mortal
Lorena Melendez
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Con un pie sobre el asfalto y una mano en los bolsillos, a punto de sacar las monedas, el limeño empieza su día en la ajetreada ciudad. Sea trabajador, estudiante o ama de casa, siempre debe subirse a una chatarra con ruedas y convivir con todo tipo de gente durante una fracción de su jornada. Aunque existe una considerable cantidad de personas que tiene la comodidad de transportarse en un medio particular, muchos son los que emplean el tren y, desgraciadamente, esas custers que parecen haber salido de una estremecedora película slasher, donde las persecuciones a toda velocidad, para captar a sus víctimas, son el pan de cada día.
Tan solo basta poner un pie en las pistas de Grau para que cuatro ruedas pasen sobre tu insignificante cuerpo y corras hasta la siguiente vereda para aguardar la llegada repentina de un viaje hacia la incertidumbre. Es imposible ignorar el ruido que causa el metal viejo y despintado, incluso se siente el hedor del motor mil veces quemado. Sus voceros penetran los oídos e invaden la mente del limeño, hasta el punto de convertirlo en un salvaje. Hecho un animal primitivo, se introduce en ese vejestorio que recorre la ciudad.
Tal y como un simio se asombra por una fruta tropical, algunas personas sujetan un aparato, anonadados por la gracia que otros de su especie realizan tras la pantalla. Se encuentran tan absortos en su mundo que hacen caso omiso al tintineo de las ventanas, tan rayadas como el rostro de una anciana y grises como el cielo invernal de Lima. Otros, conversan sobre el futuro del sobrino que bebe todos los fines de semana, la madre enferma, el estrés en el trabajo, la infidelidad de la pareja o de la entrometida tía obesa que nadie quiere visitar. Este diálogo no se ve interrumpido por el cobrador cuando estira las manos negras para recibir un par de monedas, pero sí cuando menciona el precio que deben pagar para llegar a su destino. —Es un sol cincuenta, amiga. —¿Qué? Pero ayer tomé el mismo carro y me cobraron un sol. —Ya subió el pasaje, amiga.
Y paga el pasaje. Sin embargo, los más avezados se atreven a discutir con el cobrador sobre la situación del país, el combustible y las leyes que lo rigen. Sí, porque los cobradores
también saben de leyes. Saben que los estudiantes se aprovechan de ellos para pagarles menos de la cantidad correspondiente y que, para colmo, no saben restar porcentajes. Ellos son los incomprendidos, por lo que deben defender sus derechos como transportistas.
Luego del acostumbrado altercado, los pasajeros continúan a la expectativa de su paradero final. Todo parece estar calmado, hasta que empieza a subir uno, otro, otro y otro. Apenas se respira en el lugar. Los cuerpos se pegan como trozos de pescado en una lata de atún. Las ventanas se nublan con las agitadas respiraciones de los limeños. Sin embargo, nadie se queja. Porque es normal, porque debes acostumbrarte. No eres el único que vive esta situación, no te sientas especial. Es más, aún hay espacio vacío atrás, así que no seas egoísta y pégate al señor obeso que está sudando dentro de su traje de oficina. Pégate a ese debilucho joven que tose cada dos por tres y que no tiene mascarilla. Pégate a la señora que ha subido con una botella de Piscano. Porque hay gente que necesita llegar a su trabajo, a su casa o a su centro de estudios: no seas desconsiderado. El pasaje ha subido para que las custers lleven menos gente en su interior, sí. Pero todo sube con el pasar de las horas, no será un problema para ti. Así que júntense todos en dos filas, que ahí entran diez personas más. Poco o nada importa si el chofer o el cobrador llevan una mascarilla. Eso ha pasado a segundo plano. A quién le importa si te contagias, para eso te has vacunado. Además, ya todos se han enfermado, no hay necesidad de protegerse.
Cuando piensas que ha pasado media hora de tu estadía en la cúster, la radio, a todo volumen, indica que solo han pasado diez minutos desde que te subiste: apenas vas en la avenida Abancay. Ahí sube más gente, porque como ya lo hemos dicho, hay lugar para todos. Ningún espacio queda libre, ni siquiera la entrada, puedes ir con medio cuerpo dentro de la chatarra y medio cuerpo al aire. Tienes ventaja sobre cualquier limeño que va sentado o aplastado, pues ellos no pueden sentir el viento recorrer sus extremidades. Estás en la sección VIP, no te quejes. Adentro, la situación es lamentable en invierno. No importa cuánta gente esté encima tuyo, ni el hedor del sudor, ni olor del pan con huevo que saca un estudiante. Por ningún motivo te atrevas a abrir la ventana, pues la anciana del costado puede enfriarse y no queremos eso. Además, ¿quién abre las ventanas en invierno? Estoy segura de que no cometerías esa falta tan grave.
Diez minutos más tarde, vamos en Wilson. El caos reina aquí, pero es parte de la normalidad. Cualquier
limeño que cruza el centro de Lima para ir al otro lado de la metrópolis está acostumbrado a la congestión vehicular. Lo realmente sorpresivo sería que tu cúster demore cinco minutos en esquivar buses, taxis y motos. En esa travesía, nada impacta. Ni siquiera el cadáver que yace al borde la pista, ni los transeúntes que pasan a verlo. Es más, deberían subirlo a la vereda para que no estorbe el paso. Por fin, el chofer empieza a acelerar. Parece que la peor parte del viaje ha pasado. Incluso, se ve cómo el cielo empieza a despejarse. De pronto, las calles empiezan a ser desconocidas. El cobrador explica que nos desviaremos, ya que han cerrado pistas otra vez y están trabajando. Nadie se inmuta, esas pistas llevan cerradas desde antes de la pandemia. Lo singular sería que culminen los proyectos planteados desde la década pasada para que el camino de Grau hasta Venezuela no tarde una hora. A este paso, terminaremos por estrenar pistas en el tricentenario. Seguro que las custers ya no existirán para entonces. Porque no pueden vivir más años acabando con cada limeño que sale de su casa, ¿o sí? Pero qué desfachatez lo que piensa el inocente lector, si todos sabemos que seguirán cometiendo crímenes en contra de la salud, la educación y el progreso. Actúan de manera informal como viles delincuentes, aparentando trabajar para ganarse un sol con el sudor de su frente, o con el sudor de los limeños que lo abordan. Usted no lo sabe y cree fervientemente en su palabra porque es del pueblo. Seguro todos se han enterado del famoso crimen que causó un revuelo entre los peruanos. Si no te enteraste sobre ello, vives en otro mundo porque incluso lo sabe la devota señora que sigue asistiendo a misa de manera virtual. La muerte de "la china" sigue dando que hablar. Las custers dicen que el virus la mató y la gente le cree. Yo no le creo. Los choferes y cobradores son sus cómplices. Ellos manejan la moneda nacional a su antojo, deciden el precio de tu cabeza, si vas a almorzar hoy, si perderás ese examen para el cual estudiaste el día anterior, si podrás llegar a tiempo al hospital para ver a ese familiar que está al borde de la muerte. Aquí se está encubriendo un crimen, pero tú no lo ves, pues formas parte de ello. No interesa si solo te subes para bajar en la siguiente cuadra, debes pagar un sol. "La china" ya no existe, sino mete tu mano al bolsillo. Pronto no quedará rastro de ella, así como la moneda de cinco céntimos.
Ya estamos por llegar a Breña; este distrito es más tranquilo. Aquí no hay cadáveres sobre la pista, aquí solo roban y matan limpiamente, o al menos eso se ve. Incluso la congestión vehicular es menor. Qué más da el
número de papeletas que las custers hayan acumulado en los últimos treinta años, eres libre de correr a 180 km/h. Nada los detiene, ni siquiera los semáforos porque, admitámoslo, sirven menos que "la china". Cerca al puente Tingo María, la gente ya no soporta más permanecer dentro del vejestorio, por lo que salen a toda prisa. Es eso o que ya se les hizo tarde. A partir de aquí, todo transcurre de manera veloz. Luego de cuarenta minutos, recién puedes sentarte y observar una parte de la ciudad. Al fin, puedes sacar ese desayuno que no pudiste tomar a las seis de la mañana o abrir las ventanas porque ya se bajaron los más problemáticos. Sin embargo, no cantes victoria. Quince minutos antes de bajarte, debes revisar si todas tus pertenencias están dentro de la mochila o si aún conservas tu billetera. No pasa mucho tiempo para que la avenida Venezuela se haga presente. Ese largo recorrido en el que las personas bajan una tras otra, luego de permanecer enjauladas como animales, resulta un alivio. La única preocupación ahora es no pasarse del lugar al que vamos. Si llega a suceder algo así, no tendrás la misma suerte. Hay custers peores. Es mejor alistarse una o dos o tres cuadras antes de tu destino, sino el cobrador te va a reprender. Ni se te ocurra demorarte en bajar porque su tiempo es oro. Si te caes, no interesa. El único objetivo es que abandones el vehículo. De esta manera, ellos seguirán huyendo y se camuflarán para que las autoridades no los detengan.
Cuando el cobrador empieza a anunciar la siguiente parada, nos damos cuenta de que debemos dejar ese cómodo asiento con resortes sobresalidos para salir de la cúster. Ya llegamos a nuestro destino. Pisar la vereda nunca fue tan satisfactorio, ni siquiera se compara con echarse sobre el pasto. El aroma de los árboles empieza a inundar nuestras fosas nasales, el viento de las nueve de la mañana aún es fresco y los desayunos todavía se venden calientes en las esquinas. Las custers siguen circulando con su característico ruido y sus voceros continúan exaltando a los transeúntes distraídos.
El día está lejos de terminar; sin embargo, puedes aprovechar estas seis u ocho horas de descanso en tu centro laboral, en el colegio o la universidad. No creas que te has librado del asesino más avezado de Lima, ni de sus cómplices con las manos más sucias que su conciencia. Toma un respiro y aguarda su llegada a las cinco o seis de la tarde que aún debes regresar a casa, si es que regresas. Suerte.
La muerte del martes que viene, sale bailando por mi boca el otro jueves y el mes siguiente. Señor doctor, agoniza la hora Muere conmigo este lugar seguro, el martes siguiente, el mes que viene Señor psiquiatra, no factura el tiempo extra, El llanto sobrevive estrellado en sus orejas En usted entiendo larga ausencia médica adiós, frialdad dolosa inherente a su carrera Alejandra Aldana
Sobre el hecho de pronunciar mi nombre en el nombre de otra Persona1
¿Será nominalismo o pura repetición? Arre-glo de Espe- jos en Tán-dem Transferencia o Analogía . O quizás una alegoría de lo que es la vida
—Re-encarnación.— Vixey
Hecho en la ucronía de un palimpsesto
Marianela Garrido
Existe una utopía en la que discurre el no poder cruzar el espejo si se superan los tres segundos en la frente del foráneo espectro.
No tendrá ya mis ojos la mirada alcázar; será lengua de espía y amenaza de silencios el acercar mis manos a su témpano y descubrir en la dureza de sus dedos la torsión primigenia
del afuera hacia adentro.
Le obsequio los susurros de mis yemas, casi que las toca, casi que las quema.
Se abren los canales y corre lo extinto:
El pequeño miedo, una escala de corta rabia a la medida de juventudes bifurcadas.
Los pétalos agujereados de tantas ganas de ser tocados por un manto trasnochado adormecen el peligro de hacer una víctima al revoltijo cifrado:
«Como quiera el quién en su qué el querer qué sin ser quién»
(El crimen es un poema de contienda. ¿Cuántos veces más invocará el perdón a su culpa, solo para comprobar la inconmensurabilidad del error?)
El mareo ha transitado desde su lado equivocado en el paréntesis de un paso.
Toca soñar que se ha escapado de la prisión de los espacios en blanco y las palabras vacías. Que la nostalgia y el pasado no son sino evocaciones hechas en la ucronía de un palimpsesto que busca entre sus huellas lo que perdure al momento.