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Creación

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Crítica

Crítica

Taxidermia

Juanma Hijar

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En los buses que van desde el centro de Lima hasta Chorrillos, se sentó a mi lado un señor con una balanza de aguja en la mano y un cartel que decía: «Peso Exacto». Deduje que era una especie de ambulante que ofrecía servicio de pesaje callejero. Entablamos una conversación ocasional; primero, hablando del clima, del estado de las calles y de las últimas elecciones. Cuando el sujeto entró en confianza corroboró mis suposiciones sobre la balanza y acotó algo más: —Este trabajo lo hago hace diez años. Pero yo antes tenía el mismo oficio que mi padre. Primero en Apurímac y luego acá en Lima. Disecábamos todo tipo de animales y los vendíamos. Ganábamos harta plata.

No sé por qué recordé la escena de la película Psicosis donde Bates diseca un pajarito, pero, fiel a mi quisquillosa curiosidad, le pregunté todo lo relacionado a la taxidermia: los animales más comunes, los utensilios que se usan, los procesos empleados y qué tipo de clientes compran eso. Dijo que solía venderlos a colegios o a personas que deseaban decorar su jardín o negocio, pero, ya en la última década, nadie se interesaba por comprar, y que también los animales se habían vuelto más difíciles de conseguir. Por esa razón, había tenido que dedicarse por completo a la balanza. —¿Y qué animal es el más difícil de disecar? —Pregunté. —¡Uy!, el mono, sin duda. Porque es pequeño y su piel se rasga. Sacar los órganos es fácil, pero la cola es complicadísima. —Hizo una pausa, tomó aliento y siguió—. Primero, juntas un doble alambre, lo calientas bien, al rojo vivo. Luego, lo vas metiendo, despacio, quemando la grasita de la cola por dentro. Cuando llegas a la punta, untas yodo con un algodón; lo dejas secar. Por último, metes un cable grueso de luz envuelto en perlón. Así enroscas. Queda bien bonito. —Terminó, emocionado por su detallada explicación.

Cuando llegamos al paradero final del bus, mi nuevo y extraño amigo me hizo una invitación que no conseguí rechazar: —Permítame invitarle un pisco que tengo en mi casa, me ha caído usted muy bien.

Fingí pensarlo por mera formalidad. Acepté de inmediato. Siempre he tenido debilidad para rechazar un trago, debilidad que me ha ocasionado múltiples problemas y a la cual le atribuyo la culpabilidad de no tener un trabajo ni un hogar estables. Así fue como nos embarcamos, nuevamente, esta vez en un destartalado bus que subía hasta el cerro. No conversamos de nada en ese corto trayecto; solo sé que, cuando bajé del carro, ya era de noche y tuvimos que caminar (mejor dicho, subir) tres cuadras por donde ya no había pista asfaltada ni iluminación.

Su casa era de adobe mal pintada de color verde, dividida en dos ambientes: uno para la cocina y otro para el dormitorio (confieso que, cuando me invitó a su casa, me imaginé un lugar un poco más habitable). Cuando introdujo la llave y agitó la puerta, toda la casa se sacudió. La oscuridad era total hasta que encendió un par de velas. Luego, trajo dos banquitos de madera y una botella grande de plástico con un líquido transparente. Sacó también dos copitas pequeñas y sirvió. Al probar, supe que no era pisco, sino cañazo. No dije nada por educación.

Mientras bebía, mis ojos se iban acostumbrando a la luz tenue de las velas, es así como pude divisar varios animales disecados y empolvados mirándonos atentamente desde un viejo repostero. Había un paiche enorme, una amenazante piraña, una iguana sin cola y un estornino descolorido. Empezaba a cuestionarme la decisión de ir hasta ese lugar, desconocido hasta ese momento para mí. Sin embargo, seguimos conversando sobre la disección de animales de manera muy fluida, y hasta nos reímos a carcajadas. A ese sujeto le encantaba hablar sobre ese tema, posiblemente, porque lo hacía sentir como un erudito y, en efecto, lo era.

Las calles del cerro se tornaban silenciosas y supuse que ya era medianoche. Miré la botella de cañazo y estaba casi vacía: de copita en copita la habíamos consumido. Mi nuevo amigo se había dormido, recostado en el repostero, cara a cara con el paiche. Tomé otro trago y seguí mirándolo. Sentía la cara rígida y mis mejillas caídas. De pronto, escuché que alguien intentaba abrir la puerta. Todo se sacudió otra vez. Era una mujer de aproximadamente veinte años que llevaba en los brazos a una abominación: una niña con la cabeza cinco veces más grande que lo normal, ojos grandísimos, como lámparas, que iluminaron toda la pocilga, manos gruesas, cabeza calva con pelusas en vez de cabellos y sólo

tres dientes enormes que sobresalían en esas encías rojísimas. Mi primera reacción fue alarmarme, saltar de mi silla. La mujer y la niña no se inmutaron, miraron al hombre dormido y se dirigieron hacia el ambiente donde se ubicaban las únicas dos camas. —¡Son mis hijas! —dijo el sujeto sin abrir los ojos a la vez que quiso sollozar, pero el sueño lo venció nuevamente.

Noté otra vela encenderse en el cuarto contiguo y me sentí atraído fuertemente hacia esa nueva luz. Al entrar, vi a la mujer, sentada en la cama, amamantando a la niña. Nos miramos por buen rato. No parecía temerme, no parecía tenerle miedo a nada. —¿Ambas son sus hijas? —Pregunté.

No contestó. Me senté en el suelo mientras observaba aletargado como esos tres dientes se clavaban en el pezón granuloso de la joven. Poco a poco, me fui quedando dormido, arrullado por el constante sonido de la niña tomando del pecho.

Desperté muy temprano con el cuerpo adolorido. Ya había amanecido. El sujeto yacía en una de las camas, profundamente dormido. Al salir, me topé con la mujer y la niña-monstruo. En el otro espacio, desayunaban. Ambas me sonrieron dulcemente. Mi alma se pulverizó. Bajé del cerro corriendo, espantado, llorando a mares sin saber exactamente por qué. Sólo sentía, figurativamente, que aquel sujeto me había sacado las vísceras, igual que a sus animales disecados.

Dimensiones desconocidas

Lucía Nina Te desocupas a las nueve de la noche de tus quehaceres mundanos: inyecciones, tabletas, enfermeras, moribundos. Todo eso que te acerca poco a poco a la tan ansiada muerte. Te libras de ese destino a las diez en punto, para sumergirte en la divinidad de su existencia, no te causa ninguna dificultad llegar hasta ella, sabes camuflarte en la oscuridad, te conviertes en objetos, te mudas a otros cuerpos.

Ella se encuentra en el tercer piso, pasillo derecho, el quinto cuarto: la habitación 102. Afortunadamente, para aumentar aquella complicidad, no comparte el cuarto con nadie. Han pasado seis meses desde que comenzaron a verse a escondidas, pero desde hace tres años la privan de su libertad.

Sus pequeñas curvas se vislumbran en las sábanas blancas: unos senos pequeños a punto de estallar y unas piernas delgadas que ocupan todo

el largo de la cama. Tiene cabellos negros, su piel morena pierde color, pero se alumbra con el rubor de sus mejillas. Recoges, cuidadosamente, sus cabellos ondulados que caen sobre la almohada, los enrollas en tus dedos, los atas y los guardas en tu bolsillo izquierdo.

Al notar indicios de una posible recuperación, callas. Nunca se te ocurrirá reportarlo con tus colegas. Existirán días en que te sientes junto a ella y le leas cuentos infantiles; otros, en los que le confieses tus más oscuros secretos y, otros, en los que permanezcan en silencio. Atesorarás su sueño y dormirás junto a ella, se encontrarán en dimensiones desconocidas.

Con el tiempo, desprenderá una fragancia irresistible. Empezarás con las yemas; luego, las falanges; finalmente, las manos. Capturarás el oxígeno que intenta penetrarla. Recorrerás su cuerpo con tu cuerpo. Copiarás los latidos de su corazón, esperarás a que despierte, pero ella no te escuchará, no reaccionará y no se levantará. Nunca recorrerán las calles tomados de las manos, ni saldrán a comer el pastelillo que tanto le gusta, no la verás sonreír, no escucharás tu nombre salir de su boca, no conocerás el color de sus ojos y te conformarás con dejarle margaritas al lado de su nombre.

El estruendo de aquella arboleda expulsa al vuelo cientos de alas; y el sosiego endereza mi cuerpo cuando diviso, por fin, al ave de fulgente pico, que se alzaba hasta estar entre el sol y mis ojos. Cae en picada, girando majestuosamente, cuando divisa, por fin, mi cuerpo enderezado, que sin voz le implora: Apunta bien contra mi frente. Haz de mí, que alguna vez fui lirio o abedul, aposento tuyo. Leon Arias

Miguel Palacios

Entonces desperté con la sensación tan cruda y real de saberme extrañas las categorías "oración" y "verbo". Sus sílabas impares hacían ruidos cruzados en mi mente en mi boca al pronunciar. Me sabían inexistentes, impronunciables.

Ese diptongo antecedido por la "c" dispuesto ahí tan extensa predisposición a prolongarla por su semejanza fonética con la "s": orassssssión ¿oración? ¿oraciones? Tengo en el paladar el desagrado constante de pronunciar "oración". Es que no me sale limpiamente aceptablemente.

Ver bo encuentro caótico entre "r" y "b" me parece que nunca ha existido tal palabra que la correcta sería "verso" esta suena distinguida, real, ssssonora ¿verBo? ¿veErBo? Frente a cada repetición mi mente sufre cuestionamientos "no han de existir, no existen, ¿no?".

Tránsitos indigeribles en la mente, en los oídos. Pronunciaciones inéditas, nunca hechas. Ecos inmensos surgen de "Sión", "eRBo" y se reproducen con constancia en canal fáctico.

Términos olvidados, no registrados. Nociones reales, persona inexistente.

Sucede que tu nombre ha florecido Como polen, entre hierbas ondulantes Entre tierras, entre cielos, entre mares Es tu nombre Aquel ritmo que reitero

No es tu nombre, es la esencia Que te abraza No es tu nombre solamente Lo que guardo Lo que oigo, lo que veo, lo que canto Es tu todo lo que te hace fulgurante

Como ave que un dia pierde su camino, Cae con prisa, en el radio de tu cuerpo Que me envuelve sobre el aire, ya abatido Que adormeces Mi designio con tus manos

Mas soy ese, que a tus brazos Pide a gritos Que le guardes entre tanto Tus afectos Que le entregues tu dulzura, una mirada Que hacen una, de ti, todo, de mí, nada Desdémona

A Re, luz inagotable

Por favor, dime que no eres un polimorfo puedes decirme lo que sea que eres un grafema o que pateas con los dos pies que nadie te dejó vestirte la vez en que nos armamos un ovillo pero no me digas que eres un polimorfo es más, si de mí fuese destruiría cada recoveco existente encerrando ataúdes en mis fauces licores zurrándome en cada uno de los muertos mirando el cadencioso baile bajo el cual solo bailas tú y yo solo miro como un juez mira a su reo previo a la muerte previo al éxtasis imaginario que ambos pasaran tarde o temprano pero por favor, no seas un polimorfo o mejor, sé un pterodáctilo y átame con la finura de un vals del siglo XX haz lo que te plazca hasta hacerme secreción pero no me confieses la hecatombe transatlántica sino mi magia se iría cobardemente y ya no podría pedirte que guardes mi pecho bajo el latido en estos juegos que, como el futbol, la poesía y las zonas de placer, todos creemos entender cuando al final del día la campana gime al no saberse bien muerta

Willy Romero (escribidor ausente)

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