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Crítica
A modo de presentación
Un gallinazo Quien escribe estas líneas tiene un centenar de plumas negras, la cabeza rapada, un buen par de garras y un pico razonablemente afilado. Soy un gallinazo, y rondo los cielos de Lima en busca de carroña y algo de diversión. ¿Tiene usted razones para no creerme? Por supuesto que las tiene, porque un pájaro que habla y que escribe no es cosa natural ni cotidiana. Pero vamos a ser sinceros: peores disparates se ha permitido creer. Esta, mi identidad, no suena tan inverosímil al lado de los dislates políticos e ideológicos en que ha depositado su esperanza e ilusión, ¿verdad?
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Lectora, lector, soy un gallinazo, pero un gallinazo de escritorio: presto a la civilización, he puesto mi cerebro de pájaro al servicio de las humanidades (que no de la humanidad). Así es, soy un gallinazo académico: leo, escribo y, sobre todo, pienso muy poco. No hace falta fingir confusión: sabe usted, sepo yo que, para el éxito en el circuito académico, pensar bien, pensar bonito, es más bien un obstáculo. En la universidad ya todo está pensado: asegúrese de elegir, como en un sofisticado buffet, el pensamiento de su preferencia y tráguelo completo. Eso sí: elegir es un requisito; que le sepa bien, es una elección. Y yo, la verdad, desde las alturas de la universidad, los veo a todos muy a gusto. No se le olvide al mundo que el que come basura soy yo.
No hace falta que usted ponga en práctica su erudición literaria para descubrir mi gran influencia. Cuando apenas era un polluelo, descubrí que nosotros, los alados vecinos de esta vieja capital, también podíamos escribir. Me lo enseñó un viejo murciélago que hace muchas décadas dejó de volar. No puedo negar que, entre los plumíferos, existe una franca desconfianza por esas criaturas que, sin plumas, pueden surcar los cielos. Hay reticencia ante los murciélagos, y este del que hablo, sin duda, era especialmente feroz. Pero soy su admirador, y si bien hace tiempo salí de mi nido y, cauteloso entre las ventanas de un colegio estatal, aprendí a leer y escribir (hazaña compleja, incluso para un polluelo humano), hoy me animo a seguir sus pasos en el arte de despotricar, ironizar y, principalmente, burlarme del prójimo.
Sabrá muy bien usted, avispada lectora, sagaz leedor, que si saber pen-
sar es ya una hazaña, hacer como si se supiera pensar es todo un arte. Y este fingimiento, al que todos en la academia nos sometemos con mayor o menor resistencia, cansa, aliena y enferma. Por eso escribo: temo que mi(s) pluma(s) se atrofie(n) y, perdida mi naturaleza de gallinazo, me vuelva, en la definición de Platón, un ser humano1. La sola posibilidad me pone la piel de gallina...
Soy un gallinazo: usted comprenderá, palabras más, palabras menos, mi naturaleza carroñera. Es por eso que me siento tan a gusto entre los hombres (y no se salvan las mujeres): descender de mis alturas y escuchar sus opiniones, sus juicios, reflexiones y complejos pensamientos no es muy distinto de hundir mi pico en un muladar. Un gallinazo sabe reconocer la sutil diferencia entre un pedazo de basura y otra, pero más importante aún: un gallinazo sabe reconocer la basura. Y, además de las plumas, esa es la otra gran diferencia que tenemos con los seres humanos. «Cada uno donde es nacido, y bien se está el pájaro en su nido», y yo, que soy un gallinazo nostálgico, rodeado de tanta basura, me siento como en casa.
Hoy no es una opción regresarme a mis alturas. Soy un gallinazo joven y estoy en busca de diversión. Soy un gallinazo hambriento y he venido a devorarlos. Soy un gallinazo aseado, y vengo a limpiar sus calles de las carroñas que, ya pútridas, pretenden dar cátedra de vigor. De esos vejestorios que aún se sienten originales. De esos polluelos que, aún sin salir del nido, quieren enseñar a volar. No me interesa enseñarles nada de política, de literatura, de filosofía o de moral. Yo he venido por ustedes: los de anticipada descomposición, los ya descompuestos y los que, aún fresquecitos, todavía no tienen la capacidad de diferenciar lo que es basura de lo que es calidad... No puedo hacer gala de una falsa capacidad: soy un gallinazo miope; si no me pongo los anteojos, no puedo ver bien. No los vigilo desde lo alto de la catedral, ni desde los techos de la Facultad de Letras. Estoy más bien cerca de ustedes, estoy entre ustedes. Mis cincos sentidos aprehenden la hediondez de su ineptitud.
1«A poco de haber expuesto Platón en la Academia su teoría de que el hombre es un bípedo implume, se presentó allí Diógenes casi en cueros con un gallo desplumado, que arrojó en medio de la Academia, gritando: —Ese es el hombre de Platón» (Z. Rubio, «Filósofos cínicos. Diógenes», El mundo pintoresco, Madrid, 25 julio 1858, nº 16, pág. 128.).
Fe
Sería muy fácil, a estas alturas del juego, burlarme de ustedes. Soy un gallinazo y ustedes son fácil carroña.
Mis amados humanistas, ustedes han convertido las facultades de Humanidades en el limpísimo espejo de un muladar. Lo lamento por mis tantos hermanos humanos, limpios y aseados, que se han resignado a caminar entre la penetrante pestilencia que emanan sus caducados cerebros. Pero sería muy fácil burlarme de ustedes, ahora que todo se hunde, ahora que la catástrofe es tan plenamente evidente (como si no lo hubiera sido desde el principio), ahora que el cielo resplandece en su claridad y, más que nunca, los pichones ansían volar tan lejos como puedan.
Sería muy fácil burlarme de ti, académico intelectual, que inocente como el más pequeño infante endulzaste tus redes sociales con las palabras esperanza, fe, revolución, cambio, pueblo y tanto caramelito más. Tan fácil, que mejor vuelo a otro techo y ya mismo, sobre otra cosa, empiezo a despotricar. Porque sé que para ti también es fácil adjetivarme con apellidos (ese oriental apellido de tus pesadillas, con el que nace tu identidad política y con el que morirá), porque entiendo que ves el mundo en blanco y negro y al prójimo contigo o contra ti. Pero tienes que saber que este gallinazo, por pájaro, no está empadronado y no puede votar. Tómate el gusto de llamarme avechucho indolente, indiferente, abúlico, apático, pechofrío; después de todo, sé que necesitas desquitarte con alguien, y no te dan las fuerzas para hacerlo con los culpables de turno.
Eso sí: para que no se me rompa la hiel, me quedo a saborear tu carne, académico amigo, que ya de por sí apesta exquisito. Para no hablar de tus últimas decepciones, del manifiesto fracaso de tus preferencias políticas, de las acrobacias mentales que te veo hacer todos los días para salvaguardar la integridad de tu intelecto, mejor hablamos de otros asuntos cotidianos. Por qué no, por ejemplo, de otras de las inocentadas que practicas a diario. Como cuando desde la ventana de un salón te veo mirar fijamente un libro, y con la atención del erudito, preguntarle por el trauma que tiene con su padre. O cuando le explicas a tus estudiantes que el texto que tienes en tus manos es un claro ejemplo del género narrativo, y el subgénero cuento, y la especie cuento infantil, y la subespecie cuento infantil disidente, y la subsubespecie cuento infantil disidente regional, y la subsubsubespecie cuento infantil disidente regional 7 a 12 años 60 soles en librerías selectas. O mejor aún, cuando te vas a casa, luego de una larga jornada de intenso debate, con el seso agotado, absolutamente convencido de que has aportado algo al mundo…
¿Pensará alguno que soy cruel? Yo no estoy tan convencido. Y es que, de hecho, no hace falta serlo. El ego del académico es grandísimo, y uno podría pensar que a grandes masas hay que darle grandes golpes. Pero no es así: basta una mínima punzadita para que el inflado orgullo del intelectual se desinfle como un globo y se desate su verborrea acusativa. Ganarse la vida como un humanista, dedicarse a las letras sin ensuciarse las manos (a lo mucho un tendón estirado) y meterse a los bolsillos ese sucio, cochino, malvado, opresor e imperial dinero no es cosa fácil. Aquellos que lo han conseguido tienen que defender a capa y espada el nicho que les ha asegurado la anhelada prosperidad, así que son declarados enemigos de todo aquel que se atreva a cuestionar la validez de sus supuestos. Poderoso caballero es don Dinero, y una vez que el académico ha tomado la decisión de dedicar su vida a una idea, poner en duda esa idea es ponerlo en duda a él. No soy un gallinazo muy viejo, pero creo que en esta materia la edad tiene poco que ver. Desde las más jóvenes estrellas de las revistas académicas hasta las más empolvadas eminencias de las facultades, los he visto a todos unirse al coro de una misma mentira. Asumen con orgullo la postura del intelectual crítico y racional, pero no están dispuestos a escuchar nada que los incomode. ¿Dije, líneas atrás, capa y espada? Mi error: ya ni las armas, ni las letras; ahora la mejor aliada del académico es la censura. No han aprendido cosa más fácil que alzar la mano y extender el dedo. Los teólogos de sus ideologías, forzados a pensar entre la represión de un siglo en guerra, estarían decepcionados de ustedes, mis queridos humanistas.
Pero no me extiendo más, porque llevo mucho rato varado entre los techos de la avenida Venezuela, y de tanto en tanto debo surcar el cielo para no enfriarme las alas. No vaya a ser que pierda mi natural talento de volar y, como los humanos, se me quede atrofiada la libertad. Si alguna de mis líneas los ha ofendido, soliciten a los editores de este boletín las coordenadas de mi nido, y recuerden, por favor, que en todo momento mi intención fue incomodarlos.
Para la defensa de una literatura comprometida
Carlos Daniel Ventura Muchos se preguntarán «¿a qué llamar compromiso?» o «¿corresponde hablar de literatura comprometida en nuestros tiempos?» y, sobre todo, «¿cuáles son las causas con las que comprometerse?». Si bien no estamos en el mismo contexto de cuando este
término, durante la postguerra, llamó la atención de los intelectuales, en la sociedad sí existen otros vicios que la pandemia ha evidenciado y es preciso denunciarlos a través de ella.
Ahora bien, en cuanto a la primera pregunta «¿a qué llamar compromiso?», la literatura comprometida busca el análisis, reflexión y, por consiguiente, cuestionamiento de los principales males que se desarrollan en la dimensión social del ser humano y son, por lo tanto, factibles de cambiar al generarse la toma de conciencia en los individuos. Llegados a este punto, nacerá la justa repregunta «¿es acaso la literatura comprometida la esperada panacea que salvará al mundo?». No. Se reconoce que ningún librito tiene el poder para cambiar el mundo, pero sí para cambiar a las personas que actúan en ese mundo, de manera que el «compromiso» corresponde a una posición activa frente a la problemática que enmarca al escritor. Pero no cualquier escritor puede autodenominarse «comprometido». Debe asumir, para ello, la postura del intelectual: un razonamiento metódico, vasto, certero, y claridad contra la ideología. En la literatura comprometida, al integrarse ello, se observa el mundo representado en el texto bajo una mirada que induzca al lector a descifrar el caos de la realidad real. No obstante, el «compromiso» no obliga al escritor a proponer soluciones específicas que militen con programas o movimientos políticos determinados. Ello limita la posibilidad interpretativa y, ya que la literatura comprometida busca despertar el ingenio del lector, sería un acto inconsecuente.
En cuanto a la segunda pregunta «¿corresponde hablar de literatura comprometida en nuestros tiempos?», los avances formales que nacieron durante el siglo XX condicionan al escritor comprometido a prestar importancia a los mecanismos de invención y no centrarse únicamente en la historia denunciante. Puesto que asume el rol de intelectual y, por ello, está actualizado con las tendencias que expresan el sentir de una colectividad, el escritor comprometido dispone de diversas herramientas que conduzcan su labor reflexiva. Nace aquí la segunda repregunta respondida hace ya algunos años: «dentro de su tarea de denuncias sociales, ¿la literatura comprometida tiene alguna preocupación sobre la forma?». Sí. Al estar en contacto con la tradición y la actualidad, el escritor comprometido conoce creaciones literarias innovadoras, permitiendo, si así lo elige y le permite su capacidad, practicar lo leído. Entonces, en nuestros tiempos, la literatura comprometida no se restringe a la militancia política o a la simpatía por determinados gobiernos; pero sí mantiene el cuestionamiento al conjunto de elementos que
integran la realidad. Con el paso del siglo XX, sobre todo con el fin de la Guerra Fría y los conflictos bélicos evidentes, la literatura comprometida se enmarca en una actividad crítica de la realidad a través del arte, que puede, a decisión del escritor, centrar su importancia en a) la renovación formal, b) la historia denunciante o c) unir ambos. La existencia de la literatura de compromiso no obliga a todos los escritores a sumarse al cuestionamiento social, menos aún los minimiza si se inclinan a otras estéticas, sino que es una vía optativa. Por último, la pregunta «¿y cuáles son las causas con las que comprometerse?», se responde, pues, dando un par de vueltas por la realidad: el fracaso de la interminable burocracia estatal en Latinoamérica, la amplia brecha socioeconómica para afrontar la cuarentena en países del tercer mundo, el déficit de la investigación científica universitaria en el Perú para producir salidas tecnológicas frente a la pandemia, la ineficiencia del aparato médico en zonas subdesarrolladas y las constantes pugnas entre partidos políticos de diversa ideología alrededor del mundo que entorpecen las comunicaciones internacionales, son solo un minúsculo reflejo por criticar. La situación de Latinoamérica respecto a los estudios que analizan el medio social del hombre se alinea a la tendencia posmoderna de los países occidentales desarrollados. Con ello se pone en énfasis los debates sobre identidades, subalternidades y conceptos que antes se consideraban absolutos. Sin embargo, el éxito práctico de estos estudios recae en colectividades que hayan alcanzado una mediana plenitud de actitud reflexiva. En Latinoamérica, donde el tiempo para el ocio es casi inexistente y las contadas personas de saber viven fuera, adoptar esta práctica no es funcional. Las precarias condiciones materiales, económicas y sociales que imposibilitan el desarrollo cultural son las consecuencias del gran mal del hombre latinoamericano. Nuestros intelectuales, en la necesidad de publicar estudios decoloniales que los asemejen a sus pares de países colonizadores, han preferido ignorar las bases de la realidad social, sepultando la producción científica en el campo de las lecturas desactivadas. La práctica, entonces, de la literatura comprometida apunta con el dedo deicida la tranquilidad del catedrático que ha publicado decenas de libros reflexionando sobre la realidad, pero no es capaz o, tal vez, no se atreve a deslegitimar públicamente la incapacidad técnica y moral de la izquierda de turno en el Perú; o, también, desmantelar la proliferación de ideologías progresistas en cierta
parte de la academia latinoamericana que, frente al problema de la educación, informalidad, corrupción, atraso tecnológico e ilegalidad, ha decidido prestar atención a abstracciones para conseguir el cambio social, como si la persona con jornada de 12 horas diarias de trabajo tuviera tiempo para pensar en deconstruirse, cuando la inestabilidad económica de su país y el aumento constante del costo de vida lo obliga a deshumanizarse para llevar el alimento a sus cercanos.
En conclusión, la literatura comprometida es la búsqueda de soluciones para el atraso que aún persiste en la sociedad. La labor del escritor comprometido se enmarca dentro del cuestionamiento de la realidad en su conjunto, quedando a decisión de él trabajar el área que su conocimiento le permita criticar. La pandemia, tras un corto periodo de «tranquilidad», que no era más que silencio, evidenció el inoperable cambio social propuesto por el intelectual posmoderno alejado de sesgos ideológicos. Ahora más que nunca, la existencia de una literatura comprometida que desafíe y responda a los quiebres que arremeten contra la sociedad es necesaria.
