Óscar Martínez. Periodista
Cada día, según un informe de 2013 de Cancillería salvadoreña, unos 600 salvadoreños abandonan el país: migran, huyen. De entre ellos, los que huyen son los que llegaron al límite, los que recibieron o rozaron la sentencia directa: te vas o te matamos. O incluso los que sobrevivieron al intento franco de hacerlos cadáver: los que esquivaron la bala, los que sortearon el puñal. Tras la amenaza, comúnmente, alguna de las pandillas. Pero antes que ellos, aún en los 21,000 kilómetros que llamamos país, las decenas de miles que viven al borde de ese límite, el salvadoreño común: la empleada doméstica, el obrero de construcción, el empacador de supermercado, la vendedora del mercado, la maquilera, el jardinero. La mayoría de esos 2.5 millones de salvadoreños que, según la Dirección General de Estadística y Censos, vive en pobreza, recorren este país sorteando fronteras invisibles, aprendiendo demarcaciones que no están en ningún mapa, pero en las que les va la vida. A estas profundidades a las que nos hemos hundido como sociedad, saber de qué departamento es uno en El Salvador o de qué municipio, cantón o caserío, es saber nada útil para miles de personas que lo que urgen saber es de qué pandilla-nación es el pedazo de país donde duermen y despiertan con sus hijos cada día. Dicho lo grueso, recitado el dilema, digo ahora lo que ya pocos dicen: la vida de algunas personas. Hubo una mujer cuarentona en el centro de San Salvador que se fue a finales de 2016 de El Salvador. Ella, si le pasaran una encuesta de razones migratorias, marcaría «migración económica». Se fue cuando su negocio fracasó y las escasas ganancias ya no le alcanzaban ni para ser pobre, sino mendiga. Ella tenía un comedor en el predio de la exbiblioteca, en el infartado corazón de este país. Ella habitaba bajo el dominio del Barrio 18 Revolucionarios, tribu Raza Parque Libertad, una de las células fundadoras de la pandilla en El Salvador de principios de los noventa. Las disputas cuadra a cuadra de esos 52 bloques que llamamos centro del país llevaron a que ella quedara cercada. Abajo, diez metros debajo de su comedor, la MS-13. Arriba, una cuadra más allá de su pollo frito, zona en disputa. Sus clientes, de pronto, estaban solo en 50 metros de calle. Su negocio quebró. Ella no podía ya repartir comida a sus compatriotas que trabajaban en la nación de otra pandilla. Ella tuvo que huir. ¿Por qué no movió el comedor?, preguntaría quien no conoce. Porque ella debía pagar extorsión a su pandilla-nación. Irse era dejar de hacerlo, y en su país, en su El Salvador, siempre
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