INTRODUCCIÓN
I Conocer a Chéjov Conocemos a Chéjov. Conocemos a Chéjov y lo reconocemos, además. Sabemos –aunque no lo hayamos leído incluso– quién es y dónde situarlo, junto a quién, contra quién. Qué fácil y qué rápido lo situamos ahí arriba, justo al lado de Poe, justo al lado de Maupassant, justo en esa puerta medio abierta que lleva hasta el cuento moderno, como si tuviéramos ya claro qué es un cuento «moderno» y cuál se ha quedado viejo, anticuado, limitado. Conocemos a Chéjov. Y lo reconocemos, porque sabemos lo grande que es –con lo pequeño que lo hacía todo–, y no es difícil encontrarse en medio de alguna polémica, del tipo Chéjov contra Tolstói, Chéjov contra Dostoievski, Chéjov contra Gorki, contra Gógol. Contra Turguéniev, Léskov, Gonchárov, Bulgákov. Contra toda la literatura rusa, si hace falta, porque sabemos que bastan las pocas páginas de un cuento como «La dama del perrito» para salvarlo. Que basta una ilusión como «Flores tardías» para salvarnos. Conocemos a Chéjov, y sabemos que además de cumplir con la imagen que tiene que dar, la del escritor perfecto, la del nunca sobra nada, mira cómo insinúa, y también la del escritor de éxito, sabemos bastantes cosas de su vida –porque «basta el espacio de una lápida para dejar encuadernada en musgo la vida de un hombre», ya lo dijo Nabokov–, como que no fue solo escritor, a quién se le ocurre, sino que fue también médico. Sabemos lo de que estudió medicina en Moscú, y que ejerció como médico, y como médico rural, y como médico retirado después, igual que sabemos lo de que nació en Taganrog en 1860, o lo de que compatibilizó la literatura y la medicina dentro de una metáfora de amantes y esposas que el mismo se inventó. Sabemos, igual, lo de sus mil seudónimos, lo XV