Cuentos cortos para esperas largas 2021

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Cuentos cortos para esperas largas 2021


Dirección Corporación Casa Creativa: Carolina Saldarriaga Ramírez Dirección Concurso Cuentos Cortos para Esperas Largas: Viviana Zuluaga Zuluaga Diagramación y diseño de cubierta: La Astilla en el Ojo Octava edición. Séptimo Concurso de cuento corto: Cuentos cortos para esperas largas. Una producción de la Corporación Cultural Casa Creativa para el proyecto Al Pie de la Letra, con el apoyo del Ministerio de Cultura de Colombia y la Secretaría de Cultura de Pereira, 2021. ISBN: 978-958-57188-9-0 Cuidado de la edición: Viviana Zuluaga Zuluaga Impresión: Imageprinting Libro de distribución gratuita que respeta la reglamentación en materia de derechos de autor.


Contenido 8 Presentación 10 El tío Ray Iván Darío Fontalvo de la Cerda / ganador primer puesto 14 El muchacho Juana Andrea Arana García / ganadora segundo puesto 18 Nuestra señora de la sonrisa india Jáiber Ladino Guapacha 22 El circo dorado Diana Carolina Hidalgo Echeverri 26 Ocaso David Aronnax García Tapasco 28 Guárdalo para ti Alejandra María Lerma García 32 Diez avemarías María del Pilar Gutiérrez García La calificación de moreno 36 Ana María Ordónez Abril 40 Ramón Garzón Reparaciones 44 Catalina Cortés Buitrago


48 El huésped Elliot Alexzander Navia Lozano 52 Autofagia Anderson Antonio Alarcón Plaza 56 Esquelas en una soledad Samuel Esteban Solórzano Cisery 60 La mina Luis Gabriel Rodríguez Bolaños 64 Humo sobre la victoria Edward Jhoan Valencia Torres 68 El sacrificio Óscar Fermín Ramírez 70 Mientras la música suene Yuber Steven Torres Castaño 74 Recolector Sebastián Santamaría Présiga 78 Pescador, lucero y río Andrés Felipe García Barragán 82 Simón el pirata Paula Alejandra Rojas Rodríguez


Presentación

En la primera edición del libro de distribución gratuita Cuentos cortos para esperas largas (Casa Creativa, 2014) publicamos relatos de poderosos escritores reconocidos por la mayoría de lectores hispanos: Rubén Darío, Javier Quiroga, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez... Sin embargo, al año siguiente nos preguntamos si no valía más la pena publicar a quienes no habían sido publicados y con ello incentivábamos no solo la lectura sino también la escritura. Entonces en 2015 realizamos el primer concurso de cuento corto para buscar, premiar y publicar a los 20 mejores cuentos. Fueron poco más de 60 los participantes. Hoy celebramos la octava edición del libro y la séptima versión del Concurso Cuentos Cortos para Esperas Largas. Personas de todas las edades, profesiones y rincones del país enviaron sus relatos a este Concurso. A todas ellas les agradecemos, las invitamos a seguir escribiendo más y mejor. A los 20 ganadores en este 2021 los felicitamos por el compromiso con el que escriben y por entregar a nuestros lectores esta gran selección de cuentos.

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El tío Ray Iván Darío Fontalvo de la Cerda Santo Tomás, Atlántico Ganador primer puesto

Escritor e ingeniero. Ingeniero y escritor. Aprendiz eterno.

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

El tío Ray siempre fue porfiado, terco. Si le decían que el cielo era azul, él decía que más bien era medio púrpura; si le servían café de desayuno, él prefería jugo; y si le servían jugo, decía que para qué jugo si el café era tan rico. La abuela solía llamarlo La mula, aunque incluso ese apodo no le hacía honor. Lo acabaron matando de dos tiros en el torso durante una discusión de fútbol. El cuerpo fue llevado a casa en un pequeño furgón funerario y casi lo tiraron en medio de la sala dentro del ataúd. —¡Ahí les dejamos a su muerto de mierda! –Gritó uno de los hombres de la morgue. Su rabia tenía sentido. Según supimos de inmediato, el tío Ray se había levantado en medio de la autopsia y contradijo a los forenses sobre la causa de su muerte, señalando el propio pulmón perforado que examinaban delante de sus narices. —No pude hacerles entender que la bala mortal fue la primera, no la segunda –explicó después de escaparse de la caja. A nadie le sorprendió que incluso se hubiera animado a porfiar de la muerte. Se levantó como si nada en medio de la sala de velorios y se fue a su cuarto a hacer la siesta. Al día siguiente despotricó del desayuno porque a quién carajos se le iba a ocurrir que el huevo cocido pega con yuca, y se sentó en la terraza todo el día hasta el atardecer

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para retar a los transeúntes. Era terco el tío Ray, pero la muerte es más recalcitrante. Al tercer día empezó a heder. Las suturas de la autopsia comenzaron a supurar un líquido verdusco que la abuela debía andar trapeando a cada rato. Hasta que se cansó. —Estás muerto, Ray, mijo –lo encaró–. Date cuenta. Fueron palabras inútiles, por supuesto, porque el tío Ray era un reaccionario gratuito. Pronto los gusanos explotaron en su cuerpo. Avanzaba dando tumbos por la calle dejando un rastro vivo de larvas que se disputaban los pájaros hambrientos, y el incordio de las moscas revoloteando por toda la casa causaba más repudio que la ya incómoda terquedad del tío. Fue entonces que la abuela decidió construirle un pequeño cuarto-tumba al fondo del patio, donde su putrefacción molestara lo menos posible. Con la ayuda de cuatro trabajadores del sistema de alcantarillado, cuyos estómagos estaban habituados a miserias semejantes, fue sometido y llevado a rastras al cuartucho. Allí permaneció encerrado por casi un año. Entonces ya había dejado de comer, no tanto por la lengua hecha pasto como porque hasta para la sopa de mondongo tenía peros. La abuela le concedió salida en el aniversario de su muerte con tal de que atendiera a quienes venían a conmemorarle, y él apareció en medio de la sala como una vieja bicicleta oxidada. Estaba casi en el puro hueso. Las ropas en piltrafas se deshacían sobre la piel reseca y el rostro era una costra con las cuencas de 12


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los ojos vacías. A Facundo, el viejo sepulturero del pueblo, lo compadeció tanto la escena que decidió invitarlo a ser su compañero en el camposanto en tanto la naturaleza seguía haciendo su trabajo. El tío Ray accedió solamente para llevarle la contraria al encierro en que la abuela lo había tenido. En el cementerio era un muerto sin tumba, con licencia para andar de aquí para allá, importunando dolientes y discutiendo con borrachines. A sol y sereno el cuerpo se corrompió más rápido. Al par de años era una calaca desarticulada que se arrastraba por el suelo caliente y, tres años más tarde, era un mísero puñado de huesos y polvo errando entre las cruces. Por esos días murió la abuela y la sepultamos en una tumba pequeña durante una ceremonia sin dolor. Solo entonces el tío Ray claudicó. El viejo Facundo contó que, después del sepelio, halló el puñado de huesos que era el tío frente a la tumba de su madre, haciendo ruiditos como de rocas molidas. —Supongo que lloraba –dijo el anciano. Desapareció después de eso. Ahora solo es el recuerdo de un recuerdo, una historia que contar a niños traviesos.

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El muchacho Juana Andrea Arana García Jamundí, Valle del Cauca Ganadora segundo puesto

Cuarentona caleña que disfruta leyendo, charlando y escribiendo.

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—No, ese no nos sirve –dice la Señora Muerte señalando a un muchacho que pedalea con lentitud insoportable. —Pero ese está bien –le responde el Señor Muerte estrujando el asidero de la hoz–, ¿hasta cuándo vas a estar escogiendo? —Uno, dos, uno, dos, uno, dos… –repite el muchacho que pedalea con lentitud insoportable. —Miralo, ¿cómo nos va a servir con esa camiseta blanca y esa pantaloneta blanca? Acordate de cómo es la gente que se viste así, siempre con sus inseguridades y demás. —Eso no es blanco, eso es gris –asegura el Señor Muerte apuntando con la hoz. —…uno, dos, uno, dos, uno, dos… La Señora Muerte se sube las mangas hasta los codos, pone los brazos en jarras, toma aliento y dice en tono agudo: —¿Y desde cuándo empezaste vos a saber de colores? Eso es blanco, solo que está curtido porque seguro pone a lavar la ropa en ciclo rápido o porque usa de esos detergentes ecológicos que… —Vos le encontrás peros a todos –interrumpe el Señor Muerte mirándola directamente a las cuencas de los ojos. El muchacho que pedalea con lentitud insoportable, al esquivar una mancha de forma y color indeterminado, por poco tropieza con una rama atravesada al otro lado de la vía. Levanta un instante la mirada del suelo y susurra: —¡Uff! Se viene una loma dura. Baja un cambio, una, dos pedaleadas y vuelve a mirar

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hacia adelante. Baja otro cambio e intenta bajar otro, pero ya había llegado al último. Aspira hondo y sigue pedaleando con lentitud físicamente imposible, como equilibrista, mientras lo rebasan otros ciclistas, niños en triciclo y un grupo de ancianos a pie. —¿Cómo hace para no caerse de lado? –dice la Señora Muerte levantándose la capucha para mirar mejor la proeza del muchacho. —Eso puede ser una ventaja –señala el Señor Muerte acercando la punta de la hoz. —Uno… Dos… Uno… Dos… —¡Poné cuidado! ¡Casi lo tocás! –grita la Señora Muerte tironeando la túnica del Señor Muerte. —¡Mujer! –gira de sopetón hacia la Señora Muerte– ¡La ropa no se toca! —Uno… Dos… Uno… Dos… La Señora Muerte cubre su cara huesuda con sus manos huesudas. —¿Sí ves? Vos no estás preparado. El Señor Muerte se queda mirándola, mira al muchacho, la mira a ella, mira al muchacho y tira la hoz. —¡Que sí, estoy preparado! —Uuuuunooooo… Dooooosssss… La Señora Muerte recoge la hoz y se la pasa al Señor Muerte. —Podemos esperar dos mil años, o cien mil, o los que te hagan falta. —Lo que vos querás –replica el Señor Muerte mientras el muchacho de lentitud imposible finalmente

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se detiene. —No más –exhala. Se baja de la bicicleta y la lleva de cabestrillo hasta el otro lado de la vía. Se monta de nuevo y empieza a descender. Va soltando el freno con suavidad, hasta que gana suficiente velocidad como para que la camiseta blanca (o gris) ondee ligeramente en su espalda. No queda en él rastro de tensión, ni de cansancio, ni de debilidad; se le ve libre, relajado, seguro, casi temerario. La Señora Muerte sonríe viendo al muchacho. El Señor Muerte ve la sonrisa de su señora y ve al muchacho, a su muchacho.

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Nuestra Señora de la sonrisa india Jáiber Ladino Guapacha Quinchía, Risaralda

El hijo de Irma y Rafa, profesor en Miracampos. Gordito. Si le quiere sacar conversa háblele de Batman y Madonna.

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Húmedo por las aguas del Sopinga y por las lluvias que lo acompañaron desde Anserma, Jean-Baptiste Boussingault, en su camino a la vega de Supía, solo quiere lavar sus ropas, dejar descansar la mula y calentarse. En el bohío en el que intenta recuperar su humanidad, la sorpresa de la mujer que lo ayuda a desvestir, antes de acariciarlo con el estropajo y la totuma con agua tibia, le ayudan a recuperar el humor también. La piel lechosa con los vellos rubios del extranjero, al lado de la piel morena y lampiña de sus anfitriones, le recuerdan que la ciencia nace de la mirada curiosa. El francés, perito en la observación y estudio de los minerales, es objeto de análisis biométrico por parte del joven matrimonio. En la media lengua de la que disponen, el científico les cuenta las pericias del camino hace unos meses por esos mismos desfiladeros de Anserma. Sin embargo, evita referir, para no ofender la hospitalidad, el robo de los objetos personales y que la precariedad del presente le recuerdan. Boussingault, a manera de sábana, dispone los pliegos del Morning Herald sobre los capachos secos de maíz que Chava –así simplifica el nombre de la indígena–, ha puesto sobre la esterilla de guadua en el suelo. Es el mejor uso para ese papel periódico recibido de Inglaterra en el que describen un banquete con sopa de tortuga y patés, cuando delante suyo tiene tortillas de maíz, bizcocho de casabe y chicha aromada con tabaco.

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En sueños, el francés vuelve a tocar a rebato las campanas de la iglesia de Riosucio. El padre Bonafont encabeza un juicio contra Francisco José de Caldas por los tratos indecorosos contra el barón Humboldt. El español Celestino Mutis, es incapaz de participar en la defensa, acosado por guacamayas de vistosos plumajes. Boussingault alega que los españoles son poco dados a la ciencia y la comprensión de la naturaleza, al intercambio de ideas, a la comodidad y al buen gusto, al contrato social. Por eso perdieron los territorios que él recorre y en los que no deja de hallar riquezas. Siguieron soñando al Cid y a Santa Teresa. La defensa de principios y no el avance en las dudas. Muy doctos en los dogmas del papa, pero con menos participación en el mecenazgo de los cardenales. Aprendieron bien el orden de la solemnidad, solo que con tacañería el esplendor de la liturgia es opaco. De no ser por los jesuitas que se inventaron la escuela pedagógica del Barroco… El indio, al que Jean-Baptiste ha llamado Mateo, lo despierta preocupado por su agitación y le ofrece tabaco para sacarlo bien de las brumas de la alucinación. Mateo le sirve de guía e intérprete en la visita a la salina de Opiramá y luego, encariñado por esos modales con que lo tratan y que no acostumbran los blancos, decide acompañarlo hasta la parroquia de San Nicolás de Quinchía. Tomadas las notas necesarias y listo para una jornada en la que no se detendrá hasta llegar a Riosucio, Jean-

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Baptiste Boussingault ingresa a la capilla, con menos fervor y más inquietud por el contraste de iglesias en su cabeza, convocadas en su memoria durante la noche. Renacentistas y barrocas, góticas y republicanas. El altar de San Nicolás no está repujado en oro ni cuenta con ángeles indiferentes al tedio del Apocalipsis. Allí tiene el bahareque de las paredes, el techo con tramos de palma amarga y tejas de barro. Tampoco necesitó más para orar al que nació en un pesebre, medita y camina tranquilo por el interior hasta la Inmaculada ante la que encomienda los peligros futuros. La carcajada del francés, ante una buena y santa intención, rompe el silencio pobre del recinto. Lejos de cualquier concepción estética, Nuestra Señora luce el botín hurtado dos años antes. El manto no es otro que aquella bufanda roja de seda hindú. A sus pies, los cómodos candeleros de latón que tanto ha echado de menos. Entre las manos, contra el pecho de madera, la virgen sonríe con su cepillo de dientes.

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El circo Dorado Diana Carolina Hidalgo Echeverri Pereira, Risaralda

Andariega de senderos cafeteros y ancestrales. Investigadora y promotora de escrituras creativas. Militante del colectivo La Jugada Popular.

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Recuerdo el circo Dorado cuando me enamoré de Mobile –a mis noventas, soy sobreviviente al coronavirus–, arribamos a Colombia en el barco Ludendorff en las costas de Sabanalarga Cartagena. Nos adelantamos a embarcar a otra empresa circense, antes de Buenos Aires. Nadie nos esperaba en “el granero del mundo”, solo a los grandes Sarrasanis que llevaban animales. No fuimos al circo Nacional de Colombia, pero sí, quienes deslumbramos a los cataqueros con el hielo y las alturas. Allí los predecesores del circo Dorado: Adams, Wolfang, Mobile y la Wolf una trapecista austriaca que hacía el truco de la caja mágica de escape; en Mompox conocimos al acordeonista Máximo y al libanés, el pianista Alan. En un mes sumábamos siete, la bandada. Mobile en su esbeltez y su descendencia francesa – talle del más alto ballet parisino– culminó sus estudios en historia oriental para dedicarse a las cuerdas y las cintas. No tardaron en cambiar las cosas cuando regresó a la Alemania de su abuela. Me conoció en las alturas, mi mayor rubro un cheque en la construcción de rascacielos para aviones bombarderos. Oficio que desprecié si no fuera la única sobrevivencia a metros del suelo. Una Gestapo militante disponía de la vida como bolsillo roto o catacumbas de escombros y demonios. Nuestro padre bastardo fue un peligro inminente sobre la tierra. Nosotros renunciamos a militar en las tropas; otros jóvenes se sumaron al himno y las botas puestas con su

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sonido seco y parejo. Dentro de las ciudades acuarteladas como lo fue Múnich o Dresde en su momento. Sus trajes se habían convertido en un uniforme que atizaba la claustrofobia y el delirio colectivo. Son muchos los detalles que se pierden: centenares de humanos terminaron en la cámara de gas o en las calderas de jabón. Otros, diseminados por el odio y la ignorancia en un suicidio de la imaginación, perdiéndose en sus huesos, sin que Dios ni ley les amparase en las noches de su silencio ardiente. En Colombia, éramos las mayores fieras del arte circense: las telas de Adams alucinaban al público en su luminiscencia. Wolfang, “El seductor de las ruedas” era todo un milagro sobre la cumbre de la montaña rusa llamada La Buraq, Wolf era la virgen de las desapariciones, en su truco declamaba: “Blanco aliento, la caja de escape es cerrar los ojos y regresar al vientre”; Alan y Máximo con sus décimas, era imposible negar haberse bebido la belleza del mar en su música, sin contener la resaca. Éramos artistas análogos y clandestinos, la persecución sería inminente. El número de la construcción de la sociedad nueva, fuera de la enfermedad, nuestro único precio pagado con valentía, visualizamos el color del público en su brillo; un púrpura cristalino desde el anciano hasta el niño. Solo el acto de la creación posibilitaría a la sangre tomar su riesgo, hasta sabotear las simientes del miedo.

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Aquella vez, no solo veían la figura de Mobile sobre las telas, sino la vida al filo de la subida o el hundimiento. El guía Baltazar, quien nos contrató para la más importante función, trajo las figuras de los centuriones, el registro sobreviviente del espectáculo mortal. No existían mallas ni cuerdas de salvamento. La gracia y el equilibrio eran el culmen del arte circense por encima de cualquier tragedia del espíritu. Mobile con su vestidito azul, sus costuras, estilizadas en nubes. Pude ver en sus ojos el reconocimiento de un ángel servidor a las demandas del Profeta. El arte sujetaba nuestra verdad, una felicidad singular, éramos la pareja perfecta dentro y fuera del escenario. Solo la cuerda pactaría nuestra trascendencia inmanente. Solo la cuerda sería nuestra redención en un futuro familiar. Momento aciago, cuando en escena Mobile a punto de alcanzar mi pecho, se desprendió sobre la tierra como un colibrí que perdía vuelo. La Quintacolumna cortó sus telas para siempre en manos de Baltazar. Ellos habían entrado a Colombia por simpatía de los conservadores, pero no dejaban cabo suelto, si tenían que perseguir a sus juventudes desertoras hasta la Tierra de Dios.

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Ocaso David Aronnax García Tapasco Santa Rosa de Cabal, Risaralda

Artista plástico y visual. No es escritor, pero disfruta imaginar y crear.

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—Rojo. —¡No! Naranja. —¡Qué rojo! —¡Naranja! El atardecer se emputó, tomó sus colores y los dejó viendo estrellitas.

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Guárdalo para ti Alejandra María Lerma García Cali, Valle del Cauca

Nació bajo el signo de Leo, creció en las montañas de Restrepo, ha publicado cinco libros de poesía y tiene un látigo cerca cuando escribe.

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El primer hombre del que me enamoré no tenía cuerpo, pero yo lo imaginaba. Encontré su número de teléfono en el fondo del bolso de mamá. Una tarde de domingo después de almorzar, mientras ella hacía la siesta y papá escuchaba la radio, me escabullí con su cartera hasta mi cuarto. Subida sobre la cama sacudí el bolso bocabajo, fue como romper una piñata sobre el colchón, montoncitos de objetos salpicaron las sábanas: una polvorera con espejo, un frasquito de perfume de aroma empalagoso, un lapicero azul, dos labiales gastados tono borgoña, basurita de caramelos, tres recibos del supermercado, un solo arete imitación de perla, y un trozo de papel cuidadosamente doblado con un número telefónico y las siguientes palabras: “Sonny Boy Williamson - Keep it to yourself”. No sabía inglés, en ese tiempo no teníamos celulares, ni internet en casa y en mi familia nadie era bilingüe. Pensé que seguramente el papelito no quería decir nada, excepto porque algo decía para mamá, algo de lo que no hablábamos en las comidas, o en las salidas al río los fines de semana, algo que podría ser una tontería, pero también un secreto. Pese a lo extraño del idioma el número se me hacía familiar, tenía el mismo indicativo y la misma cantidad de dígitos que el teléfono de nuestra casa. Mamá era enfermera, solía trabajar en la jornada diurna, pero en esa temporada cambiaron su horario y

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pasaba toda la noche en el hospital. Cuando yo volvía del colegio ella dormía y papá estaba en la oficina. No compensaban la ausencia familiar con regalos, pero yo estaba próxima a cumplir trece y me permitieron un capricho. Pedí un teléfono fijo con forma de labios, un objeto de lujo que vi en una revista para chicas, era de color rojo intenso, y en la descripción decía que era un símbolo de una banda de rock que yo nunca había escuchado. Cuando me lo dieron lo puse en mi mesa de noche, mi trofeo adolescente. Así que una tarde durante el sueño de mamá marqué el número misterioso. Me contestó una secretaria: —Buenas tardes, se comunica con el consultorio del doctor Lizcano. Estaba paralizada, pero respondí como pude y dije que el doctor estaba esperando mi llamada, la secretaria no hizo ninguna pregunta y me pasó directamente. Su voz era un incendio de terciopelo, dijo: —Hola. Y yo respondí con un hilito: —Hola. —Parece que tienes gripa, pensé que no me llamarías tan temprano. Fingí tos y él continuó. —Ahora no puedo atenderte como mereces, nos vemos en el turno de la noche, te deseo. Colgué sin musitar palabra. La camisa del colegio se me pegaba a los pechos como papel encerado… ahí estaba ese hombre con el que mamá se encontraba, un tipo que

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tendría que ser muy diferente a papá, un hombre que hablaba otro idioma y que tal vez la abrazaba como en las telenovelas. Guardé el secreto porque también se convirtió en mi secreto. Todas las tardes levantaba con mucho cuidado el auricular con forma de lengua y me escabullía en las conversaciones de mamá y el doctor Lizcano. Descubrí que su música predilecta era el jazz, y que había pasado un par de años viviendo en Oregón, supe que dormía con su perro Blue, y que era adicto al picante, también me enteré de cosas sobre mamá que nunca sospeché, cosas que tampoco quería oír, pero seguía escuchando como una adicta que se inyecta en las venas lastimadas. Al mes de espiarlos yo también estaba enamorada, y dispuesta a empacar las maletas para irme junto a ellos. Imaginé cada detalle de nuestra nueva vida, y empecé a pintarme la boca del tono del teléfono y a escuchar a Billie Holiday… pero las llamadas fueron perdiendo la frecuencia y las conversaciones eran cada vez más apagadas. Ya no se reían, ni recordaban las cosas que se hacían en el cuarto de archivos. Hasta que el teléfono dejó de sonar. Mamá despertaba con los ojos hinchados, las dos llorábamos por la misma causa, y ninguna respondía cuando papá preguntaba ¿por qué esa cara de tristeza?

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Diez avemarías María del Pilar Gutiérrez García Manizales, Caldas

Docente y traductora. Aficionada a la música. Aprendiz escribana (excusa para una vocación de chismosa latente).

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El camino empedrado y arenoso, rastrilla las suelas. Los pasos lentos y desganados. El sol quema la frente. Otra vez domingo. El calor bajo el vestido azul claro hasta la rodilla. La media pantalón blanca que se pega a la piel. A lo lejos, la iglesia, blanca, de puertas abiertas. Espero que haya una banca en la que quepamos todos. Debo confesarme para poder comulgar, para recibir la gracia. A eso venimos aquí, para ser buenos. ¿Qué es ser bueno?, no quiero que me castiguen. Debo confesarme. Siento una punzada en el centro de mi estómago al ver el confesionario, esa caja de madera que guarda tantos secretos. La abuela pregunta quién se va a confesar. Un “yo”, al mismo tiempo, nos impulsa a pararnos y hacernos espacio; pasar por delante, rozar las rodillas de las almas puras, las que se quedan sentadas. Te pones de pie, y mientras vas hacia la fila ves las estatuas de los santos; su mirada fija en los techos de azulejos. Qué suerte para ellos, ya allá arriba con sus bienaventuradas acciones. Piensas que quisieras ser uno de ellos, menos el cristo, a él le debió doler demasiado. Al fin es tu turno. —Hola hija mía, cuéntame, ¿cuándo fue tu última vez? —Hace quince días. —¿Y qué te hace acercarte al señor el día de hoy?

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—Padre, yo no hice nada, todo fue un error. Todo fue un impulso. Esa no era yo. Y cuando me acuerdo de lo que pasó, aprieto los puños, ¡ay qué tonta soy! No devuelvo el tiempo, ¿qué más puedo hacer? Vivir con la culpa, sentirla en la piel. Son muchas las veces que quiero llorar y trago saliva y me hago la fuerte y sigo adelante. Nadie puede saberlo. Solo dios y usted padre. —Y ¿qué haces mija pa sentirte así? Me oculto en el baño, a pensar la vida. Paran los relojes, no siento el dolor. Y pienso y no pienso, y mi mente en negro encuentra salida. Y cierro los ojos, y me toco en medio. Es incontrolable. Una ola furiosa que sale de dentro. Dejo de existir por un momento hasta que tres golpes, toc, toc, toc, interrumpen. ¿Por qué se demora? Pregunta la abuela. No me gusta que se encierre en el baño tanto rato. Le dije que me había quedado dormida. En la noche recé, le pedí a dios que me hiciera buena y pura. Le pedí que no permitiera que le ofendiera más. Pero dios no escuchó, y en la madrugada, me sorprendió un sueño del que desperté ardiendo, mojada, pulsando; uno, dos, tres, con ritmo. Y por un momento, tal vez un segundo o dos, todo quedó en calma. Respiré y me elevé, 34


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hasta que todo volvió a la normalidad. Mi abuela estaba al pie de la cama, con las cejas levantadas, diciendo: —Levántese ya. Vamos para el colegio. Recuerde pararse derecha ¿acaso quiere ser una vieja encorvada? Sonría. Quite esa cara de mal genio. Hágame el favor. Ayer por la tarde, mientras rezaba el rosario, la escuché pidiendo por mi alma y luego, cuando llegué del colegio, la puerta del baño ya no estaba.

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La calificación de Moreno Ana María Ordóñez Bogotá

Tiene ojos de fotógrafa, mano de escritora, piernas de runner, acento de rola y corazón... de poeta.

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Detrás de su escritorio, leyendo los cuentos de mis compañeros, mi corazón se expandía como un globo al que están inflando para decorar una fiesta, al ver a la profesora Clara. Leía detenidamente, hacía anotaciones en el papel, dibujaba la calificación con esfero tinta azul, alzaba la voz y llamaba por apellido: ¡Matiz! ¡Melo! Iba en Meléndez y luego seguía yo: Moreno. Se ponía la punta del esfero entre los dientes y cuando lo llevaba al papel se mordía el labio inferior. Tomaba aire y se le abrían las hermosas fosas nasales que tocaban el viento y lo convertían en aroma a lirios. Sus ojos cafés, con tintes de crepúsculo, se levantaban a cada tanto y recorrían todo el salón. Se fijaba por una milésima de segundo en cada uno de los que presenciábamos su clavícula al descubierto, incitante, moldeada por las manos de algún dios. Su mirada se encontraba con la mía y el corazón me estallaba. Luego volvía a su naturaleza de maestra con muchos trabajos en el escritorio por revisar. Meléndez, llamó. —Muy lindo cuento, recuerda trabajar más en las descripciones en bloques. Meléndez iba leyendo los comentarios de la profesora con cara de ponqué y muy concentrado. Tropezó con la zancadilla que le hizo Vergara. Al suelo fue a dar y sus gafas salieron volando. El alboroto se hizo al instante. Risas, comentarios entre dientes, gritos y cánticos: Meléndez, Meléndez que te caes y te mueres.

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—¿Para qué le sirven las gafas, Meléndez? —preguntó Vergara con una sonrisa irónica. Meléndez no encontraba las gafas. Alguien las había escondido. —Mis gafas, ¿dónde están? Devuélvanlas —pedía Meléndez que tenía la vista tan atrofiada que veía todo desenfocado. La profesora se puso de pie y miró a Vergara como si quisiera mandarlo a la guillotina. —Vergara, se sale. —Yo no hice nada. Se cayó solo. —Tengo mirada periférica, Vergara. Estoy en todas —contestó Clara mientras seguía señalando la puerta con sus manos largas y dictatoriales. Vergara se levantó de mala gana y salió tirando la puerta con tanta fuerza que varios temblaron por el recio sonido. —Si no aparecen las gafas de Meléndez nos quedamos después de clases a ver si las devuelven. Yo seguía deseando que leyera mi tarea. El castigo no me importaba. Me encantaba la idea de verla horas y horas sentada en ese escritorio, fantaseando con el sabor de sus labios, con tocar sus senos, sus brazos. Empezó a leer mi tarea. Frunció el ceño y sus cachetes se enrojecieron. Levantó la vista, sus ojos abiertos delataban miedo y sorpresa. Mi texto era una carta, una declaración, un cañón que lanzaba fuego, una asistente de mago que entraba a la caja que va a ser cortada por la mitad.

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Clara, desde que la, vi hace un par de años, quise ser poeta para intentar, con versos, demostrarle el amor que le profeso. Es trabajo arriesgado confesarle esto. Tantos meses busqué e imaginé la forma de hacerlo, pero el impulso era detenido por un tigre con dientes afilados, indestructibles, que me echaban para atrás con el susto entre las piernas y la desilusión de la cobardía. Decidí declarar en el estribo como presidiario culpable porque el desespero del silencio no me permite dormir, porque me ahogo con esta verdad y ahora la pongo en sus manos para que haga con ella lo que usted, tan bella y sabia, considere. ¿Me aceptaría una cita para tomar un café? Alejandra Moreno Clara movía el pie impulsivamente. Estaba inquieta, pero se fue calmando. Escribió algo en mi texto. Se me hizo eterno el tiempo que transcurrió desde que empezó a anotar hasta que gritó mi apellido. ¡Moreno! Me levanté y, no miento, las piernas me temblaban. Me dio la hoja y no dijo nada. No lo leí hasta volver al pupitre. ¿El café es para que yo lo prepare? No puedo aceptar. Calificación 10. Posdata: siga escribiendo. Suspiré por el impacto de bala. Los ojos se hirvieron de agua y los cánticos no se hicieron esperar: Moreno, Moreno llora en su puesto por la decepción. Que aparecieran las gafas de Meléndez, rogué.

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Abril Ramón Garzón Dosquebradas, Risaralda

Mancebo y estudiante vitalicio, amante de la música, la holgazanería y las bebidas espirituosas.

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Abril, montada en una motoneta miraba atentamente un semáforo. Verde, verde. Un carro pasa, detrás del carro una señora desaparece. Otro carro. Un carro más. Una moto, ¡putas motos! ¿Los del separador por qué no pasan? No logro olerlos, ¡mierda! Un carro. Ya nos fuimos, nos movemos. Una mosca muy cerca, qué lejos. Un carro. Un perro, más perros, más porros. Mierda. No quisiera estar sujeta. ¡Si no la tuviera! Me parece idiota. ¡Qué idiotas! ¿Por qué me amarran? Un carro, muchos más, muchas motos, ¡putas motos!, más gente. Un carro, ¿por qué pita? Pitan mucho por acá. ¿A qué huele? Es intenso. ¿Prados? Qué bien huelen. Otra mosca. ¿Tú qué? ¿A dónde vas? ¿A dónde voy? ¡Ya tú sabes! Un puente. El mismo puente. ¿A qué huele? ¿La recta? ¿Curvas? Bueno, vamos. Más curvas. ¿Solo curvas? Muy lento. Más lento. Un tombo. ¿A qué huele? Buñuelos. Otro resalto. Puto. Sí, es un puto. Un putito. No es contigo. ¿Por qué me ven? No me dejen de ver. Acá estoy, acá sigo. ¿Casa? ¡No, qué tal! Aquí mié una vez, severa fiesta, no solo yo, muchos mearon también, jajajajaja, ¡qué intenso! Me lloran los ojos. ¿Ya me vieron? ¿Notan lo veloz que soy? ¿Ven cómo surfeo? ¿Ven cómo me elevo? ¿Me ven? Me miran. Mira cómo me elevo. Siento que vuelo. ¿Aún miran? ¿Por qué me atraviesa la pata de esa manera? Me corta mi vuelo. Nos podemos caer. ¿La otra perra? No la siento, ¡qué extraño! Ahí está,

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CONCURSO DE CUENTO CORTO

su dulce olor es inconfundible. Huele a casa y a Lucero. ¡No, qué tal! ¿Llegamos? No, otra mierda. ¿Quién es? Un perro, más perros, más porros. ¿Por qué se levantan? ¡Oye! Respondan. ¡No se vayan! No es cierto lo que he pensado de ustedes. ¡Oigan, no me dejen acá! Prometo comerme todo lo que me sirvan, prometo caminar junto a ustedes y esperarlos en la esquina. ¿Qué? No me huelas de esa forma, ¿de dónde saliste? No te pases, estoy atada. Oigan, no me dejen, no me dejen. Ya te dije que no me huelas. Estoy triste. Me dejaron. Corre y búscalos. No te detengas. Ya no es necesario, son ellos, ya regresan. Te los voy a presentar, seguro nos traen algo en la bolsa nueva que traen. Oigan, ¿por qué me dejaron, perros? Estoy atada. ¿Lo recuerdan? No importa, súbanse. Me subo. ¿Por qué me bajan? Vámonos. Otro olor. No lo reconozco, nos vamos. Me elevo. Mis pelos se enredan y viajan en el viento, son cariños para todos en el aire. Huele a prados y a romero. Para, me quiero bajar. Bueno, no pares, sigamos. ¿Sientes las curvas? Otro meadero, jajajajaja. Por acá siempre me confundo. Días aquellos. Bueno. Por acá era, lo sabía. No pares. ¡Qué sed! ¿Se acuerdan de mí? Yo de ustedes no. Por acá hemos pasado, aunque por acá no. Qué rico huelen ustedes. Vamos por la parte que les dije. ¿Cómo olvidar ese olor? Son jazmines, ¿verdad? Sí, era oscura nuestra caminata,

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

pero los faroles iluminaron nuestro paseo. Nunca los olí de esa forma. ¿Son aguacates? Un perro, más perros, más porros. Un carro, otro carro. Uno va, otro sube, otro baja, todos van, todos vamos, ¿para dónde van? ¿Para dónde vamos? ¡Frenos! ¡Mierda! Me voy, ¡mierda! Nos vamos. Conozco esa canción. ¿Dónde suena? Ya pasó. ¿Qué canción era? ¡Mierda! Más curvas. ¡Ah! ¿Qué haría sin cadenas? Un semáforo. Hágale, dele. ¿Cómo me vieron? Decidida. ¿Para dónde vamos? Por acá acabamos de pasar, ¿o fue hace 15 días? Una mariposa. Vamos subiendo. ¿Por acá estuve? No lo sé, ¿o sí? Lo sé, todos olíamos delicioso aquella noche. Ese olor, ese maldito olor. Creo que no podría beberlo. ¡Qué sed! Por acá huele a abejas. Allá he meado, jajajajaja, que calentura ese día. Un perro, más perros, más porros. Un carro, más carros. Huele a viejito, a palomas, a tinto, a helado, a niños, qué rico huele. No he comido, ¿vamos por buñuelos? Estoy cansada, estoy sedienta. Ténganse duro, vamos a caer sobre nuestras cabezas. Hola, ¿me recuerdas? Vivo en la 34-04. Ya sé a dónde llegamos. Llegamos a casa. Que si quiero agua me preguntan, yo lo que quiero es otro paseo.

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Reparaciones Catalina Cortés Buitrago Bogotá

Soñadora y literata, que es lo mismo. A veces una nube, luego río, y casi siempre nada.

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Decidí reparar las cosas averiadas que en la casa siempre se condenan a un “después”. La odisea de poner una puntilla: sostenerla al tiempo con el martillo y llevarlo justo al centro, golpear la cabeza de la puntilla usando la fuerza precisa para que no se desvíe y termine estrellándose contra la pared (la puntilla) o los dedos (el martillo). La puntilla que a veces se cae o se curva, la pared que se rompe, la altura o las distancias mal calculadas y que todo quede chueco… Increíble que ese pequeño palito clavado entre el cemento pueda sostener un cuadro entero, un Monet o un Van Gogh. Es claro que las puntillas están subvaloradas. Pegué algunas porcelanas con pegamento de cerámica y, aunque a algunas se les ven las heridas lo importante es que volvieron a la vida y se sostienen sobre la mesa por sí mismas. Algunas siguen sonriendo. Bastaron algunas gotitas de aceite Tresenuno sobre las bisagras de las puertas, que ya no alaban nuestras entradas y salidas ni las del viento. Limpié los fogones y los grifos, para que el fuego y el agua salieran con más libertad. Le cuadré los colores al televisor; le quité el ruido raro a la licuadora y a la olla a presión; la puerta del balcón ahora encaja sin esfuerzo; la mesa del comedor dejó de cojear y la cama de chirriar. Ojalá pudiera repararme los colores. Descubrí que reparar es repararse también. Noté que el perro estaba caminando extraño, así que aproveché mi resolución para examinarlo; no está tan viejo, de manera que no tiene excusa para presentar

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ningún tipo de falla. Lo acosté sobre la alfombra, lo volteé panza arriba, moví sus patas traseras de arriba hacia abajo, me acerqué para identificar el origen del malfuncionamiento y zas: descubrí un ruidito proveniente de su rodilla. Lo sedé y procedí a romper la piel que cubría su rodilla con el bisturí. Unas gotitas de aceite Tresenuno bastaron para que volviera a funcionar a la perfección, no fue necesario usar grapas, tornillos ni puntillas. Ya dije lo difícil que es poner una puntilla. Arthur, al despertar, me agradeció la reparación corriendo por la casa como un perro nuevo. Frente al espejo, me di cuenta de que, a diferencia de Arthur, yo sí estaba viejo, y consideré que un mantenimiento general podría remediarlo. Me desatornillé algunas partes del cuerpo y las limpié. Me aceité las articulaciones, en especial las rodillas. Tuve problemas para encontrar los dedos de los pies y ponerlos en su lugar de siempre; pero, luego de hacer varias pruebas, logré encajarlos y moverlos sin que crujieran. De nuevo frente al espejo, no podía creer tanta jovialidad, como si estuviera estrenando cuerpo. Sentía los colores renovados. El problema surgió cuando bajé la escalera, seguramente algún tornillo quedó mal puesto, y me fui de cara. Todo el trabajo se arruinó. No pude encontrar todas las piezas o ya no encajaron. La gente lo notará cuando me vea, quizá mamá se decepcione mucho. La única buena noticia es que, a pesar de que se me vean las heridas, sigo sonriendo y me sostengo por mí mismo sobre la mesa.

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El huésped Elliot Alexzander Navia Lozano Ibagué, Tolima

Un pedacito de su ser es docente en formación. El resto es un cúmulo de frustraciones hechas mentira en la palabra escrita.

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¿En dónde está? El joven Demian Gash no entiende por qué se encuentra allí. Parece ser, a la luz de los ojos del confundido joven, un espacio muy reducido y de mugrosa apariencia. No pasa mucho tiempo, si es posible medir el tiempo en un lugar como este, cuando un dolor en aumento –que no entiende de segundos, minutos, horas o días– invade la parte baja de la espalda de Demian. Trata de observar aquello que causa esta inhumana tortura, pero no puede verle. Toca su espalda en repetidas ocasiones buscando el origen del dolor; gira su cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda y de nuevo sin descanso una y otra vez mientras sus brazos buscan y se mueven al ritmo de la naciente desesperación. ¿Acaso no hay un maldito espejo por aquí? Se pregunta Demian Gash mientras recorre el lugar que parece ser más amplio con cada paso del ya atormentado muchacho. Si pudiera mirar su espalda sabría a qué se está enfrentando, pero no puede encontrar un cristal en el cual reflejarse. El dolor parece tener forma y Demian siente cómo este se mueve en dirección a su cabeza. El extraño huésped en su espalda sube por la misma y se abre paso devorando la carne. Un oscuro grito desenfunda de su garganta y con furia Demian choca su lomo contra las paredes deseando matar al forastero. Intenta ver y se ayuda a girar con sus manos la cabeza en un intento

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desesperado por descubrir qué está escarbando entre su piel y sus músculos. Pronto estaría en su cuello y más cerca de su cerebro. El joven Gash moriría sin saber qué era aquello que le mataría. En un intento por descubrir lo desconocido Demian toma su mandíbula con la mano derecha y con la izquierda agarra fuerte su cabello en la parte posterior de su cráneo y así, segundos después, con la vehemencia de quien busca la luz, tuerce su cuello para poder ver aquello que se aproxima. Cae al piso; un piso que en algún momento fue blanco y que, por décadas de barbarie, manía, gritos, fluidos, soledad o sangre tiene un color más cercano al excremento que al albino suelo que pretendiera ser. Aquel lugar que se había hecho inmenso con cada grito de angustia vuelve a ser pequeño y desagradable. Cae Demian con la mirada dirigida a su espalda. Segundos antes de escuchar el golpe de su cuerpo en la acabada espuma y darse por entregado a la excitación de aquello que se logra contemplar, el joven Gash pudo verla ahí, la cosa que subía, aquello que devoraría su cerebro poco a poco hasta dejarlo en un letargo interminable. Pudo verla y el equivocado pensamiento de tranquilidad que le daría advertir la verdad se desvanece tan rápido como él mismo agoniza. Sus pupilas se dilatan y antes de abrazar a la muerte recuerda en un episodio de ligera lucidez su

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diagnóstico: Paciente con psicosis reactiva breve; pierde ocasionalmente el contacto con la realidad. Se recomienda aislamiento. En tanto, la cucaracha que estaba en su espalda se aleja rápidamente de aquel cadáver.

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Autofagia Anderson Antonio Alarcón Plaza Funza, Cundinamarca

Profe lector. Escritor a ratos. Nunca ha ganado un campeonato (ni de literatura ni de fútbol).

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“Comer solo es como comerse a sí mismo”. Pedro Lemebel Al llegar a casa, lo encontré devorando con ansias un plato de sopa. —¿Todo bien? —Todo bien, respondió él. Solo entonces advertí que ya no tenía el brazo derecho. —¿Qué pasó? —Nada, estoy comiendo, dijo mientras tarareaba una de esas salsas polvorientas que le gustaban. Supe, cuando me serví un vaso de agua, que se había cortado el brazo en la cocina, pues noté que su sangre era ahora la piscina favorita de una bandada de moscas. Como yo no tenía hambre, lo dejé comer tranquilo. Al fin, me dije, solo él podía degustarse a sí mismo. A la mañana siguiente, después de usar el baño, pasé por su lado. Tenía una porción de huevos revueltos con algo que parecía ser carne. Le faltaba la pierna izquierda. Vi en su cara que esa pérdida había sido demasiado reciente: en su boca aún estaba la mueca de dolor que le pudo causar cortársela sin ayuda. Nunca me han gustado los dramas, por lo que le dije “Nos vemos en la noche, pa”, y me fugué como un ratón por la puerta. Ese día el trabajo estuvo tranquilo. A la hora del almuerzo pude charlar con Gio y contarle lo que estaba sucediendo con papá. No debía preocuparme: “cosas de viejos, ya sabes que a esa edad a cualquiera las arrugas 53


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empiezan a pesarle. No es raro que, de alguna forma, quiera quitarse esos kilos de encima”, dijo, envuelto en una atmósfera de sabiduría oriental. Gio siempre ha sabido reconfortarme. Sus palabras son como pequeñas puntadas que logran cerrarme las heridas. Pese a todo, soy consciente de que la sensación de alivio es temporal. No pasaron siquiera cinco minutos de confort cuando recibí una llamada del vecino. —Tienes que traerle una silla de ruedas a tu viejo. Ya se quitó la otra pierna y necesita ir al baño. Salí de inmediato hacia la farmacia. Fueron al menos dos horas de filas y papeleos. Al parecer, a no pocas personas se les había dado por quedarse inválidas. Con ese pensamiento en la cabeza, llegué arrastrando la silla, que venía envuelta en un montón de papel filme. —¿No me piensas ayudar?, pregunté al viejo, cuando abrí la puerta. —No puedo levantarme. —Verdad. Tuve que hacerlo todo solo. Además, debí quitar los desechos de hueso, pelos y piel que dejó papá luego de preparar su almuerzo. Me causó curiosidad, sin embargo, el método que tuvo que emplear para moverse por la cocina ya sin sus piernas y usando un solo brazo. —¿Cómo hiciste? —Como siempre. La corté y ya está. Sin muchas ganas, lo dejé caer sobre la silla de ruedas como al pedazo de carne que él puso sobre la sartén a la

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hora de la cena. Aunque la comida olía muy bien, preferí no salir de mi cuarto. Las horas de filas y trámites para conseguir la silla de ruedas me pasaron factura, por lo que me dormí muy temprano. Solo el ruido de la licuadora hizo que abriera los ojos. Eran las siete de la mañana. Las ruedas de la silla estaban muy bien aceitadas porque nunca escuché ni un rechinido mientras papá se movía como un balón de playa por toda la cocina. Esta vez vi cómo bebía, gustoso, un batido color salsa de tomate. Aunque pasé por su lado, no se movió. Vi que sus ojos decoraban el vaso del que él estaba bebiendo. Ya falta poco, pensé. —Chau, pa, le dije cuando abrí la puerta. De su garganta emergieron algunos aullidos de perro viejo que no podían entenderse. Supe entonces que la noche anterior había preparado algo ligero con su lengua. No quise irme así nomás. Presentía que al volver ya no encontraría a mi papá, al buen viejo, sino a un pedazo de músculo con ruedas que tendría que echar a la basura. Me detuve, entonces, para darle un beso en la frente ensangrentada y salí de casa anhelando que Gio, también esa tarde, lograra curarme con sus palabras.

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Esquelas en una soledad Samuel Esteban Solórzano Cisery Soledad, Atlántico

Grande la belleza, pequeñas las palabras. Breve estudiante, harto lector.

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Lunes. Los dedos terminaban llenos de polvo luego de haberlos pasado por las rejas de una casa mientras caminaba. Iba tarde. Y no me importaba que mi jefe me recibiera con cara deleznable porque las tres cuadras que me faltaban para llegar a la oficina poseían un matiz revelador. Mi mente aprovechaba este camino recto al trabajo para recordar que la soledad es una calle donde todos pasan mirando hacia abajo, pensando en palabras antes que en imágenes. Yo trabajaba en un periódico escribiendo las esquelas. Tantas formas de escribir sobre una persona fallecida me forzaron a creer que la muerte de uno no es más que una copia de una muerte anterior. Martes. Hoy me tomé el atrevimiento de escribir un anuncio para la sección de clasificados. Invitaba abiertamente a cualquier mujer a que pasase por la calle Flaubert mañana a las 3:15 p. m. y tratase de reconocerme: “No daré ninguna descripción física de mí porque eso no interesa, solamente les digo que yo sueño con el viento”. Miércoles. La calle Flaubert está siempre circundada por personas de diferentes nacionalidades; puedes pasar de Sudamérica al Oriente Próximo solo por ver los rostros de las personas. Mientras meditaba, una joven me interrumpió el paso: “Eres la persona del anuncio, estoy segura”. Le pregunté cómo supo, y se limitó a decirme que una persona del viento siempre tiene las manos llenas de polvo. Avergonzado y descubierto, no me quedó de otra que pasear con ella y platicar cosas vanas.

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Jueves. Ayer estaba ocupado, pensé que jamás me encontrarían e irrumpirían mi soledad. Me arrepiento de haber escrito ese anuncio. Hoy en la hora del almuerzo nos vimos de nuevo en un restaurante cerca del periódico. Nos encontramos allí. Me confesó que ella es contraria al viento, y más bien ella cree que pertenece a la arena. Yo le pregunté cómo es la muerte de las personas de arena y ella me dijo que su muerte se esparce entre las rejas de cualquier calle. Viernes. Nuestro escenario son las luces que se cuelan por el techo. Luces como hilos que bajan casi en forma de gotera. Es allí cuando el polvo se vuelve visible en el aire, y acompaña las intenciones del aliento. En mi casa yo le preparo un café por el frío de la última hora de la tarde y ella lo bebe en silencio. Hoy fue mi día libre de trabajo, y esa joven insistió en herir el vacío de mi casa. Mi único lugar seguro. “¿No te altera que yo trabaje en el periódico? Cualquier cosa íntima de ti la podría difundir entre líneas”. Ella desde el sofá se encoje de hombros. Ella solo quiere que la abrace y que durmamos juntos cuando sea de noche. Sábado. Amanece y está muerta. Creo que ella también estaba en una soledad parecida a la mía, por lo que un cuchillo bastó para que mi soledad la superase y permaneciese intacta. Me dio lástima verla morir con una muerte tan común, no es ni la primera ni la última persona degollada. Había soñado que me pedía esa

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muerte, así que desperté a las 3:30 a. m. y le hice el favor. Fue grato para ella pasar la última noche junto a mí. Más tarde salí y caminé hacia mi trabajo mientras provocaba el trueque: las rejas ofrecían el polvo a mis dedos y yo les daba su sangre. Cuando llegué a mi oficina, escribí la esquela de ella, la naturaleza de su muerte, y dónde estaba su cuerpo. Domingo. Muy temprano llegó la policía. Encontraron la escena tal como la describí en el periódico. En ese momento supe que mi sección no era ignorada del todo. Inmediatamente me llevaron a la cárcel donde la soledad es más pura, aunque todo el mundo te vigile. Lo primero que hice en mi celda fue acercarme a la ventana y ver el ocaso. Sujeté fuertemente los barrotes con mis manos. Ya cuando el sol se había hundido y todavía permanecían algunas luces en el cielo, noté que los barrotes tenían mucho polvo y mis dedos también. Entonces sonreí.

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La mina Luis Gabriel Rodríguez Bolaños Cali, Valle del Cauca

Escribe para darle forma a sus sombras. Enseña porque es la mejor forma de aprender que conoce.

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Las otras mujeres ya estaban ahí cuando llegué. La mañana estaba fría y junto al río se sentía mucho más. A lo lejos, en la otra orilla, tres hombres sacaban arena. Algunos niños, que deberían estar en la escuela, se tiraban al río, desde lo alto de una roca, como ángeles ciegos. Eran los hijos de doña Ana. Uno de ellos no saltó. “¡Un muerto!”, gritó y señaló hacia un bulto que, con dos gallinazos encima, se aproximaba con la lentitud macabra de las malas noticias. Pensé en mi marido, José, que lleva cuatro días sin aparecer. Salió el jueves a trabajar, sin desayunar y en silencio, porque iba cogido de la tarde. Pasó una mala noche, trasnochado por el calor punzante de los malos augurios. Yo lo sentía dar vueltas en la cama, inquieto, como si el catre le quemara. “¿Qué pasa, mijo?”, le dije y me respondió que no era nada, que siguiera durmiendo. Antes de que encontraran oro en estas tierras él no podía dormir de puritica hambre. Usted no se imagina lo que es eso. Los niños no tenían zapatos y andaban con la barriga inflada y lagañosos. Ahora están bellos. ¿Verdad que son hermosos mis hijos? No se acuestan sin comer y tienen sus zapatos y sus cuadernos para estudiar. Recuerdo que días antes José se había encontrado un sapo, arrugado y sereno, en sus zapatos y decía que la desgracia lo había alcanzado y se puso a rezar oraciones extrañas de negro viejo. ¿Que si es peligrosa la mina? La verdad es que hay gente rara allá, casi todos arrimados de otros pueblos. 61


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Los vecinos de toda la vida, como mi José, no se meten en problemas. Lo que siempre le digo es que no se ponga a tomar porque mi José es muy terco y uno nunca sabe. ¿Qué tal que termine agarrado con el patrón y nos quedemos en la calle por su culpa? ¿Que si conozco la mina? No: siempre estoy cuidando a los niños. No me gusta dejarlos solos. ¿Qué tal que me pase lo mismo que a doña Ester? Se fue al mercado y dejó la niña sola y cuando regresó la encontró medio muerta. No, a mí no. La niña de doña Ester quedó embarazada y marcada de por vida. La mina trajo mucha desgracia, señora. La noche se volvió peligrosa, más oscura. ¿Que si pienso en irme de aquí? Ahí donde está usted sentada, en esa cama, nacieron mis dos hijos. No pienso dejar mi ranchito. Nadie ha visto a mi José. Él no es mujeriego, pero las putas abundan como el oro. Aunque la tierra es la más puta. Los hombres se acostumbraron a tomar lo que está en ella, y así mismo, cuando las mujeres están en edad, se las llevan pal monte o pa la taberna. Por eso le digo que no tengo celos, porque José estaba en la casa el día que doña Edith lloraba y gritaba porque le contaron que su hija estaba sirviendo trago, sentada en las rodillas de dos negros gordos y quien sabe cuántas cosas más. Yo sé que mi José no está en la taberna y si anda en esas se le notará en la cara y… más le vale… más le vale...

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Anoche, cuando usted se fue, la gente se alborotó. Tiros y perros ladrando. Escuché un alarido de hombre y corrí a esconderme. No quería asomarme, por miedo. Luego pensé en José y me dio un dolor en el pecho como si un animal hambriento me mordiera. Luego me armé de valor y me asomé por la ventana y vi un niño muerto. Estaba cobijado nomás por el barro y su sangre, como si descansara de esta locura. José no llegó esa noche y soñé con charcos oscuros como nubes de muerte. ¿Será? ¿Usted cree? Me da miedo. Me da miedo ir a la mina y no encontrarlo. Buscar como un minero a mi esposo, bajo tierra, y encontrarlo precisamente ahí. Quiero esperarlo, así es mejor. ¿Ya desayunó? ¿Por qué llora? Venga, siéntese y tómese una aguapanelita.

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Humo sobre La Victoria Edward Jhoan Valencia Torres Guadalajara de Buga, Valle del Cauca

Actor de teatro y fabulador de pesadillas. Veinticinco años. Buga es su aldea; él la interroga.

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Creo que el doctor revisó con cuidado su pecho. Me hizo la llamada telefónica antes de salir al pasillo, con la mano en el picaporte de la puerta, como si se hubiera olvidado de que mi mamá seguía acostada allí, en sus cinco sentidos, viva. Dibujó algunos gestos graves en el aire y le escuché la voz resfriada, con una sirena en el fondo. Mi mamá debió de mirar hacia la ventana. Estaba sola en la habitación 334; observó la bombilla en el techo y se acomodó el tubito de oxígeno en la nariz. Cuando volvió a mirar, el doctor ya no estaba. Cerró los ojos. Una sirena repentina la perturbó: el reloj colgado marcaba las 8:39 de la noche. Quería dormirse profundamente. Volvió a cerrar los ojos. Se aisló del ruido y la furia que entraban por la ventana de la calle y por la puerta ajustada. Estiró sus pies debajo de la cobija de tigres dorados. Se concentró sobre la blandura de la almohada, bocarriba. Nada había en ella, como si el televisor de su cabeza se hubiera fundido. Un escalofrío la recorrió. Se sacudió un poco y se acomodó de lado. Volvió a intentarlo, pero no llegaba nada. Tuvo la sensación de que tenía todo lo que deseaba en la punta de la lengua, o de la memoria. Solo necesitaba volver a La Victoria y recuperar en la umbría de los pasillos el jardín de veraneras de su infancia remota para conciliar el sueño. ¿Eran las paredes blancas, la luz fría? Experimentó un vértigo en el pecho. Hacía dos días yo la había entrado al hospital cargada como un bebé. La debilidad del cuerpo no le permitía

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caminar. Fue la última vez que la vi. Me dijeron que me despidiera, pero no quise preocuparla. Era el día de mi cumpleaños; cincuenta y siete años atrás, en 1964, yo estaba saliendo en sus brazos del mismo hospital, en Buga. Ahora se sentía liviana y tranquila, aunque extrañaba tomar el café diario que le prohibieron al ingresar. La noche anterior la cama de enseguida estuvo ocupada por una señora. Respiraba mal. El doctor la revisó, luego una llamada, gestos graves y en la mañana la hallaron asfixiada. Mi mamá sabía que le estaba pasando lo mismo. Siempre dijo que quería que Dios se la llevara dormida. Estoy seguro de que buscó todos los medios para dormirse. Se concentró en el cuadro ladeado de la pared: vacas, pastizales y una cerca; un paisaje del campo colombiano. Una imagen quieta. Apretó sus ojos para saltar a su memoria en movimiento. Vio imágenes en blanco y negro, como en un periódico viejo. No existían fotografías de La Victoria. Los intrusos quemaron todo cuando su familia huyó en 1943. Tenía diecisiete años. ¿Por qué recordaba así? Se santiguó la frente, se acarició el cabello entrecano y las veraneras brillaron en su cabeza, pero estática, acartonadamente, como en una cartilla de los testigos de Jehová. Se apoyó en los codos, aunque estaba débil. Recordó una cicatriz que tenía en el pecho. El filo de una rama la lastimó cuando su caballo la tumbó a los doce años

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contra las veraneras exteriores. Se abrió el camisón de la batola y se la tocó. Ardía o dolía, pero era el pecho en general. Se cubrió los ojos y trató de volver, de subir por el camino saliendo de Chaparral, atravesar las casas de sus hermanos y llegar a la casa principal de la finca. Simplemente no podía. Pensó en el doctor. Tenía cierta edad y, quizá, le encontraba un parecido conmigo. Miró a su derecha y vio un vasito desechable casi vacío. Era el café que el doctor había olvidado en medio de la llamada conmigo. Lo alcanzó con el brazo demacrado. Su respiración era pedregosa, pero se lo tomó de un sorbo. Tierra sólida. Hojarasca sin viento. Ramas arremolinadas. Espinas secretas. Hojas verdes y libres. En los extremos: flores de un violeta vertiginoso, incandescente, matutino. La planta en su mente era diminuta. Cabía en la palma de su mano. Era la maceta de veranera artificial que yo le había regalado hacía unos meses. Ya no había camino de regreso.

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El sacrificio Óscar Fermín Ramírez Neiva, Huila

Docente de básica primaria en un sector difícil de Bogotá, simplemente ha tenido suerte con algunos cuentos; en la vida también existe la suerte.

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“Algunos tienen desgracias; otros, obsesiones. ¿Quiénes son más dignos de lástima?” Cioran Veinte segundos duró el ritual que obligó a Gabriel a postrarse ante Jesucristo en la parroquia del pueblo frente a la fuente donde bautizan a los niños. La primera vez que el padre lo vio en la calle, descalzo, con ropa sucia, le ofreció inclinarse desnudo frente a Cristo para poder expiar todos sus pecados y otorgarle la gloria del señor. Antes de seguir, le advirtió que todo hombre sobre la faz de la tierra, niño, adulto o anciano debería hacer un sacrificio por el resto de su vida. Desde entonces, Gabriel escucha el sonido de la fuente con impotencia y mira con odio aquella imagen colgada en la pared del templo.

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Mientras la música suene Yuber Steven Torres Castaño Marinilla, Antioquia

Docente y bioconstructor, escribe para caminar despacio, huir del tedio, de la quietud y de la soledad; escribe para ser otros.

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Todos los días del último mes consciente, de 10 a eme a 2 pe eme, treinta rayitas de volumen y los bafles mirando por la ventana: clásicos de los 60’, 70’, 80’, 90’ revienta Cranberries, Scorpions, Bon Jovi, U2, ¡ah! y Aerosmith. Sentado en el computador, al lado de la puerta de una caja de fósforos (así le llama mi mamá a los apartamentos modernos, que no tienen patio y soportan muros tan delgados que no hay necesidad de confesarse) trabajo dando clase. En este barrio se dan cuenta de todo. De 2 a 6 pe eme Alcolirykoz, Petit Fellas, Daddy Yankee (what?). Sí, yo también pienso lo mismo; heavy metal y “porqué vuelves a meterte en mi pensamiento a acabar con la poca fe que me queda para vivir…”. La vecina adolescente: cabello negro con mechas violetas y caderas que ya despiertan los ojos morbosos que caminan sobre las mallas de metalera, o eso intentan al menos. Su padre toma el tinto en las escalas, tiene un brazo roto y el corazón también. De 6 a 10 pe eme es su turno: Alci Acosta, Willie Colón, Rolando Laserie; los típicos boleros de antaño volumen 1 en YouTube, y cuando la música se ha metido conmigo y la canto, y me sirvo una chicha de los Chichadélicos en una copa de vino porque no tengo totuma, regresa el maldito reguetón: Maluma, J-Balvin, voces chillonas que me vuelven esquizofrénico. Ha pasado un mes, UN MES y creo escuchar la misma música todos los días. Un mes para darme cuenta de

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que algo anda mal con los vecinos de abajo. El padre no usa el mismo uniforme de EPM, la madre no peina más cabezas, no sabe de regresos y la vecina adolescente no me deja pasar por las escalas con sus amigos borrachos y enmarihuanados. Ya no son 30 rayitas de volumen, sino 40 rayitas, más las voces de 8 adolescentes que gritan y cambian la música bruscamente, pasan de salsa a reguetón ofensivamente, del rock en español a la música mexicana. Dicen que quien anda con la miel algo se le pega, pues este barrio es de chismosos, de delgados muros y casas estrechas, de ecos largos y lentos como para que todos escuchen, ¿qué puedo hacer yo? No es mi culpa que tenga que trabajar desde casa, y que el único lugar libre sea al lado de la puerta. El caso es que, hablando de puertas, la vecina madre, un día abrió la puerta de la infidelidad y nunca volvió. Lo malo no es ello, y no crean que es falta de empatía y que no me pongo en los zapatos del otro, de los hijos, del padre que me cae bien porque tiene una voz gruesa y juega con sus hijos, y los deja hacer fiesta todos los días, y tomar y fumar durante el último mes consciente y me saluda de la misma manera todos los días cuando voy a la tienda, no. Lo malo es que, después de un mes, cuando la música no me incomodaba para trabajar, trabar, dormir y escuchar mi propia música, ahora sí me molesta, me emputa, me sulfura, me irrita, me enoja, me exaspera haber aprendido a ser chismoso,

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aunque no se si es mejor ser el vecino indiferente, el que no se da cuenta de nada, que solo conoce su camino de entrada y salida, que no sufre, no escucha, no ve, no huele la arepa quemada de la vecina, no pelea por los popós de perro en su tapete o el chismoso que sufre por el dolor del vecino padre que tiene los cachos más grandes que un venado. Por la vecina adolescente que ha empezado a fumar, beber y hacer fiesta todos los días con las meras neas bajo las gorras, por la música a 40 rayitas que suena todo el día para evitar el recuerdo de su voz, el de ella, la vecina madre que se ha ido, pero que mientras suenen los parlantes y vibren las ventanas, recordar será menos doloroso.

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Recolector Sebastián Santamaría Présiga Medellín, Antioquia

Amante de las historias, las conversaciones y la magia que se esconde entre cada acto cotidiano.

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

Carlos Mauricio recorre cada día y cada noche las calles de la ciudad. Con sus guantes sube la basura al camión recolector. A diario recoge de entre las bolsas multicolor un inventario sin precedentes: zapatos gastados, botellas bebidas, telas roídas, velas incineradas, alimentos consumidos, flores marchitas. Los días trabajados le han enseñado que el mundo se constituye principalmente de lo que ya fue, no solo de lo que es o va a ser. La basura es la memoria del día a día y Carlos Mauricio a sus 55 años las recupera. Hoy está por terminar su jornada colgado del camión –como lo hace en los buses cuando la hora pico hace que entren cuarenta y dos personas en un bus diseñado para veinte pasajeros; o como cuando está a punto de bajarse y no quiere que el chofer frene totalmente, pues sabe que cualquier segundo de demora es dinero que pierde el conductor–. En su jornada sortea el lixiviado de bolsas a punto de desfondarse, algunas hasta con pupas de mosca a punto de emprender vuelo si se dejan para recoger al día siguiente. En el barrio nadie sabe su nombre, es más, nadie se pone a pensar si tiene ruta fija o lo rotan. Carlos Mauricio no se queja de los olores ni le molesta del todo su labor, aunque tampoco es amante de algunos martirios cotidianos, pero se tranquiliza con la tonada pegajosa de la reversa y las campanadas que avisan a los vecinos que cuidado se les olvida sacar la basura, porque el tiempo apremia y no pueden esperar a nadie, la basura viene con muchas prisas: prisa de recoger, de olvidar

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CONCURSO DE CUENTO CORTO

el olor a basura, de recorrer más barrios y de volver al camión para terminar deprisa a llegar al parqueadero y cambiarse deprisa. Tras haber evitado vidrios rotos, sobrados de sopa, alimentos podridos y un constante olor a basura fermentada que hace que el vecindario se dirija al fondo de la habitación mientras realiza su desfile cotidiano, lo único que quiere Carlos Mauricio es llegar a la oficina para bajarse del camión y bañarse en loción o desodorante, lo primero que encuentre cuando lance su mano en el casillero. En la noche debe reunirse con su esposa, llevará un par de varas de su incienso favorito, así como un par de lavandas porque ya compró rosas y peonías la semana pasada. Sus compañeros lo ven como un romántico al que su labor no le ha quitado lo tierno ni lo elegante, ni mucho menos el cuidado por oler bien; no saben que él busca desesperadamente vencer su anosmia a toda prisa.

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Pescador, lucero y río Andrés Felipe García Barragán Bogotá

Contador de historias que fue encantado por la voz de sus abuelas. Bailador incansable, teatrero y lector.

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

Mi abuela me cantaba en las noches de fiebre alta para darme sosiego. Ella, que es de estatura baja, pero de voz potente, se sentaba en el borde de la cama, me quitaba el termómetro y solo dejaba que la luz de una lámpara japonesa se posara en algunas cosas tenuemente. Su mano acariciaba la mía despacio, muy despacio, impregnándola de calor para encantarme con el sueño al compás de una historia. La historia de su pesca nocturna y de la violencia de un río. El canto se apoderaba del aire, se prendía a las paredes de su piel y era como asomarse a un abismo. Su rostro encarnaba a una mujer de otro tiempo y ella viajaba a ese lugar del que provenía lo que cantaba. De pronto, la habitación se convertía en paisaje y sus palabras en la corriente del Rionegro que pasaba por el puente donde una vez se enamoró. Yo veía cómo la sombra de su cuerpo subía a una barca y navegaba por la luz en la pared hasta llegar al fulgor de la fuente. Era el lucero del verso que se repetía en los labios de mi abuela y se dibujaba en su sonrisa juvenil. Ese que atrapa en su red el barquero y que por unos instantes llena de dicha y de vida a un bohío. Mis dolencias, poco a poco, estribillo a estribillo, iban diluyéndose en el cristal de su voz; en las aguas turbias de su amor. De repente se hacía un silencio. Yo intentaba inútilmente ver de nuevo, pero ya me había abandonado al sueño. Mi abuela tomaba aire como para sostenerse en algo. Su tono se ensombrecía y el relato se reanudaba. La impetuosidad del río amado, ese que siempre quiso ser el único lugar de tránsito de

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aquel barquero, se desbordaba en la melodía y en el recuerdo de la cantora. Entonces, en un desgarro de su voz me anunciaba la tragedia. La sombra y la barca eran devoradas por el Rionegro. La noche entraba por la única puerta e inundaba el bohío. La luz de la lámpara japonesa agonizaba en el cuarto. Y entre susurros, ella soltaba mi mano con cautela, tocaba una vez más mi frente y se alejaba cantando, con tristeza, la muerte del pescador barquero.

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Simón, el pirata Paula Alejandra Rojas Rodríguez Bogotá

Una chica como cualquier otra pero que escribe.

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

“¡Piratas a bordooooo!” grita un niño de ocho años sobre la cama de sus padres. Lleva puesto un sombrero de papel, de esos que se aprenden a hacer en la primera clase de origami, y un parche ocular de Las Tortugas Ninja sobre su ojo izquierdo. Su mano, vuelta un puño, enfunda una espada afilada e invisible. Acaba de asaltar El Tempestad, el barco más veloz de todos los mares, y no se rendirá hasta que sea suyo. Los marineros al verlo desenfundan sus armas e interpretan una sinfonía donde el destello de las espadas se mezcla con el eco de los fogonazos, mientras un mono capuchino salta hacia la cabina en busca de la capitana. Los grumetes liberan una pila de barriles acomodados en la popa del barco, pero el joven pirata salta sobre ellos como siguiendo una coreografía. Cuando se encuentra cara a cara con los aprendices del barco los ataca con su espada y los ve lanzarse al mar por los costados de la embarcación. En poco tiempo, los cuerpos vencidos de los marinos cubren la cubierta. El pirata lanza al aire una risa malvada y escucha un taconeo que se acerca, se da la vuelta y se encuentra cara a cara con la capitana, quien baja con parsimonia las escaleras del puente de mando. “¡Simón! ¿Cuántas veces le tengo que repetir que no me gusta que salte sobre mi cama?”, espeta la capitana enfurecida.

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CONCURSO DE CUENTO CORTO

“¡No sabes a quién le hablas, soy un pirata!”, responde con burla el niño mientras su reflejo aparece nervioso en el espejo del tocador. La capitana cierra la puerta de la habitación. Se recoge las mangas de su camisa blanca y se lleva las manos al cinturón. El pirata corre a esconderse debajo de la cama, pero unas manos de uñas pintadas lo atrapan por los tobillos y lo arrastran por el suelo entapetado hasta dejarlo acorralado en el pliegue de una pared con la cabeza entre las rodillas. El cinturón de la capitana cae desde lo alto como una serpiente que se desenrolla lista para morder. Un correazo llena la habitación. *** Desde lo alto una bandada de alcatraces divisa a un pirata vencido sobre el piso de una embarcación pequeña que se mueve suave por la ondulación del agua. Ha extraviado su sombrero improvisado y su parche se ha desprendido. De pronto, el pirata abre los ojos y mira al cielo. Escucha el chocar de las aguas negras y profundas. Y aunque sabe de huracanes y mareas, no está seguro del rumbo que debe emprender. El miedo se le ha ido encima como una ola asesina.

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CUENTOS CORTOS PARA ESPERAS LARGAS

Trata de levantarse, pero su cuerpo entumecido y adolorido se lo impide. Se lleva la mano al corazón y se da cuenta de que sigue latiendo. Cierra los ojos encharcados y se promete que esta será la última vez que naufragará en ese océano triste en que lo ha ahogado su mamá.

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