Domadores de historias

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Domadores de historias

–Usted no era militante de ningún partido. –No, nunca lo fui, y además me reía de la militancia. La orden de partido siempre me pareció un asunto ridículo. Antes, ahora y siempre. En buena hora la mayoría de los que hacíamos Apsi vivimos ese tiempo sin la camisa de fuerza de la militancia, porque éramos más libres para pensar y por lo tanto para vivir. –Es un tema para usted, esto de ser libre. –Por supuesto. No imagino la vida si no es en un sitio donde esté consagrada la libertad de pensamiento y de movimiento. Después de 5 años, cuando el Apsi empezó a perder su libertad, me fui. Llegué a Hoy, donde estuve 2 años, pero cuando las urgencias económicas empezaron a significar que no nos podíamos reír como antes, me fui. En El Mirador en TVN, donde estaba con un grupo de gente atractiva y sugerente, al cabo de dos años ya no era tan fácil tirarle un huevo al que considerábamos que se lo merecía y me fui. Cuando los catalanes de la revista Don Balón empezaron a ponerse odiosos y yo me convertí en un burócrata de una revista de fútbol cuya cabeza también se empezaba a pelotizar, me fui. Y en la Revista del Domingo estuve casi 10 años, hasta que no tuve ganas de seguir pensando en rentabilidades y utilidades, y también me fui. Y cuando en la universidad me vi obligado a pensar en materias que ya no me interesaban, me fui también. Y aquí estoy: solo. (Sonríe). –Pero eso tiene un costo económico, ¿no? –Cuando me fui de Don Balón, en 1997, ya tenía dos hijos y ahí supe que venía el tercero, y la cosa se puso compleja. Igual me fui y me quedé varios meses sin trabajo, me tuve que endeudar pesadamente. Ahí recién, como a los 36 años, me cayó la teja de que estas decisiones podían acarrear problemas domésticos bien concretos. Y la perspectiva futura se veía oscura, porque soy un poco mañoso para hacer cualquier cosa en el trabajo. Fue en ese escenario que apareció la oferta para irme a dirigir la Revista del Domingo y fue salvadora. Ahí se me ordenó la cosa. Por un tiempo, claro. Sabe que el «orden» de sus cosas nunca será perfecto. Pero ya encontró su espacio en el que tiene todos

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