

Nadie sabe quién es ni a qué viene. FERNANDO PESSOA
El señor Antonín fue un acróbata. En los días de su vejez cantaba sus viejas cabriolas en el lugar más alto de su mansión; salmodiaba sus vuelos antiguos, saltos que dirigía sin afán y que lo ayudaban a trasponer precipicios insondables. Su cuerpo gastado ya no le permitía ejecutar piruetas extremas.
Toda su vida de volatinero estaba registrada en un funambulario que él mismo construyó y ocultó en una de las habitaciones de su morada, ubicada en un pasaje del centro de la ciudad.
En esa casa recibía a viajeros singulares, exploradores de la psique que alguna vez habían escuchado sobre las luces y las sombras de ese funambulario. Con el tiempo algunos visitantes se instauraban y se convertían en habitantes permanentes.
Estos inquilinos se adentraban en la casona en busca del funambulario. Unos nunca encontraban el cuarto. Había otros que lograban hallarlo pero se desmayaban y despertaban en la sala. Se destacaban los que se volvían locos porque abrían la puerta y alcanzaban a a dar un pequeño atisbo. No todos podían acceder, la completa realización dependía de la fortaleza física y mental.
Los que llegaban a contemplar el funambulario se hacían uno solo con el señor Antonín; entonces, él los incitaba a derrocar el régimen de la razón para dar paso a lo inconsciente, lo visionario. Allí nadie sabía quién era, ni a dónde iba. Atravesaban por situaciones confusas y delirantes, simulacros atestados de atmósferas inusuales.
El señor Antonín fue un solitario que quería reordenar los patrones del mundo y a sí mismo. Siempre rememoraba y agradecía cuando se acercaba al funambulario.
If only I were born G. K. CHESTERTON
En una época remota Antonín pendía de uno de los brazos del sol. Cada vez le era más difícil estar sujeto a él, no pudo resistir más y se entregó sigiloso a una fuerza que lo atrajo. En la trayectoria ponía los recuerdos en una esfera de agua que a veces quedaba lejos de su alcance.
Vio las columnas que sostienen a los mundos. Luces blancas que formaban figuras variadas, rombos, espirales infinitas, triángulos, cuadrados, círculos fríos, calientes, gaseosos. Bosques con un sinfín de colores custodiados por lunas. Cráteres milenarios como cuencas de ojos. Sombras que se acercaban hambrientas a la fuente de una sustancia clara. La esfera de agua seguía allí, cada vez más grande, con nuevos símbolos a su alrededor que se aclaraban cuanto más se acercaba. Era el Caos.
IIAntonín se adaptaba a las múltiples formas, ya no era una conciencia eterna, sino un cuerpo tangible. Se veía por momentos atado con un cordel de cristal en una celda oscura y húmeda. Se adentró en diferentes sendas que daban a orillas de lagos ondulantes, prados movedizos, montañas que brotaban y se dilataban infinitas. Extensas acequias que dividían villas de piedra y hielo. Campos lapidados por volcanes solemnes. Todo era raíces, ramas, hojas, tierra, líquidos fermentados, barro, bruma, maleza, castillos abandonados, templos resguardados por murallas de fuego donde, postrados, ídolos sollozaban humillados. El mito de la sangre se erigió, se prolongó. Perpetuas espirales seguían repitiéndose. El cordel de cristal se resquebrajaba mientras izaba cantos a aves de fuego y agua que se apareaban en un iracundo viento. Así, iba tomando la forma de esos fe-
nómenos, era una presencia inacabada; partículas que buscaban romper el revestimiento, expandirse en venas, arterias. No existía tiempo, no había Yo.
La fertilidad de estas manifestaciones era ilimitada. Necesitaban cuantiosa energía para trasmutar, aniquilar la antigua representación. Se vieron en la necesidad de adoptar una sola forma inmutable. Cambiaban en tiempos determinados, pero no por libre elección. Permanecían estables, ya no asimilaban nuevos signos, eran más sólidas, lo que hacía más lento el proceso.
Un corazón brotó en un vientre de barro amarillo. Una cálida e ingrávida incubadora fue tejiéndolo; ya podía palpar la esfera de agua. El cúmulo de recuerdos se expandió. Figuras y lugares se concretaban. La vasija se quebró y se derramó un hálito de luz sobre articulaciones, dedos, piel, cabellos, sexo. Surgió Antonín como un signo en el sueño de un maestro; como una partícula en el sueño de una madre.
Se abalanzaban sobre él las agitadas esquinas y oprimían sus huesos. El viento agrietaba un légamo impreciso que brotaba de los edificios. Tüsput advertía su cuerpo en tabernarios arrabales, se perturbaba. Cuando las fábricas eran bestias gigantes, él asumía la forma de un armadillo de grueso caparazón. Cuando había amenaza en tierra, se transformaba en cóndor y sobrevolaba la ciudad. Cuando era engañado, recurría al zorro. Cuando estaba en peligro, aparecía un oso. Entraba para salir a la difusa calle que, protectora y divina, surgía de un charco de vómito recién expulsado. Detenía con la mirada la vara del señalamiento. Incrédulo advertía los semáforos. A veces se detenía en medio del acoso de la carretera. Una vez, transitando en su perenne embeleso, se posó ante él un gran jaguar. El felino le dijo: «Sumerge tus augurios en nuestra lejana tierra. Sé los ríos, para que llegues a los mares. No seas los sedimentos de esta ciudad hundida que se eleva sin sentido, no te sigas amamantando del pezón de hormigón, ni te protejas con las pieles de acero. Doquiera que plantes el pie se abalanzará sobre ti una agitada esquina. Déjame reacomodar los dispersos fragmentos de tu cuerpo y ubicarlos en su lugar para que vuelvas a ser compasivo».
Trashumantes. He visto un asentamiento. ¿Tenían animales? No lo noté. Es el segundo que divisamos en el camino. ¿Te ayudo con las piedras? Tranquila, son livianas. Espero que estas muestras funcionen. Ese lugar es una valiosa fuente de pedruscos. Sí, pero está muy alejado.
El orfebre avaro. Esa piedra luminosa ha sido nuestra perdición, desde que el orfebre la descubrió se olvidó de las otras. Todavía trabaja la cerámica, pero ya no se comporta igual, ahora hace réplicas de nuestros rostros y de animales. ¿Para qué le servirá eso? ¿Qué intenta? Por lo menos los jarrones se utilizaban para almacenar agua y leche.
El hombre ceniza. ¡Oh, el fuego! Mira lo que ha hecho. Quien manipulaba estos metales ha incendiado las murallas. Nos asentaremos aquí. ¿Y si viene alguien por esos minerales y vasijas rotas? Se las entregaremos, solo estamos aquí para descansar.
La oveja y el asno. Preciosa idea, ahora se les ha dado por quitarme el abrigo. Pero te crece, a mí no me ha salido donde tengo cicatrices.
Nueva muralla. Es imposible seguir. Descansemos. He escuchado que existen mortales en una isla lejana que han hecho barreras como estas. Vamos a reconstruir esta ciudad. No, no somos ellos, hagamos una nueva.
Terremoto, ruinas. Todo ha quedado bajo los escombros: hombres, mujeres, animales, cosechas. Ya no vale el bronce, la plata. Las torres son ahora polvo, las pilastras se desvanecieron, los almacenes y las casas son ruinas, despojos.
Ilión. No ha sido fácil restaurar los pilares y los almacenes. Seremos modestos esta vez. Pronto llegarán nuevos viajantes con animales domesticados y nuevos alimentos. Hay que trabajar otra vez la cerámica.
Santuario. ¡Oh, dioses! ¿Qué hemos hecho? ¡Oh, dioses!
Vacío. Navío sin capitán, ciudad sin ciudadanos. Edificios como las réplicas de humanos y animales del orfebre avaro. ¿Para qué sirven sin habitantes?
Antonín se deslizaba acompasado por un desierto que parecía estar sobre la línea ecuatorial. Miraba hacia el norte, al sur, al este, al oeste. Arriba no podía porque la estrella del día lo encandilaba. Nunca se atrevió a mirar abajo, a la tierra. Un reloj sin manecillas era lo único que poseía. Cuando comenzó a caminar dedujo la hora porque su cenit recibía el sol pleno: 12 m.
Una proyección diminuta, imperceptible, empezó a desgajarse desde sus pies hacia el levante, era el principio. La divisó, pero no era la que buscaba, no se detuvo, siguió explorando.
Por la posición del sol concluyó que eran aproximadamente las 3 p. m.; miró el reloj sin hora y dijo: «Se encuentra en este momento». Intuía el instante en que empezaba a aparecer desde sus pies. Más tarde ella se agigantaba y le temía, temprano le parecía indefensa, frágil. Necesitaba la de las 3:00 p. m.: este; y la de las 10 a. m.: oeste.
Cuando era de su mismo tamaño podía preguntarle frente a frente por qué desaparecía. Fueron incalculables los encuentros.
Nunca se hacía de noche, nunca tuvo miedo, nunca reía o lloraba, no sabía si era niño u hombre, cartógrafo o civil, claridad o sombra.
EL FUNAMBULARIO
DEL SEÑOR ANTONÍN
I- LOS PRIMEROS DÍAS
ABIOGÉNESIS
EL TIEMPO Y LA MADRE DE ANTONÍN
LUFFA AEGYPTIACA
GUARDE SU DISTANCIA
HISTORIA NATURAL
II - LOS INQUILINOS DEL SEÑOR ANTONÍN
TÜSPUT EN LA CIUDAD
SALOMÉ (TODOS LOS DÍAS ES IGUAL), PESADILLA
SOFRÓN TIMOFEI
FILIPA Y LOS ARROBOS
EFIGIE
UN DESTACADO CALAVERA
SIMULACRO
EL ÁNGEL DE LA RABIA
UNA MUJER PRECAVIDA
LA DEUDA
III - LOS INQUILINOS ETÉREOS
VIDEO
ORTEGA Y GASSET NO SON DOS PERSONAS
LA MARAVILLOSA HISTORIA DE ARIÓN EL CITAREDO
PABLO
JUDIT
ANGULIMALA
ALATIEL
MENSAJEROS DE DIOS
TLÁLOC
RABI ’ A AL ‘ADAWIYA
LAS NUEVE CIUDADES
BRETON O INGRESAR FORZOSAMENTE
DONDE NADIE HA SIDO INVITADO
AUGUR
JULIANO
MAJNÚN
IV - LOS TRABAJOS Y LA EUFORIA
ANTONÍN FUE OTRO SCHLEMIHL
UNA ESTATUA SIN BRAZOS
ASÍ SE CONOCIERON
ESCAFANDRISTA
TIGRANES NO ES TIGRANES
DRAMATÍCULA
RATTUS
ANTONÍN, UN ARQUETIPO
FUNAMBULISTA
Este libro se terminó de imprimir en Medellín en julio de 2022.