Lecturas historia siglo XX

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y, a diferencia de lo ocurrido durante el mandato de Khruschev, dio prioridad a los intereses de seguridad de la Unión Soviética sobre la solidaridad con los regímenes radicales del Tercer Mundo: él no se habría arriesgado a una guerra mundial por Cuba. Sus acuerdos con Estados Unidos y con Alemania occidental, basados en un entendimiento con Nixon y con Brandt, fueron sus grandes triunfos. Sin embargo, desde mediados de los años 70, las relaciones entre la URSS y Occidente se deterioraron de nuevo. La salud de Brezhnev decayó, como resultado de una arterioesclerosis cerebral y de su excesiva dependencia de fármacos sedativos, hasta limitar gravemente su capacidad de liderazgo. Los astronómicos gastos de defensa y el mantenimiento de los regímenes clientes representaban una carga excesiva para la economía soviética y el régimen mostraba una decreciente capacidad de innovación. En 1979 llegó el gran error, la invasión de Afganistán, que en contra de lo que pensaban Carter y Brzezinski no se encuadraba en ninguna gran estrategia de expansión soviética en el Medio Oriente. Como a menudo ocurre, aquella fatídica decisión se tomó sin haber valorado debidamente sus implicaciones. La huella del individuo en la historia se observa con especial claridad en el caso de Gorbachev, cuya sorprendente gestión ha llevado a valoraciones contrapuestas de su legado. Gorvachev tenía en común con Khruschev un gran optimismo y una enorme confianza en sí mismo, pero en contraste con la impetuosidad del irascible Nikita, buscaba el consenso. Su política fue un fracaso, ya que no logró ni reformar el sistema soviético ni asegurar un lugar preeminente a su país en un nuevo mundo libre de las tensiones de la guerra fría. Así es que hoy se le recuerda por los resultados no intencionados de su política: en Occidente se le admira porque condujo a que el imperio soviético desapareciera de una forma tan rápida como pacífica, mientras que en Rusia muchos le consideran culpable de la desintegración de la URSS. Zubok se muestra duro con sus errores, pero en su último párrafo le hace justicia: Gorbachev y los que le apoyaron “no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno”. El resultado fue la emancipación de la Europa centro-oriental y el fin del comunismo. El imperio soviético podría haber resistido algún tiempo más, pero prefirió suicidarse. La traducción de Un imperio fallido es mediocre e incurre en ocasionales despistes. Uno de ellos produce un involuntario efecto humorístico, cuando el discurso secreto de Khruschev sobre los crímenes de Stalin se convierte en su “discreto secreto”. Algún otro es garrafal, como cuando la evitada Tercera Guerra Mundial (Third World War) se convierte en la “la guerra del Tercer Mundo”. También es peculiar que en una página Gorbachev logre convencer a Reagan de que renuncie a su proyecto de defensa espacial y en la página siguiente fracase en ese mismo intento. La verdad es que Reagan mantuvo su proyecto. Llama la atención que una editorial de prestigio como Crítica no haga revisar las traducciones que publica, pero a pesar de ello vale la pena leer Un imperio fallido.

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