Lecturas historia siglo XX

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Lectures d’història del segle XX Universitat Pompeu Fabra

Totes les lectures obligatòries de l’assignatura de l’any 2012


Carlos Galve Ortiz


Del entusiasmo al espanto RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO DOCTOR EN HISTORIA Y PROFESOR DE FILOSOFÍA Revista de Libros nº 146 · febrero 2009 John H. Morrow, Jr. LA GRAN GUERRA Trad. de David León Gómez Edhasa, Barcelona 764 pp. 40,50 €

El presente libro –dice el autor en la primera frase de este voluminoso estudio de más de setecientas páginas– pretende examinar desde el punto de vista universal una guerra que muchos interpretan a menudo como un conflicto restringido a Europa». En otras palabras, lo que se propone y nos propone desde el mismo pórtico el historiador norteamericano John Morrow Jr. es superar el enfoque eurocéntrico. Y constatamos inmediatamente que, en este caso, dicha superación lleva aparejada una sentencia de culpabilidad, y no aludo a la condena de quienes sostuvieron aquella perspectiva que ahora se quiere trascender, sino a algo más grave, porque afecta al contenido o interpretación de los hechos. Me refiero a que el historiador empieza por establecer la responsabilidad –adelantemos ya que completa, total, absoluta– del colonialismo europeo, y de todo lo que este fenómeno comportaba de arrogancia racista y delirio belicista, en el desencadenamiento de las hostilidades en el verano de 1914. Y de ahí a la «enseñanza» (o, también podríamos decir, moraleja) hay un paso que no se oculta, antes al contrario, se explicita en el mismo prólogo: «La suma de las dos guerras mundiales» muestra «que buena parte de los males que los europeos creían detectar en otros se hallaban dentro de ellos mismos» (p. 16). Una lección, se añade algunos párrafos más adelante, tanto más instructiva cuanto que «Estados Unidos parece dispuesto a dar la bienvenida al siglo XXI acometiendo una empresa imperial». A tono con lo anterior, todo el primer largo capítulo –más de setenta páginas–, dedicado a los «orígenes de la guerra», es en buena parte una denuncia de esos abisales vicios europeos toscamente disfrazados de virtudes: la civilización, el progreso y la cultura que el Viejo Continente decía querer exportar a todo el globo no eran más que el disfraz apolillado de la codicia, el desprecio al otro y, sobre todo, la crueldad más miserable. Conrad se quedaba corto en su «corazón de las tinieblas»: los «hechos brutales de exploradores afamados como el británico Henry Stanley o el alemán Carl Peters superaron a los de Kurtz, protagonista de la novela» (p. 35). Morrow subraya que ese complejo de superioridad no era una retórica de juegos florales, sino una directriz política que se convertía en principio militar, ese orgullo de conquista a sangre y fuego... ¡en nombre de la Razón! Mientras los demás pueblos –todos los que no eran blancos– ponían los muertos, no era difícil mantener la buena conciencia, basada en el convencimiento de que nos asistía la causa justa. Pero la concepción de la guerra se trivializó, derivó en deporte, en juego; al tiempo, y complementariamente, se extendió un culto a la violencia como recurso efectivo, sin reconocimiento de límites: ¿por qué no aplicar ese mismo método para ampliar el espacio vital de la propia metrópoli a costa de los vecinos o rivales más débiles? «La existencia del pangermanismo y el paneslavismo demuestra [...] hasta qué punto habían penetrado en el continente las ideas imperialistas. Ninguna de las potencias principales se hallaba satisfecha con sus circunstancias» (p. 94). La aseveración anterior es importante porque le permite a Morrow dar el salto de la tentación moralista –que, afortunadamente, queda sólo en eso, en esbozo– al análisis concreto de las causas, relativizando en este sentido las tesis tradicionales que hacen gravitar sólo sobre la agresividad alemana la ruptura de hostilidades. Es hipócrita – arguye– cargar las tintas sobre el militarismo germánico, exculpando a Francia y Gran

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Bretaña como si se hubieran comportado como democracias ejemplares y pacíficas. Nadie de los que estaban en el poder en Europa, dice textualmente, «era inocente», sino «culpable y cómplice del estallido de la contienda». Es verdad que toda atribución de esa índole termina por diluir un tanto los perfiles, pero la argumentación de Morrow, en diálogo con los especialistas en la materia –sobre todo los anglosajones, de Joll a Ferguson– es coherente y está fundamentada de manera diáfana. No le falta razón, por ejemplo, cuando argumenta que ello explica, no ya la universal disposición favorable a las soluciones de fuerza, sino el sincero entusiasmo popular en todos los países, índice de hasta dónde había calado la mentalidad antes descrita: llegaba, ¡por fin!, la hora del combate, la guerra heroica, caballeresca y regeneradora. Lo que sigue es el paso abrupto del entusiasmo ingenuo al espanto. Al análisis pormenorizado de esa caída libre en el abismo se dedica el grueso del libro, cinco largos y densos capítulos que tratan, paso a paso, los años de la guerra, de 1914 a 1918, con el objetivo de trazar en cada uno de ellos no sólo la marcha de las operaciones militares, sino la situación interna de cada país, la toma de decisiones políticas y estratégicas, el establecimiento y evolución de las alianzas, los problemas sociales y el impacto concreto de los acontecimientos en la vida cotidiana de las principales naciones implicadas. Estamos, por tanto, como ya habrá podido advertir el lector, ante un intento de «historia total», es decir, el bosquejo de un cuadro en el que los ingredientes militares, políticos, económicos, sociales y culturales, en vez de repelerse o excluirse, se complementan unos a otros trazando un panorama comprensivo en el que cada elemento busca su apoyo en los que lo rodean. No se pierde nunca la perspectiva de conjunto, pero éste queda siempre matizado por la atención a los detalles, en especial a aquellos factores que podríamos considerar más a ras de tierra, los que afectan al hombre de carne y hueso. Creo que debe destacarse que la aportación más decisiva de la obra termina siendo este énfasis en la vertiente humana o, dicho más abiertamente, en el sufrimiento y las penalidades de todo orden que trajo consigo la guerra. Sufrimiento para empezar –y como es obvio– en el frente, en las trincheras, en aquellas interminables zanjas en las que se chapoteaba en lodo y sangre, donde pies y manos se congelaban, los enfermos se consumían, los heridos agonizaban durante días sin fin o donde acechaba una muerte artera en forma de fuego que calcinaba decenas de cuerpos, dejando una tenebrosa quietud y el inconfundible hedor a carne quemada. Peor aún eran aquellos avances sin sentido para tomar una posición imposible, soldados cayendo a cientos, a miles, bajo el fuego de ametralladoras y cañones, matanzas apocalípticas (Verdún, Somme) en las que –paradoja macabra– lo peor que le podía pasar a un hombre era no sucumbir rápido, quedar desangrándose durante horas o hasta días en condiciones atroces, con miembros colgando inanes, con las tripas asomando por el vientre abierto, con heridas que iban gangrenándose sin remedio... No lo tenían mejor los combatientes en África, víctimas además de unos parásitos –la nigua y la filaria, entre otros– que causaban padecimientos espantosos (p. 327). Morrow evita los calificativos sobados y los términos grandilocuentes con el fin de plasmar de forma eficaz –con datos y cifras, pero también con hechos y casos concretos– las proporciones de un encarnizamiento nunca visto hasta entonces, sin olvidar las penalidades de la población civil, que alcanzan por momentos cotas tan estremecedoras que parecen surrealistas, como una horda de mujeres famélicas en Berlín desollando en plena calle un caballo que había caído por inanición y rebañando hasta la última gota de sangre (p. 467). El capítulo final, dedicado al mundo de posguerra, alude irónicamente a la «paz que iba a acabar con todas las paces» y establece un panorama general, en términos sintéticos y muy negativos, de lo que queda tras la hecatombe: poco o nada se ha solucionado,

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algunos males como el racismo se han exacerbado y, por encima de todo, se deja la puerta abierta a nuevos y más sangrientos enfrentamientos. Tanto es así que propone un nuevo enfoque que contemple ambas guerras, la Primera y la Segunda, como un gran conflicto unitario dilatado a lo largo de tres décadas («otra guerra de los Treinta Años»). Ese planteamiento, no obstante, no pasa de ser un apunte un tanto al desgaire y sin desarrollo. El libro de Morrow, en definitiva, escrito básicamente a partir de un solvente manejo de fuentes secundarias, con una resuelta impronta empírica, no contiene aportaciones trascendentales ni establece al final un balance especialmente novedoso, pero tiene la virtud de ser una buena síntesis, un esclarecedor análisis global del conflicto y un excelente ejemplo de ese modo anglosajón de escribir historia, capaz de llegar, por su claridad expositiva, a todo tipo de público.

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«¡No me hable usted de la Guerra!»1 Enric Ucelay–Da Cal Revista de Libros, nº 108 · diciembre 2005

Barbara Wertheim Tuchman Los cañones de agosto: treinta y un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo Trad. de Victor Scholz Península, Barcelona 592 pp.

Hew Strachan La Primera Guerra Mundial Trad. de Silvia Furió Castellví Crítica, Barcelona 408 pp.

El estallido de la contienda europea en agosto de 1914 suscitó de inmediato el interés de la opinión pública en España, si bien con cierta reserva: el conflicto –se entendía de forma generalizada– era importante, pero también lo era que el país se mantuviera al margen. Ante el decantamiento de los simpatizantes por uno u otro de los dos bandos que dividieron «el mundo civilizado», hubo muchos que pusieron en su botonera un pin que rezaba: «¡No me hable usted de la Guerra!». Fueron tildados de «pancistas» por quienes se sentían literalmente comprometidos con uno u otro de los contendientes.

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http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=2792#nlink1

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La guerra que estalló en agosto de 1914 era la primera contienda generalizada que se producía en el continente desde 1815, ya que incorporaba a un tiempo a todos los principales Estados: la totalidad de los conflictos bélicos a partir de la Paz de Viena habían sido bien pugnas entre un par de grandes potencias (más algunos Estados menores), bien enfrentamientos internos de facciones dentro de un Estado (aunque algún grande metiera sus narices), bien luchas en «ultramar», guerras llamadas «pequeñas» entre fuerzas de «blancos» y «atrasada» gente de «color». España luchó contra Napoleón (1808-1813), asistió de modo poco lucido al Congreso de Viena y, a partir de entonces, se mantuvo al margen de las rivalidades europeas de las grandes potencias y sus batallas, si bien se había pasado el siglo XIX en una situación bélica casi permanente entre las guerras civiles peninsulares y las insulares, en especial en Cuba, amén de sus reiterados escarceos en Marruecos. Así, trajo cola –y mucha– el hecho de que los españoles no se metieran en la lucha que inicialmente se dio en llamar la «Guerra Europea», pero que pronto se bautizaría, por sus dimensiones humanas, como la «Gran Guerra» y que a la larga quedaría inscrita en la memoria como la «Guerra Mundial» por sus vastas implicaciones geográficas. Al mantenerse al margen de las dos contiendas europeas, España se quedó fuera literalmente del sufrimiento compartido, las culpas comunes y los miedos a las segundas partes que han forjado, a golpes, la conciencia europea contemporánea. Su manera de aproximarse ha sido una proyección desde sus traumas particulares. En un principio, esta neutralidad española parecía ventajosa para toda la «opinión», que, como en otros países, implicados o no, dio por supuesto que, tras unos grandes embates en el otoño, la cuestión quedaría claramente resuelta y podría llegarse a alguna suerte de acuerdo diplomático.

Del mismo modo que, en buena medida, los uniformes militares del verano de 1914 todavía conservaban mucho del colorido y la fantasía del apogeo militarista napoleónico de hacía un siglo, se esperaba una lucha entre ejércitos grandes de rápidos movimientos envolventes (como en las contiendas europeas que cerraron las revoluciones de 1849, o los enfrentamientos de 1859, 1864, 1866 y 1870). Todo debía durar unas semanas, a lo más quizás unos meses, con el clímax de unos combates sangrientos y un final concluyente. Pero el otoño se hizo invierno, y después llegó la primavera de 1915, y la guerra continuaba. La contienda demostró tener una endemoniada capacidad para eludir todo control, salirse de los planes y de los planos de los gabinetes y los estados mayores, y extenderse. Austria-Hungría creyó poder subordinar a Serbia en lo que 2


habría de ser la «Tercera Guerra Balcánica», pero entonces intervino Rusia, tradicional protector serbio. La amenaza rusa implicó a los alemanes y, por tanto, a los franceses y esto, a su vez, a los británicos. Todas las potencias de rango creyeron, por una razón estratégica u otra, que no tenían más remedio que implicarse o arriesgarse a unos costes políticos superiores. Y, en los países involucrados, estas razones resultaron convincentes para casi todos los políticos, incluidos los socialistas y sindicalistas, quedando al margen del consenso sólo unos pocos pacifistas religiosos y algunos revolucionarios muy aislados.

Pero tal y como había sucedido ya en la Guerra Civil norteamericana (1861-1865) y en la contienda ruso-japonesa (1904-1905), la fluidez de los transportes, con su capacidad de movilizar tropas, hubo de ceder ante la capacidad creciente de fuego que había aportado la nueva tecnología bélica desarrollada en las décadas anteriores. A finales de 1914, los frentes se estabilizaron y así se mantuvieron, a pesar de todos los esfuerzos de un «generalísimo» tras otro –en ambos bandos–, empeñados en gastar hombres, material y animales en un «ataque decisivo» que, de modo «definitivo», habría de romper la línea enemiga y recuperar la dinámica de la lucha. Mediante los bombardeos concentrados, se removió inútilmente el barro en los vastos lodazales en que pronto se convirtieron los campos y bosques accidentalmente divididos por trincheras. Allí –es una imagen del todo codificada– murieron miles de hombres en las ofensivas que fueron sucediéndose, y los frentes no cedían más que unos pocos metros.

En los dos bandos beligerantes se abrigaba la esperanza de que surgieran nuevos flancos externos por medio de la alianza oportuna: en noviembre de 1914 entró Turquía en la guerra del lado de los «Imperios Centrales», a lo que se respondió con un ataque en los Dardanelos, alargado sin éxito. En mayo de 1915 Italia se apuntó a las «potencias aliadas» y en octubre fuerzas aliadas desembarcaron en Grecia, estableciendo un gobierno simpatizante frente al constituido en Atenas. Como réplica, en noviembre de este mismo año, Bulgaria se adhirió a los «centrales». El año siguiente, en marzo, Portugal declaró la guerra a Alemania; en agosto, Rumanía apostó, desastrosamente, por los «aliados». Era una cadena de atracciones imparable: finalmente, en junio de 1917, Grecia se pasó oficialmente a los «aliados». Entre las «potencias menores», el argumento para participar era siempre el mismo: si no entramos ahora, teniendo en cuenta que «la Guerra va a decidirse» en pocas semanas, nuestras exigencias no habrán 3


de verse atendidas en la conferencia de paz final. En la primavera de 1917, cuando también entró Estados Unidos en la lucha (en abril), literalmente toda la ribera de la cuenca mediterránea (incluyendo la del mar Negro) estaba inmersa en la guerra, ya que las colonias y protectorados franceses, británicos e italianos del norte de África se vieron involucrados en la contienda, mientras que otros países, como la recién inventada Albania, se vieron engullidos e invadidos, por más que pretendieran permanecer neutrales. Excepto España.

Aun así, en el marco político español, desde finales de 1914 empezaron a surgir voces que reclamaban tomar partido. Se trataba, por supuesto, de los extremos: la derecha de los legitimistas, los republicanos radicales, los ultracatalanistas, si bien, en una de sus muchas fintas, el conde de Romanones diera a entender que, posiblemente, la «intervención» no le vendría mal. Alfonso XIII, con habilidad, resolvió sus tensiones familiares (la reina era inglesa y la antigua regente, austríaca) dedicándose a labores en pro de los prisioneros de guerra, lo que redundó en favor de la Corona en el extranjero, una cuestión ampliamente estudiada desde entonces por los comentaristas españoles (¿por qué será?).2

Si la esencia de la modernidad era el acceso a la velocidad, la «Gran Guerra» significó un cambio profundo en la propaganda: la cámara de cine estaba físicamente en el campo de batalla, igual que la cámara fotográfica instantánea, lo cual significaba acción en directo (aunque con frecuencia estuviera trucada).Así, la nueva industria de la impresión y de los medios de comunicación se puso a servir el conflicto diariamente, semanalmente, en todo tipo de publicaciones –revistas ilustradas, fascículos–, además de los noticiarios cinematográficos. Esta intimidad visual, más la manipulación de las informaciones a que se dedicaron ambos bandos, ansiosos de convertir a los neutrales en activos partidarios de su causa, causó un profundo impacto en la conciencia española. La consecuencia directa fue que se dividió la «opinión política» entre «aliadófilos» (en verdad, más bien francófilos) y «germanófilos» (aunque Austria2

Víctor Espinós Moltó, Alfonso XIII y la guerra: espejo de neutrales [1917], Madrid, Vasallo de

Mumbert, 1977; Julián Cortés-Cavanillas, Alfonso XIII y la Guerra del 14, Madrid, Alce, 1976; Julio Montero Díaz, María Antonia Paz y José J. Sánchez Aranda, La imagen pública de la monarquía: Alfonso XIII en la prensa escrita y cinematográfica, Barcelona, Ariel, 2001; Juan Pando, Un rey para la esperanza: la España humanitaria de Alfonso XIII en la Gran Guerra, Madrid, Temas de Hoy, 2002.

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Hungría era la potencia católica por excelencia). La destrucción en Bélgica y el norte de Francia escandalizó a las izquierdas, que apelaban, además, a la defensa de los «pequeños países» (Serbia, Bélgica) aplastados por el militarismo. El manifiesto de una multitud de científicos alemanes a favor de las acciones de sus combatientes fue utilizado como muestra de la desfachatez de «los hunos», como fueron apodados los germanos, ya que se les suponía la esencia de la barbarie. Por el contrario, a las derechas les repugnó el cinisimo con el que los «aliados» utilizaban los buenos sentimientos en defensa de sus intereses más bajos. Era, pues, lo que el muy partidista Unamuno llamó la lucha moral entre «los hunos y los otros».

Y ahí se quedó España, sentimentalmente implicada, si bien de modo cruzado, con cierto sentido de su superioridad por saber quedarse al margen del «holocausto» (como se llamó pronto la carnicería), pero cobrando buenos dineros por todo lo que podían producir sus campos y sus fábricas. La «Guerra Mundial», pues, cuajó el discurso del excepcionalismo español, tan anunciado por los «noventayochistas», y que ha dominado la discusión sobre «el problema de España» desde entonces hasta la entrada en la Unión Europea en 1985. La ironía fue que la «Guerra Mundial» formó el mito fundacional de la modernidad como ruptura, tal y como se entendería esta idea a lo largo del siglo XX: hasta los artistas vanguardistas han sido reinterpretados como profetas del significado de la contienda.3 Como ha observado el economista Peter Temin en un brillante ensayo acerca de la «crisis» financiera internacional de los años treinta, la contienda fue el punto de partida de las «catástrofes» que se sucedieron, la cesura decisiva, el antes y después, la negación de las ingenuidades decimonónicas acerca del «progreso» y el humanismo, incluso en el ámbito productivo y financiero.4 Al quedarse fuera, España se estableció, en efecto, como un país diferente. A pesar del «pistolerismo» de los años de posguerra, su «Belle Époque» duró hasta finales del primorriverismo. Vivió un «desastre» militar en Marruecos en 1921, su impacto bélico particular y castizo. Luego su hundió en la Guerra Civil de 1936-1939, que sirvió como la rasgadura equivalente a haber vivido la Primera Guerra Mundial, a la vez que excusa para no participar en la

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Véase la crítica de Francis Haskell, History andIts Images: Art and the Interpretation of the Past, New

Haven, Yale University Press, 1993, cap. 14, «Art as Prophecy» 4

Peter Temin,Lecciones de la Gran Depresión, trad. de Eva Rodríguez Halffter, Madrid, Alianza

Editorial, 1995.

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segunda contienda mundial, que comenzó en septiembre de 1939, cinco meses justos después de acabado oficialmente el conflicto español.

Uno de los resultados de esta perspectiva exclusiva, y aun torcida, es la falta de interés sostenido en la Primera Guerra Mundial, ya que los españoles sólo hicieron de mirones y pronto se cansaron del alud de papel cuché que se les vino encima. Pero a veces se producen eventos editoriales curiosos, como que, noventa y un años después del inicio de la Guerra, se hayan publicado dos libros destacados, muy contrapuestos, sobre los fatídicos eventos de aquel verano. Uno es una reedición (aunque pretenda ser una «primera edición») de un clásico de divulgación, que en su ya lejano día ganó el Premio Pulitzer; el otro es una obra de ensayo –también de divulgación, por tanto–, pero de un especialista académico en historia militar. Tenemos, pues, la confrontación entre la haute vulgarisation, tan despreciada por los profesores de estos lares (tanto que no reciben ni reconocimiento ministerial ni rédito «de investigación» por tales obras), y el duro criterio del profesionalismo más especializado y actual. Pero también tenemos un libro muy impactante de 1962 con otro que le contesta desde 2003, cuarenta años después. La «historiadora popular» Barbara Tuchman (1912-1989) publicó The Guns of August (en la edición inglesa titulado August 1914) en enero de 1962 entre grandes elogios: se asegura que el presidente Kennedy, que se las daba de historiador, pensaba que, gracias al retrato que Tuchman hizo de las ineludibles maniobras que dieron lugar a la «Gran Guerra», había podido evitarse su repetición en la «crisis de los misiles» con Cuba y la Unión Soviética en octubre de ese mismo año.

No era el primer libro de Tuchman. Al contrario, ella –nacida y casada en el seno de la «burguesía» judía más «liberal», en su sentido estadounidense– había empezado en 1938 con una obrita publicada en Londres sobre la contienda española, The Lost British Policy: Britain and Spain since 1700, y, tras bastantes años dedicados con éxito al periodismo, en 1956 publicó una obra de cierta ambición, narrada de manera competente, titulada Bible and the Sword: England and Palestine from the Bronze Age to Balfour, y, en 1958, otro libro, The Zimmermann Telegram, sobre las causas de la entrada de los Estados Unidos en la Guerra Mundial a raíz de las intrigas de los alemanes en la revolución mexicana, suceso este último que Tuchman no entendió para

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nada (sin embargo, la obra fue publicada por Grijalbo en México en 1960).5 Aunque la idea de relatar de forma amena los eventos del inicio de la «Gran Guerra» estaba flotando en el aire al aproximarse el cincuentenario de 1914 (véase, por ejemplo, 1914, de James Cameron, publicado en 1959), la recepción de The Guns of August convirtió al libro en un auténtico best seller, tanto que los historiadores profesionales miraron la obra con ojos críticos.6 La tesis de Tuchman era a la vez determinista e individualista: consideraba que las reacciones de los principales actores históricos eran decisivas, con lo que la mecánica de relaciones establecida entre tratados, diplomáticos incompetentes, militares de visión corta, errores de percepción cruzados y demás reacciones establecieron una pauta colectiva imposible de corregir o frenar, que llevó no sólo al comienzo no deseado de la contienda sino, asimismo, al resultado final, tampoco previsto. La obra, en la misma traducción de Victor Scholz ahora presentada como si fuera original, fue ya ofrecida al público español en 1979 por Argos-Vergara. Península se ha limitado ahora a reeditarla en una edición actualizada con un prólogo de otro muy competente divulgador histórico, Robert K. Massie.7 Por cierto, que sería hora de poner coto a la tiranía de los diseñadores (en este caso, Carlos Cubiero, aunque la responsabilidad puede que no sea suya): la portada de esta nueva versión muestra una muy eficaz fotografía de una tanqueta Renault, con el evidente anacronismo de que los tanques no existían en 1914, pues todavía no se habían inventado, y ello implicaría que este libro sería Los cañones de agosto... ¡de 1917!

Espoleada tanto por las críticas académicas como por su éxito de ventas, Tuchman se dedicó a preparar un vasto panorama histórico de los veinticinco años de vida de Europa anteriores a la decisiva fecha de 1914: tituló su libro The Proud Tower: a Portrait of the World Before the War, 1890-1914, un texto ingente –unas seiscientas páginas de letra diminuta en la edición de bolsillo que leí como estudiante– que partía de la figura del socialista Jean Jaurés (la «torre» en cuestión) para narrar el camino hacia el cambio con 5

Barbara Wertheim Tuchman, The Lost British Policy. Britain and Spain since 1700, Londres, United

Editorial, 1938; íd., Bible and Sword:England and Palestine from the Bronze Age to Balfour, Nueva York, New York University Press, 1956; íd., The Zimmermann Telegram, Nueva York,Viking Press, 1958 (El telegrama Zimmermann, trad. de Enrique Tremps, Barcelona,Argos-Vergara, 1979). 6

James Cameron, 1914, Nueva York, Rinehart & Co, 1959.

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Barbara Wertheim Tuchman, Los cañones de agosto, trad. de Victor Scholz, Barcelona,ArgosVergara,

1979.

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una calculada técnica impresionista (la edición de 1966 fue traducida inmediatamente como La torre de orgullo por Bruguera en 1967).8 También The Proud Tower resultó un éxito de ventas, aunque sin la fuerza de The Guns of August, con su ritmo trepidante y su descripción de las altas esferas como si de una tragedia griega, con su moira, se tratara. En 1984, Tuchman insistió en la idea en su ensayo The March of Folly: From Troy to Vietnam, tras haberse atrevido antes, en 1978, con un retrato de la correlación entre los desastres humanos y naturales del Bajo Medievo europeo en A Distant Mirror: The Calamitous 14th Century, ya publicado en castellano por Argos-Vergara en 1979, Plaza y Janés en 1990 y reeditado por Península en 2000, libro este último ya auténticamente despedazado por la crítica profesional.9

Debe entenderse que el tema de los «orígenes de la Primera Guerra Mundial» ha sido uno de los grandes caballos de batalla (otra vez, nunca mejor dicho) de la historiografía del siglo XX. La justificación de la entrada en la guerra argüida por las diversas cancillerías –en los llamados «Libros de arco iris», porque cada uno tenía un color diferente, el Libro blanco alemán, el Libro gris austro-húngaro, el Libro amarillo francés, y así sucesivamente– sirvió literalmente para reinventar, sobre bases supuestamente científicas, la moderna historia diplomática.10 Empezaron los bolcheviques, que, en cuanto pudieron tras su golpe de noviembre de 1917, para 8

Barbara Wertheim Tuchman, The Proud Tower:a Portrait of the World before the War, 1890-1914,

Nueva York / Londres, Macmillan / Hamish Hamilton, 1966 (La torre de orgullo, 1890-1914: una semblanza del mundo antes de la primera guerra mundial, trad. de Fernando Corripio, Barcelona, Bruguera, 1967). 9

Barbara Wertheim Tuchman, The March of Folly: from Troy to Vietnam, Nueva York,Alfred A. Knopf,

1984; Id., A Distant Mirror. The Calamitous 14th Century, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1978 (Londres, Macmillan, 1979), Un espejo lejano: el calamitoso siglo XIV, trad. de Juan Antonio Gutiérrez-Larraya, Barcelona, Península, 2000. Por el contrario, fue bien recibido su estudio sobre los norteamericanos en la China durante la Segunda Guerra Mundial: Barbara Wertheim Tuchman, Stillwell and the American experience in China, 1911-45, Nueva York, Macmillan, 1970. Debo indicar que Tuchman publicó más obras que las comentadas aquí. 10

Una excelente monografía sobre las múltiples censuras a las cuales fue sometida la documentación

publicada y, por lo tanto, cuestión fundamental ante su fiabilidad es: Sacha Zala, Geschichte unter der Schere politischer Zensur.Amtliche Aktensammlungen im internationalen Vergleich, Múnich, Oldenbourg Verlag, 2001, y un resumen en inglés del trabajo de este historiador suizo: Sacha Zala, «Coloured Books. The Censorship of Diplomatic Documents», en Derek Jones (ed.), Censorship .A World Encyclopedia, Londres, Fitzroy Dearborn, 2001, vol. 1 (4 vols.), pp. 551-553.

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avergonzar a los «aliados», publicaron todo lo que encontraron acerca de los acuerdos secretos «imperialistas» entre las potencias que aseguraban combatir «para acabar con la guerra» y «defender los derechos de las pequeñas naciones».11 Acabada la contienda, la nueva República alemana, castigada con la culpa –la famosa «cláusula de responsabilidad de guerra» del tratado de Versalles–, se lanzó a la publicación sistemática de sus archivos diplomáticos en la llamada Grosse Politik.12 Por supuesto, los británicos, los franceses y los italianos respondieron. Historiadores «progresistas», en especial los norteamericanos Sidney Fay (1876-1967) y Harry Elmer Barnes (18891968), se cebaron entonces en las muchas hipocresías destapadas, lo que convirtió la cuestión en tema obligado para cualquier historiador especializado en «relaciones internacionales», como el francés Jacques Droz (1909-1998) o el británico Alan John Percivale Taylor (1906-1990), este último con un enfoque muy semejante al de Tuchman, pero redactado con posterioridad.13

A unos dos años del cincuentenario de 1914 y en un ambiente ideológico dominado por el hecho de la «Guerra Fría», Tuchman recogió una tesis que venía de la misma posguerra de 1919, que, por decirlo sucintamente, consideraba que la contienda había sido una imbecilidad, prolongada por dirigentes y jefes militares de un cretinismo 11

Para la publicación bolchevique de la documentación diplomática zarista en la contemporánea versión

castellana: [Seymour F. Cocks], Una parte de la verdad de la guerra. Los tratados secretos (1914-1917): Documentos publicados porTortsky en funciones de Comisario de Negocios extranjeros de la República Socialista de Rusia, y comentarios de la «UNION OF DEMOCRATIE [sic] CONTROL», de «THE HERALD» y del«COMITE POUR LES REPRISES DESRELATIONS INTERNATIONALES [sic]»,con un prólogo de Mariano García Cortés, Madrid, Tip.Torrent, 1919. 12

Deutschland:Auswärtiges Amt (Johannes Lepsius,Albrecht Mendelssohn Bartholdy y Friedrich

Thimme, eds.), Die Grosse Politik der europäischen Kabinette, 1871-1914. Sammlung derdiplomatischen Akten des Auswärtigen Amtes, imAuftrage des Auswärtigen Amtes, Berlín, Deutsche Verlagsgesellschaft für Politik und Geschichte, 1922-1927, 40 vols. 13

Sidney Bradshaw Fay, The Origins of the World War, Nueva York, Macmillan, 1928, 2 vols.; Harry

Elmer Barnes, The Genesis of the World War: an Introduction to the Problem of War Guilt, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1926; Jacques Droz, Les Causes de la Première guerre mondiale: essai d'historiographie, París, Éditions du Seuil, 1973; A. J. P. (Alan John Percivale) Taylor, War by TimeTable: How the First World War Began, Londres, Macdonald & Co., 1969 (versión española: A.J.P. Taylor, La guerra planeada: así empezó la Primera Guerra Mundial, trad. de Sara Estrada, Barcelona, Nauta, 1970); A. J. P.Taylor, Illustrated History of the First World War, Nueva York, Putnam,1964; A. J. P. Taylor, How Wars Begin, Nueva York / Londres, Atheneum / Hamish Hamilton, 1979.

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criminal. Se trataba de un enfoque muy popular entre la opinión pública de izquierda del siglo XX, convencida de la estulticia de todo lo que tiene que ver con las armas, además, por supuesto, de la superioridad moral inherente a la ignorancia en tales temas condenables. La sensación causada por The Guns of August en 1962 dio sus frutos en otras direcciones muy diversas, desde la famosa novela Agosto, 1914 de Alexandr Solzhenitsyn, aparecida en castellano en 1972, que describe la dinámica rusa y su temprana derrota en lo que entonces era la Prusia Oriental, hasta las versiones del año triste y fatal mediante los testimonios de la gente «normal», según la pauta establecida por la nueva historia social y la «historia oral» de los años setenta y ochenta (1914. The Days of Hope, de Lyn MacDonald, por ejemplo).14

A toda esta sensiblería pretende poner fin Hew Strachan (muy coqueto o discreto, no da su fecha de nacimiento en lugar alguno, pero, por sus alusiones, debe de tener los mismos cincuenta y tantos que este reseñador). Strachan es, desde 2001, Chichele Professor of the History of War en el All Souls College de la Universidad de Oxford, y, desde 2004, director del Oxford Leverhulme Programme on the Changing Character of War. Oxford University Press le encargó que escribiera una historia del conflicto de 1914-1918 que «reemplazara» A History of the Great War de Charles Robert M. F. Cruttwell, el tratamiento estándar británico de 1934, reeditado en fechas tan recientes como 1991, una petición que Strachan ha resuelto hasta ahora sólo parcialmente, con el voluminoso primer volumen, To Arms (2001; unas mil doscientas páginas), de una trilogía anunciada, The First World War.15 La respuesta crítica a esta publicación lo convirtió en el especialista sobre el tema, en marcada competencia con el contestatario Niall Ferguson, cuya obra The Pity of War apareció en 1998, y a quien, dentro de las buenas formas inglesas, Strachan evidentísimamente detesta.16

14

Alexandr Solzhenitsyn, August 1914, trad. de Michael Glenny, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux,

1972; Agosto, 1914, trad. de José Laín Entralgo y Luis Abollado Vargas, Barcelona, Barral, 1972; Lyn MacDonald, 1914.The Days of Hope [1987], Londres, Penguin, 1989. 15

Charles Robert M. F. Cruttwell, A History ofthe Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press,

1934; Charles Robert M. F. Cruttwell, A History of the Great War, 1914-1918, Chicago, Academy Chicago, 1991; Hew Strachan, The First World War, vol. 1, To Arms. Oxford, Oxford University Press, 2001. 16

Niall Ferguson, The Pity of War, Londres, Allen Lane, 1998; Nueva York, Basic Books, 1999.

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El libro La Primera Guerra Mundial, publicado en España por Editorial Crítica, tiene su origen en una propuesta cuya idea original vino de Channel 4, un canal de televisión británico, que propuso una serie de diez programas –un planteamiento monumental en el mundo televisivo– acerca de la Primera Guerra Mundial, a raíz de la cual se editó un libro de síntesis, The First World War: a New Illustrated History, del cual se han editado diversas versiones (manejo la de Penguin, además de la versión española). El mismo Strachan lo explica en los agradecimientos de su edición inglesa, convertida en el prólogo de la versión española (el editor se podía haber esforzado en arañar un par de cuartillas del autor para presentar mejor su obra a un público hispano). Tan profesional es Strachan como historiador militar (con una larguísima bibliografía de libros monográficos y artículos en revistas especializadas) que su única obra vertida con anterioridad al castellano era su European Armies and the Conduct of War, reeditado once veces y publicado en 1985 por el Estado Mayor del Ejército español como Ejércitos europeos y conducción de la guerra.17

El primer planteamiento, casi militante, de Strachan es precisamente rechazar la visión tremendista y trágica de la «Guerra Mundial» que, desde su punto de vista, se extiende desde Tuchman hasta Ferguson. Como buen historiador militar profesional, Strachan es «clausewitziano», por decirlo de algún modo: entiende el fenómeno de la guerra como una compleja interacción entre política, diplomacia y tecnología, siendo este último punto el que suele distinguir al ensayista aficionado del académico especialista, al tiempo que evita caer en el detallismo erudito a veces descerebrado de los aficionados a las armas y las máquinas, que lo conocen todo sobre un armamento determinado, pero sin saber nada más. Así, para Strachan, la «Gran Guerra» no fue trascendente, sino sólo un conflicto con muchas implicaciones en una secuencia de conflictos. Aunque el fantasma que dominaba la explicación de Tuchman era el general Schlieffen y su plan para una invasión alemana de Francia, su protagonista era «el joven Moltke» (llamado 17

Hew Strachan, European Armies and the Conduct of War, Londres, George Allen and Unwin, 1983;

11.ª ed., Routledge, 1993; Ejércitos europeos y conducción de la guerra, Madrid, Servicio de Publicaciones del EME, 1985. De entre las muchas obras recientes de Strachan, derivadas de To Arms, pueden destacarse: Financing the First World War, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004; The First World War in Africa, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004. El libro más comparable al de Tuchman sería su: The Outbreak of the First World War, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004.

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así por ser el sobrino del triunfador de la guerra franco-prusiana de 1870-1871), quien se sintió atrapado por el proyecto de su antecesor. En cambio, Strachan se permite el lujo (también hace una historia de la guerra completa, no de su primer mes) de elegir como protagonista central a Erich von Falkenhayen, caudillo germano desde mediados de septiembre de 1914 hasta agosto de 1916, sucesor del desgraciado Helmuth von Moltke, y personaje a quien raras veces se le concede tal protagonismo. El objetivo de Strachan al hacerlo así es mostrar la racionalidad de los dirigentes en lid y, por supuesto, sus muchos errores, pero sin la inexorabilidad de la versión ya tradicional presentada por Tuchman.

Para concluir, si la obra de Tuchman se mantiene viva por la habilidad narrativa de su autora y por los prejuicios digamos «progresistas», la obra de Strachan puede criticarse por su inconsciente enfoque nacionalista, ya que entiende el conflicto de modo decidido como una básica contradicción anglo-germana, y a ello subordina todas las demás causas (que no –lo cual debe enfatizarse– las explicaciones, puesto que el libro es a la vez muy legible y está bien argumentado). Pero si el «clásico» antibelicista de Tuchman y la versión anglocéntrica y coherente de la «Gran Guerra» de Strachan tienen en común algún mensaje para los lectores españoles, es el de hacerles conscientes de la distancia que les separa de los hechos narrados en ambas obras, aún tan actuales en otros países. Que sobre un tema de tal importancia, a las nueve décadas de su inicio, sólo puedan reeditarse en España una vieja obra y un resumen para una serie televisiva, por muy buenas que sean ambas obras –cada una a su manera–, significa que aquí lo que triunfó fue el «¡No me hable usted de la Guerra!».

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EN PORTADA / Reportaje

Barro, sangre Soldado alemán a caballo con lanza y máscara antigás en el campo de batalla entre Saint Quentin y Laon (Francia), de la exposición La Gran Guerra en imatges. 1914-1918. Museo de Historia de Cataluña. Foto: Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio

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y metralla La publicación de El miedo, libro estremecedor de Gabriel Chevallier sobre su experiencia de soldado en el frente —“vivo como una bestia”, escribe—, invita a revisar la bibliografía sobre la Primera Guerra Mundial en el 95º aniversario del comienzo del conflicto. Por Jacinto Antón

L

es un lugar oscuro y siniestro. Más aún si llevas bajo el brazo El miedo, de Gabriel Chevallier (Acantilado): “Cadáveres en todas las posturas, que habían sufrido todo tipo de mutilaciones, todo tipo de desgarraduras y todo tipo de suplicios”. Pese a que las paredes son altas y las rematan sacos terreros uno camina encorvado. Quién sabe cuándo va a caer un obús cerca o si hay un francotirador en los alrededores. El sector parece en calma, aunque de lejos llega un rumor sordo como de tormenta y el cielo de la noche se ilumina con relámpagos de acero. Al girar en un recodo, tras pasar el puesto de mando en el que un tipo con polainas, pistolera y casco metálico habla por un rudimentario teléfono de campaña, me doy de bruces con un grupo de sombras. Imagino en un momento de pánico que son tropas de asalto alemanas que —bajo el mando de Ernst Jünger— han invadido la trinchera para limpiarla con bombas de mano, pistolas, cuchillos y palas afiladas; pero resultan ser un colegio. Los chicos parecen tan impresionados como yo, y todos pegamos un brinco cuando la megafonía lanza una imperiosa arenga —“¡preparados para salir, calar bayonetas; vamos!”— seguida por el estridente sonido de silbatos, puro Senderos de gloria. La Trench Experience, en la que vives en propia carne el ambiente de las trincheras de la I Guerra Mundial, es una de las grandes atracciones del Imperial War Museum de Londres —ríete tú del tren de la bruja—, y una demostración del impacto de la Gran Guerra en la mentalidad de los británicos. En la librería del museo los títulos sobre ese conflicto superan de largo a los dedicados a la II Guerra Mundial y, sin salir del centro, el visitante encuentra numerosos testimonios de aquella primera gran debacle, desde un aeroplano Sopwith Camel a un pickhaub —el típico casco con pincho prusiano— de la guardia de corps del káiser, pasando por un trozo del motor del célebre triplano rojo de Manfred von Richthofen. Hay más: con motivo de cumplirse este año el 95º aniversario del inicio de la contienda, se ha inaugurado una sensacional exposición, In memoriam, remembering the Great War, que constituye un viaje escalofriante y conmovedor a las entrañas de la Gran Guerra. Se abre con un casco de tommy (el nombre genérico de los soldados británicos) excavado en Cambrai el año pasado y hecho trizas por la metralla e incluye trozos de las vidrieras de la catedral de Chartres devastada por los bombardeos, bombas de los conspiradores serbios colegas de Gavrilo Princip, el joven que descerrajando dos tiros —uno al abdomen de la preñada archiduquesa Sofía y otro al corazón del archiduque Francisco Fernando— desencadenó la catástrofe el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. También, espeluznantes mazas de uso en la troglodita guerra de trincheras —como la que esgrimió un tal Harold Startin para cargarse a un sargento alemán en julio de 1915—, el revólver del poeta y oficial Siegfried Sassoon, un trozo de zepelín derribado, el camisón de una superviviente del torpedeamiento del Lusitania o la guerrera ensangrentada que vestía el segundo teniente Cope en el Somme. A TRINCHERA

Cuando uno ve todo eso, escucha los emotivos testimonios grabados de los ultimísimos veteranos —una raza ya casi extinguida— o se encuentra en plena plaza londinense con un sentido monumento nada menos que al Cuerpo de Ametralladoras —“Saul had slain his thousands but David his tens of thousands”, reza la inscripción del pedestal, que ya es cita—, se da cuenta de hasta qué punto la I Guerra Mundial es importante en la memoria de los europeos. No en la nuestra. Inexplicablemente, la Gran Guerra no es asunto de especial interés para los españoles, al menos desde el punto de vista bibliográfico (una muy buena exposición fotográfica, con imágenes excepcionales, sobre todo de los ejércitos de los imperios centrales, se ha tenido que prorrogar en el Museo de Historia de Cataluña, en Barcelona). Son muy pocos los títulos publicados en España sobre la contienda y no parecen tener, en general, gran acogida entre los lectores. El contraste con la II Guerra Mundial es asombroso: si ese conflicto

El Imperial War Museum de Londres dedica una exposición a la Gran Guerra e invita a vivir la experiencia de las trincheras El lector español dispone de las memorias de Hindenburg y la biografía de Mata Hari, entre otros títulos singulares

tiene una legión de seguidores y numerosas obras (las de Beevor, por ejemplo, por no hablar de las novelas de Alistair MacLean o Sven Hassel) se han convertido en verdaderos best sellers, las consagradas a su predecesora del 14 pasan en general de manera discretísima. No obstante, hay títulos muy buenos. Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman (Península, 2004), es un magnífico libro de introducción a la Gran Guerra, con el que muchos lectores se han iniciado en ella (¡y descubierto en toda su agresiva complejidad el Plan Schlieffen!). La primera guerra mundial, de Michael Howard (Crítica, 2003, hay edición en bolsillo), consigue en muy poco espacio una asombrosa e iluminadora síntesis de la contienda. También es utilísimo Breve historia de la I Guerra Mundial, de Norman Stone (Ariel, 2008). El muy ilustrado La Primera Guerra Mundial, de H. P. Willmott (Inédita, 2004), es posiblemente la mejor forma de adentrarse en el tema de una forma fácil, distraída y gratificante gracias a su enorme despliegue de fotografías y mapas y su

estructura esquemática, con gran atención a los equipos y armas de los contendientes. La Gran Guerra, una historia global (1914-1918), del historiador militar estadounidense Michael S. Neiberg (Paidós, 2006), es muy ameno y presta atención especial a los teatros de operaciones periféricos, como la lucha librada por los alemanes en Nueva Guinea y África —donde cobró fama con su guerra de guerrillas Von Lettow-Vorbeck, el vencedor de Tanga (sí, vaya nombre para una batalla)—. Neiberg, que defiende matizadamente a los oficiales que hubieron de dirigir aquella matanza que fue la guerra del 14, advierte de que no hay que considerar la Primera Guerra Mundial un conflicto bélico inútil, estático y sin sentido en oposición al significado y la “vitalidad” de la segunda. Uno de los grandes ensayos sobre el tema publicados en castellano es sin duda La Gran Guerra, de John H. Morrow, Jr. (Edhasa, 2005). El autor, profesor de historia en la Universidad de Georgia, trata de mostrar la guerra en su aspecto universal y señalar la relación entre hechos que parecen dispares, en la consideración de que una “guerra total” sólo puede abordarse con una perspectiva muy amplia. Morrow es un entusiasta de los estudios de aviación. De adolescente, su padre lo llevó a visitar los campos de batalla y los cementerios franceses y el impacto que ello le produjo se percibe en su escritura, cargada de humanidad. De enorme interés es La Primera Guerra Mundial —realmente no se puede decir que los títulos sean muy originales en este género—, del gran especialista británico Hew Strachan (Crítica, 2004). Completo y emotivo, el libro tiene su origen en una gran serie de la BBC sobre la guerra y eso se refleja en los 10 capítulos, que corresponden a los 10 programas originales. Muy recomendable, incluye increíbles fotografías en color, las únicas que se conocen de la contienda y en las que se aprecia, por ejemplo, qué poco apropiadas eran para la guerra moderna las pintorescas vestimentas de spahíes, infantería senegalesa o zuavos. El simpático Jesús Hernández, por último, recopila una enorme cantidad de anécdotas en su Todo lo que debe saber sobre la I Guerra Mundial (Nowtilus, 2007), que incluye una guía de los escenarios a visitar, incluido el osario de Verdún, el cráter de La Grand Mine en el Somme o el lugar en que cayó el Barón Rojo. Cuando se sale de los estudios globales, poca cosa queda en ensayo. Un libro imprescindible es La Gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell (Turner, 2006), que revisa el impacto de la contienda a través de las obras de escritores que la sufrieron como Sassoon, Owen y Graves. En Los siete pecados capitales del imperio alemán en la Primera Guerra Mundial, Sebastian Haffner (Destino, 2006) analiza los errores que impidieron a Alemania ganar la contienda y desmonta tópicos. Inédita ha publicado en 2008 La batalla de Verdún, de Georges Blond, un intenso relato de la batalla (con sus leyendas como la de la trinchera de las bayonetas, donde yacía enterrada viva toda una sección sepultada por la tierra tras un bombardeo, o la de Fantomas, el piloto alemán de casco negro que ametrallaba con Pasa a la página siguiente EL PAÍS BABELIA 25.04.09

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EN PORTADA / Reportaje quien se inyecta pus, busca el “tiro de suerte” que te envía a casa, se dispara él mismo a una pierna o directamente se suicida, padiabólica puntería a los franceses). Ariel, Jutra escapar. No hay lectura más estremecedolandia, del historiador Sergio Valzania, que ra. En esa tesitura de la batalla, al contrario explica muy bien la gran batalla naval (la que en Jünger, “desaparece todo lo que eleúltima en que no jugó papel la aviación): la va al hombre”, y triunfan la vergüenza, el extrema vulnerabilidad de los barcos britáegoísmo, el asco y el miedo. Nunca se ha nicos, la extraordinaria maniobrabilidad de descrito así la guerra en las trincheras, la la Hoch See Flotte alemana… Editorial Base guerra en general: “Vivo como una bestia”. ofrece las interesantes Memorias de mi vida Si pasamos a la pantalla, el fenómeno es del mariscal Von Hindenburg, el gran líder parecido al de los libros. Son un puñado las militar alemán, vencedor de los rusos en películas que han triunfado en nuestro país: Tannenberg, un tipo arrogante y antipático Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, la que sostiene la teoría de la puñalada por la canónica, en la que se ha fijado en buena espalda y considera que Alemania no perparte nuestra iconografía del conflicto (y badió la guerra por causas militares (es decir, sada por cierto en una novela de Humphrey por su culpa y la de los otros envarados Cobb), con el coronel Dax-Douglas recocomandantes; a él la historia no hace mal rriendo en travelín las trincheras; la bellísien juzgarle duramente: le dio la alternativa ma La gran ilusión, de Jean Renoir; Sargento a Hitler). En 2001 se publicó la biografía de York, de Howard Hawks; Sin novedad en el Mata Hari de Russell Warren Howe (Javier frente, claro, en su varias versiones; Rey y Vergara), llena de detalles impagables: la patria, de Joseph Losey; El gran desfile, de espía pidió que la fusilaran con corsé y uno King Vidor; Gallipoli, de Peter Weir; Capitán de los zuavos del pelotón de ejecución se Conan, El pabellón de los oficiales, Feliz Nadesmayó (no debía saber adónde apuntar). vidad… No hay que olvidar Lawrence de Inédita ha publicado las novelas Capitán Arabia. Añádase un puñado Conan, de Roger Vercel, en la de filmes sobre aviación, desque se basó la espléndida pelíde Alas o Águilas azules —con cula de Bertrand Tavernier, y George Peppard persiguienEl pabellón de los oficiales, de do la Blue Max— al nuevo bioMarc Dugain, que convirtió pic de Von Richthofen, pasanen filme François Dupeyron. do por Fly boys (2006). Por su parte, Militaria ha puResulta absurdo argumenblicado varias entretenidas tar que la segunda contienda novelas de aventuras ambienes objetivamente más interetadas en la I Guerra Mundial: sante o espectacular. EstaEscuadrilla Azor, de Derek Romos hablando de una carnicebinson, de aviación, o Bautisría con nombres como Vermo de fuego, de Alexander Fudún, el Somme, Tannenberg, llerton —primer título de una Passchendale o Caporetto, serie naval de la que han apauna carnicería que costó en recido otros dos—, sobre la conjunto 9 millones de vidas, batalla de Jutlandia. Como cuen la que lucharon 65,8 milloriosidad, Anne Perry tiene en nes de soldados, de los que Ediciones B una insólita serie murieron más de 1 de cada 8 de crímenes ambientada en a un porcentaje de 6.046 homlas trincheras. bres muertos ¡cada día! de los Es una pena que libros tan cuatro años que duró (según interesantes en este panoralos datos de Nial Ferguson en ma como la biografía del almisu apasionante y controvertirante Fisher de Jan Morris, da The pity of war, Penguin, los nuevos ensayos sobre la 1999). En la I Guerra Munguerra aérea Aces falling, de dial, a resultas de la cual caPeter Hart —sobre la fase en yeron cuatro imperios —el que se acaba la caballerosialemán, el austrohúngaro, el dad en el cielo—, y On a wing ruso y el turco— y tres granand a prayer, de Joshua Levides dinastías, los Hohenzone, o la reciente nueva biograllern, los Habsburgo y los Rofía del Barón Rojo de Peter manov, se forjó el mundo en Kilduff (Almena ha editado el que hemos vivido durante en castellano las memorias mucho tiempo. del aviador) no se traduzcan. La Gran Guerra no sólo Una curiosidad es Tolkien presenta movimientos de maand the Great War (Harper Collins, 2003), que rastrea en Una enfermera de la Cruz Roja atiende a un soldado alemán herido. Foto: Bild-und-Fil-Amt (BUFA) / Patrimonio Nacional. Archivo General de Palacio sas, combates, estrategias y horrores supinos comparalas imágenes que vio el autor bles en todo a los de la segunen las trincheras, los paisajes da, sino que se desarrolló también en escedesolados de Mordor (la salvación de Mi- las ásperas mandíbulas, cubiertas de barba narios tan exóticos como aquélla (desiertos, nas Tirith por un ejército de muertos la ha- rala. Unos cuantos habían reventado y se África tropical, Extremo Oriente: ¡desde luehallaban en un estado licuescente”, glups). bría inspirado un texto de Sassoon). go no sólo en las trincheras!). E incluyó perPor suerte, podemos disfrutar de las gran- Tenemos también la gran novela de combasonajes y aventuras extraordinarias, que no des obras literarias de la I Guerra Mundial te, a la vez brutal y literariamemente magníEl miedo. Gabriel Chevallier. Traduces que rediman la masacre pero sí ofrecen traducidas —no todas: falta, por ejemplo, fica —por la que muchos sentimos una ción de José Ramón Monreal. Acantialgún destello en aquel horror: Lawrence de Her Privates We, de Frederic Manning, aplau- debilidad inexcusable—, Tempestades de lado, 2009. 362 páginas. 22 euros. La Arabia, el Barón Rojo, Karl von Müller, el dida por Hemingway, T. S. Eliot y T. E. acero, de Jünger (Tusquets, 1987); y ahora, por. Traducción de Pau Joan Hernàncaballeroso capitán del corsario Emdem, Lawrence— . Tenemos la novela crepuscular El miedo, de Chevallier (1895-1969). dez. Quaderns Crema. Barcelona, que parece salido de la imaginación de HuEl libro de Chevallier es como el reverso sobre el fin de la monarquía austrohúngara 2009. 352 páginas. 22 euros. Tempesgo Pratt, u Otto Weddigen, del sumergible —en paralelo al de la familia Von Trotta—, del de Jünger. Contando prácticamente lo tades de acero. Ernst Jünger. TraducU-9, que hundió tres cruceros británicos en La marcha Radetzky, de Joseph Roth (Edha- mismo, lo que en el alemán ganador de la ción de Andrés Sánchez Pascual. Tusmenos de una hora, por no hablar de Mata sa, 2007); la visión radicalmente distinta, por Pour le Mérite es glorificación de la expequets, 2005. 448 páginas. 20 euros. La Hari. satírica, del clásico checo, Las aventuras del riencia bélica —“combatientes purificados Gran Guerra. John H. Morrow, Jr. TraLos tanques, los submarinos, la aviabuen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek (Ga- por el fuego”— es en el aterrado poilu, carducción de David León Gómez. Edhación… todos los elementos de la guerra molaxia Gutenberg, 2008); la paradigmática Sin ne de cañón, aspirante a fiambre, pouvre sa, 2005. 764 páginas. 40,50 euros. La derna están ya presentes en una contienda novedad en el frente, de Erich Maria Remar- couillon con du front aferrado a su Rosalie Primera Guerra Mundial. Hew Straque, por otro lado, aún incluye caballería, que (Edhasa, 2007); Adiós a las armas, de (la personificación francesa de la bayoneta), chan. Traducción de Sílvia Furió. Crítihúsares, uniformes románticos, paradas y Hemingway (Noguer y Caralt, 1999); Johnny un demoledor testimonio contra la guerra. ca, 2004. 408 páginas. 29,90 euros. Jutfanfarrias decimonónicas, y en la que un cogió su fusil, de Dalton Trumbo (El Aleph, Pocas experiencias hay en la vida como leer landia. Sergio Valzania. Traducción piloto —W. R. Read, del Royal Flying 2005), o la espléndida El final del desfile, de El miedo, un libro acaso un pelín adjetivado de Juan Antonio Vivanco. Ariel, 2009. Corps— trata en 1914 de derribar a un enepero que deja impresas imágenes indeleFord Madox Ford (Lumen, 2009). 270 páginas. 17,90 euros. La batalla migo lanzándole su revólver a las aspas de Otros grandes clásicos imprescindibles bles. Chevallier, veterano de la Gran Guerra, de Verdún. Georges Blond. Traducla hélice y otro, el gran as Jean Navarre, del conflicto de los que hay edición españo- señala que lo escribió para abordar el mieción de José Patricio Montojo. Inédiutiliza un cuchillo para atacar un zepelín. la son Adiós a todo eso, las memorias de do en primera persona, para decir sin ambata, 2008. 338 páginas. 21,50 euros.Las De toda aquella contienda atroz queda Robert Graves (Muchnik, 2000) —qué gran ges: “Tengo miedo”, lo que le honra. Seguiaventuras del buen soldado Svejk. Jaaún mucha trinchera literaria que cavar. O escena la de la compañía de Fusileros Rea- mos en el libro a su álter ego el soldado Jean roslav Hasek. Traducción de Mónica les Galeses que se lanzan todos al suelo Dartemont, de la quinta del 15, con veinte Zgustova. Galaxia Gutenberg, 2008. durante un ataque y cuando el capitán les años, en la movilización y la embriaguez La Gran Guerra en imatges 1914-1918. en el Real 740 páginas. 23 euros. El final del desmanda seguir nadie se mueve, el oficial les aventurera de los primeros momentos de la Monasterio de Santes Creus, en Aiguamúrcia (Tafile. Ford Madox Ford. Traducción de llama “malditos cobardes” y el sargento guerra, que relata con ironía. La primera rragona). Hasta el 26 de julio. www.es.mhcat.net. Miguel Temprano García. Lumen, murmura: “Nada de cobardes, señor, están visión del frente acaba con eso. In memoriam: Remembering the Great War. Impe2009. 1.020 páginas. 35,90 euros. Chevalier lo cuenta todo: los piojos, el endemoniadamente muertos”—; Los Siete rial War Museum de Londres. Hasta el 6 de sepPilares de la Sabiduría, de T. H. Lawrence barro, los cólicos, la miseria, el frío, el Chetiembre. http://london.iwm.org.uk. Viene de la página anterior

(Huerga & Fierro, 1997, en bolsillo en Zeta), con momentos tan brutales como el del despiadado ataque a la columna turca que se repliega hacia Damasco —allí pereció el Cuarto Ejército, bajo el sable de Auda y los suyos—, o el del dantesco y nauseabundo hospital en la capital siria, con los heridos turcos mezclados con cadáveres en avanzado estado de descomposición (“muchos se habían hinchado ya al doble o al triple del tamaño que tenían en vida y sus gruesas caras reían abriendo una negra boca entre

“Malditos cobardes”, dice el oficial, y el sargento: “Nada de cobardes, señor, están endemoniadamente muertos”

min des Dames, el gas, las ametralladoras, las heridas, los mandos estrafalarios, maniacos y sádicos, como el general al que le gusta ver a los soldados desnudos y comparar sus sexos. Inolvidable el primer cadáver, cuando un pico ahondando un ramal de trinchera perfora el vientre de un soldado medio sepultado y el hedor de lo que suelta invade el refugio. Las descripciones de los muertos son puro gore, y en ellas nada se nos ahorra: bocas tumefactas de las que brotan como una papilla los gusanos, cabezas cercenadas de las que ha rodado entero el cerebro, “carnes rojas y violáceas, parecidas a carne podrida de carnicero, grasas amarillentas y fofas, huesos que dejaban escapar la médula, tripas desenrrolladas…”. El espeluznante bautismo de fuego (“se nos arrojó a la noche en deflagración, llena de emboscadas, de miembros troceados y de clamores”), los gritos espantosos de los heridos, el sonido de los impactos de los disparos en los otros, la brusca percepción de la debilidad de la carne en el volcán de acero y fuego… “¿Qué nos va a pasar?”, se aterran los soldados, y nosotros con ellos. Hay

Bibliografía

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Los pueblos no son traicionados, se equivocan1 Luis Arranz Revista de Libros, nº 60 · diciembre 2001

Orlando Figes La Revolución rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo Trad. de César Vidal Edhasa, Barcelona 1.008 págs.

Orlando Figes ha escrito un gran libro de historia. Hay temas, como la desintegración del Imperio romano de Occidente o la Revolución francesa, en los que el nivel alcanzado por la historiografía, la brillantez y autoridad permanente de determinados historiadores hace muy difícil marcar un hito. Figes lo ha logrado en el caso del acontecimiento político más determinante del siglo XX: la toma del poder por el bolchevismo en Rusia. Las razones que explican este éxito son de tres tipos. Figes domina, en primer lugar, la base del oficio de historiador, la narración, y cree en ella como la mejor forma de explicar la historia. En segundo término, este historiador del Birkberck College de Londres lleva a cabo en su obra una eficaz mutación de la metodología de la historia social. En lugar de utilizarla para anular la historia política, Figes la pone a su servicio ––estrechamente asociada, por cierto, a la biografía–, con lo que la historia política recupera su carácter de crisol en el que viene a decantarse lo que hay de esencial en las distintas facetas del proceso histórico.

El citado recurso a la biografía se transforma en prosopografía cuando Figes reconstruye la trayectoria de un personaje casi anónimo al que el autor convierte en arquetipo de los problemas y encrucijadas de sectores sociales relevantes. Este es el caso del análisis de los diferentes sectores del campesinado, o del modo en que un miembro de la aristocracia obrera deviene en «obrero consciente» y se involucra en la militancia revolucionaria. Por otra parte, la biografía de personajes bien conocidos como Nicolás II, su ministro Stolypin o el monje Rasputín iluminan con parecida fuerza los entresijos de la política zarista. La misma metodología consigue resultados igualmente brillantes en la parte que considero más enriquecedora y nueva de la obra de Figes: la 1

http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=3600

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correspondiente a las vicisitudes de la Revolución de Febrero, breve período de ocho meses, cuya importancia política menosprecian habitualmente los historiadores1. La biografía de Kérensky sirve aquí de base a un perspicaz y severo análisis de la inconsistencia de la democracia rusa, representada por los demócratas constitucionales (kadetes, por las siglas KD), socialistas revolucionarios (SR) y mencheviques, que se situaron al frente del país tras la abdicación del zar. Los resultados que obtiene el autor con su metodología en este campo se refuerzan con la atención completamente desacostumbrada que presta a la figura del príncipe Lvov, presidente durante los primeros meses del gobierno provisional, representante conspicuo de la aristocracia liberal rusa, que impulsó el movimiento reformista de los zemstvos o asambleas provinciales y, finalmente, exponente lúcido y peculiar de la Rusia blanca contrarrevolucionaria.

Todo esta riqueza de información y originalidad metodológica explican por qué un libro que roza las mil páginas no pierde en ningún momento la amenidad, salvo por algunas reiteraciones sobre la política de los blancos en la guerra civil de 1918 a 1919. La tercera razón que fundamenta la importancia de la obra de Figes viene de su honradez o, para decirlo en términos más propiamente historiográficos, de su fidelidad a la norma de Ranke, para quien el primer deber del historiador consiste en tratar de averiguar y luego contar lo que «verdaderamente pasó». Las revoluciones constituyen procesos históricos especialmente propicios a ser pulidos y recompuestos por las interpretaciones y justificaciones que de ellos se hacen, máxime si tienen las consecuencias a largo plazo de las revoluciones francesa o rusa. Figes respeta al lector lo suficiente como para no adoctrinarlo ni manipularlo, y gracias a eso y a las abundantes fuentes liberadas de la censura de los archivos soviéticos, surge ante nosotros el panorama aterrador que, en todos los órdenes, presentaba la Rusia de Lenin, con éste como directo responsable. En el retrato biográfico del padre del bolchevismo, Figes reconoce su genio político y organizativo, pero no olvida su carencia absoluta de escrúpulos políticos, que derivaba de la interpretación que Lenin hacía del marxismo. La personalidad obsesiva y sectaria del Robespierre al por mayor del siglo XX resulta determinante para Figes de lo ocurrido en Rusia a partir de abril de 1917, cuando el estado mayor alemán permitió que volviera allí desde Suiza, atravesando Alemania, en un tren supuestamente «sellado».

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Figes nos muestra un Lenin cuya obstinación rayaba en la histeria cada vez que un momento de crisis política ponía sobre el tapete la cuestión del poder, lo único que, en verdad, era importante para él, a lo que seguía, invariablemente, una crisis de agotamiento nervioso. Nuestro historiador añade a estos rasgos una cobardía proverbial y un mezquino egoísmo de costumbres pequeño-burguesas. Figes, en la senda de Volkogonov, Pipes y Carrère d'Encausse, entre los historiadores recientes, liquida también la leyenda piadosa de los apologistas del bolchevismo, según la cual fue Stalin quien institucionalizó el terror y gobernó con él, abriendo así una suerte de abismo con su predecesor. Éste fue, en realidad, el fundador del gulag y dentro de su análisis del terror rojo y su organización, el autor relata una anécdota que proporciona una idea muy gráfica del tipo de régimen político (y social) que Lenin implantó y que, igualmente, deja muy clara la naturaleza de su personalidad como revolucionario. En una reunión gubernamental en Moscú, en plena ruptura con los socialistas revolucionarios de izquierda, hasta ese momento aliados de gobierno pero ferozmente hostiles a la paz de Brest-Litovsk con Alemania, Lenin pasó un trozo de papel al polaco Felix Dzerzhinsky, jefe de la Cheka, preguntándole cuántos detenidos políticos había en ese momento en la ciudad. Dzerzhinsky se lo devolvió con la cifra de mil quinientos, y Lenin, como acostumbraba a hacer con todos los documentos que leía, lo marcó con una cruz. El jefe de la Cheka interpretó equivocadamente la señal y, esa misma noche, los mil quinientos detenidos fueron fusilados, sin que el hecho tuviera la menor trascendencia, salvo para las víctimas. De una sola tacada, Lenin había superado el número de condenados a muerte –que no ejecutados– por el zarismo a lo largo de todo el siglo XIX.

Figes aborda igualmente con amplitud aspectos cruciales de la dictadura política bolchevique. A la eliminación de todos los partidos y la organización de la dictadura bolchevique sobre los soviets, el autor añade otras facetas de la política bolchevique que nos presentan la génesis de la denominada Nomenklatura, con sus circuitos de alojamiento y consumo privilegiados y las redes clientelares que rápidamente se organizaron alrededor de los principales gerifaltes del partido, Lenin incluido. Los bolcheviques no eran difíciles de gobernar por razones políticas o ideológicas, dado su bajo nivel de instrucción. El intelectualismo era más propio de los mencheviques, mientras que los bolcheviques cultivaron la imagen prefascista del chaquetón de cuero negro, la gorra obrera y el machismo. Pero sí era fundamental conocer bien y dominar las clientelas locales y sectoriales de los distintos personajes del partido, que es lo que

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Stalin aprendió a conciencia desde su puesto de secretario general, donde llegó a fabricarse la clientela más poderosa. Por lo que se refiere a los resultados sociales y económicos del comunismo de guerra que los bolcheviques impusieron sin contemplaciones desde 1918 a 1921, queda claro que éstos sumieron a Rusia en el pozo más negro de su infeliz historia.

Figes compara la situación de Rusia a comienzos de 1921, en vísperas de la adopción forzada de la NEP, con la que desembocó en la Revolución de Febrero, a pesar de la reciente victoria bolchevique sobre los diferentes ejércitos blancos. «¡Abajo Lenin y la carne de caballo! ¡Dadnos al zar y la carne de cerdo!», pintaban los obreros en las ruinosas paredes de Petrogrado y Moscú, después de apenas cuatro años de bolchevismo. La hostilidad y la desesperación del campesinado eran todavía mayores. Corresponde al humor negro más macabro relacionar la política económica bolchevique con la modernización cuando no hubo dislate ni barbaridad que Lenin y su partido no cometieran en este campo. Aquél apoyó antes del asalto al poder, por pura subversión, los consejos de fábrica; luego, empujado por éstos, decretó la estatización de la economía y permitió la inflación masiva, todo acompañado de sus disquisiciones sobre el capitalismo de Estado y la admiración que sentía por el modelo de economía de guerra de los generales del káiser. El caso es que las fábricas de la vertiginosa industrialización rusa bajo el zarismo no tardaron en convertirse en suministradoras de piezas y maquinaria robadas, que los obreros destinaban al trueque, azuzados por la inflación y el hambre, en medio de un gigantesco absentismo laboral. Una vez arruinada la industria y hundida la moneda, Lenin sustituyó la autogestión obrera por el nombramiento administrativo de los directores de fábrica y tentativas desesperadas de recuperar la autoridad de ingenieros y técnicos; política que Trotsky completó proponiendo la militarización masiva de toda la mano de obra para crear un Ejercito Rojo laboral. Aunque Lenin no accedió a ir tan lejos por temor a la rebelión sindical, machacó sin contemplaciones dentro de las filas bolcheviques la llamada Oposición obrera, que defendía la ruinosa gestión sindical de la industria.

Por otra parte, Figes ve en las propuestas de Trotsky ––a las que Lenin no hizo objeciones de fondo– la formación del clima intelectual y político que hizo posible la construcción del gigantesco gulag en la etapa de Stalin. Más dura todavía fue la suerte del campesinado. Éstos ostentaban el mayor porcentaje de atraso y barbarie en la

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sociedad rusa, de la que constituían más del setenta por ciento de la población activa. Tres tipos de intereses se enfrentaban en el campo ruso: los de los grandes terratenientes, en parte exportadores y modernizadores, en parte arruinados; los del campesinado parcelario, promocionado por la reforma de Stolypin y la comuna agraria tradicional, arcaica y hostil a la modernidad, que pugnaba por controlar la totalidad de la tierra. Los bolcheviques sabían lo que se hacían al sancionar, inmediatamente después del golpe de Octubre de 1917, las ambiciones de las comunas agrarias. Éstas, además de acaparar la poca tierra todavía en manos de los nobles, objetivo de una Fronda campesina implacable desde la revolución de 1905, engulleron también la tierra perteneciente al campesinado parcelario que se había creado a trancas y barrancas. Pero el apoyo a la involución agraria posibilitó a Lenin y su partido deshacerse con facilidad de los socialistas revolucionarios, el mayor partido de Rusia, y con él, en veinticuatro horas, de la efímera Asamblea Constituyente en la que los socialistas revolucionarios eran mayoritarios. Desde ese momento, el campo ruso careció de expresión política propia. Figes subraya que los blancos fueron derrotados en la guerra civil por su incapacidad para ofrecer una alternativa al oportunismo de los bolcheviques, y eso hizo que los campesinos vieran en los rojos un mal menor. No obstante, la confrontación entre el campo y la dictadura bolchevique estalló con ferocidad en diferentes puntos del país y desembocó en una guerra abierta en 1920 y 1921.

Las razones para la insurrección de los campesinos, una vez Lenin, abandonado de toda esperanza, derrotados los blancos en 1919 y la invasión polaca de 1920, fueron claras. Las ciudades estaban en ruinas y no enviaban al campo más que papel moneda sin valor y obreros y ex burgueses hambrientos, dispuestos a vender cualquier cosa por un poco de comida. La prohibición bolchevique del comercio se tradujo en el apogeo del mercado negro. Así las cosas, Lenin y su partido actuaron como de costumbre: se inventaron una nueva modalidad de lucha de clases y aplicaron una violencia despiadada. Los soviets campesinos ––las antiguas comunas, en realidad– perdieron su autonomía política; los bolcheviques montaron los primeros sovjoses y koljoses que los campesinos interpretaron como un desafío del Estado a su control de toda la tierra y, finalmente, la dictadura bolchevique urbana envió grupos armados del partido y de la Cheka al campo para requisar alimentos. Las reservas de los campesinos fueron esquilmadas, y cuando el mal tiempo arruinó las cosechas entre 1920 y 1921, sobrevino una hambruna sobrecogedora en el centro de Rusia, en Ucrania y otros lugares del país.

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Dudo que todos los lectores tengan suficiente estómago para recorrer enteras las páginas que Figes dedica a describir los miles de casos de canibalismo a los que dio lugar la guerra del poder bolchevique contra el campo. La realidad social que saca a la luz es demasiado sobrecogedora y pone en la más cruda evidencia a los panegiristas del bolchevismo en aquellos años, así como la discreción de quienes prefirieron callar o distorsionar la espantosa realidad –entonces y en ocasiones posteriores– para no hacerle el juego a la reacción o por socorrida «falta de datos».

Tampoco tiene desperdicio el modo en que Lenin trató esta crisis. Hizo encarcelar por la Cheka a todas las personalidades rusas (no bolcheviques) que integraron el comité de solidaridad organizado por Gorki en apoyo de las regiones hambrientas en cuanto el comité terminó su labor, y no manifestó el más mínimo agradecimiento al generoso apoyo que éste recibió de la administración norteamericana, cuya labor obstaculizó cuanto pudo, sin miedo a faltar a sus promesas. Pero, además, el «querido Ilich», como le denominaba la propaganda de un culto a la personalidad que comenzó en vida, aprovechó el hambre para ordenar el saqueo de los objetos de culto de las iglesias ortodoxas so pretexto de ayudar a las víctimas con su venta. Esta ofensiva anticlerical, además de llevar al paroxismo la guerra en el campo, incluyó en su vertiente doctrinal atea la prohibición de casi toda la obra de Bach; del Réquiem de Mozart, y de las obras de Platón, Kant, Nietzsche y Tolstói, entre otros, pues, según el criterio científico bolchevique, fomentaban la alienante creencia en Dios. La NEP, que la mayoría de los bolcheviques, empezando por Lenin, entendieron como una retirada temporal, no pudo ya reconciliar al campesinado con los bolcheviques, en opinión de Figes. Igual que otros autores, se muestra convencido de que el comunismo de guerra sentó las bases del exterminio del campesinado llamado «kulak», es decir, hostil a dejarse encerrar en los koljoses y sovjoses, cuando Stalin reconstruyó el comunismo de guerra y lo agravó en forma de colectivización agraria, a la que añadió la industrialización forzada de su archienemigo Trotsky. Los bolcheviques se daban perfecta cuenta de que si un agro económicamente recuperado gracias a la NEP, conseguía de nuevo una expresión política propia, como lo habían sido los intelectuales y cuadros socialistas revolucionarios, su monopolio de poder en las ciudades no sobreviviría.

La tragedia de un pueblo encierra una marcada intención polémica, tanto en el terreno historiográfico como en el político. Puede decirse que el autor se ha propuesto escribir

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la réplica a la monumental obra de Richard Pipes sobre este mismo período2, lo cual no impide sustanciales coincidencias de la obra de uno y otro historiador, lo mismo en la metodología que en los contenidos y conclusiones. La razón del deseo de diferenciarse por parte de Figes es bastante simple y de carácter político. Lo que a éste le molesta sobremanera es que la descripción sin racionalizaciones ideológicas ni ocultaciones de cómo fue la Rusia de Lenin comporte una adscripción política conservadora y se asocie con la reivindicación del régimen zarista. Así que el historiador británico se empeña en que la crítica radical de Lenin y el bolchevismo sea compatible con una postura historiográfica progresista; es decir, que excluya toda nostalgia del zarismo y asuma la necesidad de la revolución, tanto la de Febrero como la de Octubre. Por eso ignora Figes todo lo referido al espectacular crecimiento de la economía rusa entre 1890 y 1914 y juzga con severa desilusión los intentos políticos de encauzar el imperio de los zares por una vía de occidentalización y reformas durante el reinado de Nicolás II. La suerte del zarismo estuvo echada desde la rebelión de 1905, en opinión de Figes, argumento al que el historiador británico añade uno de los más cruciales de su obra: el de que, tras la brutal represión del Domingo Sangriento, emergió un odio feroz y un deseo de revancha entre las clases populares, no sólo contra el régimen zarista, sino contra todo lo que representase un mínimo de bienestar, educación o preeminencia social. Los bolcheviques consiguieron hacerse con las riendas de la situación, entre febrero y octubre de 1917, cultivando ese odio, justificándolo y proporcionándole objetivos políticos. Ese pacto de venganza social sin escrúpulos, posibilitó una identificación suficientemente firme entre el bolchevismo y la revolución social para sobrevivir a los métodos represivos asimismo feroces que Lenin y su partido aplicaron a los soldados, marinos y trabajadores que los habían aupado al poder.

Con el fin de ilustrar este gran hilo conductor de la revolución, Figes introduce otro de los grandes aciertos del libro: utiliza sistemáticamente el testimonio de Máximo Gorki, desde 1905 a 1922, fecha en que abandonó Rusia, para medir la degradación del clima intelectual y moral de la revolución. Bastante menos consistencia tiene, sin embargo, el otro extremo de la argumentación anticonservadora de Figes. Para él, la única manera de encauzar el proceso revolucionario hubiera consistido en asumir su carácter ineluctable y exclusivamente obrero y campesino. Por lo tanto, ni coalición obrera con los elementos liberales de la burguesía ni Asamblea Constituyente, sino un gobierno de coalición de los partidos obreros del soviet: socialistas revolucionarios, mencheviques y

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bolcheviques. Esta es la razón de que critique la incapacidad del grueso de los mencheviques y socialistas revolucionarios para prescindir del dogma del marxismo no bolchevique que establecía la necesidad, debido al atraso de Rusia, de una etapa prolongada de dominación democrática de la burguesía antes de pasar a la fase socialista. Ahora bien, el propio Figes pone en cuestión su hipótesis de un gobierno de coalición obrera, al subrayar, por un lado, la determinación sistemática con la que Lenin actuó para hacerse con el poder por las armas y evitar, exactamente, una salida de esas características y, por otro, los errores estratégicos, la debilidad y las intrigas de Kérensky y el desconcierto permanente de las fuerzas democráticas a lo largo del régimen de Febrero, incapaces de asumir que su enemigo estaba a la izquierda y no en una improbable contrarrevolución, como lo prueba la farsa del golpe de Kornilov, que permitió a los bolcheviques situarse a las puertas del poder, por no hablar del denominado «asalto» al Palacio de Invierno. Figes recurre también en su argumentación a recordarnos las raíces del bolchevismo en la Ilustración y la tradición racionalista y emancipadora de Occidente. Se supone que esto es algo que diferenciaría cualitativamente comunismo de fascismo. Pero tampoco este es un argumento muy sólido. Sobre él ya señaló en su momento Kolakovski que la verdadera diferencia entre fascismo y comunismo consistía en que la transparencia entre lo que decían y lo que hacían era mayor entre los fascistas que entre los comunistas. Pero es que, además, la Ilustración no tiene un significado único. Si se consideran figuras filosóficas señeras como la de Kant o artísticas como la de Mozart, debe insistirse en que ambos fueron proscritos en la campaña atea de Lenin. El propio Figes describe también el entusiasmo que aquél y Trotsky sintieron por los experimentos de Pavlov y su doctrina del reflejo condicionado, y la esperanza que ambos manifestaron – para asombro del científico– de que fuera posible elaborar una psicología que eliminara de una vez la disfunción individualista en el comportamiento humano.

Más que para Richard Pipes, por tanto, para quien la obra de Figes sí que supone un auténtico torpedo en la línea de flotación, aunque él atenúe este efecto lo más posible, es para el grupo marxista británico de los E. H. Carr, Isaac Deutscher, Christopher Hill y Maurice Dobb; la más difundida, por cierto, en España durante los años sesenta y setenta. ¿Qué decir ahora sobre el «debate» entre Carr y Deutscher, el primero subrayando el lado conservador de la obra de Lenin y, sobre todo, de Stalin a título de artífices del papel modernizador del Estado que habían heredado de Pedro el Grande,

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mientras, Deutscher, sin perjuicio de lo anterior, reivindicaba el legado revolucionario del bolchevismo y consideraba la figura de Trotsky la mejor inspiración para llevar a cabo la reconversión del estalinismo en una democracia socialista? La lectura de Christopher Hill, por su parte, produce la sensación de que Octubre de 1917 fue el antecedente, en versión rusa, del triunfo del Frente Popular francés y, por lo tanto, de ese pluripartidismo soviético, añorado por Figes, cuando se trató, exactamente, de lo contrario. El muy respetado economista marxista de Cambridge, Maurice Dobb, en fin, ignora lo que era algo más y algo peor que una implacable explotación de los obreros y campesinos rusos por obra del régimen bolchevique, ya que, al parecer, la indignación sólo cabe en el caso de la pionera revolución industrial británica, debidamente encuadrada en los horrores de la «acumulación primitiva» del capital. Lo peor es que, para Dobb, el modelo económico soviético resultaba idóneo para salir del subdesarrollo.

Las conclusiones que se extraen de la obra de Figes son muy distintas. Conforme indica el título de este comentario, que se inspira en uno de los comentarios de Gorki, la agitación revolucionaria, la guerra y el espíritu de venganza social metieron al pueblo ruso en una trampa mortal de la que ya no pudo salir durante décadas. Gracias al gigantesco vacío político creado por la liquidación del zarismo, la debilidad de la democracia rusa, la derrota de los blancos en la guerra civil y de la rebelión inmediatamente posterior de la base obrera y campesina del bolchevismo en 1921, Lenin y su partido –que era también la Internacional Comunista– pudieron dedicarse a difundir, dentro y fuera de Rusia, la gran impostura de que estaban llevando a cabo una titánica empresa de emancipación social. Figes subestima las raíces, las dimensiones y la fuerza ideológica de este embeleco que conserva todavía firmes partidarios. Por desgracia para él, los que se dedicaron y se dedican a desmontarlo, y éste es su caso, pasaron y pasan por contrarrevolucionarios.

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La forja de Stalin1 Stanley G. Payne Revista de Libros, nº 138 · junio 2008

Simon Sebag Montefiore Llamadme Stalin. La historia secreta de un revolucionario Trad. de Teófilo de Lozoya Crítica, Barcelona 574 pp. 29,90 €

Hitler y Stalin no han dejado nunca de fascinar a historiadores y lectores por igual. En un tiempo predominaron los libros sobre el dictador alemán, y siguen apareciendo, por supuesto, pero en los últimos años se han visto igualados, si no superados, por las publicaciones occidentales sobre el tirano soviético, favorecidas por el derrumbamiento de su Estado soviético y por la muy limitada apertura de los archivos moscovitas. La reciente biografía del historiador británico Robert Service presentaba la más equilibrada y actualizada de estas aproximaciones generales (véase mi recensión «Stalin y el siglo soviético» en Revista de Libros, núm. 119 (noviembre de 2006), pp. 19-21).

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http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=3057

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Durante muchos años los tratamientos de Stalin empezaban en gran medida con la revolución y el golpe de Estado de 1917, cuando los dirigentes bolcheviques se convirtieron por primera vez en grandes figuras históricas. Esto se debía también a que durante muchas décadas resultó muy difícil conseguir datos fiables sobre los primeros años de Stalin. A esta limitación objetiva se añadía el hecho de que desde la década de 1930, cuando la dictadura de Stalin se hallaba ya consolidada, los trotskistas y otros antiestalinistas rusos en el extranjero se mostraron deseosos de denigrar al nuevo dictador soviético. Presentaron una versión que durante algún tiempo siguió siendo la habitual, retratando a Stalin como un dirigente del partido mediocre, en gran parte de segunda fila, que había disfrutado de sólo una carrera secundaria antes de la revolución, gris y distante, y que incluso durante la revolución y la guerra civil rusa no fue más que un anodino apparatchik burocrático, no un dirigente de primera fila, que simplemente se dedicó a maniobrar y conspirar en su camino hasta la cima. Trotsky, por ejemplo, trataba de explicarse por qué alguien como él, que fue durante años el segundo bolchevique más destacado después de Lenin, se había visto desplazado por completo en la lucha por el poder.

Este retrato quedó parcialmente corregido en la reciente biografía de Service, que generó nuevos datos sobre los primeros años de Stalin y demostró claramente que había sido un dirigente mucho más destacado antes de 1917 y también durante la guerra civil de lo que habían admitido las aproximaciones anteriores. La obra de Service sobre el joven Stalin se ha visto ahora en gran medida expandida y, en la práctica, superada por la nueva narración, tan rica en detalles, de su vida y su carrera hasta 1917 firmada por Simon Sebag Montefiore. Éste se sitúa ahora como el primer investigador de la vida personal de Stalin, que ya ha publicado anteriormente En la corte del zar rojo (recensionado por Ian Buruma en Revista de Libros, núms. 91-92 (julio-agosto de 2004), pp. 3-6), una fascinante, minuciosa y original historia social del círculo íntimo de Stalin durante su cuarto de siglo como dictador.

Llamadme Stalin, al igual que el anterior libro, es fruto de una investigación monumental. En Moscú, la Georgia natal de Stalin y otros lugares, Montefiore ha sacado a la luz una montaña de nuevos datos sobre los primeros años del dictador soviético, extraídos de archivos, documentos privados, extrañas publicaciones y entrevistas. Una reseña anterior en The Times Literary Supplement cuestionaba la fiabilidad de parte de esta información. Hay que admitir que parte de ella es poco más que puro chismorreo, y Montefiore no deja de ser consciente del hecho que está abriéndose camino a través de una especie de campo de minas y de que algunos de sus datos son 2


cuestionables. Él mismo llama la atención sobre esto, y algunas de las anécdotas que cuenta deben ser recibidas con cautela, admite. Dada la ausencia de documentación absolutamente concluyente y fiable sobre algunos puntos, su estudio no puede considerarse una exposición absolutamente definitiva, pero no hay duda de que representa una investigación impresionante y de que brinda un retrato por regla general preciso de los temas fundamentales, a pesar de que muchos de los detalles sigan siendo inciertos.

Montefiore presenta una suerte de interpretación «esencialista» de Stalin, manteniendo que aspectos cruciales del carácter, la personalidad y el modus operandi de Stalin se consolidaron muy pronto y pasaron a reforzarse y a adquirir prominencia durante el comienzo de su edad adulta, hasta el punto de que el Stalin esencial ya había quedado formado mucho antes de 1917. Presenta pruebas suficientes como para que esta interpretación resulte convincente. Montefiore confirma lo que supimos anteriormente por Service, que Iosiv Dzhugashvili nació en Gori (Georgia) en diciembre de 1878, no un año después, como mantuvo posteriormente el propio Stalin, falsificando posiblemente su fecha de nacimiento para evitar tener que servir en el ejército zarista. Hijo de un zapatero georgiano (y, por tanto, uno de los pocos dirigentes bolcheviques que procedía de un entorno genuinamente «proletario»), Stalin se crió en el Cáucaso, una región que durante el siglo XIX y los comienzos del XX fue la parte más disidente y violenta del imperio zarista, claramente más que la Rusia étnica. Montefiore demuestra de modo convincente que Stalin se acostumbró a la práctica de la violencia a una temprana edad, a pesar de que esta violencia normalmente no llegara más allá de los puñetazos y las peleas callejeras. Sin embargo, sea como fuere, el movimiento revolucionario de Georgia pasó a estar dominado por los más moderados mencheviques, no los bolcheviques, por lo que difícilmente podría bastar el entorno natal para explicar las siniestras características del Stalin adulto. En esta visión «esencialista», Stalin se había convertido a los veinte años aproximadamente en un bolchevique «natural», a pesar de haber recibido toda su educación en los colegios y el seminario de la Iglesia ortodoxa rusa. En sus años de adolescencia era ya un rebelde innato, despiadado, inteligente y dominante, capaz de manipular y controlar a muchos de sus compañeros de colegio, y atraído tempranamente por el nuevo movimiento extremista que estaba formando Lenin.

Había también, por supuesto, otro aspecto de su personalidad. Stalin fue un lector voraz durante toda su vida y se convirtió en un autodidacta bien informado, apasionado de los libros hasta sus últimos años, aunque, como en el caso paralelo de Hitler, todo lo que leía era cuidadosamente 3


filtrado por su propia manera de ser y su visión del mundo. Era un amante de la música y fue un cantante destacado en los coros del colegio y el seminario, llegando incluso a cantar en bodas georgianas para pagarse sus gastos personales, y encantó a sus compañeros durante muchos años, aun siendo ya un revolucionario, con su melodiosa voz de tenor. En su adolescencia fue un poeta de poca monta, con algunos de sus versos publicados en georgiano y pronto incluso antologizados, aunque abandonó la poesía tras convertirse en un revolucionario profesional.

Un líder natural, Stalin no fue lo que normalmente se consideraría una persona agradable, pero siempre poseyó un encanto especial, aunque lo ejerció sólo intermitentemente, cuando estaba de buenas o lo juzgaba especialmente útil. Años más tarde, un anticomunista tan ardoroso como Winston Churchill diría, en parte para su propia sorpresa: «¡Me gusta Stalin!».

A las mujeres les resultaba atractivo, aunque era bajito, flacucho durante muchos años, tenía un cutis amarillento con las marcas dejadas por la viruela (consecuencia de un brote infantil muy severo) y tenía el brazo izquierdo anquilosado que podía utilizar sólo parcialmente de resultas de un grave accidente infantil. Sin embargo, su personalidad no podía ser más atractiva; era capaz, cuando así lo quería, de desplegar una galantería innegable, podía cantar y recitar poesía como muy pocos podían hacerlo, podía contar anécdotas y ser un conversador irresistible, y tenía unos ojos poderosos, vívidos y penetrantes (la única característica física que compartía con Hitler). Aunque no fue un sátiro compulsivo como Mussolini, el amoral Stalin sí fue un promiscuo durante gran parte de su juventud, aunque al mismo tiempo se sentía atraído hacia el matrimonio.

Existen pocas dudas de que se enamoró profundamente de la joven georgiana de clase media con la que se casó cuando él tenía veintisiete años, aunque su constante dedicación a la actividad revolucionaria hizo de él un marido distante y negligente; su primera esposa moriría de tifus sólo dos años después de la boda. Testigos presenciales contaron que en su funeral el afligido marido saltó incluso a la tumba sobre su ataúd, como si quisiera ser enterrado con ella, y tuvieron que sacarlo a la fuerza. Tras la muerte de ella, su personalidad pareció endurecerse aún más. Más tarde, mientras estaba en la cárcel, intentó casarse con una joven revolucionaria con la que había estado viviendo, pero no consiguió obtener el permiso de las autoridades antes de su exilio en Siberia. A su manera, caracterizada por la dureza, también amó posteriormente a su segunda esposa, la mucho más joven Nadezhda Alliluyeva, y quedaría momentáneamente muy trastornado por su suicidio, un acto de desesperación provocado por la manera, en ocasiones

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desconsiderada, en que él la trataba. Como afirmó Molotov: «Fue la única vez que vi llorar al camarada Stalin».

Un comentarista ha señalado recientemente que, de todos los grandes dictadores, Stalin fue la persona más «normal», pero se trata de una flagrante tergiversación, ya que Stalin fue cualquier cosa menos una persona normal. Existen pocas dudas de que su propia conducta, a pesar de la ausencia de malos tratos, fue un factor fundamental en la muerte de sus dos esposas. En muchos aspectos, el dictador que fue la persona más normal en su vida personal fue Franco, un marido y padre normal y devoto, un buen hombre de familia de hábitos convencionales, no dado a los extremos de ascetismo como Salazar o el joven Hitler, o a los excesos y los líos de faldas de Mussolini o Stalin. Pero, por supuesto, ningún dictador es en realidad «gente normal».

Sin embargo, más que cualquier otro dirigente bolchevique, Stalin vivió la vida completa del revolucionario activo y totalmente comprometido. Mientras que otros muchos altos dirigentes del partido disfrutaron de una existencia cómoda en el exilio en el extranjero, Stalin vivió casi veinte años como un revolucionario clandestino, soportando con frecuencia una dura existencia con numerosas privaciones, llena de peligros, tensión física y emocional e, incluso, auténtico sufrimiento. Arrestado nueve veces por las autoridades zaristas, sorprendentemente indulgentes, lo exiliaron en varias ocasiones a Siberia, pasando seis y medio de los últimos nueve años previos a 1917 en la cárcel o en el exilio siberiano, fundamentalmente este último. Los últimos tres años y medio los pasó en gran parte en un pueblo miserable dentro del círculo polar ártico, donde Stalin estuvo a punto de morir debido a la dureza del clima. Esto fue muy distinto de las vidas normalmente confortables de Lenin, Trotsky o Bujarin. De todos los dictadores del siglo XX, Stalin tuvo con mucho la vida más dura y más extrema durante los primeros treinta y nueve años de su existencia. Este fue, sin duda, un factor importante en la formación del Stalin maduro.

Montefiore observa de modo convincente que en el Partido Bolchevique había muchos matones y también muchos intelectuales. Lo peculiar de Stalin es que fue la única persona de todo el partido que fue al mismo tiempo tanto un notable matón (o el jefe de un círculo íntimo de matones) y también un notable intelectual, si puede calificársele de tal. Ahí radica una gran parte de su peculiaridad, aunque no toda.

Stalin surgió durante la «primera revolución rusa» de 1905 a 1907 como el dirigente clave del sector más violento de los bolcheviques, primero en Tiflis y luego en el importante centro 5


petrolífero de Bakú, en el mar Caspio. Combinaba la organización revolucionaria tradicional con las tácticas del crimen organizado, y lo cierto es que reclutó a criminales profesionales para sus violentas cuadrillas que robaban bancos, barcos y provocaban incendios, practicaban la extorsión («impuesto revolucionario») e incluso el secuestro a gran escala. El espectacular robo de un banco en Tiflis en pleno día en junio de 1907 dejó un saldo de muertos y heridos en una combinación única de terrorismo y delincuencia, lo que atrajo la atención internacional. Se hicieron con doscientos cincuenta mil rublos o más (el equivalente de casi tres millones y medio de dólares al cambio actual) en uno de los robos de bancos más sangrientos y más espectaculares, y uno de los de mayores dimensiones, de la historia. Stalin y sus «gángsteres», como los llama Montefiore, se convirtieron durante un tiempo en los principales financiadores del Partido Bolchevique. Lenin empezó a valorar inicialmente a Stalin más por sus éxitos en el ámbito del crimen organizado que por su liderazgo político.

Sin embargo, tanto en Tiflis como en Bakú demostró tener también una extraordinaria capacidad como organizador del partido en la clandestinidad, desarrollando en el Cáucaso una de las secciones más poderosas del partido. Había pasado a ser un dirigente visible en toda Rusia en 1905, y también empezó a emerger como uno de los periodistas más eficaces del partido, revelando la conjunción única de las aptitudes del matón-más-intelectual a las que se refiere Montefiore al comienzo del libro. A partir de ese momento participó en todos los principales congresos del partido a los que le resultaba físicamente posible asistir, y en 1912 Lenin reconoció que no era simplemente un terrorista y un gángster inusualmente eficaz, sino también uno de los dirigentes más capaces del partido en el sentido convencional.

Fue en aquel momento, como es bien sabido (por utilizar una de las frases predilectas de Stalin), cuando entró a formar parte del comité central del partido, el núcleo de la cúpula dirigente. Stalin fue reclutado no sólo por sus aptitudes como no ruso y le confiaron ser el «experto en nacionalidades» del comité, ya que el imperio zarista era un enorme conglomerado de más de un centenar de grupos étnicos y lingüísticos diferentes. Lenin le encomendó la preparación de un nuevo folleto que definiera la postura del partido sobre la cuestión nacionalista. El documento resultante se convirtió posiblemente en el más famoso de todos sus numerosos escritos, El marxismo y la cuestión nacional, que esbozaba cuál sería la posición teórica de la dictadura comunista sobre este tema después de hacerse con el poder en 1917. Lenin se mostró encantado, ensalzándolo como «el maravilloso georgiano». Fue a partir de este momento, además, cuando asumió de forma permanente el pseudónimo de Stalin («el de acero»). 6


Stalin era ya el director fundador de Pravda, el nuevo diario bolchevique de Moscú, lo que hizo de él el periodista y propagandista clave del partido. Lenin también lo nombró codirector del «Departamento ruso», el principal sector del partido dentro del imperio zarista, a pesar de que no era ruso. Así, el niño georgiano que no había aprendido ruso hasta la adolescencia había pasado a ser uno de los principales dirigentes y portavoces del partido.

Tenía menos experiencia en el extranjero que casi cualquiera del resto de los principales dirigentes. Stalin viajó fuera del imperio en sólo cinco breves ocasiones a congresos del partido, seguidas más tarde de dos viajes especiales para realizar consultas con Lenin. Fueron viajes de trabajo en los que aprendió comparativamente pocas cosas de Europa, con la excepción de dos meses pasados en Viena y Cracovia en los veranos de 1912-1913. Esto es lo más cerca que estuvo en toda su vida, en lo que a proximidad física se refiere, de Adolf Hitler, que vivía en Viena durante esta época. La única cosa que debieron de tener en común durante esas pocas semanas fue que a ambos les gustaba pasear por el gran parque del palacio Schönbrunn. En caso de haberse visto, nadie reparó en ello. Stalin era once años mayor y una persona mucho más hecha, mientras que Hitler era un hombre muy joven en paro e indigente.

Liberado finalmente del exilio siberiano por el derrumbamiento del régimen zarista, Stalin fue uno de los dos primeros miembros del comité central del partido en llegar a San Petersburgo. Antes de la llegada de Lenin en abril, fueron ellos quieren dirigieron el partido, adoptando una política comparativamente moderada. En este momento el extremista era Lenin, no Stalin. Inmediatamente después de su llegada, el principal dirigente bolchevique insistió en preparar el asalto al poder directamente por medio de un golpe de Estado con armas, y Stalin, al igual que la mayoría del resto de notables del partido, aceptó enseguida esta política, a pesar de que en 1917 incluso a Stalin le resultaba difícil estar de acuerdo en todos los detalles con las órdenes violentas y absolutamente sin escrúpulos de Lenin. Durante la gestación del golpe bolchevique a lo largo de siete meses, Stalin desempeñó un papel fundamental en el liderazgo del partido, no en términos de discursos públicos u organización paramilitar, sino como director de la prensa y la propaganda organizada del partido, así como en la coordinación general de política y organización. No había ningún otro dirigente bolchevique del que Lenin dependiera más que de Stalin, aunque en el momento del golpe su papel público resultaba menos manifiesto que el de otras personas. Tanto durante los meses del ascenso al poder como en la primera fase de la nueva

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dictadura terrorista actuó como uno de los cuatro o cinco principales dirigentes bolcheviques. A partir de este momento, los hechos de su vida pasaron a ser cada vez mejor conocidos.

Un tema fundamental de la historia soviética tiene que ver con la relación entre el liderazgo y las políticas de Lenin en comparación con las de Stalin. Durante las fases posteriores del régimen soviético, tras la muerte de Stalin, se puso de moda la idea de contraponer un Lenin supuestamente «bueno» a un Stalin «malo», y los estudiosos de izquierdas siguen permitiéndose este juego, que fue un leitmotiv de Mikhail Gorbachov. Montefiore concluye que esto constituye un error flagrante. Lenin fue uno de los dictadores más violentos y extremos del siglo, imponiendo el terrorismo de Estado masivo. La incapacidad física que padeció ya en 1922, junto con la debilidad del nuevo régimen soviético, hizo que le resultara imposible lograr el totalitarismo pleno y la ingeniería social de grandes dimensiones que llevó a cabo Stalin.

Montefiore piensa que esa diferencia lo fue simplemente de grado, ya que las políticas de Stalin representaron

no

la

perversión

del

leninismo,

sino

su

evolución

natural.

El logro de Montefiore es hacer que resulte comprensible el desarrollo de la personalidad capaz de ejecutar semejantes políticas. Este no es un estudio definitivo, ya que algunos aspectos siguen siendo turbios y algunas de las fuentes son poco fidedignas, pero supera con mucho a todos los tratamientos anteriores. Es probable que siga siendo durante algún tiempo la mejor narración de los primeros treinta y nueve años de Stalin, la época en que el joven revolucionario georgiano Dzhugashvili se convirtió en el maduro dirigente bolchevique Stalin.

Traducción de Luis Gago

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Maestro del terror1 Ian Buruma Revista de Libros, nº 91-92 · julio-agosto 2004

Simon Sebag Montefiore La corte del zar rojo Trad. de Teófilo de Lozoya Crítica, Barcelona 896 págs.

Los dictadores adoptan muchas formas. Algunos son maníacos religiosos y otros, cínicos absolutos; algunos son niños tímidos y enmadrados con afán de dominio, y otros se ven impelidos por una causa o misión más elevadas; algunos desean ser adorados como dioses, otros se contentan con ser temidos, y la mayoría son probablemente una mezcla de todas estas cosas. Pero todos tienen una cualidad en común: la lucha para conseguir el poder absoluto los relega a un mundo de mentiras. Y uno siente la tentación de suponer que si un dictador como, por ejemplo, Mao Zedong creía realmente lo que decía de él su propia prensa –que era el mayor genio de la historia, el mayor estadista, general, científico, poeta y qué sé yo qué más– seguramente sería un loco. El Gran Líder Kim II Sung creó una especie de cielo (o infierno) del dictador, donde su cara era virtualmente la única imagen que se mostraba en público, y la política, las artes y la ciencia hallaron cauce en una colección de libros que llevaban su nombre. La historia de su vida, casi enteramente mítica, se convirtió en tema de un culto 1

http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=3947

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sagrado. Si pensaba que todo esto no era más que un engaño espantoso que sufrían sus súbditos, su cinismo habría sido tan ilimitado que constituiría también una forma de locura.

Y, sin embargo, suponer que estos monstruos están locos es, por regla general, un error. Joseph Vissarionovich Stalin no era un loco. Pero es cierto que no resulta fácil definir su verdadera naturaleza. Era un cínico, pero también un creyente. Traicionaría cualquier promesa, cualquier ideal, cualquier principio moral o político, o a cualquier persona, incluidos los miembros de su propia familia, para mantenerse aferrado al poder, aunque también parece haberse visto impulsado por un celo milenario cuasirreligioso. Según Andrei Gromyko, el embajador soviético en Washington y más tarde ministro de Asuntos Exteriores de Breznev, Stalin sólo daba rienda suelta ocasionalmente «a emociones humanas positivas». Aunque también podía ser un hombre de gran encanto, y tenía una vena sentimental. No siempre le resultaba fácil condenar a muerte a un viejo amigo pero, ay, era algo que había que hacer. La causa era más importante que cualquier sentimiento humano. ¿Quién fue, pues, este hombre, que envió a decenas de millones –incluidos algunos de sus más íntimos camaradas– a padecer muertes horribles con un simple gesto hecho a sus esbirros, que consumaban la matanza?

Se han escrito muchos libros sobre este tema, y aún no lo sabemos realmente. Robert Conquest, cuyo clásico El gran terror (Barcelona, Caralt, 1974) sigue siendo uno de los mejores libros sobre este tema, describe al Vozhd (Líder) como una especie de capo di tutti capi, el jefe de una gigantesca organización criminal. Compara a Andrei Vyshinsky, el juez ejecutor de Stalin, con un «abogado del crimen organizado» y compara al Partido Comunista Soviético con la cosa nostra. Cita, refrendándolo, el veredicto del comunista yugoslavo Milovan Djilas: «Stalin fue, en general, un monstruo que, aunque comulgaba con ideas abstractas, absolutas y fundamentalmente utópicas, en la práctica no tenía otro criterio que el éxito, y esto significaba violencia y exterminio físico y espiritual». Pero Conquest también concluyó que el lado personal de la personalidad de Stalin «debe de seguir siendo en gran medida enigmático».

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El soberbio libro de Simon Sebag Montefiore ofrece un estudio más detallado de este aspecto personal de Stalin y sus principales colaboradores.2 De hecho, ningún autor occidental se ha acercado tanto. Ha rebuscado en archivos soviéticos recién abiertos (y a menudo cerrados posteriormente), que hicieron aflorar algunos materiales asombrosos. Más extraordinarias son aún sus entrevistas con los parientes y descendientes de Stalin y su séquito. Montefiore los localizó en Moscú, Tblisi, Europa occidental, los Estados Unidos o dondequiera que estuvieran, y grabó sus relatos, que a menudo le contaban como excusas y justificaciones, aunque no por ello son menos terroríficos, grotescos o execrables. Montefiore, un escritor excelente, utiliza centenares de viñetas para meternos en harina. Reserva algunas de las mejores para sus notas a pie de página. Así, nos enteramos de que a Stalin le encantaba asistir a representaciones de su ópera predilecta, Ivan Susanin de Glinka, «pero sólo esperaba hasta la escena en que un ruso atrae a los polacos hacia un bosque, donde mueren congelados. Luego salía del teatro y se iba a casa». O de que Stalin, el mariscal Voroshilov, Anastas Mikoyan y otros miembros del Politburó se daban festines de comer, bailaban toda la noche y cantaban baladas cosacas mientras millones de personas morían de hambre en las hambrunas –por causas humanas– de 1931. O de que Stalin le hizo remedar a su guardaespaldas, Karl Pauker, para regocijo del Vozhd y sus amigotes, las patéticas súplicas de Grigory Zinoviev, un miembro del Politburó que fue ejecutado por orden de Stalin por deslealtad. O de que todas y cada una de las más destacadas familias bolcheviques contaban con su propio «eliminador», generalmente uno de los niños, cuya tarea era purgar los álbumes de fotos familiares de retratos de amigos y parientes que habían sido arrestados y ejecutados como enemigos del pueblo.

Y así van sucediéndose las escenas horrendas, una tras otra, que solían tener lugar en la atmósfera cargada, puritana, burda y, sobre todo, paranoica de las numerosas casas de campo de Stalin, donde el aburrimiento extremo de los divagantes monólogos del Líder podían tornarse en pánico en un segundo ante la más mínima insinuación que le desagradara. Montefiore ve a Stalin más como un malévolo sumo sacerdote de un culto siniestro que como el jefe de unos gángsters. El hecho de que Stalin fuera en su día

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Es realmente difícil saber cómo llamar a estos hombres brutales, aterrorizados, intrigantes, sin

escrúpulos, hambrientos de poder, pero también, en algunos casos, fanáticamente idealistas. No eran ni políticos ni burócratas en el sentido convencional. ¿Qué eran entonces? ¿Cortesanos? ¿Esbirros? ¿Sátrapas? ¿Paladines? Montefiore prefiere «magnates».

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estudiante en un seminario de Georgia le parece significativo. «Criado en una casa humilde controlada por un sacerdote, sufrió los daños de la violencia, la inseguridad y la sospecha, pero también la inspiración de las tradiciones locales de dogmatismo religioso, las contiendas de sangre y el bandolerismo romántico». Montefiore subraya una y otra vez el fanatismo de los primeros bolcheviques. El celo de Stalin, escribe, era «cuasiislámico», y esto era algo «característico de los magnates bolcheviques». Montefiore señala que la mayor parte de los viejos bolcheviques «procedían de entornos devotamente religiosos». Stalin, Yenukidze y Mikoyan fueron seminaristas. Voroshilov fue un niño cantor. Kaganovich procedía de una devota familia judía y la madre de Beria era tan piadosa que murió en una iglesia. «Odiaban el judeocristianismo», escribe Montefiore, «pero la ortodoxia de sus padres se vio sustituida por algo incluso más rígido: una amoralidad sistemática». Nadezhda Mandelstam observó: «Esta religión –o ciencia, como la llamaban modestamente sus adeptos– inviste al hombre de una autoridad divina [...]. En los años veinte, muchas personas establecieron un paralelismo con la victoria del cristianismo y pensaban que esta nueva religión duraría mil años». Cuando Stalin estaba a punto de ordenar el asesinato de cientos de miles de personas en el Gran Terror de 1937, les dijo lo siguiente a algunos de sus colaboradores más antiguos que estaban a punto de ser eliminados en las purgas: «Quizá pueda explicarse por el hecho de que habéis perdido la fe». Aquí, escribe Montefiore, «se hallaba la esencia del frenesí religioso de la futura matanza».

En este orden de cosas, Vyshinsky era más un gran inquisidor que un abogado del crimen organizado. Una vez más, por tanto, los dos papeles no son incompatibles. Todo esto es perfectamente plausible. Puede que sea precisamente su sinceridad la que permite que los asesinos en masa utilicen cualquier medio para lograr los fines que desean. Y Stalin era sólo el jefe de los asesinos. Sus magnates tenían poderes ilimitados en sus propios dominios. Montefiore cita algo que dijo Khruschev, que fue responsable de incontables muertes en Ucrania, sobre un agrónomo a su servicio que lo contrarió durante el Terror: «Bueno, por supuesto que podría haber hecho lo que quisiera con él, podría haberlo destruido, podría haberme encargado, ya sabe, de que desapareciera de la faz de la tierra». Pero como la más ligera sospecha de duda o disentimiento podría conducir incluso a los colaboradores más cercanos de Stalin directamente a las cámaras de tortura, había que tener cuidado de creerse cualquier opinión que se expresara.

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Los grandes jefes del partido, como Khruschev, Vyacheslav Molotov, el ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, Sergei Kirov, el jefe del partido en Leningrado, e incluso Beria, al frente de la policía secreta de Stalin, el NKVD, vivían en medio de un temor más o menos constante. Si el Líder les decía que bailaran, bailaban; si les golpeaba en la cabeza con su pipa y decía que sus cráneos estaban huecos, como hizo Stalin con Khruschev en público, le reían la gracia; y si les pedía que mataran a miles, mataban a miles, o a cientos de miles, o lo que hiciera falta para mantener contento al Vozhd y que los dejara en paz. Tenían toda la razón al tener miedo. A Pauker, el bufón de la corte que entretenía a su amo burlándose de las súplicas de Zinoviev para que no lo mataran, le pegaron un tiro por saber demasiado. La esposa de Molotov fue deportada por su presunto libertinaje sexual y por formar parte de una conspiración judía. Kirov fue asesinado en Leningrado, en 1934, muy probablemente por orden del NKVD. En 1938, Nikolai Bukharin, que mostró su desacuerdo por la guerra de Stalin contra los campesinos, fue condenado a muerte en un juicio amañado y propagandístico acusado de ser un espía trotskista, un destrozador, un terrorista y un conspirador para asesinar a Lenin. Su primera mujer, lisiada, fue interrogada y luego ejecutada. Su segunda esposa pasó dieciocho años en el Gulag. Montefiore defiende que Bukharin no fue torturado. Esto encaja con la conclusión de Robert Conquest en sus anteriores ediciones de El gran terror. Pero en la edición revisada de su libro Conquest escribe que se utilizaban realmente «métodos de influencia física» y que fue amenazada no sólo la esposa de Bukharin, sino también su hijo, que era sólo un niño.

Incluso los carniceros más feroces de Stalin, los jefes de su policía secreta, nunca se sintieron a salvo, y de nuevo con motivos sobrados: todos los jefes de la policía secreta sabían demasiado, y esto los convertía en peligrosos. Genrikh Yagoda, que había creado el NKVD, fue juzgado y ejecutado en 1938 por derechista y espía trotskista. Nikolai Yezhov, conocido como «El enano» por su baja estatura, y el arquitecto del Terror, era un hombre que sentía un placer especial por golpear a alguien hasta matarlo, pero fue arrestado y ejecutado en 1940 bajo la acusación de ser un espía británico y de conspirar para asesinar a Stalin. Su sucesor, Lavrenti Beria, con un gusto tan voraz como el de Yezhov por el uso de métodos de influencia física, sobrevivió a la muerte de Stalin, pero fue liquidado por Khruschev. ¿Cómo podían creer estos antiguos peces gordos las absurdas acusaciones esgrimidas contra los demás? ¿Y qué pensaban los magnates cuando desaparecían sus mejores amigos? Yezhov, que había obtenido mediante

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torturas las confesiones más estrafalarias de numerosas personas, no era obviamente un espía británico, y de hecho se negó a confesar, pero es posible que al menos algunos incondicionales del Partido, traicionados por la misma causa a la que habían servido, siguieran creyendo que el Partido y su Líder eran infalibles y, por tanto, que sus sentencias de muerte tendrían que ser en algún sentido merecidas. Éste es uno de los temas subyacentes en la novela de Arthur Koestler Oscuridad a mediodía. Pero Koestler también señaló que al menos algunas personas «fueron silenciadas por el miedo» y que «algunas esperaban salvar su cabeza; otras salvar al menos a sus mujeres o hijos». En cierta ocasión cité superficialmente la descripción que hace Koestler de los verdaderos creyentes a Leo Labedz, el brillante intelectual polaco que ayudó a fundar la revista Encounter. Labedz me recordó que la mayoría de las personas dirían cualquier cosa en cuanto sus cuerpos y sus espíritus se vieran quebrantados por la tortura. E incluso aquellos que murieron como bolcheviques confesos lo hicieron probablemente de este modo, por decirlo así, faute de mieux. Conquest cita el último ruego de Bukharin en 1938: Durante tres meses me negué a decir nada. Entonces empecé a testificar. Porque mientras estaba en la cárcel hice una reevaluación de todo mi pasado. Porque cuando te preguntas: "Si has de morir, ¿por qué estás muriendo?". Entonces se yergue ante ti una vacuidad absolutamente negra con una asombrosa intensidad. No había nada por lo que morir si uno quería morir sin arrepentirse [...]. Y cuando te preguntas, "Muy bien, supón que no vas a morir; supón que por algún milagro vas a seguir vivo. Y de nuevo, ¿para qué?". Aislado de todos, un enemigo del pueblo, una posición inhumana, completamente aislado de todo lo que constituye la esencia de la vida.

De todos los adláteres de Stalin, Beria fue quizás el más despiadado, pero también el más lúcido. Montefiore lo resume de este modo: «Este hábil intrigante, tosco psicópata y aventurero sexual también habría cortado gargantas, seducido a damas de compañía y envenenado copas de vino en las cortes de Gengis Kan, Solimán el Magnífico o Lucrecia Borgia». En los primeros años de su ascenso a las más altas instancias, Beria «veneraba a Stalin». «La suya era la relación del monarca y el señor feudal». Trataba al Líder «como un zar en vez de como el primer camarada». Y Beria pasó a tener «con el paso del tiempo menos devoción por el marxismo». Nada más morir Stalin en 1953, Beria propuso liberalizar el régimen y liberar Alemania del Este, lo que muestra que incluso los monstruos pueden tener políticas acertadas. Montefiore escribe que el nuevo entusiasmo liberal de Beria alarmó tanto a los magnates que Khruschev hizo arrestarlo y

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ejecutarlo rápidamente. Pero también era difícil que Khruschev, que tenía probablemente más de auténtico creyente que Beria, actuara únicamente por idealismo. Estaba librándose un juego de poder en la cosa nostra soviética. Los magnates conocían a su hombre: no corrieron riesgos y cogieron a Beria antes de que él pudiera cogerlos a ellos.

Pero esto sigue dejando sin contestar la pregunta del propio Stalin: ¿jefe de gángsters, zar o gran patriarca bolchevique? A menudo se ha comparado a Stalin con Hitler. Es algo que tiene cierta lógica. El estalinismo fue en muchos sentidos una inspiración para el Führer, y el Vozhd se sentía fascinado por Hitler. Montefiore vuelve a ofrecer una anécdota reveladora. Después de que Hitler hubiera asesinado a potenciales rivales en la Noche de los Cuchillos Largos, Stalin le comentó a Mikoyan: «¿Has oído lo que ha pasado en Alemania? [...] ¡Menudo tipo ese Hitler! ¡Espléndido! ¡Eso es algo para lo que hace falta habilidad!». Pero en cierto sentido Stalin tenía más en común con Mao. Ambos eran provincianos que se las daban de pensadores. Estaban fascinados por artistas e intelectuales, y sospechaban profundamente de ellos. Stalin, al igual que Mao, era un lector voraz, con un gusto especial por la historia (su nieta afirmó que lo vio leyendo a Balzac y que «adoraba» a Zola). A Mao le gustaba identificarse con el emperador Qin, un salvaje tirano del siglo II a.C. que se hizo famoso (en la medida en que podemos saber algo con seguridad) por quemar a eruditos confucianos, además de sus libros. Stalin, nos informa Montefiore, se consideraba alguien al estilo de Iván el Terrible, su «maestro». «El pueblo ruso –decía– es zarista». «El pueblo necesita un zar a quien puedan venerar y por quien puedan vivir y trabajar». Cuando no era Iván quien le servía como modelo histórico, su papel lo ocupaba Pedro el Grande, o Alejandro I, o los shahs de Persia. Esto parece estar a años luz de las teorías del socialismo científico.

Pero Stalin compartía con Mao una convicción que encaja con la lógica del marxismoleninismo revolucionario, a saber, la creencia de que la sociedad era una tabula rasa, que el hombre podía rehacer, desde cero, dada una voluntad superior y un grado suficiente de crueldad. La naturaleza podía ignorarse tranquilamente. Ese es el motivo por el que ambos parecen haber sido engañados sinceramente por la ciencia descabellada de Trofim Lysenko. El «lysenkismo», o «darwinismo creativo», prometía un nuevo tipo de agricultura en el que se crearían variedades de trigo soviético hasta entonces insólitas que solucionarían todos los problemas de alimentación en el imperio

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de Stalin. Los experimentos con el trigo soviético fueron tan desastrosos como, pocas décadas después, el trigo chino de alto rendimiento de Mao (plantado en suelos tan absolutamente inapropiados como las tierras altas del Tíbet), pero de estos fracasos se culpaba a los «saboteadores» y a los «científicos burgueses», muchos de los cuales fueron asesinados, a pesar de que las muertes por hambre se produjeran en mayor número que nunca. Estas cosas podrían no haber ocurrido si Stalin y Mao hubieran sido unos escépticos totales. Pero eran crédulos además de cínicos, y por ello hubieron de morir millones de personas.

Lo que hace de un tirano como Stalin alguien especialmente terrorífico es, sin embargo, que nunca se podía estar seguro de lo que pensaba en un momento dado. La realidad, como el hombre soviético, era infinitamente maleable; era lo que el Vozhd decía que era. Stalin también utilizó la volubilidad como un arma política para mantener a sus subordinados en una conjetura constante: las órdenes se invertían de repente; se daba de beber y cenar a hombres y mujeres una noche y al día siguiente se les torturaba; podía alabarse a alguien por hacer algo y a renglón seguido castigarle por ello; a los jefes del NKVD de Stalin, como el egregio Yezhov, se les soltaba como perros salvajes sobre los enemigos, y luego se les pegaba un tiro por haber llegado demasiado lejos. Este capricho tiránico empeoró cuando Stalin sintió el frío de la muerte junto a su propio cuello. En el último año de su vida creía, o decía que creía, que las conspiraciones judeo-crimeoamericanas estaban amenazando su imperio. Se arrestó a poetas judíos como espías estadounidenses. Los médicos judíos fueron torturados por Semyon Ignatiev, el último jefe de la policía secreta de Stalin, por «terroristas» y «saboteadores». Nadie estaba al margen de toda sospecha en este universo enloquecido. A Molotov, cuya esposa era judía, Stalin le puso el sobrenombre de «Molotstein». Montefiore pregunta: «¿Creía realmente Stalin en todo esto?». Su respuesta: «Sí, apasionadamente, porque era políticamente necesario, lo que era mejor que la simple verdad. "Nosotros mismos podremos decidir", le dijo Stalin a Ignatiev, "lo que es verdad y lo que no"».3

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Esto trae a la memoria al alcalde vienés Karl Lueger quien, cuando le preguntaron por qué tenía algunos

amigos judíos, a pesar de su conocida animosidad hacia los judíos, respondió que él decidiría quién era judío.

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El resultado, por supuesto, es la paranoia, que no es más que una forma de locura. Un dictador, no menos que sus colaboradores, ha de vivir en un palacio de mentiras que él mismo se construye, donde jamás puede confiarse en nadie. El médico de Mao Zedong, Li Zhisui, observó que en la corte de Mao tanto el presidente como muchos de sus sátrapas sufrían retortijones de estómago crónicos, un síntoma clásico de la tensión nerviosa (Himmler se quejaba de lo mismo, y sólo sabía cómo aliviarlo su masajista, un hombre gigantesco de origen báltico de nombre Kersten, conocido cariñosamente como el Gordo Buda). En el caso de la corte de Stalin, el alcoholismo y los infartos fueron los males más habituales. La paranoia, pues, quizá más que el sadismo, explica por qué Stalin necesitaba constantemente orgías de sangre, tanto en el conjunto del país como entre aquellos que se apiñaban a su alrededor. Stalin le dijo a Beria que «un enemigo del pueblo no es únicamente alguien que hace sabotaje, sino alguien que duda de la corrección de la línea del Partido. Y hay muchos y debemos liquidarlos». Como Stalin hacía y deshacía constantemente la línea del Partido, esto se traducía en que las liquidaciones no tenían fin. Si alguien perturbaba la imagen de la realidad que tenía Stalin en un momento dado, había que matarlo. No sólo había que asesinar a quienes dudaban, sino también a quienes podían potencialmente dudar. Se trata, en la práctica, de una forma de persecución religiosa, y a manos de un Dios vengativo y caprichoso. Montefiore cuenta una historia de una vieja histérica de Kiev que reconocía a los enemigos del pueblo con sólo mirarles a los ojos. Sus denuncias públicas provocaron la muerte de miles. Stalin la ensalzó.

Millones de ciudadanos soviéticos hubieron de pagar un precio terrible por la paranoia del Líder, no sólo en forma de terror y purgas, sino también de los errores garrafales cometidos por Stalin. Antes de que las tropas alemanas avanzaran majestuosamente por la Unión Soviética en 1941, Stalin había recibido varias advertencias de que era algo que estaba a punto de ocurrir. Pero desdeñó todos los informes de la inteligencia como mentiras y provocaciones. Porque había decidido que Hitler no atacaría nunca a la Unión Soviética y, por tanto, que cualquier información en sentido contrario –que los barcos de guerra alemanes estaban apiñándose en torno a Riga, o que los planes de guerra alemanes revelaban una invasión inminente– era una mentira maliciosa. Cuando un comunista de Berlín desertó de la unidad de su ejército alemán para informar a los soviéticos de las órdenes alemanas de atacar, Stalin hizo que lo ejecutaran «por su desinformación». Ha pasado a ser habitual la atribución a Stalin de su victoria definitiva

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sobre los nazis. Pero si hubiera dedicado más tiempo a preparar la invasión alemana y menos a torturar y condenar a muerte a sus mejores generales por criticar el estado de las defensas soviéticas, seguramente se habrían salvado incontables vidas. Las tropas de Hitler fueron derrotadas en última instancia no tanto por el genio de Stalin como por la inmensidad de la tierra que había que conquistar, la tenacidad de los soldados y ciudadanos soviéticos, los terribles errores tácticos de Hitler y el crudo invierno soviético. Los magnates de Stalin, el verdadero tema de Montefiore, pagaron un precio especial por la paranoia de su líder, aparte de ser ejecutados. Demasiado aterrorizados para contradecir a Stalin, la mayoría trató desesperadamente de consentirle todos sus caprichos. Esto le permitió al Vozhd practicar todo tipo de diversiones con ellos: hacerlos bailar juntos u obligarlos a beber hasta que se desplomaban; el tipo de cosas con que disfrutan muchos hombres fuertes y monarcas cuasimachos. Pero es probable que en la espantosa soledad de su trono despótico Stalin supiera que su poder se asentaba en una sarta de mentiras, y aunque exigiera su sumisión ciega, despreciaba a sus cortesanos más leales justamente por ello. Si es que no lo hizo ya, esto era un motivo suficiente para detestar a la humanidad.

En algún momento de la década de 1930, Stalin le contó este chiste a un hombre que había sido torturado. «Arrestaron a un chico –dijo Stalin–y lo acusaron de escribir Eugene Onegin. El chico intentó negarlo [...]. Unos días más tarde, el interrogador del NKVD se topó con los padres del chico: "¡Enhorabuena! –dijo–. Su hijo ha escrito Eugene Onegin"». A Stalin y sus gerifaltes esto les parecía hilarante. De todas las historias que nos cuenta Simon Sebag Montefiore en su sombrío y excelente libro, esta es seguramente una de las más desconcertantes.

Traducción de Luis Gago. © Copyright: Ian Buruma, 2004. Cedido por The Wylie Agency (UK) de Londres.

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Una sociedad atenazada por el miedo Stanley G. Payne HISTORIADOR Orlando Figes LOS QUE SUSURRAN. LA REPRESIÓN EN LA RUSIA DE STALIN Trad. de Mirta Rosenberg Edhasa, Barcelona - 958 pp. 39,50 € Revista de Libros nº 155 · noviembre 2009 Iosif Stalin murió hace más de medio siglo y, menos de cuatro décadas después, su imperio se extinguió. Después de ese tiempo, los archivos soviéticos se abrieron parcialmente y la literatura histórica sobre el primer y más completo de los Estados totalitarios ha crecido rápidamente. El propio Stalin ha sido una figura que ha fascinado a los historiadores y en los últimos años han aparecido más libros sobre él que sobre ningún otro personaje de la historia contemporánea. La nueva historiografía ha centrado su atención no simplemente en los dirigentes y la política soviética, sino también en la estructura y el funcionamiento del propio sistema. Han aparecido los primeros estudios plenamente informados de la represión soviética y de la GULAG[1], además de investigaciones de otras instituciones soviéticas. La literatura publicada en Occidente sobre el terrorismo de Estado soviético cuenta, sin embargo, con una dilatada historia. Desde 1920 aproximadamente han aparecido numerosos títulos sobre las políticas, las prácticas y las consecuencias del sistema leninista-estalinista. Hubo diversos hitos en esta literatura, el último de los cuales fue la publicación en la década de los setenta de El archipiélago GULAG de Alexander Solzhenitsyn. El nuevo libro de Figes no es, sin embargo, otro estudio más de las políticas del terrorismo de Estado u otra descripción de la vida en la GULAG, sino algo posiblemente incluso más importante: una narración social y psicológica detallada del efecto de la represión en los supervivientes y –en términos mucho más amplios– en sus familias y descendientes, así como en la sociedad soviética en un sentido más general. No se trata de un estudio de arriba abajo, como los libros clásicos de Robert Conquest, sino de abajo arriba, una verdadera historia social de los efectos de la represión y, como tal, es único. El libro consigue que el lector cobre conciencia de lo que significó todo esto en las vidas cotidianas de ciudadanos soviéticos de a pie de un modo que no había logrado hacer ningún estudio hasta la fecha. Figes, catedrático de Historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, se ha consolidado durante las dos últimas décadas como el estudioso más sobresaliente de la historia rusa contemporánea en el mundo anglófono. Sus libros anteriores más destacados fueron su historia de la Revolución Rusa y la guerra civil (1996) y El baile de Natacha (2002), una historia cultural de la Rusia moderna[2]. La base documental para este nuevo estudio es muy amplia. Visto retrospectivamente, el «período abierto» en la reciente historia rusa fueron, de manera aproximada, los años 1991 a 1996, cuando los archivos se abrieron parcialmente, se publicaron muchas nuevas memorias y se llevó a cabo una gran cantidad de historia oral. Cinco años después, este breve período de franqueza empezó a verse limitado por un número creciente de restricciones. Figes se ha valido de grandes cantidades de material procedentes de ese período, junto con otros datos archivísticos y una gran cantidad de literatura anexa, pero lo que brinda a este libro tanta originalidad y frescura es el nuevo y amplio trabajo de historia oral, realizado fundamentalmente por ayudantes de investigación de «Memorial», la sociedad histórica 1


de voluntarios dedicada a recuperar los testimonios de las víctimas. Figes ha utilizado los extensos archivos de historia oral que ya ha generado la sociedad pero, lo que es igual de importante, el grupo de Figes ha realizado durante un período de varios años entrevistas sistemáticas a una nueva y muy amplia muestra de supervivientes, cuya edad media en el momento de las entrevistas era de ochenta años. También recurre a numerosos documentos personales, diarios, cartas y otros recursos, coronados por una extraordinaria serie de fotografías de muchos de los principales protagonistas del libro. Estas últimas son con frecuencia sorprendentes, poniendo caras a los nombres, poniendo cuerpo a identidades y personalidades de una manera que raramente puede encontrarse en la historia social u oral. Esto imprime al producto final un elemento vívido y gráfico que resulta muy inusual. La organización es, en grandes líneas, cronológica, pero la narración avanza por medio de las experiencias de vidas individuales, algunas de las cuales reaparecen de nuevo en etapas posteriores de la historia soviética. El primer y extenso capítulo aborda la revolución y sus secuelas, seguido de otros sobre cada segmento de la historia soviética, hasta llegar al final de la represión masiva y el cierre de gran parte de la GULAG en 1956. Un amplio capítulo conclusivo trata de las consecuencias en años posteriores hasta el final mismo del régimen soviético. Figes introduce breves descripciones de las innovaciones generales y las políticas estatales para aportar coherencia y continuidad, pero el libro está estructurado básicamente en torno a las experiencias de familias y supervivientes individuales, que en muchos casos se citan con sus propias palabras, lo que presta al testimonio frescura e inmediatez. Por comparación, las estadísticas son infrecuentes, ya que los detalles y las experiencias de las vidas individuales asumen una importancia primordial. El hecho de que muchas de las familias sean seguidas durante un período de dos generaciones, e incluso más, proporciona al lector una valoración más precisa de las continuidades y los cambios en la historia social soviética. La cantidad de sufrimiento humano recogida es enorme, pero ningún aspecto es más prominente que la omnipresente sensación de miedo en la sociedad soviética, expresada más vívidamente en este libro que en ningún otro relato individual. Otra característica destacada es no simplemente lo que las víctimas y sus familias sufrieron a manos del Estado, sino cuánto sufrieron igualmente a manos de la propia sociedad soviética. Este estudio revela gráficamente hasta qué punto el sistema estalinista y sus normas crueles y estigmatizantes fueron interiorizadas psicológica y emocionalmente por una gran parte de la sociedad soviética, especialmente en las ciudades. Constituye una extraordinaria narración del funcionamiento de una sociedad totalitaria, que muestra que las familias y, más tarde, las víctimas supervivientes sufrieron a menudo casi tanto con la discriminación y estigmatización de los ciudadanos soviéticos normales como lo hicieron a manos del Estado. En un sentido más amplio, por tanto, no estamos simplemente ante una narración de todas aquellas personas vinculadas con las víctimas, sino también ante un relato del funcionamiento de la sociedad soviética en la vida cotidiana, ofreciendo nuevas perspectivas sobre el funcionamiento de las instituciones locales, el lugar de trabajo e incluso otros aspectos, como las condiciones de las viviendas. Figes explica que «la lengua rusa tiene dos palabras para “susurrante”: una para definir a alguien que susurra por miedo a ser oído (shepchushchii), y otra para definir a la

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persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades (sheptun). La distinción se origina en la época de Stalin, cuando toda la sociedad soviética estaba constituida por “susurrantes” de una u otra clase». El aspecto individual más importante de este extraordinario libro es, pues, que explica como ningún otro los modos en que la sociedad normal participó en los mecanismos represivos del régimen soviético, y se convirtió en un cómplice, hasta el punto de que incluso años después de la muerte de Stalin las familias de los reprimidos seguían escondiendo su estatus y sus sufrimientos, por miedo a que se repitieran de nuevo. En un ejemplo llamativo, dos de los descendientes de las familias «reprimidas» se enamoran y contraen matrimonio, pero durante veinte años ambos cónyuges se ocultan mutuamente la verdad sobre sus orígenes familiares, recelando de las consecuencias que podrían tener estas revelaciones incluso para aquellos con quienes mantenían una relación más íntima. Los rusos de a pie fueron las víctimas, pero también en otro sentido los perpetradores. En palabras de Figes, «el verdadero poder y el legado perdurable del sistema estalinista no emanaron de las estructuras del Estado ni del culto al líder, sino, como señaló en cierta ocasión el historiador ruso Mijail Gefter, “del estalinismo que penetró en cada uno de nostros”». Este aspecto ha sido muy bien captado por la reciente crítica aparecida en Bookforum, que señala: En su panorámico nuevo libro, Figes se dispone a investigar este crimen de silencio, en el que la víctima –el pueblo ruso– fue también el perpetrador. Los que susurran es el título perfecto para este retrato de la sociedad humana bajo el gobierno de los bolcheviques: una nación de paranoicos, temerosos y autoengañados; un imperio de caníbales, devorándose unos a otros en silencio, con un inmenso sufrimiento, pero oyéndose muy pocos gritos [...]. El libro es un mosaico de sólo algunas de estos millones de vidas destrozadas. Ningún otro estudio ha captado de forma tan dramática el carácter de la autorrepresión soviética. En otro sentido, lo que el lector puede colegir de este libro es un juicio muy negativo de la sociedad rusa y de su capacidad para la solidaridad social. Aunque algunos ciudadanos mostraron una nobleza y un coraje extraordinarios, y casi todos ellos una capacidad para soportar un gran sufrimiento y perseverar, ni en la revolución de 1917 ni en los años posteriores hubo muchos de ellos capaces de mostrar gran compasión o solidaridad humana. Esto se debió simplemente en parte al «sistema», pero entonces vuelve a suscitarse la pregunta de cómo llegó a implementarse inicialmente el sistema. En ciertos sentidos, el lenguaje bolchevique era similar al de los regímenes fascistas, con su retórica de ser duro, fuerte e impersonal, y su terminología incesantemente militarizada. En mayor medida que en los regímenes fascistas, sin embargo, el régimen soviético ejerció esta implacabilidad y falta de compasión contra sus propios ciudadanos. Figes no ignora a la élite soviética, ya que se introduce un contrapunto por medio de la presentación de la vida y la carrera del encumbrado escritor soviético Konstantin Simonov, descendiente de una familia aristocrática zarista reprimida que hubo de labrarse su ascenso desde cero en el nuevo sistema, aprendiendo a rehacerse en el estilo soviético y convirtiéndose finalmente en una de sus voces más ricamente recompensadas. La vida de Simonov se entretejió con la de muchas otras personas procedentes de diversos sectores de la sociedad soviética cuyo destino era muy

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diferente, de modo que las interconexiones y las diferencias revelan la muy compleja estructura de la vida rusa en aquellos años. Al conformista apparatchik literario Simonov se contrapone la notable familia Laskin, con una de cuyas hijas estuvo casado brevemente el escritor antes de abandonarla. Los Laskin eran una cultivada y progresista familia judía, personas que conservaban un sentido del honor y la responsabilidad personal, algo que, por supuesto, hubieron de pagar muy caro. En conjunto, las muestras de la sociedad soviética son amplias y representativas, y van de las antiguas y las nuevas élites a las clases medias soviéticas, los trabajadores industriales e incluso modestos campesinos procedentes de diversas regiones del país. Lo que hace que este libro sea especial es que la bibliografía existente ha estado dedicada en tan gran medida al Estado soviético y sus dirigentes, políticas, instituciones y guerras, y que todo el ámbito de la vida privada, de la vida normal, apenas ha sido estudiado. Además, no estamos ante un estudio únicamente de personas concretas, sino también ante una narración de las experiencias de familias, porque este es el modo en que se vive realmente la vida. Revela el mundo interior de la sociedad soviética como ningún otro libro. Sus reseñistas han recurrido a palabras como «deprimente», «desgarrador», «inolvidable» e, incluso, «aterrador». Todas ellas parecen apropiadas. Como un estudio del efecto del totalitarismo en la vida ordinaria se sitúa virtualmente en solitario, y en la historia de las mentalidades ha pasado a ocupar un lugar también prominente. Ningún historiador ha conseguido penetrar tan profundamente en el tejido fundamental de la vida rusa en los años formativos soviéticos. Con este libro se aprende mucho más sobre el carácter de la sociedad soviética y sobre cómo funcionaba que con la lectura de cinco biografías de Stalin. Y una cosa que hace que su lectura resulte incluso más deprimente es que en el siglo XXI, con el neoautoritarismo del régimen de Putin, Rusia está viéndose reducida una vez más hasta un cierto punto a una sociedad de «susurrantes». Traducción de Luis Gago Este texto ha sido escrito por Stanley G. Payne especialmente para Revista de Libros 1. El autor piensa que el término debe traducirse en femenino, como la GULAG, puesto que la palabra clave en el acrónimo es Upravlenie, «Administración» en ruso. [N. del T.] 2. Recensionados, respectivamente, por Luis Arranz y Stanley G. Payne en Revista de Libros, núm. 60 (diciembre de 2001), pp. 13-17, y núm. 116 (junio de 2006), pp. 15-16.

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La Gulag como historia STANLEY G. PAYNE HILLDALE-JAUME VICENS VIVES PROFESSOR OF HISTORY EN LA UNIVERSIDAD DE WISCONSIN. SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO EN ESPAÑA SE TITULA UNIÓN SOVIÉTICA, COMUNISMO Y REVOLUCIÓN Revista de Libros nº 98 · febrero 2005 ANNE APPLEBAUM GULAG. HISTORIA DE LOS CAMPOSDE CONCENTRACIÓN SOVIÉTICOS Trad. de Magdalena Chocano MENA Debate, Barcelona 688 págs. 25 € OLEG V. KHLEVNIUK, THE HISTORY OF THE GULAG: FROM COLLECTIVIZATION TO THE GREAT TERROR Trad. ing. de Vadim A. Staklo. Con colaboración editorial y comentarios de David J. Nordlander Yale University Press, New Haven y Londres El vasto sistema soviético de campos de trabajos forzosos conocido como la «Gulag»[1] ha sido reconocido desde hace mucho tiempo como el más vasto y brutal sistema de campos policiales que haya existido nunca dentro del mundo europeo en tiempos de paz. Aunque superado tanto en números totales como en muertes por el inmenso programa de campos de trabajo para esclavos y campos de exterminio de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, el sistema soviético sobrevivió en forma reducida hasta el final mismo del régimen soviético. Posteriormente fue reconocido como el símbolo central de la represión en la más totalitaria de todas las grandes dictaduras europeas. En los países occidentales se publicó mucha información sobre las condiciones en las prisiones y los campos soviéticos ya en la década de 1920, pero se vio contrarrestada por las simpatías prosoviéticas que solían encontrarse entre la intelligentsia y por el apoyo engendrado a favor de la Unión Soviética por el Frente Popular y la alianza contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. En Europa occidental, el alcance y la idiosincrasia del sistema de campos no se reconoció plenamente hasta la publicación en 1973 de los tres volúmenes del magistral reportaje Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn. Con la desintegración de la Unión Soviética, los archivos soviéticos se abrieron parcialmente por primera vez y durante los años noventa se publicaron una serie de obras en ruso sobre la historia de la Gulag. Ya en 1989, el artículo de V. N. Zemsov «Arkhipelag Gulag», en Argumenty i fakty, presentaba datos estadísticos claves, y ocho años después el breve estudio comparativo de Galina Mikhailovna Ivanova Gulag v sisteme totalitarnogo gosudartsva (El Gulag en el sistema del Estado totalitario) presentaba un relato claro y preciso, y ofrecía estadísticas por lo general fiables. Más tarde empezaron a aparecer nuevos estudios en Occidente. La tesis doctoral de Michael Jakobson, Origins of the Gulag: The Soviet Prison Camp 1917-1934 (1993), contenía un estudio claro y con documentación fiable de la primera fase del sistema de

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campos. Edwin Bacon, en The Gulag at War: Stalin's Forced Labour System in the Light of the Archives (1994), hizo lo mismo para el período crucial de la Segunda Guerra Mundial. La estructura organizativa del sistema aparecía explicada en todo detalle, tanto para los propios campos como para sus funciones económicas, en Ralf Stettner, «Archipel GULag»: Stalins Zwangslager-Terrorinstrument und Wirtschaftsgigant. Entstehung, Organisation und Funktion des sowjetischen Lagersystems 1928-1956 (1996). Por ello, el nuevo estudio de Oleg Khlevniuk no ofrece una perspectiva marcadamente nueva, pero sí añade un buen número de detalles políticos y administrativos, y también trata otros grandes temas de la represión estalinista que reciben menos atención en otras obras históricas dedicadas a la Gulag. Khlevniuk es investigador del Archivo Estatal de la Federación Rusa y posee un conocimiento inigualado de los documentos en cuestión, además de un fácil acceso a los mismos, aunque subraya que, sin embargo, existen importantes secciones de los archivos que aún no se han abierto para su investigación. Su libro es parte de los «Annals of Communism Series» de la Yale University Press, organizada conjuntamente con los principales archivos estatales rusos, y presenta un comentario histórico-crítico, combinado con los textos de numerosos documentos cruciales, que aborda los principales temas de la historia soviética. (El volumen de esta serie que se conoce mejor en España es el estudio de la política soviética y el Comintern durante la Guerra Civil: Mary Habeck, Ronald Radosh y Grigory Sevostianov, editores, España traicionada, Barcelona, Planeta, 2002.) El libro de Khlevniuk, a pesar de su título, no se propone presentar una historia general completa y exhaustiva del sistema de campos de trabajo. Más bien resume ese sistema y también contiene capítulos que tratan de otros importantes aspectos de la represión estalinista, como la hambruna masiva durante la colectivización de comienzos de la década de 1930 y el «Gran Terror» de 1937-1938. Su capítulo de cincuenta páginas sobre «Las "reformas" de Beria» constituye el análisis más amplio de los cambios introducidos por el jefe del NKVD en 19391940 para hacer que el sistema fuera más racional y económicamente productivo. Más importante aún, el capítulo de cuarenta y una páginas sobre «Las víctimas» aporta una generosa serie de estadísticas, aunque algunos de los datos básicos ya se habían publicado. Finalmente, los numerosos documentos, presentados completos, constituyen la única gran colección documental sobre la Gulag publicados en Occidente. Para una amplia narración y una historia descriptiva de las condiciones en los campos y las vidas de los prisioneros, el lector querrá acudir al impresionante estudio de Anne Applebaum. Su cobertura es más amplia que la de Khlevniuk y no se basa casi en exclusiva en documentos oficiales –a pesar de que estos últimos se utilizan con precisión y eficacia–, sino que se vale también profusamente del gran número de recuerdos de supervivientes de la Gulag. De todos los estudios históricos, el de Applebaum es con mucho el mejor y más elocuentemente escrito. No es una historiadora profesional, sino una periodista de gran talento que dedicó varios años de meticulosa investigación a este proyecto. No es sólo el tratamiento más completo y mejor escrito, sino el único que ha logrado revelar plenamente la «historia humana» de la Gulag, explicando con un detalle considerable cómo era la vida realmente en los campos, y cómo vivían, trabajaban, morían y, también en muchos casos, sobrevivían sus internos. Evoca los horrores de traslados

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frecuentes en camiones de ganado vacíos y la peculiar cultura del campo, que desarrollaba sus propias leyes, costumbres, literatura, jerga y moralidad. El régimen zarista había desarrollado un sistema de katorga, o trabajos forzosos, para una categoría limitada de prisioneros: aunque eran sólo 6.000 en 1906, habían aumentado a 28.000 diez años más tarde. El sistema de prisiones zarista albergaba aproximadamente a ciento cincuenta mil reclusos en vísperas de la revolución, una cifra nada llamativa en un imperio de ciento setenta millones de habitantes. La pena de muerte era infrecuente, excepto durante la Revolución de 1905. El concepto de un sistema especial de campos para grandes números de refugiados o para prisioneros era un producto de finales del siglo XIX . Durante la última campaña cubana, el capitán general Valeriano Weyler organizó una amplia serie de campos para refugiados civiles, que habían sido trasladados desde zonas dominadas anteriormente por los insurrectos, denominando a estos lugares «reconcentraciones». Dos años más tarde los británicos adoptaron una política idéntica durante la guerra de los Boers en Suráfrica, alterando el uso español y acuñando el término inglés «campos de concentración». Los próximos en seguir una política así para refugiados civiles fueron los alemanes al hacer frente a una insurrección local en la África suroccidental alemana en 1904, pero exigieron que los habitantes de lo que llamaron Konzentrationslagern llevaran también a cabo trabajos forzosos. En torno a esa época el término kontslager se introdujo también en el ruso, y fue aparentemente Leon Trotsky quien impulsó inicialmente el uso de kontslager para prisioneros durante los primeros meses del régimen bolchevique en 1918. Pronto se añadió también el elemento de los trabajos forzosos, pero durante los años veinte el número de prisioneros en los campos de trabajo fue pequeño, sin superar nunca la cifra de sesenta mil. El gran cambio vino determinado en junio de 1929, entre la «revolución estalinista» de la colectivización agrícola estatal forzosa y la masiva industrialización estatal de los planes quinquenales. En esa época el Politburó decidió reducir los gastos haciendo que la mayor parte del sistema de prisiones soviético fuera económicamente autofinanciado por medio de su transformación en lo que denominaron «campos correctivos de trabajo», tal y como se detalla en el primer capítulo del libro de Khlevniuk. A finales de 1930 el sistema quedó formalizado con el nombre de Glavnoe Upravlenie Lagerei (Administración Central de Campos), cuyo acrónimo dio lugar a GULag. Así nació uno de los términos más siniestros de un siglo pródigo en términos siniestros. En conjunto, Khlevniuk presenta datos que muestran que durante los años 1930 a 1936, anteriores al Gran Terror, un total de doce millones de ciudadanos soviéticos fueron arrestados y condenados, aunque esta cifra contiene también los diversos arrestos de un cierto número de personas. En aquella época, sin embargo, la mayoría de ellas recibieron sentencias a penas de prisión que no llegaron a cumplir. Un total de dos millones y medio de personas aproximadamente, en su mayoría kulaky (un término en argot que significa «puños» y que hace referencia a los campesinos más prósperos) fueron condenadas a cadena perpetua en nuevas «colonias de población» en zonas remotas de Asia central o Siberia. Para los prisioneros normales con las condenas más breves se creó un sistema algo más suave de «Colonias correctivas de trabajo», con condiciones menos duras y restrictivas, y en total durante este período más de un millón de personas fueron condenadas a los campos y las colonias, cuya población total era casi de un millón en 1935. Durante ese período, la mayor pérdida de vidas vino provocada por la hambruna masiva de 1932-1933, que fue especialmente severa en el sur de la Unión Soviética y en Asia central. Khlevniuk calcula que al menos siete millones de personas murieron en la hambruna impuesta por

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las políticas de confiscación estatales, mientras que otro medio millón perecieron en las colonias de población y en la Gulag. En 1934 la Gulag se integró dentro del recién formado Comisariado del Pueblo de Asuntos Internos (NKVD), o Ministerio del Interior, que se ocupaba entonces de llevar a cabo la purga masiva de la población de élite y urbana, conocida en la historia como el Gran Terror, en 19371938. Lo más espeluznante del Gran Terror fueron las oleadas masivas de ejecuciones ordenadas por Stalin y el Politburó. Según los documentos conservados del NKVD, durante los dos años 1937 y 1938 se llevaron a cabo un total de 681.000 ejecuciones. El Gran Terror coincidió con la Guerra Civil española, y el lector español puede sentir curiosidad por establecer una comparación entre este siniestro proceso y las enormes represiones en España, que tuvieron lugar fundamentalmente durante los últimos cinco meses y medio de 1936. La mejor investigación ha indicado que fueron un total de ciento veinte mil ejecuciones las que se produjeron durante la Guerra Civil española. En aquella época la población de la Unión Soviética era entre siete y ocho veces mayor que la de España. Sobre la base de las poblaciones comparativas, puede verse fácilmente que el alcance proporcional de las ejecuciones españolas fue incluso mayor que las de Stalin, especialmente si se tiene en cuenta que la mayoría se concentraron dentro de un período de tiempo tan breve. La gran diferencia, por supuesto, era que en España había dos fuerzas de represión diferentes y sólo una en la Unión Soviética. Los comunes denominadores fueron la política de revolución continuada de Stalin y las fuerzas motrices de la revolución y la contrarrevolución en España. Los datos reunidos por Khlevniuk indican que los tribunales soviéticos condenaron a un total de 7.100.000 personas durante el período de cuatro años que va de 1937 a 1940, pero la mayoría recibieron sentencias con penas comparativamente leves. A cientos de miles, sin embargo, les impusieron condenas más severas y la población total en los campos y colonias de la Gulag aumentó a 1.881.570 personas a comienzos de 1938 y a casi dos millones tres años después. Esto sucedió a pesar de una tasa de mortalidad comparativamente alta en los campos. En 1939 el nuevo director del NKVD era Lavrenti Beria, probablemente el técnico supremo del totalitarismo después del propio Stalin. Georgiano, como su amo, parece haber tenido poco interés por el marxismo-leninismo, sino que se dedicó simplemente a hacer que el sistema de represión funcionara con más eficacia. Durante 1939 intentó «racionalizar» la Gulag para que resultara más productiva. Pero para entonces el sistema de campos y colonias de trabajo se había vuelto tan grande que estaba desempeñando un importante papel en la economía soviética, especialmente en sectores como la explotación forestal, la minería y la construcción. Beria buscó, por tanto, mejorar las raciones de comida y lograr una administración más eficaz, al tiempo que reforzaba aún más la disciplina. No se trataba de ninguna «liberalización», sino simplemente de un intento de exprimir a los prisioneros para que su producción fuera aún mayor. En 1941 el NKVD estaba recibiendo nada menos que el once por ciento del presupuesto de inversiones de capital de toda la Unión Soviética. Es dudoso que este fuera un uso productivo de la inversión de recursos. Al margen del tremendo coste en vidas y sufrimientos humanos –y a pesar de las larguísimas jornadas de trabajo con sólo tres días de descanso al mes–, la productividad proporcional de la Gulag no era, de hecho, tan grande. El principal técnico del totalitarismo parece haberse dado cuenta posteriormente de este hecho, ya que Beria tomó la iniciativa de empezar a cerrar la

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mayor parte del sistema de campos después de la muerte de Stalin. La invasión alemana provocó una nueva crisis. Por un lado, durante un período de tres años, se permitió que casi un millón de prisioneros de la Gulag se alistaran como voluntarios en los shtrafny batalony (batallones de castigo) del Ejército Rojo, cuya tasa de mortalidad era desmesuradamente alta. Por otro, la invasión provocó una crisis alimenticia gigantesca en un sistema en el que la producción de alimentos era ya muy pobre. Durante los dos primeros inviernos de la guerra, las raciones de comida en la Gulag, ya de por sí bajas, cayeron vertiginosamente. Alrededor de medio millón de prisioneros –posiblemente más– murieron simplemente de hambre. Durante la guerra, la disciplina en el Ejército Rojo era draconiana. Hubo casi un millón de condenas dictadas por tribunales militares, posiblemente con doscientas mil ejecuciones. Además, hubo muchos más arrestos entre la población civil. Aun así, la población de la Gulag había descendido hasta un mínimo de 1.180.000 personas a comienzos de 1944. Durante 1944 el censo de la Gulag empezó a crecer de nuevo, ya que el régimen había dejado de mostrarse reticente al envío de soldados condenados a los campos, y aumentaron los arrestos de civiles, especialmente en las regiones occidentales de la Unión Soviética que habían vivido durante dos años o más bajo ocupación alemana. La población de la Gulag creció entonces progresivamente, alcanzando su máximo en 1949-1952, con un total de más dos millones y medio de prisioneros. Pero esto apenas revela el alcance de los trabajos forzosos en la Unión Soviética, ya que al total habría que añadir aproximadamente los cuatro millones de prisioneros de guerra enemigos –en su mayor parte alemanes y japoneses– en campos soviéticos en agosto de 1945. Casi todos ellos se encontraban en campos de trabajo del tipo de la Gulag y casi un tercio murieron durante los nueve años siguientes hasta que los últimos supervivientes pudieron regresar finalmente a casa. El relato –elocuentemente escrito– de Applebaum no describe simplemente las diversas dimensiones de la vida y la muerte a lo largo de estas décadas, sino que es el único que detalla la posterior historia de la Gulag hasta el final de la Unión Soviética. Las revueltas en los campos pasaron a ser cada vez más frecuentes durante los últimos años de vida de Stalin, y en 1949 los prisioneros de un campo en el remoto norte lograron reducir a sus guardianes y liberaron una serie de campos vecinos antes de ser aplastados por destacamentos del Ejército Rojo. Tras la muerte de Stalin, la mayoría de los campos empezaron lentamente a cerrarse. No se trataba simplemente de una medida humanitaria, ya que los sucesores menos ideologizados de Stalin reconocieron que la vasta «economía de la Gulag» era esencialmente no rentable. Con posterioridad a mediados de los años cincuenta sólo sobrevivió una miniGulag, con unos pocos cientos de miles de prisioneros como parte del sistema penal ordinario soviético. Y, sin embargo, la Gulag sigue viva. Técnicos soviéticos mostraron a partir de 1945 a los norcoreanos y los comunistas chinos cómo organizar campos de trabajo al estilo soviético. Estas Gulags del este de Asia siguen existiendo en el siglo XXI , y en el caso chino fabrican productos para la economía globalizada. Y Applebaum se hace eco de un artículo aparecido en Moscow Times de 2001 que informaba de que los prisioneros norcoreanos estaban actualmente trabajando duro en minas especiales y campos de tala de árboles en Siberia para pagar antiguos préstamos recibidos de Rusia. En contra de lo defendido en anteriores estudios, un gran número de prisioneros de la Gulag –la mayoría, de hecho– lograron sobrevivir, aunque su salud física quedó

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afectada a menudo de manera permanente. Quienes completaban sus condenas eran normalmente liberados, y en el período de grandes cantidades de arrestos tras la Segunda Guerra Mundial hubo años en que casi se liberaban tantos presos como se encarcelaban nuevos. Reducidos números de prisioneros escapaban siempre de estos campos remotos, y los datos soviéticos indican que alrededor de un tercio –hasta un total de varios miles al año– no volvían nunca a ser capturados. Así, la experiencia del comunista español Valentín González («El Campesino»), cuando consiguió escapar con éxito de la Gulag, no carecía de precedentes soviéticos. ¿Cuál es el total de prisioneros que pasaron por la Gulag? Khlevniuk, consciente de las lagunas en los archivos, se muestra algo reacio a ofrecer estadísticas globales, aunque la mayoría de sus datos concluyen en 1941. De modo que es de nuevo Applebaum quien ofrece la cifra más completa, aunque con un menor apoyo archivístico. Sus datos, basados en cálculos rusos y soviéticos anteriores, indican que durante el cuarto de siglo de Stalin de 1929 a 1953, aproximadamente dieciocho millones de personas pasaron por la Gulag, de los que casi tres millones murieron. A esto habría que añadir los cuatro millones de prisioneros de guerra y en torno a seis millones más de ciudadanos soviéticos condenados a colonias de población, los primeros con una tasa de mortalidad incluso mayor que los segundos. La Gulag se erige en la mayor empresa individual de ingeniería represiva totalitaria en la Europa del siglo XX . Los líderes del régimen reconocieron su error fundamental aun antes de que concluyera el sistema soviético, pero sus avatares del este de Asia siguen sobreviviendo en la actualidad. Traducción de Luis Gago. 1. El autor piensa que el término debe traducirse en femenino, como la Gulag, puesto que la palabra clave en el acrónimo es Upravlenie , «Administración» en ruso. Además, en el ruso original, fue técnicamente «GULag», tal y como se define en la pág. 18, aunque el autor ha optado por utilizar «Gulag», que es lo habitual. [N. del T.]

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Aprender la lección STANLEY G. PAYNE HISTORIADOR Revista de Libros nº 126 · junio 2007 Richard Overy DICTADORES: LA ALEMANIA DE HITLER Y LA UNIÓN SOVIÉTICA Trad. de Jordi Beltrán Tusquets, Barcelona 832 pp. 30 €

La primera mitad del siglo xx ha sido denominada a menudo «la época de los dictadores», una secuela de la destrucción de gran parte de la legitimidad tradicional que se produjo en la Primera Guerra Mundial. Esta época de revolución ideológica, política y social produjo muchos tiranos pero, entre ellos, Hitler y Stalin ocupan el lugar de honor, en términos de importancia histórica, de magnitud de poder y de grado de capacidad destructora. Muchos observadores no los sitúan, sin embargo, en términos puramente equivalentes, ya que a los ojos de la mayoría Hitler ocupa el primer puesto como la quintaesencia del mal moderno, lo que un crítico ha llamado «una especie de Satán profano, una piedra de toque del mal universal». Stalin, en comparación, posee un perfil menos definido y en muchos círculos disfruta de un ligero beneficio de la duda como el tirano de un movimiento «progresista» que él de algún modo pervirtió. Su papel como aliado de las democracias y la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial contra el fascismo le han conferido un ligero crédito moral a los ojos de algunos. Así, mientras los secuaces de Hitler fueron castigados por un tribunal internacional y él mismo fue absolutamente repudiado por su propio país, con sus peores crímenes dando lugar a lo que viene a ser una suerte de culto religioso en memoria del Holocausto, los crímenes de Stalin, por contraste, quedaron impunes. Incluso en Rusia apenas se recuerda a sus víctimas y el propio Stalin continúa siendo objeto de un culto considerable por parte de sus admiradores, justo lo contrario de Hitler. Sólo pocos años después de que Hitler se hiciera con el poder, pasó a estar cada vez más claro para muchos observadores que, a pesar de diferencias fundamentales, había también semejanzas cada vez mayores entre los dos regímenes. Esto dio lugar a la idea de un «totalitarismo» general o comparativo, término aquel acuñado por los fascistas italianos para describir su propio régimen y que servía como un concepto general para definir las nuevas y grandes dictaduras, y cuanto tenían en común, ya se situaran sus orígenes a la derecha o a la izquierda. Esta teoría del «unitotalitarismo» cayó posteriormente en descrédito en los años setenta, pero fue revivida más tarde en Europa del Este tras el fin de la Guerra Fría, y más recientemente ha vuelto a ser, asimismo, recuperada entre algunos teóricos occidentales. Ha habido numerosos intentos de comparar y contraponer a Hitler y Stalin y sus regímenes. El historiador británico Allan Bullock, que escribió la primera gran biografía de Hitler de la posguerra, intentó aplicar el enfoque biográfico en sus Parallel Lives (Vidas paralelas, 1991), ofreciendo al lector segmentos paralelos de la biografía de cada dictador, etapa por etapa, hasta superar con creces el millar de páginas. El intento más importante de establecer una comparación de los dos sistemas políticos tuvo lugar en un congreso organizado por el especialista británico en nazismo Ian Kershaw y el veterano sovietólogo Moshe Lewin. Publicaron las actas como Stalinism and Nazism: 1


Dictatorships in Comparison (Estalinismo y nazismo: dictaduras comparadas, 1997). Una limitación de este último libro, sin embargo, era que la mayor parte de las aportaciones sólo abordaban un aspecto importante de un único régimen, por lo que la comparación plena era limitada. Richard Overy posee casi todas las credenciales necesarias para acometer la tarea. Ha publicado una serie de importantes estudios sobre el Tercer Reich, aunque su libro más leído es Why the Allies Won (Por qué ganaron los aliados, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Tusquets, 2005; ed. ingl. 1995), un estudio de los factores económicos, industriales y estratégicos que contribuyeron a decidir el resultado de la Segunda Guerra Mundial. Es también el autor de Russia’s War (La guerra de Rusia, 1998), un breve relato de la participación soviética en la contienda, cuya comparación con sus obras anteriores no le resulta muy favorable. Una limitación importante es que Overy no lee ruso y la bibliografía de la nueva obra está integrada casi exclusivamente por publicaciones en inglés y alemán. El autor describe el objetivo de este libro como «en primer lugar, suministrar una base empírica a partir de la cual elaborar cualquier estudio sobre qué convertía a los dos sistemas en similares o diferentes; en segundo lugar, escribir una historia comparativa “operativa” de los dos sistemas con objeto de responder a la gran pregunta histórica de cómo funcionaba realmente la dictadura personal». Overy pretende conseguir una auténtica comparación analítica, no descripciones paralelas o simples contrastes, al tiempo que no deja de ser consciente de las diferencias considerables entre Alemania y Rusia, así como de las profundas disparidades entre Hitler y Stalin. Existen, sin embargo, inicialmente ciertos puntos de comparación, aunque, como afirma Overy al comienzo, «comparación no es lo mismo que equivalencia». Si Rusia no formaba parte de Occidente, tampoco era Alemania un típico país occidental stricto sensu. Aunque Alemania era tecnológica e industrialmente más avanzada, Rusia se había convertido en una importante potencia por derecho propio que ya estaba modernizándose rápidamente antes de 1917. Antes de ese año, ninguna de las dos había llegado a ser una democracia política, y cada una de ellas había experimentado una derrota en la guerra cuyo impacto se tradujo en enormes cambios internos. Hitler y Stalin, por otro lado, diferían profundamente como personas. Hitler procedía de un entorno de clase media semiculto y en su vida personal tendía a ser recatado, formal y puritano. Stalin venía de un entorno obrero bastante primitivo y, a pesar de ser extremadamente instruido y un amante de la buena música, siguió siendo basto, tosco y campechano en su vida privada. En ese sentido, Stalin recordaba a un tipo de hombre corriente, aunque extremo, y también fue más congruente en el sesgo que imprimió a sus vidas pública y privada. Ninguno de los dos hombres era realmente «normal», pero tampoco eran «locos» en cualquier sentido clínico objetivo, a pesar del carácter enormemente patológico de muchas de sus políticas. Stalin encabezó la dictadura más ferozmente represiva de su época, encarcelando a muchos millones de personas y asesinando a cientos de miles. Hitler, por otro lado, lideró un movimiento masivamente popular, aparentemente llegó a disfrutar del apoyo de la mayoría y no tuvo necesidad de encarcelar a un gran número de personas. Según

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The Hitler of History (El Hitler de la Historia, trad. de Saúl Martínez, Madrid, Turner, 2003; ed. ingl. 1997) –cuya ausencia es una seria omisión en la bibliografía de Overy–, Hitler rechazó vehementemente el título de dictador, afirmando al parecer que «cualquier sudamericano presumido puede ser un dictador». Siempre quiso llamar la atención sobre el hecho de que era el líder de un vastísimo movimiento de masas y señaló que «nosotros los nacionalsocialistas somos verdaderos demócratas». Pero cuando Stalin reescribió más tarde la Constitución soviética en 1936, concediendo teóricamente a todos los ciudadanos soviéticos un voto idéntico, la Unión Soviética se autoproclamaba como «el país más libre del mundo». El libro empieza desde la perspectiva de que ambos «sistemas [...] transformaron los valores y las aspiraciones sociales de sus habitantes en un período de tiempo extraordinariamente breve. Ambos fueron sistemas revolucionarios que desencadenaron energías sociales enormes y una terrible violencia. La relación entre gobernante y gobernado era compleja y multidimensional, no basada simplemente en la sumisión o el terror. No hay ninguna duda de que cada dictadura dependía de granjearse la aprobación o la cooperación de la mayoría de la gente que gobernaban». A un cierto nivel de abstracción, esto parece correcto, pero no capta la diferencia entre los orígenes y las relaciones sociales de los dos regímenes. Los comunistas llegaron al poder en una gigantesca guerra civil que, en total, sumando todas las causas, se cobró quince millones de vidas, un enorme trauma a cuyo lado incluso la Guerra Civil española parece relativamente moderada. En un principio, Hitler tomó el poder de manera legal y pacífica y, comparativamente, en los primeros años encarceló y asesinó a mucha menos gente. Stalin desencadenó más tarde una purga gigantesca que se cobró casi un millón de víctimas sólo de ejecuciones directas, mientras que Hitler estableció un consenso mucho más eficaz sin recurrir a medidas tan drásticas. El libro se divide en catorce capítulos, cada uno de los cuales se dedica a un aspecto o política importante de las dos dictaduras, con el objetivo de alcanzar un análisis comparativo funcional del modo en que funcionaban, lo que lograron y lo que se proponían lograr. Se ocupan con éxito del estilo de gobernar, los dos cultos a la personalidad, la relación entre el partido y el Estado, las diferentes políticas de terror y los sistemas de campos de concentración, las políticas sobre la raza y el nacionalismo, las dos revoluciones culturales y los cultos de la nueva moral, la reacción del conjunto de la población, las políticas y estructuras económicas, la militarización y las políticas y la participación en la Segunda Guerra Mundial. A Overy le parece útil el concepto de totalitarismo en tanto que describe dos regímenes que no podían controlar físicamente todos los aspectos de la vida pero que, sin embargo, perseguían dominar todas las instituciones y la totalidad de su sociedad. Por contraste, se deja de lado la cuestión del régimen de Hitler y su relación con el fascismo genérico, ya que el punto de vista adoptado asume que era mucho más extremo y dinámico que la Italia fascista o cualquier otro aspirante fascista, por lo que este tipo de categorización apenas sirve de nada. La conclusión de Overy es que fueron los dos regímenes revolucionarios de Europa por antonomasia, los únicos que durante las vidas de sus dictadores mantuvieron un crescendo de «revolución permanente», como había señalado

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anteriormente Michael Mann en el volumen editado por Kershaw y Levine. En comparación, otros fascismos europeos aspiraban simplemente a la revolución sin poder implantarla plenamente. Una perspectiva convencional es empezar primero con las diferencias ideológicas entre los dos sistemas y proceder luego a examinar las semejanzas y diferencias estructurales y políticas. El enfoque más habitual sostiene que la doctrina nacionalsocialista era romántica, no racional y antimaterialista, mientras que el marxismo-leninismo del Estado soviético, por extremo y destructivo que fuera, era teóricamente ultrarracionalista y materialista, aun cuando en la práctica fuera irracional. Aunque resulta obvia la distinción extrema entre racismo hitleriano y el internacionalismo teórico no racial del sistema soviético, Overy concluye que, en general, las diferencias ideológicas han solido entenderse de manera equivocada y en ciertos aspectos son menos nítidas y en ocasiones incluso lo contrario de lo que se percibe habitualmente. Por ejemplo, aunque el sistema soviético rindió culto a la tecnología, su práctica fue más sencilla y más pragmática, mientras que fue la tecnológicamente más avanzada Alemania nazi la que llevó más lejos el énfasis en la ciencia y la tecnología. De hecho, la excesiva importancia concedida a la nueva tecnología se convirtió en una carga para la maquinaria de guerra alemana que finalmente no pudo soportar. Del mismo modo, a pesar de su racismo no racionalista, el régimen hitleriano conservó en la práctica cotidiana la biología científica y el marco darwiniano, mientras que Stalin promovió la anticiencia del lysenkoísmo. A menudo se ha defendido que el papel del partido en el sistema soviético fue mayor que en cualesquiera otros sistemas de tipo fascista, comparado con los cuales aquél era más un auténtico «Estado de partido». Overy encuentra exagerada una interpretación de este tipo, ya que cada año que pasaba Hitler ampliaba el papel de los funcionarios del partido nazi en el sistema alemán. Aunque se encarga de subrayar que los grandes funcionarios pudieron evitar ser miembros del partido durante algún tiempo en Alemania –algo que no era posible en la Unión Soviética–, Overy piensa que la construcción de un nuevo Estado con el comunismo hacía un mayor hincapié en las instituciones estatales que en el partido, creando una especie de divide-y-gobierna estalinista interno entre el Estado, el partido, el ejército y la policía. «Stalin necesitaba al Estado para controlar el partido; Hitler necesitaba al partido con objeto de controlar el Estado». Overy realiza un esfuerzo encomiable a la hora de aplicar los mismos parámetros de análisis y juicio a ambos regímenes para no tener que dar a Stalin el beneficio de una mayor duda, como no es inhabitual incluso en los estudios académicos. Resulta más discutible si realmente lo logra o no. En su libro anterior, Russia’s War, observó que Stalin se limitó a tratar a los rusos como lo habían hecho siempre sus gobernantes, y esta actitud aflora ocasionalmente en este nuevo libro, aunque contradice el énfasis por lo demás convincente de su estudio en la revolución permanente soviética. Se presentan datos considerables sobre la represión en ambos sistemas, aunque no se dan estadísticas macrohistóricas completas para el caso soviético. Como se ha mencionado antes, la guerra civil rusa produjo un superávit de mortalidad que ascendió

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a quince millones de muertos, mientras que las políticas sociales y las purgas de los años treinta produjeron entre cinco y diez millones más de víctimas, por no hablar de las gigantescas pérdidas en la guerra europea, en parte atribuibles a las propias políticas de Stalin. Además, Overy desdeña citar la conclusión de Anne Applebaum, la principal historiadora de la GULAG, de que durante el cuarto de siglo que estuvo Stalin en el poder casi veintinueve millones de personas sufrieron una forma u otra de detención (aunque esta estadística incluye un cierto número de personas arrestadas en más de una ocasión). Una limitación de este voluminoso estudio es que su énfasis en el análisis estructural y las políticas del sistema no implica un gran examen de la interacción histórica directa entre los dos dictadores. La política de Stalin a este respecto fue más indirecta y más moderada. Fue Hitler, no Stalin, quien a finales de 1933 rompió la especial relación entre Alemania y la Unión Soviética que había existido desde 1922. Stalin enviaba regularmente a Hitler señales de que le gustaría retomar las relaciones amistosas. Hitler ignoró estas señales casi en su totalidad, haciendo del anticomunismo la piedra de toque de su política hasta el dramático verano de 1939, cuando se encontró al borde de una guerra con Gran Bretaña y Francia que confiaba evitar. Una vez que se firmó el pacto nazi-soviético en agosto de 1939, Stalin fue un aliado más fiel que Hitler, quien menos de un año después empezó a hacer planes para atacar a su socio. En la política exterior las diferencias entre los dos dictadores fueron en un aspecto clave mayores que en sus políticas internas. Stalin era proclive a un radicalismo extremo en algunas de sus políticas nacionales, pero se mostraba mucho más circunspecto y precavido en su relación con el mundo exterior. En política exterior, Hitler fue el estadista más propenso al riesgo del siglo XX, y su tendencia a tratar de apostar al máximo le hizo perderlo todo. Ambos dictadores parecen haber pensado en términos de una estrategia integrada por «tres guerras», en la que la Primera Guerra Mundial había dado lugar al establecimiento de sus regímenes, mientras que habría de librarse una segunda guerra por el control de Europa. La diferencia era que Hitler estaba desando iniciar la segunda guerra, mientras que Stalin mantuvo a partir de 1925 que la Unión Soviética debería perseguir evitar las etapas preliminares de la próxima gran guerra europea (que tanto él como Hitler pensaban que era inevitable), incorporándose únicamente en las etapas posteriores después de que las otras potencias estuvieran ya consumidas. Aunque diferían sus estrategias, ambos pretendían hacerse con el control de la mayor parte de Europa en esta segunda guerra. Después de asimilar sus ganancias y convertirse en una superpotencia, ambos planeaban –si bien vagamente, ya que se trataba de un futuro más lejano– estar en condiciones de desencadenar más tarde la tercera guerra, que sería para dominar el mundo, pero afortunadamente ninguno llegó hasta tan lejos. Stalin acarició la idea de una nueva guerra generalizada entre 1951 y 1953, pero no estuvo nunca dispuesto a jugarse el todo por el todo, y en ello se mostró fiel a su manera más cauta de abordar la política exterior. Además, la población soviética se había visto esquilmada. Mientras que alrededor de un diez por ciento de la población alemana murió en la guerra, las pérdidas soviéticas fueron proporcionalmente al menos un cincuenta por ciento aún mayores.

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Aunque el sistema de Stalin saldó con éxito su participación en la gran guerra europea, gracias en una medida considerable a los riesgos excesivos de Hitler y a la ayuda extranjera, Overy concluye que es un error considerar que desarrolló un sistema más totalitario que el implementado por la Alemania nazi, sosteniendo que, en ciertos sentidos, lo contrario es lo que se ajusta a la realidad. Afirma que el régimen de Hitler, en parte debido al apoyo popular, logró una vigilancia más exhaustiva de su población que el Estado policial estalinista. Esta conclusión sería puesta en entredicho por algunos especialistas, y no explicaría por qué no se produjeron intentos de asesinato conocidos contra Stalin, mientras que sí tenemos constancia de unas cuarenta tentativas contra Hitler, incluidos dos intentos de asesinato que casi consiguieron su propósito. En un proyecto tan ambicioso, algunos aspectos reciben, inevitablemente, un tratamiento más detallado que otros. La política religiosa y el papel de la religión se benefician de una atención comparativamente limitada, por ejemplo, mientras que Overy malinterpreta el atractivo internacional de los dos sistemas, afirmando que «era mucho más difícil exportar hitlerismo a Europa del Este que estalinismo». Esto sencillamente no fue así, ya que, al margen de su recepción en la propia Rusia, la Alemania nazi era de hecho claramente más popular en la Europa del Este de lo que lo era el estalinismo. En su propio tiempo, las dos dictaduras tenían más que un puñado de partidarios en los países occidentales. A partir de 1945, el hitlerismo fue completamente repudiado, mientras que el estalinismo se extendió a una gran parte del mundo. De hecho, Hitler también ha tenido sus émulos en las partes menos desarrolladas del mundo a partir de 1945 y las políticas genocidas han pasado a ser más, no menos, frecuentes. Además, el nacionalismo extremo ha sobrevivido al comunismo y en la Europa del Este y otros países ha pasado a ser su heredero. En Moscú, entretanto, el FSB (sucesor de la KGB y la OGPU) ha vuelto a trasladarse a sus viejas oficinas en la Lubyanka. El estalinismo no ha vuelto, pero el autoritarismo ruso, con algunos de sus antiguos métodos asesinos, se encuentra de nuevo en alza. A pesar de algunas limitaciones esenciales, el libro de Overy se basa en lecturas muy amplias de la literatura en inglés y alemán y es un trabajo de erudición impresionante. Podrían cuestionarse ciertos juicios individuales, pero supera con mucho a todos los anteriores estudios comparativos del hitlerismo y el estalinismo tanto en alcance como en profundidad, y servirá en lo sucesivo como el punto de partida para este tipo de evaluaciones. Precisa, por lo general cuidadosa y sobria, estamos ante una gran obra y un gran logro, importante no simplemente como un análisis histórico único, sino también como un cuento cargado de enseñanzas para una gran parte del mundo en el siglo XXI.

Traducción de Luis Gago

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Antonomasia Enric Ucelay-Da Cal Universitat Pompeu Fabra Revista de Libros, nº 173 · mayo 2011

Eric D. Weitz La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia Trad.: Gregorio Cantera Turner, Madrid 472 pp. 28 €

Ottmar Bühler, Constantino Mortati y Walter Jellinek La Constitución de Weimar (Texto de la Constitución alemana de 11 de agosto de 1919) Trad.: José Rovira Tecnos, Madrid 376 pp. 14 €

Mucho gustan los españoles de coletillas culteranistas: una apostilla de la que se abusa con frecuencia consiste en añadir «por antonomasia» como mera forma de énfasis. En estos tiempos de olvido del saber barroco a favor de los conocimientos electrónicos y digitales, es posible que haya algún lector que dude del sentido de la palabra. «Antonomasia» es un giro retórico en el cual una parte pasa a resumir el todo, una sustantivización del adjetivo que reemplaza así al nombre propio de una persona o cosa. Se trata, en suma, de un sobreentendido consagrado. Así pues, los españoles, entre la Guerra Civil de 1936-1939 y el presente no necesitan mayor precisión que la alusión a la República, en efecto, por pura antonomasia.

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La misma mención, sin embargo, no funciona para otros países. «La República» por antonomasia en Irlanda, por ejemplo, asume capas de significados políticos para implicar la isla entera bajo un único régimen que no sea en modo alguno británico; el tema dio lugar a una agria guerra civil en 1923-1924 entre los nacionalistas triunfantes en su lucha de independencia contra la Corona inglesa: la pugna entre los «republicanos» y los partidarios del «Estado Libre» establecido como Dominion por tratado a finales de 1922, una pugna latente que perdura hasta hoy (stricto sensu, el cambio formal jurídico a una República en la parte no británica de la isla no se realizó hasta

1949

o,

si

se

mira

con

un

legalismo

exagerado,

hasta

1962).

Pero en el mundo atlántico anglófono hay más perspectivas, sin irlandeses de por medio. Visto de forma retrospectiva y, sobre todo, desde Estados Unidos, ese espacio atlántico se percibe como conjunto cultural que a partir de los años treinta absorbió el saber germánico y germano-judío. Así, «la República», entendida como antonomasia, fue Alemania entre 1919 y 1933.

Lo cierto es que más bien se repite la mágica palabra, también antonomásica, «Weimar». Por una casualidad simbólica (o una intención premeditada), la nueva Constitución alemana de 1919 se redactó en la ciudad sajona de Weimar, identificada con Goethe y la Ilustración alemana. Todavía hoy, la contraposición Weimar oder Potsdam, como fórmula, es la manera tópica de aludir a las «dos Alemanias»: una, la culta y cerebral, propia de «una tierra de poetas y pensadores», fijada en la imaginación europea por la obra romántica De l’Allemagne (1813) de Mme. de Staël, y la otra, su contraria, regimentada y obtusa, ejemplificada por el palacio de Federico II el Grande de Prusia, foco simbólico del militarismo con su supuestamente proverbial Kadavergehorsam, la idiosincrásica «obediencia al cadáver» u «obediencia ciega» que nada cuestiona (término a su vez rechazado por los nacionalistas germanos como una falsa imputación, pues aseguran que la imagen es de origen hispánico, propia de Ignacio de Loyola).

Pero la ambigüedad alemana que subyace en la obra republicana de «Weimar» resultó extrema, siempre ejemplificada por el primer artículo de la carta magna de 1919: «El Imperio alemán es una República». Y así sucedió a partir de aquel año con la «República imperial» dominada por un Reichswehr o, traducido literalmente, «defensa 2


imperial». De todo esto, si bien deberían saber algo, por las lecciones que puede aportar sobre «la República» española de 1931-1936 (o hasta 1939), es poco lo que intuyen los españoles, que suelen gustar de cuentos de buenos y malos para antes de dormir, en vez de algo que les complique en demasía.

Recientemente, en conversación con un colega universitario, su reacción ingenua e idealista me sorprendió: «¿Es que te parece mal “Weimar”?», me dijo, escandalizado. En efecto, «Weimar» es uno de los mitos centrales de la visión progresista de la historia contemporánea, un tiempo y un lugar entendidos como caracterizados por la creatividad desbordante, por la voluntad de romper todas las reglas asfixiantes en el comportamiento y abrirse a las maneras múltiples de entender las contradicciones de la modernidad. Según el tópico, «Weimar» es, en resumen, una reserva espiritual del sentido crítico y de la experimentación social cuyas corrientes inquisitivas y experimentales han nutrido el resto del siglo

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por doquier: es más, de algún modo,

éstas llegan casi frescas hasta hoy. Por supuesto, por añadidura, el régimen que sustituyó a «Weimar» a partir de enero de 1933 es a su vez el tópico estandarizado de la estulticia más malvada. Así pues, el contraste con el nazismo subsiguiente convierte al antecedente en una época buena.

En realidad, a pesar de tanto cliché, «Weimar» no fue, nunca existió, excepto en el recuerdo más evocador. Se fue de revolución en revolución. La extrema izquierda, ilusa, creyó descaradamente, desde el fracasado espartaquismo berlinés de enero de 1919 en adelante, que una revolución neobolchevique estaba a punto de estallar y arrastrar consigo a toda la burguesía, el militarismo y los restos feudales en las Alemanias. Los comunistas confiaban en que su última insurrección, la que fuera –en Sajonia en marzo de 1921, en Hamburgo en octubre de 1923– traería consigo el definitivo triunfo proletario. La extrema derecha, tras algunos Putsche famosos (el golpe de Kapp en Berlín en marzo de 1920, la confusa tentativa de Hitler con Ludendorff en Múnich en noviembre

de

1923),

se

acostumbró

a

una

«estrategia

de

la

tensión»,

desvergonzadamente protegida por los tribunales conservadores; los terroristas de derechas camparon a sus anchas y mataron sin grandes castigos (asesinaron, como es notorio, al político católico Matthias Erzberger en agosto de 1921 y al ministro de Asuntos Exteriores Walther Rathenau en junio de 1922). Tras las revueltas callejeras

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vino la primera hiperinflación en la historia en una economía importante. La estabilización, con planes de arreglo de inspiración norteamericana, se deshizo pronto.

Hacia 1930, con el hundimiento del respaldo norteamericano al conjunto económico centroeuropeo, el canciller Heinrich Brüning y el cada vez más senil mariscalpresidente, se gobernaba por decreto, dada la evidente disfunción legislativa. Hay que recordar que Hitler nunca dejó de gobernar bajo el amparo de la constitución de 1919; simplemente hizo que sus juristas (él personalmente despreciaba a los abogados) introdujeron aquellos retoques que, además de unir la presidencia y la cancillería republicano-imperiales, convirtiera el cargo adicional de Guía (Führer) en fuente de legislación (si bien todavía en 1938 se convocaron elecciones al Reichstag o Cámara Imperial). De ahí la importancia del pensamiento jurídico: el católico Carl Schmitt –bien conocido en España– teorizó sobre la capacidad ejecutiva de la presidencia, sin tener que preocuparse de las limitaciones legislativas, en la mejor tradición bismarckiana, base del gobierno por decreto de Brüning, así como de su sucesores Franz von Papen y Kurt von Schleicher y, finalmente, como es evidente, de Hitler. Por ello resultan útiles los comentarios del profesor y jurisconsulto Walter Jellinek (El proceso constituyente, 1930), converso como su ilustre padre, y del también profesor y jurista católico Ottmar Bühler (Comentario sistemático de sus preceptos, 1929), recogidos en el libro publicado por Tecnos y editado por Eloy García, aunque alguna aportación del siniestro pero muy inteligente Schmitt hubiera ayudado a redondear el tema. Más aún, la fuerza de las izquierdas «del sistema» –léase los socialistas– se mantenía únicamente en los Estados de lo que era un sistema muy federal (tanto que una de las tareas más agresivas de Hitler fue unificarlo, desfederalizarlo, en buena medida mediante el propio partido nazi). De ahí que los comentarios retrospectivos de 1946 (Valoración de conjunto de la experiencia constitucional) del jurista italiano Constantino Mortati sirvan para situar el contexto republicano alemán en una perspectiva que lleva directamente a los debates acerca de la Segunda República española, con su sistema de Madrid-Barcelona, y el invento del Estado de las autonomías en la transición constitucional de 1977-1978.

Para resumir, «Weimar» quedó como un referente de nostalgia para el abundante exilio antinazi, que empezó en cuanto Hitler llegó a la cancillería con el apoyo del «Ejército Imperial». Visto primero desde Viena y Praga, después desde París y, finalmente desde 4


Londres, Nueva York o Los Ángeles, se idealizó un período turbulento y se le dio una unidad retrospectiva de la que nunca gozó mientras iba buscándose la vida de un día para otro.

La idealización del pasado republicano no se produjo de inmediato. Los relatos escritos por los exiliados en los años del nazismo (1933-1945) no fueron indulgentes, sino todo lo contrario. Escritos en inglés (o traducidos), debían ayudar a la derrota de la dictadura alemana y contribuir a organizar el futuro posthitleriano. Hoy, en buena medida, resultan fascinantes. Algunos, en general los más prudentes de marco y de proyección, siguen consultándose. Son obras tan diversas como la de Alexander Gerschenkron, Bread and Democracy in Germany (1943), sobre el papel de los terratenientes al otro lado del río Elba (un muy lúcido ejercicio de interpretación, devenido en un clásico, aunque resulte impagablemente cómica la segunda parte, con su propuesta de reforma agraria); o la de Rudolf Haberle, From Democracy to Nazism (1945), dedicado al comportamiento electoral rural de Schleswig-Holstein. Otros, por su visión coyuntural, como por ejemplo, el de Leopold Schwarzschild, World in Trance (1943), acerca de la función del ejército en la República, han caído en el olvido. Por supuesto, muy poca de esta literatura se tradujo en una España sentimentalmente pronazi, pero sí algo, incluso bastante, se editó en Latinoamérica, entre Buenos Aires y Ciudad de México, y algo, en consecuencia, llegó acá.

Como puede comprobarse, no se trata de obras sobre arte y literatura, sino sobre la política y sus implicaciones sociales, las elecciones y la acción de los grupos de presión. Este tipo de ensayo redactado en un contexto combativo entre «científico» (de ciencias sociales) y político, apunta a la monografía académica, de lectura exigente, y así surgieron las obras de interpretación de la historiografía alemana de las décadas posteriores a la reorganización de la Alemania de posguerra, empezando con el clásico Geschichte der Weimarer Republik (1954) de Erich Eyck, seguido por Die Republik von Weimar (1966) de Helmut Heiber, Die Weimarer Republik (1984) de Eberhard Kolb y, con el mismo título, Die Weimarer Republik (1987), del malogrado Detlev J. K. Peukert, por citar sólo obras muy destacadas, en circulación internacional gracias a su traducción al inglés.

Pero los ensayistas del antinazismo eran emigrados adultos, al igual que sucede con los 5


primeros historiadores: Eyck nació en 1878, Schwarzschild en 1891, Haberle en 1896, Gerschenkron en 1904, por continuar con los ejemplos citados. A continuación afloraron obras de una segunda generación, emigrados como niños y formados en el exilio, de judeo-alemanes berlineses, pero americanizados, como Peter Gay (Peter Joachim Frohlich, nacido en 1923) o George L. Mosse (quien vino al mundo antes, en 1918). Son el fruto de la autoinvestigación –dentro del marco académico– de personas que vivieron aquel tiempo republicano y pudieron preservar su vivencia con los fugaces vínculos de la memoria juvenil, aunque fuera de recuerdos de infancia, bien asentados por el filtro del mundo de los exiliados, los de antes y los de después de la guerra mundial, con el peso moral de «los campos» (otra antonomasia o, al menos, un circunloquio). Destacaron muy especialmente los germano-judíos cuya integración plena en la sociedad alemana se hizo real en los años republicanos y cuya presencia visible en los medios de comunicación y la vida intelectual constituyó un componente obsesivo del odio de la derecha völkisch, «nacional-popular» y, sobre todo, del movimiento nacionalsocialista, siempre plebeyo y rastrero y del todo resentido en su visión de las cosas, como mostraba su tan cacareada Weltanschauung, o «visión del mundo». Como respuesta, la integración frustrada en Alemania se realizó de lleno en Estados Unidos. El modélico ensayo de Gay, La cultura de Weimar (trad. de Nora Catelli, Barcelona, Argos Vergara, 1984, originalmente Weimar Culture: The Outsider as Insider, de 1968, título que tiene bastante más miga) o el de Mosse, La nacionalización de las masas (1977, por fin vertida al castellano por Marcial Pons en 2005, destino que todavía espera su Crisis of German Ideology, de 1964), marcaron esta pauta. Muy próximo a Mosse (juntos fundaron el Journal of Contemporary History) estuvo Walter Zeev Laqueur (asimismo judeoalemán, nacido en Breslau –hoy Wroclaw, en Polonia– en 1921 y israelí angloamericanizado), quien en 1974 publicó Weimar. A Cultural History, 1918-1933.

El camino quedó entonces desbrozado para examinar la etapa republicana en Alemania en positivo como un tiempo de «revolución cultural», de la cual había surgido, gracias a la emigración transatlántica, el mundo moderno de la segunda mitad del siglo xx. Véase como muestra la obra colectiva dirigida por el británico Anthony Phelan, The Weimar Dilemma. Intellectuals in the Weimar Republic (1985), traducida por la editorial Alfons el Magnànim en 1990. El secreto de tan inusual interés hispano por un tema alemán radicaba en que, a través de la disidencia intelectual de izquierdas en la Alemania de los 6


años 1918-1933, «Weimar» se convertía en un tema aceptable para ser tratado –siempre desde la cultura– para las izquierdas de los años ochenta, que se encontraban metidas en el colapso progresivo de la modernidad histórica y el vanguardismo heredado de los años treinta, y que pronto habrían de hacer frente al total desconcierto que representaba el hundimiento de la alternativa soviética como contraposición al mundo capitalista. La generación europea y atlántica del 68 había descubierto, por fin, su espejo, su paternidad moral, y quiso enfatizar la relevancia del entonces frente al ahora, con la comodidad de poder chismorrear del modo más detallado posible de los que acababan de morir por imperativo existencial. Sirven como muestra múltiples obras del especialista francés Lionel Richard, notablemente La vie quotidienne sous la République de Weimar (1983), publicadas en una bien conocida colección gala.

El gran inconveniente de esta dinámica de reivindicación como un todo revuelto es que se mezcla la Escuela de Fráncfort, la Sexpol, la Bauhaus (ya fuera en Weimar, Dessau o Berlín), el expresionismo tardío en el cine o el lenguaje de Berlin Alexanderplatz (1929) de Alfred Döblin, cuando son tiempos y lugares muy concretos, incluso contradicciones muy marcadas. Quienes estuvieron juntos en los éxitos cinematográficos de 1927 – Metropolis de Fritz Lang o Die Sinfonie der Großstadt de Walter Ruttmann– no siguieron el mismo destino. Lang, judío, huyó a Estados Unidos, pero su guionista y esposa, Thea von Harbou, era nazi; el guionista de Die Sinfonie, Karl Freund, huyó también a Hollywood y su ex mujer murió en «los campos», mientras que Ruttman salió adelante con Leni Riefenstahl en Triumph des Willens (1935), la famosa cinta que cantaba

las

maravillas

del

congreso

nazi

de

Núremberg

de

1934.

Es la teoría del «Weimar mix», los relatos unitarios que lo juntan todo como «cultura de Weimar» de signo progresista. Esta tendencia funde lo que no pasan de ser los infinitos eventos de una etapa republicana en un territorio percibida automáticamente, por antonomasia, como una síntesis libertadora y progresista, sobre todo a través de su creatividad plástica. A tal corriente se añade ahora la obra La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, de Eric D. Weitz. No es un caso aislado, ya que el mismo año en que apareció en inglés el libro de Weitz en Princeton University Press, en Francia se publicó L’Allemagne de Weimar, 1919-1933, del germanista Christian Baechler, en la editorial Arthème Fayard, esfuerzo más lógico en sus preguntas. La especificidad es que Weitz es el reflejo de una segunda generación de emigrados norteamericanos. Es un fenómeno histórico, cada vez más frecuente en la evolución del siglo xx, y no digamos 7


ya en el xxi. Como ejemplo del peso de ser una segunda generación contamos con la obsesiva «novela gráfica» Maus, de Art Spiegelman (en múltiples versiones a partir de 1972, completada en dos volúmenes publicados en 1986 y 1991, que recoge su dura vida familiar en el neoyorquino barrio de Queens en los años setenta y ochenta).

El problema, para la narración que pretende Weitz, es que él no estuvo allí en aquel entonces: es un ejercicio de memoria heredada con esfuerzo libresco. Entiendo su problema: yo mismo he vivido este engaño desde una segunda generación, en mi caso de exiliados republicanos españoles en Nueva York. Dado que los padres tienen «amnesias» selectivas y que, por regla general, nadie quiere hablar de sus experiencias traumáticas, el recurso al abuso de las lentes coloreadas de la ideología es una tentación casi inconsciente: ya puestos, puede verse como una primavera verde y republicana lo que sólo lo fue en las implicaciones positivas de una cotidianidad más bien negativa. En mi valoración nada entusiasta del libro de Weitz figuran muchos factores negativos, aunque ni la traducción fiel de Gregorio Cantera ni la edición pulcra de Turner se encuentran entre ellos. Para mi gusto, el libro conceptualmente es más blando que una berlinesa rellena de nata. Carece de una estructura interpretativa firme y su autor confía en sus dotes narrativas, a la vez que cuenta con la fuerza de una proximidad emotiva de la que él personalmente carece. Pero, probablemente, soy algo injusto y la obra sirve como una presentación más que adecuada del mejunje de la «Weimar Culture» en un mercado literario que carece de mucho acceso a reflexiones sobre el contexto germano en cualquier época. Una explicación posible: el libro tiene una estructura algo desigual: hay un marco que lo empieza y lo cierra, y presenta el contexto político-social, pero luego contiene una serie de ensayos sobre temas culturales diversos sin conexiones entre sí. El problema –para este lector– es que el marco resulta flojo y a veces hasta contradictorio con sus propios planteamientos, mientras que los ensayos culturales son excelentes y resisten perfectamente una lectura crítica.

Nada de estas desventuras germanas debería sorprender con la antonomasia con que la República debería sorprender a lectores españoles. Los alemanes han creado incluso un término –con su correspondiente disciplina– para el manejo correcto de las tribulaciones del pasado: nada menos que Vergangenheitsbewältigung. Y, aun así, sostienen disputas historiográficas más bien brutas (la famosa Historikerstreit de 1986-1989) y se ven obligados a prohibir el Mein Kampf de Hitler como si de una fuente de contagio se 8


tratara (es igual, puede comprarse online a la extrema derecha norteamericana). Desde aquí, tampoco podemos presumir. Las tonterías españolas, el combate por la sagrada «memoria histórica» de mártires y sus reliquias incorruptas, mantiene inhiesto el ánimo combativo de unos y otros, amantes y detractores por excelencia de la antonomasia.

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Reseña de Los señores de las finanzas. Los cuatro hombres que arruinaron el mundo Liaquat Ahamed (Deusto, 2010) Oscar González Camaño

En un temario de historia del siglo XX, el crash de 1929 suele ser un hueso de roer. Entender qué pasó, cuál fue el camino hacia el desplome de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929, cuáles fueron las consecuencias en los primeros años treinta y cómo se salió de la Gran Depresión no es fácil. No es un tema que se preste a un debate entre profanos en economía, aunque cada vez estamos más informados al respecto. Incluso el libro clásico sobre el tema, El crash de 1929 de John Kenneth Galbraith (1954) requiere de unos ciertos conocimientos previos de un lector que si no está un poco avezado en cuestiones económicas más o menos básicas puede perderse. Sin embargo, es posible trazar la senda que llevó al desplome del sistema capitalista en el período de entreguerras y a su posterior recuperación. Hubo señales, precedentes (en 1907, el anterior), la posguerra afectó a las economías de los países en liza (Alemania, especialmente) y, económicamente hablando, sólo hubo un vencedor, Estados Unidos. Pero las actuaciones de cuatro hombres encendieron la mecha que, la década de los años veinte mediante, conduciría a la Gran Depresión. 1


Los señores de las finanzas. Los cuatro hombres que arruinaron el mundo de Liaquat Ahamed (Deusto, 2010) es algo más que un libro de historia económica focalizado en un período de tiempo determinado (entre la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión). Es también una pequeña colección de pequeñas historias personales. Para empezar las de los cuatro señores de esta imagen:

Benjamin Strong Jr., presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York entre 1914 y 1928; Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944; Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank alemán entre 1923 y 1930; y Émile Moreau, presidente de la Banque de France entre 1926 y 1930. Cuatro hombres que, al frente de los bancos centrales de sus respectivos países (Strong, si acaso, era el presidente de una de las sedes descentralizadas de la Reserva Federal estadounidense, lo cual también le dio bastante libertad de movimiento en comparación con sus colegas), influyeron en una de las cuestiones esenciales de la economía monetaria del período de entreguerras: el patrón oro. Hay que tener en cuenta que, en aquellos años, aunque hablemos de bancos centrales (esencialmente para simplificar), los cuatro bancos

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citados seguían siendo de capital privado, respondiendo especialmente ante sus accionistas aunque también tenían el objetivo de preservar el valor de la moneda. Por ello, la importancia que hasta esa época tuvo el patrón oro, que ligaba el valor de la moneda a una cantidad de oro determinada. Conviene recordar que la mayor parte del oro por entonces no estaba en circulación, sino enterrado en depósitos bajo tierra, apilado en lingotes en las cámaras acorazados de los bancos centrales. Estos bancos centrales velaban por estos depósitos, tenían el derecho de emitir moneda y, por tanto, legalmente estaban obligados a disponer de una determinada cantidad de lingotes de oro como aval del papel moneda que emitían. Economía básica del período de entreguerras, para entendernos.

Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fueron devastadoras para un país como Alemania, que además de perder parte de su extensión y de su población y de verse culpabilizada con la responsabilidad de la guerra, tuvo que soportar el peso de unas indemnizaciones, en teoría para sufragar la devastación que había realizado en los países ocupados durante el conflicto (esencialmente, Francia y Bélgica). La realidad es que las indemnizaciones fueron otro elemento más para castigar a la República alemana en ciernes. Por el Tratado de Versalles se estipuló una cantidad determinada, matizada en posteriores conferencias y reasignada en varios planes (Dawes, Young). Francia, vencedora de la guerra pero temerosa del resurgimiento alemán, impuso unas condiciones durísimas, prácticamente imposibles de ser aceptadas y mucho menos cumplidas, y cuando quiso aumentar la presión, en momentos en que Alemania sufría un fortísimo proceso de hiperinflación, ocupó militarmente la Renania. Si en 1921 se estipuló que las indemnizaciones que debía pagar Alemania durante más de sesenta años serían de 12.000 millones de dólares (equiparables, hoy día, a 2,4 billones de dólares), la realidad fue que poco más de una década después, cuando con Hitler ya en el poder se cerró el humillante grifo, el Estado alemán apenas había pagado 4.000 millones de dólares (casi un billón de dólares actuales). Por el camino, un régimen (Weimar), frágil desde el principio, se hundió, y una crisis financiera y económica transformó el mundo, y no se superó sin el concurso de otro conflicto general más devastador aún que el iniciado en 1914.

Al terminar la guerra del 14, el sistema financiero mundial sufrió las consecuencias. Reino Unido, Francia y Alemania estaban virtualmente en bancarrota, sus economías 3


oprimidas por las deudas y su población empobrecida a causa del aumento de los precios. La libra, el franco y el marco se hundieron. Frente a estas monedas, el dólar se erigió en la salvaguarda del sistema capitalista y, mediante el tiempo, en el sustituto del patrón oro. Liaquat Ahamed nos introduce en las amenísimas páginas de su libro, merecedor del Premio Pulitzer de Historia 2010, en los esfuerzos de los cuatro banqueros anteriormente citados por «reconstruir el sistema financiero internacional» tras la guerra y describe «cómo, durante un breve período de mediados de la década de los veinte, pareció que lograban su objetivo: las monedas eran estables, el capital empezó a circular libremente por el mundo y resurgió el crecimiento económico. Sin embargo, bajo la superficie del rápido desarrollo urbano empezaron a aparecer grietas y el patrón oro, que todos habían creído que actuaría como paraguas de la estabilidad, resultó ser una camisa de fuerza» (p. 24), hasta el punto de que, poco a poco, siendo Estados Unidos el último y con Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca, abandonaron el patrón oro como faro macroeconómico.

No se asuste el lector: estamos ante un libro de historia económica, pero que tiene mucho de historia. A través de las biografías de Montagu, Strong, Schacht y Moreau, asistimos a la lenta descomposición de un mundo (financiero) y al auge del sistema capitalista 2.0 que conocemos hoy en día y que, crisis de 2007 en adelante (con avisos en 1987, 1994, 1997-1998 y 2000) parece que va camino de evolucionar a la versión 3.0 (quizá estemos en la 2.5 actualmente). Y es que la cuestión particularmente personal de cada uno de estos protagonistas importa: modelaron la economía de su época dejándose llevar por sus filias y fobias particulares. Añadamos un quinto personaje en esta obra, John Maynard Keynes, quien en 1919 ya avisó con su libro Las consecuencias económicas de la paz de que presionar en exceso a Alemania con las indemnizaciones era una locura y que encabezó una campaña para erradicar el patrón oro como baluarte de las reglas del juego. Más joven que los cuatro presidentes de bancos centrales, Keynes, «un observador independiente, un mero comentarista […], pronunciando su discurso entre bastidores, con su ingenio irreverente y juguetón, su intelecto brillante y siempre inquisitivo y, sobre todo, con su extraordinaria capacidad para tener razón» (p. 27), se erigió en un particular Pepito Grillo, «un moscón, un catedrático de Cambridge, un millonario hecho a sí mismo, escritor, periodista y autor de best-sellers que escapaba del paralizador consenso que acabaría conduciendo al desastre» (p. 28).

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Quizá Benjamín Strong, que murió antes de que estallara la burbuja bursátil especulativa, pudo hacer algo al frente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, aunque también es cierto que con su incapacidad a obedecer reglas económicas al margen de la ortodoxia financiera conocida puso el pie en el acelerador hacia el desastre. Montagu Norman se negó a apartarse un ápice de lo que consideraba que era la esencia del sistema capitalista, o al menos una de ellas: el patrón oro. Incapaz de escuchar a nadie ni nada que no fuera su propio instinto, su autoridad se basaba en la larga permanencia al frente del Banco de Inglaterra, a la postre también la causante de su propia debilidad. Con Strong hizo buenas migas y forjó lazos de amistad que duraron hasta la muerte de éste último. Juntos enarbolaron la bandera del patrón oro y se negaron a realizar cambios, aunque eran conscientes de que la fortaleza del sistema podía venirse abajo si se insistía demasiado en castigar a la economía alemana. Hjalmar Schacht, orgulloso e inflexible, pudo poner freno a la hiperinflación que destruyó el marco entre 1921 y 1923 (el Rentenmark, la moneda que sustituyó al Reichsmark durante un breve período de tiempo, fue obra suya) y trató de imponer sus deseos al frente del Reichsbank que de ayudar realmente a la débil República a levantarse. Si es cierto que la República de Weimar tuvo demasiados enemigos poderosos y pocos amigos sólidos, Schacht se alineaba entre los primeros aunque, paradójicamente, durante su mandato en el Reichsbank estuvo al servicio de los segundos. Tanto daba: no tuvo reparo alguno en tratar de hundir toda iniciativa de los diversos gobiernos alemanes que trataban de paliar los efectos del pago de las indemnizaciones. Por último, Émile Moreau, que fue el último en llegar y también el más desasistido, tuvo la clarividencia de prever que el patrón oro tenía los días contados.

Nunca se vieron los cuatro hombres al mismo tiempo. En una reunión en Nueva York en 1927, se vieron Strong, Normal y Schacht; Moreau envió a su vicepresidente, Charles Rist. No crea el lector que estos cuatro hombres actuaban como si de una logia secreta se tratara, moviendo los hilos entre bambalinas. No, sus actuaciones fueron públicas, claras y manifiestas. Y en ocasiones contradictorias. Sus relaciones personales no fueron estrechas a nivel general: Strong y Norman fueron amigos, pero apenas soportaron a un altivo y generalmente insoportable Schacht, que a su vez despreciaba a Moreau, el cual tampoco es que fuera del agrado de Norman. Cada uno de ellos fue libre atarse o desatarse de las ligaduras del patrón oro, siendo quizá Strong quien entendía mejor su fortaleza (y sus debilidades), actuando Norman como un ciego devoto que 5


tampoco tenía alternativa, despotricando Schacht de todo y de todos, y quizá mostrándose Moreau como el más discreto (y a la postre más racional) de los cuatro. Cuando en 1931 las consecuencias del crash financiero de Wall Street se habían ya transformado en las devastadoras fauces de la Gran Depresión, sólo resistía en su puesto Norman. Por poco tiempo, eso sí.

Estamos ante un libre de lectura poderosamente atractiva, que nos pone en situación de un modo que cualquier profano en guarismos y teorías económicas puede seguir de un modo asequible. Comprender las causas del crash bursátil de octubre de 1929 (las bases de la debilidad del sistema, unidas a una especulación bursátil desaforada), entender los mecanismos del patrón oro de un modo eficaz, asistir a la debacle de una democracia en ciernes (Alemania) y tratar de tener una panorámica general de una década, los años veinte, son los objetivos (cumplidos) de este libro. Y además con todo lo bueno de una historia bien tramada y desarrollada. Al finalizar la lectura, llegaremos a varias conclusiones. Entre ellas, quizá la más importante en última instancia, una que nos transporta al presente: «la Gran Depresión fue provocada por una ausencia de capacidad decisoria, por una falta de comprensión del funcionamiento de la economía. A lo largo del camino que condujo a la Gran Depresión y durante el tiempo que ésta se prolongó, nadie luchó más que Maynard Keynes por entender las reglas del juego. Creí que si podíamos acabar con el pensamiento “embrollado” –una de sus expresiones favoritas en materia económica–, la sociedad quizás lograra colocar la gestión de su bienestar material en segundo plano para dedicarse a lo que consideraba los temas centrales de la existencia, los “problemas de la vida y de las relaciones humanas, de la creación, del comportamiento y de la religión”. A eso es lo que se refería cuando, durante un discurso pronunciado al final de su vida, declaró que los economistas son los “fideicomisarios, no de la civilización, sino de la posibilidad de civilización”. No hay mayor testimonio de su legado a ese fideicomiso que el hecho de que, en los sesenta años transcurridos desde que pronunció aquellas palabras llenas de agudeza, el mundo ha evitado una catástrofe económica como la que le sorprendió entre 1929 y 1933» (p. 574).

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PENSAMIENTO

Giménez Caballero y José Antonio, Dionisio Ridruejo y Sánchez Mazas emiten destellos distintos enfocados así

política a la luz de una noción de modernismo mucho más fiel a la entidad revolucionaria y visionaria, incluso mitopoética y antropológica del fenómeno. Es tan vasto como capaz de arrastrar a multitudes de ciudadanos de Italia y Alemania, a menudo formados, cultos y con plena buena conciencia sobre el acierto de su opción modernista por el fascismo: reparaban así el mal moderno (la Modernidad), su falta de orden metafísico, su enfangamiento nihilista y su subversión radical de los valores tras Nietzsche, Freud, el futurismo de Marinetti o el mismísimo Baudelaire, que también sale. Es fácil deducir que el libro es una fiesta incesante y de vasto alcance interpretativo y hasta metodológico (en favor de la aptitud de la historiografía para las interpretaciones de síntesis y multidisciplinares). Se nutre de un manejo exhaustivo y brillante de las obras ajenas de los últimos veinte años sobre los repuntes esotéricos o el movimiento moderno de la arquitectura, la música popular o el jazz, desde la alta literatura modernista de Kafka, Hermann Broch o Walter Benjamin o el filonazismo de Ernst Jünger y Heidegger hasta la identificación más intuitiva pero indispensable de los distintos arquetipos psicosociales. Todo actúa complementariamente en la demolición refundadora a la que aspira el fascismo como promesa modernista de futuro multitudinariamente jaleada en la Europa de entreguerras. Para el lector que piense en España mientras lee sobre Alemania e Italia, la fertilidad del enfoque es incuestionable y viene a ser algo así como la cristalización conceptual de lo que buena parte de la nueva historiografía (y parte de la anterior) viene haciendo desde hace años: releer las relaciones entre modernismo (en el sentido continental, es decir, nuestro modernismo más las vanguardias) y fascismo como producto de la modernidad. Esto es, revisar sin incurrir en revisionismo tarado alguno. La pulsión humana que confía en una redención total tiene que ver con la dimensión afectiva y emocional, pero también ética e ideológica de quienes aspiraron a difundir un nuevo hombre y un nuevo tiempo. Así se trascendía el sentimiento de final de época que estaba viviendo la Europa de entreguerras, primero con el cataclismo de la Primera Guerra Mundial y después con el crash de 1929. Nuestros Giménez Caballero y José Antonio, nuestros Dionisio Ridruejo y Sánchez Mazas emiten destellos distintos enfocados así, aunque sigan siendo eminencias muy débiles del fascismo europeo y ninguno de ellos emparentable (con la excepción de Giménez Caballero) a la vocación mesiánica y redentorista que incubó el fascismo como motor modernista de superación de la crisis de la Modernidad. O

prender los pivotes éticos, estéticos, ideológicos y políticos de cada uno de ellos. Se lee ese material de arte, ideología o

Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler. Roger Griffin. Prólogo de Stanley G. Payne. Traducción de Jaime Blasco Castiñeyra. Akal. Madrid, 2010. 567 páginas. 55 euros.

de Aparicio convence como ya lo hizo en su volumen anterior, Lecturas de ficción contemporánea. De Kafka a Ishiguro (2008). Si en aquél se centraba en qué leer y por qué, sin embargo, en éste analiza más bien cómo leer y cómo se han escrito y corregido las grandes obras del siglo, en especial las de Franz Kafka, James Joyce, William Faulkner, Marcel Proust, Virginia Woolf, Dino Buzzati, Vladímir Nabokov, Gabriel García Márquez, Don DeLillo, Italo Calvino, Julian Barnes y David Foster Wallace (y también, si cabe, de outsiders como Rubem Fonseca o Harry Mulisch). A un cubo de Rubik hiper-textual como éste, con sus mil páginas, sus decenas de reproducciones de cuadros y manuscritos y sus 556 notas al pie (algunas tan jugosas como la de los baños que Woolf pagó con sus ficciones, o las dedicadas a los lamentos de Miguel Delibes al editor Josep Vergés por las liquidaciones de sus obras), con sus 120 ilustrativos fragmentos de novela y sus 530 citas con destornilladores que recuerdan lo que cabe desguazar, no se le puede negar una ambición fuera de lo común. Tampoco, al seguir a Aparicio en el tráfico de influencias que tras las vanguardias permitió dina-

mitar el canon realista, y al descubrir junto a la reflexión sobre la cocina de los autores mil referencias multidisciplina-res (Cage, Bad Religion, Fellini, Le Corbusier y un sinfín de pintores, de Kandinski a Miró), es posible regatearle a El desguace de la tradición su condición de propuesta divulgativa, igual de recomendable para estudiantes o aprendices de narrador que para buenos lectores en general (por mucho que sepan o crean saber). Basta añadir el divertido examen final, los latiguillos de “reconocimiento” à la Barthes —“leyendo un texto de A reencuentro a B en un detalle minúsculo”— o las recomendaciones tipo “lean a Joyce —¡eso sí, ni entero ni de un tirón, por Dios Santo!—”, para concluir en fin que éste de Aparicio, por fortuna y más allá de algún abuso retórico, es uno de esos escasos, lúcidos, incisivos, estimulantes textos proteicos que enseñan por qué, del mismo modo que un escritor no es alguien que escribe, sino alguien que conoce el arte de escribir, un lector sólo puede ser tras el siglo XX alguien que domine el arte de leer; esto es, Umberto Eco dixit, “sin ingenuidad y con ironía”. Y sin absurdos elitismos, al contrario: por 30 euros. O

La modernidad del fascismo El movimiento moderno nutrió las primeras expresiones del fascismo en Europa, según el lúcido y documentado estudio de Roger Griffin Por Jordi Gracia

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LGUNOS LIBROS contienen en su interior una auténtica bomba de relojería. La que quiero desentrañar tiene su origen veinte años atrás, cuando en 1991 aparecía un libro de Roger Griffin titulado The Nature of Fascism (todavía no traducido). Con atrevimiento proponía una lectura fecunda y matizada del fenómeno fascista como ideología y movimiento moderno, en particular en Italia y Alemania. En 2007 la bomba de relojería se ha hecho definitivamente letal en un nuevo y superior libro del mismo Roger Griffin y con un título ya directamente delictivo: Modernism and Fascism. The Sense of a Beginning under Mussolini and Hitler, bien traducido por Jaime Blasco Castiñeyra en Akal (con alguna decisión discutible) y en la colección que dirige Elena Hernández Sandoica. Es un formidable trabajo académico, de ambición, densidad y precisión conceptual infrecuentísima, tanto en España como fuera de España. Aquí me conformo con reflexionar en voz alta sobre las consecuencias implícitas que para los estudios sobre la cultura española fascista prefranquista y franquista puede tener la apelación a la modernidad alternativa que vertebra el libro completo. Por decirlo de acuerdo con la interpretación sinóptica que prefiere el autor: se trata de comprender el modernismo también como respuesta integral a la sensación de decadencia o anomia propia de la Modernidad (al menos entre 1850 y 1945) y por tanto el fascismo como respuesta movilizadora y de futuro, no sólo o ni siquiera reaccionaria o conservadora, frente a esa misma experiencia de crisis y tiempos degradados. El argumentario teórico es necesariamente rico porque está concebido desde lo que el autor llama una “narratividad reflexiva” cuya base es la propuesta de discusión y ensamblaje, de mezcla y selección de las aportaciones teóricas y políticas clásicas y

Fotografía tomada en Sevilla en 1936. Foto: Gamma-Keystone / Getty Images Keystone-France

recientes. Por eso el recorrido del libro siempre está pautado por la mejor y más convincente literatura académica sobre modernismo, modernidad y fascismo, desde Frank Kermode a Enzo Traverso, desde George Mosse a Emilio Gentile, aunque nunca desestime las fuentes primarias. Pero el uso de ellas es especialmente inteligente, selectivo y desprejuiciado: las microbiografías se alternan con la perspectiva macro y no relata cada paso de la fascinación nazi de Jünger o de Albert Speer sino los momentos conceptualmente cruciales para su argumentación. Tampoco aducirá toda la oratoria de Hitler o Mussolini, pero sí aquellos momentos decisivos para com-

El arte de leer El desguace de la tradición. En el taller de la narrativa del siglo XX Javier Aparicio Maydeu Cátedra. Madrid, 2011. 1.016 páginas. 31,50 euros

Por Ricard Ruiz Garzón SI UNA NOCHE de invierno un viajero decidiera escuchar con atención el ruido de fondo y la furia y, cual Ulises en metamorfosis, optara bajo el pálido fuego del tiempo perdido por lanzarse en busca de la tradición que rehúyen los mil loros de Flaubert de la disecada crítica actual, podría encontrarse con cien años de soledad o con un desierto de tártaros, pero sólo tendría un modo de esquivar las olas del tedio que tanto temen los malos lectores de Virginia Woolf: apuntarse a la fecunda, metódica, felizmente excesiva broma infinita de la hermenéutica que el profesor, crítico y exagente Javier Aparicio 14 EL PAÍS BABELIA 09.07.11

Maydeu acaba de publicar en Cátedra con el título de El desguace de la tradición. En el taller de la narrativa del siglo XX. Un “curso sui géneris de narrativa contemporánea”, según el autor, “práctico, comparatista, transversal” y “riguroso pero sin el megalómano deseo de resultar sistemático”. Una obra a la vez canónica y heterodoxa, en fin, tan capaz de estudiar qué porcentaje de diálogo y descripción aumenta en Proust respecto de Balzac, o de desgranar los pros y contras de la aporía y la metaficción, como de alertar sobre las paradojas kafkianas gritando “achtung, achtung” o de proponer un ejercicio a partir del popular bodrio “era de noche y sin embargo llovía” con una variación joyceana consistente en alargar las íes del verbo —“llovííííííííííííííía”— para que los grafemas representen el aguacero. Es en esa combinación de calidad académica e ingenio conversador, esa demanda docente de arremangarse en el taller filológico para mejor gozar, don-


Fascismo y modernismo STANLEY G. PAYNE HISTORIADOR

Revista de Libros de la fundación Caja Madrid. nº 134 · febrero 2008 Roger Griffin MODERNISM AND FASCISM: THE SENSE OF A BEGINNING UNDER MUSSOLINI AND HITLER Palgrave MacMillan, Nueva Cork

La interpretación del fascismo ha suscitado el que es posiblemente el problema de análisis político más difícil y enojoso en la historia de la Europa del siglo XX. Aunque el fascismo tenía claras raíces en el fermento cultural y político de la última parte del siglo anterior, su repentina irrupción tras la primera guerra mundial supuso una sorpresa. No se había predicho y parecía ser una excepción única a los movimientos revolucionarios establecidos, generalmente izquierdistas, obreristas e internacionalistas. El fascismo no era ninguna de esas cosas. Los comunistas reconocieron en un principio que el fascismo presentaba analogías con el estilo y las tácticas revolucionarias y violentas del bolchevismo, pero en años posteriores tanto los marxistas como los liberales occidentales se mostraron de acuerdo en al menos un punto fundamental: el fascismo era reaccionario, antimoderno, una sublevación contra la modernidad. El «debate sobre el fascismo» protagonizado por los expertos a escala internacional en los años sesenta y setenta intentaba alcanzar una mayor objetividad y exhaustividad, pero tuvo dificultades para llegar a ninguna conclusión clara y compartida. El debate se apagó posteriormente en cierta medida durante los años ochenta, pero acabaría reviviendo en la década final del siglo. Esta fase más reciente del estudio del fascismo se ha visto fuertemente influida por el «giro cultural» en la historia, y ha estudiado mucho más que anteriores investigaciones la cultura y la estética fascistas, o su empleo del arte, la propaganda y el espectáculo. Gracias a ello ha adquirido un entendimiento más completo del carácter moderno de las técnicas y prácticas fascistas, y también de los temas y el contenido tanto de la cultura fascista como, también, de las ideologías fascistas. El más destacado de los nuevos expertos surgidos en las dos últimas décadas es el historiador británico Roger Griffin, de la Brookes University de Oxford.Tras publicar The Nature of Fascism (1991), que presentaba una nueva teoría del fascismo genérico, editó la mejor publicación en un solo volumen de textos escritos por los propios fascistas, Fascism (1991), la mejor antropología de interpretaciones del fascismo, International Fascism:Theories, Causes, and theNew Consensus (1998), y más tarde (con Michael Feldman) la imponente y exhaustiva antología en cinco volúmenes Fascism: Critical Concepts in Political Science (2004). Modernism and Fascism es el mejor y más importante libro de Griffin, y se propone presentar una nueva interpretación de una de las dimensiones más importantes del fascismo. Los recientes cambios en el estudio del fascismo, ya mencionados, han preparado un ambiente receptivo, pero Griffin va mucho más allá de temas monográficos para presentar un análisis global de la relación entre fascismo y modernismo. Tras un capítulo inicial que pone de relieve las «paradojas» del modernismo fascista, dedica un total de cinco capítulos, el equivalente de ciento cincuenta páginas, a presentar una definición e interpretación del modernismo y de sus diversas formas de

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manifestarse. Ésta es probablemente la interpretación del modernismo más sofisticada que se ha formulado en ningún ámbito, y representa un logro en sí misma, ya que Griffin no se ocupa simplemente del modernismo artístico e intelectual, sino también del «modernismo programático», la expresión del modernismo en proyectos políticos y sociales a partir de la segunda mitad del siglo XIX . La mayor parte de los estudios anteriores se habían limitado a poco más que el modernismo estético («epifánico», en la terminología del historiador británico) y generalmente se han desdeñado por completo sus dimensiones social y política. Esto requiere, por supuesto, una distinción entre los procesos normales de «modernización», la existencia de diversos estados de «modernidad», y el «modernismo», que adopta la forma de una crítica y de un proyecto o proyectos. Al igual que algunos otros analistas, Griffin data el comienzo del modernismo a partir de mediados del siglo XIX , y se habría originado en una revuelta contra lo que se percibía como la decadencia y la deformidad que estaba pasando a ser supuestamente característica de la modernidad en sus formas actuales. El modernismo dio origen a una serie de proyectos para, a partir de aquel momento, revitalizar la modernidad y darle lo que se percibía como una expresión y una forma más verdaderas, más auténticas. Así, en la interpretación de Griffin, «el modernismo es un término genérico para un enorme despliegue de iniciativas heterogéneas, individuales y colectivas, que se llevaron a cabo en las sociedades europeizadas en todos los ámbitos de la producción cultural y la actividad social desde mediados del siglo XIX en adelante. Su común denominador se halla en el intento de lograr una sensación de valor, significado o propósito trascendentes a pesar de la progresiva pérdida de un sistema homogéneo de valores y una cosmología dominante de la cultura occidental provocada por las fuerzas secularizadoras y desarraigadoras de modernización Existe una distinción fundamental entre el modernismo y lo que se ha denominado más recientemente posmodernismo, y es que el modernismo proponía alternativas específicas y enfáticas, mientras que el posmodernismo plantea únicamente una elección permanente. El modernismo fascista sería así absolutamente congruente con lo que el crítico estadounidense Ihab Hassan llamó el principio de autoridad en el modernismo, en contraposición al principio de anarquía del posmodernismo. Otra diferencia entre el modernismo y el posmodernismo estriba en que mientras que los modernistas rechazaron drásticamente los aspectos clave de la cultura, la sociedad, la economía y la política de la modernidad, los posmodernistas generalmente aceptan y reflejan las tendencias culturales, sociales y económicas de la así llamada época posmoderna. Los orígenes del fascismo italiano en la rivoluzione mancata (revolución frustrada) de la Italia del siglo XIX y su estrecha asociación con la revuelta modernista de comienzos del siglo XX en la intelligentsia y la élite artística italianas son generalmente bien comprendidos por los especialistas, a pesar de que no son percibidos normalmente por la opinión común. El dominio continuado del estereotipo habitual quedó demostrado en una fecha tan reciente como 2006, cuando un nuevo documental británico sobre arquitectura moderna expresó su sorpresa por el hecho de que el famoso escritor fascista Curzio Malaparte hubiera pedido que le construyeran una casa ultramodernista como su residencia personal en Capri.

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Desde el comienzo mismo, el fascismo italiano se asoció íntimamente con sus propias formas de modernismo. Junto con el comunismo soviético, fue una de las dos grandes y novedosas formas radicales de «modernismo programático» de la década de 1920. Abrazaba de lleno el estilo modernista, y la arquitectura «racionalista» (el término italiano para referirse a la arquitectura modernista) se convirtió en el estilo semioficial del régimen. El más amplio objetivo programático era crear una nueva revitalización moderna de la nación, con una estructura y un proyecto políticos nuevos que desarrollaran una nuova civiltà (nueva civilización). El fascismo habría así de convertirse en la revolución del siglo XX, del mismo modo que el nacionalismo y el socialismo habían sido las revoluciones del siglo anterior, y la democracia la del siglo XVIII . El modernismo programático no rechazaba todos los aspectos del pasado y de la cultura y la sociedad tradicionales, pero insistía en la creación de una nueva síntesis que combinara aspectos de esta última que siguieran siendo vitales y útiles con nuevos ideales y estrategias que habrían de construir un nuevo proyecto moderno y único. Rechazaba los aspectos «decadentes» de la modernidad, pero abrazaba de manera entusiasta lo que concebía como los objetivos más elevados del modernismo creativo en economía, tecnología, reforma legal e institucional y expansión nacional, todo ello fundamentado en la más esencial de las revoluciones modernistas: la creación del «hombre nuevo» con un vitalismo, una fuerza y un dinamismo fascistas. Esto planteaba la revolución de la nación, no la clase, como la síntesis de la moderna revolución política, social y cultural para producir lo que Mussolini pasó a concebir como una «competencia revolucionaria» entre la Italia fascista y la Unión Soviética, una competencia que él pensaba que ganaría con seguridad el fascismo porque se basaba en las realidades más profundas de la nación, de la economía moderna y de las fuentes genuinas de la motivación humana. Todo ello se expresaba en el objetivo supremo fascista del «totalitarismo» (el concepto es una invención fascista), a pesar de que su plasmación concreta resultara ser mucho más difícil. Griffin se vale de sus propias investigaciones y del trabajo de destacados especialistas durante la última década aproximadamente: estudiosos como Emilio Gentile (el más relevante historiador vivo del fascismo italiano), Mark Antliff, Ruth BenGhiat, Claudio Fogù, Diane Ghirardo, Jeffrey Schnapp, Angelo Ventrone y otros. Un aspecto, sin embargo, que no se examina con tanta claridad es el proyecto del imperialismo fascista –la nueva romanità en el extranjero– que revelaría algunos de los mismos elementos, con el derroche de riqueza desplegado en un proyecto como la construcción de la infraestructura económica de una moderna «Etiopía italiana» a partir de 1936. No obstante, el eje fundamental del libro no es el análisis del fascismo italiano, sino el estudio del modernismo del nacionalsocialismo alemán que, junto con el extenso análisis introductorio del modernismo, constituye uno de sus dos principales logros. Durante algún tiempo, un número considerable de estudiosos han planteado una distinción entre los regímenes italiano y alemán, tomando a la infradesarrollada Italia de Mussolini como un régimen «modernizador» (aunque no modernista), en contraste con una industrializada Alemania nazi, cuyo régimen se tiene por «reaccionario». Esta distinción era básica para la interpretación más amplia del gran historiador italiano Renzo de Felice, que en el momento de su muerte en 1996 estaba considerado como el

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decano de los estudiosos del fascismo italiano y también como el más importante historiador italiano de su generación. Todos los especialistas se mostrarían de acuerdo en que el nazismo fue un movimiento que buscaba la regeneración y la revitalización, pero incluso Enrst Nolte, que contribuyó a generar el «debate del fascismo» de los años sesenta, señaló que rechazaba la «trascendencia». Durante los años setenta, e incluso más allá, persistió la antigua interpretación del nazismo como intrínsecamente reaccionario, aunque ninguno de los muchos que suscribieron esta idea pudieron identificar ninguna Alemania histórica o tradicional anterior que Hitler pudiera haber perseguido restaurar. Jeffrey Herf intentó más tarde la cuadratura de este círculo introduciendo el concepto de Reactionary Modernism (1984). La evidente invocación de factores y valores primordiales por parte de los nazis, combinada con su oposición tanto al liberalismo como a la izquierda, fueron las características principales que impulsaron durante mucho tiempo el concepto de «nazismo reaccionario». Lo que esto pasaba por alto es que lo característico del modernismo era la combinación de lo subjetivo y lo no racional con nuevas formas en la búsqueda de una síntesis novedosa de estas cosas con los estilos y modos de tecnología y organización más recientes, un modelo frecuentemente repetido en el modernismo programático. Como escribió Modris Eksteins en su incisivo tratamiento del modernismo de comienzos del siglo XX en Rites of Spring (1989): «El nacionalsocialismo fue un producto más del híbrido que ha sido el impulso modernista: el irracionalismo cruzado con el tecnicismo. [...] La intención del movimiento era crear un nuevo tipo de ser humano del que nacería una nueva moral, un nuevo sistema social y, a la larga, un nuevo orden internacional». Esto combinaba conceptos de un «imaginario histórico» con valores y ambiciones radicalmente nuevos. El resultado no era una vuelta a una utopía preindustrial «reaccionaria» (que hace que el nazismo se parezca más al Portugal de Salazar), sino una «modernidad alternativa» nueva y radical en la que el Tercer Reich habría de estar a la cabeza del mundo en tecnología al tiempo que construía una utopía que combinaba todos los valores primordiales de la raza con nuevas formas del siglo XX.

Del rechazo oficial por parte de Mussolini de «los principios de 1789» –en referencia al liberalismo y el racionalismo normativo, una posición evidentemente defendida por Hitler– ha surgido una notable confusión. Esto ha dado lugar a la suposición habitual de que el fascismo rechazaba in toto los principios de la Ilustración del siglo XVIII, pero se trata de una conclusión en exceso reduccionista. El fascismo rechazaba los principios de 1789, pero abrazaba algunos de los principios fundamentales de 1793: la primacía de la nación, la solidaridad, la revolución y la redención por medio de una especie de religión profana. Se inspiró en importantes corrientes del pensamiento ilustrado, como la sustitución del cristianismo ortodoxo por un concepto diferente de Dios y trascendencia, la sustitución de la ley natural tradicionalmente sagrada por una completamente profana y la adopción de nuevos conceptos de naturaleza y sociedad. Fue esencial el concepto de una nueva jerarquía de lo ilustrado, artísticamente avanzado y culturalmente superior, corrientes de pensamiento que en la Ilustración habían coexistido con el semiuniversalismo. La fe en el progreso y el renacimiento profanos, un nuevo optimismo profano, surgió inicialmente de la misma fuente, como lo hizo la orientación

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hacia una «humanidad superior» basada en principios profanos. Las doctrinas de la Ilustración habían planteado la necesidad de una dirección y gobierno de élite, el dominio del voluntarismo humano y el triunfo de una nueva voluntad cultural y reformista, y habían introducido una nueva distinción entre sectores de la sociedad productivos e improductivos. En el siglo XVIII esto adoptó en ocasiones el aspecto de una reforma enormemente autoritaria, y en sus manifestaciones extremas posteriores puso el énfasis en un cambio revolucionario drástico y violento, que afectó a amplias esferas de la vida política, social y cultural, con el objetivo de lograr una nueva uniformidad dentro de la nación. La Revolución Francesa aportó el primer ejemplo de introducir una religión profana nueva y radical, acompañada por un teatro público y una liturgia política nuevas que inculcar a las masas. Fue también la Ilustración la que inició la práctica de una clasificación racial de la humanidad. Nada en política es más típicamente moderno que el mito de la nación, llevado a un mayor extremo en la Alemania nazi que en ningún otro lugar. A este respecto, Griffin señala convincentemente que el famoso Mein Kampf de Hitler fue un documento prototípicamente modernista, que hacía especial hincapié en las numerosas semillas de declive que llevaba aparejada la modernidad. Más que volver a una cultura del tradicionalismo o el cristianismo histórico, Hitler ofreció un programa enteramente modernista de redención que combinaba lo racialmente primordial e irracional, por un lado, y un proyecto político radical que habría de introducir una nueva época milenaria. Los historiadores han solido seguir el ejemplo del rechazo de Hitler en 1933-1934 a determinados tipos de modernismo estético que habían sido abrazados anteriormente por el principal activista cultural del movimiento y su responsable de propaganda, PaulJoseph Goebbels. Lo que obviaron fue que el objetivo de Hitler era reemplazar el estilo expresionista (que él asociaba con el Kulturbolschewismus, la forma decadente de modernismo) con una nueva forma de arte orientada hacia el futuro que combinaba lo clásico y racialmente arcaico con nuevas formas de expresión que se valían de las técnicas más avanzadas. Griffin continúa catalogando una larga serie de usos de estilos, motivos y técnicas modernistas en el arte, la arquitectura, la escultura y la música nazis, todos los cuales aspiraban a crear un nuevo arte para el Reich. El énfasis muy extendido en la tecnología avanzada, no simplemente en sistemas armamentísticos, sino en muchos sectores de la economía, exige una menor atención, ya que se trata de algo más conocido. El Tercer Reich desarrolló un especial modernismo tecnocrático asociado con la nueva y drástica planificación social y política para el futuro promovida por cualesquiera movimientos revolucionarios. Quizás el aspecto más exclusivo del Reich fue el énfasis en su interpretación de la biología y la «biopolítica», que combinaba lo primordial con un impulso único hacia una utopía biológica modernista, que combinaba el exterminio masivo basado en las más recientes técnicas científicas y la creación/invención biológica de una «raza dominante» pura, la única propuesta de la historia moderna que convierte a una nación en una especie de laboratorio frankensteiniano. «Ciencia enloquecida», sin duda, pero un tipo de ciencia de una modernidad alternativa sin ningún precedente tradicionalista. En vez del «nuevo hombre» soviético basado en la clase y el materialismo pseudocientífico, esto produciría un nuevo hombre basado en la raza, la biogenética y la cultura vitalista, que desde el punto de vista de Hitler era el superior de los dos proyectos de «revolución antropológica». El Tercer Reich fue también modernista por ser el «más verde» de todos los regímenes radicales, el primero en poner freno al tabaco, ya que buscaba

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introducir una drástica ecología alternativa. Griffin admite de buena gana que todo esto suponía una reacción contra formas dominantes de modernidad, pero subraya en todo momento que una reacción así fue siempre esencial para el modernismo, ya que éste buscaba introducir expresiones y conceptos nuevos, radicales y auténticos que sustituyeran a las formas de modernidad decadentes, falsas y destructivas. La interpretación tradicional del fascismo no era, así, tanto errónea cuanto drásticamente reduccionista e incompleta. Griffin presenta una perspectiva mucho más exhaustiva. Este estudio se apoya fundamentalmente en Italia y Alemania, los dos únicos países en que los regímenes fascistas se mantuvieron en el poder durante períodos prolongados, pero al final del libro Griffin plantea la cuestión del modernismo en relación con los movimientos fascistas menos importantes. Hace mucho tiempo que se ha reconocido el modernismo literario e intelectual de los escritores fascistas franceses, al igual que ha sucedido con lo que podría llamarse el modernismo económico o la sofisticación de las ideas de Mosley y la Unión de Fascistas Británica. En Latinoamérica, los integralistas brasileños formaron el movimiento de tipo fascista de mayores dimensiones de la región, que introdujo su propia doctrina, absolutamente personal, de sincretismo racial y la «cuarta era de la humanidad», algo que podía compararse con el modernismo fascista de Europa, a pesar de ser muy distinto en su contenido específico. Al contrario, el neotradicionalismo cultural y religioso del régimen de Franco, así como las propias prioridades políticas del dictador, impidieron toda revolución fascista o modernista en España. El movimiento con la fama más intensa de antimodernismo, aunque ciertamente no de tradicionalismo, fue la intensamente mística Legión del Arcángel Miguel, con su fuerte sincretismo de política extremista y religiosidad ortodoxa. Rumanía, no España, fue el país menos secularizado en el que surgió un movimiento fascista importante, y produjo la doctrina más inequívocamente sincretista. Lo que resultó sorprendente, sin embargo, fue el atractivo que tuvo la Legión entre los escritores, estudiantes y profesores universitarios modernistas del país, e incluso entre los científicos, que estaban aparentemente convencidos de que la crisis de modernidad y de materialismo requería una nueva revolución del espíritu. Algunos de estos escritores e intelectuales intensamente modernistas, como Mircea Eliade y Emil Cioran, alcanzaron más tarde fama internacional. Lo que ha logrado Griffin es situar el fascismo dentro de sus plenas dimensiones históricas con mucha mayor claridad de lo que habían hecho los análisis reduccionistas anteriores. Nos ha brindado tanto un gran estudio del modernismo propiamente dicho como de la amplia variedad del carácter modernista del fascismo. Ésta es la nueva obra sobre el fascismo más importante que ha aparecido en bastantes años y es de esperar que pronto se publique traducida en España.

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MIÉRCOLES, 5 ABRIL 2006

DANI DUCH

“Hitler compró a los alemanes” Tengo 58 años, nací en Heidelberg y vivo entre Berlín y Frankfurt. Soy profesor del Instituto Fritz Bauer de Frankfurt, donde dirijo una investigación sobre el holocausto. Estoy casado y tengo 4 hijos, de 36 a 26 años. ¿Política? Soy de la generación del 68, y hoy cambio mucho de voto. Soy un protestante alemán corriente y moliente

HISTORIADOR ALEMÁN

GÖTZ ALY PROVECHO

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–El III Reich creó subvenciones por hijos, seguro de enfermedad gratuito para jubilados, beneficios fiscales para familias, condonaciones de deudas a los arios... –¿Y de dónde salía tanto dinero público? –¡Del expolio de los países ocupados! Los altos funcionarios del Banco del Reich se desplazaban a esos países para organizar su saqueo. Las tropas alemanas, por ejemplo, se costeaban con las riquezas del país que ocupaban. Y los soldados enviaban a sus familias montones de paquetes –exentos de toda carga aduanera– de productos adquiridos a bajo precio a los conquistados... –Claro, entraba riqueza fácil... –No es que Hitler fuese un genio de la economía: es que rapiñó media Europa... ¡y también al 5% de su propia población, es decir, a los judíos alemanes! –No se limitó a exterminarlos, pues... –Primero los expolió. ¡El provecho económico espoleó el holocausto! Un dato: la expropiación de bienes de judíos en el año fiscal 1938-1939 ¡aportó a las arcas del Estado alemán unos ingresos adicionales del 9,5%! –Qué barbaridad... ¿Qué sabían los alemanes de estos abusos y crímenes? –La información no circulaba como hoy..., y si oían algo tendían a pensar: “Si el Estado lo hace, correcto será”. –Entonces..., ¿tiene un pueblo la dictadura que merece? –Sí: una dictadura no se sostiene largo tiempo sin un consenso subyacente. –No olvide la Gestapo, el terror... –Prácticamente no necesitó aplicarse... hasta después de 1942, momentos en que ya podía verse que la guerra se perdía. –¿Nadie se opuso seriamente a Hitler? –Sólo algunos círculos católicos, algún obispo... ¡hasta que se puso a bendecir armas en la guerra contra la URSS! Y socialistas y comunistas se acomodaron a la situación... ¡Les complacía el anticlericalismo de Hitler!

Un directivo del Banco del Reich, colocado en el Banco Nacional de Grecia, vendió en la Bolsa de Atenas las doce toneladas de oro arrebatadas a los judíos de Salónica: con ese oro compró dracmas, y con ellos pagó a los soldados alemanes en Grecia... Episodios como éste son los que documenta y cuantifica Aly en su estudio, publicado en ‘La utopía nazi’ (Crítica), libro explícitamente subtitulado ‘Cómo Hitler compró a los alemanes’. Leer que los jerarcas nazis actuaban menos por criterios ideológicos que recaudatorios (para, de paso, enriquecerse ellos mismos) no altera la magnitud de la vileza, sólo la ilumina con una tétrica y fría luz: la del provecho económico para el grueso de una complaciente sociedad. Alemania se mira en el espejo.

–¿Y los obreros? –Se incrementó su posibilidad de ascenso social, les creó seguridad social, los alivió de impuestos... Hitler hacía pagar a los ricos..., que, de todos modos, se forraban. Y, sobre todo: Hitler formuló una utopía de un mundo mejor que el alemán medio creyó. –Si Hitler se hubiese sometido a elecciones..., ¿las habría ganado? –¿Cómo saberlo...? En 1935, su popularidad estaba en su apogeo. Y quizá aún hubiese ganado hasta 1941. En 1942, ya no: el confort alemán declinaba... –¿Qué pasaría hoy si Alemania tuviese que devolver todo lo que Hitler saqueó? –¡El Estado alemán quebraría! Ya acabada la guerra, funcionarios de la Hacienda de la RDA y de la RFA (con Helmut Schmidt) quemaron las actas de aquellos expolios... –Vaya... ¿De cuánto dinero hablamos? –A fecha de hoy supondría unos 230 millardos de euros. En Francia ¡robaron el equivalente al PIB de un año! Y el patrimonio de los judíos alemanes adinerados equivalía a medio presupuesto anual de Alemania... –La actual economía alemana ¿tiene una deuda con los nazis? –Pues sí. Su aparato productivo moderno se hereda de la Alemania nazi. También Polonia: allí florecerá una industria en torno al campo de Auschwitz... –Con una economía tan engrasada, ¿por qué perdió Alemania la guerra? –Por el ejército Rojo, por las tropas aliadas, por los partisanos... y gracias a Dios. –¿Cómo han reaccionado los alemanes ante esta investigación económica suya? –A mi generación le cuesta aceptar que los crímenes del nazismo se perpetraron desde el corazón de la sociedad alemana. Ellos escuchan la vida de sus padres y no ven muchos indicios que concuerden con mi relato. Pero... ya le hablé antes mi padre, ¿no? VÍCTOR-M. AMELA

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ació usted en el año... –1947. –Sus padres le engendraron acabada ya la guerra, pues. –Se casaron en 1942, cuando Alemania ganaba, pero a mí me engendraron con Hitler ya muerto. ¿Por qué? –¿Qué hacía su padre durante la guerra? –Ah, ya le veo... Pues es ilustrativo, la verdad: como otros diez millones de alemanes, ingresó en 1937 en el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores. Tenía 25 años. Fue un ingreso tardío, de hecho... –¿Por qué tardío? –¡Porque el partido nazi lo formaba gente jovencísima! La dictadura nazi fue una dictadura juvenil: el nazismo cargaba contra la vieja clase gobernante, considerada caduca. –¿Su padre fue nazi? –Él dice que no. Se dejó llevar, como millones de alemanes... Si habla hoy con mi padre o con millones como él, le dirán que ellos eran resistentes dentro del sistema... –¿Ah, sí? –Claro: todos le dirán que hacían lo que podían para impedir que pasaran cosas más graves. Y tampoco mienten... Cuando mi padre se casó era soldado, y se casó sin uniforme: “Fue para distanciarme”, arguye hoy... –¿Qué tal era la vida de un soldado hitleriano? –¡Se les pagaba muy bien! Sus familias, por tanto, estaban encantadas. –¿Pese a la dictadura, pese a la guerra? –Sí: Hitler compró el estómago de los alemanes, su complacencia, favoreciéndolos notablemente en su bienestar económico. –¿Un soborno masivo? Eso suena muy crudo, ¿no? –Lo he estudiado a fondo: con Hitler, los alemanes vivieron muy bien. No pasaron hambre y gozaron de ventajas que les reportaron gran prosperidad económica. –¿Qué tipo de ventajas?


40 LA VANGUARDIA

C U L T U R A

SÁBADO, 21 MAYO 2005

Por qué Alemania se hizo nazi El historiador Richard J. Evans explica en un libro las causas de la llegada de Hitler al poder

Feliu Formosa y Joan Font, en el consejo asesor del TNC El nuevo consejo asesor del Teatre Nacional de Catalunya (TNC), para el que ya habían sido elegidos Sol Picó (danza) y Toni Casares (dramaturgia contemporánea), se completará con Jordi Castellanos (teatro y literatura clásica), Feliu Formosa (seguirá como asesor en dramaturgia universal), Joan Font, director de Comediants, se encargará de teatro familiar y relación con las compañías y Esteve Miralles de dramaturgia extranjera. – Redacción

JOSEP MARIA SÒRIA Barcelona

o creo que hubiera nada especial en Alemania que hiciera inevitable el III Reich”, afirma Richard J. Evans, profesor de Historia Moderna en Cambridge y autor de un estudio que acaba de publicar Península, La llegada del Tercer Reich, el primer volumen de una trilogía sobre la historia de aquel ominoso periodo alemán y europeo. Evans, que ha construido una interesante síntesis de lo acontecido desde la unificación alemana de 1871 hasta la toma del poder por los nazis, en 1933, cuando se edificó una dictadura “como no se había visto jamás”, ha estado en Barcelona para hablar sobre su obra, “la historia más completa que se ha escrito sobre aquel desastroso periodo” según el historiador Ian Kershaw, el más acreditado biógrafo de Hitler. El profesor británico asegura en una entrevista con La Vanguardia que “si antes de la Primera Guerra Mundial se hubiera preguntado a El historiador Richard J. Evans, fotografiado el jueves en cualquier europeo qué país hubiese podido protagonizar un holocausto como el del III Reich, habría contestado que también eran ricos, fue el caldo en el que se emRusia o Francia. Alemania era, antes de 1914, pezó a gestar el nazismo. un país moderno y dinámico, en el que había Evans señala dos causas más en la ascensión una corriente de antisemitismo racial, pero era del nazismo y en la configuración del III Reich. en todo caso minoritaria y no había producido La primera es que no fueron los alemanes los pogromos o violencia como los habidos en que eligieron directamente canciller a Hitler, siotros países europeos”. no el presidente Hindenburg, “porque pensó Recuerda Evans que en la Alemania anterior que con él sería más fácil filtrar todas aquellas a la Primera Guerra los judíos estaban integraideas que iban avanzando entre los alemanes”. dos y bien considerados por regla general. “La Y la segunda fue la actuación de Hitler y el parderrota en la guerra de 1914-1918 fue considetido nazi, “entre enero de 1933, cuando se instarada una puñalada trasera, y se empezó a buscar al enemigo en el interior. Cuando se pregunEvans reconstruye cómo un país taba quién era el traidor, se señaló a los judíos, entendiendo como tales a los alemanes de esta moderno y estable como Alemania raza, pero también a los comunistas y a los socialistas, a los que, además, se hizo responsallevó a Europa a la ruina y la bles del súbito aumento de la violencia”. desesperación moral Explica el historiador británico que la sociedad alemana, humillada por la guerra, se tornó al mismo tiempo belicista y temerosa. Unos lan en el poder, y julio del mismo año, cuando sentimientos que se vieron reforzados por el estableció la dictadura después de eliminar a emergente nacionalismo alemán y el imperialissus oponentes, mediante la violencia y la manimo, especialmente el del pangermanismo, hapulación, con una escasa oposición real del puecia las comunidades alemanas de Austria, Rublo alemán. Fue en este periodo cuando se orgamanía y Polonia, así como las tesis de mejora nizaron los primeros campos de concentración de la raza y la desaparición del débil. Todo ello, para albergar a socialistas y comunistas”. enmarcado en el fuerte crecimiento económico Sobre cómo estas ideas y sentimientos penee industrial, que empujaba hacia la extensión traron en la población, Evans explica que en de las fronteras entre los países vecinos, que 1928 el partido nazi sólo logró el 3% de los vo-

BREVES

N

El guitarrista francés Nguyen Le actúa en Luz de Gas

JOSÉ MARÍA ALGUERSUARI

Ciutat Vella tos, y en 1932, el 37%. Este crecimiento tan drástico tuvo tres causas. “La primera fue que la derrota en la Primera Guerra Mundial creó un fuerte resentimiento en la clase media alta, que empezó a sentirse insegura. La segunda fue el aumento de la violencia callejera, que no se achacó al nazismo, sino al comunismo y a la Revolución Rusa. Y, en tercer lugar, la catástrofe económica. En los años 20, la situación de la economía cayó en picado, con la hiperinflación de 1923, que fraguó en las consecuencias del crash de la bolsa del 29, que dejó un tercio de la población en el desempleo”. Pero no sería aquel ejército de desempleados el que votaría por Hitler en 1932, sino que fue el que teniendo trabajo temía las consecuencias del paro. Todo ese proceso hizo que una parte de la sociedad alemana se mostrara dispuesta a apoyar un partido de extrema derecha que la catástrofe económica materializó. Además el centro político se hallaba muy fragmentado y el partido nazi apareció como el garante del orden, la autoridad y la disciplina. Ésta es la historia de cómo “Alemania, un país estable y moderno, en menos del transcurso de una vida humana, llevó a Europa a la ruina y a la desesperación morales, materiales y culturales”. Y que, con un lenguaje claro y directo como el que utiliza Richard J. Evans, tiene lecciones instructivas aún ahora.c

El guitarrista francés de origen vietnamita Nguyen Le se presenta esta noche en Barcelona (Luz de Gas, 21.30 h) en un concierto de homenaje a la obra de Jimi Hendrix, en el marco del Festival de Guitarra. – Redacción

Muere en Barcelona el poeta y editor Florentino Huerga El poeta zamorano Florentino Huerga, fundador de la editorial del mismo nombre, falleció el martes en Barcelona, a los 70 años, después de una breve enfermedad. – Efe

Sean Scully expone sus fotos por primera vez en España El artista irlandés Sean Scully expone por primera vez en España su obra fotográfica, que recoge la arquitectura de países como Brasil, España, República Dominicana o Irlanda. En la exposición, abierta hasta el próximo 31 de julio en la galería Carles Taché de Barcelona. – Efe


«La historia no se repite: no habrá un Cuarto Reich: el neonazismo sigue contando con adeptos, pero en ningún lugar ha dado muestras de acercarse siquiera a poder lograr un poder político real. El legado del Tercer Reich es mucho más amplio. Se extiende mucho más allá de Alemania y Europa. El Tercer Reich pone de relieve con mayor intensidad las posibilidades y las consecuencias del odio y la destructividad humanos que existen, aunque sea sólo en su mínima expresión, dentro de cada uno de nosotros. Pone de manifiesto con terrible claridad las consecuencias potenciales en último extremo del racismo, el militarismo y el autoritarismo. Muestra lo que puede pasar si algunas personas reciben un trato menos humano que otras. Plantea con la mayor crudeza posible el dilema moral al que todos nos enfrentamos en un momento u otro de nuestras vidas, de conformidad o resistencia, de acción o inacción, en las situaciones concretas con que nos topamos. Por eso, lejos de desvanecerse, el Tercer Reich sigue despertando el interés de los pensadores de todo el mundo después de haber pasado a la historia» (p. 956).

Comienzo la reseña de este libro con las últimas frases del mismo, pensando en que, es cierto, casi ochenta años después de que el NSDAP alcanzara el poder en Alemania, el Tercer Reich (nombre impropio, como comenta Evans, pues para los nazis se trataba del «Gran Reich alemán» (Grossdeutsches Reich) sigue suscitando un enorme interés. Cada año se publican decenas, quizá cientos de libros sobre el tema; las revistas académicas se nutren de miles de artículos, el público en general sigue interesándose 1


por artículos y reportajes en revistas divulgativas. El cine sobre el nazismo nos sigue atrayendo, devoramos documentales al respecto. Una novela como Las benévolas de Jonathan Littell (2007), con su controvertido planteamiento, remarcó, por si hiciera falta, que el interés por el Reich nazi sigue muy presente en la actualidad.

Richard J. Evans

Y entre los numerosos libros sobre el Tercer Reich (aceptaremos la convención del término) destaca esta novedad al mercado hispano: El Tercer Reich en guerra (1939-1945) de Richard J. Evans (Península, 2011). Quizá sea reiterativo recordar que Evans (n. 1947) no es precisamente un recién llegado a esta temática. Profesor en diversas universidades británicas y alemanas durante muchos años, ha dedicado prácticamente toda su vida académica al estudio de la historia de Alemania. Su ingente obra daría para una amplísima reseña; no aburriré al personal, al que remito a echar un vistazo a su su pàgina web.1 Sí quisiera destacar que, previamente a sus libros sobre el Reich nazi, Evans ya apuntó maneras con In Hitler's Shadow: West German Historians And The Attempt To Escape From The Nazi Past (1989), libro en el que remarcaba las conexiones entre los historiadores conservadoras de la RFA en relación con el estudio del nacionalsocialismo. Se distinguió Evans, además, en la Controversia Irving posicionándose claramente contra este historiador revisionista, en cuyo juicio por una demanda contra la historiadora estadounidense Deborah Lipstadt (a la que acusaba de denigrarle) testificó a favor de la demandada, demostrando el negacionismo de Irving en su obra; fruto de todo ello es su libro Lying About Hitler: History, Holocaust, And The David Irving Trial (2001). Pero es sin duda su trilogía sobre el Tercer Reich la que le ha dado un enorme prestigio, iniciada en 2003 con La llegada del Tercer Reich (Península, 2005). En este 1

http://www.richardjevans.com/index.php?pageid=734

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primer volumen Evans narra los orígenes del NSDAP, retrotrayéndose a las décadas anteriores para examinar las bases del antisemitismo alemán y el caldo de cultivo que, durante la República de Weimar, permitió a los nazis convertirse progresivamente en un partido de masas, hasta alcanzar el poder el 30 de enero de 1933 con la designación de su líder, Adolf Hitler, como canciller del Reich por un renuente presidente, el mariscal Paul von Hindenburg. Y no sólo ello, sino que Evans analizó los primeros seis meses del mandato de Hitler, durante los cuales el sistema democrático de partidos fue destruido sistemáticamente y se pusieron las bases para la dictadura nazi que, de facto, ya existía un año antes de la muerte de Hindenburg. En el segundo volumen de la trilogía, El Tercer Reich en el poder, 1933-1939 (Península, 2007), Evans describe el régimen nazi durante los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Cito parte de la reseña de este libro en el foro del portal especializado Hislibris, que sintetiza perfectamente este volumen y a cuyos comentarios no añadiría ni una coma más: «El libro se compone de siete capítulos, prácticamente podríamos hablar de que son pequeñas monografías sobre diversos aspectos del Tercer Reich, en donde el autor nos muestra ampliamente las características más importantes del régimen nazi. Evans no se deja ni un apartado a estudiar sobre el Tercer Reich: las fuerzas de orden público como fuerzas represoras y mantenedoras del orden nacionalsocialista; la imposición cultural como revolución más que como tradición; el intento de sometimiento de las distintas religiones existentes en el país (católicos y protestantes); la apuesta personal de Hitler por una economía basada inexcusablemente en el rearme y con un objetivo final, la guerra y la ampliación de territorios; el estudio de las distintas clases sociales en Alemania y su posición personal ante el régimen; el racismo como base de toda su obra de gobierno y como soporte ideológico; y, por último, la política internacional desarrollada por Hitler basada en la constante reclamación de territorios en la Europa Central y del Este».2

En este volumen Evans ya anticipaba los orígenes del Holocausto nazi, (la arianización de la economía) como ya lo había hecho en el primer libro, con las primeras medidas contra profesionales académicos y de las profesiones liberales 2

http://www.hislibris.com/foronew/viewtopic.php?p=64063&sid=5a97ffccbee3d35efe2566faeb91afc2#64063

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expulsados de sus trabajos ya en la primera mitad de 1933. Saul Friedländer, en su magistral díptico sobre el Holocausto, incidía:

«en las experiencias de las víctimas judías desde que el 30 de enero de 1933 Paul von Hindenburg, presidente del Reich alemán, designa canciller a Adolf Hitler, el líder del partido xenófobo y extremista NSDAP. Ya en los primeras semanas después del nombramiento de Hitler, comienza la persecución de los judíos en Alemania. De este modo, El Tercer Reich y los judíos (1933-1939). Los años de la persecución empieza, casi in media res con la expulsión de artistas e intelectuales de universidades, colegios, orquestas, editoriales, diarios, etc. Se inicia un proceso de persecución de médicos, abogados, científicos, periodistas, funcionarios,… judíos. Este libro sigue, de modo temático a la par que siguiendo la cronología de la primera parte del régimen nazi, los pasos que, desde el verano de 1942, se convertirá en la Shoa. Se recoge y se potencia un caldo de cultivo en la Alemania de las décadas anteriores y se vigor de ley a la diferenciación entre arios y no arios. Las Leyes de Núremberg en 1935 fijan los principios fundamentales del Estado racial nazi. Se inician las primeras campañas de esterilización y de eutanasia de lo que los nazis consideran miembros degenerados de la sociedad aria alemana. La Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos (9-10 de noviembre de 1938) es el primer gran pogromo a nivel nacional… pero la violencia contra los judíos ya llevaba cinco años ejerciéndose de manera legal. Para cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi ha previsto qué hacer con los judíos, aunque las fases del exterminio serán graduales y paulatinas, premeditadamente decidido años antes de que empezaran a funcionar las cámaras de gas y los crematorios en Auschwitz, Belzec, Chelmno, Sobibor, Majdanek y Treblinka».3

El segundo volumen de Evans termina con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, punto en el que arranca este tercer volumen y del que ya es hora que digamos algo en concreto. Volumen amplio, casi mil páginas de texto, es una historia del Tercer Reich durante la guerra, y no a la inversa. Y es importante matizarlo porque Evans sitúa su interés en la Alemania y los alemanes, no en la guerra en sí, aunque, por supuesto, se narra el conflicto y su desarrollo. De hecho, hay momentos y episodios del conflicto a los que Evans da importancia –la conquista de Polonia, la exitosa campaña occidental de 1940, Barbarroja y la carrera hacia Moscú, Stalingrado, los bombardeos estratégicos sobre las ciudades alemanas desde 1943– pues imbrica en 3

http://sullanus.blogspot.com/2009/11/resena-de-el-tercer-reich-y-los-judios.html

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ellos las experiencias de los alemanes, recurriendo a testimonios de primera mano (diarios y cartas) de soldados y civiles, así como a los textos oficiales y los discursos de los jerifaltes nazis. Estructurado en siete capítulos, un eje central en prácticamente todos ellos es el asesinato en masa de millones de judíos que los nazis convinieron en llamar, desde 1942, «la solución final de la cuestión judía en Europa». Pero no sólo la cuestión judía, sino la eliminación de los discapacitados físicos y psíquicos alemanes (el programa de eutanasia forzosa, la llamada Aktion T4 iniciada en 1939 y que hasta agosto de 1941, tras las protestas de la Iglesia católica y protestante, superaron con mucho una cuota establecida por Hitler en 70.000 muertos, cifra que habría, al menos, que multiplicar por cuatro. Unas matanzas eugenésicas parejas a los asesinatos en masa que el régimen comenzó a poner en práctica en la Polonia invadida en el otoño de 1939. El Tercer Reich comenzó la guerra matando y no dejaría de hacerlo hasta el final, con un Hitler aislado en su búnker y negándose a asumir ninguna responsabilidad por la guerra iniciada. Los sucesos que envolvieron la anexión de Austria al Reich o durante la llamada «Noche de los Cristales Rotos» en noviembre de 1938 fueron un ensayo. La arianización de la economía y las leyes raciales de Núremberg en 1935 habían creado el marco jurídico y «legal» para pasar a la siguiente fase. Así, en palabras de Evans, «las políticas desarrolladas en Polonia en los meses iniciales de la guerra sirvieron de pauta para la ocupación nazi de otras partes de Europa oriental a partir de mediados de 1941: expropiaciones, deportaciones forzosas, encarcelamientos, fusilamientos en masa, asesinatos en una escala inimaginable hasta entonces. Esas políticas se aplicaron a todos los pueblos que vivían en la región excepto a los habitantes de ascendencia alemana, pero se aplicaron con particular saña a los judíos, que se vieron sometidos a humillaciones y torturas sádicas y sistemáticas, al confinamiento en guetos y al exterminio mediante gas venenoso en instalaciones creadas con esa finalidad» (p. 950). No se equivocará el lector si asume este libro, también, como una historia del Holocausto, del perfeccionamiento progresivo de un sistema de eliminación sistemática y casi «quirúrgica» de los judíos de Europa, con los campos de exterminio en Polonia como cumbre del mismo. Tres campos, Belzec, Sobibor y Treblinka, se construyeron según lo establecido en la Aktion Reinhard, en honor a Reinhard Heydrich, asesinado en junio de 1942 y promotor destacado de la Conferencia de Wannsee de enero de ese mismo año y que marcaba las pautas del 5


Holocausto. En torno a 1,7 millones de judíos polacos fueron asesinados en estos tres campos de exterminio a finales de 1942. Para la eliminación de los judíos de resto de la Europa ocupada (Alemania, el Protectorado del Reich de Bohemia y Moravia, Eslovaquia, Francia, Bélgica, Holanda, los países escandinavos y, presumiblemente, Italia, Hungría, Rumania y Bulgaria) se destinó el campo de Auschwitz-Birkenau, que también funcionó como campo de trabajo. Aquí, junto con campos cercanos como Madjanek, la diferencia respecto a los campos de la Aktion Reinhard fue el uso casi en exclusiva del pesticida químico conocido como Zyklon-B, ya utilizado en 1939 en el marco de la Aktion T4, aunque descartado entonces. Desde marzo de 1942 llegaron los primeros trenes con deportados a Auschwitz, trasladados inmediatamente a las cámaras de gas. Durante todo el período de existencia del campo, al menos 1’1 millones de personas murieron en Auschwitz. Su comandante, Rudolf Höss, siguió metódicamente el proceso de exterminio con una meticulosidad que, en una repugnante justificación en sus memorias, aseguraba que le resultó muy difícil mantener en el marco de sus obligaciones: «Tenía que verlo todo. Hora tras hora, de día y de noche, tenía que vigilar el traslado y la incineración de los cadáveres, la extracción de los dientes, el corte del cabello, toda la actividad repugnante, interminable […] Tenía que observar por la mirilla de las cámaras de gas y observar el proceso mismo de la muerte porque los doctores querían que lo hiciera. Tenía que hacer todo esto porque yo era el único a quien todos miraban, porque debía demostrarles a todos que no me limitaba a dar las órdenes y establecer las reglas, sino que además estaba preparado para estar presente en cualquiera de las tareas que había asignado a mis subordinados» (citado en p. 393).

Pero el Holocausto, remarca Evans, no se redujo a la eliminación sistemática de los judíos de Europa. «También otros grupos, sobre todo alemanes aunque en muchos casos no únicamente, fueron asesinados en gran número: enfermos mentales y discapacitados, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, “asociales”, pequeños delincuentes, los políticamente refractarios y los socialmente marginados» (p. 950). Añadamos a ellos los millones de prisioneros de guerra soviéticos y los centenares de miles de trabajadores forzosos de los campos de concentración de Alemania. Pero de todos ellos, sólo los judíos fueron señalados como el «enemigo mundial», el causante de la guerra mundial en 1939, como Hitler y Goebbels no cejaron de recordar en 6


numerosos discursos radiados y en conversaciones con los dirigentes nazis, por ejemplo el 25 de octubre de 1941:

«En el Reichstag vaticiné [30 de enero de 1939] a la judería que el judío desaparecerá de Europa si la guerra no se evita. Esa raza de criminales tiene sobre su conciencia los dos millones de muertos de la [Primera] guerra [Mundial], y ahora de nuevo a cientos de miles. Nadie puede decirme: ¡pero no podemos enviarlos al cenagal! Pues, ¿quién se preocupa por nuestro pueblo? Es bueno que el terror producido por nuestro exterminio de la judería nos preceda» (citado en p. 313).

En su «Testamento Político», dictado a su secretaria Traudl Junge el 29 de abril de 1945, Hitler reiteraba su obsesión por la responsabilidad exclusiva de la «judería» internacional en el estallido de la guerra. Una guerra, insistía, «querida e incitada exclusivamente por aquellos hombres de Estado internacionales que o bien eran de origen judío o bien trabajaban al servicio de intereses judíos». Negándose absolutamente a asumir su propia responsabilidad, Hitler recordaba, como había hecho en muchísimas ocasiones en los últimos veinte años, «quiénes son los verdaderos culpables de este enfrentamiento homicida: ¡los judíos! Tampoco habré dejado la menor confusión de que esta vez millones de […] hombres adultos han sufrido la muerte y se ha permitido que cientos de miles de mujeres y niños sean incinerados [la cursiva es mía] y bombardeados hasta perecer en las ciudades, sin que los verdaderos culpables paguen por ello, ni siquiera por medios más humanos» (citado en pp. 911-912). Pero la realidad, para entonces, es que a Hitler ya no le importaba el daño de los alemanes: poco después de la derrota en las Ardenas, a finales de 1944, Hitler explotó y dijo que el ejército lo había traicionado. «Sé que la guerra está perdida […]. Lo que me gustaría más que nada es pegarme un tiro en la cabeza». Y si él moría, que Alemania siguiera su ejemplo. «No capitularemos. Jamás. Tal vez sucumbamos. Pero arrastraremos a todo un mundo con nosotros» (citado en p. 855). Para cuando dos millones de soldados rusos se acercaban a Berlín, Hitler comunicó su particular «orden de Nerón»: destruir todo aquello que pudiera caer en manos del enemigo, una política de tierra quemada que no velaba por la defensa de la propia Alemania. «Es un error creer que tras volver a capturar los territorios perdidos será posible utilizar nuevamente 7


para nuestros propios fines instalaciones intactas o sólo temporalmente paralizadas de transporte, de comunicaciones, industriales o de abastecimiento […] sólo dejaría tierra quemada tras él [el enemigo] y […] prescindiría de toda preocupación por la población» (citado en pp. 899-900). Es decir, la Alemania aria no merecía la pena que sobreviviera a su derrota. Desde luego, Hitler no lo hizo, pero condenó a los alemanes al horror de los últimos meses. A pesar de que muchos siguieron confiando en él hasta el final. Adoctrinados por doce años de régimen exclusivista, «con la creencia de que los eslavos eran infrahumanos, los judíos, malvados, los gitanos, unos delincuentes, y los marginados y los desviados eran en el mejor de los casos una molestia, y en el peor, una amenaza. El aliento del nazismo a la violencia homicida, al robo, al saqueo y a la destrucción gratuita no dejó de notarse en el comportamiento de las tropas alemanas en Polonia, la Unión Soviética, Serbia y otras partes de Europa. Únicamente unos pocos, en su mayor parte empujados por una conciencia cristiana sólida, alzaron sus voces para expresar críticas. Con todo, la mayoría de alemanes se sentían incómodos con el asesinato en masa de los judíos y los eslavos, y culpables por estar demasiado atemorizados para hacer algo para impedirlo» (p. 951). Siendo el Holocausto un tema de fondo en este libro, Evans también se preocupa de la sociedad alemana durante la guerra, más que de la evolución de la guerra o de las disputas de la «policracia» nazi en la esfera política. Sobre la propia sociedad alemana, Evans dedica bastantes capítulos, así como sobre el «Nuevo Orden» creado por la violencia (tal y como desarrolla ampliamente Mark Mazower en El imperio de Hitler (2008), obra que en cierto modo es complementaria del volumen de Evans. La explotación económica de los países ocupados fue una prioridad para las autoridades alemanas (junto con la «reestructuración racial de Europa», es decir, el Holocausto). No encontró Alemania facilidades en países satélites como la Francia de Pétain, la Hungría de Horthy o la Rumanía de Antonescu, e Italia fue una rémora desde 1940. La explotación económica, por otro lado, ¿benefició a Alemania como población? En una entrevista a raíz de la publicación de su libro La utopía nazi. Cómo Hitler compró a los alemanes (2006), Götz Aly afirmaba: «Hitler compró el estómago de los alemanes, su complacencia, favoreciéndolos notablemente en su bienestar económico. […] con Hitler, los alemanes vivieron muy bien. No pasaron hambre y gozaron de ventajas que les

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reportaron gran prosperidad económica».

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Evans está de acuerdo en parte,

relacionándolo con la búsqueda de un control total de la economía por parte de ministros como Albert Speer desde enero de 1942. «Unida al saqueo y a la requisa de grandes cantidades de alimentos, materias primas, armas, materiales y productos industriales de los países ocupados, a la expropiación de los judíos de Europa, a la desigualdad en material de impuestos, a las relaciones arancelarias y los tipos de cambio entre el Reich y las naciones bajo su dominio, y a la compra ininterrumpida a precios ventajosos de toda clase de bienes por parte de los soldados alemanes, la movilización de la mano de obra extranjera contribuyó enormemente a la economía de guerra alemana. Probablemente una cuarta parte de los ingresos del Reich se generó por conquista, de una u otra forma» (p. 474). Ahora bien, Alemania nunca pudo competir con la fortaleza económica abrumadora de Estados Unidos, la Unión Soviética y el Imperio Británico juntos. La guerra relámpago en Polonia, el frente occidental de 1940 y los primeros meses en Rusia en 1941 se había transformado en una guerra de desgaste en 1942. Los tres países antes citados siempre produjeron más aviones, más tanques, más balas, que Alemania. Y pusieron en combate más soldados, cada vez más, mientras que Alemania sufría cada vez más bajas y no podía suplirlas al ritmo de, por ejemplo, los rusos desde Stalingrado. Por mucho que, una vez terminadas las ofensivas y contraofensivas en Kursk, el Ejército Rojo hubiera perdido 1,67 millones de soldados, entre muertos, heridos o desaparecidos en combate, por apenas 170.000 alemanes, Stalin sacó muchos millones más. «La incuria de Stalin y sus generales en lo relativo a las vidas de sus hombres era impresionante» (p. 620). Ahora bien, Evans no estaría nada de acuerdo con la afirmación de Aly de que «los alemanes vivieron muy bien» (véase el capítulo «Actitudes morales alemanas»). Sintetizando, mientras la guerra fue bien, Alemania disfrutó de las ganancias en función del «Nuevo Orden» económico y político europeo, aunque con muchos matices. El racionamiento de ropa y comida comenzó al estallar la guerra. Por ejemplo, de 10,6 kilos de pan al mes para un adulto normal, 2.400 gramos de carne y 1.400 gramos de alimentos grasos incluyendo la mantequilla en septiembre de 1939, se pasó a 1.600 gramos de carne mensuales a mediados de 1941; a 9 kilos mensuales de pan, 600 gramos de cereales, 1.850 gramos de carne y 950 gramos de alimentos grasos a principios de 1943, reducidos drásticamente a 3’6 kilos de pan, 300 gramos de cereales, 4

http://www.upf.edu/materials/fhuma/hcu/docs/t5/art/art110.pdf

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550 gramos de carne y 325 gramos de alimentos grasos en abril de 1945. Lógicamente, a medida que al frente de la guerra se acercaba (y superaba) las fronteras alemanas, aumentó el racionamiento. Añadamos a ello el drama para los alemanes a raíz de los bombardeos estratégicos en la primavera y el verano de 1943. El mito de la Luftwaffe ya había quedado en entredicho en la batalla de Inglaterra de 1940. Desde 1943, los bombardeos causaron «entre 400.000 y medio millón de muertos, en su inmensa mayoría civiles, en las pequeñas y grandes ciudades alemanas» (p. 585). El resultado de todo ello fue que la moral de la población alemana menguó. «Los bombardeos extendieron el desencanto popular con respecto al Partido Nazi en mayor medida aún que las derrotas de Stalingrado y el norte de África» (también en 1943; pp. 586-587). Y aunque hasta el verano de 1944 el régimen nazi veló por mantener la moral de la población, con cine, teatro y programas de radio, promoviendo una propaganda en la que se alentaba a esforzarse por la patria, «la destrucción masiva de las ciudades pequeñas y grandes de Alemania que empezó en serio en 1943 volvió a la gente en contra del régimen nazi aun en mayor medida que la comprensión después de Stalingrado de que la guerra se había perdido. El régimen reaccionó al desencanto en el país y al declive de la moral en las fuerzas armadas intensificando al represión y el terror que siempre habían sido un elemento central de su gobierno» (p. 953). También dio pie a la resistencia. La indignación y la vergüenza ante el trato que el régimen dispensaba a los judíos impulsaron a algunos pequeños grupos como la Orquesta Roja (Rote Kapelle) o la Rosa Blanca, rápidamente eliminados. Para Evans, sin embargo, únicamente un grupo estaba en disposición derrocar al régimen nazi: el ejército. El camino hacia la Operación Valkiria y el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944 se había iniciado años atrás, pero los éxitos del ejército alemán hicieron inviable cualquier intentona mientras Hitler contase con un enorme apoyo popular. La convergencia del llamado Círculo de Kreisau, un grupo poco definido de intelectuales y políticos conservadores, con algunos militares que consideraban que los crímenes nazis estaban destruyendo la posibilidad de un acuerdo de paz con los aliados cuando la guerra se estaba volviendo en contra de Alemania, fue a la postre ineficaz. El fracaso de la Operación Valkiria junto con la ausencia de una alternativa política y militar que los aliados pudieran considerar (más allá de la decisión de Roosevelt y Churchill de no pactar una paz por separado con Alemania y al margen de Stalin). Evans es taxativo al respecto: 10


«Los que dieron apoyo al intento de golpe de Estado fueron en todo momento una pequeña minoría. Algunos altos mandos estaban sin duda influidos por el dinero que Hitler les había prodigado. A muchos oficiales los disuadía el temor de que se les culpara de la derrota de Alemania al modo de la “puñalada por la espalda” que tantos de ellos pensaban que había causado la derrota en la Primera Guerra Mundial. Más en general, las ideas de los conspiradores eran retrógradas, y pese a todos sus intentos de forjar un programa unificado, estaban profundamente divididos en muchos asuntos centrales. Como los más lúcidos entre ellos ya admitían en junio de 1944, el intento de magnicidio era más un gesto moral que un acto político. […] De haber logrado Stauffenberg matar a Hitler, el resultado más probable hubiera sido una guerra civil entre las unidades del ejército que apoyaran a los conspiradores y las que se opusieran a ellos con el respaldo de las SS. Incluso parece improbable que los conspiradores se hubieran salido con la suya: sencillamente, las fuerzas a sus órdenes no eran lo bastante fuertes ni numerosas. Los aliados no tenían la menor intención de negociar con ellos, y de hecho cuando las noticias llegaron a Londres y Nueva York no tardaron en despacharlo como una disputa sin sentido dentro de la jerarquía nazi» (p. 811).

Para entonces, julio de 1944, los aliados habían creado el doble frente, tras el desembarco en la costa de Francia y la ofensiva en el este (Operación Bagration) llevó a los rusos, en apenas dos meses, a las puertas de Varsovia. «La violencia en el núcleo del nazismo había acabado volviéndose en contra de la propia Alemania», afirma Evans en las páginas finales de su libro. El trauma la derrota y la destrucción durante la posguerra forzó el retorno a una «normalidad» que, paradójicamente, Alemania nunca tuvo en la primera mitad del siglo XX. El régimen nazi no fue «normal», como no lo fueron, tras la Primera Guerra Mundial, «la revolución, la hiperinflación, la violencia política, la depresión económica, la dictadura y la guerra nuevamente» (p. 953). La Alemania de posguerra, en concreto la Occidental, abjuró de un pasado de nacionalismo exacerbado y de conflictos sociales (obreros) que galvanizaron el movimiento nazi. La Alemania del siglo XXI no se reconoce en el espejo tras los estragos de la anterior centuria. De hecho, «ser alemán en la segunda mitad del siglo XX significaba algo muy distinto de lo que había significado en la primera mitad: significaba, entre otras cosas, ser amante de la paz, demócrata, próspero y estable», todo aquello contra lo que se había opuesto el Tercer Reich desde el 30 de

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enero de 1933, «y también significaba poseer una actitud crítica en relación con el pasado alemán, poseer un sentido de responsabilidad por la muerte y la destrucción ocasionadas por en nazismo, sintiendo incluso culpabilidad por ello» (p. 955). Para terminar: Inge Molter fue una de los muchos millones de alemanes que confiaron casi hasta el final en que se alcanzaría la victoria, pero poco a poco fue consciente del legado que estaba dejando el régimen nazi. Su marido murió en la batalla final de Berlín. En una carta de junio de 1945 dirigida a quien se negaba a creer muerto, Inge escribió: «muchas veces no sé ya realmente qué pensar de todas estas cosas. A veces tengo que pensar realmente que no hubiera sido bueno que la guerra la hubiéramos ganado nosotros» (citado en p. 920).

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La voz de las víctimas judías y los alemanes «corrientes» Marició Janué i Miret Universitat Pompeu Fabra Revista de Libros, nº 177 · septiembre 2011

Saul Friedländer El Tercer Reich y los judíos (1933-1939). Los años de persecución El Tercer Reich y los judíos (1939-1945). Los años de exterminio Trad. de Ana Herrera Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona 609 y 1.136 pp.

Peter Fritzsche Vida y muerte en el Tercer Reich Trad. de Luis Noriega Crítica, Barcelona 347 pp.

La gran disparidad en relación con el número de páginas entre las obras de Saul Friedländer y de Peter Fritzsche puede servirnos ya de indicativo de las notables diferencias que las separan en punto a su concepción y a los objetivos propuestos. Sin embargo, los dos autores comparten algunos presupuestos primordiales, que justifican que tenga sentido reseñar sus obras conjuntamente en un mismo artículo. El primero es que la preocupación central que motiva el trabajo de ambos historiadores, los dos con una solidísima carrera académica a sus espaldas, es contribuir a responder a la pregunta de cómo pudo llegar a producirse el Holocausto. Friedländer y Fritzsche participan de la

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idea de que, aunque la comprensión global del Holocausto sea un objetivo inalcanzable, aún son imprescindibles aportaciones innovadoras que nos acerquen, algo más, a una meta de la que, por nuestra responsabilidad como historiadores y como seres humanos, no debemos desistir. Aducen como explicación que hay aspectos esenciales del Holocausto que no han sido todavía abordados adecuadamente.

Esta primera reflexión nos conduce a un segundo aspecto, en el que Friedländer y Fritzsche también están de acuerdo, y es que, entre estos temas fundamentales aún exiguamente tratados, se encuentra la visión de las víctimas judías y de los alemanes «corrientes», que ellos se proponen estudiar. Los dos historiadores son del parecer que, hasta ahora, la historiografía se había centrado, primordialmente, en explicarnos la visión del Holocausto «de» y «desde» la óptica de los perpetradores, ocupándose insuficientemente de la perspectiva «de» y «desde» las víctimas y el resto de los alemanes. Dicho esto, debemos matizar que, si bien el objetivo fundamental de la obra de Friedländer, como ya indica su propio título, es poner el énfasis, sobre todo, en las víctimas judías, el de Fritzsche se centra, en cambio, en los alemanes corrientes. La obra de Friedländer, con una ambición mucho más abarcadora que la de Fritzsche, examina todos los aspectos relacionados con la dimensión antisemita del Tercer Reich. De todos modos, su aportación más original se encuentra en la vivencia por parte de la población judía del proceso que condujo al Holocausto y la propia «solución final» en todos los escenarios en que se desarrolló. En cambio, la pregunta que guía el trabajo de Fritzsche, que es bastante más concreta –pero en la que Friedländer no profundiza–, es cómo fue posible que los alemanes corrientes permitieran que se produjera el Holocausto de los judíos. Los respectivos focos de atención hacen que ambos historiadores incorporen a la historia del Tercer Reich y el Holocausto elementos de la –en su caso, muy a menudo, terrible– «historia de la cotidianidad». Por lo que respecta a Fritzsche, se trata de una orientación his--toriográfica con la que se identifica de forma explícita en la introducción de su libro.

Un tercer razonamiento que comparten ambos autores es que, para lograr la finalidad que se proponen, además del empleo de la bibliografía existente, han de recurrir profusamente a un tipo de fuentes que hasta ahora ha sido infrautilizado. Se trata de los documentos personales del Holocausto, principalmente las memorias, diarios y cartas de las víctimas judías y de los alemanes «corrientes», muchos de los cuales han aparecido 2


publicados en los últimos años. Aunque Friedländer y Fritzsche son conscientes de que este tipo de documentación debe utilizarse con el mismo cuidado crítico que cualquier otro documento, consideran que, como fuentes para la historia del Holocausto, son insustituibles. De ambos autores puede, pues, afirmarse que el mérito principal de sus obras radica más en el carácter novedoso de su enfoque para explicar el Tercer Reich y el Holocausto y en la abundante información que obtienen de un tipo de fuentes hasta ahora poco empleadas, que en el descubrimiento de documentación inédita.

Por último, existe aún un cuarto aspecto en el que coinciden las obras de Friedländer y Fritzsche, a pesar de todas sus diferencias. En ambas, la ideología nacionalsocialista se revela como un elemento no único, desde luego, pero sí fundamental para entender cómo pudo llegar a producirse el Holocausto. Dicho esto, en lo que sí discrepan los dos autores es a la hora de señalar qué elemento de la ideología nazi fue el primordial para que se llegara adonde se llegó. En el caso de Friedländer, queda claro que el componente esencial fue el antisemitismo radical y fanático de Hitler y sus líderes más allegados. En cambio, desde la óptica de Fritzsche, el antisemitismo nazi no basta para dar cuenta del Holocausto, ya que no era del agrado de la población alemana, la cual no lo hubiera tolerado por sí solo. Según Fritzsche, si los alemanes consintieron el criminal antisemitismo nazi fue porque estaban seducidos por la idea de la «comunidad del pueblo», que fue crucial para que dieran su apoyo al nacionalsocialismo.

En el caso de Saul Friedländer, para entender su obra, resulta ineludible conocer aspectos relevantes de su biografía, que él mismo divulgó en su autobiografía editada a finales de los años setenta. Friedländer, nacido en 1932 como hijo de judíos germanófonos de Praga, sobrevivió el Holocausto oculto en un internado católico en Francia, mientras que sus padres fueron deportados a Auschwitz, donde murieron. A mediados de los años sesenta, publicó un libro sobre el papel del papa Pío XII en el Holocausto, que le procuraría ya un nombre dentro de la historiografía especializada.1 A finales de los años ochenta mantuvo una sonada polémica con Martin Broszat sobre la historización del nacionalsocialismo, que se plasmó en un intercambio de cartas que, desde entonces y hasta hace bien poco, ha sido reeditado repetidamente. Broszat fue uno de los forjadores de la interpretación funcionalista o estructuralista del Estado nazi y el 1

Saul Friedländer, Pío XII y el III Reich, trad. de Ernest Jordà, Barcelona, Península, 2007.

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Holocausto. Desde comienzos de los años setenta, y a lo largo de los ochenta, los historiadores funcionalistas cuestionaron los paradigmas explicativos del totalitarismo y el fascismo dominantes en las dos décadas anteriores. En su lugar, propusieron prestar atención a los factores estructurales que se hallaban en el trasfondo de la conceptualización y la implementación de la «solución final», sacando a la luz las dimensiones modernas del Holocausto y, con ello, su potencial repetición en el presente. Al tiempo que se operaba esta reinterpretación, dejaba también de ponerse el énfasis en la base ideológica del Holocausto, y en particular del antisemitismo. Friedländer expresó su rechazo a los excesos cometidos en el marco de la creciente historización del Holocausto por parte de los historiadores funcionalistas, no exenta de politización, aduciendo que las teorías generalizadoras eran incapaces de explicarlo. Desde una óptica afín al intencionalismo, Friedländer reivindicó el carácter absoluto del antijudaísmo nazi, que hacía imposible integrar el exterminio de los judíos no solo en el marco general de las persecuciones nazis, sino también en los aspectos más amplios del comportamiento ideológico-político contemporáneo. De todos modos, como pone de manifiesto repetidamente en los volúmenes aquí reseñados, Friedländer se distingue de los historiadores intencionalistas ortodoxos en que no ve evidencias que revelen un plan a largo término para el genocidio. Así, poniendo el acento en la interacción de intenciones y contingencias, el autor se suma al creciente número de académicos que se sitúan en una posición intermedia entre intencionalistas y funcionalistas.

En relación con la polémica con Broszat, Friedländer ha sostenido que un mensaje subliminal de la argumentación de su colega era que la memoria del Holocausto por parte de los supervivientes y de sus descendientes, si bien había de tomarse en consideración, había adoptado un carácter mítico, lo que ponía obstáculos a una historiografía racional y conducía a generalizaciones. El hecho de que este presupuesto obtuviera amplia aceptación en la academia ocasionó que la historiografía sobre el Tercer Reich y el Holocausto se mantuviera separada en dicha etapa de la de los judíos. En las introducciones a sus dos volúmenes sobre el Tercer Reich y los judíos, Friedländer explica que, precisamente, lo que él se propone es ofrecer un relato histórico integrado del nazismo y el Holocausto que incorpore la dimensión judía, puesto que las percepciones y reacciones judías constituyen un elemento inseparable de esta historia. Añade Friedländer que el hecho de que él, como superviviente, pueda escribir sobre la historia del Holocausto y de sus víctimas está suficientemente 4


justificado porque no debe ser el origen del historiador lo que condicione su materia de estudio, sino su profesionalidad en el análisis, así como el hecho de disponer de una visión autocrítica que mantenga bajo control las inevitables subjetividades.

En la obra que estamos comentando, Friedländer también se muestra crítico con el eco que han encontrado en Alemania las tesis que subordinan la motivación ideológica del Holocausto a diversos intereses nazis: económicos, de estabilización en el interior y geoestratégicos. En este sentido, una obra paradigmática es la que publicó Götz Aly en 2005 sobre el «Estado popular de Hitler» (el título original del libro en alemán).2 Para Aly, la motivación de la población alemana para dar apoyo al régimen nazi y participar en el Holocausto no fue fundamentalmente ideológica, sino materialista. Este autor define el régimen nazi como una «dictadura complaciente» de la cual los alemanes se aprovecharon directamente y que perseguía realizar principios igualitarios mediante la prestación de asistencia social. Según Aly, fue sobre todo la codicia lo que impulsó las políticas nacionalsocialistas y movió a la población alemana a darles apoyo. El Estado alemán explotó y robó a los territorios ocupados para poder mantener dentro del país un Estado social en beneficio de su población, que se dejó comprar antes que tener que renunciar a alguno de los privilegios que se le ofrecían. El trabajo forzoso y la expropiación de los judíos y su asesinato se hicieron, según este autor, en beneficio del Estado alemán y de los alemanes, muchos de los cuales se beneficiaron de ello privadamente. Aunque Aly no niega la relevancia de la ideología racista, sostiene que los intereses materiales fueron un motivo aún más importante para explicar el robo y asesinato de los judíos. Frente a esta línea argumentativa, Friedländer arguye que, si bien no puede negarse la relevancia de los intereses materialistas en el desarrollo del Holocausto, también es cierto que estos estuvieron supeditados a los fines ideológicos y al antisemitismo. Solo así puede entenderse por qué Hitler, además de robar a los judíos, se decidió a exterminarlos; por qué forzó determinadas deportaciones arriesgadas de nulo interés material; o por qué los nazis optaron por no perdonar la vida a trabajadores especializados judíos que hubieran sido «útiles» a su economía. Para Friedländer, todo ello no se comprende sin poner en el centro de la visión del mundo del régimen nazi y

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Götz Aly, La utopía nazi. Cómo Hitler compró a lo alemanes, trad. de Juanmari de Madariaga,

Barcelona, Crítica, 2006. Véase la recensión de Jochen Köhler, «Sólo para alemanes», Revista de Libros, núm. 108 (diciembre de 2005), pp. 9-10.

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de sus estrategias la eliminación de los judíos. Los nazis veían al judío como un enemigo mortal y despiadado del Reich que estaba decidido a su destrucción. Esto explica que fuera, precisamente, cuando el Reich hubo de luchar en ambos frentes, sin esperanzas de una victoria rápida, y cuando se atisbaron las primeras insinuaciones de la derrota, cuando Hitler se decidió por el exterminio inmediato.

Debe puntualizarse que la dimensión judía que Friedländer incorpora a su obra no se limita al nivel institucional colectivo judío, a las decisiones de sus líderes o a los reducidos intentos de resistencia conocidos, sino que abarca todo el espectro de la población judía, que él describe como muy plural, y todos los esfuerzos, incluso en un plano individual, por obstaculizar las acciones nazis. De todos modos, el concepto de «historia integrada del Holocausto» que orienta los dos volúmenes de la obra de Friedländer no solo incluye la incorporación de la perspectiva judía en toda su amplitud, sino también otras premisas. Dado que la historia del exterminio de los judíos de Europa no se circunscribió ni a las fronteras de Alemania ni a las decisiones germanas, su historia comprende todos los escenarios en que se desarrolló, incluyendo, por tanto, la totalidad de los países ocupados y los Estados satélites. También incorpora los posicionamientos de instituciones no judías relevantes, como las iglesias protestantes y la católica, y las actitudes de las élites intelectuales, demostrando la condescendencia de todos ellos ante el Holocausto. Además, Friedländer presenta un desarrollo cronológico de los acontecimientos en el cual, intencionadamente, integra de manera simultánea todos los escenarios y actores, aunque esto signifique la introducción en la narración de bruscos cambios de perspectiva.

En el primer volumen de su obra sobre El Tercer Reich y los judíos, que publicó originalmente en 1997, Friedländer analiza la etapa desde la llegada del régimen nazi al poder hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de sus páginas, el autor yuxtapone el cinismo frío de los líderes nazis cuando formulan sus políticas antisemitas al impacto de estas sobre los judíos alemanes y, desde 1938, también los austríacos. El autor nos acerca de este modo al extrañamiento angustioso que se apoderó de las víctimas, cuyos relatos constituyen el elemento más importante del libro. Friedländer defiende la tesis de que Adolf Hitler y sus ávidos allegados estaban consagrados a lo que él llama un «antisemitismo redentor», convencidos obsesivamente como estaban de que había de librarse una lucha apocalíptica entre arios y judíos. 6


Siguiendo esta línea argumentativa, hace notar que, si bien otros grupos, como los gitanos, los homosexuales o los minusválidos, también fueron considerados racialmente peligrosos, de ninguno de ellos se llegó a presumir que poseyera la aptitud de los judíos para realizar una conspiración mundial. Ello no obsta para que el historiador reconozca que Hitler exhibió en determinados momentos un pragmatismo fríamente calculado, aun en la cuestión judía. Bien fuera para alienar a la opinión pública extranjera, bien a los aliados conservadores en el interior, el criminal dictador, en una primera fase, limitó las expresiones de violento antisemitismo y canalizó el racismo radical en una discriminación legal. Friedländer subraya la imposibilidad por parte de los judíos alemanes de predecir la rapidez con que se deterioraría su situación. A ello colaboró el rechazo de los alemanes corrientes –que no compartían el antisemitismo redentor– a sumarse al tormento de los judíos. En este punto, pues, Friedländer se distancia de algunas posiciones que han imputado a toda la sociedad alemana un intencionalismo extremo, como hizo, a finales de la década de 1990, Daniel J. Goldhagen en su libro sobre «los verdugos voluntarios de Hitler», que desató una gran polémica.3 Con todo, para Friedländer sí es cierto que la mayoría de los alemanes eran moderadamente antisemitas y estaban impresionados por los logros económicos y los éxitos en política exterior del partido nazi, por lo que aceptaron pasivamente las medidas de discriminación legal, gradual aislamiento y pauperización de los judíos.

El segundo volumen de Friedländer sobre el Tercer Reich y los judíos se ocupa del proceso de progresiva radicalización que, desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y a remolque de los acontecimientos militares, condujo a la «solución final». El autor divide el texto en tres partes: Terror (otoño de 1939-verano de 1941), Asesinatos en masa (verano de 1941-verano de 1942) y Shoah (verano de 1942primavera de 1945). Estas tres partes, con la invasión de la Unión Soviética y la batalla de Stalingrado como bisagras, reflejan las fases principales del creciente proceso de organización e industrialización del asesinato masivo de los judíos europeos. Cada una de estas partes está organizada en diversos capítulos que las estructuran cronológicamente y que integran los sucesos más relevantes. Friedländer se mueve,

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Daniel J. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, trad.

de Jordi Fibla, Madrid, Taurus, 1997. Véase la recensión de Jochen Köhler, «¿Alemanes corrientes?», Revista de Libros, núm. 10 (octubre de 1997), pp. 7-12.

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frecuentemente, por los diversos escenarios del Holocausto: Alemania, Francia, Holanda, Polonia, Unión Soviética y Hungría, entre otros. El autor describe la posición social de cada una de las comunidades judías y la diferente autoconcepción política y religiosa de sus integrantes, así como las especificidades del antisemitismo de las sociedades mayoritarias como caja de resonancia para las medidas de persecución de los ocupantes nazis o de los Estados dependientes y aliados. Con ello consigue sacar a la luz todas las facetas del conflicto, como el antisemitismo de muchos intelectuales, de políticos relevantes y de gran parte del clero católico y de las iglesias protestantes. El autor pone de manifiesto los condicionantes de las actitudes de los países aliados y neutrales ante el Holocausto. Se ocupa, asimismo, de las barreras para poder actuar y de los fracasos de las organizaciones judías. De la misma manera, su atención se extiende a los escenarios del crimen, los guetos y los campos de concentración y de exterminio, explicando cómo evolucionaron en el curso del tiempo las operaciones de asesinato. En este contexto, Friedländer ilumina la vida cotidiana de la comunidad judía enfrentada a la muerte. Para ello se concentra en los «ego-documentos» de los testimonios judíos que, en su desesperación, se dirigen a un lector futuro. Friedländer nos dice emotivamente que, aunque la gran mayoría de ellos no sobrevivió, los cronistas consiguieron su objetivo de dar a conocer lo que había ocurrido. Pero el autor tampoco olvida la actuación de la diplomacia y las manifestaciones oficiales y privadas de Hitler y las altas jerarquías nacionalsocialistas, con su redundante culpabilización a los judíos tanto de la guerra como de la amenaza de exterminio. Finalmente, Friedländer nos ilustra también sobre la evolución del conocimiento del Holocausto en Alemania y otros países y sobre la actitud de testigos, colaboradores y población «corriente».

En conclusión, la obra de Saul Friedländer sobre el Tercer Reich y los judíos, que ha obtenido diversos premios internacionales muy prestigiosos, ha sido celebrada justamente como la primera historia sintética del Holocausto que integra en gran medida las experiencias de las víctimas del genocidio nazi. Si bien pone en el centro como causa el antisemitismo, ofrece una visión trasnacional y polifacética que va más allá del campo conceptual de su modelo explícito de causalidad. Además, el trabajo de Friedländer consigue, de manera magistral, la implicación emocional del lector, a lo que contribuye su excelente prosa y, en la versión española, la excepcional labor de la traductora.

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La obra de Peter Fritzsche está escrita con un lenguaje muy ágil de matices periodísticos y ha sido, asimismo, bien traducida. Su propósito es esclarecer cómo fue posible que los alemanes consintieran, activa o pasivamente, que se produjera el Holocausto. Al igual que en el estudio de Friedländer, las prin--cipales fuentes de su análisis son documentos privados, como diarios y car--tas, tanto de víctimas, opositores y escépticos, como, particularmente, de partidarios del nazismo pertenecientes a todo el espectro de la sociedad alemana, trabajadores incluidos. Fritzsche ya había empleado este tipo de documentación cuando, hace algo más de una década, exploró el intento de Adolf Hitler y sus seguidores durante la República de Weimar de convertir a los alemanes en nazis.4 En este nuevo libro, el autor prolonga su reflexión al período del Tercer Reich.

En el primer capítulo de los cuatro que integran la obra, titulado «Revivir la Nación», Fritzsche se propone explicarnos qué es lo que la mayoría de los alemanes sentían que les ofrecían los nazis como para aceptar concederles, a cambio, su apoyo en la cuestión racial. El autor parte de la tesis de que, si bien la mayoría de historias sobre la opinión pública en el régimen nazi han enfatizado el carisma seductor de Hitler, en realidad el elemento clave para comprender la atracción del nazismo se encuentra en su noción de «comunidad del pueblo» (Volksgemeinschaft). La solidaridad de grupo implícita en la idea de la comunidad del pueblo, que incluía la comodidad de encontrarse «entre nosotros» (unter uns) los arios, permitía a los alemanes imaginarse una vida futura más próspera, dinámica y brillante para sí mismos que la que habían experimentado durante la República de Weimar. La compensación que debían ofrecer para obtener esta prerrogativa les resultó a los alemanes, aunque no siempre y no fácil para todos, sí, al menos, llevadera: lo único que precisaban era abrazar el sueño nazi de la utopía aria. Fritzsche no niega la existencia de un arraigado antisemitismo y otros prejuicios raciales en la sociedad alemana, pero sostiene que para entender cómo pudo llegarse al Holocausto debe considerarse la manera en que el régimen nazi, con su ideología, logró remodelar la imagen que los alemanes tenían de su nacionalidad y hacerlo en términos raciales. En este sentido, podemos compartir con algún crítico de Fritzsche la idea de que un título acertado de su libro podría haber sido «De alemanes a arios».

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Peter Fritzsche, De alemanes a nazis, 1914-1933, trad. de Jorge Salvetti, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006

(publicada originalmente en inglés en 1998).

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A lo largo de las páginas de su estudio el autor explica cómo los ciudadanos se «convirtieron» en camaradas raciales, lo que fue facilitado por el adoctrinamiento a través de la propaganda nazi y por la persuasiva presión ejercida por la intervención totalitaria del régimen en la vida cívica. La mayoría de los alemanes aceptaron las exigencias del régimen nacionalsocialista, unas veces doblegándose a la necesidad y otras haciendo concesiones a su racismo y antisemitismo declarados, que veían como su aspecto más desafortunado. La realización de pruebas genéticas y árboles familiares, entre otros aspectos, se asumieron como una rutina. Los dirigentes nazis apelaron a la exacerbación del preexistente miedo del pueblo alemán a la existencia de enemigos infrahumanos internos y externos para justificar sus propias guerras de aniquilación. Imaginando una guerra existencial de la nación contra monstruos, los nazis se convirtieron en los auténticos monstruos. De manera simultánea, la población alemana fue tolerando las crecientes medidas del régimen contra los judíos y su deshumanización por parte de la propaganda nazi, adaptándose a su radical antisemitismo. Fritzsche nos habla de la labor moral asumida por los alemanes de «escoger» abrazar el régimen y, de resultas de ello, su antisemitismo. Los escépticos no querían hacerse desagradables pareciendo que cuestionaban los logros del régimen. La aclamación nacional de que gozaba determinó incluso la resignación de los detractores, lo que explica la casi total ausencia de oposición a partir de 1933 y hasta los últimos meses de la guerra, ya que los intentos de resistencia suponen únicamente casos aislados.

En los capítulos segundo («Acicalado racial») y tercero («El imperio de la destrucción»), el autor explica la progresiva radicalización de la política nazi, estableciendo los vínculos entre los sueños de expansión de la germanidad, por un lado, y las políticas de exclusión y asesinato, por otro. La falta de escrúpulos exigida por el régimen validó las atrocidades en nombre del imperativo de destruir a quienes se identificaba como los mayores enemigos del nuevo orden. Una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, el régimen intensificó el poderoso sentimiento compartido de que Alemania era una nación asediada. Sobre todo a partir de la derrota de Stalingrado, la propaganda nazi, que ignoraba el papel activo de su ejército en las atrocidades del Holocausto, se presentó como víctima de supuestas brutalidades por parte de los que calificaba como agresores judíos. A partir de estos hechos, Frtizsche se plantea una de las cuestiones que se han convertido en fundamentales en el debate en torno al 10


Holocausto: cuánto sabía en verdad la población alemana sobre lo que sucedía a los judíos y si realmente le importaba. La conclusión del autor es que, a pesar de todo, los alemanes sabían mucho e hicieron muy poco para evitarlo. Los documentos personales utilizados por el historiador demuestran que a muchos alemanes corrientes les llegaba información a través de fuentes diversas, como los miembros de la familia que eran soldados en el frente durante la guerra y que, como tales, fueron testigos de las matanzas. Las cartas provenientes del frente hablaban con mucha franqueza de la mentalidad de los asesinos y de los dilemas morales a que algunos se enfrentaban y lograban superar. Fritzsche matiza que, sin embargo, lo que muy bien pudo ignorar la población alemana era el conocimiento de los términos concretos en que se llevó a cabo la solución final. Fue precisamente el amplio conocimiento de las ejecuciones masivas que estaban llevándose a cabo en la Unión Soviética desde 1941 y la conmoción que ello causó lo que impidió a los alemanes corrientes comprender cabalmente la política sistemática de exterminio de los judíos, ejecutada, principalmente, a la sombra en los campos de concentración.

El último capítulo del libro, titulado «Conocimiento profundo», es una catalogación de las estrategias empleadas por la población alemana una vez terminada la Segunda Guerra Mundial para enmascarar su implicación en la agenda nazi. El capítulo saca a relucir la persistencia en esta etapa de argumentos exculpatorios del antisemitismo que ya habían estado vigentes durante la Segunda Guerra Mundial. El desenlace de la guerra y la actuación de los aliados para con Alemania dio paso a una narrativa victimista con elementos de continuidad frente a la desarrollada durante la contienda armada. Fueron pocos los alemanes que reconocieron sus decisiones personales anteriores a favor del régimen. Los alemanes se percibieron a sí mismos como víctimas traicionadas de una historia cruel, no como responsables de su propia crueldad. Pero, en realidad –sostiene el historiador–, sí eran responsables de haber optado por abrazar una ideología que les prometía realizar su potencial y seguridad, aunque fuera a costa de negar lo mismo a supuestos seres racialmente inferiores por medio de la conquista, la esclavitud o el exterminio. El carácter dual de su decisión pone de manifiesto el inextricable lazo entre vida y muerte existente en el Tercer Reich, que queda puesto de relieve con el título elegido por el autor para su obra.

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Para finalizar, en la contracubierta del libro de Fritzsche, el eminente historiador Richard J. Evans se pregunta si necesitamos otra historia del Tercer Reich. Al igual que él, nosotros respondemos afirmativamente. Sí necesitamos las obras aquí reseñadas porque nos demuestran que aún cabe ofrecer nuevas perspectivas sobre el Holocausto. Y abordarlas es fundamental para comprender más y mejor cómo fue posible que llegara a producirse.

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Why was the atomic bomb dropped in 1945? A Greenpeace background briefing summarising the American debate on the 60th anniversary of Hiroshima and Nagasaki

The official story

On August 6th 1945 a US B-29 bomber, the Enola Gay, dropped an atomic bomb on the city of Hiroshima. On August 9th, another B-29, Bock’s Car, dropped a second bomb on Nagasaki. In the years after the dropping of the atomic bomb American administrations, and the US military, have developed an official narrative which states that it was militarily necessary to drop the bomb to end the war with Japan. The only alternative was an invasion of Japan in which many US troops would have been killed. This official narrative jars with statements by US military officers. The top Army commanders in the Pacific and Europe, Generals Douglas MacArthur and Dwight D. Eisenhower believed there was no necessity to use the atomic bomb. In the Navy, Truman’s Chief of Staff Admiral William D. Leahy was opposed to the dropping of the bomb. His view was shared by the commander-in-chief of the US Fleet, Admiral Ernest J. King, and the commander of the US Pacific fleet, Admiral Chester W. Nimitz. The commander of the US Airforce, General Henry H. Arnold, saw no necessity to drop the atomic bomb, a view also held by Generals Claire Chennault and Curtis LeMay.

The new historical research

In recent years historians have been able to access declassified documents from the period. The result has been a series of books which challenge the claim that it was militarily necessary to drop the atomic bomb. They have shown that the Japanese government was already seeking to find a way to surrender and that, through the decoding of intelligence material, President Harry Truman, Secretary of War Henry L. Stimson, and Secretary of State James F. Byrnes were aware of this. What has emerged is that Truman, Byrnes, and Stimson came to see America’s atomic monopoly as giving it the power to dictate how Soviet Russia should behave in Europe and East Asia. This led to a shift in US policy. At Yalta, Roosevelt believed he needed Soviet co-operation in the European and Pacific wars and would also need it in the years ahead to ensure that there was no reemergence of the German threat. Truman now envisaged a post war world in which America would use her atomic monopoly to lead the liberal capitalist world and to relegate the Soviet Union to a secondary status in world affairs. For this reason Truman delayed the Potsdam meeting with Churchill and Stalin until the bomb could be tested. “If it explodes as I think it will,” Truman said to aide Jonathan Daniels on the eve of the conference, “I’ll certainly have a hammer on those boys.” When he received news that the July 16th Trinity test had indeed been successful Truman felt his hand was strengthened in his negotiations with Stalin. Churchill, too, shared the idea that the bomb could be used as a diplomatic lever. Sir Alan Brookes, Chief of the Imperial General Staff, records:


[The Prime Minister] had absorbed all the minor American exaggerations and, as a result, was completely carried away. It was now no longer necessary for the Russians to come into the Japanese war; the new explosive alone was sufficient to settle the matter. Furthermore, we now had something in our hands which would redress the balance with the Russians. The secret of this explosive and the power to use it would completely alter the diplomatic equilibrium which was adrift since the defeat of Germany. Now we had a new value which redressed our position (pushing out his chin and scowling); now we could say, “If you insist on doing this or that, well … And then where are the Russians!” The result was that by the time Truman left the Potsdam meeting his strategy for dealing with the Soviet Union depended on America’s dropping the atomic bomb on Japan. There continues to be, however, disagreement among US historians as to how much weight to assign to this factor in Truman’s decision to use the bomb. Other arguments presented deal with the inertia of a process already in motion and difficult to derail; the desire of scientists and the military to test and display their technological achievement; the hope that such a display of the bomb’s terrible destructive power would forever put an end to war; and the fact that the firebombing had so lowered the moral threshold that this hardly seemed like a dramatic step. As well the desire to force unconditional surrender so as to maintain Truman’s political support, the fact that there was no strong reason presented not to use the bomb, and the realization that the Japanese leadership was still sharply divided about surrender terms and not quite ready to capitulate.

The debate within the US about the atomic bomb

After the end of the Cold War the Smithsonian Institution decided to use the 1995 fiftieth anniversary of Hiroshima to open up a national debate over why the bomb was dropped. A major exhibition which centred around a display of the B-29 bomber used to drop the atomic bomb, the Enola Gay, was planned The exhibition would present the official line but also contain statements by historians and by senior military officers who did not believe the atomic bomb had to be dropped. Graphic photographic images of the effects of the bomb on people of Hiroshima and Nagasaki were to be displayed. The exhibit was fiercely opposed by The Air Force Association and some veterans groups. With opposition in Congress and hostile editorials in the Washington Post, the Wall Street Journal, USA Today and other papers the Smithsonian had to give ground. It cut out all statements by Eisenhower, Leahy and other senior military officers and decision makers. This led to a backlash from American historians. The executive board of the Organisation of American Historians passed a resolution condemning the removal of documents and other revisions because of Congressional pressure. Faced with conflicting pressures, the director of the Smithsonian Martin Harwit resigned and the exhibition was scaled back to a simple exhibit of the Enola Gay. Only one photograph of a dead victim of the atomic blast remained.

The consequences of the atomic attack

Historians have documented the Truman administration’s extraordinary and largely successful efforts to manage American public perceptions of the atomic attack. The initial press release described Hiroshima as a “Japanese Army base” and made no mention of the fact that it was also a city full of civilians. Moreover, it used terms which described the atomic bomb as similar to a high-explosive weapon and made no mention of the fact that it was also a radiation weapon – which made it similar to poison gas whose use was prohibited by international law.


When America occupied Japan, MacArthur went to great lengths to prevent journalists visiting ground zero and seeing the effects of the bomb, to prevent photographic images and film of the disaster reaching Americans and Europeans, and to suppress scientific assessments of the radiation damage and its long term effects. Historians have also opened up new questions about the Cold War, the Korean War and Vietnam. They have argued bomb was a major driver of the Cold War. Vitally, it revolutionised American policy towards Germany. The bomb permitted US leaders to reverse the agreement reached by Roosevelt and Stalin at Yalta that the two nations would work together to prevent a re-emergence of the German threat by going ahead with the rebuilding and rearming of Germany. This shift from co-operation to confrontation over Germany was a major factor in the development of the Cold War. The bomb made the Korean and Vietnam wars more possible. True, the US might have decided to fight these wars anyway. But the possession of the atomic bomb did make it seem less risky for the US to commit US troops to these adventures. “Had the weapon not been available to protect the US global flank in Europe,” write Gar Alperovitz and Kai Bird, “such episodes would always have been the “wrong war in the wrong place at the wrong time,” to use General Omar Bradley’s words.”

New information about the bomb

The sixtieth anniversary of Hiroshima has seen the debate entering a new phase. Thus Sadao Asada at the University of Kyoto has argued that Japanese military archives show that the dropping of the atomic bomb made it much easier for the Japanese peace party to overcome military resistance to surrender. This argument is, in turn, challenged by Tsuyoshi Hasegawa at the University of California San Diego in his recently published Racing the Enemy: Stalin, Truman and the Surrender of Japan. In the first detailed examination of Japanese, Soviet and American archives, Hasegawa shows that that Truman decided to use the atomic bomb because it was a way of winning the war against Japan before the Soviets entered the Pacific war and this would enable the US to limit Soviet expansion in Asia. Moreover, it was the Soviet entry into the war and not the two atomic bombs that was ultimately decisive in convincing the Japanese military to give up their bankrupt diplomatic strategy and abandon a hopeless military position.

What does this mean for us 60 years after hiroshima?

The new historical research has shown that, had the US decided not to base its strategy for dealing with the Soviet Union on the use the atomic bomb in 1945 it might have been possible to build on the wartime cooperation with the Soviets, and to avoid or limit the nuclear arms race, the Cold War and the Korean and Vietnam wars. This should give us pause for thought about the wisdom of current US and UK nuclear weapons developments, strategies, operational policies and deployments. It shows that the Bush administration’s declaration that it will use nuclear weapons as a means of coercion, its development of a new generation of small, more “usable,” nuclear weapons, and its erasure of the line between nuclear and conventional war is less of a departure from previous US policies than it is commonly represented.


The same is true for Britain’s development and deployment of its Trident nuclear missile submarine as a “sub-strategic” weapon with a low-yield warhead, which is more “usable” in defending Britain’s “strategic interests.” Instead, both show a return to US nuclear developments, operational doctrines, deployments, strategies, and use of nuclear weapons at the end of the Second World War and during part of the Cold War which sought to use nuclear weapons to secure global dominance – and also to the similar British practices during the retreat from Empire in the Middle East and in Asia documented by Paul Rogers, Professor of Peace Studies at Bradford University, and independent researcher Milan Rai. The history of the atomic bomb shows that the idea of using nuclear weapons in an attempt to exercise global control is already bankrupt. It is morally bankrupt because it led to the sacrifice of two cities – contrary to international law and despite the fact that there was no military necessity – in pursuit of America’s quest to be the global leader. It is practically bankrupt because the actual result was, firstly, an out-of-control nuclear arms race which brought the world to the brink of nuclear war and which led to the proliferation of nuclear weapons to more and more countries, and secondly, a significant contribution to the Cold War and to the hot wars of Korea and Vietnam.

Notes: Some statements by US military commanders

Eisenhower later recounted his opposition to the dropping of the atomic bomb in his second memoir, Mandate for Change. In it he described a 1945 meeting he had had with Secretary for War Stimson at Potsdam: During his recitation of the relevant facts, I had been conscious of a feeling of depression and so I voiced to him my grave misgivings, first on the basis of my belief that Japan was already defeated and that dropping the bomb was completely unnecessary, and secondly because I thought that our country should avoid shocking world opinion by the use of a weapon whose employment was, I thought, no longer mandatory as a measure to save American lives. It was my belief that Japan was, at the very moment, seeking to surrender with a minimum loss of “face.” A few years after Hiroshima in 1950 Admiral William Leahy, US Chief of Staff under both Roosevelt and Truman, publicly declared his opposition to the dropping of the atomic bomb: “It is my opinion that the use of this barbarious weapon at Hiroshima and Nagasaki was of no material assistance in our war against Japan. The Japanese were already defeated and ready to surrender…. My own feeling was that in being the first to use it, we had adopted an ethical standard common to the barbarians of the Dark Ages. I was not taught to make war in that fashion, and wars cannot be won by destroying women and children.” In his 1987 book, The Pathology of Power, Norman Cousins recalls a post war interview with General Douglas MacArthur:


He saw no military justification for the dropping of the bomb. The war might have ended weeks earlier, he said, if the US had agreed, as it did later anyway, to the retention of the institution of the emperor. General Curtis LeMay expressed his opinion in a September 20, 1945 press conference. LeMay: The war would have been over in two weeks without the Russians entering and without the atomic bomb. The Press: You mean that, sir? Without the Russians and the atomic bomb? LeMay: The atomic bomb had nothing to do with the end of the war at all.

Historians and books which question the official narrative

Gar Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, (Vintage, 1995). Martin Sherwin, A World Destroyed: Hiroshima and Its Legacies,(Stanford, 2003) Barton Bernstein, ed. The Atomic Bomb: The Critical Issues, (Little Brown and Co., 1976). Kai Bird and Martin Sherwin, American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer, (Knopf, 2005). Tsuyoshi Hasegawa, Racing the Enemy: Stalin, Truman and the Surrender of Japan (Harvard, 2005). Mark Selden and Laura Hein, ed. Living With the Bomb: American and Japanese Cultural Conflicts in the Nuclear Age, (Sharpe, 1997). Peter Kuznick and James Gilbert, ed. Rethinking Cold War Culture, (Smithsonian, 2001). Robert Jay Lifton and Greg Mitchell, Hiroshima in America: Fifty Years of Denial, (Putnam, 1995). Ronald Takaki, Hiroshima: Why America Dropped the Atomic Bomb, (Little Brown, 1995). J. Samuel Walker, Prompt and Utter Destruction: Truman and the Use of the Atomic Bombs Against Japan, (University of N Carolina Press, 2005). Milan Rai, Tactical Trident: The Rifkind Doctrine and the Third World, (Drava Papers, 1995). Paul Rogers, “Sub-Strategic Trident: A Slow Burning Fuse,� London Defence Studies, 34 (Centre for Defence Studies, 1996).


El legado de la II Guerra Mundial Herbert F. Ziegler Herbert F. Ziegler es profesor de Historia en la Universidad de Hawai, en Manoa. Es autor de Nazi Germany's new aristocracy: The SS leadership, 1925-1939 y coautor (junto a Jerry H. Bentley) de Traditions and rncounters: a global perspective on the past.

La II Guerra Mundial terminó con la rendición de Alemania el 8 de mayo de 1945 y la de Japón el 14 de agosto de ese mismo año. En cifras, este conflicto sobrepasa a cualquier guerra jamás librada. 1.700 millones de personas de 61 países se vieron envueltas en una lucha llevada a cabo en la tierra, el mar y los cielos de Europa, el Extremo Oriente, el Sureste asiático, el norte de África y las islas del Pacífico. El combate dejó un rastro de masacre y destrucción sin paralelo en la historia del hombre. La II Guerra Mundial se llevó las vidas de 55 millones de soldados y civiles, y produjo incontables destrucciones materiales. Más allá de las aterradoras e insondables estadísticas, esta guerra dejó una huella indeleble en todos los aspectos de la vida humana y conformó la historia del mundo de posguerra. Para toda una generación, la II Guerra Mundial fue sencillamente “la guerra”. Dado lo mucho que la II Guerra Mundial ha marcado al planeta, es necesario algún grado de comprensión sobre ella para entender buena parte del presente. No obstante, la manera en que la gente entiende la guerra está afectada por su visión del mundo tras ella. La guerra fue mundial, mientras que los participantes sólo experimentaron algunos aspectos de ella, lo que hace únicas sus experiencias bélicas. Mientras que los japoneses denominan a la II Guerra Mundial la gran guerra de Asia Oriental, los chinos la llaman la guerra de Resistencia a la Agresión Japonesa. Para la mayor parte de los ciudadanos de la antigua Unión Soviética (URSS) sigue siendo la gran guerra Patriótica, mientras que los habitantes de las islas Salomón la conocen, simple y apropiadamente, como “la Gran Matanza”. La política contemporánea y el trasfondo histórico también afectan a la visión actual de la guerra y por tanto a nuestra visión del mundo de la posguerra. Por ejemplo, los historiadores rusos suelen omitir o subestimar la importancia del desembarco de Normandía en 1944. Sin embargo, acentúan la importancia estratégica del Frente Oriental y las heroicas campañas del Ejército Rojo contra el III Reich. Los estadounidenses suelen ver el Día D como la campaña clave, dejando a un lado el papel crucial de la URSS en la victoria en Europa. En pocas palabras, los distintos enfoques sobre la II Guerra Mundial han dado lugar a diferentes interpretaciones históricas. Quizá el balance más ecuánime se encontraría en una aproximación global, que diera menor importancia a los enfoques nacionales o regionales y se concentrara en el legado de la guerra a escala mundial.

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El precio de la guerra total El legado más inmediato de la II Guerra Mundial esta constituido por los daños materiales y los sufrimientos humanos que supuso. La I Guerra Mundial (1914-1918) estableció un modelo de guerra total que las naciones no tardaron en adoptar en este conflicto. Un concepto fundamental de la guerra total es la premisa de que la lucha se desarrolla entre sociedades y poblaciones enteras. Por tanto, la II Guerra Mundial hizo uso de enormes cantidades de recursos económicos y humanos. Por ejemplo, la movilización militar afectó a 110 millones de personas. Además la naturaleza del conflicto hizo que participara un número sin precedentes de mujeres y niños, a menudo de uniforme. En 1943 la Unión Soviética había alistado a 900.000 mujeres (un 8% de sus efectivos militares) en el Ejército Rojo. A medida que el III Reich se descomponía, Hitler llamó a filas a muchachos de hasta 12 años de edad para defender a su patria. La movilización de recursos humanos, las destrucciones materiales sin precedentes y la cifra escandalosa de bajas formaron parte del coste de la guerra. Durante su curso, poblaciones enteras se convirtieron en blancos legítimos y en 1945 habían muerto 55 millones de personas. Desapareció cualquier distinción entre el frente y la retaguardia, y más de la mitad de las bajas fueron civiles, víctimas de bombardeos, masacres y hambrunas. El régimen nazi decretó la aniquilación física de los judíos europeos y en el Holocausto perecieron más de 5 millones de ellos. La deportación por motivos étnicos y el traslado de prisioneros de guerra y mano de obra forzada dieron lugar a muchos millones de muertos más. La guerra total afectó también a la economía mundial. Al final de la guerra, los Estados Unidos producían más de la mitad de los bienes y servicios del mundo. La guerra arrasó todas las regiones industrializadas del mundo salvo Norteamérica. Buena parte de Japón y Europa central y oriental fueron devastada: las ciudades cubiertas de ruinas por los bombardeos, las industrias y las vías de comunicación destrozadas, las vías fluviales estranguladas por los escombros. La producción agrícola cayó en picado y en Europa 45 millones de refugiados dependían de la ayuda americana para sobrevivir. Pero aunque pueda medirse su coste en vidas humanas, industrias y edificios, la guerra produjo mucho más que eso.

La Organización de las Naciones Unidas Otro legado de la II Guerra Mundial fue la creación de una nueva organización supranacional dedicada a la promoción de la paz, la cooperación y los derechos humanos. En 1945 los aliados, determinados a mantener una paz tan costosa de ganar, fundaron la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La ONU es una asociación de naciones soberanas que proporciona el mecanismo para mediar en conflictos internacionales y encontrar soluciones a los problemas que traspasen las fronteras y los medios de los estados nacionales.

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El documento fundacional de la organización, la Carta de las Naciones Unidas, era un tratado internacional que obligaba a los estados miembros a arreglar sus disputas por medios pacíficos. La responsabilidad principal en el mantenimiento de la paz y la seguridad recayó en el Consejo de Seguridad, formado por 15 países. Para hacer cumplir sus decisiones, el Consejo puede imponer sanciones económicas a los países que amenacen la paz. Puede enviar misiones de paz a las zonas en conflicto para interponerse entre los beligerantes o imponer un acuerdo de paz. Como último recurso, el Consejo puede autorizar a coaliciones de estados miembro a utilizar la fuerza para resolver un conflicto. La efectividad de los esfuerzos de la ONU a favor de la paz se ha debatido a menudo, pero la mayoría de los expertos admite que la ONU ha ejercido una influencia positiva sobre las vidas de muchas personas. A través de sus agencias especializadas, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), o el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), la ONU pretende erradicar los principales problemas que afectan a la mayoría de la población. Las agencias de la ONU en todo el mundo combaten las epidemias y el hambre, luchan por los derechos de mujeres y niños, ayudan a los refugiados, ayudan a incrementar la producción agrícola y dan préstamos a los países en desarrollo. En los últimos diez años, por ejemplo, las agencias de la ONU potabilizaron el agua de regiones rurales en las que viven 1.300 millones de personas, ayudaron al establecimiento de programas de control de natalidad y erradicaron la viruela.

Justicia en Nüremberg y Tokio La II Guerra Mundial contribuyó también al desarrollo del Derecho internacional. Los aliados victoriosos determinaron llevar ante los tribunales a los responsables del estallido de la guerra y de muchas de sus atrocidades. Al final de la guerra los aliados acordaron formar tribunales militares internacionales en los que se juzgaron a los responsables de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y crímenes contra la paz. En los juicios de Nüremberg (celebrados en esa ciudad alemana desde noviembre de 1945 hasta octubre de 1946), los principales acusados eran los principales dirigentes del régimen nazi de entre los que habían sobrevivido. Otros como Adolf Hitler, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels y el ministro del Interior Heinrich Himmler se habían suicidado para evitar ser juzgados. En Nüremberg también se juzgó a los industriales que se habían aprovechado de la mano de obra esclava y a médicos que habían experimentado con seres humanos. De los 22 convictos principales en Nüremberg, 12 fueron ejecutados. Los aliados occidentales establecieron otros tribunales especiales en sus zonas de ocupación y para 1960 habían juzgado y condenado a 5.000 criminales de guerra y ejecutado a 500. Los soviéticos también condenaron en juicios paralelos a otros 10.000 alemanes y ejecutaron a muchos de ellos. El Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra de Tokio (mayo de 1946-noviembre de 1948) sentenció a muerte a 7 de los 25 dirigentes japoneses juzgados por crímenes de guerra, entre ellos al primer ministro, el general Tojo Hideki. En todo el antiguo Imperio japonés se celebraron juicios por crímenes de guerra entre los que se juzgaron desde malos 3


tratos a prisioneros de guerra hasta crueldad contra las poblaciones ocupadas. Más de 900 de los acusados fueron ejecutados. Aunque no hubo una gran controversia en contra de los juicios y condenas contra los cargos por crímenes de guerra, la introducción en los juicios de Nüremberg y Tokio del concepto “crímenes contra la paz” levantó dos críticas fundamentales. En primer lugar, no existía una legislación prebélica que se refiriera a los crímenes contra la paz y contra la humanidad, así que los acusados no podían haber cometido esos crímenes desde un punto de vista técnico. En segundo lugar, sólo los nacionales de los países derrotados fueron sometidos a juicio, por lo que para algunos los tribunales sólo podían ser injustos. No obstante, en 1946 la Asamblea General de Naciones Unidas ratificó los principios reconocidos por los tribunales. Y en 1950 una Comisión Jurídica Internacional reconoció los crímenes de guerra, los crímenes contra la paz y los crímenes contra la humanidad como violaciones del Derecho internacional.

Los supervivientes judíos y el establecimiento del Estado de Israel Un resultado insospechado de la persecución nazi contra los judíos europeos fue el establecimiento de un Estado judío. El Holocausto agudizó el deseo de los supervivientes judíos y de los sionistas (nacionalistas judíos) de establecer en Palestina un Estado judío capaz de defender a los judíos supervivientes. Los sionistas se habían estado radicando en Palestina desde finales del siglo XIX, pero el final de la II Guerra Mundial aumentó las aspiraciones sionistas sobre estas tierras como refugio y como cumplimiento de un ideal religioso. Palestina, no obstante, no era un solar vacío que esperase a que los judíos se establecieran en él. Desde el final de la I Guerra Mundial, Gran Bretaña había administrado estas regiones tratando desesperadamente de mantener un equilibrio entre los intereses de los inmigrantes judíos y los de los árabes que poseían la tierra. Gran Bretaña limitó la inmigración y la acogida de judíos mientras prometía proteger los derechos políticos y económicos de los árabes, pero sus esfuerzos por llegar a un equilibrio justo fueron inútiles. La hostilidad árabe a la administración británica y a la inmigración sionista, junto con la resistencia judía a las cuotas de inmigración, condujo a repetidos estallidos de violencia que las fuerzas británicas apenas podían contener. Poco después del final de la II Guerra Mundial, los británicos anunciaron su intención de abandonar Palestina. Pusieron el asunto palestino en manos de la recién inaugurada ONU en 1947. La Asamblea General de Naciones Unidas recomendó la partición de Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe y la creación de enclaves internacionales como Jerusalén y Belén, que contenían lugares de culto de importancia religiosa para judíos, musulmanes y cristianos. Mientras que la partición fue aceptada por la mayoría de los judíos, la mayoría de los árabes de Palestina y de fuera de ella la encontraron descabellada. A medida que los británicos se retiraban de Palestina, estalló la guerra civil entre judíos y árabes. En mayo de 1948 los judíos de Palestina proclamaron la creación del Estado Libre de Israel, que provocó el ataque de las naciones árabes circundantes. La primera Guerra Árabe-israelí finalizó con la victoria del Estado judío. Además produjo el éxodo de más de la mitad de la población árabe de Palestina. Hasta el día de hoy, la hostilidad provocada por la creación de Israel amenaza la paz y la estabilidad de Oriente Próximo. 4


Ciencia y tecnología La II Guerra Mundial sirvió como catalizador para muchos avances científicos y tecnológicos y estimuló la investigación y el desarrollo planificado. Antes del estallido de la guerra, los laboratorios de investigación británicos, alemanes y soviéticos ya libraban una “guerra de sabios” para desarrollar nuevas tecnologías bélicas. A medida que los gobiernos convertían la investigación y la industria militar en prioridades nacionales, los científicos y los técnicos produjeron una impresionante gama de ingenios y artefactos nuevos. Por ejemplo, la demanda militar para encontrar un método para detectar y designar blancos impulsó la invención del radar. Igualmente, el moderno motor turborreactor proviene del campo militar. La Oficina de Investigación y Desarrollo Científico de Estados Unidos estimuló la producción de artefactos destructivos, como la bomba de proximidad o el lanzagranadas antitanque (bazooka). Pero también ayudó a la introducción del DDT contra la malaria o el uso masivo de los antibióticos para tratar heridas. Pero nada condicionó más la política y la estrategia militar de la posguerra que los desarrollos científicos del misil balístico y la bomba atómica. A medida que el curso de la guerra cambiaba en su contra, el gobierno nazi demandó de sus expertos en balística que desarrollaran misiles, que lanzaban cargas explosivas siguiendo una extensa trayectoria parabólica. En 1944, los alemanes lanzaron 4.300 cohetes V-2 contra distintos puntos de Europa occidental e Inglaterra. El empleo del átomo para fines militares trajo efectos aún más dramáticos. En 1938, físicos alemanes habían experimentado con la fisión nuclear y los científicos de Gran Bretaña, Francia, la Unión Soviética y Estados Unidos se lanzaron a una carrera por construir ingenios atómicos. Finalmente, los esfuerzos nucleares de Estados Unidos, con el nombre en clave de Proyecto Manhattan dieron por fruto una bomba atómica. En julio de 1945 una explosión en pruebas en Nuevo México abrió la era nuclear. No se plantearon apenas objeciones oficiales a los catastróficos efectos potenciales del invento. Durante la Guerra fría, las armas nucleares, especialmente las propulsadas por misiles balísticos, amenazaron con destruir el planeta mediante una debacle atómica.

Rivalidad entre superpotencias y la Guerra fría El fin de la II Guerra Mundial trajo consigo un cambio espectacular en las relaciones internacionales. La guerra socavó profundamente la posición dominante de potencias como Alemania, Japón, Gran Bretaña o Francia. A medida que estos países dejaron de ser potencias económicas, políticas y militares, dos nuevas superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, ocuparon su puesto. Las políticas de estas dos superpotencias dominaron las relaciones internacionales y el equilibrio de poder mundial de los siguientes cuarenta y cinco años. Los líderes de Estados Unidos y la Unión Soviética se aliaron en 1941 para derrotar a sus enemigos comunes. En último término, fueron los recursos materiales y militares de estas dos naciones los que pusieron fin a la guerra. Sin embargo esta alianza bélica, que siempre fue un “matrimonio de conveniencia”, se vino abajo poco después de 1945 debido a sus objetivos políticos contrapuestos y a sus profundas divergencias ideológicas. Para 1947 ambas partes se encontraban enfrentadas en los que los observadores políticos llamaron una 5


“guerra fría”. Privada de una confrontación militar directa, la Guerra fría se extendió pronto más allá de Europa y asumió un carácter de rivalidad global ideológica y geopolítica que duró hasta el colapso de la Unión Soviética en 1991. La Guerra fría no fue sólo una rivalidad entre superpotencias. En su centro estaba el conflicto entre dos sistemas políticos, económicos e ideológicos distintos, un conflicto que databa de la Revolución Rusa de 1917. Este combate entre el capitalismo y la democracia contra el socialismo y el partido único se manifestó en la división del mundo en alianzas militares y bloques políticos. La división llevó a una carrera armamentística sin precedentes que amenazó el planeta con la aniquilación nuclear. La Guerra fría provocó también crisis diplomáticas y guerras entre aliados de la Unión Soviética y Estados Unidos en Corea, Vietnam, Afganistán y otros países. Es más, la confrontación entre las superpotencias ejerció su influjo en las relaciones internacionales, las instituciones políticas y los sistemas económicos de sociedades de todos los rincones del planeta. Muchas naciones, especialmente aquellas recientemente emancipadas de la administración colonial, trataron de evitar convertirse en peones durante la Guerra fría declarando políticas de No Alineamiento. No obstante, la Unión Soviética y Estados Unidos utilizaron estrategias militares y económicas para ganarse lo que el presidente estadounidense John F. Kennedy definió como “los corazones y las mentes de los pueblos subdesarrollados y no alineados del mundo”. Ambas partes apoyaron a menudo dictaduras brutales que protegían sus intereses geopolíticos. A medida que se desarrollaba la Guerra fría durante la década de 1960, la descolonización se intensificó.

Descolonización Al igual que la Guerra fría, la descolonización (es decir, la pérdida de posesiones coloniales) dio a luz grandes cambios en la política mundial. La II Guerra Mundial preparó el escenario para un rápido colapso de los imperios europeos y japonés. En vísperas de la II Guerra Mundial, los países europeos, con la notable excepción de España, todavía controlaban bajo distintas denominaciones inmensos territorios en Asia, África y el Pacífico. En 1941, el primer ministro británico Winston Churchill podía proclamar confiadamente: “No he sido nombrado primer ministro de Su Majestad para presidir la liquidación del Imperio Británico”. El optimismo de Churchill era injustificado. Las victorias alemanas y japonesas en Europa y Asia habían dado un golpe devastador al poder militar de las potencias coloniales europeas y hecho añicos su aura de invencibilidad. A medida que crecían los movimientos nacionalistas en las colonias y protectorados, la opinión pública en la metrópoli comenzó a ver en los imperios ultramarinos engorrosas cargas. La administración imperial aparecía como un lastre financiero poco atractivo a medida que la prolongación de la guerra estrangulaba la economía de las potencias coloniales. Comenzando en 1945, la descolonización se aceleró rápidamente. A medida que el imperialismo europeo sucumbía nacieron más de 90 naciones independientes y unos 800 millones de personas se hicieron responsables de sus propios destinos.

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Para los años 90 el proceso de descolonización había terminado prácticamente. Los imperios europeos se han extinguido o se reducen a reclamaciones sobre pequeñas y dispersas posesiones. Igualmente, el resurgir de la democracia en Europa del Este, el colapso de la Unión Soviética y la reunificación de Alemania han sellado el fin de la Guerra fría. La II Guerra Mundial hizo surgir la descolonización y la Guerra fría y entre ambas forjaron los perfiles del mundo de la posguerra. Aunque parecen haber terminado, no está claro qué ocupara su lugar. Mientras tanto, los avances científicos y tecnológicos continúan haciendo prosperar la economía mundial. El conflicto árabe-israelí no ha sido definitivamente resuelto. Y tanto la autoridad de la ONU como el Derecho internacional son desafiados y reafirmados continuamente. De qué manera estas consecuencias de la II Guerra Mundial seguirán marcando nuestro futuro en los siglos venideros está por ver, pero comprender la guerra nos ayuda a comprender el futuro a medida que se desvela.

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Europa y el mundo: tres siglos de historia MANUEL PÉREZ LEDESMA PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID nº 130 · octubre 2007 Gabriel Tortella LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI. UN ENSAYO DE HISTORIA SOCIAL Y ECONÓMICA CONTEMPORÁNEA Gadir, Madrid 562 pp. 22 €

Tony Judt POSTGUERRA. UNA HISTORIA DE EUROPA DESDE 1945 Trad. de Jesús Cuéllar y Victoria Gordo Taurus, Madrid 1.212 pp. 29,50 €

No son muchos los historiadores españoles que cuentan con la capacidad y la disposición necesarias para enfrentarse a una síntesis que supere las fronteras del país. Gabriel Tortella es, sin duda, uno de ellos. Lo demostró hace ya varios años en un libro, La revolución del siglo xx. Capitalismo, comunismo y democracia (Madrid, Taurus, 2000), buena parte del cual aparece de nuevo, con sólo algunos cambios, en la obra que ahora comentamos. Y lo ha vuelto a poner de manifiesto en lo que podemos considerar como una segunda versión de su estudio; una versión que, a diferencia de la anterior, no se limita a la última centuria, sino que se remonta a un pasado mucho más lejano. De hecho, el nuevo libro comienza con una mención a la revolución agraria del Neolítico, aunque su auténtico punto de partida se encuentra en los procesos revolucionarios que dieron origen al mundo contemporáneo: es decir, en las revoluciones atlánticas, en especial la francesa, y en la revolución industrial inglesa.

UNA HISTORIA ECONÓMICA

Por eso, no se entiende bien el título de la obra. Por supuesto, todo lo ocurrido en el pasado forma parte de las raíces del siglo XXI; pero al hablar de los orígenes, lo que el lector deduce es que el libro está dedicado a las raíces más inmediatas. Origen, según el Diccionario de María Moliner, es el «punto, momento, hecho o suceso de cualquier clase en que empieza o con que empieza una cosa»; y su empleo en plural se refiere, de acuerdo con ese mismo diccionario, a la «circunstancia que determina la aparición o existencia de una cosa». Vistas estas definiciones, es evidente que una obra en la que sólo los últimos capítulos abordan el período más reciente –los comienzos del siglo XXI y las circunstancias que más directamente han influido en la nueva centuria–, mientras la mayor parte del texto está dedicada a los siglos XVIII al XX, no se adecua del todo a ellas. Tampoco está muy justificado el subtítulo, o al menos la referencia del mismo a la historia social. Aunque en el primer párrafo de la introducción el autor anuncia que su propósito es suscitar el interés de sus lectores por la historia contemporánea «sin compartimientos metodológicos ni distingos doctrinales», poco después nos recuerda que su condición de historiador económico limita el campo de su estudio, y que eso es lo que el subtítulo reconoce. Hasta aquí, todo parece correcto: la obra es en gran medida un «ensayo de historia económica contemporánea», con el añadido de algunos análisis sobre los procesos políticos más relevantes de ese período. Pero, ¿dónde se habla de la sociedad? ¿En qué medida puede definirse como «historia social» lo que aparece en las más de quinientas páginas de este ensayo? 1


Hace ya casi cuarenta años, Eric Hobsbawm criticó la fórmula «historia económica y social», tan habitual en libros y revistas del segundo cuarto del siglo XX, porque en ella la mitad económica de la pareja acababa teniendo «una abrumadora preponderancia». Frente a la mezcla, el patriarca de los historiadores actuales defendió la autonomía de una historia de la sociedad que ya entonces contaba con un programa propio de investigación[1]. En nuestro caso, a esa crítica general habría que añadirle una segunda consideración: los análisis de las clases sociales y sus transformaciones, de los cambios sociales y las formas de movilización –es decir, del conjunto de temas que conforman el programa específico de la historia social– brillan por su ausencia en la obra que comentamos. De hecho, sólo un capítulo –el más breve del libro, dicho sea de paso– está dedicado a la transformación de la sociedad en el siglo XIX («División del trabajo y lucha de clases», pp. 127-145), sin que aparezca otro similar para el siglo XX. Y ni siquiera esas páginas se refieren en exclusiva a lo que se entiende por historia social: casi la mitad del capítulo está dedicada, no a los conflictos sociales protagonizados por la clase obrera, sino a las organizaciones socialistas, desde el cartismo (o chartismo, en la denominación de Tortella) y las sectas revolucionarias francesas hasta el Partido Laborista y el surgimiento del bolchevismo. Lo cual tiene más que ver con una historia política del movimiento obrero que con la lucha de clases anunciada en el título del capítulo. Si no es muy afortunada la referencia a los orígenes, y tampoco se encuentra en el libro una historia social propiamente dicha, ¿qué es lo que el lector puede buscar en él? Dicho en otros términos, ¿cuáles son los «compartimientos» que recorre el ensayo? ¿Y cuáles las razones que lo hacen recomendable, al menos en opinión del autor de esta reseña? La respuesta a estas preguntas se puede encontrar en la versión expurgada del subtítulo a la que antes me referí. El libro de Tortella –uno de los más destacados historiadores económicos españoles, como es bien sabido– es nada más y nada menos que un excelente texto sobre la historia económica de los siglos XIX y XX. Tal es el argumento central de sus explicaciones, y es por ello en ese terreno donde hay que buscar las virtudes, y también las limitaciones, del trabajo.

EL ORDEN LIBERAL-BURGUÉS Y EL ORDEN SOCIALDEMÓCRATA

Dicho esto, no sorprenderá al lector que el análisis de las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII y de las décadas iniciales del XIX –definidas, de forma un tanto excesiva, como «I Revolución Mundial»– se centre en sus aspectos económicos; o, para ser más precisos, en la correlación entre la esfera económica y la política. El autor señala con acierto que «los pueblos en general se rebelan no cuando están en la miseria más absoluta, sino cuando están en un proceso de crecimiento» (p. 42); en especial, cuando ese crecimiento se ha visto dificultado por unas estructuras políticas y sociales anquilosadas, como las que impidieron a los colonos norteamericanos estar representados en el Parlamento británico, o las que hicieron imposible cubrir las deudas del Estado francés y obligaron a la convocatoria de los Estados Generales en 1789 o, por fin, las que dificultaron la actividad comercial y el acceso al poder político de los

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criollos en los territorios de la América hispana. Fueron ésos los obstáculos que provocaron lo que Tortella caracteriza, al modo más tradicional, como una «revolución burguesa» (comillas en el texto); como «una revolución de comerciantes y ciudadanos» –en el sentido de habitantes de las ciudades– «contra las imposiciones de un absolutismo que [era] la expresión política de los sistemas agrarios tradicionales, basados en la hegemonía de la aristocracia terrateniente y en el sistema político de la monarquía absoluta» (p. 68). Tal definición de lo ocurrido en Francia, y más en general de las revoluciones políticas que comenzaron en Holanda e Inglaterra en los siglos XVI y XVII y culminaron en el ciclo de las revoluciones atlánticas, no goza en nuestros días de muy buena salud. Desde hace más de dos décadas, ha sido discutida tanto por los historiadores que, a partir de François Furet, ponen en cuestión el protagonismo de la burguesía y el carácter unívoco de la Revolución francesa, como por los sociólogos históricos que, desde Theda Skocpol, han insistido en el papel central de los campesinos y los intelectuales y en las semejanzas entre las distintas revoluciones sociales, al margen de la diferenciación – inadecuada, a su juicio– de revoluciones «burguesas» y revoluciones «proletarias». Entre nosotros, José Álvarez Junco presentó, hace ya más de veinte años, una crítica demoledora de la primera de esas categorías; desde entonces, su utilización ha sido cada vez menos frecuente y más dubitativa, incluso por aquellos que antes la defendían con más calor. El propio Tortella parece tener sus dudas: de hecho, a esa caracterización le añade de inmediato que tales revoluciones no produjeron la derrota de la aristocracia, sino sólo su «reparto del poder con la burguesía» (p. 204), lo que sin duda representa una carga de profundidad para la definición clasista de las mismas[2]. En todo caso, esa caracterización abre el camino para el examen –sobre todo económico y, de forma subsidiaria, político– de los siglos XIX y XX. Un examen que, en el terreno de los modelos, puede resumirse en la sucesión de dos tipos fundamentales de organización de la sociedad, separados por la Primera Guerra Mundial: el orden liberalburgués y el orden socialdemócrata. Al primero, cuya implantación ocupó todo el siglo XIX, lo definían, en la esfera política, los regímenes representativos de sufragio censitario; en la económica, el desarrollo de la industria, hecho posible por los avances revolucionarios que, a partir de Inglaterra, se extendieron por otros Estados europeos y extraeuropeos, y que afectaron inicialmente a la industria textil, la energía y la siderurgia, y más tarde también a los transportes y la industria química; y en el terreno de la política económica, tres principios o «bases esenciales»: el librecambio, el equilibrio presupuestario y el patrón oro. En cambio, lo que caracterizó al orden socialdemócrata del siglo XX –al que Tortella define de nuevo como una revolución, la «Revolución Socialdemócrata», o, de forma aún más enfática, la «II Revolución Mundial»– fue el establecimiento del sufragio universal en el terreno político, y de los Estados de bienestar en el económico. Ambos niveles están estrechamente relacionados: precisamente fue la generalización del sufragio la que hizo posible la irrupción de los partidos de izquierda en la esfera política, y con ellos la implantación de programas de reformas sociales, incompatibles con la vuelta al viejo orden liberal-burgués. Aunque en el paso de uno a otro orden desempeñó también un papel decisivo la nueva política económica, formulada por John Maynard Keynes y asumida por los gobiernos, a partir de los años treinta, «no por convicción sino por la imposición de las circunstancias» (p.

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207); una política económica que, en las antípodas de la anterior, se basaba en el abandono del patrón oro, la creación de un nuevo sistema internacional de pagos y la utilización del déficit fiscal como instrumento de política anticíclica. La descripción del abandono del patrón oro en los años treinta, y más tarde del establecimiento de un nuevo sistema de pagos internacionales, tras la reunión de Bretton Woods en julio de 1944, refleja bien la capacidad del autor para arrastrar a sus lectores, incluso a los menos expertos, por los vericuetos de la historia económica. Lo mismo ocurre con el análisis de los demás rasgos sustanciales de la economía de posguerra, que dieron lugar al «milagro keynesiano» de las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero el enfoque resulta más discutible cuando se pasa de la esfera económica a la política. En este punto, la explicación del fascismo como una reacción defensiva y autoritaria ante la amenaza bolchevique («el fascismo, en su acepción amplia, fue primordialmente un movimiento encaminado a impedir el triunfo de una revolución de extrema izquierda», p. 329), conduce a una mezcla en la que las dictaduras tradicionales de varios países de la Europa oriental, lo mismo que el salazarismo en Portugal, y el franquismo e incluso la dictadura de Primo de Rivera en España, acaban incluidas en el mismo saco que el fascismo italiano y el nazismo alemán; y ello a pesar de reconocer que en los Estados del Este europeo no existía un proletariado industrial relevante al que atribuir la amenaza de una revolución comunista. La desaparición de la especificidad de los movimientos y regímenes fascistas y su identificación con cualquier sistema autoritario y reaccionario es la conclusión final del análisis: «El fascismo balcánico» –se nos dice, por ejemplo– tuvo «más de monarquía feudal que de partido de masas moderno» (p. 353).

¿FINAL DE UNA ERA?

Considerar al orden socialdemócrata como el dominante en el siglo XX, tras la Primera Guerra Mundial, no encaja del todo con la escasa duración y los múltiples avatares a que se vio sujeto: primero en el terreno político, en el que sufrió el asalto de los fascismos y los regímenes autoritarios, y más tarde en el económico donde, tras los treinta años gloriosos (1945-1975), la política keynesiana ha sido desplazada por la vuelta al modelo liberal clásico. En concreto, por la vuelta a un modelo cuyos rasgos principales, a diferencia de los imperantes en el período keynesiano, pueden resumirse en estos tres: las privatizaciones y la liquidación de la economía mixta anterior, las medidas liberalizadoras frente a los monopolios y el control estatal precedente, y la utilización de la política monetaria para reducir la inflación. En vista de esos cambios, ¿puede decirse que aún seguimos inmersos en el orden socialdemócrata, en esa «II Revolución Mundial» que el autor considera más profunda y duradera que la revolución bolchevique? Aunque Tortella no plantea directamente la cuestión, de su exposición podría extraerse una respuesta afirmativa en la medida en que, por un lado, el componente político de dicho orden –el sufragio universal, la democracia– ha acabado triunfando sobre los totalitarismos y los regímenes autoritarios

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y, por otro, el Estado de bienestar sigue vigente, con sólo ligeros arreglos, en nuestros días. Lo que no queda claro, de todos modos, es por qué hay que atribuir en exclusiva a la socialdemocracia un orden económico y social en cuya creación intervinieron también otras fuerzas (en especial, los demócrata-cristianos); tampoco se entiende bien que se otorgue una dimensión mundial a un orden cuya aplicación no ha ido más allá – como nos recuerda el libro de Tony Judt, al que está dedicada la segunda parte de este comentario– del continente europeo. ¿Por qué no hablar simplemente de Estado de bienestar, o, si se quiere, del «modelo social europeo», como un rasgo peculiar, por cierto muy valioso, de la reciente historia continental, en lugar de presentarlo como una realidad implantada por todo el mundo? Más allá de estas dudas, lo que el libro recoge como última conclusión –lo que representa la «gran narrativa» que subyace a la obra– es el éxito del capitalismo como sistema económico. Un éxito que a veces lleva a ocultar o difuminar, consciente o inconscientemente, los aspectos más oscuros del mismo, por ejemplo la explotación de los trabajadores en las primeras etapas de la industrialización. Como muchos economistas decimonónicos, el autor atribuye los sufrimientos derivados de la revolución industrial «a la inexperiencia e incomprensión del sistema político y social» y no a «una perfidia intrínseca del sistema capitalista» (p. 74). No contento con esta defensa, Tortella pone en boca de Marx y Engels algunas frases elogiosas, utilizando para ello la sorprendente fórmula de sustituir a «la burguesía», el auténtico objeto de las alabanzas que aparecen en un conocido pasaje del Manifiesto comunista, por el capitalismo (pp. 89-90). Ya en el siglo XX, su apología del sistema capitalista se dirige contra quienes atribuyen las dificultades económicas del tercer mundo a la dependencia y el intercambio desigual con las metrópolis. Al final, la única cara del capitalismo que se nos presenta es la de motor de un crecimiento económico «sin precedentes en sus dimensiones» (p. 507), que «a la larga mejoró los niveles de vida de las clases trabajadoras más humildes» (p. 91), y al que no puede atribuirse responsabilidad alguna en la pobreza de nuestros días. Porque las auténticas causas de esta última se encuentran, a juicio del autor, en la superpoblación y la ausencia de capital humano; por ello, la forma de acabar con tan lamentable situación se resume en esta receta: «Los países pobres pueden salir de la pobreza invirtiendo en educación y controlando su natalidad» (p. 526). Tiene razón Tortella en algunas de sus afirmaciones: de hecho, no cabe la menor duda de que el capitalismo ha triunfado frente a su principal competidor, el «socialismo de Estado», y ha logrado un considerable aumento de la riqueza, en especial en los países desarrollados. Pero, al menos desde la óptica de un historiador, tal reconocimiento no debería impedir que se recordaran también las limitaciones del sistema y se reconociera el papel de las luchas obreras a la hora de superarlas, o al menos de mitigarlas. Y aunque no tiene mucho sentido hablar de una «perfidia intrínseca» del capitalismo, tampoco es fácil creer que los capitalistas hayan sido promotores altruistas de la mejora de la condición obrera, y mucho menos que la política económica de los países desarrollados no tiene ninguna responsabilidad en la miseria y el hambre de buena parte de la humanidad. En todo caso, no es éste el lugar adecuado para una discusión detallada del asunto, ni un modesto historiador el más indicado para plantearla.

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ZORROS Y ERIZOS

Frente a la defensa por Tortella de un argumento fuerte sobre la evolución histórica de las dos últimas centurias, Tony Judt inicia su voluminoso libro sobre el último medio siglo de la historia de Europa asegurando que no tiene «ninguna gran teoría de la historia europea contemporánea que formular, ninguna tesis global que exponer ni tampoco ninguna historia integradora y única que contar» (Postguerra, p. 27). El libro no es –de acuerdo con la famosa metáfora de Isaiah Berlin– un erizo, sino un zorro: «sabe muchas cosas» y no sólo «una gran cosa»; tiene muchos argumentos y no únicamente uno. Lo cual no deja de responder al aire de los tiempos: ¿quién se atreve en nuestros días a hablar de «una gran teoría»? Aunque quizá también refleja un cierto temor: el miedo a atribuir un papel central, como hace el erizo, a alguna de las muchas cosas que sabe el zorro. ¿Cuáles son éstas? Para Judt, la historia reciente de Europa es, en primer lugar, la historia de una pérdida: de la pérdida del poder, de la importancia internacional y, en algunos casos, de la condición imperial de los Estados del continente. Algo que se reflejó de forma dramática, ya en los momentos iniciales del relato, en la incapacidad europea para enfrentarse a las amenazas que habían surgido en su interior: en 1945, la mayor parte de Europa «no había sido capaz de liberarse del fascismo por sus propios medios, ni tampoco podía mantener a raya al comunismo sin ayuda»; sólo tras varias décadas y numerosos esfuerzos pudieron los europeos recuperar el control de sus destinos. Pero ésa no es la única pérdida: lo que Judt quiere contar, en un segundo nivel, es la historia del declive de las grandes teorías decimonónicas sobre el progreso y el cambio, la revolución y la transformación social, que habían hecho suyas los partidos y los movimientos políticos de preguerra. En especial, son el decaimiento del fervor político en la mitad occidental del continente y el descrédito del dogma marxista en su mitad oriental los asuntos que más le importan. Bien es verdad que no todo han sido pérdidas; por el contrario, un tercer hilo del relato se refiere al surgimiento de lo que ha venido en llamarse «modelo europeo», fruto de la combinación de las políticas socialdemócratas y demócrata-cristianas (cuya importancia, olvidada por Tortella, reaparece en el examen de Judt). Y mientras un cuarto hilo nos lleva a las relaciones, complicadas y llenas de malentendidos, con Estados Unidos, el último de los temas que propone el autor –y el menos visible a lo largo de la obra, aunque aparezca al comienzo y al final de la misma– tiene que ver con la destrucción de una sociedad multicultural tras la guerra, pero también con la reciente aparición de una nueva multiculturalidad, tras la emigración masiva de trabajadores extranjeros que ha vuelto a convertir en ciudades cosmopolitas a las principales capitales del continente. Son muchas, en suma, las historias que el zorro conoce, y que rechazan quedar reducidas a un único argumento. Lo raro es que, entre todas ellas, no aparezca una que, al menos a mi juicio, debería ocupar un lugar bien destacado. La historia de la

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posguerra, y del último medio siglo, es, por encima de otras cosas, la historia del establecimiento, la consolidación y la expansión de la democracia hasta abarcar todo el continente. Si el libro hubiera sido un erizo, podría considerar esta historia como «la gran cosa» que sabe; es decir, como la tesis global o la historia integradora que merecería la pena contar. Pero como Judt ha preferido al zorro de los versos de Arquiloco, en su libro se echan en falta algunas preguntas que aquel planteamiento habría colocado en primer plano: ¿cómo se consiguió que se asentaran regímenes democráticos en países de la Europa occidental destruidos en gran medida por la guerra y que antes habían sido presas del fascismo? ¿Cómo se logró que triunfaran, treinta años después, regímenes democráticos similares en los países mediterráneos víctimas hasta entonces de dictaduras conservadoras, militares o civiles? ¿Por qué, en cambio, el proceso no ha tenido tanto éxito en la Europa oriental donde, tras la desaparición del comunismo, no se han establecido democracias sólidas ni ha triunfado todavía una auténtica cultura democrática?

TRES ETAPAS DE UNA HISTORIA

A falta de esos análisis, lo que Judt presenta es una crónica, admirable por la abrumadora información que recoge y por el brío con que la narra, de los últimos sesenta años de la historia de Europa. El relato comienza con un balance del conflicto y un examen de las dificultades de la posguerra. Treinta y seis millones y medio de muertos, más de la mitad de ellos civiles, como consecuencia de la guerra; más de tres millones de desplazados al acabar el conflicto (sobre todo alemanes expulsados de Polonia, Checoslovaquia o Hungría); ciudades devastadas y economías destruidas: tal era el panorama que Europa ofrecía en 1945. En tal situación, era necesario iniciar lo antes posible la reconstrucción; pero los vencedores tenían que enfrentarse a otras tareas igualmente urgentes, como definir el nuevo mapa del continente, establecer nuevos regímenes políticos en media Europa, juzgar a los responsables del conflicto, desnazificar Alemania y depurar a los colaboracionistas de los países ocupados. Por supuesto, Tony Judt no dedica la misma atención a todos estos temas ni se ocupa por igual de todos los Estados del continente. De hecho, son las relaciones internacionales y los orígenes de la Guerra Fría, por un lado, y la evolución de la Europa oriental –en especial, el establecimiento del poder comunista en las «democracias populares» y el control de la Unión Soviética sobre ellas– las cuestiones que acaparan su atención. Los procesos y las purgas de los años 1948-1954 en Bulgaria, Rumania, Hungría, Albania o Checoslovaquia ocupan, por ello, mucho más espacio que el dedicado al juicio de Núremberg; y la nueva organización económica y política de los regímenes comunistas deja en penumbra el restablecimiento de la democracia y los primeros pasos del Estado de bienestar en la Europa occidental. Concluye esta etapa, la primera de las cuatro en que el autor ha dividido la historia de Europa, con la muerte de Stalin y el final de la Guerra de Corea en 1953. Entonces es cuando –en una segunda fase de su particular periodización, que cubre las décadas de los cincuenta y los sesenta– la atención gira hacia los Estados de la mitad occidental del continente, que empezaban en aquel momento a vivir dos décadas de estabilidad política

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y crecimiento económico, únicamente alteradas por la pérdida de los imperios coloniales. En su explicación del éxito, Judt no se aparta de la sabiduría convencional: mientras la intervención del Estado en la vida económica y social siguiendo el modelo keynesiano –el autor habla a veces de «Estados-niñera»– estuvo en las raíces de la «opulencia», reflejada en especial en el acceso generalizado de la población a bienes de consumo duraderos (frigoríficos, lavadoras, coches familiares...), el reformismo de los partidos demócrata-cristianos, la moderación de la izquierda parlamentaria y una ciudadanía despolitizada fueron los factores que hicieron posible la estabilidad en el terreno político. Gracias a los buenos resultados en ambos campos, «por primera vez en la historia, el desahogo y la comodidad estaban al alcance de la mayoría de los europeos» (p. 518). Y no sólo eso. La década de 1960 –que Judt define, con mayor contención que Tortella, como «el momento de la socialdemocracia»– fue también el momento en que, desde la Gran Bretaña laborista, se promovieron nuevas actitudes en materia de moralidad, en especial en lo relativo a la sexualidad (acceso al divorcio, al aborto y la contracepción, despenalización de la homosexualidad, fin de la censura de los espectáculos), que en menos de diez años se extenderían por el resto de los países del continente. Todo lo cual hace más difícil explicar por qué los sesenta «acabaron mal en todas partes» (p. 651); es decir, por qué al final de la década resurgió con tanta fuerza el conflicto estudiantil y obrero en los países que más se habían beneficiado, o estaban a punto de beneficiarse, de tales cambios. Enfrentado a este extraño fenómeno, la explicación de Judt insiste, sobre todo, en el componente generacional: la causa fundamental de los enfrentamientos fue la diferencia entre una nueva generación, la de los hijos, «numerosa, próspera, mimada, segura de sí misma y culturalmente autónoma», y la generación de sus padres, «insólitamente poco numerosa, insegura, marcada por la Depresión y devastada por la guerra» (p. 575). Tampoco acabó bien ese período en la Europa del Este, a pesar de que en los años cincuenta la desestalinización y las primeras y tímidas reformas de Jruschov habían despertado algunas expectativas de cambio, y de que diez años después las esperanzas se plasmaron de nuevo en las propuestas reformistas, ahora más decididas, de la «primavera de Praga». Pero el lamentable final de aquella última experiencia acabó con todas las esperanzas: «La ilusión de que el comunismo era reformable –explica Tony Judt–, de que el estalinismo había constituido una desviación equivocada, un error que todavía podía corregirse, de que los ideales esenciales del pluralismo democrático podían de alguna forma ser todavía compatibles con las estructuras del colectivismo marxista [...] quedó aplastada bajo los tanques el 21 de agosto de 1968 y jamás volvió a recuperarse» (p. 650). Si a ese fracaso le unimos los escasos resultados de las revueltas en Occidente, muy lejos de los que las minorías de estudiantes y obreros radicales habían pretendido, es posible concluir que con el final de los sesenta acabó el largo período de predominio del marxismo, y más en general de las ideologías revolucionarias, en la izquierda europea. «Un ciclo de 180 años de política ideológica en Europa [iniciado con la Revolución francesa] estaba a punto de cerrarse» (p. 653). Lo que se abrió a continuación fue, se-

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ñala Judt con cierta insistencia, una etapa mucho menos atractiva, desde el comienzo de los años setenta y ochenta hasta la caída del muro de Berlín. Menos atractiva en el terreno intelectual: «los setenta fueron la década más desalentadora del siglo XX» (p. 691), «una época de cinismo, de ilusiones perdidas y expectativas reducidas», un tiempo mediocre, rico en «profetas huecos» (p. 692); pero también en la esfera política: «En el Este, como en el Oeste, los setenta y los ochenta fueron una época de cinismo. Las energías de la década de 1960 habían desaparecido, sus ideales políticos habían perdido credibilidad moral y la implicación en los asuntos públicos había dado lugar al cálculo de las ventajas personales» (p. 831). No es ésta la única vez que el autor intenta definir con un brochazo «el espíritu del tiempo»; pero sí es la ocasión en que se le ha ido más la pluma, dejando que su malestar con diversos aspectos del período (el oscurantismo y el escepticismo de algunos teóricos franceses, o las actitudes irreverentes de los grupos punk) impregne el análisis global de esos veinte años. Lo malo es que su misma descripción de los cambios de las décadas de 1970 y 1980, tanto en el terreno económico como en el ideológico y el político, obliga a poner en duda caracterizaciones tan negativas. Baste recordar, en el primero de esos campos, el final del consenso anterior en política económica y el nacimiento de «un nuevo realismo» (p. 773), que desembocó en las medidas de Margaret Thatcher [«reducción de impuestos, libre mercado, libertad empresarial, privatización de industrias y servicios, valores victorianos, patriotismo e individualismo» (p. 780)], o en el abandono por parte de Mitterrand de su programa económico inicial. Más en general, en la política económica (que Judt describe con más detalle, pero con menos rigor del que encontramos en la obra de Tortella) el cambio llevó a una oleada de privatizaciones en toda Europa, que ayudaron a equilibrar los presupuestos estatales y sirvieron de estímulo a la competencia y la eficiencia de las empresas. En el terreno de las ideologías, lo que se produjo, siempre según Judt, fue la desaparición de una cultura política dominada por el filocomunismo o el «antianticomunismo» (p. 323) –es decir, por la idea de que «los ataques al comunismo eran amenazas implícitas contra cualquier objetivo conducente a la mejora de las condiciones sociales» (p. 810)–, y a la vez la recuperación del viejo lenguaje de los derechos humanos y las libertades personales. Por fin, el restablecimiento de la democracia en Grecia, Portugal y España («el proceso más notable e inesperado de la época», p. 756), fue el punto de partida de una etapa que, en los terrenos político y social, acabaría con la caída de los regímenes del «socialismo real». Es verdad que la desaparición de tales regímenes se debió en gran medida a su ineficacia en la gestión de la economía. Pero también tuvo un importante papel la difusión, a partir de los Acuerdos de Helsinki, del ya mencionado discurso de los derechos humanos; un discurso que, además de impulsar la actividad de los disidentes, frenó la capacidad de respuesta del poder e influyó en el rechazo de la nueva dirección soviética a intervenir frente a los cambios en la Europa del Este. Sea cual sea la opinión que cada lector tenga de estas transformaciones, resulta difícil atribuirlas al cinismo y el desaliento propios de «una época introspectiva y llena de problemas, [que] miraba hacia el pasado, no hacia el futuro», como señala el autor en otra de sus, a mi juicio, poco afortunadas caracterizaciones (p. 699). Quienes

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participaron en las luchas por la democracia en los países mediterráneos y los que protagonizaron años después acciones similares en los países del «socialismo real» no eran precisamente cínicos interesados únicamente por el cálculo de sus ventajas personales; muy al contrario, su comportamiento fue un excelente testimonio tanto de su capacidad para el sacrificio como de sus esperanzas en un futuro mejor que el odioso pasado o que el no menos lamentable presente.

¿UN CONTINENTE FISIBLE?

De las múltiples facetas del pasado más reciente –la cuarta etapa en la periodización de Tony Judt, a partir de 1989–, el autor ha destacado especialmente una imagen: la de «un continente fisible» (p. 913); fisible tanto por la división de los Estados de la Europa oriental como por los procesos de descentralización en Europa occidental ocurridos más o menos al mismo tiempo. No le falta razón en ese planteamiento: de hecho, en los años noventa desaparecieron del mapa cuatro Estados consolidados –la Unión Soviética, Checoslovaquia, Yugoslavia y la República Democrática Alemana–, el primero de los cuales era además el único imperio europeo que había sobrevivido hasta entonces (los otros tres se hundieron al acabar la Primera Guerra Mundial). Al tiempo, aparecían catorce Estados, resucitados o de nueva creación: seis en el solar de la Unión Soviética (Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia), además de la propia Rusia; dos en el anterior territorio de Checoslovaquia, tras la separación de Eslovaquia y la República Checa; y cinco como resultado de la fractura de Yugoslavia (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia-Montenegro y Macedonia)[3]. Si a ello unimos las «ganas de escapar de los lazos del centralismo» –o incluso de liberarse de «la responsabilidad que suponía la presencia de conciudadanos empobrecidos en provincias remotas» (p. 1005)– que recorrieron la Europa occidental, desde España al Reino Unido, pasando por Francia, Italia, Alemania o Bélgica, la imagen de un continente en fisión parece imponerse como la principal característica del período. Ahora bien, para llegar a esta conclusión Judt ha tenido que retorcer algo los datos con el fin de adecuarlos a sus propósitos. Como es bien sabido, los procesos de descentralización administrativa y autonomía política en los países occidentales son en muchos casos anteriores a los años noventa: los Länder alemanes proceden de la Constitución de la República Federal de Alemania, aprobada en 1949; la «guerra de las lenguas» que dio origen a la división en regiones de Bélgica tuvo lugar en los años sesenta; Italia se dividió en quince regiones en 1970; el Estado de las Autonomías en España es el fruto de la Constitución de 1978; y las propuestas descentralizadoras en Francia provienen de la presidencia de Mitterrand. Con lo que sólo el traslado de poderes en Escocia y Gales, impulsado por Tony Blair, corresponde a la misma década en que tuvo lugar la división de los Estados de la Europa oriental. En cuanto a ésta, aunque no hay dudas sobre la importancia de la desaparición de la Unión Soviética y la división de Checoslovaquia, el énfasis en estos procesos ha oscurecido otras cuestiones fundamentales del momento. En concreto, la transformación de una economía «socialista» en otra capitalista –y todas las medidas que este cambio trajo consigo en relación con la fijación de los precios, el fin de las subvenciones

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estatales y el cierre de muchas empresas, con el consiguiente empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la población– ha quedado reducido a unos apuntes sobre las privatizaciones y el triunfo de la «cleptocracia» (p. 986); al tiempo que el análisis de las nuevas estructuras políticas se limita a unas rápidas reflexiones sobre los procesos de depuración y la conversión al nacionalismo de muchos de los antiguos líderes comunistas. La proximidad de los acontecimientos es quizá la causa del escaso tratamiento de estos temas, que contrasta con el detalle con el que se abordaron las etapas anteriores de la historia de la Unión Soviética y las democracias populares. Y lo mismo ocurre con los países de la Europa occidental. El período más reciente queda en buena medida desdibujado, entre generalidades sobre el modo de ser de los europeos, su diversidad y los valores que les enfrentan con los americanos. Curiosamente es aquí donde, por fin, se define el llamado «modelo social europeo», en un tono que obliga a recordar que la obra está dirigida en primer lugar a un público del otro lado del Atlántico. Como muestran las diferencias con los estadounidenses en cuanto a la duración de las jornadas de trabajo y las vacaciones pagadas, «los europeos habían elegido deliberadamente trabajar menos, ganar menos y tener una vida mejor»; contaban además con asistencia sanitaria gratuita o casi gratuita, podían jubilarse antes y disponían de «una prodigiosa gama de servicios sociales y públicos». Claro está que el modelo era «muy caro», y exigía el pago de «impuestos especialmente elevados»; pero los europeos estaban dispuestos a pagarlos a cambio de disfrutar de vidas más seguras y por ello más largas, y de acabar o al menos mitigar la pobreza de sus conciudadanos (pp. 1130-1131). Todo lo cual lleva a Judt a concluir su libro con un elogio sorprendente, por lo inesperado: aunque el siglo XX asistió a la caída de Europa en el abismo, frente al auge de Estados Unidos, y más tarde de China, la nueva centuria «todavía puede pertenecer a Europa»; no porque vaya a tener un ejército más poderoso que el de Estados Unidos, o porque consiga producir más bienes y más baratos que China, sino porque cuenta con «un modelo útil susceptible de emulación universal» (p. 1141). Es de suponer que, en las nuevas ediciones de su obra, el autor complete este elogio otorgando mayor importancia a la fusión que a la fisión: es decir, a una Europa unida, formada por veintisiete Estados (si es que para entonces no ha aumentado esta cifra), y con capacidad para superar la desmembración, por dramática que fuera en algún caso, de los Estados de la Europa oriental. A pesar de las dificultades actuales, quizá sea éste el rasgo más relevante de la historia reciente del continente; incluso podría ser el eje, o uno de los ejes, de un «gran relato» digno del erizo de los versos de Arquíloco. En todo caso, y mientras esto ocurre, no cabe duda de que Postguerra. Una historia de Europa desde 1945 es, a pesar de las críticas y discrepancias recogidas en este comentario, una obra mayor; un libro fundamental para quien quiera conocer la compleja evolución del continente en el último medio siglo[4].

1. Eric J. Hobsbawm, «From Social History to the History of Society», Daedalus, núm. 100 (invierno de 1971), pp. 20-45 (traducción al castellano: Historia Social, núm. 10 [primavera-verano de 1991], pp. 5-25). En relación con Hobsbawm, sorprende la ausencia de toda mención de sus textos en el libro que comentamos; sobre todo si se

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tiene en cuenta que el historiador británico dedicó más de treinta años a escribir cuatro obras de síntesis, bien conocidas en España, que abordan precisamente el mismo período al que está dedicada la obra de Tortella: La era de las revoluciones, La era del capitalismo, La era del imperio e Historia del siglo XX (existen varias ediciones en castellano; las últimas, en la editorial Crítica, de Barcelona). 2. Como reflejo de estas actitudes, véase, por ejemplo, François Furet, Pensar la Revolución Francesa, trad. de Arturo Firpo, Barcelona, Petrel, 1980; Theda Skocpol, Los Estados y las revoluciones sociales. Un análisis comparativo de Francia, Rusia y China, trad. de Juan José Utrilla, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1984; y José Álvarez Junco, «A vueltas con la Revolución Burguesa», en Zona Abierta, núm. 35-36 (julio-diciembre de 1985), pp. 81-106. 3. Después de la publicación de esta obra, la cifra se incrementó, como recuerdan los traductores, como consecuencia de la proclamación de la independencia de Montenegro, en junio de 2006. 4. Con vistas a las futuras ediciones en castellano del libro, sería igualmente deseable que la traducción fuera objeto de un detenido repaso. En general, el libro está bien traducido; pero con más frecuencia de lo que resulta aceptable aparecen errores en la interpretación del texto original, o la versión castellana resulta algo torpe y da lugar a confusiones. Además, al menos en una ocasión (p. 808), faltan varias frases, y en otra (p. 1020) ha desaparecido una nota; y lo que es más sorprendente, en varios momentos hay errores en la información sobre España no corregidos por los traductores o el editor. Todo lo cual dificulta la lectura de un libro que, tanto por su volumen como por la cantidad de información recogida en él, requiere por sí mismo una especial atención del lector; una atención que no debería verse incrementada con estos problemas.

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Un soldado contempla las ruinas del Reichtag

Posguerra. Historia de Europa desde 1945 por Tony Judt Trad. J. Cuéllar/ V. Gordo. Taurus. Madrid, 2006. 920 páginas, 29’50 euros Rogelio LÓPEZ-BLANCO | Publicado el 07/12/2006 Al rematar la lectura de este libro uno conserva la impresión de que ha tenido la oportunidad de haber disfrutado de una obra de auténtica valía que logra plasmar con rigor la historia de Europa desde 1945 hasta hoy. Y lo hace desde una perspectiva tan rica y sugerente como inusitada, porque la particularidad de la obra radica en la novedad con la que se enfoca la retrospectiva. Nada mejor para explicarlo que un conocido chiste de la época soviética recogido por el autor. Un escuchante llama a Radio Armenia preguntando, “¿Es posible predecir el futuro?”, y recibe la respuesta: “Sí, no hay problema. Sabemos exactamente cómo será el futuro. Nuestro problema es el pasado, que siempre está cambiando”. Para Tony Judt la caída del Muro no sólo modificó el rumbo de Europa sino que también transformó su pasado, razón por la que había que reescribir la posguerra. Ahora bien, en sí mismo el hecho del cambio de perspectiva no proporciona “ninguna gran teoría de la historia europea contemporánea”, pero sí unas consistentes “líneas argumentales”. La primera tiene que ver con la reducción de Europa, los grandes imperios europeos fueron desapareciendo, perdieron sus extensas colonias, mientras que insólitamente eran forasteros, norteamericanos y soviéticos, quienes determinaban las condiciones de su existencia hasta que los europeos recuperaron el control de su destino.

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La segunda clave está en el declive del fervor político en occidente, la decadencia de las religiones políticas y el “descrédito del marxismo oficial” en el Este, donde tras 1989 el único horizonte atrayente era el de la libertad. La tercera es la gradual aparición, en gran parte accidental, del “modelo europeo”, consolidado en 1992, una alternativa perfecta a los periclitados moldes de progreso y revolución que destrozaron el continente en la primera mitad del XX. La cuarta se refiere a la compleja relación, llena de malentendidos, entre Europa y Estados Unidos. La última reside en el hecho de que la historia del continente está “ensombrecida” por los silencios y las ausencias que, paradójicamente, facilitaron la estabilidad: el paso destructor de Hitler y Stalin, impulsando genocidios, deportaciones y matanzas, dejó unos espacios nacionales más homogéneos, lo que conllevó la sustancial atenuación de las posibilidades de conflicto. Con estos ejes interpretativos el lector puede acercarse bien provisto a los diversos períodos en que se subdivide el libro que abarcan los temas más significados y variados. El fenómeno de la portentosa recuperación europea con Alemania occidental a la cabeza, la Guerra Fría, la implantación de las políticas de planificación económica y el estado de bienestar, la definitiva división del continente en dos bloques y los primeros escarceos que llevarían a la CECA. Le sigue la época de mayor prosperidad y, al tiempo, de malestar, con la entrada en escena de la primera generación que no participó en la guerra y el consiguiente desahogo de los “revolucionarios” años sesenta, con Mayo del 68 recorriendo las calles parisinas mientras sus ecos terminaban alcanzando fórmulas políticas que rehabilitaban la violencia como instrumento de cambio. Entretanto, en la zona comunista se asistía a los acontecimientos que condujeron a la decadencia del prestigio de la herencia comunista con los episodios de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1969. La recesión de los 70, el fin del ciclo económico alcista, la crisis petrolífera y los efectos de inflación y desempleo nos trajeron problemas en parte compensados por el sistema de seguridades de unos estados de bienestar bien asentados. Supuso el fin de la utopía y el romanticismo revolucionario en la juventud radical, sin que ello frenara el auge del terrorismo impulsado por el trampolín ideológico de finales de los sesenta. Los ochenta acarrearon la revisión del papel del estado en la economía con las consiguientes reconversiones y privatizaciones. Mientras tanto, se organiza la disidencia en los países del Este y, en particular, el ascenso de la emancipación polaca. Por último, irrumpe el colapso del sistema soviético y la caída del dominó de las democracias populares, propiciados por la acción reformista de Gorbachov, poco que ver , según el autor, con la propagandística autocomplacencia norteamericana y vaticana sobre sus respectivos papeles. La continuación es la durísima transición de los antiguos países del Este hacia el sistema capitalista y el fortalecimiento del proceso de unificación europea, la gran referencia modernizadora y ejemplarizante primero de las dictaduras mediterráneas en los setenta y de los países de centroeuropa después. Entre los últimos episodios cabe señalar la crisis balcánica, un fleco de la herencia multiétnica heredada de la etapa anterior a 1939 pero que había sido provocada por intereses asentados en Belgrado a finales de los 80. La historia del continente está marcada por el desastre de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial -sintetizadas en lo que Auschwitz representa- y sus consecuencias geopolíticas, y por la implacable opresión del comunismo soviético sobre la propia Rusia y los países satélites de centroeuropa. Juzgadas a grandes rasgos estas cinco

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décadas, quizá el único elemento positivo de gran calado ha sido el proceso de construcción europea, que, como repite Judt, no fue ni planificado ni deliberado, sino hecho a menudo en función de la combinación de intereses egoístas y oportunistas, de miedos y ansiedades justificadas en no incurrir en el nefando pasado, sin grandes ambiciones y por tanto a base de pequeños pasos. Pese al extraordinario avance de las sociedades europeas, polo de atracción para las sucesivas incorporaciones, el fundamento final de esta recuperación no es, a juicio de Judt, de naturaleza material sino moral. No en vano es el punto de referencia más tremendo y doloroso, el auténtico clímax de un cainismo continental que aun siendo asumido e incorporado al bagaje mental europeo impide impartir lecciones a nadie: se trata del Holocausto. Como advierte el autor: “la memoria recuperada de los judíos europeos muertos se ha convertido en la propia definición y garantía de la restaurada humanidad del continente”. La nueva Europa después de Auschwitz La explicación del errático proceso de unidad europea la encontramos en que no se trata de un proyecto definido, sino en la acumulación de decisiones que han llevado a una culminación que ha zanjado la crónica beligerancia continental, con sus aberrantes ciclos de guerras y matanzas, para acabar ofreciendo una alternativa al mundo. Se basa en la creación de un espacio de relación postnacional y en un modelo social que ha suscitado la admiración exterior, compitiendo con la opción norteamericana, aunque, ante todo, se fundamenta en la experiencia de asumir el legado del horror. Lo resume bien Tony Judt cuando afirma en el libro que “Sólo la historia podrá ayudarnos a recordar en los años venideros por qué parecía tan importante erigir una cierta clase de Europa a partir de los crematorios de Auschwitz. La nueva Europa, unida por los signos y símbolos de su terrible pasado, constituye un éxito notable; pero seguirá estando siempre hipotecada a ese pasado. Para que los europeos conserven siempre ese vínculo vital -para que el pasado del continente siga proporcionando al presente de Europa un contenido reprobatorio y un objetivo moral- habrá que enseñárselo de nuevo a cada generación. Puede que la UE sea una respuesta a la historia, pero nunca podrá sustituirla” (T. Judt).

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Hirohito, MacArthur y la amnesia japonesa FERNANDO DELAGE FERNANDO DELAGE ES SUBDIRECTOR DE LA REVISTA POLÍTICA EXTERIOR. nº 54 · junio 2001 HERBERT P. BIX HIROHITO AND THE MAKING OF MODERN JAPAN Harper Collins, Nueva Cork

Hace treinta años, un periodista norteamericano puso en duda la interpretación oficial de la historia japonesa, que negaba toda responsabilidad del emperador Hirohito en los incidentes que desembocaron en el ataque a Pearl Harbor y la guerra en el Pacífico. Tras más de seis años de investigación, David Bergamini mostraba su sorpresa por ese esfuerzo de amnesia colectiva: «La hábil construcción de un mito [...] puede explicar la marca de una imagen falsa, pero resultaba desconcertante la facilidad con que se había borrado la verdadera imagen. Era difícil de creer que una nación entera, además de los observadores extranjeros, sufrieran una ceguera permanente. ¿Cómo podía un emperador pasearse desnudo, mientras todo el mundo [...] admiraba la calidad y refinamiento de sus vestimentas?»1. Las conclusiones expuestas en su Japan's Imperial Conspiracy fueron rechazadas con violencia por los expertos, dentro y fuera de Japón. Bergamini fue ridiculizado y su reputación, destruida. Algunos errores, un tono moralista, que trataban de equiparar a Hirohito con Hitler y su convicción de que la guerra fue el resultado de una conjura acordada en palacio, restaron autoridad a su obra. Pero la mayor debilidad del libro fue la de publicarse antes de tiempo. Sólo tras la muerte del emperador en 1989 pudieron abrirse paso las tesis revisionistas que, en lo esencial, apuntan en la dirección señalada por Bergamini. Hirohito and the Making of Modern Japan constituye la interpretación más depurada de los hechos de hace medio siglo. Pero además de su brillantez académica, es un trabajo que ayudará a los japoneses a afrontar su historia y acabar con ese lastre que ha frenado el desarrollo de su democracia. También Estados Unidos tendrá que reinterpretar su política de entonces, orientada a proteger a toda costa al emperador. Desde su ascenso al trono en 1926 hasta la rendición de Japón en 1945, escribe Herbert Bix, Hirohito estuvo «en el centro de la vida política, militar y espiritual de la nación, en el sentido más amplio y profundo del término, ejerciendo su autoridad de manera catastrófica para su pueblo y para aquellos países que invadió. Fue él quien condujo a su país a una guerra que causó casi veinte millones de muertos en Asia». Apoyándose en diarios, cartas y memorias de asesores del emperador y políticos de la época, además de en las investigaciones de una nueva generación de historiadores japoneses, Bix destruye el retrato convencional de Hirohito, al tiempo que pone fin a una discusión de cincuenta años sobre su supuesta irrelevancia política. Según se puede leer todavía en los manuales de historia, Hirohito no era más que un jefe de Estado simbólico, opuesto a la guerra pero sin capacidad para controlar a los militares que, a partir de 1931, se hicieron con el poder y dirigieron a Japón en su marcha expansionista en Asia oriental. El emperador, se decía, era un personaje reservado y ausente, un aficionado a la biología marina que desconocía las decisiones de su gobierno. Su única intervención importante en la guerra fue la de terminarla, al inclinarse del lado de quienes defendían la rendición. Esta es una de las contradicciones que el autor trata de

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responder: «¿Por qué, si fue capaz de decidir la rendición de su imperio, no pudo igualmente haber evitado la guerra y salvar millones de vidas?». Después de una década de trabajo, Bix, profesor en las universidades de Harvard y Hitotsubashi (Tokio), confirma que el emperador fue meticulosamente informado de los movimientos militares en Manchuria y en el norte de China, así como de las atrocidades cometidas por los soldados japoneses en Shanghai, Suchow y Nanking. En ningún caso mostró el menor signo de desaprobación. Aunque mantuvo su silencio, no dudó, sin embargo, en condecorar a algunos de los responsables. Hirohito apoyó el uso de armamento químico en el noreste chino y los experimentos biológicos de la tristemente célebre Unidad 731. Y participó de manera directa en la planificación de los ataques a Malasia, Singapur, Filipinas, Hong Kong y Pearl Harbor. Desde el comienzo de la guerra del Pacífico, el emperador desempeñó un papel protagonista. Con anterioridad a la batalla de Okinawa (abril-junio de 1945) presionó a sus jefes militares para lograr la victoria. Aunque después se convenció de la inevitabilidad de la derrota, decidió mantener la guerra antes que entablar negociaciones con los aliados. Sólo la bomba atómica y la declaración de guerra por parte de Rusia lo obligaron a ceder. Como explica Bix, la ideología que rodeaba la figura del emperador hacía prácticamente imposible la rendición. Hirohito tenía que buscar una fórmula para «perder sin perder», es decir, una manera de evitar las críticas por la derrota y asegurar la supervivencia de la monarquía. Así, cuando el 15 de agosto de 1945 la mayoría de los japoneses escucharon por primera vez la voz de su emperador, éste señaló al final de su intervención sobre el fin de la guerra: «Habiendo defendido y mantenido la estructura del Estado imperial, estaremos siempre con vosotros, nuestros buenos y leales súbditos, confiando en vuestra sinceridad e integridad. Cuidaos de cualquier arrebato de emoción que pueda provocar complicaciones innecesarias, o disputas y conflictos fraternales que puedan crear confusión, dirigiros por la senda equivocada y haceros perder la confianza del mundo. Hagamos que la nación continúe como una familia unida de generación en generación, siempre firme en su fe en el carácter imperecedero de su tierra divina, siempre consciente de su pesada carga de responsabilidades y del largo camino por recorrer». Fue el primer texto destinado a rehacer la imagen de Hirohito como líder pacifista y mero observador durante la guerra. El emperador rechazó toda responsabilidad y, con la complicidad del general Douglas MacArthur al frente de las autoridades de la ocupación (Supreme Command of the Allied Powers, SCAP), la culpabilidad por los crímenes de guerra se limitó a un puñado de políticos y militares. La historia de estos hechos ya había sido contada por otros en años recientes, aunque sin la autoridad de los documentos aportados por Bix2. Los capítulos sobre la guerra fueron avanzados por el propio autor en publicaciones académicas durante la última década3. Pero el libro consigue encajar todas las piezas y describe de manera coherente el contexto político e ideológico que motivó las acciones del emperador. Bix sitúa la figura de Hirohito en un proceso de indoctrinación ideológica que arranca con su abuelo, el emperador Meiji, y en el marco de una institución monárquica que tiene que adaptarse a la conflictiva vida política japonesa de los años veinte. Coincidiendo con la entronización de Hirohito, se extendió entre las elites del país la idea de que la inestabilidad política y el descontento social podrían corregirse reforzando la autoridad

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imperial. Surgió así un movimiento nacionalista, de fuerte contenido espiritual, centrado en la idea del emperador como representación viva de la continuidad histórica japonesa. La denominada «vía del emperador» (kodo) expresaba una superioridad moral, pero al mismo tiempo incluía un plan de acción dirigido a liberar a Japón de todos los movimientos extranjeros: democracia, liberalismo, individualismo y comunismo. Siendo ella misma, la nación recuperaría su autoestima y podría enfrentarse a las doctrinas políticas occidentales. Por otra parte, Hirohito se veía a sí mismo como un gobernante que tenía una responsabilidad moral hacia sus antepasados, más que hacia sus súbditos. Era de ellos, no de los ciudadanos, de quienes había heredado su legitimidad espiritual. La primera obligación del emperador –un símbolo situado por encima de los partidos políticos, la Constitución o las leyes– consistía, por tanto, en asegurar la permanencia de la institución. Bix evita pronunciarse de manera tajante y deja que los documentos hablen por sí solos, lo que explica uno de los misterios que acompañan al libro: ¿por qué casi todas sus fuentes son japonesas? ¿Por qué no se menciona a los historiadores no japoneses que han llegado a conclusiones similares? Probablemente, el autor ha querido que su investigación resulte creíble a los japoneses; ya no valdrá el argumento de que un extranjero carece de la capacidad de comprenderlos. En la medida en que el encubrimiento del papel del emperador por parte de Japón y de Estados Unidos ha perturbado la naturaleza de la democracia japonesa, las implicaciones políticas de Hirohito and the Making of Modern Japan hacen de éste mucho más que un mero trabajo de historia. Durante las dos semanas que precedieron la llegada de las tropas norteamericanas, el emperador y el gobierno elaboraron una estrategia destinada a «controlar la reacción popular frente a la derrota» y mantener a los japoneses obedientes y desinteresados por la cuestión de la responsabilidad. Sin conocer esas maniobras, también MacArthur había llegado a la conclusión de que el mantenimiento del emperador era esencial para asegurar la estabilidad del país. El plan del SCAP – denominado Operación Lista Negra– tenía por objetivo separar a Hirohito de los militaristas y convertirlo en un monarca constitucional de corte británico. Para ello, había que exculparlo de toda responsabilidad, censurar los ataques a su persona y embarcarse en un esfuerzo por confirmar el pensamiento de los japoneses respecto a las causas de la guerra y el papel del emperador. En la imagen de un Hirohito pacifista, Washington encontraba un instrumento útil para la transformación democrática de Japón y, posteriormente, para convertirlo en aliado contra el comunismo. Para la elite conservadora de Tokio, sólo un monarca transformado en inocente podría enfrentarse a las consecuencias de la trágica campaña bélica realizada por Japón para establecer un imperio en Asia. En un telegrama enviado al general Dwight D. Eisenhower, jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, en enero de 1946, MacArthur negaba toda actuación del emperador en relación con la guerra –aunque decía haberlo investigado a fondo– y predecía graves consecuencias si se le inculpaba: hacerlo «provocaría una tremenda convulsión en el pueblo japonés. Él es un símbolo que une a todos los japoneses. Destrúyase y la nación se desintegrará [...]. Es posible que necesitáramos un millón de soldados, que deberían permanecer en Japón durante un número indeterminado de años». Las extraordinarias medidas adoptadas por MacArthur para evitar la acusación de Hirohito –reflejadas en particular en el desarrollo del tribunal de crímenes de guerra

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de Tokio y en la redacción de la nueva Constitución4– deformaron la conciencia del pueblo japonés sobre el conflicto. MacArthur negó a los fiscales el derecho a interrogar al emperador y prohibió que éste fuera testigo o se le obligara a suministrar sus diarios y documentos privados. Los acusados recibieron órdenes estrictas de no mencionar al monarca, aunque su sombra estuvo siempre presente durante el juicio. Pese a ser defensores de la guerra, muchos japoneses se convencieron de que, puesto que el emperador no había sido considerado responsable, tampoco debían serlo ellos. Pero la condena a muerte de varios líderes y la purga de otros no resolvió el problema; si cabe, lo hizo aún más inextricable. Al absolver a Hirohito, MacArthur facilitó simultáneamente a los japoneses su autoexculpación colectiva. La protección del emperador y la transformación de su imagen fue una compleja operación política que sólo pudo lograrse exagerando la amenaza de agitación social, amañando las declaraciones ante los jueces, destruyendo pruebas y tergiversando la historia. «Pero podemos estar seguros –escribe Bix– que desde el comienzo del juicio hasta la ejecución del general Tojo (primer ministro durante la guerra y máximo inculpado) Hirohito nunca perdió de vista sus grandes objetivos: neutralizar la presión interna y extranjera a favor de su abdicación, preservar la monarquía y mantener de ese modo la estabilidad de la nación y un principio de legitimidad en la vida política japonesa.» La Constitución –redactada en una semana por los asesores de Mac-Arthur– despojó al emperador de toda autoridad y lo vinculó a la idea de un estado pacifista que renunciaba a la guerra como instrumento de política nacional (en su famoso artículo 9). El texto impidió así toda discusión pública de la monarquía, pero no resolvió la cuestión del papel de Hirohito como símbolo de la identidad nacional japonesa. ¿Cómo podían reconciliarse los principios de la institución imperial con la democracia? ¿Cómo debían los japoneses considerar a un emperador que continuaba en el trono sin haber reconocido su comportamiento entre 1931 y 1945? ¿De verdad podía borrarse la historia? Al contrario que Alemania, Japón nunca ha aceptado su responsabilidad de manera convincente para sus víctimas5. Bix, como otros autores, cree que la razón es «el problema del emperador»: Hirohito «carecía de toda conciencia de responsabilidad personal por lo que Japón había hecho y nunca admitió su culpa». Aunque a partir de 1945 sí se convirtió en un mero símbolo en la jefatura del Estado, su presencia continuó pesando sobre los japoneses hasta 1989. Desde entonces, la mayoría de una sociedad que tanto Hirohito como MacArthur consideraban inmadura ha dejado atrás ese pasado, pero no el mundo político. Sucesivos ministros del Partido Liberal Democrático –en el poder desde 1955, salvo unos meses entre 1993 y 1994– niegan la agresión militar, la matanza de Nanking y continúan refiriéndose al carácter divino de su nación. Aunque dimitan ritualmente después de ese tipo de declaraciones, la incapacidad de la clase política para asumir la historia continúa frenando el potencial de la democracia japonesa. La presión de una sociedad frustrada y una recesión económica que dura ya diez años terminará por

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reformar el sistema político. Pero también será necesario que toda la nación reconsidere la figura del emperador y supere esa dependencia psicológica que le ha impedido ver el pasado tal como fue. 1. David Bergamini, Japan's ImperialConspiracy: How Emperor Hirohito led Japan into War with the West, Nueva York, William Morrow, 1971, págs. xxviii y xxix. 2. Véanse, entre otros, Edward Behr, Hirohito: Behind the Myth, Nueva York, Villard Books, 1989; Stephen Large, Emperor Hirohito and Showa Japan: A Political Biography, Londres, Routledge, 1992; Daikichi Irokawa, The Age of Hirohito: In Search of Modern Japan, Nueva York, The Free Press, 1995; y Peter Wetzler, Hirohito and War: Imperial Tradition and Military Decision Making in Pre-War Japan, Honolulu, University of Hawaii Press, 1998. 3. Herbert P. Bix, «The Showa Emperor's "Monologue" and the Problem of War Responsibility», Journal of Japanese Studies, vol. 18, núm. 2 (1992), y «Japan's Delayed Surrender: A Reinterpretation», Diplomatic History, vol. 19, núm. 2 (1995). 4. Sobre la manipulación del procedimiento judicial y la elaboración de la Constitución, véase John W. Dower, Embracing Defeat. Japan in the Wake of World War II, Nueva York, W. W. Norton/The Free Press, 1999. Libro complementario del de Bix, con quien el autor compartió numerosos materiales, será durante años la historia definitiva de la ocupación. 5. Ian Buruma, The Wages of Guilt: Memories of War in Germany and Japan, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 1994.

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Asesino divino IAN BURUMA IAN BURUMA VIVIÓ Y TRABAJÓ MUCHOS AÑOS EN JAPÓN Y HONG KONG. CATEDRÁTICO EN EL BARD COLLEGE, ES AUTOR, ENTRE OTROS LIBROS, DE INVENTING JAPAN, 1853-1964 Y BAD ELEMENTS: CHINESE REBELS FROM LOS ANGELES TO BEIJING. nº 83 · noviembre 2003 JONATHAN SPENCE MAO ZEDONG Trad. de Cristóbal Pera Mondadori, Barcelona 224 págs. 20 €

PHILIP SHORT MAO Trad. de David Martínez Robles Crítica, Barcelona 640 págs. 29,90 €

«Si hay algo que no le gustaba ver a Mao eran las lágrimas. Mao afirmó en cierta ocasión: "No puedo soportar ver llorar a la gente. Cuando veo sus lágrimas, no puedo contener las mías".» «Otra cosa que perturbaba a Mao era el derramamiento de sangre.» Quan Yanchi, Mao Zedong: Man,Not God1. No deberíamos dar crédito a estas afirmaciones. El autor, un leal gacetillero de la oficial Asociación de Escritores Chinos de Pekín, basó su texto en entrevistas con un antiguo guardaespaldas de Mao, un hombre llamado Li Yinqiao. Li conocía a Mao íntimamente, es cierto. Una de sus obligaciones públicas era desabrochar los pantalones del presidente siempre que se sentaba, ya que «Mao tenía una tripa enorme» y no le gustaba que los pantalones «le tiraran y le resultaran incómodos». Pero al contrario que el antiguo doctor de Mao, Li Zhisui, que escribió el famoso relato de su vida con Mao en el aire más libre de Chicago2, Li Yinqiao no salió nunca de China, donde aún no puede decirse la verdad sobre Mao. No obstante, estos comentarios sobre Mao no son del todo inverosímiles. Porque en alguien verdaderamente cruel suelen encontrarse la aprensión y el sentimentalismo. Heinrich Himmler no podía soportar la visión de la sangre y, en realidad, Hitler tampoco podía3. Por regla general, los asesinos en masa a gran escala no sienten la atracción de encargarse ellos mismos del trabajo sucio. En su único viaje de inspección a Auschwitz, Himmler lo encontró excesivamente perturbador y decidió no volver a acercarse nunca a aquel lugar. Hombres de esta calaña nunca matan a impulsos de una pasión sádica; un sádico mantiene, al fin y al cabo, un vínculo perverso aunque íntimo con su víctima. Quienes matan a otro suelen actuar animados por una pasión: furia, celos o un amor que se ha tornado en odio. Quienes adoptan la costumbre de matar a otros por placer suelen estar locos. Pero quienes son responsables de la muerte de millones de personas no parecen tener en absoluto grandes sentimientos; de ahí, quizá, la lágrima fácil, la evidencia acuosa de la emoción dislocada. Cuando se llega al asunto peliagudo, la aprensión no es la única cosa que han tenido en común los tiranos asesinos. Hitler y Mao sufrieron ambos de «neurastenia», una dolencia que ya no está de moda pero que era tan corriente en el entorno de Mao que su médico la bautizó como la «enfermedad comunista». Los principales síntomas son insomnios, jaquecas, mareos e impotencia. La potencia de Mao, como nos informó su médico, se vio muy afectada por sus peripecias políticas. Las cosas fueron bien cuando Mao se sentía seguro, pero bastaba cualquier amenaza, real o imaginada, a su dominio absoluto del poder y el presidente languidecía, no importa cuántas jovencitas compartieran su cama. Este tipo de problemas psicosomáticos son quizás el precio que han de pagar las personas por vivir en un estado de permanente ansiedad de ser 1


asesinados por la espalda, bien por cortesanos bien, en el caso de los cortesanos, por el propio tirano. Es posible que el estreñimiento crónico de Mao y los retortijones de estómago de Himmler tuvieran idéntico origen. Pero todo esto son simplemente síntomas de algo. Más interesante es la pregunta de qué impulsa a determinadas personas –en ocasiones, parece, personas absolutamente normales y corrientes– a convertirse en asesinos de millones de seres humanos. ¿Es sólo un extraño conjunto de circunstancias? ¿Acaso es un axioma que el poder absoluto da paso siempre a una anestesia moral? ¿O personas como Mao, Himmler, Pol Pot, Hitler y Stalin no fueron en absoluto seres mediocres, sino genios del mal que aprovecharon la oportunidad de sacar lo peor de sí mismos? Leo estas dos nuevas biografías de Mao, una breve, voluminosa la otra, con esta cuestión en mente. Ambos autores mantienen una tesis, si se las puede llamar así. La de Jonathan Spence va recubierta de una metáfora. Mao, en su opinión, fue un «Señor del Desgobierno», una especie de príncipe festivo de la noche que puso al mundo patas arriba. Spence se vale del ejemplo de las grandes casas europeas de la Edad Media, en las que se elegía a un «Señor del Desgobierno» en los días festivos para invertir o parodiar el estado de cosas normal: los criados actuaban como señores, los hombres como mujeres, etc. Se trata de un fenómeno carnavalesco habitual, una ocasión ritual para que todo el mundo se despoje de los papeles convencionales y se desfogue, siempre para volver a la normalidad de las jerarquías existentes. Pero Mao, en opinión de Spence, lo hacía de verdad, y no sólo en ocasiones festivas. Quería invertir el orden para siempre, exterminar a todos los señores y amos, confiar la responsabilidad a los criados, colocarse como el permanente Señor del Desgobierno del pueblo y generar el caos dondequiera que las cosas empezaran a estar demasiado asentadas. Se trata de una metáfora interesante, pero no acaba de explicar por qué Mao, desde un primer momento de su carrera, se mostró tan entusiasta del exterminio. Philip Short, cuyo libro es en todos los sentidos más rotundo que el de Spence, establece distinciones morales entre Hitler, Stalin y Mao. De hecho, cree que Mao se encuadra «en una categoría diferente de otros tiranos del siglo XX ». Hitler exterminó gente, principalmente a los judíos, porque pensaba que eran alimañas. Stalin firmó personalmente las sentencias de muerte de miles de personas porque podían haber supuesto algún tipo de amenaza para él. Pero Mao, afirma Short, tuvo una visión, un sueño utópico de la transformación total de China, y si se cascaban muchos huevos mientras se cocinaba esa tortilla especial, esto habría de contar, en la Corte Suprema de la Historia, como un homicidio involuntario y no como un asesinato. Porque, como dice Short, «a pesar de que sus políticas provocaran la muerte de millones de personas, Mao nunca perdió del todo su creencia en la eficacia de la reforma de las ideas y en la posibilidad de redención». Mao no fue un asesino racista. Pero la distinción moral a mí no me resulta tan clara como a Philip Short. Porque también Hitler tuvo una visión. Sus asesinatos también eran un medio para conseguir un fin. ¿Sostiene Short que algunos medios se hallan «en una categoría diferente» (homicidio involuntario, no asesinato) porque sus fines son menos repulsivos? Y, ¿fueron los fines utópicos de Mao realmente tan diferentes de los de Stalin? ¿Acaso está sugiriendo que Mao lamentó realmente los asesinatos necesarios o, en palabras de Short, «los desechos humanos de su lucha épica

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para transformar China»? Si éste es el caso, deberíamos encontrar alguna prueba de ello en el fascinante relato de la vida de Mao escrito por Short. Mao, hijo de un granjero relativamente acomodado, nació en 1893 en la provincia meridional de Hunan. A los trece años ya contaba con una mejor educación que su padre, que sólo había estado dos años escolarizado. En 1910, mientras estaba aún en el colegio, Mao degustó por primera vez la violencia política. La secuencia de acontecimientos fue característica de muchas rebeliones chinas modernas. Un desbordamiento del río Yangtze provocó una hambruna en Hunan; la gente se vio obligada a vender a sus hijos, comer trozos de árboles, incluso la carne de otros seres humanos. Los comerciantes extranjeros y la alta burguesía local se negaron a dejar de exportar arroz a otras regiones menos azotadas por el hambre. Desesperada, la gente atacaba a los extranjeros, siempre los primeros a la hora de adjudicar responsabilidades de las desgracias chinas, y más tarde también a las autoridades chinas. Se destrozaron edificios, se cometieron asesinatos, se enviaron lanchas cañoneras por el río, las tropas gubernamentales restauraron el orden y a dos pobres desgraciados que habían tomado parte en las algaradas se les hizo desfilar por la ciudad en cestos de mimbre, tras lo cual les cortaron la cabeza y las clavaron en un par de farolas. Mao afirmó que nunca olvidó aquello. «Sentí allí, junto a los rebeldes, que eran gente corriente como mi propia familia», dijo más tarde, «y me dolió profundamente la injusticia del trato que recibieron». Este incidente, que recogen ambas biografías, retrata a Mao bajo la luz más favorable. Muestra que tenía una conciencia social, a pesar de que esto suene extraño en un hombre que sería un día responsable del hambre de nada menos que de treinta millones de personas. La historia dibuja también la atmósfera de violencia en la que creció. Si se quisiera argumentar que Mao, al contrario que Hitler, comenzó como un rebelde con una causa justa, éste sería el modo de hacerlo. Y encajaría con el mito, cuya presencia es habitual en China y en otros lugares, de que Mao fue una figura heroica hasta finales de la década de 1950, cuando el anciano, cada vez menos al tanto de la realidad, se convirtió en un paranoico y en un déspota brutal. En el joven Mao ya existían, sin embargo, signos tempranos de una mentalidad más siniestra. Siendo un colegial, Mao era un ávido lector de la historia china. Le gustaban especialmente los relatos románticos de los bandoleros nobles, pero también las historias de los antiguos emperadores. Se ha señalado a menudo que Mao admiró de manera especial al emperador de la dinastía Qin que unificó China en el siglo III a.C. El emperador Qin, por lo que sabemos, fue un tirano despiadado que exigía obediencia absoluta y es habitual que los chinos sigan teniéndolo aún por una figura demoníaca. Lo único que le importaba era la sumisión a sus leyes y para estar seguro de que éstas no se vieran suavizadas por la moral confuciana, o cuestionadas por personas cultas, se quemaron los libros confucianos y los expertos confucianos fueron enterrados vivos. El hombre más odiado de esta muy odiada dinastía vivió un siglo antes, cuando el emperador Qin aún no había creado su imperio. Su nombre era Señor Shang, un ministro de la escuela legalista que, según Sima Qian, el gran historiador de la dinastía Han, castrado por su honestidad, fue «dotado por el cielo con una naturaleza cruel y sin

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escrúpulos». Mao, a los dieciocho años, escribió un ensayo en el colegio ensalzando a este Señor Shang, cuyas leyes, sostenía, eran muy necesarias para enderezar a un pueblo estúpido, atrasado y servil. Lo cierto, afirmó, actualizando sus tesis, es que los chinos, en el curso de su dilatada historia, habían acumulado «muchas costumbres indeseables, su mentalidad es demasiado anticuada y su moral es extremadamente mala. [...] [Todo esto] no puede eliminarse y purgarse sin una enorme fuerza». Este tipo de sentimientos han sido compartidos por muchos intelectuales de países pobres y humillados, generalmente después de entrar en contacto con la riqueza y el poder de naciones más ricas. Pol Pot regresó de sus estudios en París con unas ideas similares. Mao ni siquiera hubo de salir de su Hunan natal. El desprecio por sus propias gentes inmorales y retrasadas se unió, como suele suceder, al deseo de ejercer un liderazgo de hierro. Mao desarrolló sus ideas sobre el principio del Gran Líder muy pronto, escribiendo lo siguiente a finales de la década de 1920: «La persona verdaderamente grande desarrolla [...] y expande las mejores y más grandes capacidades de su naturaleza original. [...] [Todas] las limitaciones y restricciones quedan a un lado por la gran fuerza motriz que se halla contenida en su naturaleza original. [...]. Su fuerza es como la de un viento poderoso que surge de un profundo desfiladero, como el irresistible deseo sexual por el amante, una fuerza que no se detendrá, que no puede detenerse». El aspecto sexual es interesante a la luz de los posteriores problemas de impotencia de Mao. Más perturbadora es, sin embargo, la idea de que el gran héroe no debería verse frenado por limitaciones habituales, que el hombre verdaderamente grande está por encima de todas las leyes. Mao defiende en el mismo ensayo que el caos puede ser deseable, ya que la «pura paz sin desorden de ningún tipo sería insoportable. [...] A la gente le gusta leer sobre las épocas en que las cosas están cambiando constantemente y en que están surgiendo numerosas personas de talento. Cuando llegan a períodos de paz [...], dejan el libro a un lado». Estos tempranos estallidos de Sturm und Drang son aún las fantasías de un joven romántico y libresco. Habrían de pasar algunos años antes de que se traspasaran al ámbito de la acción. Pero las ideas básicas de Mao sobre humanidad, liderazgo, historia y política se hallaban ya firmemente consolidadas antes de su conversión al comunismo. Mao fue un hijo de su tiempo. El aborrecimiento de la propia cultura y el fervor revolucionario estaban muy presentes cuando era un estudiante. Cuando el Movimiento del 4 de mayo explotó en 1919, primero como una protesta contra el gobierno chino por ceder territorio a Japón a cambio de unos muy necesarios préstamos financieros, y más tarde como un radical movimiento intelectual a favor de la renovación cultural y política, Mao estaba trabajando como profesor de historia. «Sra. Ciencia» y «Sra. Democracia» fueron los dos eslóganes del 4 de mayo. Pero el movimiento era variopinto, con inclusión de marxistas radicales, así como seguidores liberales de John Dewey, que impartía entonces conferencias en China ante salas atestadas. Mao no era aún un marxista, pero había escrito un breve tratado anticonfuciano que (al igual que el propio Movimiento 4 de mayo) era radical al tiempo que estaba empapado de las actitudes chinas más antiguas. Mao escribió que China simplemente no estaba madura para un cambio radical, sino que debía «producirse una transformación completa, como la materia que cobra forma tras la destrucción, o como el niño que nace del vientre de su

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madre». Esta idea de una transformación completa tiene sentido en una tradición que ve la política como parte de un orden cósmico. Como en la gran tradición china el orden político se basa en una ortodoxia moral, preservada por estudiosos oficiales y simbolizada en un gobernante semidivino, cuyo gobierno virtuoso debe reflejar el orden del cosmos, no es posible cambiar realmente una parte del cuadro sin cambiar la totalidad. En 1919, el gobernante semidivino ya había desaparecido y se atacaba la ortodoxia moral, basada en el confucianismo. Había que poner en su lugar un nuevo orden. El comunismo, con su hermética visión del mundo, sus pretensiones de encarnar a la Sra. Ciencia, su dogma histórico y su cohorte intelectual de jerarcas del Partido reúnen las condiciones más fácilmente que el insípido liberalismo de Dewey. Para China habría de ser una profunda desgracia que Mao Zedong tuviera la brillantez y la voluntad irrefrenable de abrazar este nuevo orden con conceptos de realeza divina que se remontaban nada menos que hasta el malvado emperador Qin. La violencia, incluso el asesinato masivo, era parte de esta empresa desde su comienzo mismo. En 1920, Mao había rechazado todos excepto uno de los muchos ismos que flotaban por el aire, incluidos el anarquismo y, por supuesto, el liberalismo, y se hizo comunista. Su primera tarea consistió en movilizar a la población rural de Hunan, a la que había descrito en una ocasión, en el modo característico de un joven intelectual que acababa él mismo de salir del pueblo, como «gente estúpida y detestable». Pero como el Partido Comunista Chino era aún diminuto a comienzos de los años veinte, la estrategia de los líderes del Partido fue unirse al Partido Nacionalista, o Guomindang (GMD), y empujarlo tanto como fuera posible hacia la izquierda. A veces se ha señalado que Mao, al igual que Ho Chi Minh, fue esencialmente un nacionalista, y sólo con que los Estados Unidos hubieran sido más complacientes, seguramente habría resultado ser menos antioccidental. De hecho, ya en 1925, aun habiéndose unido al GMD, Mao sabía con precisión quiénes eran sus enemigos. No había «absolutamente ningún terreno neutral», afirmó, entre una «revolución occidentalizante de clase media», impulsada por el ala derecha del GMD, y la causa comunista. «Quien no está a favor de la revolución – escribió– está a favor de la contrarrevolución». Y como creía que una cuarta parte de la población de 400 millones de personas de China era irremediablemente hostil, algo había que hacer con ellos. Dos años más tarde, los campesinos de Hunan se alzaron contra la clase terrateniente. Las propiedades fueron asaltadas, saqueadas y quemadas. Cualquier persona sospechosa de ser un enemigo era hecha prisionera, se la hacía desfilar por las calles, era mutilada y a menudo asesinada. Algunos llegaron incluso a pensar que el reino del terror estaba yendo demasiado lejos. Mao, no. Defendió las «acciones excesivas» y afirmó que el único modo eficaz de suprimir a los «reaccionarios» era ejecutar a unos cuantos en cada condado. Fue en este contexto en el que pronunció una de sus máximas más famosas: «Una revolución no es como salir a cenar». La «contrarrevolución» tampoco se hizo notar por su refinamiento. Cuando las milicias de los terratenientes contraatacaban a los campesinos, se mostraban cuando menos igual de feroces. Mao señaló que en la provincia de Hubei, «Los brutales castigos infligidos a los campesinos revolucionarios

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por la despótica alta burguesía incluyen cosas como arrancar los ojos y cortar lenguas, destripar y decapitar, acuchillar y moler con arena, quemar con queroseno y marcar con hierros al rojo vivo. En el caso de las mujeres, perforan sus pechos [con un alambre de hierro, con el que las atan] y las hacen desfilar desnudas en público, o simplemente las hacen trizas». A pesar de que Mao fuera, por decir lo mínimo, parti pris, hay pocos motivos para dudar de que estas cosas sucedieran realmente. Mao sufrió pérdidas personales en los periódicos estallidos del Terror Blanco. En 1930, su esposa, Yang Kaihui, fue arrestada y ejecutada cuando se negó a renunciar a su marido. Lo cierto es que para entonces Mao ya la había abandonado, con un cierto sentimiento de culpa, por otra mujer de nombre He Zizhen. En 1934, He y Mao se vieron obligados a abandonar a su hijo de dos años cuando lograron escapar de milagro de las tropas del GMD. Nunca recuperaron al pequeño. Philip Short escribe que este fue el motivo de que «otra pequeña parte de la humanidad de Mao se marchitara en la vid». Es posible. Pero las semillas de la extraordinaria brutalidad de Mao ya habían quedado sembradas mucho antes.2 La descripción que hace Short de los asombrosos acontecimientos de 1930 muestra la rapidez con que habían madurado esas semillas. Como marcaron la pauta para tanta violencia posterior, resulta desconcertante que Spence pase por encima de ellas, incluso en un libro breve. Mao vivía por entonces en Jiangxi, una provincia pegada a Hunan. Los comunistas de Jiangxi solían proceder de la élite rural, granjeros ricos y similares, y les molestaba tener a gente de Hunan, como Mao, diciéndoles qué hacer, especialmente en lo relativo a las reformas agrarias que se traducían en confiscación y trabajos forzados. De repente hubo rumores de una misteriosa camarilla de derecha, bautizada como la Facción AB, a la que se suponía infiltrada en el Partido Comunista. No venía al caso si esto era cierto, o si Mao lo creía realmente. Como se había visto envuelto en varias fieras disputas con otros líderes comunistas, amén de con otros habitantes de Jiangxi, una campaña contra los infiltrados reaccionarios era justo lo que Mao necesitaba para poner en su sitio a rivales, o a rivales potenciales. Mao estaba a punto de utilizar los métodos de Stalin cuando no tenía más que una pequeña parte del poder de Stalin. El hecho de que nunca se demostrara la existencia de una Facción AB apenas importaba. El modo de eliminar a los conspiradores «contrarrevolucionarios» era arrestar a unos pocos probables sospechosos y torturarlos hasta que «confesaran» e implicaran a otros, que a su vez serían luego arrestados y torturados. Las torturas, que llevaban nombres tan pintorescos como «sapo bebiendo agua» y «mono tirando de las riendas», eran tales que las víctimas decían cualquier cosa con tal de sobrevivir. Pero eso tampoco les ayudaba mucho, porque la mayoría eran asesinados en cualquier caso. Las mujeres que iban a averiguar qué les había sucedido a sus maridos recibían un trato especialmente horrible: les cortaban los pechos y les quemaban los genitales. Primero fueron cientos, luego miles, y más miles, todos camaradas comunistas. Naturalmente, Mao nunca le arrancó a nadie las uñas personalmente ni quemó ningunos genitales. Ese no era su trabajo. Pero dio órdenes y se benefició de las purgas que había instigado, especialmente después de que se estableciera un vínculo entre la Facción AB y la conocida como Línea Li Lisan.

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Li Lisan era un antiguo estudiante en Francia, como Zhou Enlai, que pasó a ser un líder del Partido en Shanghai. Su estrategia, o «línea», para la revolución china consistía en concentrarse en las ciudades. Mao no estaba de acuerdo. Como China era en su mayor parte una sociedad rural, creía que el campo había de ser liberado primero. Acabó teniendo razón. Pero estos desacuerdos afectaban tanto al poder y las clases como a la estrategia a seguir, y al asociar la trama secreta contrarrevolucionaria con Li Lisan y otros intelectuales metropolitanos, Mao, el advenedizo provinciano, pudo desacreditar a sus rivales y acercarse mucho más en su afán de hacerse con las riendas del Partido. Como señala Short, Mao estaba siempre dispuesto a sacrificar incluso a sus más cercanos y antiguos camaradas cuando ello le convenía. Recluido en las cuevas de Yan'an durante la guerra con Japón a comienzos de los años cuarenta, dio rienda suelta a su jefe de seguridad, Kang Sheng, un tipo consumido a lo Beria que disfrutaba con la tortura y el cuero negro, y que había aprendido su oficio con la NKVD en Moscú. Agnes Smedley, la grupi revolucionaria americana de Yan'an, describió en cierta ocasión el sentido del humor de Mao como «macabro». El de Kang lo era aún más. La idea que tenía de una broma era arrestar a un antiguo terrateniente (y seguidor de los comunistas), de nombre Niu, que significa buey, meterle un anillo de hierro con una cuerda por la nariz y ordenar que el pobre hombre fuera arrastrado por las calles por su propio hijo. La especialidad de Kang era la fabricación de cargos contra cualquier persona que Mao quisiera apartar de su camino. En Yan'an las atrocidades fueron parte de una campaña de rectificación. Iba a erradicarse a los «espías», los «trotskistas» y los miembros de una «camarilla antiPartido» fantasma. Los métodos de Kang Sheng fueron los mismos que los utilizados contra la ficticia Facción AB. Se inventaron cargos y se consiguieron confesiones públicas por medio de torturas. Algunos de los casos más famosos guardaban relación con una serie de intelectuales que pensaban que habían de tener derecho a criticar a Mao. Uno de ellos se llamaba Wang Shiwei, una figura literaria mojigata pero de principios, que fue acusado de trotskista, encarcelado durante años y posteriormente descuartizado con un hacha4. Pero los verdaderos objetivos, como era tan frecuente, fueron los potenciales rivales de Mao para el liderazgo del partido, y en última instancia de China. Estas campañas brutales para reforzar la ortodoxia del Partido (tal y como la definió el propio Mao) infundieron un terror tal que apenas nadie osó volver a criticarlo. Fue en esas románticas grutas amarillas de Yan'an, el destino de muchos peregrinos revolucionarios y periodistas occidentales admiradores de la causa china durante la guerra antijaponesa, donde Mao se apropió de toda la parafernalia de la realeza divina. Fue allí donde la gente empezó a cantar himnos al Nuevo Hijo de Oriente y al Gran Salvador del Pueblo. Las palabras de Mao empezaron a citarse como si albergaran la sabiduría de un sabio santo. Y quienes seguían negándose a ser cortesanos y aduladores, y también algunos que no lo hicieron, se encontrarían pronto con muertes tempranas y desagradables. Las campañas de asesinatos no cesaron nunca realmente. Lee Kuan Yew, que no se quedaba atrás en el arte de eliminar rivales, lo expresó muy bien (refiriéndose al régimen colonial inglés): «Me dicen que [la represión] es como hacer el amor: es siempre más sencillo la segunda vez. La primera vez es posible que surjan problemas de conciencia, una sensación de culpa. Pero una vez inmerso en esta carrera, con la repetición constante te vuelves cada vez más descarado en el ataque y en el alcance del ataque»5.

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Una vez más, la analogía entre el implacable Gran Liderazgo y el sexo es sorprendente. Pero ni Spence ni Short muestran evidencia alguna de que Mao llegara nunca a sentirse culpable. En el caso de Spence, esto apenas importa, ya que no realiza afirmaciones morales en favor de Mao. Pero como Short basa su tesis en la idea de que las víctimas de Mao fueron los desgraciados desechos de sus visiones políticas, y no las víctimas de asesinatos, puros y simples, aquí sí que importa. Teniendo en cuenta que tanto Mao como Stalin hicieron que se matara a mucha gente lisa y llanamente para expandir su poder personal, no puedo ver ninguna diferencia categórica entre ellos. ¿Y en cuanto a Hitler? Existen también, creo, semejanzas entre él y Mao, aparte de la neurastenia y del rumor de que ambos Grandes Líderes tenían sólo un par de testículos entre los dos 6. A pesar de que Mao no intentara nunca exterminar a una raza de personas, sí que estaba orgulloso de haber destruido incontables miembros de determinadas categorías sociales. En 1950 fueron «elementos contrarrevolucionarios», esto es, burgueses, intelectuales, capitalistas, antiguos miembros del GMD, etcétera. En seis meses, 710.000 personas fueron asesinadas o empujadas al suicidio. En 1952 fueron los terratenientes y sus familias: el número ascendió a un millón de muertos. Las cifras producen vértigo; las personas se convirtieron en terribles estadísticas. Pero, ¿tienen los números desnudos alguna relevancia moral? ¿Las muertes violentas de 800.000 porque, en palabras de Mao, «merecen morir», se hallan en una categoría aparte de los asesinatos de cuatro, cinco o seis millones? ¿Y es categóricamente diferente asesinar a seres humanos por mor de su clase que por mor de su raza? Está claro que existe una distinción: Hitler quería matar a todos los hombres, mujeres o niños judíos. Mao seguía creyendo que al menos algunos reaccionarios podían redimirse por medio de la «reeducación». Sin embargo, cuando pensamos que entre las víctimas de Mao estaban los hijos e incluso los nietos de sus enemigos de clase, perseguidos simplemente por mor de su origen, es posible que la diferencia no desaparezca del todo, aunque seguramente pase a ser menos categórica. Los «intelectuales», término por el que se entendía toda persona cultivada, eran un grupo que se vio especialmente afectado por la furia de Mao. Mao los detestaba tanto como Hitler, y los motivos del porqué podrían ayudar a explicar la peculiar naturaleza de su ansia de sangre. Cuando el dogma se convierte en un instrumento de opresión, cualquiera que esté en posesión de los conocimientos para desafiarlo se convierte en una amenaza. Ello explica que el emperador Qin hiciera matar a expertos confucianos. Mao, al contrario que Hitler, era un intelectual, si se le puede llamar así, que en su día había desafiado muchos dogmas, empezando con el confucianismo. Sin embargo, en la culta compañía de los licenciados de la Universidad de Pekín y otras luminarias metropolitanas, Mao se había sentido siempre inepto y provinciano. Sus teorías marxistas, su conocido como Pensamiento Mao Zedong, eran con frecuencia improvisadas, incoherentes, y estaban sujetas a bruscos cambios y contradicciones. El único modo de aplastar toda crítica era, por tanto, destruir a todos los posibles críticos desterrándolos a remotos campos de trabajo, a veces de por vida, o arruinar sus carreras, o volver a sus hijos en su contra, o humillarlos en confesiones públicas forzadas, o simplemente asesinarlos. En un ejemplo característico del humor macabro del presidente, en una ocasión se refirió a comparaciones realizadas entre él y el emperador

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Qin. «Bueno –dijo–, ¿qué hay de especial sobre el emperador Qin? Él sólo asesinó a 460 eruditos. ¡Nosotros matamos a 46.000!»7. Los intelectuales chinos fueron traicionados de la manera más despiadada, aunque no necesariamente asesinados, tras la campaña Florezcan Cien Flores en 1957. Primero fueron engatusados, intimidados y a veces incluso obligados a expresar sus opiniones críticas sobre las políticas del Partido. Necesitaban ser empujados, porque sabían adónde conducían normalmente las críticas sin tapujos. Una vez que empezaban, sin embargo, era frecuente que no pudieran parar. Algunos llegaron incluso a ser tan osados como para cuestionar el derecho de un solo partido para monopolizar toda fuente de poder. El resultado: más de medio millón de personas fueron purgadas, encarceladas o estigmatizadas como enemigos de clase con las consecuencias habituales: pérdida de empleo, hijos privados de una educación decente, hostilidad creciente, etcétera. Short cree que los «intelectuales fueron castigados tan severamente en la campaña antiderechista que nunca más volverían a creer en Mao». No estoy tan seguro. La horrible verdad es que muchos siguieron creyendo en Mao aún durante muchos años, sin importarles cuánto les había hecho sufrir. Puede que existiera una razón aún más profunda que la envidia de clase y el dogmatismo para el odio que Mao sentía por los intelectuales. Al igual que Hitler, Mao tenía veleidades de artista. A pesar de que Arthur Waley afirmara en una ocasión sobre la poesía de Mao que era mejor que los cuadros de Hitler pero no tan buena como los de Churchill, los expertos me dicen que especialmente los poemas juveniles poseían un encanto excéntrico. Short los tiene en muy alta opinión. Spence se refiere a uno de los poemas de Mao (sobre la esposa asesinada a la que había abandonado) como «conmovedor». Lo importante de la vena artística de Mao no es, sin embargo, la calidad de sus poemas o su caligrafía, sino el hecho de que tenía el poder y el deseo de utilizar un país de más de quinientos millones de personas como su lienzo. Una de las declaraciones más espeluznantes y reveladoras de Mao, citada por Short, lleva el sello inconfundible de un artista loco: «Los seiscientos millones de habitantes de China tienen dos peculiaridades destacadas; son, antes que nada, pobres y, en segundo lugar, una hoja en blanco. Eso puede parecer algo malo, pero es realmente algo bueno. Los pobres quieren cambios, quieren hacer cosas, quieren revolución. Una hoja de papel inmaculada no tiene borrones, de modo que pueden escribirse en ella las palabras más novedosas y más hermosas, pueden pintarse en ella los dibujos más novedosos y más hermosos». La China de Mao, por tanto, al igual que el Reich de Hitler, iba a ser una Gesamtkunstwerk fruto de la enloquecida imaginación de un solo hombre. En 1959, un año después de realizar esta afirmación, Mao se embarcó en su Gran Salto Adelante, uno de los planes más funestos (en términos de las puras cifras, el más funesto) pergeñados en el siglo XX . La idea de que China, al hacer que todo el mundo fundiera cacharros y sartenes en sus patios y realizara extraños experimentos agrícolas copiados de los científicos ideológicos de Stalin, se pondría al nivel de Gran Bretaña en unos pocos años era pura fantasía. Pero el resultado es que treinta millones de personas murieron de hambre. Este ejemplo de l'imagination aupouvoir no era lo mismo que enviar a millones de seres humanos a la cámara de gas. Pero la matanza surgió de un tipo similar de impulso cuasiartístico, una visión estética basada en la pseudociencia. Si

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las fantasías de Hitler se vieron alimentadas por la biología y la teoría de la raza, la visión de Mao se basó en teorías agrícolas descabelladas, tomadas prestadas en su mayoría de Trofim Denisovitch Lysenko, el hombre que intentó «transformar la naturaleza» para Stalin. La idea de plantar cereal en todas partes, incluso donde era absolutamente inadecuado, era de inspiración soviética. Y lo mismo puede decirse de la teoría según la cual se invocarían fantásticas nuevas cosechas por medio del cruce. En la provincia de Henan, se cruzaron girasoles con alcachofas, en Pekín maíz con arroz. Se llegó a pensar que las plantas del algodón se habían cruzado con éxito con tomates para producir algodón rojo. Y se suponía que la sabiduría de Mao había producido calabazas monstruosas, con un peso de 60 kilos8. Esta era la historia que una atemorizada Shirley MacLaine repetía a Deng Xiaoping cuando éste visitó Estados Unidos. Deng le dijo amablemente que no creyera todo lo que oía. Khrushchev había prevenido a Mao contra las consecuencias de copiar los errores de Stalin. Pero el presidente no se detendría; el lienzo en blanco había de ser completado con su imagen. Todo lo que se interpusiera entre el artista y su visión había de ser eliminado: los «científicos burgueses» con sus estúpidas objeciones fueron expulsados, ridiculizados y a veces asesinados. Cuando un antiguo camarada de armas de Mao, el mariscal Peng Dehuai, intentó cuidadosa pero críticamente llamar su atención sobre las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, fue purgado y posteriormente encarcelado, torturado y asesinado. Otros, como Zhou Enlai, que podía haberle dicho a Mao algunas verdades, denunció la valiente crítica y le dijo a Mao que era un genio (algunos de los mejores pasajes del libro de Short describen las constantes humillaciones de Zhou con unos detalles escalofriantes). Spence atribuye toda esta locura al absoluto divorcio de Mao de la realidad. Nadie podría decirle o iba a decirle ya nunca la verdad sobre nada. Short escribe que Mao tenía una idea medieval de la ciencia. Es posible que ambas observaciones sean ciertas. Pero ignoran la absoluta aversión al conocimiento intelectual que afecta a los artistas fracasados con sueños de omnipotencia. El verdadero saber, en cuanto que opuesto a las fantasías pseudocientíficas, puede hacer fácilmente que los sueños de los dictadores parezcan ridículos. Repárese en esta extraordinaria afirmación: «Un cambio en la educación es otra necesidad más: hoy sufrimos de exceso de educación. Sólo se valora el conocimiento. Los sabelotodos son los enemigos de la acción. Lo que se necesita es instinto y voluntad»9. Fue Hitler quien afirmó esto, pero bien podría haber sido Mao. «Ciencia es simplemente actuar con osadía. En ello hay algo de misterioso». O: «No deberías preocuparte de ningún Primer Ministerio de Construcción de Máquinas, Segundo Ministerio de Construcción de Máquinas o de la Universidad de Qinghua. Actúa simplemente de modo temerario y acertarás»10. Mao dijo estas cosas, pero bien podría haber sido Hitler. Siempre había, no obstante, un núcleo interesado racional en la locura de Mao. Es cierto, como dice Short, que Mao deseaba transformar China. Pero este no es un argumento suficiente para situarlo en una categoría moral diferente de otros dictadores modernos. Porque a la larga, o quizá desde el principio mismo, no hubo más que una preocupación preponderante, en ayuda de la cual se torcían y modificaban todas las políticas, principios y visiones artísticas, y no era otra cosa que el propio poder de Mao, su

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necesidad de un control total, su patológico miedo a la impotencia. Spence lleva razón cuando afirma que el deseo de caos y desgobierno de Mao formaba parte de su objetivo de aplastar el viejo orden. Pero era también el modo más eficaz de asegurar su dominio. Manteniendo a sus camaradas, cortesanos y sátrapas permanentemente desconcertados, al lanzar al «pueblo» sobre ellos, provocar disensiones entre ellos y hacer que fueran purgados, humillados y asesinados periódicamente, se aseguró de que nadie pudiera usurpar nunca su trono. Este fue también el instinto básico de Hitler, y el de Stalin, y el de cualquier otro tirano que ha ensombrecido la historia del hombre. La Revolución Cultural se inició precisamente por este motivo. El envejecido Mao veía cuchillos en cada sombra. Antiguos camaradas, que tiempo atrás se habían convertido en aduladores aterrorizados, eran aún vistos como amenazas. Las más pequeñas críticas que se habían formulado contra Mao años atrás seguían aún rumiándose y pasaron a convertirse en su mente paranoica en signos evidentes de una rebelión a punto de estallar. Este es el motivo por el que decidió, en 1966, incitar a millones de adolescentes frustrados a lanzarse sobre sus profesores, padres, madres y, finalmente, incluso los más altos líderes del Partido, excepción hecha del propio Mao, unos cuantos cortesanos útiles y ese círculo de extremistas en torno a Jiang Qing, la detestada esposa de Mao. En mayo de 1966, el Diario del Pueblo anunció que Mao era «la fuente de nuestra vida» y quienquiera que osara oponérsele «sería apresado y destruido». Una frenética orgía de asesinatos en todas las ciudades chinas se vio seguida de extensas purgas dentro del Partido, orquestadas, como siempre, por el experto en estas cuestiones, Kang Sheng11. Short menciona un ejemplo que revela la escala de la última y terrorífica campaña de Mao. Se dijo que un gobernador y miembro suplente del Politburó en la distante Mongolia Interior había iniciado un «partido negro» para rivalizar con el Partido Comunista oficial. Era una insensatez, por supuesto. Pero en un esfuerzo para «descubrir traidores», 350.000 personas fueron arrestadas, 80.000 golpeadas tan severamente que quedaron lisiadas permanentemente y más de 16.000 asesinadas. Ninguna de estas informaciones es especialmente nueva. Se ha sabido del récord asesino de Mao al menos desde finales de la década de 1950, y las cosas empeoraron rápidamente a partir de ese momento. Y, sin embargo, la reputación de Mao en el Occidente democrático ha sido de un orden diferente del de otros tiranos del siglo XX. Hitler nunca disfrutó de mucho crédito en el primer lugar. Pero mucho después de que Stalin quedara completamente desacreditado, Mao aún gozaba de una buena prensa en París, Berlín, Berkeley, Londres y Nueva York, y no podemos culpar totalmente de ello a promotores entusiastas como Edgar Snow y Han Suyin. Fue en parte debido a que Mao era visto como un héroe de la resistencia contra el Ejército Imperial japonés, a pesar de que la estrategia de Mao había consistido en dejar que el Guomindang de Chiang Kai-shek cargara con el principal peso de la lucha. Fue en parte la desagradable reputación de los adversarios de Mao: el corrupto GMD y la supuestamente «malvada» clase terrateniente. Pero los mayores activos de Mao, en lo referente a las relaciones públicas en Occidente, fueron la combinación de un romanticismo tercermundista, y un tipo extraño y nocivo de excepcionalismo cultural. Mao disfrutó de una fama especialmente buena en Francia, a ambos lados de la línea divisoria izquierda/derecha. En el lado conservador, figuras como Alain Peyrefitte, el antiguo ministro de Educación

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de De Gaulle y experto aficionado en China, pensó que Mao era un gran hombre en la «tradición» china, y dado que esta tradición, en opinión de Peyrefitte, no incluía derechos humanos o libertades civiles, a Mao no habían de aplicársele estos parámetros 12 . Este argumento se ha repetido hasta la actualidad, y así lo ha hecho de manera especialmente notoria Henry Kissinger. En la izquierda, un típico admirador sería Jacques Vergès, el abogado radical que se hizo famoso por su defensa de [el nazi] Klaus Barbie. Mitad vietnamita, expuso a la perfección sus románticos motivos tercermundistas. Su entusiasmo por China, decía, databa de su infancia. Su padre francés admiró enormemente las civilizaciones asiáticas y, para el joven Jacques, «China era un modelo de heroísmo. La Larga Marcha, etcétera. Estaba entusiasmado cuando los chinos triunfaron en 1949. Y cuando visité China en 1951 quedé absolutamente seducido»13 . Al igual que muchos adoradores de Mao, Vergès siente desdén por la democracia. Lo que admira especialmente en Mao, y también en Stalin, es su carácter robespierreano, su voluntad de sacrificar todo para alcanzar el designio grandioso. Vergès lo llama «grandeur». Está «fascinado por el destino, no la felicidad, especialmente teniendo en cuenta que la felicidad en Europa se había convertido en una idea contaminada por la socialdemocracia»14. Lo que sea por un poco de emoción, siempre y cuando no se haya de sufrir en carne propia las consecuencias. Mao lleva ya muerto veintisiete años y, a pesar de todo, China espera aún ser oficialmente «desmaoificada». Incluso los reformadores de los años ochenta, como Hu Yaobang o Zhao Ziyang, no se atrevieron a llegar tan lejos. Su cadáver embalsamado, que se ha cubierto de un color verdoso en torno a los labios hundidos, está permanentemente expuesto en un pequeño mausoleo en la Plaza de Tiananmen. Durante mi última visita, cogí un taxi hasta la plaza y reparé, con un sentimiento de diversión ligeramente horrorizada, en un pequeño colgante dorado que mostraba la imagen del joven Mao colgando del espejo del conductor, como si ahora fuese un dios. Mi taxista no era un excéntrico, ya que un dios es realmente en lo que Mao se ha convertido para algunas personas, y no sólo en su Hunan natal, donde los peregrinos visitan la casa familiar de Mao, el templo del clan de Mao y una estatua de bronce del presidente de más de diez metros de alto. Existe una leyenda folclórica de Mao, similar de algún modo a las numerosas leyendas de la Virgen María que se encuentran diseminadas por toda Europa. Se dice que nació justo al otro lado de la frontera de Hong Kong, en Shenzhen, el más moderno, brillante, ávido y relativamente irresponsable escaparate del capitalismo chino, el tipo de lugar que Mao habría aborrecido absolutamente. Un día, un hombre de Shenzhen tuvo un terrible accidente de coche en el que murieron varias personas. Pero este hombre sobrevivió sin un rasguño, protegido de todo daño por una imagen de Mao que tenía en su salpicadero. Pronto se hicieron famosos ejemplos similares por toda China15. Es difícil decir si la condición divina de Mao sobrevivirá a su verdadera historia cuando ésta pueda finalmente contarse en China. Probablemente sí. La historia es historia y la leyenda es leyenda. Pero ocurra lo que ocurra en China, Mao será recordado como un gran líder, y también como el gobernante más terrorífico desde el emperador Qin. No creo que a Mao le hubiera desagradado lo más mínimo cualquiera de las dos posibilidades. Traducción de Luis Gago.

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© The New York Review of Books www.nybooks.com 1. Publicado en 1992 en Pekín por Foreign Languages Press. 2. Li Zhisui, The Private Life of ChairmanMao (Random House, 1994) [ed. esp., La vida privada del presidente Mao , Planeta, 1995]. 3. H. R. Trevor-Roper, The Last Days of Hitler (Macmillan, 4ª ed., 1971), págs. 22 y 80 [ed. esp., Los últimos días de Hitler, Alba, 2000]. 4. Dai Qing, Wang Shiwei and 'Wild Lilies': Rectification and Purges in the Chinese Communist Party 1942-1944 (M. E. Sharpe, 1994). 5. Debates de la Asamblea Legislativa, 4 de octubre de 1956. Citado en Francis T. Seow, To Catch a Tartar: A Dissident in Lee Kuan Yew's Prison (Monograph 42/ Yale Southeast Asia Studies, 1994). 6. Li, The Private Life of Chairman Mao, pág. 100. 7. Citado por Simon Leys en Essais sur laChine (París, Robert Laffont, 1998). 8. Jasper Becker, Hungry Ghosts: Mao'sSecret Famine (Free Press, 1997), pág. 70. 9. George L. Mosse, Nazi Culture: Intellectual, Cultural and Social Life in the Third Reich (Schocken, 1981), pág. 10. 10. Becker, Hungry Ghosts, pág. 62. 11. Kang Sheng estaba tan ávido de purgar gente que incluso mientras yacía moribundo de cáncer ofreció purgar a la propia Jian Qing, que era no sólo la esposa de Mao sino la aliada más cercana de Kang. 12 Para una crítica breve y brillante de Peyrefitte, véase Simon Leys, Essais sur la Chine , pág. 809. 13 Jacques Vergès, Le Salaud lumineux (M. Lafon, 1990), pág. 78. 14 Vergès, Le Salaud lumineux, pág. 82. 15 Geremie Barme, Shades of Mao: ThePosthumous Cult of the Great Leader (M. E. Sharpe, 1996), pág. 22 [trad. esp., Las sombras de Mao. El culto póstumo al gran líder , Bellaterra, 1998].

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El último emperador JULIO ARAMBERRI PROFESOR EN LA DREXEL UNIVERSITY DE FILADELFIA Revista de Libros nº 114 · junio 2006 Jung Chang y Jon Holliday MAO. LA HISTORIA DESCONCIDA Trad. de Amado Diéguez y Victoria Gordo Taurus, Madrid 980 pp. 28 €

El Bund de Shanghai fue el corazón de la zona internacional (que no hacía exactamente honor a su nombre, porque la concesión francesa se encontraba extramuros de ella) en los años de dominación occidental en China y allí se arracimaban las sedes de las casas comerciales y bancarias, británicas mayormente, pero también americanas, francesas y demás. Hoy, todavía, quien mira a pie de calle hacia Puxi, la orilla oeste del río Huangpu que divide Shanghai de Pudong, podría pensar que se encuentra en Whitehall o en Oxford Street. El Bund actual ha recobrado el antiguo esplendor y sigue siendo una gran área financiera de tráfico imposible y un punto sombría. Cruzando Zhongshan Lu, una larguísima calle dedicada a Sun Yat-sen, el fundador de la República China, el parque Huangpu, construido por los ingleses en 1868, da tregua al paseante que busca escapar de tanta solemnidad.Aún corre el son de que, hasta el final de los años treinta, perros y chinos tenían prohibido entrar allí. Hoy, por el contrario, es china la abrumadora mayoría de los turistas que lo visitan. En los jardines han levantado las autoridades de la ciudad un ramplón monumento a los Héroes del Pueblo y en sus aledaños puede verse una estatua de Mao Zedong, una de las muchas que todavía pueblan China. Mao no mira al río, sino a los antiguos símbolos del poder colonial y tiene un brazo levantado como en advertencia de que su tiempo se acabó para nunca más tornar. Muchos grupos, familias, parejas en luna de miel, adolescentes con sus chicas se hacen fotos en torno a la estatua. No parece que para ellos sea Mao un personaje nefasto. Uno no puede por menos de recordar esa imagen al llegar al final de la excelente biografía que le han dedicado Jung Chang y Jon Holliday. Jung Chang siempre viene a las mientes por Wild Swans 1. Ese memorial de las tres últimas generaciones de mujeres de su familia, incluyéndola a ella, fue uno de los primeros en despejar la bruma que por demasiados años ha beneficiado a quien en verdad fuera su último emperador. China ha estado demasiado lejos de las preocupaciones occidentales hasta hace bien poco y Mao era rojo, dos razones de peso para que su figura siguiera envuelta por demasiado tiempo en el aura romántica que le regaló Edgar Snow. Pero, como recuerdan los autores, el presidente Mao ha sido uno de los mayores carniceros que haya conocido la historia, con cerca de setenta millones de muertos en su haber, posiblemente sólo superado en el palmarés global de verdugos por Pol Pot, y eso sólo cuando jugamos con porcentajes. El Hermano Número 1 fue el victimario de entre un cuarto y un tercio de la población de Camboya, pero no llegó ni de lejos a la cifra absoluta de Mao2. Chang y Holliday documentan exhaustivamente su argumento con un amplio aparato de archivos recién abiertos e innumerables entrevistas a gentes que conocieron de cerca al personaje. Sin embargo, uno tiene la impresión de que no dejan suficientemente aclarado por qué la gente quiere hacerse fotos junto a la estatua del parque Huangpu. ¿Cómo es posible que un prójimo semejante pueda aún ser visto con neutralidad, simpatía o hasta devoción por millones y millones de chinos? Mao asoma la gaita en todos los billetes de banco de denominación igual o superior a un yuan sin que esa presencia abrumadora parezca repugnar a sus usuarios. Sin duda, eso puede ser

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justificado por la imposición del gobierno, al igual que el gigantesco retrato que espera al visitante a la entrada de la Ciudad Prohibida en Pekín; pero no explica el inacabable plantón que aguantan los miles de personas que cada día hacen cola para ver al fiambre en su panteón de la plaza de Tiananmen, o el orgullo con que una estudiante –nacida en 1981, cinco años después de la muerte del miserable– te dice que ella es de Hunan, «tierra de héroes como el presidente Mao». ASÍ SE TEMPLÓ EL ACERO Pero vayamos al argumento del libro para volver a ese asunto después. En la biografía de Chang y Holliday hay dos explicaciones básicas para el éxito de Mao en su lucha por el poder. Una es profundamente confuciana: la suerte. Hoy vemos a Mao en su exaltada figura de máximo dirigente comunista del país más poblado del planeta, pero allá por los años veinte no era más que otro don nadie buscándose la vida, a ser posible sin trabajar, en el torbellino desatado por el fin de la dinastía manchú, la proclamación de la república y el estallido de China en una taifa de señores de la guerra. ¿Por qué hubo de ser él, y no otro, el candidato del destino? Sin duda, Mao tuvo suerte de no estar ya en Shanghai en abril de 1927, cuando Chiang Kai-shek reprimió con brutalidad la actividad insurreccional del partido comunista chino (PCC). De nuevo, según los autores, la suerte lo acompañó cuando voluntariamente llevó al fracaso el Levantamiento de la Cosecha de Otoño en octubre de 1927, pero pudo escapar de las responsabilidades exigidas por el partido cuando el comité de Hunan, encargado de depurarlas, fue demasiado providencialmente detenido por los nacionalistas del Kuomintang. En 1934, la Larga Marcha (o retirada del ejército rojo desde Yudu en la provincia sureña de Jiangxi hasta Yenan –en otros lugares escrito Yan'an– en la norteña Shaanxi) pudo iniciarse con éxito porque Chiang necesitaba utilizar el miedo a los comunistas en sus tratos con los señores de la guerra de Guizhou y Sichuan, y les dejó escapar hacia sus objetivos. La guerra entre China y Japón le vino que ni pintiparada, pues «acabó por debilitar enormemente a Chiang y permitir a Mao hacerse con un gigantesco ejército de trece millones.Al principio de la guerra, la proporción del ejército de Chiang respecto al de Mao era de sesenta a uno; al final, de tres a uno». En 1946, cuando Chiang tenía a Mao con la espalda contra la pared en Manchuria, se le apareció la virgen llevando de la mano al general George Marshall. El estadounidense, aún encandilado por la colaboración con los comunistas en la derrota del Eje, impidió a Chiang coronar su victoria al imponerle una tregua que salvó a Mao. Un diablo cojuelo lo guió sin extravíos por el laberinto de la Komintern al tiempo que le permitía hacer casi todo lo que le viniera en gana, así fuera en contra de las decisiones de Stalin. Sin duda, Mao tuvo aún más suerte que Rosita la del corrido pues, de todos los tiros que le dieron, ninguno era de muerte. Pero el argumento confuciano no basta. Tal vez la suerte sea grela, pero pasa con ella como con la supervivencia de los mejor adaptados: que nunca sabemos a quién va a favorecer hasta que no canta la gorda y se acaba la ópera. Y así los defensores de Mao pueden apuntar que lo que algunos llaman suerte no era otra cosa que una especial clarividencia para verlas venir y tomar el olivo cuando pintaban bastos. Lo del terror tiene más fundamento. Parece que la convicción de que el poder brota del cañón del fusil se forjó cuando Mao no era ya tan joven. A principios de 1927 hizo un viaje por el campo de Hunan que, a confesión de parte, «cambió completamente mi

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actitud». Allí descubrió que los cabecillas de las bandas campesinas habían conseguido ganar aterrorizando a sus enemigos. «Detienen a quien les parece, les endosan un sambenito y los pasean ante la población», anotaba con admiración. ¿Programa? Muy simple: todo terrateniente era un tirano y cualquier persona acomodada un enemigo. Desde ese momento, Mao sabía qué hacer y cómo hacerlo. Sólo necesitaba un pequeño cambio en los títulos de crédito. Donde decía terratenientes empezó a leerse opositores; donde personas acomodadas, rivales políticos. La lucha por el poder, no la lucha de clases, habría de dirigir en adelante la mira del cañón del fusil. Si los pliegos de cargos variaban (terratenientes, antibolcheviques, espías nacionalistas, partidarios del capitalismo, revisionistas, derechistas, ultraizquierdistas, o lo que viniere a mano), el objetivo era siempre el mismo: destruir a quien intentara ponerse en su camino hacia el poder total. En 1929, «[e]n Pitou ordenó la pública ejecución de cuatro conocidos comunistas locales bajo la acusación de contrarrevolucionarios. Son los primeros comunistas asesinados por Mao cuyos nombres se conocen». Fue en Ruijin, un territorio entre las provincias de Jiangxi y Fujian en China meridional que había caído en manos de los rojos, donde en 1931 se probó el catón maoísta por vez primera3. Ruijin, pomposamente conocido como el primer Estado rojo de China, «funcionaba como un campo de concentración y estaba vigilado como una prisión». Nadie podía abandonarlo sin permiso. En febrero de 1933 comenzó una campaña antiterratenientes, para expropiarles hasta la punta de un alfiler. Los tales terratenientes no eran sino campesinos mínimamente acomodados, pues, a diferencia de Rusia, había muy pocos latifundistas en China.Tampoco al conjunto de los demás le iba mucho mejor. En gran número de pueblos no tenían un solo día de descanso, aunque, eso sí, eran obligados al dudoso asueto de participar en mítines y reuniones políticas. Si Ruijin fue el laboratorio, Yenan se convirtió en la verdadera fábrica de comunistas tras la Larga Marcha, cuyo fin marcó un gran salto adelante para el PCC. Allí se iba a templar el acero. UNA NUBE DE ZOMBIS ATERRADOS En 1941, el PCC llegó a setecientos mil afiliados, un noventa por ciento de los cuales se habían enrolado tras el inicio de la guerra contra Japón. Muchos provenían de las clases medias radicalizadas y muchos buscaron acomodo en Yenan. Eran los jóvenes voluntarios que, al principio, vivieron allí su sueño de gloria. Pronto vendría un amargo despertar. «Su mayor decepción fue que la igualdad, el núcleo de su idealismo, no sólo brillaba por su ausencia, sino que era abiertamente justificada por el régimen. Desigualdad y privilegios lo inundaban todo. Cada organización del partido tenía tres cantinas diferentes. La inferior recibía algo más de la mitad de carne y aceite que la de los cuadros medios, mientras que la de los superiores contaba con muchas más provisiones. La plana mayor comía los alimentos más sustanciosos». Tabaco, velas (no había otra luz para trabajar) y papel de escribir también se repartían en función del rango. Los hijos de los dirigentes eran enviados a escuelas en Rusia o tenían sus amas. Las duras condiciones de vida comportaban numerosas privaciones y a menudo desembocaban en serias enfermedades que no podían ser tratadas; los dirigentes, en cambio, eran enviados a clínicas rusas. La privación sexual era de regla y quienes caían en flagrante delito de masturbación se veían expuestos a la pública vindicta. Entre tanto, a Mao y a su cuadrilla no les faltaba de nada. La única ambulancia existente –regalo de trabajadores chinos de una

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lavandería neoyorquina– fue confiscada para su uso personal. Lily Wu, una actriz recién llegada, pronto empezó a alegrarle las pajarillas al presidente. Ella y una amiga americana, Agnes Smedley, escritora en busca de fama y aventuras, organizaron los bailes semanales que tanto le entusiasmarían por el resto de sus días. Tras ellas aparecería otra actriz, Jiang Qing, que iba a ser la cuarta y definitiva mujer de Mao, aunque no su única compañera. Pronto el ejército formaría una tropa de animadoras para los bailes semanales; así podía Mao, como lo habían hecho antes los emperadores del reino del centro, elegir a la concubina de esa noche. Por supuesto, nunca faltaron los tiralevitas dispuestos a defender que así tenían que ser las cosas, aunque cualquier otro hubiera sido puesto en la picota por hacer la décima parte de eso. Yenan era el castillo de irás y no volverás y querer regresar a casa equivalía a desertar y se pagaba con la muerte. A los jóvenes voluntarios se les ahormaba a conciencia, especialmente tras el caso de Wang Shiwei, que tuvo la poco acertada idea de denunciar públicamente los privilegios de los poderosos. A Wang se le encontró un gen trotskista y fue sometido a una campaña de denuncias públicas, un espectáculo repetido hasta la saciedad con otros disidentes en años venideros. Para quienes seguían mostrando resistencia pasiva, en abril de 1943 se desató una purga antinacionalista que aportó otra novedad represiva: el encarcelamiento dentro de los propios centros de trabajo que, a menudo, estaban junto a los dormitorios colectivos. Así, Mao «convirtió a los colegas de cada quien en sus celadores; denunciados, compañeros y carceleros convivían en los mismos lugares [...]. De esta forma, no sólo introducía una cuña enorme entre gentes que compartían residencia y lugar de trabajo, sino que ampliaba exponencialmente el número de cómplices de la represión». Pronto, los denunciados empezaban a nombrar a otros conspiradores en una rueda que aplastaba a todo el que cogía. Los que se libraban de las denuncias tampoco amarraban en puerto seguro. Aparte del miedo continuo a ser denunciados, se les hacía participar en interminables sesiones de adoctrinamiento. Cualquier forma de relajo –cantar y bailar incluidos– estaba prohibida; en su lugar, el tiempo de ocio había de dedicarse a redactar exámenes de conciencia, un género literario que requería escribir una y otra vez los menores pensamientos que, en cualquier momento de su vida, el redactor pudiese haber albergado con dudas sobre la línea del partido. No tomarse en serio el examen constituía prueba suficiente de que el autor era un espía, pues quien nada tiene que ocultar no ha de tener miedo a explicarse. En los exámenes había que incluir cualquier pequeño contacto con amigos y colegas, lo que los convertía en otras tantas oportunidades para la denuncia.Así en Yenan se respiraba el campo de concentración, cualquier vestigio de confianza mutua desaparecía y la gente, por miedo a los demás, se refugiaba en un silencio claustral reforzado por la inexistencia de contactos con el exterior. Los hombres y mujeres nuevos de la sociedad comunista se convertían así en una nube de zombis aterrados que el presidente podía manejar a su antojo. Para mediados de los años cuarenta Mao contaba con el ejército de robots con el que siempre había soñado. Primero y principal, su camarada de siempre, Zhou Enlai. Zhou, la cara simpática del régimen, pertenecía a esa especie tan extendida, no sólo en las filas comunistas, capaz de las vilezas más insondables si así favorecía a la causa. Uno podría compadecerle por lo que tuvo que pasar, de no ser porque Zhou sabía lo que hacía aún mejor que Mao y, por tanto, no podría aportar excusa alguna en su descargo. Ya desde joven (había dejado atrás en París a una compañera muy atractiva para maridar un virago de admirable ortodoxia comunista), a Zhou se le notaban tanto las ganas de

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recoger todas las culpas que encontraba por la calle que su masoquismo despertaba la rechifla de los observadores soviéticos del PCC. Pero a Mao –un pollo que había ido abandonando a sus hijos cuando se terciaba, sin echar nunca la vista atrás para interesarse por ellos– ni siquiera eso le valía. Al final de sus días, Mao impidió a Zhou dejar de trabajar para tratarse el cáncer que finalmente lo llevaría a la muerte. Bien merecido lo tenía, aunque eso permitiese al presidente convertirse en administrador involuntario de esa justicia que las almas bellas piensan que acabará por imperar en el mundo. Si tal era la calaña de Zhou, bien puede uno imaginarse la del resto. Pero así los quería Mao: un partido y un ejército de gentes despavoridas y serviles hasta lo inimaginable. ¿Para qué? Más allá de la palabrería sobre el comunismo, Mao tenía marcados dos objetivos. Uno era explícito y mayormente propagandístico: hacer pasar a la sociedad china del atraso y la decadencia al bienestar comunista, siempre medido por relación al que ya disfrutaban los países capitalistas. En quince años (en 1958 se redujeron a tres), China iba a ser más rica que Gran Bretaña. El segundo, más clandestino pero más real, perseguía convertir a China en una superpotencia que devolviese a su último emperador el papel hegemónico que por tantos siglos le había correspondido, sólo que ahora extendido al mundo entero. Los dos elementos llamados a asegurarlo serían un ejército bien armado y la bomba atómica, y ambos habían de alcanzarse al precio que fuere. Si para ello había que hacer sufrir aún más a los pretendidos beneficiarios de la nueva sociedad china, eso eran gajes del oficio. ¿No había sido Mao quien en 1957 dijera a una audiencia moscovita que estaba dispuesto a afrontar la muerte de trescientos millones de chinos –la mitad de la población del país entonces– si eso garantizaba el triunfo de la revolución mundial? ¿Y quién sino los zombis podrían asegurar esos objetivos sin hacer preguntas inconvenientes? Al menos eso creía el presidente. DE UNA CRISIS A OTRA Mao leía mucho. Su cama de madera era tan grande que podía acoger a una o más concubinas sin que faltase espacio, a pesar de estar cubierta de libros. Pero no parece que le aprovechase mucho la lectura. Sus escritos y, lo que es peor, sus hechos muestran esa osadía de los semianalfabetos que sólo un orate como Althusser cuando estaba cuerdo podía tomar en serio. Si Mao hubiera aprendido algo de la historia que tanto le gustaba, habría podido colegir que el futuro siempre es incierto y que, en tiempos de crisis, hasta los zombis vacilan y los mejores aparatos se quiebran. Y Mao se las pintaba solo para generar una crisis tras otra. Tras la campaña de las Cien Flores y la represión de las que florecieron (1956-1958), los métodos de Yenan se extendieron a todo el del país, preparando el terreno para el Gran Salto Adelante, el fiasco más evidente de su carrera. Las explicaciones más extendidas, siempre bondadosas con el último emperador, atribuyen su fracaso a un voluntarismo exacerbado por el deseo de satisfacer, ante todo, las expectativas de vivir mejor que tenían los chinos. Chang y Holliday, por su parte, expresan un razonable escepticismo. A Mao nada podía interesarle menos que los deseos de los chinos cuando su verdadera ambición era acogotarles para dotar los fondos de su Programa Superpotencia. Las comunas agrarias, creadas en 1958, se vieron sometidas a tales exigencias de

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producción que el sector agrario conoció una brutal caída y generó la mayor hambruna del siglo XX . «El hambre, que se extendió a todo el país, comenzó en 1958 y duró hasta 1961, con su cenit en 1960. Ese año las estadísticas oficiales del régimen reflejaban que el consumo medio diario había caído a 1.534,8 calorías. Según Han Suyin, uno de los más conocidos apologetas del régimen, las amas de casa urbanas se contentaban con 1.200 calorías diarias. Los trabajadores esclavos de Auschwitz consumían de 1.300 a 1.700 al día». El hambre no se detenía a la puerta de las ciudades. «La ración anual de carne para sus habitantes pasó de 5,1 kilos por persona en 1957 a la más baja de la historia: un kilo y medio». La campaña para imponer el nuevo orden tampoco paraba.Al igual que en el campo, Mao intentó crear comunas urbanas. Y el nuevo orden tenía que levantarse sobre –literalmente– las ruinas del antiguo. Por ejemplo, el régimen propuso dejar los ocho mil monumentos históricos de Pekín en setenta y uno, y casi lo consiguió. La actual plaza de Tiananmen, con sus más de cuarenta hectáreas, es una de las mayores del mundo, pero su construcción se llevó por delante manzanas enteras de la ciudad antigua para reemplazarlas por un lago de cemento. La locura por alcanzar al objetivo de 10,7 millones de toneladas de acero en 1958 destrozó aún más al campesinado. Bosques y cualquier otro combustible vegetal, incluida la paja con que se hacían los techos de las casas rurales, alimentaban los altos hornos (es un decir) comunales en los que se fundía de todo, hasta las ollas y las sartenes de guisar. Cuando el año acabó, el objetivo se había alcanzado, pero sólo un cuarenta por ciento del acero así fabricado podía utilizarse. «Mao fue el único gobernante de la historia que consiguió crear un cinturón de chatarra al principio de la industrialización y no al final». El destrozo ecológico se hace sentir aún hoy, así como el humano. Cerca de treinta y ocho millones de chinos murieron de hambre. El gran salto en el que a poco China se rompió definitivamente el cuello tocó a su fin en 1962. En enero de ese año se reunió la mayor conferencia en la historia del PCC, llamada de los Siete Mil, por el número de los delegados que llenaban el Gran Palacio del Pueblo. Para su sorpresa, Mao cayó en una emboscada de Liu Shaoqi, presidente de la República Popular y presunto número dos del régimen, que consiguió que una mayoría le impusiera un cambio de curso para dar un respiro al país. Liu no era precisamente un angelito. Como Zhou, había seguido al Gran Timonel en todas sus vueltas y revueltas pero, al parecer, no vivía en la burbuja que envolvía a Mao, quien raramente se trataba con el común. Cuando Mao se desplazaba, por lo general en ferrocarril, el resto de los trenes del país se paralizaba; otro tanto sucedía con el espacio aéreo las veces que tomaba un avión. Sus únicos interlocutores eran los zombis locales o provinciales a los que recibía en audiencias. Por su parte, Liu había podido ver con sus propios ojos que el hambre estaba causando estragos incluso entre los miembros de su familia en un viaje que realizó por su provincia natal de Hunan en 1960. Mao no se daría por vencido. En un par de años consiguió dar la vuelta a la situación y en 1966 desencadenó la Gran Revolución Cultural Proletaria, a la que con buen tino Chang y Holliday denominan la Gran Purga, que no otra cosa fue. Este capítulo es hoy algo mejor conocido que el resto de su reinado, aunque las buenas historias estén aún por venir.4 En el torbellino iba a desaparecer casi toda la vieja guardia maoísta. Primero fueron los desviacionistas de derecha, con Liu, el Khruschev chino, a su cabeza. Como el ejército de zombis no era suficientemente digno de confianza, Mao introdujo otra innovación:

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dar rienda suelta a adolescentes sin ninguna formación política. La ignorancia es aún más fácil de manejar que el más descerebrado de los aparatos burocráticos, en especial cuando halaga las ansias de poder de muchachos y muchachas. En junio de 1966 se hizo el primer ensayo general en la universidad de Pekín. Docenas de profesores y cuadros fueron empujados frente a una masa de estudiantes enfebrecidos que les pintaron la cara de negro, les endilgaron un sambenito y les pasearon por el recinto para ser ridiculizados y ultrajados. De Pekín la chispa saltó a las provincias. Las clases se suspendieron a partir del 18 de junio para que los guardias rojos pudieran campar sin verse limitados por zarandajas como clases, exámenes y demás faramalla académica.Y de las escuelas, el vendaval llegó a todos los ámbitos sociales. Había que acabar con lo viejo, y lo viejo eran tan infaliblemente aquello y aquellos que Mao detestaba que resulta difícil creer en la espontaneidad del movimiento de los guardias. El 23 de agosto Mao les afeó que no hubiese habido vandalismo contra los monumentos históricos y a partir de entonces el destrozo irreparable de millones de libros, documentos, edificios y objetos de arte se hizo incontenible. El único libro que parecía escapar de la quema era el Libro Rojo, que servía tanto para adoctrinar como para amenazar. Los cuadros del PCC sufrieron entre los que más, pero la marea subió hasta el ejército. Algunos oficiales que se resistieron, como el general Chen y sus compañeros de Wuhan, pronto recibieron su merecido. Chen y los demás fueron brutalmente apaleados, no a escondidas, sino a plena luz, en una sesión del Politburó presidida por Zhou Enlai. Lin Biao sería el encargado de depurar al ejército de desviacionistas de derecha. En abril de 1969 se reunió el Noveno Congreso del PCC. A su final, el nuevo Politburó estaba totalmente en manos de los fieles maoístas. Lin Biao, Zhou y los miembros de la posteriormente bautizada Banda de los Cuatro, que contaba con la presencia activa de Madame Mao. En el comité central, el ochenta y uno por ciento de sus miembros ocupaban cargo por vez primera y su ascenso se debía indudablemente a una fidelidad perruna al Gran Timonel. En los diez años de la Gran Purga, más de tres millones de chinos sufrieron muerte violenta y, según han reconocido las autoridades post-Mao, hasta cien millones, el diez por ciento de la población del momento, padecieron algún tipo de persecución. Chang y Holliday insisten razonablemente en que nada de ello se debió al azar o el solo activismo de los guardias rojos, sino que fue fruto de un cuidadoso diseño ejecutado por el aparato de Estado que Mao dirigía. El futuro nuevamente le sonreía. Con el tiempo, sin embargo, los restos del viejo aparato empezaron a levantar cabeza en medio del caos fraccional de los guardias rojos y el cansancio de la sociedad. Militares y burócratas civiles fueron rehabilitados. El ejército empezó a intervenir para evitar los choques entre facciones y ofrecer una cierta medida de calma a los ciudadanos. Lin Biao, su cabeza, empezó así a convertirse en otro problema para el presidente. Parece que Lin tejió una trama para dar un golpe de mano y librar al país de Mao. Su muerte en 1971 cuando, tras ser descubierto, se dirigía hacia Rusia en un avión requisado al efecto fue una nueva merma en las filas de la vieja guardia. Para el fin de sus días, Mao estaba soberanamente solo y, al parecer, la propia Banda de los Cuatro que contaba a su señora como miembro distinguido se había convertido en un posible blanco por si había que echar carne a los lobos. OTRA VEZ LA ESTATUA Mao se dirigía ya cansinamente hacia la muerte –que le llegó en 1976– sin muchas más alegrías que las visitas de Richard Nixon, ahora todo un colega. Según Chang y Holliday, en sus últimos días el Gran Timonel se veía asediado por la melancolía de no

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haber conseguido el papel de líder de la revolución mundial para el que se había autodesignado y caía en prolongados estados de conmiseración propia. Lo que no parecía abrumarle era el dolor y la miseria ajena. «Más de setenta millones de personas habían muerto –en tiempo de paz– como resultado de sus errores, pero Mao sólo sentía compasión por sí mismo». Así abandonó este mundo sublunar el último emperador de China. Si de verdad, como dicen, sufrió en sus últimos años, bien merecido lo tenía. El libro de Chang y Holliday, con sus 980 páginas, es monumental en todos los sentidos y su lectura parece obligada en estos tiempos en que los éxitos económicos y políticos de China hacen olvidar la miseria del experimento comunista.Ahora bien, si el último emperador sólo supo sembrar rencillas, muerte y miseria a su paso, ¿por qué no desapareció en una de las muchas crisis en que se metió? ¿Puede acaso el terror ser la explicación principal de su largo reinado? En el espléndido retrato que hemos resumido, Chang y Holliday no consiguen escapar de ese callejón sin salida y no pueden explicar por completo las raíces del poder maoísta. Por ejemplo, «el 13 de agosto [de 1959], por vez primera en su reinado de veintisiete años, Mao fue a comer a un restaurante de Tianjin. Su presencia allí no pasó inadvertida, como así se había dispuesto, pues no sólo se apeó del coche en la puerta, sino que se asomó a la ventana del piso superior."Mao, Mao", empezó a gritar la gente. Corrió la voz de su presencia y pronto una histérica multitud de decenas de miles de personas se agolpaba en torno al restaurante y en las calles adyacentes, saltando y gritando "Viva el Presidente Mao"», un grito ritual antaño reservado a los emperadores. Esas cosas no suceden sólo gracias a una cuidadosa organización. Sin duda, esas y otras expresiones del culto a Mao no son fáciles de explicar, pero la sociología obliga a mirar hacia el otro lado del tablero. No son sólo los individuos quienes hacen la historia, sino que, para el mantenimiento de las dictaduras, son menester otras fuerzas y presiones que han hecho mutis por el foro en esta biografía de Mao. Por un lado, el último emperador supo expresar, sin duda con más fortuna que Chiang Kaishek, no sólo el deseo de millones de chinos de librarse del control imperialista, occidental o japonés, sino también su derecho a un sitio entre los grandes del planeta. Por otro, si causó tres millones de muertes violentas durante la Gran Purga; si llegaron a setenta los millones que murieron por su peculiar forma de entender el triunfo de la voluntad; si se cuentan en cien millones los afectados por la brutalidad organizada de los guardias rojos; aun así quedan muchos otros que no se vieron directamente afectados y, entre ellos, varios millones de beneficiarios del régimen. Documentar todo eso es un reto que, sin mermar el magnífico trabajo de Chang y Holliday, queda aún abierto para futuros historiadores con mayor acceso a los documentos oficiales de la época. Al cabo, uno no puede por menos de volver a los satisfechos turistas chinos del parque Huangpu. La foto ante la estatua de Mao no parece reflejar nostalgia de su época, sino agradecimiento por haber vuelto a ser dueños de su país. Pero eso es el pasado. Cuando levantan la vista por encima del Bund o se vuelven hacia Pudong, esos turistas no recuerdan ya a Mao. El Gran Timonel se disuelve sobre el fondo de ese Manhattan chino varias veces más grande que el original y que es la prueba del nueve de las ventajas que les ofrecen la economía de mercado y la modernidad. Es decir, esas pequeñas cosas que el último emperador y tantos de sus bobalicones seguidores posmodernos quisieron arrumbar de una vez por todas en el basurero de la historia. 1. Jung Chang, Wild Swans:Three Daughters ofChina, Nueva York, Simon & Schuster, 1991.

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2. Ben Kiernan, The Pol Pot Regime: Race, Power and Genocide in Cambodia under theKhmer Rouge, 1975-1979, New Haven,Yale University Press, 2002. 3. El responsable de la operación no era Mao, sino Zhou Enlai, pero en este punto deltiempo ambos dirigentes habían formado una estrecha alianza que duraría hasta el final de los días de Zhou y sus diferencias eran mínimas. 4. Por el momento sólo han aparecido diversas memorias, sin que, en mi conocimiento, haya habido una historia completa y satisfactoria. Además de Wild Swans, ya citado, pueden leerse Feng Jicai, Ten Years of Madness. Oral Histories of China´s Cultural Revolution, San Francisco, China Books, 1996; Yang Rae, Spider Eaters: A Memoir,Berkeley, University of California Press, 1998; Chen Ruoxi, The Execution of Mayor Yin and OtherStories of the Great Cultural Revolution, Bloomington, Indiana University Press, 2004 (ed. revisada); Hong Ying, Daughter of the River, Nueva York, Grove Press, 1997; Min Anchee, Red Azalea, Nueva York, Knopf, 1994. Sin embargo, por el momento, la atmósfera de la época la recrean mejor las novelas de Ha Jin (Waiting, In the Pond, Underthe Red Flag), Dai Sijie (Balzac and the Little Chinese Seamstress: A Novel) o Min Anchee (Becoming Madam Mao).

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Primer día de la construcción del muro de berlín, en agosto de 1961. V.M. Zubok Foto: archivo

Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría Vladislav M. Zubok Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Crítica, 2008. 692 páginas., 39 euros JUAN AVILÉS | El cultural Publicado el 02/10/2008 La inquietud por el creciente autoritarismo interior y agresividad exterior que parecen caracterizar a la nueva Rusia era visible desde hace tiempo, pero se ha disparado a raíz de su intervención armada en Georgia. Ante ello muchas voces europeas, también españolas, han comenzado a predicar el entendimiento con Rusia, han criticado la insensatez de Estados Unidos al extender la OTAN hacia el Este y han denunciado el peligro de que Europa se deje arrastrar por la incomprensión de Estonia, Polonia o Chequia hacia su vecino ruso. Nicolás Sartorius ha llegado a escribir que Estados Unidos nunca debería haber tratado de desbancar a Rusia “de zonas sensibles para su seguridad desde la más remota época de los zares -los Balcanes, el mar Negro y el Cáucaso-”. La respuesta de la Unión Europea, liderada por Sarkozy, ha sido menos complaciente, pero una portada del Economist resumía hace poco la firmeza europea frente a la actuación rusa en Georgia al compararla con la de un aterrorizado postre de gelatina. No nos encontramos ante un retorno de la guerra fría, pero tampoco está de más revisar la política rusa de entonces. En Estados Unidos se publicaron el año pasado dos notables libros sobre el tema y ambos aparecen ahora en edición española, publicados por Crítica. Se trata de La guerra después de la guerra, de Melvyn P. Leffler, y Un 1


imperio fallido, de Vladislav M. Zubok. El segundo es particularmente interesante porque expone la guerra fría desde el lado soviético, basándose en la amplia documentación interna que se ha dado a conocer en los últimos años, y lo hace además desde la perspectiva de un autor ruso. Zubok se doctoró en Moscú por el Instituto de Estudios sobre Estados Unidos y Canadá en 1985 y fue un cualificado observador de la política exterior de Gorbachev antes de emigrar a Estados Unidos, donde es profesor de historia en la Temple University e investigador del Nacional Security Archive en la George Washington University. Zubok está convencido que para comprender la política exterior soviética resulta crucial prestar atención a la personalidad y a las decisiones concretas de quienes la dirigieron; por ello Un imperio fallido se centra básicamente en la historia de los cuatro principales líderes soviéticos del período, es decir Stalin, Khruschev, Brezhnev y Gorbachev. El primero fue el fundador del imperio y el forjador del paradigma imperialrevolucionario, una combinación de política de gran potencia y de apoyo a la expansión mundial del comunismo que continuaron sus sucesores. En mi opinión, sin embargo, Zubok no ofrece grandes novedades en sus tratamiento de la política de Stalin, mientras que resultan muy sugestivos, incluso provocativos, sus retratos de Khruschev (sobre quien disponemos de una excelente biografía de William Taubman, traducida por La Esfera de los Libros en 2005 y ya comentada aquí), de Brezhnev y de Gorbachev. En Occidente Khruschev tiene relativamente buena imagen, al recordarse sobre todo que denunció el estalinismo y en la crisis de Cuba supo frenar a tiempo, y Gorbachev tiene una excelente imagen por buenos motivos, mientras que Brezhnev encarna el prototipo de la gerontocracia soviética, que condujo a su país al estancamiento interior y tomó las funestas decisiones de invadir Checoslovaquia y, once años más tarde, Afganistán. Así es que resulta refrescante comprobar cómo Zubok destaca los defectos de Khruschev y de Gorbachev y subraya las virtudes de Brezhnev, una perspectiva que no debe resultar insólita en Moscú. Fue sin duda un alivio que en 1956 la Unión Soviética abandonara la doctrina de la inminencia de una guerra mundial y adoptara la de la coexistencia pacífica, pero no por ello abandonó Khruschev el paradigma imperial-revolucionario, del que acentuó el componente revolucionario de la expansión mundial del comunismo frente al de la consolidación de un imperio ruso, en contraste con lo ocurrido en la era de Stalin. Creyó que el poderío nuclear soviético, que se incrementó muchísimo durante su mandato, ofrecía una baza excelente para esa expansión, pues esperaba que la amenaza nuclear forzara a los occidentales a ceder, sin que se llegara a producir la temida tercera guerra mundial. No tenía unos objetivos estratégicos claros y carecía por completo de tacto diplomático, como lo demostró en sus encuentros con Mao, Eisenhower y Kennedy, pero lo más grave fue el extremismo con el que jugó la carta nuclear en sus relaciones con Estados Unidos, sobre todo en el caso de la crisis de los misiles de Cuba, que representó el momento más peligroso de toda la guerra fría. Todo sumado, su caída en 1964 no supuso una pérdida para la causa de la paz mundial. Brezhnev y Nixon no parecían condenados a entenderse, pero fueron quienes iniciaron en 1972 la corta primavera de la distensión. Zubok sostiene que a ello contribuyó decisivamente la voluntad de Brezhnev, quien no tenía una gran talla intelectual y carecía de experiencia en temas internacionales cuando alcanzó la cima del poder soviético, pero tenía la firme convicción de que era necesario evitar una guerra mundial. Como primer paso hacia ese fin buscó con empeño un acuerdo sobre armamento nuclear

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y, a diferencia de lo ocurrido durante el mandato de Khruschev, dio prioridad a los intereses de seguridad de la Unión Soviética sobre la solidaridad con los regímenes radicales del Tercer Mundo: él no se habría arriesgado a una guerra mundial por Cuba. Sus acuerdos con Estados Unidos y con Alemania occidental, basados en un entendimiento con Nixon y con Brandt, fueron sus grandes triunfos. Sin embargo, desde mediados de los años 70, las relaciones entre la URSS y Occidente se deterioraron de nuevo. La salud de Brezhnev decayó, como resultado de una arterioesclerosis cerebral y de su excesiva dependencia de fármacos sedativos, hasta limitar gravemente su capacidad de liderazgo. Los astronómicos gastos de defensa y el mantenimiento de los regímenes clientes representaban una carga excesiva para la economía soviética y el régimen mostraba una decreciente capacidad de innovación. En 1979 llegó el gran error, la invasión de Afganistán, que en contra de lo que pensaban Carter y Brzezinski no se encuadraba en ninguna gran estrategia de expansión soviética en el Medio Oriente. Como a menudo ocurre, aquella fatídica decisión se tomó sin haber valorado debidamente sus implicaciones. La huella del individuo en la historia se observa con especial claridad en el caso de Gorbachev, cuya sorprendente gestión ha llevado a valoraciones contrapuestas de su legado. Gorvachev tenía en común con Khruschev un gran optimismo y una enorme confianza en sí mismo, pero en contraste con la impetuosidad del irascible Nikita, buscaba el consenso. Su política fue un fracaso, ya que no logró ni reformar el sistema soviético ni asegurar un lugar preeminente a su país en un nuevo mundo libre de las tensiones de la guerra fría. Así es que hoy se le recuerda por los resultados no intencionados de su política: en Occidente se le admira porque condujo a que el imperio soviético desapareciera de una forma tan rápida como pacífica, mientras que en Rusia muchos le consideran culpable de la desintegración de la URSS. Zubok se muestra duro con sus errores, pero en su último párrafo le hace justicia: Gorbachev y los que le apoyaron “no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno”. El resultado fue la emancipación de la Europa centro-oriental y el fin del comunismo. El imperio soviético podría haber resistido algún tiempo más, pero prefirió suicidarse. La traducción de Un imperio fallido es mediocre e incurre en ocasionales despistes. Uno de ellos produce un involuntario efecto humorístico, cuando el discurso secreto de Khruschev sobre los crímenes de Stalin se convierte en su “discreto secreto”. Algún otro es garrafal, como cuando la evitada Tercera Guerra Mundial (Third World War) se convierte en la “la guerra del Tercer Mundo”. También es peculiar que en una página Gorbachev logre convencer a Reagan de que renuncie a su proyecto de defensa espacial y en la página siguiente fracase en ese mismo intento. La verdad es que Reagan mantuvo su proyecto. Llama la atención que una editorial de prestigio como Crítica no haga revisar las traducciones que publica, pero a pesar de ello vale la pena leer Un imperio fallido.

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La esencia de Mayo del 68 LUIS ARRANZ NOTARIO PROFESOR TITULAR DE HISTORIA DE LAS IDEAS Y DE LA VIDA POLÍTICA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE nº 145 · enero 2009 Kristin Ross MAYO DEL 68 Y SUS VIDAS POSTERIORES Trad. de Tomás González Cobos Acuarela y Antonio Machado Libros, Madrid 438 pp. 22 €

La mayoría de los autores que se adentran en el análisis de los porqués del mayo del 68, no tardan en recurrir a la palabra «misterio» cuando tienen que explicar sus causas. Los antaño nuevos filósofos lo atribuyen a un clima político y social autoritario, radicalizado por las consecuencias de todo tipo del intenso desarrollo económico que tenía lugar en Francia. Puesto que su formación política e intelectual se vio profundamente condicionada por aquel acontecimiento, aquéllos han desarrollado una extraordinaria sutileza y sofisticación para decantar el componente totalitario de la revuelta, con la que rompieron sin ambages y a tambor batiente a mediados de la década de los años setenta del siglo pasado. Pero no por ello han dejado de glosar y ponderar, a lo largo de estos cuarenta años, una suerte de buen legado, de herencia presentable de las convulsiones de aquellos dos meses. Un lado positivo fruto de la vertiente anarquizante y antidogmática del mayo del 68, si bien este «balance globalmente positivo» exige el recurso sistemático a las consecuencias no queridas para explicar la historia. Así las cosas, el modo en que bautizó Raymond Aron lo ocurrido durante aquellos días –la révolution introuvable– sigue estando justificado. Nada revalida mejor el análisis del pensador francés que releerlo después de cuarenta años. Aquella exhaustiva entrevista, a través de la cual fluye su percepción de los hechos, se realizó, a lo sumo, un par de meses después de lo sucedido a lo largo de mayo y junio de 1968. Esa inmediatez no impide, sin embargo, el pleno ejercicio de la racionalidad frente a las pasiones políticas, en el clima hiperideologizado del momento. No hay aspecto fundamental de la situación de entonces que Aron no examine con una lucidez admirable al cabo de los años. Es cierto que los nuevos filósofos han tratado denodadamente de conciliar el 68 con la libertad y sustraérselo a la revolución. Pero la defensa sobria y firme del Estado liberal y, sobre todo, de la universidad liberal en el momento más duro y difícil, tuvo en Aron un portavoz tan notable como aislado y denostado1. Un Aron, por cierto, atento no sólo a las posibles consecuencias catastróficas de la movilización semi y pseudorrevolucionaria de estudiantes y obreros, sino también al férreo pulso que estaba teniendo lugar, paralelamente, entre dos interpretaciones y dos liderazgos posibles de la V República: el declinante, intransigente (y al tiempo desmoralizado) del general De Gaulle, y el ascendente, inspirado en un criterio flexible y con visión de futuro, de su primer ministro, Georges Pompidou2. El debate entre los nuevos filósofos sobre los contenidos e implicaciones del mayo del 68 tiende a eludir este y otros análisis políticos posibles, al tiempo que practica una sociología savante, de contenidos eminentemente culturales. Los Ferry, Finkielkraut, Glucksmann, entre otros, prefieren abismarse en un análisis filosófico dignificado, del que surgen diagnósticos interesantes, pero muy alejados –e indirectamente embellecedores– de los términos de la confrontación ideológica y política que estaba teniendo lugar durante el 68. Por ejemplo, Luc Ferry y Alain Renaut, autores de un libro sobre la filosofía del mayo del 68, aparecido allá por los años ochenta del siglo pasado, extraen como principal balance de su análisis crítico la contraposición surgida entonces entre un individualismo anarquizante, cerrado a todo tipo de trascendencia, incluida la subjetiva y cismundana, y la noción kantiana de la autonomía, basada en la capacidad de 1


obligarse voluntariamente al cumplimiento de una norma de valor universal. Desde ahí profundizan en el modo en que la evolución de la estética y de la filosofía del siglo XX favoreció ese triunfo de la irracionalidad y de la amoralidad3. Ahora bien, lo que en algunos puede producir, a lo sumo, una leve sonrisa ante los excesos del esprit francés, sin perjuicio de admirar su brillantez y, a veces, su sagacidad, en otros casos, como el del libro objeto de este comentario, desencadena un ataque de indignación sectaria que, éste sí, nos devuelve al verdadero espíritu del mayo del 68. Bastará mencionar cuatro o cincos rasgos básicos del panfleto de Kristin Ross para que el lector pueda hacerse una idea. Comencemos por lo más general: la historia como disciplina. La autora suscribe con entusiasmo la, llamemos, metodología sostenida por los integrantes del “Centre de Recherche sur les Idéologies de la Révolt”, un grupo surgido en la estela de las iniciativas del Sartre maoísta que editó, entre 1975 y 1981, una revista llamada, muy apropiadamente, Révoltes logiques. La publicación negaba toda relación pedagógica entre el pasado y el presente, y ni siquiera admitía que la historia tuviera el valor heurístico de la narración. Los integrantes de Révoltes logiques afirmaban sin rodeos que el «pasado no nos enseña nada», si acaso «el momento de una oportunidad imprevista». No hay duda de que la autora, como el grueso de los siempre fieles al auténtico espíritu del mayo francés, tiene a gala no haber aprendido nada desde entonces. En particular, nada sobre lo ocurrido en el mundo entre 1989 y 1993. En todo caso, a la profesora Ross, el rigor histórico no le concierne. El libro contiene un reiterado intento por asimilar a De Gaulle y la V República con el golpismo militar y la dictadura. Es evidente que en su esquema quedaría muy bien un hilo conductor que vinculara a De Gaulle con Vichy, en el pasado, y con la represión del FLN argelino y la transición de la IV a la V República a partir de 1958. De este modo, cree poner al descubierto «el punto flaco del gaullismo»: «su fiera confiscación de la democracia durante la guerra de Argelia y su dependencia en los años posteriores de un Papon, jefe de policía, y Massu, general del ejército» (p. 125)4. Mi impresión es que el misterio atribuido al origen de aquellos acontecimientos se rebajaría bastante si su análisis tuviera en cuenta algo que la profesora Ross mantiene cuidadosamente excluido de su estrecho y asfixiante universo, y que está ausente también en los nuevos filósofos y en el propio Aron. Me refiero al tremendo fracaso experimentado por la izquierda reformista francesa, encabezada por la SFIO y el gobierno del socialista Guy Mollet, entre el fiasco de la guerra de Suez, en 1956, y la crisis política desencadenada en Francia por la descolonización de Argelia, que llegó a su apogeo dos años después. Fueron el líder socialista y el entonces presidente de la IV República, René Coty (proveniente del republicanismo radical histórico), quienes recurrieron a De Gaulle como último recurso para impedir que la crisis argelina desembocara en un verdadero golpe de estado de la extrema derecha, que hubiera revalidado póstumamente el régimen de Vichy5. Tras esa experiencia, y ante el creciente arcaísmo del prudente PCF, a muchos tuvo que parecerles que sólo una drástica innovación de la añeja tradición revolucionaria francesa podía enfrentarse al gaullismo y, mejor todavía, al capitalismo. Lo que Ross viene a reafirmar, cuarenta años después, es el dogma imperante en el ambiente izquierdista de la universidad española, que se esforzaba por reproducir los planteamientos del mayo francés: no existía ninguna diferencia significativa entre la dictadura de Franco y la V República francesa. Por lo tanto, no existía ninguna amenaza para la democracia en los planteamientos del mayo del 68, porque no había ninguna democracia. Existían dos realidades abominables: la dominación capitalista y la

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sociedad de consumo. Todo lo demás era anecdótico. Carecía de sentido, con mayor razón, preocuparse por el entusiasmo de los estudiantes parisinos hacia modelos políticos como la Revolución Cultural china o el castrismo, pues sus objetivos –nos lo recuerda incesantemente Ross– eran los mismos: «contestar el dominio del experto, desbaratar el sistema de las esferas “naturales” de los profesionales (sobre todo la esfera de la política especializada)» (p. 31). Marx había sido un ingenuo –puntualiza Ross– por creer en las capacidades emancipadoras de la tecnología. El mérito esencial de los maoístas fue no caer en esa trampa «e ir hacia el pueblo», lo que quería decir penetrar en las fábricas y convertirlas en escenario de un nuevo maquis (p. 166). Creo, pues, interpretar de modo exacto el planteamiento de la autora sobre el sentido último del mayo francés si deduzco que su más profunda originalidad consistió en tratar de abolir, en la teoría y en la práctica, el contenido de los tres primeros capítulos de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, tres capítulos dedicados a describir la división del trabajo como el principio esencial de la civilización. Un par de detalles más. La autora reproduce con pleno acuerdo la opinión de Jacques Rancière (quien fuera discípulo destacado de Louis Althusser), para quien el policía y el sociólogo desempeñan la misma función social. Las fuerzas del orden, antes que a la represión, se dedican a determinar «lo que es y lo que no es perceptible, determinar lo que puede y lo que no puede verse» (p. 62). Calibre el lector el resultado de la aplicación de este criterio a la crítica del adversario y percibirá el nítido eco de los métodos leninista y estalinista de discusión. ¿Qué podía esperar un pensador como Aron sino que, en el mejor de los casos, lo llamaran policía? El ambiente intelectual del mayo francés y sus ecos en otros países tenía bastante más de intimidación intelectual y política que de lúdico y ácrata antidogmatismo. Ross proporciona en su libro ejemplos excelentes de esta dialéctica intimidatoria en sus referencias a los nuevos filósofos, que son el blanco principal de su desprecio, pero también en el caso de personajes para ella igualmente deleznables, como Furet, Annie Kriegel y otros renegados del estalinismo, virus del que la autora cree estar completamente inmune. Y es esta buena conciencia la que le empuja a un rechazo sin paliativos de la crítica del totalitarismo, en su vertiente comunista, llevada a cabo por el conjunto de autores que denigra, o, conforme a la pauta del 68, desenmascara. Kristin Ross sobrelleva, al parecer, con estoicismo admirable su terrible destino de enseñar en una universidad tan ultrarreaccionaria como la de Chicago, en el país que es el corazón del sistema alienante y represor que ella detesta. Tal vez por eso no le impresiona ni poco ni mucho la suerte de los millones de afectados por la aplicación burocrática y poco lúdica del proceso revolucionario dirigido a eliminar las diferencias entre gobernantes y gobernados, así como a reducir a puro esquema la división social del trabajo, al menos en los campos de concentración. Por ello nos advierte de que todo iba muy bien en Francia mientras la atención de la gente con ánimo reivindicativo y de protesta se concentraba en el sufrimiento de los pueblos oprimidos por el colonialismo y el imperialismo; esto es, en los casos de Argelia y, luego, Vietnam. Esa conciencia solidaria fue determinante para forjar el clima del que surgió el mayo, porque fundió la conciencia antiimperialista y anticapitalista. Pero el proceso se torció cuando, a mediados de los setenta, «la atención que se había concentrado en los obreros argelinos de la periferia de las ciudades francesas se [desplazó] hacia las desgracias de unos pocos científicos e intelectuales disidentes en la Europa del Este» (p. 329). Alega Ross con perfecta flema que esa situación –limitada al parecer a unas pocas individualidades quejicas– era conocida hacía mucho. Aunque lo que considera nefasto, en realidad, es

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que dicha información dejara de ser inocua, tras el efecto devastador que tuvo en las filas de la izquierda la traducción de Archipiélago Gulag, de Alexander Soljenitsin. Los aspectos citados bastan para poner de relieve que el verdadero espíritu del mayo del 68 anida en el libro de Ross. Pues su misterio sobrevive, por más que nos esforcemos en disiparlo racionalmente. Y consistió y consiste, en mi opinión, en esa capacidad para construir, en medio de una sociedad abierta, un universo impregnado de sospecha, hermético frente a todo contraste con la realidad y repleto de aversiones y tópicos. De ella se alimentó en buena medida el liderazgo del mayo francés. 1. Raymond Aron, La révolution introuvable, París, Fayard, 1968. El libro consta de una extensa entrevista realizada por Alain Duhamel, jefe de redacción del diario Le Figaro, y va acompañada de los artículos que en ese periódico publicó Aron al hilo de los acontecimientos de mayo y junio de 1968. Que yo sepa, no se ha reeditado en ninguno de los aniversarios de la revuelta. 2. Véase al respecto el extraordinario análisis del gaullismo de Gaetano Quagliariello, De Gaulle e il gollismo, Bolonia, Il Mulino, 2003, así como la biografía de Éric Roussel, Georges Pompidou 1911-1974, París, Lattès, 1994, o, del historiador René Rémond, Notre siècle 1918-1991, París, Fayard, 1991. 3. Mai 68. Le Débat (París, Gallimard, 2008) contiene los cinco debates habidos en la revista Le Débat sobre aquellos acontecimientos. El más interesante, con diferencia, es en el que discuten Ferry y Renaut, Finkielkraut y Krzysztof Pomian, que data de 1985 y gira en torno al contenido del libro de los dos primeros, La Pensée 68, aparecido ese mismo año. 4. Papon había sido colaborador activo e importante, durante la ocupación alemana, en la deportación de los judíos franceses a Alemania bajo el régimen de Vichy. Massu, represor y torturador durante su mando en Argelia, enemigo de la política de De Gaulle allí por aceptar la independencia de la colonia, era general en jefe del ejército francés de ocupación en Alemania cuando De Gaulle lo visitó durante unas horas, por sorpresa y de forma secreta, en Baden-Baden, el 29 de mayo de 1968, tras el aparente fracaso de los acuerdos de Grenelle, negociados por Pompidou y los sindicatos durante lo peor de la crisis de mayo. 5. Sobre esta crisis, que Juan José Linz conceptualizó en su día de reequilibrio, véase el libro reciente de Michel Winock, L’agonie de la IVe République, París, Gallimard, 2006.

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La década convulsa MANEL OLLÉ PROFESOR DE HISTORIA Y CULTURA CHINA EN LA UNIVERSIDAD POMPEU FABRA Revista de Libros nº 161 · mayo 2010 Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals LA REVOLUCIÓN CULTURAL CHINA Trad. de Ander Permanyer y David Martínez-Robles Crítica, Barcelona 910 pp. 45 €

La Revolución Cultural que impulsó Mao Zedong entre 1966 y 1976 parece quedar en las antípodas de la China actual del socialismo de mercado, de los rascacielos rutilantes y de los índices de crecimiento acelerado. Sin embargo, es imposible entender lo que pasa hoy en China sin tomar en consideración el influjo latente de esta década convulsa. Tanto las continuidades (el nacionalismo de Estado, la aspiración a eternizar el monopolio del poder del Partido y el icono intocable de Mao) como las rupturas (la economía de mercado, el pragmatismo, la polarización social, la apertura al mundo exterior, el culto a la estabilidad, al consumismo y al lujo) sólo se entienden como una reacción selectiva al colectivismo masificador, cargado de violencia política, de purgas, delaciones y persecuciones cainitas que se desató con la Revolución Cultural. Fuentes chinas contrastadas cifran en más de un millón las muertes violentas y no naturales de aquel período, y hablan de alrededor de cien millones de represaliados, públicamente denigrados o apaleados, deportados o enviados a campos de reeducación. Son cifras que apuntan a un balance traumático y de largo alcance. Las primeras aproximaciones historiográficas a la Revolución Cultural se produjeron prácticamente a tiempo real, en paralelo a su desarrollo. La ausencia de perspectiva y de documentación accesible llevaron a los pioneros en la materia a centrarse en la detección de procesos previos y motivaciones que pudiesen arrojar alguna luz sobre las razones y sinrazones que influyeron en la insólita decisión de Mao Zedong de hacer estallar en mil pedazos las estructuras del Partido y, con él, toda la obra que había emprendido en las décadas anteriores. Historiadores como Stuart Schram buscaron una perspectiva de largo alcance y situaron el problema en la estela de una dinámica secular que algunos sectores de las élites intelectuales de China emprendieron durante la segunda mitad del siglo XIX para forjar una vía específicamente china a la modernidad, que se ajustase al principio de «la esencia china y la práctica occidental». En esta primera hornada de trabajos sobre los antecedentes de la década convulsa destacan los del historiador británico formado en Harvard, Roderick MacFarquhar, uno de los dos autores del libro que aquí nos ocupa. Su interés se centró inicialmente en delimitar los antecedentes que pueden detectarse durante la década inmediatamente anterior a la Revolución Cultural: la que arranca en 1956, cuando Mao empieza a desconfiar del revisionismo soviético de los sucesores de Stalin. Este esfuerzo queda plasmado en una serie de tres estudios publicados entre 1974 y 1997 bajo el epígrafe de The Origins of the Cultural Revolution. En cierto modo, el libro ahora publicado en nuestro país, La revolución cultural china (Mao’s Last Revolution en la versión original) puede considerarse la cuarta parte de este proyecto de largo alcance: el resultado que culmina más de tres décadas de dedicación investigadora. Roderick MacFarquhar trabaja en este estudio formando equipo con el sinólogo sueco Michael Schoenhals, especialista en el análisis de la retórica del discurso político de la China del período maoísta (discurso político en el que se entreveran las adaptaciones de la fraseología marxista y de la tradición milenaria china en un tapiz de mensajes plagados de connotaciones crípticas y matices velados, alusiones históricas, consignas

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con cargas de profundidad y subtextos codificados). Michael Schoenhals tiene también una sólida reputación como rastreador y coleccionista inveterado de todo tipo de arcana y mirabilia del período maoísta, fruto de su familiaridad con las librerías de lance, mercadillos y puestos ambulantes de unas cuantas ciudades chinas. Por esta vía accedieron los autores del libro a transcripciones de interrogatorios, informes internos del Partido, confesiones o diarios manuscritos y memorias de publicación privada. Basándose en un detallado y agudo análisis de estos materiales inéditos, así como de documentos oficiales y de propaganda, memorias publicadas de colaboradores personales de los mandatarios y dirigentes políticos del período a los largo de estas tres últimas décadas, así como de entrevistas que los autores realizaron a historiadores del Partido y protagonistas de diferente rango del período, Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals fundamentan una aportación sustancial al esclarecimiento detallado de los hechos protagonizados por la élite que tomaba las decisiones políticas y movilizaba masas de adolescentes y campañas de reeducación durante la Revolución Cultural. El empleo profuso y atinado de este caudal ingente de documentación en lengua china permite a los autores contrastar versiones, objetivar y detallar episodios, así como delimitar el territorio de lo verificable. El libro matiza las versiones al uso de este período, versiones que han venido pergeñándose según las necesidades políticas de reinvención del pasado inmediato. Así, por ejemplo, en el tratamiento de la figura de Zhou Enlai, el incombustible y siempre fiel primer ministro y encargado de asuntos extranjeros, se corrige la habitual idealización beatífica, que lo presenta como el contrapunto racional, salvador de reliquias y de intelectuales en peligro. Esta hagiografía se corrige con los tonos grises de un servilismo perruno, capaz de hacer al mismo tiempo cualquier cosa y su contraria con tal de no incomodar al líder. Ahora sabemos mucho más sobre las élites y los protagonistas principales de la Revolución Cultural, sobre sus motivos y sus cambios de estrategia, sobre las implicaciones internacionales de un proceso que se inicia con el desencuentro con el revisionismo soviético y conduce a una alianza insospechada con los Estados Unidos de América. Aunque el libro se centra en asuntos de política doméstica, las recientes aportaciones en el campo de las relaciones internacionales de China insisten en subrayar hasta qué punto los asuntos internos de la República Popular tienen un impacto en las políticas exteriores y, en sentido inverso, de qué modo los procesos externos eran explotados por Mao y sus allegados en clave interna. Evidentemente, quedan episodios, motivos y repercusiones por esclarecer. Como en todo buen libro, son tantas las preguntas que se plantean como los puntos que se resuelven. Entre los pasajes oscuros, que deberán esperar a la emergencia de nueva documentación, destaca la defección y muerte accidentada, en su precipitada huida aérea hacia la Unión Soviética, del delfín de Mao y líder del Ejército Popular de Liberación, Lin Biao. Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals se ciñen al empeño positivista de fijar los hechos que se sucedieron en aquellos años: apenas los interpretan al paso de la narración factual. De su libro se deduce que Mao Zedong orquestó la Revolución Cultural para reencauzar el curso del país a sus designios y a sus concepciones de lucha de clases permanente. Bajo la apariencia de una insana tendencia a la entropía y la iconoclastia, el relato revela la lógica implacable, demoledora y cruel de quien desata la caja de los truenos de la violencia incontrolada y convierte al país en un infierno de

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delaciones, suspicacias, persecuciones y torturas sistemáticas. Mao lanzó un ataque sin cuartel contra su propio partido para remodelarlo a su antojo. Escribió Jonathan D. Spence en la introducción al libro del fotógrafo Li Zhensheng Soldado rojo de las noticias (Londres, Phaidon, 2008) que los historiadores dan por sentado que para poder entender lo que pasa no hay mejor aliado que el tiempo. Apunta, sin embargo, que en el caso de la Revolución Cultural, cuanto más años transcurren, su interpretación se vuelve más esquiva y compleja. En su momento, la Revolución Cultural se proyectó internacionalmente como el diorama a todo color de un espejismo épico, entusiasta e inequívoco, que fascinó a sectores significativos de la juventud y de la intelectualidad europea marcados por la decepción ante el hierático y envejecido socialismo real de la Unión Soviética y por el contagio del entusiasmo efervescente del mayo del 68. Sin embargo, Mao no se llamaba a engaño y avisaba a quien quería oírlo: la revolución no es una dinner party. El paso del tiempo complica las cosas o, si se quiere, les restituye la complejidad. ¿Hasta qué punto había en el Mao que alentaba la insurgencia de los Guardias Rojos algo más que el cinismo del viejo dirigente taimado y arbitrario que quiere perpetuarse en el poder y pone patas arriba el país para conseguir sus fines? ¿Cómo fue posible que se extendiese de una forma tan rápida y masiva la violencia juvenil organizada? ¿Cómo se hacía compatible el culto a la personalidad y la ortodoxia ideológica? Al centrarse en el esclarecimiento de las decisiones y las acciones que movilizaron a China desde los centros de poder de Pekín, el libro apenas entra en la dilucidación de los mecanismos de transmisión y de resonancia a través de los cuales las intrigas de palacio se tradujeron en movilizaciones de masas. Apenas entra en la historia social de la Revolución Cultural, ni en el modo en que se vivió en los pueblos remotos y las capitales de provincia. Durante la última década han empezado a aparecer en China –y en menor medida fuera de China– aproximaciones historiográficas a la década convulsa que tienden a minimizar las sombras, que tienden a obviar el largo millón de heridos, muertos y suicidas inducidos, las decenas de millones de personas que pasaron por campos de reeducación, el fanatismo y la delación, el miedo y la tortura como paisaje cotidiano. Tiende a teñirse con un cierto halo hagiográfico a la figura del Gran Timonel y tiende a empañarse de tonos sepia de nostalgia la imagen de un período que, ciertamente, al margen de sus víctimas y represaliados, fue experimentado por una parte de la población china como un momento de una cierta épica romántica, de entusiasmo colectivo, de cánticos y de culto solar al líder divinizado, de mecanización de la producción, de extensión de la escolarización infantil. Libros como éste contribuyen a dificultar las simplificaciones: animan a seguir hurgando en la complejidad de una sórdida pelea sucesoria de palacio que, al mismo tiempo, fue una revolución dentro de la revolución y una guerra civil que llevó al poder al ejército. La revolución cultural se lee en buena medida como un thriller absorbente que cae desbocado por la pendiente de una espiral política disfuncional, llena de traiciones, enigmas y violencia física y moral. El libro es al mismo tiempo una aportación académica de referencia ineludible entre los especialistas. Si bien es cierto que la apuesta por el detalle en la narración puede llegar a aturdir al lector por la cantidad de tramas y de nombres propios que aparecen y se entrecruzan, la persistencia en el análisis agudo y detallado de la siempre esquiva y paradójica personalidad del Gran Timonel

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que mueve a su conveniencia los hilos del caos, asĂ­ como la deriva de sus acĂłlitos y subordinados, aporta sombras de continuidad y densidad moral a un relato que todavĂ­a tiene cosas que contarnos.

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La quiebra de una gran ilusión Josep Fontana analiza en una monumental obra el fracaso, siete décadas después, del proyecto que surgió tras la II Guerra Mundial de construir un nuevo orden internacional guiado por el progreso y el entendimiento

BORJA DE RIQUER 3 DIC 2011 http://elpais.com/diario/2011/12/03/opinion/1322866812_850215.html El historiador Josep Fontana ha publicado una obra de excepcional ambición intelectual que sin duda se convertirá en un hito historiográfico, Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 (Pasado&Presente). Este historiador catalán, que acaba de cumplir 80 años y es catedrático emérito de Historia Económica de la Universitat Pompeu Fabra, tiene una larga trayectoria: sus más de 500 publicaciones -entre ellas 30 libros- avalan su destacada talla científica. Con este libro, asume un reto que pocos historiadores tienen hoy día la capacidad de afrontar, el de explicar cómo fue posible que la gran ilusión surgida tras el desastre de la II Guerra Mundial de construir un nuevo orden mundial guiado por el entendimiento y el progreso colectivo se frustrase, y que siete décadas después nos encontremos ante un desorden económico sin precedentes y con no pocas dificultades para que la democracia predomine en el planeta. Explicar el cómo y el porqué de este proceso es el hilo conductor del lúcido y documentadísimo análisis de Fontana, de 1.200 páginas, y al que ha dedicado 15 años de trabajo. El camino historiográfico no era nada fácil, ya que la historia del tiempo presente está llena de simplificaciones, ocultaciones y manipulaciones. Se trata de una historiografía que a menudo tiende a legitimar el pasado para justificar reglas de conducta que quedarían en evidencia si se explicaran las raíces ocultas de sus intenciones. Contra esto ha querido luchar Fontana haciendo un alarde exhaustivo de conocimientos y del uso de fuentes documentales y de referencias de todo tipo. Con un riguroso ojo crítico, ha desbrozado, profundizado y analizado los principales acontecimientos históricos de nuestro tiempo. La obra rastrea los diversos y complementarios procesos que se desarrollaron en realidades territoriales tan diversas como Europa, América del Norte, África, América Latina u Oriente Próximo los últimos 66 años, y busca sus causas y sus repercusiones. Persigue las complicidades y las claudicaciones de los más diversos regímenes políticos ante la presión avasalladora de los grupos privilegiados, capaces de defender sus intereses haciendo uso de todo tipo de recursos. Observa que si bien en los países centrales se produjo una mejora de los niveles de vida y un reparto más equitativo de la riqueza, fue muy inferior en las periferias. Y señala que las mejoras económicas y sociales de los años cincuenta y sesenta fueron en buena medida provocadas por el miedo al otro, el temor al enemigo del otro bloque y también al interno. Los sucesos de 1968 de París y de Praga muestran, en opinión de Fontana, que era imposible un cambio radical dentro de cada uno de los sistemas mundiales creados durante la posguerra. Y explica cómo tras la crisis económica de los setenta y la desaparición de la amenaza comunista, se ha producido un incremento de la desigualdad y de las discriminaciones que está amenazando no pocas conquistas sociales. Y que por ello se ha extendido la convicción de que los sistemas políticos, tal y como funcionan hoy, no permiten excesivos cambios sociales. La crisis económica actual, con la ausencia de mecanismos

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de control de los mercados financieros, no solo favorece a los especuladores sino que muestra que no hay voluntad política para establecer autocorrecciones en el sistema. El balance final que nos ofrece no es precisamente optimista: hoy la inmensa mayoría de la población mundial se ve incapaz de superar su condición subordinada y contempla impotente la ausencia de salidas. Siete décadas después de la II Guerra Mundial las diferencias entre los muy ricos y los otros son mayores que nunca. Analiza todo ese complejo proceso gracias al uso de la bibliografía mundial más actual y de numerosa documentación de todo tipo de procedencias: de la CIA, del Departamento de Estado norteamericano, soviético, británico, etcétera. Profundiza en la etapa inicial de la guerra fría, con la dura polarización que impidió que los valores democráticos y de igualdad se impusieran realmente en ambos lados, documenta el significado de la absurda, inútil y costosísima carrera nuclear y evalúa la relevancia histórica de los momentos de máxima tensión (Berlín, Corea, Hungría, Suez, Vietnam, Checoslovaquia, Afganistán, Irak). En este libro, Fontana relativiza el uso que se hacía en el bloque occidental de las libertades políticas, especialmente por parte de las diferentes Administraciones norteamericanas. Así, ofrece una visión estremecedora de los condicionamientos y las limitaciones del acceso a la independencia de los países de África y del patrocinio por parte de EE UU de buena parte de las sanguinarias y corruptas dictaduras asiáticas, latinoamericanas o africanas. Analiza el cambio que significó la Administración de Kennedy y considera que el desengaño final de su etapa fue semejante al que se produce actualmente con la de Obama. Analiza los interesantes intentos reformistas de Johnson, la lucha por los derechos civiles y la contrarrevolución que significó la era Reagan. Pero también responsabiliza al desaparecido bloque soviético de la crisis actual. Señala que, tras la ciega creencia de que se estaba en posesión de la razón histórica, se construyeron unas dictaduras obsesionadas por el enemigo exterior y el interior. Repasa el significado de las purgas de Stalin, de la desestalinización, de la etapa de Jruschov y muestra cómo los rígidos regímenes socialistas liquidaron con procedimientos brutales todas las muestras de malestar (crisis húngara, checa y polaca). Finalmente, constata que el hundimiento del bloque comunista, en buena parte provocado por la ineficiencia de su sistema económico, se produjo a una velocidad sorprendente, que explica que las transiciones hacia el sistema capitalista fueran muy improvisadas y beneficiaran a no pocos sectores de las antiguas castas dirigentes. En el estudio también se recogen las batallas que se produjeron en el terreno de las ideas y las periódicas ofensivas ideológicas contra los instrumentos de control ecológico, social y contra la propia democracia, explicando el surgimiento, inicialmente solo en el mundo occidental, de nuevos movimientos sociales, como el ecologismo y el feminismo. En su análisis, llega hasta la primavera árabe y los indignados. La tesis final del libro tal vez parezca demasiado pesimista. Pero es evidente que el mundo actual no es lo que hubiera podido ser si, como recuerda Fontana, hubiese predominado realmente el espíritu proclamado en la Carta del Atlántico de 1941. Con la que está cayendo en la parte del mundo más desarrollado y con las escasas esperanzas de mejora real de su existencia que tienen hoy más de la mitad de los 7.000 millones de habitantes del planeta, no se puede ser demasiado optimista al hacer un balance de los últimos 66 años.

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En un mundo desorientado como el actual, que ha olvidado buena parte de los referentes históricos, Fontana tiene la valentía de ofrecer una tesis interpretativa que pretender servir de reflexión documentada para entender y debatir lo que nos ha llevado adonde estamos. Su propuesta no es fruto de la especulación, ni de apriorismos, sino de un honesto análisis basado en unos abrumadores conocimientos. El lector queda asombrado ante las más de 200 páginas de referencias bibliográficas y de fuentes, en las que no faltan numerosa documentación diplomática recientemente desclasificada y abundante información extraída de la red. Fontana utiliza hasta los últimos artículos de Krugman, Stiglitz o Soros. La obra es realmente un alarde de erudición que asombra por la portentosa capacidad de asimilación de las miles de referencias que nos ofrece. Además, Fontana, como siempre, utiliza un estilo impecable que hace muy fácil y amena la lectura de la obra, pese a su volumen. El lector queda pronto atrapado por esta brillante narración y por el descubrimiento de no pocas cuestiones ocultadas hasta hace poco o manipuladas. Realmente, no hay muchos historiadores españoles que se atrevan a lanzarse al estudio de temáticas de tal alcance y de tamaña ambición intelectual. Josep Fontana con este libro se nos muestra como un historiador más documentado y ambicioso que Eric J. Hobsbawm, y tan lúcido, innovador y sugerente como el malogrado Tony Judt. Esta obra monumental ratifica a Josep Fontana como un historiador de categoría mundial. Borja de Riquer Permanyer es catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona.

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Historias del siglo XX JUAN FRANCISCO FUENTES JUAN FRANCISCO FUENTES ES PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE. SU ÚLTIMO LIBRO SE TITULA LUIS ARAQUISTÁIN Y EL SOCIALISMO ESPAÑOL EN EL EXILIO. Revista de Libros nº 72 · diciembre 2002 MARK MAZOWER, LA EUROPA NEGRA. DESDE LA GRAN GUERRA HASTA LA CAÍDA DEL COMUNISMO, RICHARD VINEN, EUROPA EN FRAGMENTOS. HISTORIA DEL VIEJO CONTINENTE EN EL SIGLO XX GIULIANO PROCACCI, HISTORIA GENERAL DEL SIGLO XX, RAMÓN VILLARES Y ÁNGEL BAHAMONDE, EL MUNDO CONTEMPORÁNEO. SIGLOS XIXY XX, JULIO ARÓSTEGUI, CRISTIAN BUCHRUCKER Y JORGE S BORIDO ( Dirs.), EL MUNDO CONTEMPORÁNEO: HISTORIA Y PROBLEMAS,

El fin del siglo XX ha producido una inflación de libros comparable a la que provoca la muerte de una celebridad. Pero, a diferencia de las necrológicas sobre personajes famosos, son pocos los historiadores que ponderan las virtudes del siglo pasado y reivindican su buen nombre. Como mucho, se llega a una salomónica solución de compromiso, más o menos aceptable para todos, como la que propuso no hace mucho el historiador Eric Hobsbawm: que el siglo XX ha sido, al mismo tiempo, el mejor y el peor de la historia. El propio Hobsbawm se ha convertido en una referencia inexcusable de quienes abordan la historia de la última centuria, en parte por razones historiográficas, pero también por circunstancias derivadas de su dilatada y paradigmática biografía de hijo del siglo XX, que ha vivido intensamente en su triple condición de intelectual, marxista y judío. El celebrado concepto de «siglo XX corto», acuñado en su día por Hobsbawm, sirve de marco al libro que el joven historiador Mark Mazower ha dedicado a la historia de Europa entre la Primera Guerra Mundial y el fin del comunismo. Tanto el título como la fotografía de cubierta –una multitud saludando brazo en alto en una concentración nazi– pueden llevar a pensar que La Europa negra es algo así como una historia de los totalitarismos en el siglo XX europeo. Es una impresión engañosa, porque el fascismo ocupa un lugar marginal en la vida del continente a partir de 1945 y ni siquiera la deriva totalitaria de los países del Este en la posguerra bastaría para dar consistencia argumental a una historia de Europa hasta la caída del comunismo. Ese pequeño equívoco es el precio de la opción metodológica tomada por el autor, que plantea esta historia del siglo XX como un relato coherente y unívoco, con unidad de lugar –Europa– y unidad de acción, pues la eclosión de los totalitarismos y la tentación totalitaria latente desde 1945 serían como el hilo conductor de una obra que tiene, por ello, un fuerte sesgo narrativo y ensayístico. En todo caso, sobran ejemplos, algunos incluso muy recientes, para ilustrar ese conflicto entre la libertad y sus enemigos con el que Mazower justifica el dramatismo del título. Autor conocido por sus estudios sobre el Tercer Reich y sobre los Balcanes, se siente a sus anchas cuando trata la crisis de la democracia y el auge de las dictaduras entre las dos guerras mundiales, los riesgos de algunas utopías contemporáneas –magnífico el capítulo titulado «Cuerpos sanos, cuerpos enfermos»– o el funcionamiento de las democracias populares de la Europa del Este. Ni la desaparición de algunos de los enemigos tradicionales de la democracia ni los progresos de la unificación europea le hacen ser optimista. Más bien comparte el desconcierto que se ha ido extendiendo tras la caída del muro, provocado por el fin del sistema de referencias de la guerra fría y por el inevitable efecto fin de siècle, con todo su corolario de temores atávicos y supercherías. Desconcierto y desencanto motivados también por el descubrimiento tardío de que, en palabras de Mazower, el auténtico vencedor del año 1989 no fue la democracia, sino el capitalismo.

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Richard Vinen pertenece, como Timothy G. Ash –uno de los historiadores de moda en Europa– y como el propio Mazower, a la joven escuela historiográfica surgida en Gran Bretaña en los últimos años y significativamente volcada en la historia de Europa. Su libro Europa en fragmentos. Historia del viejo continente en el siglo XX se divide en cinco grandes bloques cronológicos de títulos tan previsibles como «La Belle époque y la catástrofe», «De una guerra a otra», «La Europa de la posguerra», «¿Quién ganó la guerra fría?» y «Europa dentro del nuevo orden mundial». No es esta, sin embargo, una historia académica del siglo XX, tal como cabría esperar de semejante despiece. Por la importancia que concede a los testimonios personales de sus protagonistas, incluso de aquellos personajes anónimos cuyas vivencias suelen escapar al análisis del historiador, se trata de un ejemplo muy logrado de «historia vivida», reconstruida a partir de un amplio repertorio de epistolarios personales, diarios, memorias, biografías y demás materiales propios de la llamada «egohistoria». La cambiante percepción del siglo XX transmitida por las sucesivas generaciones que lo habitaron y sufrieron compone una visión de aquella época no siempre coincidente con la que se saca husmeando en los archivos oficiales y, en cambio, nos acerca a una idea especialmente sugestiva de la historia, entendida, según la bella definición de Koselleck, como la «ciencia general de la experiencia». Richard Vinen es consciente, naturalmente, del carácter caleidoscópico y un tanto arbitrario de la memoria colectiva, en la que resulta obligado distinguir por géneros, clases sociales, generaciones y hábitats, sin olvidar los cambios que la memoria va registrando a lo largo de una vida o de una generación por la acción selectiva de lo que el propio Koselleck denomina las «esclusas del recuerdo». Un buen ejemplo del sentido clasista de la memoria es la idílica imagen que la burguesía europea guardó de la etapa anterior a la Primera Guerra Mundial, en la que, recuerda Venin citando a Keynes, «el habitante de Londres podía pedir por teléfono, mientras bebía su té matutino en la cama, los más variados productos de la tierra». Una evocación nostálgica de aquella época ––«la edad dorada de la seguridad», como la llamó Stefan Zweig en sus Memorias– que debe mucho a los horrores desencadenados en el Viejo Continente a partir de 1914 y, sobre todo, a raíz del triunfo del nazismo, pues si existe un consenso entre los historiadores del mundo contemporáneo es sobre la línea divisoria trazada por la Segunda Guerra Mundial, y en especial por el Holocausto, en la historia del siglo XX como punto de no retorno y motivo permanente de reflexión para las generaciones posteriores. «Toda la historia del pensamiento político europeo de la posguerra», llega a decir Venin al final de su libro, «se puede considerar como una larga meditación sobre el nazismo». Las últimas elecciones presidenciales francesas son la prueba más reciente de la fuerza catalizadora que el miedo al fascismo conserva en las democracias europeas, perdida, tal vez para siempre, la fe en las virtudes intrínsecas de la democracia. Junto a la recuperación de esa otra historia vivida que no suele conservarse en los archivos de los ministerios y de las cancillerías, el libro de Vinen destaca por una cierta y generalmente sana tendencia a la paradoja, fundada casi siempre en datos irrefutables, como los que aporta para mostrarnos el vuelco extraordinario que ha experimentado la vida europea desde principios del siglo XX. ¿Quién podía pensar entonces que al cabo de cien años habría en Gran Bretaña más profesores de universidad que mineros del carbón o que en buena parte del continente regiría una sola moneda, cuando en 1919 había nada menos que veintisiete, algunas de muy dudoso valor en sus propios países? Estos llamativos contrastes, que tendrían abundante terreno abonado en el caso español, no le impiden llegar a la conclusión de que la Europa actual presenta algunas semejanzas con la situación anterior a 1914, un paralelismo, en realidad, menos paradójico y original de lo que podría parecer.

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En las historias contemporáneas al uso –lo que no es el caso de los dos libros ya reseñados– suele predominar una vocación de historia total y un propósito más didáctico que ensayístico. Véanse, como muestra, la Historia general del siglo XX de Giuliano Procacci, El mundo contemporáneo de Ramón Villares y Ángel Bahamonde, y la obra homónima dirigida por el español Julio Aróstegui y los argentinos Cristian Buchrucker y Jorge Saborido. Si bien estos dos últimos libros abarcan toda la historia contemporánea desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad –una noción de contemporaneidad cada vez más cuestionada, como explica Julio Aróstegui–, la obra de Villares y Bahamonde puede considerarse, a pesar de su título, una historia del siglo XX precedida de una larga introducción sobre el ochocientos, que ocupa algo menos de la tercera parte del texto y está ausente de la cronología que cierra la obra. El mundo contemporáneo de Villares y Bahamonde se estructura en grandes apartados temáticos ––la industrialización, el colonialismo, la sociedad de masas, el capitalismo avanzado– que sólo en ocasiones corresponden a unas coordenadas espacio-temporales definidas, como la historia de Rusia, Iberoamérica contemporánea, el mundo occidental en el período de entreguerras o el fin del Tercer Mundo. Es un esquema probablemente más racional que el puramente cronológico, más adecuado para la interpretación y el análisis que para el lucimiento narrativo. Puede que haga más difícil la lectura para el no iniciado, pero también más provechosa para la comprensión de ciertos conceptos e ideas fundamentales. De ese predominio del análisis sobre la narración se deriva un evidente déficit de historia política –una carencia compensada en parte por la cronología–, en beneficio de una historia más estructural e interpretativa, con fuerte presencia de los factores sociales, económicos y culturales. Llama la atención, asimismo, el contraste que existe entre la ostensible finalidad didáctica del libro, patente, por ejemplo, en el buen número de mapas, cuadros y biografías que lo jalonan, y el alto nivel de la obra, escrita sin las concesiones ni las simplificaciones que resultan tan frecuentes en este tipo de estudios. Al contrario: se trata de un libro de una notable densidad de datos, ideas y conceptos, con una excelente puesta a punto historiográfica y, pese a su enjundia, de muy grata lectura. No se puede decir lo mismo de la Historia general del siglo XX de Giuliano Procacci, por culpa sobre todo de su deficiente traducción al español, con errores de bulto que afectan incluso al contenido de la obra, como cuando se le hace decir al autor que en las elecciones presidenciales de 1960 Kennedy derrotó ampliamente a Nixon o cuando se fecha el asesinato del propio Kennedy en noviembre de 1961, errores que ningún historiador, por malo que sea, podría cometer. Otras frases son simplemente disparatadas: se dice, por ejemplo, que Roosevelt «se declaró "no pasmado" por el resultado de la conferencia» de Múnich de 1938, y algo más adelante se asegura que el carismático presidente norteamericano «en Yalta había aparecido probado en el físico». Lo único que parece probado es que la traducción le ha hecho un daño irreparable a la obra. Es posible, en cambio, que el error en la fecha de ingreso de España en la ONU (se lee 1950 en vez de 1955) sea de la propia cosecha del autor, porque el conocimiento que algunos historiadores extranjeros tienen de nuestra historia contemporánea deja todavía mucho que desear. La Historia general de Procacci resuelve, por lo demás, de manera muy convencional la difícil tarea de explicar y contar el siglo XX, presentado en sus períodos históricos fundamentales y en grandes unidades territoriales y culturales –desde Europa y Estados Unidos hasta el mundo islámico o el área del Pacífico–, para abarcar prácticamente todo el planeta. Es una forma inapelable de evitar la acusación de eurocentrismo que con frecuencia, y a menudo con razón, recae sobre el historiador occidental, pero es también un síntoma inequívoco del síndrome del esforzado autor de manual que se siente en la obligación de contarlo todo.

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En tales casos, el resultado suele ser una obra como ésta, que cubre más o menos todos los flancos posibles a costa de provocar la dispersión y el desconcierto del lector –– problemas de traducción aparte–, cuando no su mortal aburrimiento. No diremos, con Voltaire, que el primer deber del historiador es no aburrir, pero tampoco pensamos que la calidad y el rigor de un libro de historia se midan por el tedio infligido al lector. Digámoslo claramente: explicar la historia de manera rigurosa y convincente y contarla con fluidez y amenidad es la cuadratura del círculo del oficio de historiador. La dosis en que debe darse lo uno y lo otro es una elección muy personal, sujeta en parte a modas y tendencias que varían con los tiempos. Los directores de El mundo contemporáneo: Historia y problemas, por ejemplo, han apostado abiertamente por la historia-problema frente a la historia-narración, opción de por sí difícilmente compatible con el carácter colectivo de un libro en el que participan una veintena de historiadores españoles y argentinos, cada cual desde su especialidad. De ahí la considerable extensión de la obra y su estructura compartimentada y, por así decir, homeopática, que consiste en ofrecer un poco de todo, ya sea economía, demografía, filosofía, cine, arquitectura, conflictos bélicos o política interior. Aunque El mundo contemporáneo abarca algo más de dos siglos y trata, desde ángulos diversos, cuestiones de gran interés y complejidad, sus proporciones resultan a todas luces excesivas, con el riesgo de que la sobreabundancia de información acabe saturando al lector. No se discute, sin embargo, la calidad del trabajo realizado por los autores, con aportaciones sobresalientes, como las de Francisco Villacorta sobre ciencia, técnica y cultura en el siglo XIX, Elena Hernández Sandoica sobre el colonialismo decimonónico, o el difícil apartado en el que Julio Aróstegui trata la evolución de la ciencia a lo largo de la última década. Por cierto, que el interés de los historiadores por el pensamiento científico se puede considerar uno de los rasgos más novedosos de la reciente historia contemporánea, junto a la atención prestada a los nuevos movimientos sociales y a la exacerbación de viejas formas de identidad colectiva provocada por la crisis de las ideologías contemporáneas. Esa nueva centralidad histórica de la ciencia, que lleva a Ángel Bahamonde y Ramón Villares a calificar el siglo XX como «el siglo de la física», cabría relacionarla también con la saludable influencia que el extraordinario libro La era de la información de Manuel Castells ha tenido entre los contemporaneístas. Es muy posible que, a estas alturas, el mundo contemporáneo constituya un «espacio de inteligibilidad» –por emplear una certera definición de Aróstegui– superado por los acontecimientos posteriores a 1989, por no hablar de la trascendencia que la historiografía futura atribuya a los hechos del 11 de septiembre de 2001 como umbral de una nueva era. Lo que a partir de ahí sea capaz de atisbar el historiador depende mucho de su propia visión del mundo y de ciertos estados de opinión colectivos, más o menos coyunturales y engañosos, a los que es muy difícil sustraerse. Las obras reseñadas concluyen con una reflexión general sobre la globalización y sus múltiples efectos. Procacci resume las incógnitas que plantea la nueva era en una pregunta para la cual, advierte con toda sinceridad, el historiador carece de respuesta: si habrá en el futuro un verdadero gobierno mundial que ponga fin al «gran desorden» que reina en él desde el fin de la guerra fría. Tanto Villares y Bahamonde como los autores de El mundo contemporáneo: Historia y problemas ponen el acento en la revolución científico-técnica de nuestro tiempo, llena de promesas de desarrollo y bienestar, pero también de riesgos insospechados si el progreso científico se produce de forma descontrolada. El derrumbe del socialismo real y el avance imparable de la globalización –un término relativamente viejo, por lo menos en inglés (1961), para una

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realidad todavía más vieja– han provocado un miedo difuso a una cierta anarquía estructural, si vale la paradoja, y la nostalgia de un poder legítimo que marque y haga cumplir unas reglas del juego civilizadas. Miedo, pues, al caos, pero también a las consecuencias que, tras el fin de la bipolaridad, pueda tener la concentración de poder militar y tecnológico en una sola superpotencia. El fracaso de algunas grandes utopías sociales del mundo contemporáneo ha reforzado, sin duda, el papel del desarrollo científico como esperanza de progreso y libertad, al tiempo que ha puesto en entredicho viejos sueños de emancipación, por el temor a que el remedio sea peor que la enfermedad. «El que tenga visiones que vaya al médico», dice Mazower que recomendó un escéptico canciller austríaco. Cuenta Richard Vinen que en cierta ocasión le preguntaron a Adam Michnik, histórico dirigente del sindicato Solidaridad, si no echaba de menos las emociones fuertes de la lucha contra el comunismo: «No me cabe la menor duda –contestó– de que es mucho mejor vivir en un país democrático, próspero y, por tanto, aburrido». Hay numerosos indicios, sin embargo, de que los pueblos que viven en democracia, sobre todo en Europa, se resisten a aceptar con resignación el conformismo de sus clases dirigentes. Lo dijo ya Ortega y Gasset hace más de medio siglo, poco antes de morir, cuando la vieja Europa empezaba a rumiar su decadencia en un mundo plagado de incertidumbres y peligros: «Los pueblos europeos han ensayado ya toda la baraja de las ilusiones. Ahora se trata de la última ilusión: la ilusión de vivir sin ilusiones».

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