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«Creo en Dios Padre Todopoderoso» Tres formas de la omnipotencia divina Luis Mª ARMENDÁRIZ* (en Revista Sal Terrae, mayo 1998)

Preguntas nuevas y antiguas No deja de resultar extraño, y sintomático a la vez de los tiempos que vivimos, que al creyente de hoy le resulte más difícil confesar la omnipotencia de Dios que su paternidad. Extraño, porque la omnipotencia se ha tenido siempre por connatural al ser divino, mientras que la paternidad, especialmente como la entiende el cristianismo, como participación gratuita de los hombres en la filiación del Hijo de Dios, es lo verdaderamente asombroso e increíble. De hecho, su confesión requiere de los creyentes un acto de audacia («nos atrevemos a decir: Padre»). ¿A qué obedece ese desplazamiento del coraje de la fe? ¿Tan hondo ha calado en los creyentes el mensaje jesuánico de la paternidad de Dios que ha relegado al olvido o a un segundo plano sus otros rasgos, o será que hemos banalizado el misterio de aquella paternidad y perdido el sentido de la divinidad de Dios? Dejo flotando en el aire esta pregunta y me vuelvo a aquellos otros factores a los que suele achacarse ese cambio. En primer lugar, a la experiencia del creciente señorío del hombre sobre la naturaleza y a la cada día más patente capacidad de ésta de regularse a sí misma. En tiempos de masiva secularización, ambas cosas apuntan, al amparo del repetido axioma de que todo se mueve al vaivén del azar y de la necesidad, a un declive del poder del Creador, cuando no a su jubilación o desbancamiento. Pero más que nada es probablemente el largo y espeso silencio de Dios en la historia de la humanidad, sobre todo en momentos en que más se le reclama, lo que lleva a dudar de su omnipotencia. Ambos problemas, el de ésta y el del mal, se rozan, si es que no se solapan1. Esa situación se viene tipificando y divulgando hace ya unos decenios con el nombre de Auschwitz, en razón de la vasta y extrema crueldad de aquel holocausto al que Dios pareció asistir impasible o impotente. Pero podría llamarse también «Yugoslavia», «Ruanda» o cualquiera de las mil zonas de nuestro mundo donde la civilización destila barbarie y violencia y engendra desigualdades insoportables, o donde la naturaleza arrasa sin miramientos vidas y creaciones humanas. Impasible o impotente: ¿habría modo de eludir este tremendo dilema? El recurso a la omnipotencia de Dios es tan antiguo como el hombre, y las dudas acerca de ella vienen también de lejos. Cuatro siglos antes de Cristo formuló Epicuro su célebre argumento, según el cual, a la vista del mal existente, hay que concluir que Dios no puede ser a la vez omnipotente y bueno. Dado que a un Dios verdadero le competen ambas cosas, habría que negar su existencia o desentenderse de ella2. Estas ideas no sólo circulan por el mundo de la increencia, sino que se infiltran entre los creyentes tentándoles a dejar de serlo3.


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