LA CHASKAÑAWI

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Carlos Medinaceli OBRA CUSTODIADA POR EL

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PRIMERA PARTE I Tarde de sol, paz de aldea. Se le vino en mientes este verso, leído no recordaba dónde, no sabía cuándo... Tarde de sol... Desde el abra se puso a contemplar la villa natal. Media legua quebrada abajo se asentaba el pueblo. Era humilde: casas de una sola planta, con techumbre de barro, lo que le daba un aspecto terroso. Sólo el arbolado, molles en su mayoría, algunos álamos y eucaliptos, resaltaban la verde jugosidad de su fronda sobre la pardura del caserío. A la orilla del villorrio, la ancha playa grísea por donde el río arrastra sus aguas azulosas con tedio, por el arenal sediento. Adolfo se puso triste. Dió en reflexiones irónicas: - ¿Este es el pueblo que se enorgullece de sus "tradiciones heroicas", de su soberbio nombre, "San Javier de Chirca", y se cree el centro del mundo? Avizoró un momento más la lejanía. Luego picó su andadura. Trotaba ahora por una sinuosa vereda. La quebrada, cubierta de ralo monte de churquis y algarrobos, en ángulo divergente, se extendía a ambos lados. Luego divisó el "dique" que por esta parte del Norte protege a Chirca de las riadas que por la época de lluvias descienden impetuosas amenazando vencer los defensivos y cargar con los alegres y confiados chirquenses. Llegó, por fin, al pueblo. Tomó por la primera bocacalle. Anduvo por dos callejas. Luego torció a la derecha. Siguió caminando. Silencio sepulcral. Ni un hálito de vida por ninguna parte. El sol, sólo el sol, cayendo sobre el enjalbegado de las paredes, iba dorándolas a fuego lento. Anduvo una "cuadra" más. Tampoco señales de vida. Sólo allá calle abajo, cimbreante, donairosa, iba una chola de pollera roja y manto celeste. En la límpida trasparencia de la atmósfera y la fatal soledad de la calleja, la visión de aquella moza garrida, robusta como una Madona del Tiziano y vital como un vaso de leche, le impresionó. iTanta vida en medio de tanta quietud! Pasó por delante de ella. Ella lo deslumbró con el relámpago de su mirada. Era morena, de anchos ojos negros. - iUna real hembra! - pensó Adolfo. Llegó a la plaza "Campero". Ni un alma tampoco. El "molle", el


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"molle" por antonomasia, - según lenguas el más corpulento y el veterano de todos los molles de la provincia -, "el decano" de los molles, sombreaba las aceras que avanguardan el jardín de la plaza. Uno que otro tenducho con las puertas abiertas. Sin mayores indicios de actividad. El sol, sólo el sol, un sol de aldea y de tarde, cansino y lento iba languideciendo con sus rayos de oro pálido sobre la materialidad inerte de las cosas sumergidas en qué cósmica somnolencia. Adolfo se repitió el acre estribillo: - Tarde de sol... Paz de aldea.. . II Diez de la mañana. Doña Eufemia, trajeada, como de costumbre, con un monjil traje de merino negro, iba arrastrando los pies de la cocina al comedor. Quería, tan luego como despertase su hijo, servirle la sacramental taza de café que en San Javier lo hacen con una pulcritud, gusto y severidad, que alcanza los límites de un sentimiento religioso, la religión doméstica. Tímidamente empujó la puerta del aposento destinado a Adolfo. Se asentaba éste en el frente Norte del patizuelo de la casona. Por un ventanuco, miraba a la calle "General Mariscal". El lecho, empotrado, al entrar, en el ángulo derecho. - Adolfo... - llamó doña Eufemia. Despertó, somnolente aún. Restregóse los ojos. Se incorporó de medio cuerpo. Recibió, agradecido, el café. La contempló a su madre: "iQué arruinada estaba! Sus ojos, negros, grandes, se le habían hundido; la piel de las sienes, arrugado; el cabello, encanecido. En los labios se acentuaba esa expresión de vencimiento y amargura como de quien está próximo a llorar. A llorar con un gesto de vencimiento. iQué arruinada estaba su madre!" Departieron del pueblo, de los parientes, tantos. Mas, a cada momento pasaba, flotando, el recuerdo subentendido de don Ventura. Vagaba su espíritu, su voluntad férrea, en cuanto había en las cosas de la casa. En cuanto pasaba en el espíritu de los suyos. Había sido tan fuerte siempre, tan trabajador. Tan hombre. Sin decirse palabra, madre e hijo, añoraban la sombra tutelar de aquel hombre fuerte y bueno que ahora sólo vivía en el recuerdo. - Señoray… - ¿Jaaá...? ¿Quién...? - Yo, señoray… Era la sirviente de los Manrique:

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- Me ha mandado mi señora doña Ángela a preguntar que cómo se habrá llegado el niño Adolfito y a saludarlo en nombre de mi patrona y de mis niñitas... - Diles que les agradecemos mucho. Ha llegado bien. Pronto ha de ir a visitarlas. Lo de siempre. Salutaciones de bienvenida. Es difícil encontrar otro pueblo más ceremonioso cuanto a cumplimientos sociales: la cuestión de la acera es un asunto de honor y las salutaciones de bienvenida, un rito. Saudoso del calor familiar, Adolfo quería recuperarse en estos quince días que debía permanecer en Chirca y en el seno de los suyos, de sus cuatro años de nostalgia hogarena que sufrió desde la gélida "casa de pensión" donde Reyes trituraba su murria de "estudiante forastero", allá, en la capital de la República. Adolfo, que al decir de sí mismo, "era huraño como un indio", en la jacarandosa Chuquisaca representó siempre el tipo del "estudiante de provincia" que tiene algo de inasimilable para la ciudad. Por su seriedad, su mutismo y hasta su misoginia, los compañieros de la Facultad de Derecho, cuyos cursos seguía, le pusieron el apodo de "El Viejo". Arisco, reconcentrado, de pocas palabras, en un comienzo, cuando ingresó a Secundaria, despertó la rechifla de sus condiscípulos. Mas pronto los peso a raya con esa energía desesperada y dignidad ofendida de los ajenos al ambiente, con un acto de hombría. Comprendieron que en él había fuerza, inteligencia y dinero. Procuraron luego ganárselo a su amistad. Pero Reyes jamás pudo vencer - especialmente con las mujeres de sociedad - lo arisco de su carácter, su aldeana hurañez, esa desconfianza apriorística de su propio valer. Por ello, mientras vivió en Sucre, el círculo de sus amistades y relaciones no pasó del radio de los compañeros de la Facultad y fuera de una rara veleidad sentimental con muchachas modestas de los barrios pobres o de una tunantada con mujerzuelas en la calle Calixto, donde lo arrastraban sus amigos, nunca pudo enhebrar ni siquiera la hebra de seda de un flirt con una del señorío chuquisaqueño. Las conocía de lejos, por la fama de lindas o de coquetas que tenían; él se juzgó siempre fatalmente incapacitado para aspirar a aquellas alturas que las enseñoreaban jovenzuelos petimetres y relamidos, que si bien resultaban negados de talento en la Facultad, disfrutaban de todas las prerrogativas por llevar un apellido ilustre o vivir sin mayor preocupación trascendente que la impecable raya del pantalón. Ello no quiere decir, empero, que algunas del llamado "señorío" no

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hubiesen parado mientes en la fina distinción de su persona y sabían que, además de ser de "buena familia", era hombre de fortuna. Pero era tan esquivo que no creían que aquel joven "tan serio" tuviera un ápice de sentimentalidad amorosa. Era al contrario. Tanto de fuego tenía por dentro, como era de frío por fuera. Y conocía el amor. Lo conocía con esa profundidad dolorosa de los corazones callados. Mal callados. - Sí - se dijo Adolfo, rememorando estas fallas de su carácter y aquellos acaecimientos de su.vida; los que más contribuyeron a mustiarle la vida y aridecer su corazón: - Soy de la familia de esos hombres que, como Stendhal y Amiel, en vez de vivir, se analizan. Siempre seré un desgraciado.

A media tarde, cuando disminuyó el bochorno, salió de paseo. De su casa, esquina de la calle "General Mariscal", tomó barrio arriba. Anduvo una cuadra. No dió con un alma viviente. Fué avanzando por la otra cuadra. Al final, la casa de don Agustín Villafani. Volteó la esquina. Emprendió por la derecha. Anduvo otra cuadra. Desembocó en la "quebrada" occidental, llamada popularmente de "Uraycanto". Quebrada abajo fué caminando con dirección a la playa. A la derecha, los muros traseros de las casas, defendidos por diques de cal y canto; a la izquierda, el desparramado caserío de los vecinos y chociles de los indios. En todo el ambiente tal de dejo de pasividad inerte, una calma tan ensimismada... Un pueblo muerto. Sólo cuando anduvo como un cuarto de kilómetro, lo vió a su primo Aniceto Díaz holgazanamente apoyado contra la jamba de la puerta de una tienda; de pantalón de bayeta blanca, americana verdosa y un sombrero negro, grasiento, caído sobre las cejas. Cuando divisó a Reyes, Aniceto fué a su encuentro, ruborizado, zurdeando, como un palurdo. Se abrazaron. Invitólo a pasar al tenducho. - ¿Aquí vives? - inquirió Adolfo, paseando la vista por el contorno. Era un tenducho angosto, el piso de barro, desigual. Una mesa sucia, renga, llena de papeles, a un lado. Una cama arrollada, con fullos de caito, al otro. Dos sillas desvencijadas. Aniceto, avergonzado de la pregunta, como disculpándose, repuso: - No... Yo vivo en la casa de mi madre... Es que... - hizo un guiño significativo -. Aquí vive... "la socia" ... Te la voy a presentar -. Llamó. Entró una chola de mediana estatura, desarrapada, con cara de

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pocos amigos. Aniceto, sin abandonar su aire palurdo y su rubor, se la presentó: - Es "mi socia". Al decir esto parecía, por una parte, pedir perdón a Adolfo; por otra, a la chola. Ésta, con desenfado, con aplomo, le extendió la mano. Una mano gruesa, varonil, sucia. Le apretó con fuerza: - Petrona Rodríguez, señor, para servir a usted. Al rato, con aire de confianza, le preguntó, en keswa: -¿Ajquetata sirvicuhuajchu? Mientras libaban, Adolfo pensó en Aniceto. iA lo que había llegado! ... Rememoró su figura apenas hacía cuatro años, cuando lo dejó; entonces era un joven de ojos vivaces, labios sonrientes, cabellos negros y ondulados. Un joven distinguido. Se las daba de tenorio. Y, ¿ahora?... Hasta tonto, de palabra tartajosa, cerebración incoherente, lo encontró. El cabello, ya canoso, le daba una faz de vejez prematura; el rostro, lleno de arrugas y la piel con esa palidez sudosa, fofa y verdeamarillenta de los bebedores consuetudinarios. La dentadura cubierta de sarro. En toda su persona se acentuaba ese hálito de fatalismo que flota como una maldición sobre las almas vencidas, los hombres resignados a la desventura, como pasa también con las casas abandonadas. Con una honda emoción de pena se despidió Adolfo de Aniceto. Al respirar el aire puro de la quebrada, se alivió de su depresión espiritual con un hondo suspiro: - iPobre Aniceto! ... iHaber caído en poder de semejante chola! III Domingo. Sol. Calma de pueblo. A las nueve ha comenzado a repicar la campanita de la capilla de San Javier, llamando a misa. Señoras y señoritas, cholas e indias, se encaminaban al templo. La capilla se encuentra en la plazuela llamada de "San Javier", a la cabecera del pueblo, avanguardada en sus tres frentes por el caserío y al Norte, por el cinturón blanquecino del "dique". Como el templo es reducido, apenas si puede contener a parte de la concurrencia; los pocos caballeros y algunos artesanos que tienen la ocurrencia de "oír misa", deben hacerlo desde el atrio, permaneciendo de pie a la sombra de un copudo algarrobo erguido como a veinte pasos frente por frente de la capilla. Concluído el santo oficio, han ido saliendo los fieles. Primero las indias, de burdas almillas de bayeta azul o parda y, otras, más modernizadas, el busto con rebozos de claros colores; luego, las

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cholas, airosas y esbeltas, con polleras de colores vistosos. Al final, las señoras y señoritas. Éstas, que en su conjunto, no llegan a una treintena, bajan en grupos de tres o cuatro, presididas por la corpulencia venerable de sus mamás. Uno de esos grupos estaba constituído por las tres Manrique: Irene, Elena y Antonia; Amalia Vega, Luisa Villafani y Julia Valdez. En la Plaza "Campero" han tornado asiento en un banco, a la sombra del molle patriarcal. Al rato, ha pasado por delante de ellas Adolfo Reyes, en compañía de su primo Fernando Díaz. Movimiento espectacular de las muchachas. - ¡Había llegado, pues, el Adolfito!.. - exclamó, ruborosa, Julia Valdez. - ¿No sabías? - extrañó Elena Manrique. Nosotras supimos ya anteayer, al ratito que llegó. Al día siguiente le mandamos saludar. Ya ha de venir a visitarnos. Dizque es un joven "muy educado". - iClaro! - reflexionó, irónica, Amalia Vega -. Como que a eso ha ido a Sucre. No faltaba más que después de hacer gastar tanto a sus padres, todavía regrese hecho un zote, como los jóvenes de aquí. ¿No ven cómo es de buenito el Fernando? - Sí, sí, el Fernando es muy educado "con las señoritas" - apoyó Elena -. No es "cholisto" como los... otros. - Eso... ¡quién sabe! -desconfió Irene, la mayor de las Manrique. En oposición a su hermana, era alta, espigada, de ojos glaucos y nariz picuda. Elena, petiza, morena, graciosa, de un mirar aterciopelado y genio movedizo. - ¿A que no hacemos una cosa? - propuso Elena. - ¿Qué... ? - inquirió Elena. - Le damos un baile festejando su buena llegada. - No estés metiéndote, vos, zamba, a estar haciendo bailes. Ya sabes las consecuencias cuando se llega a hacer y las habladurías que cuesta. ¡Vos no escarmientas! Elena hizo un mohín de disgusto torciendo el rostro en dirección opuesta al de su hermana. Replicó luego, no menos agria e intencionada: - ¡Claro! ... Como que a vos no te conviene. - ¿Qué dice esta zamba... ? Dirás porque no esta aquí el Miquicho... iBaff! ... iMe importa tanto! ... - Sí, y te estás muriendo por él, cuando ni siquiera te hace caso... persistió. Elena. Ambas hermanas cruzaron sus miradas como dos aceros. La cosa se iba poniendo mala. Era lo de siempre: si Irene proponía una cosa, Elena le llevaba la contraria, y viceversa. Sólo Antonia nunca decía

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nada. Era una palomita sin hiel. Su hermana Irene la llamaba "la mosca muerta". Diplomática, Amalia intervino: - ¿Y qué se dice del matrimonio del Silverio... ? ¿Ustedes creen que vendrá a casarse? Se sumergieron en un dédalo de conjeturas donde la lógica pasional de la murmuración provinciana le sacaba punta y filo al inquisitorialismo más agudo. - Si dicen que tiene su querida en Pulacayo... ¿Cómo quieren que venga a casarse? - observó, sentenciosa, Irene. - ¿Ajaá? - se pasmó Julia Valdez. Era otra palomita sin hiel, tipo de belleza marfileña, pálida, y con un abandono gracioso en los ojos pardos, de lánguido mirar. Amalia solía decir de ella: "Esta Julia tiene una mirada compasiva". - iOh! - afirmó la Vega -. Eso, todo el mundo lo sabe. Amalia era petiza, gordinflona, de carrillos gruesos y arrugados. Empero, conservaba su genio alegre, su buen humor epicúreo en la jugosidad eglógica de sus bellos ojos esmeralda. Elena, contrariada, quiso alejarse de su hermana. Susurró al oído de Julia: - Hagamos que pasear. Tengo que contarte una cosa. Comenzaron a pasear por las aceras. Pronto se cruzaron con Adolfo y Fernando. - ¿Y, qué tenías que contarme? - inquirió Julia. - Me han dicho que estas pololeando con el Fernando. - ¡No es cierto, hija! ... ¿Cómo, pues, sabiendo que es tu enamorado... ? ¡Eso nunca!... Si quieres lo llamaremos aurita mismo. Aceptó Elena, gozosa. Lo que ella buscaba era justificar el llamamiento a Fernando. Éste, a una señal de Elena, se aproximó a ellas. - ¿No es cierto, no, don Fernando, que yo no he pololeado nunca con usted...? - soltó, ex abrupto, Julia. - No, desgraciadamente - repuso Díaz -, porque desde que llegué me atrapó esta Negra bandida y como yo soy como los fosforitos de palo, que sólo se encienden en su cajita... - ¡Ay, este atrevido...! ¿Dónde he sido tu negra bandida? - Bandida... no serás... O, lo eres, a ratos; pero negra, sí, lo eres: eso no puedes negarte: "Negra eres y en mi negra te convertirás", como dice la Biblia. "Pulvis es et in púlverum reverteris"... ¿Entiendes? Díaz era... "así". Venía de vez en cuando a San Javier, a pasar una temporada "virgiliana", como él decía. En esa temporada, hacía el amor a Elena, su "novia de vacaciones". Después se marchaba, con

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una cólera tremenda, a Potosí, donde tenía un empleo. Mas que por parientes, eran con Adolfo, por afinidad electiva, amigos. - ¿Y qué dice el Adolfo? - preguntó Elena, que era la curiosidad provinciana andando. - Que ustedes son muy antipáticas. - ¡Guaj! -exclamó Julia -. Y nosotros que pensábamos darle un baile de buena llegada. Querellosa, rogó Elena: - Sí, Fernando..., ¿quieres, amorcito? Le daremos un baile. - Pero si está de luto. - Entonces un almuerzo - persistió Elena. - Ni almuerzo, ni nada: está de luto... Eres zonza, ¿no? Confesá no más que eres de una estupidez enciclopédica. - Sí, pues, soy tan bruta, que estoy pololeando con vos, después de que vos eres un canalla, un cholisto... Crees que no me han avisado lo que vas a tunar donde las imillas del "Rancho". - Sí, soy un, canalla, y un cholisto y, ¿qué más? No has dicho lo principal. - ¿Quieres más... ? Pues, bien: ¡bandido!... Si no estuviéramos en la plaza... - Me pegabas uno de esos pellizcones que acostumbras. Pero, no. Desde ahora no to dejo que abuses de mi pobre humanidad... ¿Te has figurado que yo soy como esas cositas que tienen las mujeres?... ¿qué se Ilaman? - ¿Qué cositas... ? - Esas cositas donde ustedes clavan sus alfileres. - El corazón, será, pues. - No, ahí, no me dejo tocar con nadie. ¿eh? ¿Has oído? ¡Con nadie! Eso está guardado para... - ¿Para quién? ¿Para quién? ... Para alguna chola, pues, ¡claro! - Para nuestro Señor Jesucristo... ¡No sabes que yo soy del Corazón de Jesús? ... A él se lo he entregado el mío... De modo que vos puedes contentarte con el resto. - Andate a un cuerno: Rancheño. - No se enojen, pues... - intervino Julia -. Y, hablando en serio: ¿cómo lo festejamos a don Adolfo? - Lo mejor será - afirmó Diaz - que tú, Julia, si tanto te interesas por él, lo enamores - y como a la sazón se cruzaban con Reyes, Fernando lo llamó y le dijo: - Adolfo, Julia dice que tú le has caído en gracia. Tanto te estima que quería organizar un baile para celebrar tu buena llegada, sin pensar que estás de luto -. Agradeció Adolfo. Lamentó el luto. Siguieron

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paseando. A cosa de las once y media, Reyes caminaba del lado de Julia, acompañándola a su casa. Adolfo había comenzado a enamorarse de Julia, de esa única manera que sabía enamorarse. Lejos de don Juan. Cerca de Werther. IV Pero la vida en Chirca era tan monótona. Tan monótona. Aquella mañana, jueves, paseaban, como de costumbre, por la plaza "Campero", Adolfo y Fernando. Parloteaban. ¿Que iban a hacer? - Una vez que arregle el asunto de la partición de la finca - decía Adolfo - ya nada tengo que hacer aquí. Ya he visto a mi familia. Hace quince días que estoy en mi pueblo. He visitado a cuanto pariente y amigo hay. ¿Qué más se puede hacer? ... Tengo que irme. Esta vida de provincia es matadora. - No lo creas, hijo. Cuando uno sabe hacer llevadera la vida, se la pasa bien en cualquier parte. - No, Fernando, no creas: esta vida es absurda. No hay nada que hacer, ni dónde ir y hasta ni con quién conversar: si tú no estuvieses aquí, ya me hubiese muerto de tedio. Es atroz. - No, hombre, no. Tú que vienes de cinco años, ¿ya te has aburrido? Yo que regreso de seis meses, no me aburro. - ¡Oh, es que tú estas enamorado! - No, no creas, hijo. La Negra es muy buena, pero no es eso. En fin... por qué no te quedas hasta el carnaval? Podríamos pasar un carnaval magnifico... Caray, y allá pasa la Claudina, fíjate: iqué linda chola!... ¿Vamos? Yo te digo, hermano, que si esta chola tan orgullosa me hiciera caso..., yo me quedaría en San Javier por toda la vida, hasta morirme en sus brazos... Y, ¡qué garbo! ... Ché, Chaskaniawi... ¡que dichosos mis ojos que te ven! - Más dichosos los míos que te ven a vos... – pasó, garrida y cimbreña. Adolfo la observó: era de una atrayente fisonomía morena, tipo de la criolla que más que propiamente por la estatuaria belleza, seduce por ese algo inefable que se llama gracia, tanto en lo donairoso del andar como por la picaresca sonrisa y, en Claudina, el diamantino lucir de sus ojos negros. - Vamos donde la.Claudina, hombre - reiteró Fernando -. Podemos pegarle ahí unos yungueños que ella los prepara muy bien. - Vamos... - accedió Adolfo. Claudina vivía en la quebrada de "El Algarrobal", donde tenía una

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tienda y expendía, a sus parroquianos, chicha, vino y singani. Cuando los amigos ingresaron a la habitación no se encontraron ahí con Claudina, sino con su madre, doña Pascuala, sentada en el suelo. Se puso en pie - era reumática -, dificultosamente. - ¿Cómo esta doña Pascuala? - dijo, familiar, Fernando -. Hemos venido a tomar "un trago". Aquí lo tiene usted al Adolfo, el hijo de don Ventura. Ha vuelto a nuestro pueblo de cuatro años... ¿Ya no lo reconoce? Adolfo le extendió la diestra, saludándola. Doña Pascuala les invitó asiento en unas sillas desvencijadas. - ¿Y, qué es de la Claudina? - inquirió Fernando -. Esa buena moza no quiere vernos. - ¡Claudina! - gritó doña Pascuala -. ¡Han venido estos viracoches! Al rato, en el vano de la puerta que daba al patio, de falda roja y corpiño blanco, apareció Claudina. Venía destacada y la espesa cabellera negra, partida en una raya en el somo de la cabeza, le caía en dos crenchas, repartiéndose por detrás en dos trenzas gruesas hasta más abajo de la cintura. Sonrió al verlos: fluía una primaveral euforia de toda su persona. Adolfo sintió un emocionado estremecimiento a la presencia de ella. Fernando paseaba por la tienda restregándose las manos. Se aproximó a Claudina y le estrechó la mano con fuerza: - ¿Cómo estás, ricura? ... Tú como, siempre orgullosa; ni siquiera quieres mirarme.... ¡Ay, ñatita linda! ... Pero tienes razón de ser así: ¡como que eres la mujer más linda de nuestra tierra! - ¡Y vos el hombre más mentiroso! - vivaz, locuaz, graciosa, sonreída, repuso ella -. ¡Como que no sabes decir más que mentiras! ... Y por eso andas "encantando" a todas esas chotas. - Bueno, Chaskanawi, ¿no podrías servirnos unos "yungueños"? - Hemos venido – agregó - en primer lugar, a verte, ¡claro! Porque yo no puedo vivir sin verte. - ¡Miren, pues, a este mentiroso! - Y, después a que lo conozcas a este caballero: es don Adolfo Reyes, hijo de don Ventura. Está próximo a ser "Doctor". - Claudina García, para servir a usted - expresó Claudina, extendiéndole la diestra, seria y digna. - Y después, a que nos invites unos "yungueños", de esos que solo vos sabes preparar con tus manos divinas. - ¿Cuántos voy a servir? - Cuatro, pues, ñatita linda. - Mi mamá ya sabes que no toma. - Entonces, tres.

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- Yo tampoco. - Entonces no resulta... Acompáñanos con unito no más. No te vamos a exigir más... ¿Quieres? - Bueno, pues... Por ahora les acepto. Pero no lo hago por vos, ¿entiendes?... No vaya a ser que andes alabándote por ahí... delante de tus "chotas", porque vos sois siempre así: ¡alabancioso! - No lo hagas por mí: hazlo por Adolfo, siquiera porque está recién llegado y se va a ir tan pronto. Claudina fue a preparar los “yungueños". A poco volvió trayendo en una bandeja las tres copas. Doña Pascuala, después de reiterar a Reyes sus servicios, se marchó a la cocina. - Tomaremos, pues, a la salud de don Adolfo - dijo Claudina festejando su "buena llegada" -. Luego que sirvió, tomó asiento encima de la cama. Adolfo continúo sentado y Fernando paseando. De rato en rato se detenía en el vano de la puerta. Avizoraba el paisaje. Frente al tenducho, como a veinte pasos, el molle, verdoso siempre; más allá, el arroyo de "la quebrada", transitado, de vez en cuando, por uno que otro indígena o "imillas que regresaba del río con el cantaro de agua sostenido en el cuadril, mientras el rebozo rojo o celeste iba cayéndoles por media espalda. De tarde en tarde, un jinete que pasaba levantando una vislumbre de polvo al son acompasado del tropel de su caballo. Al fondo de la quebrada, un tapial de adobe, el lindero de la chacra de doña Jacoba Aguilar. Detrás del tapial se alineaban, hasta la playa, ringleras de álamos y sauces reales. Por encima del arbolado, en la lejanía, cerrando el horizonte, las colinas, parduscas las más próximas, rojizas las otras, azulosas las más lejanas, bajo, el celeste turquesa del cielo límpido. Díaz, después de saborear el paisaje, volvió a sus contertulios: - Nos hemos quedado como en misa... Bueno, pues, nos serviremos siquiera. ¡Salud! - Tomaremos por su buena llegada, don Adolfo - añadió Claudina, levantando su copa. - A la salud de ustedes, que son tan buenos - agradeció Reyes. - ¿Y, qué es de la Ignacia? - preguntó Fernando. - Ha viajado a los "minerales", pero ya ha de llegar en estos días. Dirigiéndose a Adolfo: - Aura sí que "las chotas" han de andar "así", como hormigas, detras de él. ¡A cuántas hará pelear! -¿Por qué... ? - dijo Reyes -. Yo no soy un tenorio. Además, voy a estar tan poco tiempo aquí... Y, sobre todo, yo no sé lo que es "enamorar" -concluyó con un gesto de laxitud.

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- ¡Creer que los hombres sean santos! ... ¡Eso, que me lo claven aquí, en la frente! ... O, si no, véando, no más, a este: Ché, Fernando, a ver, di: ¿Cuantas "chotas" tienes? - ¡Ni una! Ni para remedio. Si ya me voy a morir de ayuno forzoso... - ¿Siií...? Si vos no te acuerdas, yo te voy a hacer acordar... (Señalando con los dedos): Una, la primera, para empezar por la mas vieja, la Amalia: una. - ¿L a Amalia... ? ¡No seas loca! Si es mi prima. - ¿Y, eso qué importa... ? Mejor, pues, si es "tu prima". Jina canastero puni kanqui arí kancka... (Así incestuoso siempre eres tú). - Pero si la Amalia es vieja... Lo que me gusta en ella es lo que es viva. Cuando estoy con ella, me divierto de lo lindo. Reímos como guaguas. Es una diabla. - Bueno, la Amalia, una. Aunque no sea más que para que entre los dos se ocupen de poner "mal nombre" a todos los del pueblo. - Para que no te molestes mucho en esta clasificación, vamos a tomar el método de "las más" - dijo Fernando echando la cosa a chacota, por seguir el humor de la Claudina: - La más viva, la Amalia. - Una, la más vieja, la Amalia. La más querida, la Elena: dos. - Bueno, bueno. Pero, ¡salud! Tomaremos prirnero. Y sírvenos otros tres yungueños. Sirvió Claudina. Siguió enumerando: - La más querida la Elena, dos. La más zonza, la profesora, tres. Díaz intentó protestar. Claudina, célere, le interrumpió: - La mas zonza, la profesora, tres. La más "lunareja", la Castita: cuatro. La más fea, la Elisa: cinco! - Y la más linda, tú, ¡seis! Total: ¡tengo media docena! Basta, pues, ¿no? - A mí no me metas, ché: yo soy chola - saltó, incontinenti, Claudina, sin dejarle concluir: - Ya sabes que el agua no se mezcla con el aceite. Para que la lista sea completa... Ah, me estaba olvidando: - Y la más gorda, la Remedios, la de Río Abajo: cabal: media docena... iAh, canastero! Salud, ché: tomaremos por "tus chotas". Tan lindas... ¡Y tan buenas! Tienes razón de no quererte ir a Potosí: aquí eres feliz y hasta ya te han puesto el apodo de "Encantito", ja... ja... jaiii... - Se rió con las mejores ganas del mundo luciendo el doble marfil de sus dientes blancos y diminutos como granos de choclo tierno. Fernando también se rió. Adolfo sonrió apenas. Tomó su copa en silencio. Claudina, semisonreída y mirándole por debajo, le preguntó: - ¿Y, usted, don Adolfo, a cuántas ha dejado llorando en Sucre? ... ¡Usted no dice nada!

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Reyes hizo un esfuerzo por sonreír y se disculpó con un gesto de desencanto: - ¿Yo? ... A nadie. Claudina lo observó: tenía los ojos glaucos, grandes y profundos, bajo una ceja espesa, negra; frente ancha y recta; cabellera abundante y retinta; nariz fina, ligeramente aguileña, labios delgados y pálidos, la tez de un blanco mate. En todo él, así en la expresión de su faz, como en el desgano de sus gestos y ademanes, se delataba algo de fatiga o laxitud, como en esas tardes de otoño cuando la luz perlina del ocaso va desangrándose en una sedeña agonía de oro pálido y se levanta, por entre el bosque amarillento, una luna clorótica, desvaída. Era "un fin de raza", un hombre que había nacido ya cansado de la vida de sus antepasados. La Chaskañawi, fruto jugoso de la campiña, albérchigo rosado y sabroso de tierra virgen, era la afanosa, germinación potente y cálida, el estrépito creador y la euforia dionisíaca de la primavera: cuando vió que también Adolfo la contemplaba, se le salieron los colores a la cara en una oleada de vida, se puso roja como una amapola, le relampagueó la mirada y el palpitar de los senos la sacudió eléctricaniente aflojándola súbito como un desmayo: ella sintió entonces, con la certera claridad del instinto y el ritmo potente de la sangre, ique ella sí lo amaría con una fuerza, con un vigor, con una rabia, con una desesperación!... - iSalud! - dijo Fernando, en ese momento, sin comprender nada de lo que estaba pasando entre aquellas almas tan disímiles y aquellos cuerpos tan antípodas: Adolfo y Claudina levantaron sus copas. A tiempo de servirse cruzaron sus miradas como el resplandecer de dos aceros: en aquel momento se hablaron sus almas. Presintieron que algo fatal iba a ocurrir entre ellos: ¡Ay del día en que llegaran a amarse! Adolfo, de mayor poder. inhibitorio, pudo disimular su emoción. Claudina se puso en pie, desconcertada: - iAy!, no sé que me ha pasado... Me ha venido un mareo. Adolfo se puso en pie también. Balbuceó: - ¿Quée... ? ¿Qué es lo que ha pasado? - miró a Fernando con tal expresión de angustia, que Díaz, rato antes jovial, se sintió como sugestionado por Adolfo. Se despidieron. Reyes, al abandonar la tienda, desahogó su emoción con un hondo suspiro. Fueron caminando en silencio. Sólo cuando llegaron a la plaza y después de descansar un rato, Fernando acertó a deslizar su juicio:

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- Parece que la Claudina se ha enamorado de ti... Y es raro... La Claudina es una chola que no hace caso a nadie. - No digas tonteras, hombre... ¡Que va a enamorarse de mí!... Se despidió. Sentía la necesidad de estar solo. Marchó a su casa lleno de una tristeza inexplicable. V Llegó, por fin, el día de Navidad. Aquel día había sido tan esperado por Julia, que esa mañana despertó alborozada en espera de aquel eterno "algo nuevo" que pusiera un paréntesis de emoción en !a abrumadora monotonía de sus días iguales. La calleja donde vivía era solitaria y tristona. Casucas bajas a este lado, de una sola planta, jaharradas de barro; otras, con el enjalbe desconchado; al otro lado, un tapial bajito, lindero de las chacras. Frente a la casa de Julia, un molle leñoso. En la lejanía, cerrando el horizonte por el Sur, escalonadas serranías sobre el fondo azul claro del cielo más allá de los sembríos que, playa por medio, se extienden frente del pueblo, "en la otra banda". El dormitorio de Julia, un aposento pequeño, con ventana al patio. En la habitación contigua dormían sus padres, don Roque y doña Gertrudis. Julia saltó del lecho. Dirigióse a la cocina. Ordenó a la sirvienta preparase el desayuno. Un huichico se asentó en la copa del algarrobo que verdeaba en el patio. Rompió a cantar con la voz mojada de alborada: "HUAQUICHICUY HUASIYOJ.. HUAQUICHICUY HUASIYOJ.

A las nueve llegó Luisita. Julia la esperaba trajeada ya, de mantilla, para ir a misa. Se encaminaron a la capilla de San Javier. - ¿Habrá baile donde doña Virginia hoy día... ? - preguntó Julia. - Seguramente - conjeturo Luisa - Anoche, dice que "los jóvenes" le han dado una buena serenata y que tiene un buen preparativo. Inusitado movimiento en las calles. Los indios de las proximidades, siguiendo sus ritos tradicionales, celebraban la Navidad efectuando sus "entradas" al pueblo, acompañados por bandas de charcas que dan al aire la melodía monótona de su motivo musical grave y fuerte como la tierra. Las indias endomingadas, unas de aksu (vestido típico indígena) y, otras ya en proceso de cholificación, de rebozos rojos o azules de "bayeta de Castilla", daban animación al villorrio, que se iba poniendo movido y vistoso.

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Las dos amigas llegaron a la capilla a media misa. Estridulaba un alegre repiqueteo de castañuelas. A trueque de los apropiados villancicos, como el cantor y armonista no sabía otra cosa que kaluyos y huaynos no cesaba de verter desde el coro aquella música de farra, con lo que a algunas cholitas alegres les escocían los pies por bailar una cueca delante del altar del niño Jesús recién nacido. El tata cura, que se había despertado esa mañana con un chaqui (sed) espantoso, pues la noche anterior anduvo de fandango donde unas imillas de "El Rancho", al elevar el cáliz rogaba a Dios que el vino se le convirtiera en chicha.

Adolfo, por curiosidad, se encaminó también al templo, con Fernando. A la sombra del algarrobo al frente de la iglesia se encontraban algunos caballeros. Entre éstos, don Pascual Vega, padre de Amalia y esposo de doña Virginia que ese día cumplía años. Al oído le dijo: - Hoy es cumpleaños de "la vieja". Te esperamos en "El Rosal". No faltes. Don Pascual cumplía a maravilla aquel sabio consejo de Lista: Feliz aquel que no ha visto más río que el de su tierra. De San Javier más allá, sólo conocía las haciendas de "Río Abajo", hasta Viñapampa, donde el heredó una extensa propiedad. Un buen día la vendio casii regalada, como ahora estaba haciendo con el resto de chacras que recibió de sus antepasados, guerrilleros de la Independencia, conforme demandaban sus calaveradas. Aunque no harto de éstas, se casó con doña Virginia Villafani, la que le dió una sola hija, Amalia. Don Pascual era alto, nervudo, de fisonomía atrayente, nariz aguileña y ojos verdes, con esa jugosidad reilona del “ojo alegre".

A las dos de la tarde, Adolfo se encaminó a "El Rosa!". Venció "El Rancho", ancha explanada donde se desaparramaban las chujllas de los indios y algunos tenduchos de imillas más o menos jacarandosas y zandungueras, generosas. Cuando llegó a la casa-hacienda de don Pascual, divisó en medio del alfalfar la concurrencia, en animada jarana. Cuatro parejas bailaban "bailecitos de la tierra", sobre un retazo del alfalfar recién segado.

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Aproximóse a cumplimentar a doña Virginia. Ésta, con otras señoras, descansaban a la sombra de unas higueras. En otro grupo estaban don Pascual, don Agustín Villafani, don Juan Manuel Díaz - padre de Fernando - y otros. Los mozos distribuían sendos vasos de chicha y vino. A un lado se había congregado la estudiantina de guitarras, bandolines y una quena, bajo la dirección de Hernán Martínez y Guillermo Ruiz, melómanos fervientes. Ahora, con voz clara y fuerte, iban cantando coplas kesjwa españolas, plenas de sentimentalidad criolla: ¡Ay, paloma, ricususpa, tan hermosa!... Cusiymanta sonkoy ppanchan, como rosa. Huichiculla kutipuyman, ¡vida mia! Takispa willasunaypaj, mi alegría... Kan mamayoc causanayta, ¡que delicia! Guajcha cayniypi tarini, ¡tu caricia! Don Pascual distraía a sus contertulios con una viva rememoración de los Carnavales de "su tiempo". - ¡Pucha, hombre – decía -. Aquellos Carnavales si que eran Car-nava-les... No como los de ahora, que ya no sirven para nada... ¿Quée? Entonces no había peleas ni rivalidades de partidos políticos, ni rencillas de ninguna clase. Entonces se bailaba y se jaraneaba de lo lindo, sin que nadie diga nada... Se hacía derroche de verdadera alegría. - Una alegría helénica - observó Fernando. - ¡Qué Elena ni que niño muerto! La Elena será buena para vos. Entonces las cholas eran buenas y no como las de ahora que solo saben parir antes de bailar. iCaray, hombre! ... – suspiró - ¡Aquella Lindaurita! - dijo arrastrando las sílabas y relamiéndose los labios como si saborease el hidromiel de los dioses. ¡Ésa sí que era rica hembra! - Ah, sí, pues - ratificó don Juan Manuel -; la Lindaura, la que después se hizo robar con el Romualdo, el hijo de la Bernita. - Exacto, la misma - certificó don Pascual. Se iluminaron sus pupilas con un cálido brillo. Después frunció las cejas, negras y arqueadas.

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Cogiéndose el mentón con la diestra, recordó: -¡Las locuras que habré hecho yo por ella! - Se quedó pensativo, aflorante y saudoso. Luego prosiguió con mas brío: - Una vez, me acuerdo mucho, fué... ¡precisamente para un Carnaval! Yo, estaba joven, mas o menos como éste -por Adolfopero no era tan presumido como este... teólogo... ¡Baff! Los jóvenes de ahora son unos desgraciados; ya no saben divertirse, Bueno, pues, para un Carnaval... prosiguió narrando, con sus pelos y señales, las locuras que había hecho "por la Lindaurita". Concluyó suspirando: -¡Qué maravilla eran los carnavales de antes...! Adolfo, sugerido por la evocación de don Pascual, trató de representarse imaginativamente aquellos buenos tiempos de tan bella vida patriarcal y agraria. - Los jóvenes de ahora no son alegres - observó don Pascual -. Véanlo, por ejemplo, a éste. . ¡Andá, bailá, hombre! - No puedo bailar, tío. Estoy de luto de mi padre - repuso Adolfo. - Entonces, enamorá siquiera... ¡No seas zonzo! ¿No ves aquellas chotas con sus trajes colorados? ¿No te gustan? Era el coro formado por Julia, Luisa, Matilde Ruiz, las dos Manrique y Amalia. Después de bailar, habían tornado asiento. Se abanicaban con sus pañuelos. Los mozos repartían sabrosos vasos de chicha de maní con vino, espolvoreada de canela. En la atmósfera cálida lucía radiante el sol primaveral. No había una nube; ni una brizna de viento raleaba el ambiente. Al rato se perfiló en el vano de la puerta de calle la figura prócer de Miguel Mariscal. - ¡Bravooo! ;Bravooo! - voceó la concurrencia. Mariscal era la figura sirnpática de San Javier. Todo le favorecía para ello: su gallarda apostura, su campechano don de gentes y sus prestigios bien ganados, de tenorio reincidente. - ¡Oh, mi querido "socio", venga un abrazo para usted más! - expreso Mariscal, ciñendo con un fuerte abrazo a don Pascual, después de que cumplimentó a doña Virginia. Entre ambos se trataban de "socios". Se mancomunaban para sus correrías nocharniegas. - ¿Qué prefieres, un vino, o una chichita? -obsequioso, demandóle don Pascual. - Una chichita, para el calor - afirmó Mariscal, tomando asiento. Se destocó, para limpiarse el sudor, y dirigiéndose a Reyes: - ¿Y, vos qué haces? ¿No bailas? - Dice que no sabe - replicó, socarrón, don Pascual.

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- Entonces, podemos enseñarle nosotros -rosmó, sonriéndose, Mariscal -. A ver... ¡Que toquen una cueca! ¡Don Pascual en baile! Don Pascual se incorporó. Sacó su pañuelo. Se aproximó al corro de muchachas. Invitó a Matilde Ruiz. Los circunstantes aplaudieron. - ¡Bravoooo! La Estudiantina comenzó a preludiar las notas fuertes, ágiles y saltantes de la cueca, que rasgaban el ambiente sereno de la tarde como una cuchillada de pasión y difundían ese color rojo y ardiente que esparce la cueca. Don Pascual bailó a la usanza de sus tiempos, ceremoniosamente, con mesurados pasos y profundas venias. Al final, se largo con un parejo zapateado. Graciosamente puso rodilla en tierra a los pies de Matilde. Ella lo miraba sonreída con el pañuelo en alto. Nuevas parejas prosiguieron bailando. Adolfo se aproximó a conversar con Fernando. Después de bailar tomaba el fresco. - No sé - le dijo Reyes -; estas provincianas no me llaman la atención. Me parecen tontas. - No creas, hijo - repuso Díaz-. No las conoces. Vamos a conversar con ellas. Se allegaron al grupo. Estaban ahí la profesora Ernestina Cárdenas, Matilde y Amalia. Fernando les invitó a servirse. Ellas apenas besaron sus vasos. La Cárdenas, alta y maciza, medio machuna o machona, se apresuró en aproximarse a Reyes. Cruzó, con desenfado, las piernas. Con la mayor Ilaneza le preguntó: - ¿A usted qué clase de mujeres le gustan, las gordas o las flacas? Adolfo, desconcertado, no supo, por lo pronto, qué responder. La Cárdenas era una de esas mujeres echadas a perder en su virginidad intelectual por la Pedagogía e inclinada a hablar de asuntos escatológicos. Ella creía que eso le daba el rango de "mujer moderna", desprejuiciada e inteligente, cuando sólo era de una brutal sexualidad en el fondo. - Me han dicho que usted es muy voluble - expreso Adolfo -. Por eso no me he atrevido a enamorarla. - No soy voluble: soy voluptuosa - replica ella. - De juro que esta estúpida no sabe lo que esta diciendo - penso, para sí, Reyes. Mientras tertuliaban, Julia iba observándolos de lejos. Caía la tarde. Un airecillo fresco comenzó a correr por el arbolado. Al rato, pasaron al comedor, instalado en el cnrredor de la casona. Allí se sirvió la copiosa comilona. En la primera mesa las personas

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mayores y en la segunda "la dorada juventud", como dijo Mariscal. Se charlaba de política. Como todos ellos eran "liberales de cepa", "desde el tiempo del General Camacho", el numen tutelar de la provincia, se desataron en apóstrofes al Gobierno. En especial al "tirano Saavedra" y al Cura y el Subprefecto, hediondos saavedrientos que andaban envalentonando a la cholada. Eran peores bestias que los "cuatro asnos del Apocalipsis". El señorío liberal de la provincia huía de ellos peor que de is fiebre exantemática. En la mesa moza, presidida por el "Maestro de la Juventud Corrompida", como a sí mismo se llamaba Mariscal, se habló de la suerte que éste tuvo siempre con las mujeres y de sus numerosas conquistas. Aquél reconoció y refrendó su prestigio: - ¡Claro! - afirmó con énfasis -. ¡Ninguno es más gallo que yo! Adolfo lo observó. Era un hombre guapo, con esa guapeza viril que gusta en todas partes y más que en ninguna, en San Javier de Chirca. Como la típica provincia "heroica" profesa el ancestral "culto del coraje". Descendiente Mariscal de guerrilleros de la Independencia y de impenitentes revolucionarios de la primera época republicana, se ufanaba de ello. Aunque ahora, ya no forjaba, como su abuelo, revoluciones para derrocar gobiernos, era un eximio desbravador de ganado vacuno, jinete consumado. Mas, ya cansado de haber librado a tantas mujeres del tormento de la castidad aldeana, ahora había encontrado su jubilación de Tenorio emérito, en los brazos gruesos y maternales de doña Rosa Aguilera, una respetable matrona, viuda de un célebre Subprefecto. Su apodo era "La Guallpa-pecho". (Pecho de gallina). Se confirmaba en Mariscal, lo que de los Tenorios decía don Miguel de Unamuno. "El destino de los Tenorios es el de los gallos viejos, caer en poder de una zorra". Empero, a despecho de su zorra, Mariscal ahora andaba en galanteos con Irene Manrique. Ésta, no obstante estar comprometida con Zacarías Rodríguez, un buen hombre que trabajaba en el mineral de "San Patricio", se mostraba encantada de los galanteos de Mariscal. - De un buen torero se dice - confesó Miguel - que es jugado en siete plazas. Yo de mí puedo decir que soy un gato vencedor en catorce tejados. - ¿Así infame eres.. ? - querellosa, le increpó Irene. - No es infamia, rubia: es caridad... La misma Doctrina Cristiana nos manda amar a nuestros semejantes como a nos otros mismos. Eso es lo que yo he hecho en mi vida. – - ¿Pero acaso la Guallpa-pecho es tu semejante?

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- No me levantes su mal nombre en vano. Ya te he dicho. - Guaj, éste, ché, lo que dice... iSinverguenza! La profesora, entre tanto, iba suministrándole cada pisotón a Reyes e insinuándole las piernas de una manera tan persuasiva, que el damnificado, en un momento de esos, derramó una copa de vino sobre la manga de su vecina, la humildosa Luisita Villafani. Felizmente a la sazón, se le ocurrió a don Laureano Méndez brindar por la del diachacu. Se puso en pie, se quitó la servilleta que blanqueaba en la comba de su vientre pantagruélico y levantando su copa, comenzó a tartamudear: "Señoras y señoritas: Brindo esta copa de vino por la felicidad de la señora Virginia que aura está rodeada por toda su parentela y especialmente por los amigos que tanto la estimamos... Que coronas de pan... pan... de pámpanos y de rosas coronen sus sienes y cuán feliz debe set al tenerlo a su marido aún vivo, nuestro ilustre partidario político don Pascual, que es... que es... - Si no sabe lo que es -gritó Mariscal de la segunda mesa -, cállese, don Laureano. El orador se atufó. Mariscal le había hecho perder la ilación de sus ideas. ... "el esposo de doña Virginia y bebamos esta copa de vino por la presente fatalidad... no... no... ¡Qué fatalidad! ... Es la felicidad de don Pascual que hayga encontrado una esposa que... le... que... le (estaba por decir "aguanta todo") que... le sirve en todo y que hoy cumple un año más de vida en el polvo del camino de la vida." - Este pobre don Laureano se atora con sus propias palabras comentó Mariscal y volvió a vocear: - Bueno, basta de discursos, que se nos enfría el café. Mejor es tomar sin rebuznar tanto. El orador no hacía caso de nada. No sabía cómo concluir el brindis: - Tuff... Tufff... escupió. Contempló atónito al auditorio, donde asomaban ya signos de fastidio. - Sí, señores - dijo, por fin -. Bebamos esta copa por la fatalidad de doña Virginia... - Vació su copa hasta las heces. Mariscal se aproximó a don Laureano. Le ratificó, sardónico: -Por usted, don Laureano, una copa personal, por la fatalidad de doña Virginia... Algunos pudieron reprimir la risa. Otros largaron la carcajada. Don Laureano ardía de cólera. En medio de las risas, se puso en pie don Agustín Villafani.

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Todos callaron. Don Agustín era respetado en Chirca por su hombría de bien. Agradeció en pocas palabras, a nombre del anfitrión, el brindis Laureanil. Mariscal, que, cuando se encontraba en copas, no tenía pelos en la lengua, se dirigió a don Pascual: - Oiga, socio, este don Agustín, ¿es su abogado? - ¿Por qué, compañero? - Porque se lo está hablando a ruego... - Ya sabes, "socio", que para estas cosas de teólogos, vos y yo, somos legos. Libres de la elocuencia de don Laureano, comenzaron a desatarse las lenguas y a flexionar los codos. - Una personal - le dijo Mariscal a Irene-. Él vació de golpe la suya. Al ver que Irene no hacía lo mismo, la cogió por el talle y la obligó a beber la copa de vino, tal como él lo había hecho, "hasta las heces". Los de la primera mesa se levantaron. Los caballeros salieron al patio. A tomar el fresco. Miguel propuso a los de la segunda: - Vamos a la huerta. Vamos a hacer la digestión. Hemos tragado como puercos del rey. - Vamos, Irene. Si ustedes quieren, nos siguen. - Claro que te seguimos - repuso Adolfo - porque no hay confianza en "los artesanos". - Artesano seras vos, mameluco -contestó, rápido, Mariscal -. Como vos eres el único "anormal" entre nosotros, es necesario que te normalices un poco con la maestra. Se dirigió a la huerta llevándose del brazo a Irene. Tras ellos fueron Fernando con Matilde y Luis y Adolfo con la Cárdenas. Guillermo y Hernán marcharon al salón en pos de sus instrumentos de música. Adolfo, harto de la profesora y ansioso de aprovechar la audacia que le habían dado las copas, se libró de la coyunda normalística. Se encaminó al salón, en pos de Julia. - Venía a invitarla para que entremos a la huerta. Sus amigas ya estan allí - le dijo, ofreciéndole el brazo. - Bueno, pues - repuso Julia -, ya que usted quiere. Pero, ¿no se enojará su profesora? - Ya me tiene reventado. No veía la hora de separarme de semejante "jamona". - ¡Ay, Jesús.. lo que dice! - rezongó, pizpireta, Julia, dándoselas de solidaria con el infortunio jamonil: - ¡Qué malos son los hombres! - Las que son malas - arguyó Reyes - son las mujeres. Aprovechando que tenían que pasar la acequia por una pasarela:

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- Déme la mano. No vaya a caerse. Apóyese en mi brazo.. . Ya está... ¿No ve que yo sé conducirla por el buen camino? Fíjese: ¡ya estamos en la huerta! Se encontraban a la derecha del alfalfar. Entraron por un portillo angosto. Reyes, a fin de no dar pronto con los amigos, la condujo por un sendero que rodeaba el jardín. Había luna. El ambiente saturado por todos los aromas de la huerta: el aroma carnal y capitoso de las madreselvas que escalaban por los muros del tapial, de las clavellinas, de las violetas rastreras y el perfume, ingenuo y simple como el alma de una aldeana, de las malvas y albahacas. De trecho en trecho, los molles de tallo grueso y vigorosas ramazones donde se enredan los sarmientos de vid. - ¿Y por qué me decía que las mujeres somos malas? - preguntó, ansiosa, Julia. - Porque toda la tarde yo me la he pasado devorándola con los ojos y usted, ni siquiera me ha hecho la caridad de una sonrisa... ¿No es crueldad eso? - Sí, ¿no?... ¿Me cree usted una zonza? ¿Cómo lo iba a mirar a usted, si usted estaba "encantado" con esa... normalista...? Pero, vaya, para que vea que no soy mala, le regalo este clavel. Se detuvo junto a una mata de ellos. Cuando se inclinaba a arrancar uno, Adolfo la tomó del talle y le robó un beso. Ella se puso seria y alisándose con la diestra el cabello, regañó: - Pero.. ¡que atrevido había sido usted!... ¿Por qué me besa? ... ¿Acaso usted es mi novio? Mas, Reyes, a quien el claro de luna, el paseo nocturno y los ojos lánguidos de Julia lo habían puesto romántico, transportándolo a 1830, decidor y audaz, la cogió de las manos. Trémulo de emoción, le confesó: - Sí, Juliecita: no sea mala conmigo: yo la quiero a usted... la adoro con un cariño tan grande, tan grande... ¡que después de mi madre no hay persona a quien quiera más en la vida! Julia, que escuchaba férvida estas palabras, como si fuera bebierido en ellas un deleite inefable, no pudo articular palabra. Inclinó la cabeza como desvanecida por un vértigo. Le parecía que en ese momento había cambiado su existencia. Iba despertando a la vida, a una vida distinta donde todo era azul, azul de lejanía ensoñadora. Tanta fué su emoción que, sin pensarlo ni quererlo, se puso a Ilorar con enternecida pasión. Adolfo, no menos emocionado, pensó: -iQué mujer tan buena!- Se sintió traspasado hasta la médula del alma por esas lágrimas tan conmovidas. Transcurrido un momento de etérea emoción, le dijo

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con ternura, tomándola amorosamente de las manos: - ¿Pero, por qué llora...? ¿Acaso mi amor la hace tan desgraciada? Ella se repuso. Limpiándose las lágrimas, murmuró con una voz trémula de sollozos: - No me diga mala... Lloro de dicha, de felicidad.. Yo nunca he querido a nadie y a mí, tampoco nadie me ha querido... y usted es tan bueno... tan bueno... - que, aunque mienta, su mentira es tan dulce... ¡y yo lo quiero tanto! - Pero por que ha de ser mentira, Juliecita? ... ¡No seas mala! - Entonces, jure, si no es mentira, bese esta cruz - le.presentó una crucecita de oro que, colgada de su cadena, adornaba su pecho. Con su típica expresión de languidez romántica se ceñía contra él como un cervatillo que busca amparo. - ¿Vé? - expresó, Julia, suspirosa -. Ya llegamos... ¡Qué corto es el camino de la felicidad! En el fondo de la huerta se destacaba el grupo de las amigas. - ¡Velay, éstos sí que lo estan haciendo bien! - murmuró Luisita con su adorable simplicidad y sin parar mientes en lo espontáneo de su juicio, cuando los divisó. La profesora no pudo disimular su asombro. Sin caérsele el gesto de pasrno del rostro bobalicón, los miró como quien no da fe a la percepción de los sentidos. Pero al ver que familiarmente tomaron asiento juntos, integrando el corro, se le encaramó al corazón una cólera tan enemiga como la ponzoña de un áspid. Poniéndose violentamente de pie, increpó a Reyes: - Hágame el servicio de acompañarme a la sala. - No vayas - le susurró al oído Julia, querellosa y tierna. Adolfo, con desenfado, contestó a la maestra: - Perdone, señorita. No puedo. - ¿De modo que no puede? Fernando acudió, conciliador: - Si me permite, la acompaño yo. - No, gracias - repuso, amoscada -. Tengo que hablar con él. - Pero hablen no más aquí - advirtió Mariscal, despectivo -. Nada malo se dirán. -Recostado sobre la grama, apoyaba conyugalmente su cabeza en las faldas de Irene. Contemplaba con búdica quietud el cielo. - ¿Por qué eres tan bruta? - soltó Julia -; si él ha dicho que no quiere acompañarte... - río intencionada. - Porque soy así, bruta. Y sinverguenza: por eso ando detrás de los sacristanes - repuso la profesora, aludiendo a ciertas maledicencias aldeanas sobre la conducta de la Valdez. Habría continuado la Cárdenas denostándola a Julia. Medió la palabra tajante de Mariscal:

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- Bueno, no se peleen: Si quieren chasquearse vayan a la chacra. -Qué atrevida es esta ¡normalista! - vociferó la Valdez, recalcando el último vocablo y fulminándola con una mirada de mayestático desdén. La profesora ya no escuchó la nefasta palabra. Había fugado. Una euménide desmelenada. - Mejor que se vaya esa waca-waca - bostezó Mariscal. Luisita, con sus ojos de cordero degollado y su alma de bienaventurada, preguntó: - Y ¿dé que ha sido? - De nada - evadió Reyes. - De celos - afirmó Fernando. - De envidia - sostuvo Julia. - Kari-pleito - remató Mariscal. Se presentó un sirviente. De parte de don Pascual. Invitaba pasaran al salón. El salón fulgía iluminado por gruesas bujías de esperma equilibradas en arcaicos candelabros de plata. La Estudiantina preludiaba un kaluyo. Don Pascual propuso: - ¡Agárrense en rueda! ¡Vamos a dar una vuelta por la chacra! ¡La luna está hermosa! Con estridulante júbilo acogieron la idea. Mozos y mozas, los caballeros y las señoras, todos, era lo de costumbre, cogiéronse fuertemente de las manos y formando una cadena de personas, salieron al patio. La noche, serena; azulado el cielo. Mariscal se colocó a la delantera, dando la mano a Irene. Entraron al alfalfar, después Ilegaron al maizal, lo cruzaron formando martillo bajo los álamos que alinderaban "El Rosal" y retornaron por el otro lado de la chacra. Ya en el patio, la Estudiantina se colocó al lado de un rosalaurel obligando a "la rueda" a danzar alrededor de la adelfa que difundía ahora su fuerte olor de almendra. Mariscal, que dirigía la pandilla, obligábala a ejecutar los más divertidos movimientos y contorsiones: tan pronto los de la rueda debían apresurar el ritmo de la marcha y correr, como les forzaba a que se diesen vuelta, o, permaneciendo en un solo sitio, les hacía marcar el paso, o que se fuera formando a su contorno un rollo de personas que bailaban las unas tan cerca de las otras, que se sentían el aliento y el jadear sofocado, o tomando una nueva e inesperada direccóon, ocasionaba que se separasen y confundiesen las parejas, lo que causaba sorpresas, gritos, risas, hasta que lograba imponerse el "requintado

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chillador" de la guitarra, los trémolos de las bandolinas, el sollozo prolongado de la quena. Un relente suave comenzó a sacudir el arbolado. Las flores, a la vera de la acequia, difundían cálido perfume; la noche, diáfana y las estrellas, en el terciopelo turquí del cielo, rebrillaban como un miliunanochesco enjambre de abejas de oro. La gente estaba poseída de un alegre sacudimiento erótico. Era la dionisíaca expansión de los instintos vitales. Las jóvenes sudorosas, olían a sementera. Reían a boca llena. Los mozos las apretujaban sin cuidarse de miramientos. Aquellas buenas gentes habían vuelto a áureos tiempos arcádicos cuando para la vendimia se sacrificaba un macho cabrío al todopoderoso Dyonisos, dios del amor y del vino. La servidumbre comenzó a repartir sendos vasos de cerveza que fué aplacando la agitación y el bochorno. Adolfo, fatigado, en un extremo del salón, tomó asiento junto a Julia. Enternecida ella, suspiraba hondamente, clavando a Adolfo su mirada apasionada y sedienta: - ¿Me prometes, me juras, no olvidarme nunca, quererme siempre? - Sí, te juro.. Se aproximó a ellos, pizpireta, Amalia: estaba trajeada de negro, de terciopelo, con un escote hecho peor que de intento: le hacía resaltar la blancura ebúrnea de los senos a través de un tul negro pespuntado con motitas de seda. - Lo que es ustedes... ¡modelo de enamorados! - afirmó, sonreída -. Bueno - agregó cogiendo de la mano a Adolfo -. Me lo llevo a "tu chico", ché, porque ustedes ya me dan envidia estando siempre juntos y queriéndose más que Pablo y Virginia. Mas, a poco, don Roque se puso de pie, disponiéndose a marcharse. - ¡Ya comienza este tu viejo! - refunfuñó Matilde -. Así, no nos deja que nos divirtamos ni un momento siquiera. ¡Lo mismo es mi mamá! No hubo manera de retener al inflexible don Roque. Se fué con Julia. La jarana siguió con más animación. Sólo Adolfo se quedó rabioso y triste. Quiso retirarse él tambien. Mariscal le aconsejó: - No te escapes, hijo: no te conviene: si te vas, mañana han de decir en el pueblo "que tenías cita con ella... y a deshoras de la noche" y después del baile y Dios sabe el diluvio de comentarios que vas a levantar. Yo tengo experiencia, pues, en estos momentos. No te retires. Andá, más bien, a hacer atenciones a las viejas. Yo me voy a la cantina: ya me he cansado de bailar. - ¡Viejo estúpido! - rabió Reyes -. ¿Qué mal le hago festejando a su hija para que se la Ileve tan pronto? Y la pobre... ¡tan contenta que estaba!

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De mal talante se allegó al grupo, de señoras y señoritas solteronas. Tomó asiento al lado de doña Josefa Villafani, hermana de don Agustín y tía de Luisita. - Está muy alegre la jarana -observó ella. - Sí - repuso Reyes -, pero yo ya estoy triste. Don Roque se ha enojado porque he bailado con su hija y se la ha Ilevado. - Pero si aquí hay otras que bailan mejor que ella. - Es que me da rabia que su padre sea tan severo con ella. Estos viejos estúpidos no saben que sofocándolas así, a sus hijas, hasta en sus más inocentes expansiones, las vuelven hipócrita y resentidas y hasta las obligan a tomar resoluciones desesperadas. - Lo que hay es que tú estás enamorado de ella -reflexionó doña Josefa. - ¿Enamorado...? Yo la estimo mucho... Eso es todo. - La quieres. Si no fuera eso... Te importaría tanto que se vaya... - Sí, la quiero .. pero, ¿ella? - ¡Te adora! - ¡Oh, no! - ¿Por qué no? Ella me lo ha dicho. Pero, tú piensas casarte con ella? - ¿Acaso para amarse es preciso casarse? El matrimonio es la tumba del amor. - ¡Oué absurdo! Si no piensas casarte con ella, no debes perjudicarla. - ¿Perjudicarla... ? Al revés: le hago un bien, porque no dehe haber cosa más triste para una mujer, que pasar su juventud sin haberla Ilenado de un grande amor, de un amor idealista, romántico y puro, como son los de esa edad. Después viene la hora seria, o fúnebre mejor, del matrimonio, los hijos, la vida prácti-ca, pero, mientras tanto, hay que vivir plenamente la ilusión del amor: ¡esa dichosa ilusión del amor! - Creo que estás mareado -afirmó dona Josefa-. Lo que dices es un absurdo. Si no piensas casarte con ella, no la engañes, ni perjudiques. Después ¡quién sabe haya un buen hombre que quiera casarse con ella y al saber que ya tuvo amores, no quiera! -Hablaba la experiencia en cabeza propia y ajena por los labios quincuagenarios de doña Josefa. Don Pascual inició un "baile en batalla". En una fila las mujeres y en otra los hombres. Al final de cada kaluyo pasaba por "la calle de la amargura según el turno, un hombre o una mujer. Le suministraban una tunda pintoresca de pañuelazos. Las "potencias hostiles" que Ilamaba Mariscal al grupo de viudas y solteronas que no bailaban, se

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distraían murmurando: - ¿Han visto ustedes cómo ese "perdido" del Gregorito ha venido a faltar "a la sociedad"? - decia doña Engracia Martínez. - Es un sinvergüenza - ratificó la profesora, agregada ahora a "las potencias". - A ese gualaicho no deben invitarlo a ninguna reunión -reflexionó doña Lucia v. de Cárdenas, madre de la maestra- porque lo primero que hace es emborracharse y faltar a las personas de respeto. - Este viejo don Pascual tiene, pues, la culpa -observó doña Judith viuda de Bustillo. - ¿De qué, tía? - inquirió, sentándose a su lado, Fernando. - De que te vaya tan mal, pues, hijo: ¡no ha venido "tu paloma"! Pero... ¡que tonto! ... ¿Por qué te hiciste pescar el otro día? Te habían encontrado besándola a la Elena en la puerta de calle. ¿Por qué no te buscaste otra oportunidad más propicia? ¡Qué tal habrá sido la felpa de doña Ángela, ella que es un tigre con sus hijas! Mas, Fernando, lejos de pensar en Elena, iba admirando, con deleite, a su tía, que siempre le fué apetitosa: era alta, de talle airoso, labios gruesos y sensuales y lucía una seductora y sabrosa entrada de garganta como de mármol hecho carne que exornaba aún más su traje negro. A Fernando le vino un fulminante ataque de enamoramiento de su tía, sol de otoño. Un sol de otoño que envidiaría la primavera del mediodía... - Le juro, tía, que esta noche está usted más linda que de costumbre. ¡Usted es la mujer más graciosa que he conocido! - Respeto, chico - replicó ella, fingiendo enojo, pero no pudo disimular una coqueta sonrisa y le brillaron los ojos. Díaz la invitó a la cantina. Fueron. - ¿Qué quiere servirse? - Yo, una taza de café, ¿y tú? - Un vermut. Les trajeron. - ¿Por quién quieres tomar: por la Elena o por la Amalia? - Por ninguna de las dos, por usted. - ¡No seas hipócrita! A ver, resuelve; ¿a cual de las dos la quieres más? - Ya le he dicho que a usted. - Bueno, sí. Pero a mí me querras como a tía, esta claro. Yo te pregunto, ¿a cuál de las dos la quieres como a "enamorada"?

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- Yo no "pololeo" con ellas sino por puro aburrido. Pero suponga usted que yo la quisiera a usted no como a tía, lo que es de mal gusto, sino como "a enamorada": ¿se enojaría usted? - ¡No faltaba más! -repuso doña Judith con un fingido guiño de enojo y censura, pero luego se sonrió plácidamente y agregó: - Vamos, no seas necio: toma to vermut, es mejor. - Es que está un poco amargo. - Mejor así, es más rico: Las bebidas muy dulces empalagan pronto. Rieron. Cuando regresaron al salón, Gregorio Ustares bailaba una cueca desenfrenada con Amalia Vega. Para justificar sus movimientos desordenados, advirtió que "así se baila en Chile". - ¡En que Chile habrá aprendido éste! - comentó don Pascual -. Debe de haber sido en la calle "Peligro" de Uyuni. Comenzaba ya a clarear. Varias familias se habían retirado. A las que aún quedaban, doña Virginia les obsequió con una sabrosa kalapurka. Les supo a gloria. VI Se recogían del baile: Matilde del brazo de Adolfo; detrás, Fernando con la madre de aquélla, doña Máxima. - ¿No sientes frío? - preguntó Matilde. - Nada: este clima es encantador. Uno se puede farrear hasta el amanecer y no le pasa nada. ¡Y que linda esta la mañana! - Sí, muy linda: fíjate allí, en la cumbre de aquel cerrito de Santa Rosa. Adolfo avizoró: era una manchita pálida, amarillenta, que coronaba la cúspide. El pueblo dormía aún arrebujado en el lecho de la sombra nocturna, empalidecida ahora. El cielo se aclaraba y del azulado verdoso iba pasando a un rosa tierno. Del fondo de las cañadas emergía la niebla vaporosa como el aliento de la campiña y en la atmósfera flotaba un hálito de vida henchido de gérmenes como una mujer pubescente. - Es una sensación curiosa la que se experimenta - expresó Reyes cuando a esta hora pura y fuerte del amanecer, uno se recoge de una jarana: es una sensación mezcla de pena, de desgano, de no sé qué: Yo al día siguiente de un baile muy alegre, me pongo muy triste. - Eso deben de sentir ustedes, los tunantes - replicó Matilde. - ¿Y, tú no?.. ¡Vaya! Apostaría que ahora estás comenzando a tener pena de que se hubiera acabado el baile. Lo que es yo he sentido mucho estas sensaciones que son únicas, especiales. Es en las ciudades donde se experimenta más intensamento esto: cuando uno

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se recoge a eso de las tres, de las cuatro o las cinco de la mañana, friolento, fatigado, con hastió del placer y un cierto remordimiento, como si hubiese cometido algo malo, aunque nada ha hecho uno, se tiene el sentimiento de que ha hecho algo malo y, aunque la calle esté desierta, nos parece que "alguien" nos sigue: una persona que no podemos ver y que no nos atrevemos a verla tampoco y que tal vez no es nadie, sino nuestra susceptibilidad o nuestro subconsciente aguzado por el remordimiento, o el miedo, o el Ángel de nuestra Guarda que llora nuestros desvíos, o un alma en pena, o el Diablo, tal vez. - ¡Ay, Jesús! No hables así: me has hecho asustar. ¡Y qué hablador habías sido! ¡Yo no te conocía así! - Pues ahora se me ha desatado la lengua. Esta sensación que te digo y que yo no puedo explicar, esta admirablemente dada en un verso de Gregorio Reynolds, cuando dice: y el alejarse, solo, y el paso por la acera, furtivo, de aquel alguien que nunca pude ver. - ¿A ti no to gustan los versos? Matilde no contestó. - Mejor así - pensó para su capote Adolfo- porque me hubiera soltado alguna estupidez y se me hubiera malogrado el paisaje-. Adolfo estaba comenzando a encontrar bonita a Matilde y le dijo: - Bueno, perdona esta lata: yo to estoy hablando de... sociologia, en vez de hablarte de amor, ya que estoy con una mujer y mujer bonita. Matilde sonrió. Lo que venía diciéndole Reyes se le hacía muy cuesta arriba, pero expresó, por decir algo: - Sí, a mí también me gusta mucho hablar con una persona inteligente e ilustrada como tú: no creas que sólo el amor nos interesa, también nos gusta... que es lo que has dicho? - La sociología. - Eso es: la sociología. Cruzaban por la amplia explanada que va desde "El Rosal" hasta la quebrada este de Chirca, popularmente denominada "El Rancho". A la derecha se esparcían las chacras y los alfalfares y del otro !ado las "chujilas" de los colonos, cabañas de adobe de angosta puerta y techo bajo. De los chociles comenzaba a surgir el humo de los hogares. Matilde y Adolfo continuaron departiendo hasta que llegaron a casa de doña Máxima. Adolfo se despidió. - Si mañana sabe la Julia que has venido acompañándome, ¡buena

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te espera! -sonreída, le dijo Matilde. - No hay cuidado - replicó Reyes -. Yo le diré que he venido en una bella compañía. Cuando Adolfo ingresó a su casa, la servidumbre ya se había levantado y comenzaba el doméstico tráfago de la vida cotidiana, la tonta industria de vivir la vida prosaica y material de todos los días. VII Comentaban los incidentes del dia anterior. Con ellos estaba el doctor Álvarez. Éste, renuente a esas "jaranas", como las llamaba despectivamente, no concurrió a la de don Pascual. Miguel reía remedando a don Laureano: - ¡Que los pámpanos y las rosas! ... ¿De dónde habrá sacado tanto pámpano don Laureano? Hace tiempo que nos tiene trajinados con los tales pámpanos: los suelta hasta en los entierros... ja... ja... - Debe de habérsele pegado de alguna novela de Vargas Vila observó Fernando. - ¡Ah, y vos, bandido! ¿qué cosas le estabas diciendo a tu tía Judith? ¿Crees que no te he oído? -¿Y, vos, las cosas que le has hecho a la Irene? - Nada de malo, ni que esté reñido "con la moral y las buenas costumbres". La invité a tomar una copa "personal" conmigo, como yo acostumbro: ella tomó y se mareó un poco. Después comenzó a jurarme que ella no me ha engañado nunca, que me quiere y que por qué yo soy tan ingrato. Hasta me pidió celos con las otras. - ¿Y a la Rosa no hizo alusión? - ¿Qué iba a decir? Todo el mundo sabe que es mi querida. Álvarez a Reyes, con sorna: - ¡A tí también ya te están gustando las jaranas! Después comenzarán a gustarte las cholas y ya no te querras mover de aquí... ja... ja... Fernando y Adolfo estaban sentados en un banco. Miguel, el brazo derecho apoyado en el respaldo, en el frontero, el doctor Álvarez, petizo, esmirriado, nervioso, paseaba por delante de ellos, haciendo girar su bastón. Vestía pulcramente un traje gris, ceñido a la cintura, las solapas delgaditas, a la moda de hacía treinta años en Potosí, donde éI fué un dandy. Era el único que en Chirca usaba esa cosa estrafalaria, lentes para la miopía. - Bueno, entonces, el diachacu (cumpleanos) - expresó irónico. - Sí, muy bueno: hemos bailado de lo lindo -certificó Díaz. -Y bebieron más.

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- No tanto. - Sí, por eso se vinieron al amanecer cantando por la quebrada como cuando los indios entran bailando "La Charca". Y el Gregorito se vomitaría en el salón, como de costumbre... ja... ja... - No - rectificó Fernando-. Estuvo correcto. - Tan correcto, que andaba manoseando a las señoras y ajeando a los mozos en pleno salón. - Pero, usted, doctor - dijo Mariscal a Don César-, sabe del baile mejor que si hubiese estado allí. - ¿Qué no se sabe, pues, en este pueblo? - Pero no corregido y aumentado. - Ni corregido, ni aumentado. Les diré como ha sido, o cómo ha debido ser: don Pascual, campechano, vulgarote, les habrá dicho: "Sirvicuychaj, ah, guaguasniy"; doña Virginia se habrá hecho la mosca muerta. El Laureano habrá discurseado. Ustedes, los "jóvenes decentes", habrán andado de pellizcos y apretones con "las distinguidas señoritas" y las mamás y los papás se habrán hecho los zonzos y, así, por el estilo. Y vos - a Adolfo- ¿con quién te has arreglado? ¡Vamos a ver! - Con nadie, don César: no acostumbro. - No to niegues, ché - afirmó Mariscal -. Vos has estado feliz con la Juliecita. - Ah, bien - sentenció don César -. Es una buena niña. - Yo me vine -contó Reyes - con la Matilde. Y vine contándole que una vez, en Sucre, al recogerme de una farra, sufrí una alucinación terrible, pues, aunque la calle estaba desierta, tuve la sensación de que alguien venía persiguiéndome, como un fantasma. Mariscal, gato jugado en estos trances tambien, dió en referir muchas anécdotas sobre el asunto, suyas y de sus amigos: - Una vez – dijo - yo me recogía de una "chupa bárbara", de lo de "Las Ñustas". Farreamos tres días y a puro vino. Yo me estaba recogiendo a eso de las cinco de la mañana y me había quedado dormido en la patilla de la tienda de doña Judith. Cuando desperté, vi que un perro negro estaba echado a mis pies. Yo tengo mucho miedo a los perros y no me atrevía a moverme, por no despertar al perro. ¡Tenía un julepe bárbaro! ¿A qué hora despierta este bandido y me embiste?, me decía. Estaba en eso, cuando pasa mi comadre Santusa y me dice: - ¿Que se está haciendo ahí, compadre? - Y aproximándose, se inclina y levanta mi sombrero: ¡el perro que yo creía!... ¡Las borracheras con vino son terribles! Alvarez soltó la carcajada: - ¡Ni que hubieras estado loco! Yo no creo... ¿Cómo confundir un

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sombrero con un perro? ¡Estás macaneando, hombre! Vivazmente argumentó Fernando: - Yo no sé por qué le cae en tanta gracia, don César: es un caso explicable. Yo les voy a contar otro caso personal, mío: Hace años me pasó una cosa parecida y también a consecuencia de una borrachera con vino: fué en Viñapampa. Estuvimos bebiendo ahí como una semana, en "La Granja", pero la última noche me sobrevino un insomnio espantoso: no pude pegar una pestañada en toda la noche. Pero eso no era lo peor. Sino que sufrí un insomnio con alucinaciones: veía un gigante enorme que venía a atacarme y, cuando me iba a coger, se convertía en una cantidad de enanitos que me rodeaban como una avalancha de ratones. Para mí no hay cosa peor que ver un ratón: figúrense lo que sufrí a quella noche. La cosa llegó a tal extremo que en un momento de esos, pegué un grito, horrorizado. Cuando vino el Mayordomo, el Remigio, le rogué me acompañara. Sólo entonces pude, un poco, conciliar el sueño. Al día siguiente tuve que parar el carro: me dió un miedo espantoso. Creí que iba a volverme loco. - Es un caso frecuente - ratificó Mariscal -. O, si no, recuerden ustedes cómo murió el Dr. Iglesias, que entonces vivía en mi casa: le dió, también, el delirio. En pleno día, a las diez de la mañana, yo lo he visto saltar por la ventana, meterse debajo de su cama y buscar todos los escondrijos gritando que lo perseguían los soldados para fusilarlo. Era una cosa que daba pena... ¿No es verdad que así murió el Dr. Iglesias? ... También el pobre era un chupaco bárbaro. Y le pegaba de lo peor: aguardiente de higo. - Exacto - confirmó Díaz -. Tuvo una muerte desesperante. Mariscal, clavando la mirada a don César, solemnizó con enfática certidumbre: - Ríase, ahora, Doctor...

Paseando por la plaza, cruzaban, de rato en rato, Hernán, Guillermo y un mocetón alto, gordo, moreno: Julián Reyes. Éste, al fin, concluyó por llamar aparte a Adolfo: - Como hemos supuesto que debes estar "mal del cuerpo" y un "picante" no te sentará mal, he mandado prepararlo en tu nombre donde la Claudina. No vamos a estar más que tú, el Fernando, Guillermo, Hernán y yo. iLlámalo a Fernando y vamos! - Bueno, pues, y muchas gracias. Los cinco se dirigieron a casa de la Chaskañawi. Mariscal extendió los brazos a lo largo del respaldar de su asiento y repantigándose, bostezó:

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- La juventud se va... - Para no volver – ironizó Álvarez -. O, si vuelve, será mañana. O pasado mañana.

- ¿Sabes...? - explicó Julián, tomando familiarmente del brazo a Adolfo - lo hubiéramos invitado al Miquicho más, pero como estaba ahí el Dr. Alvarez, que es tan embromado, no había caso de dejarlo solo... ¿Sabes?... Yo recién he llegado de San Patricio y como supe que ustedes habían estado de baile ayer, decidí obsequiarles con "un picante", a vos, especialmente, donde mi comadre Claudina. Ya que vienes de tantos años, farreate, pues siquiera ahora, en este pueblo tan triste... Después de todo, ¡para lo que dura la vida! ... Pasaron por delante de la casa de Julia y venciendo la "quebrada" y la plazoleta, ingresaron a la morada de "las Airolinas", por un estrecho zaguan que daba al patio. Un molle al centro. Macetas de resedas, claveles y albahacas. Al fondo, una galería. - ¿Ya está la sajta... ? - voceo Julián. Elegantemente trajeada con una pollera de raso rosa y corpiño blanco, salió Claudina. - Mientras sirvamos la sajta – expresó -, se estarán sirviendo esta chichita. Tomaron asiento en el poyo, al fondo del corredor, unos; otros, en sendas sillas. Saboreaban de la chicha. - ¡Y qué milagro es éste! - asombróse Claudina, dirigiéndose a Adolfo -, ¿que ha venido donde nosotras? - Apenas lo hemos traído - ilustró Julián. - He estado pronto a la primera invitación - se defendió Reyes. - ¿Y qué es de la Ignacita? - preguntó Fernando. - Está preparando la sajta. Ya ha de salir... Y, ¿cómo les fué ayer en el diachacu...? Dizque han bailado de lo mejor. Entró la Ignacita. Era una chola como de treinta años, alta y muy morena, de cabellera crespa. El Manuco tendió el mantel sobre la larga mesa, al centro del corredor. Los invitados comenzaron a servirse de la sajta de gallina, aderezada con salsa de tomates y locotos. - Esto ha de estar bueno - opinó Julián -. Como preparado por las manos de ustedes. Cuando concluyeron la merienda, abundantemente rociada con vino, Guillermo y Hernán, melómanos pertinaces, pidieron guitarras y comenzaron a preludiar un bailecito de la tierra.

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- No hay que desaprovechar la buena música - previno Julián -. ¡A ver! ¡El Adolfo en baile! ¿Dónde se ha ido mi comadre? - Se dirigió al traspatio y trayendo a Claudina de la mano, la detuvo en el centro de la galería de donde se acababa de retirar la mesa: - Vas a bailar con mi primo – recalcó -. Yo no sé bailar, ni tocar, ni cantar siquiera, pero se los voy a jalear bien. Para eso sí soy guapo. Resonaban las voces de los cantores con ese dejo de amargura derrotista tan propio de la música criolla boliviana. Adolfo, poco ducho en jaranas, bailó como Dios le dió a entender, lo mejor que pudo. Al concluir, avergonzado, se disculpó: - Bueno, yo ya he cumplido. Ahora que baile Julián. - No - repuso el aludido -. Le toca al Fernando. - Éste sacó a la Ignacita. Bailaron, animosamente, cuatro bailes. Julián rogó a Claudina. - Ché, comadritay, para que nos hagamos una buena, farra, la haremos llamar a la Olegaria y su hermana Chavela y a la Macacha más. Cuando Fernando concluyó de bailar, Hernán le ofreció la bandolina que tocaba: - Bueno - le dijo - ahora tienes que tocar vos también, bastante se lo he tocado yo ayer. Ahora me saco el clavo. A ver, Guillermo, ahora vas a tocar aquello que sabemos: Una sola vida tengo y por ti la he de perder... Hernán era también otro mozo de rompe y rasga. Tanto por su traza física como por la vivacidad de su temperamento. Heredero de una buena fortuna en haciendas y casas, las iba dilapidando, después de haber fracasado en sus estudios de Derecho. Guillermo, propietario también, no había salido del pago; era un mocetón alto, grueso, guitarrista eximio. - ¡Oh, aquí está esta ricura! - exclamo Díaz, saliendo al encuentro de la Chavelita. En compañía de su hermana Olegaria y de la Macacha, ingresó al recinto. - Chavelita, ¿cómo estas, buena moza? Más que "buena moza", era bonita, esbelta y airosa. Su hermana la Olegaria, alta, garbosa, amulatada, de ademanes muy desenvueltos, ya iba para cuarentena, y la Macacha, más petiza que alta, de bien torneadas formas, era de una fisonomía atrayente, con un lunar muy gracioso encima del labio superior. Los circunstantes las rodearon confundiéndolas con atenciones y requiebros, obligándolas, "por lo que se habían tardado", a libar

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abundantes vasos de chicha. Don Pascual, que pasaba ese momento por la quebrada, al escuchar la música, detuvo su caballo. - ¡Alooó! ¿Quien vive en ésta casa? – gritó. - Pase, don Pascual - le invitó Julián -. Aquí estamos tomando unos vasitos de chicha. - ¿Y no invitan? - ¡Cómo no! Bájese y verá. Don Pascual desmontó. Arriendó su caballo al molle de la plazoleta. Ingresó a la casa. Vocería de aplausos. Efusiva cordialidad. Preguntó por Claudina: - ¿Dónde está esa pícara? ¡Esa ingrata ya no se acuerda de este pobre viejo! - Como usted no se acuerda tampoco de esta pobre chola. - Se estrecharon las manos, complacidos. - No es cierto eso, ahijada: ayer te hice llamar tantas veces y vos no quisiste venir, por pura orgullosa. La Virginia sintió mucho que no fueras a saludarla. - Cómo, pues, yo iba a estar metida con las señoritas. Ni que fuera una llunku (adulona). - Bueno, no discutamos de eso. Primero saludaré a estas buenas mozas -. Fué repartiendo apretones de mano y galanterías a las mujeres y tomando asiento en medio de ellas, pidió la guitarra a Guillermo: - A ver, socio, bailá vos también... Vos, de tocar nomás te ocupas y ayer ya has trabajado bastante. Ahora sácate el clavo: yo te voy a tocar... A ver... – voceó - ¡Todos en baile! ¡Todos! Comenzó a rasguear la guitarra con brío, haciendo temblar las cuerdas, y con voz apasionada soltó la copla: Cantando me he de morir... Cantando me han de enterrar... Los mozos, afanosos, como si la presencia de don Pascual les hubiese insuflado eléctrico fluido de dinamismo coreográfico y jacarandoso, se pusieron de pie. Sacaron parejas. Fernando a la Macacha, Adolfo a la Claudina, Julián a la Ignacita, Hernán a la Olegaria y Guillermo a la Chavelita y comenzaron a batir el pañuelo y a zapatear a más y mejor poseídos de una dionisíaca euforia. A poco de que concluyeron una media docena de "bailecitos de la tierra", alegres y sanos y cuando reposaban, bebiendo chicha para

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reportarse del bochorno, se presentó Gregorio Ustares: petizo, gordo, de cabellera hirsuta, ojos de pulga y labios jetones y morados. Era otro tarambana también. Heredó de su padre, un minero enriquecido en las minas de Pulacayo, una buena fortuna, la misma que voló alegremente cuando su noviazgo con Juana Méndez, la hija de don Laureano. En la actualidad, casado ya, sin un centavo, vivía a costa de su mujer. - ¡Ah! ... iAquí habían estado estos bandidos! – exclamó -. Y yo que tanto los he buscado. Cualquiera avisa, pues, cuando se lo va a festejar a un amigo. Yo también me hubiese acuotado. Aunque estoy pobre por ahora, sigo siendo caballero. - Aquí no hay cuota que se tenga - rezongó Hernán -. Todos hemos venido invitados por el Julián, pero vos has llegado tarde. Para vos ya no hay nada. No le den nada-. Caritativa, la Macacha, le ofreció un vaso de chicha.. - Debe de estar con sed, don Gregorio: sírvase esta chichita. - Ah, Marcachita, yo prefiero un singanito... ¡Un singanito, guaguayl... Le sirvió el licor tan anhelosamente solicitado. - Así es, pues, la buena gente, no, ricura? ... Vos no eres mala como estos caballeros que no avisan a sus amigos cuando se vienen a comer un picante. Pero, está bien no más... - suspiró -. Yo también ya pronto he de tener plata... ¡Entonces veremos! - Bueno, ché, Gregorito - increpóle Hernán -, no te "kaykees" antes de haberte emborrachado... ¿O, ya has venido borracho...? - Yo no hablo con vos - repuso Ustares. Y observando al contorno, se dijo: - Tomaré, mejor, asiento, aunque nadie me invite -y vació la copa de singani de un solo trago. - Pobre Gregorio - murmuró Fernando al oído de Adolfo -. Antes daba de beber a todo el pueblo y ahora, para invitarle una copa, todavía le echan en cara su situación. Le llamó. - Gregorio, ven: charlaremos. Hernán sonrió: - El Fernando, tan compasivo: ¡ya vera cómo le sale! - Bueno, nosotros cantaremos, mejor, don Pascual -. Cogió la bandolina y sentóse al lado del aludido. - Sí, es mejor - confirmó éste -. ¿Qué cantamos... ? A ver, ¿qué te parece este kaluyo? Y con voz enternecida, por donde respiraba el alma kesjwa, cantó esta antigua balada que recordaba desde sus mocedades: Imaynallata taiman Yana hilo kunkaiquita.

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Kori ñajchaguan ñajchaita Kunkaiquipi pujllachiyta. Imaynallata atiyman Chaska koillur nagüiquita, Ñausainiyta cayniyt a 'kichaspa, Sonkoyllapi kanchachiyta. Imaynallata atiyman Chay sumaj puriyniyquita, Sapa ttasquiypi, ttikasta Astaguanrac mutichiyta. Kay tucuyta atispanari, Atiymantaj sonkoiquipi, Sonkoichauipipi millkispa, Uinaypaj kallallachiyta. Don Pascual cantó esta antigua balada kejswa con tanto sentimiento que estremeció de emoción al auditorio. Transcurridos unos minutos de conmovido silencio, tornaron al baile. Mientras tanto, Julián, en un extremo del corredor, conversaba con Adolfo, de su tema de siempre: la política. - Yo soy liberal - decía, con énfasis - porque ¡claro!, los liberales somos gente que vale: por eso nos destierran. Yo soy enemigo de los frailes... ¡Semejantes pollerudos! Vos no eres como nosotros. Te has educado en una ciudad. Pero eso no to da derecho a que nos desprecies. Somos unos pobres chacareros, sin más instrucción que una pobre escuela, pero detrás de estos pechos rudos, has de encontrar siempre corazones generosos, almas nobles, hombres valientes, karis a toda prueba. Somos chirqueños valientes - Se enfervorizó y levantando su copa, con voz fuerte y actitud tribunicia, exclamó: - Señores: vamos a tomar esta copa de humilde singani, en primer lugar por nuestra tierra, por esta tierra que ha dado grandes hombres a la patria y soldados valientes al ejército, y en segundo lugar, en honor a nuestro querido amigo y pariente don Adolfo Reyes, hijo de don Ventura Reyes, que aunque se ha educado en la Capital de la República, quiere también a su pueblo como nosotros lo queremos y no lo desprecia como tantos necios. Salud, señores. - Vació la copa, de un golpe, hasta las heces. Los demás, pendientes de las palabras de Julián, pues le conocían el flaco de la oratoria cuando se hallaba entre copas, pero también lo sabían de fuertes puños, le escucharon con respetuoso acatamiento. - Bueno - preguntó Julián -, ¿ya han tornado?

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Asintieron todos, unánimes. - Ahora que sirvan otra. - Así me gusta - afirmó, diplomático, don Pascual -. ¡Que siga el baile. iA ver, muchachos!... Adolfo, ya medio ebrio, se atrevió a replicar a Julián: - Sí, nuestro pueblo es como tú dices, un pueblo de valientes, pero no puedes negar que ahora ya no es ni la sombra de lo que fué antes: todo está en decadencia y nosotros mismos ya no somos como eran nuestros padres. - Sí, eso ya sabemos, Adolfo. Por eso, mientras llegue la hora de que nos cargue la trampa, nos emborrachamos-. Se quedó, empero, un rato, pensativo. Luego reaccionó: -Pero no dirás que nosotros tenemos la culpa: ¡la culpa la tiene el gobierno que se ha olvidado de nosotros! ... ¡Ahora, sí vamos a ver lo que hacen nuestros Representantes! ¡Semejantes pollerudos! ¡Frailes de la gran siete, carajo! A mí lo que me da rabia es que nuestro Representante sea un fraile, un fraile tan carajo como el tata Pérez. Ahí están los beneficios de "La Gloriosa". Lo que nosotros necesitamos - prosiguió, más enfático... Medió Claudina, conciliadora: - Bueno, ché compadrituy, aquí no ban venido ustedes a discutir de política, sino a alegrarse. Bailaremos mejor, don Adolfo. - ¿Qué es eso de don Adolfo? - extraño Julián -. Llámalo Adolfo, a secas, o Adolfito, si quieres... Si es nuestro paisano y hasta nuestro pariente. ¿Qué es eso de don Adolfo? - Bueno, no es nada de eso - sonreída y vivaz repuso ClauDINA -. Es mi "chunkito" mi paloma, mi guagua -. Estaba ruborosa, decidora, enardecida, achispada. - ¿Lo quieres acaso? - intencionado, interrogóle Julián. - Sí, lo quiero, lo adoro. Ufanos salieron a bailar. Provocativa, Claudina bailaba con desenvuelto donaire, nalgueando voluptuosamente y batiendo por lo alto el pañuelo. Al final se largó con un zapateado firme y parejo. Adolfo, inútil para la danza, quedó aplastado bajo el repiqueteante taconeo de las zapatillas de Claudina. Comenzó a atardecer. Se descompuso el tiempo. Amenazaba lluvia. Don Pascual se despidió: - Más tarde ha de llover – explicó - y no he de poder irme. Mi pobre caballo debe estar muerto de hambre y de sed... ¡Qué mala cabeza soy, por Dios!... ¡Ah, pucha! ... Estaba yendo al Molino de abajo y he perdido la tarde... Todo por estas buena mozas-. No hubo manera de retenerlo. Se marchó. Claudina concluyó de bailar seis bailes seguidos con Adolfo.

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Asiéndolo de la mano, se lo llevó a un rincón de la galería. Pidió dos vasos de chicha. Estaba sudorosa, acezante, brilladores los ojos, sonrientes, ternurosos, cariciosos, los labios: - Y, ¿es cierto que me quieres? - demandóle Adolfo, enternecido, mirándola hondamente. - ¡Sí, te quiero, te adoro! - repuso ella, vivaz, efusiva -. Eres el único hombre que me gustas... Por eso estoy haciendo farra en mi casa... ¡Crees que si no fuera por ti, dejara que vengan estos gualaichos a mi casa! Vos también me quieres: yo sé eso... ¡Nos queremos los dos! Con nadie – afirmó - me ha pasado lo que contigo. Cuando te vi por primera vez, esa tarde que estabas Ilegando... Yo estaba viniendo triste. Tuve un colerón donde esta Olegaria. Al verte, me pareciste simpático: yo inmediatamente adiviné quién eras. Cuando me miraste yo quede enamorada de vos. - A mí me paso lo mismo - confesó Reyes -. Yo también estaba llegando triste. Nuestro pueblo me dió pena. Al verte, al cambiar mi mirada con la tuya, te encontré tan linda. No sé que me pasó. Desde ese rato fué linda nuestra tierra. Desde entonces lo único que he hecho es pensar en ti, en todas las horas, en todos los momentos: tengo el corazón lleno de tu imagen. Me parece que vos eres una persona muy distinta de las demás: me parece que todo lo que haces, que todo lo que dices, que los lugares por donde andas y hasta las cosas que miras, con sólo eso, Ilegan a tener una importancia extraordinaria, excepcional, se vuelven también hermosas como vos... ¡Estoy loco de amor por ti! En el otro extremo del corredor, Ustares, ebrio, no lo soltaba de la mano a Fernando abrumándole con el relato confidencial y lastimoso de sus desgracias conyugales: - Figúrate, hermanito – recalcaba -, ¿te puedes figurar que la mujer de uno, nuestra señora, la que es esposa de uno, haga lo que ha hecho la Juana conmigo...? ¡Hacer botar mi cama a la calle! ¡Botarme a mí, a mí, a mí? Y... ¿quién?... Humm... -Vació la copa. Se quedó pensativo, sumido en un profundo dolor. Luego de minutos, prosiguió: - Y vos sabes las cosas que yo he hecho por la Juana... Por ella me he embromado, ¿te acuerdas? - Mucho, hermano: vos te portaste como un caballero. - Sí, tienes razón - contestó Gregorio. Sugestionado por la frase, se atuvo a ella: - Yo te lo conté a vos todo, todo lo más íntimo, lo más sagrado, cuando estuvimos donde "Las Ñustas", el año de la candidatura de Gutiérrez Guerra: entonces te conté, sí, la Juana, antes de ser mi esposa legítima, fué mía; sí, mía: iyo pude no

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haberme casado con ella! Pero, ¡no! ... Es que yo soy "un caballero", como vos dices... Y la quería, hermano, Fernando. Y la quiero todavía... Pero, ¡me ha botado!, me ha botado a mi, ¡a mí, que soy un caballero!... Sí, yo he gastado toda mi fortuna por ella. Pero, no: ella no es la mala: es su madre, esa vieja de doña Guillermina, esa vieja... Hernán, que acertó a escuchar las últimas palabras de Gregorio, con sorna, le dijo: - Ché, entonces, debes cantar como los "pampeños" - y rasgando la guitarra, tarareó: La casa de mi suegra ya se ha rajao...¡ ¡Ojalá se cayera y la matara! ¡Y la matara, sí ... Vieja bandida! Ella la enseña a su hija que no me quiera... Claudina, dejando el coloquio con Adolfo, se aproximó a Hernán: - ¡No cantes esas zonceras! Ven: vos vas a tocar y yo voy a cantar... ¡Que baile la comadre Olegaria! -Y comenzó a cantar con tierna voz de tiple, animosamente: En la cumbre de aquel cerro toro brama por su vaca, como llora aquel muchacho por esta guapa muchacha... ¡Por esta guapa muchacha! Repetía, enfática, el estribillo, elevando la voz y golpeando el suelo con el pie, voceaba: - ¡Hip... hip... hurrahh! - jaleando con todas sus ganas. - A ver - ordenó -, toquenmelo una cueca: quiero bailar. ¡Estoy contenta! Con vos, compadrituy - invitó a Julián. - No, mejor, comadrita, bailá con el Guillermo. Él es guapo para cuecas - Hernán la sacó. El resto de los circunstantes se agrupó alrededor de Guillermo, que tocaba la guitarra y, con todas sus ganas, cantaron otra cueca.

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Adolfo seguía con la vista hasta el menor ademán de Claudina. Ella, incansable, batía airosamente el pañuelo. Al final de cada cueca se ponía a zapatear con tal firmeza y energía que no parecía sino que en vez de cansarse con tanto baile y taconeo, a cada conclusión de cueca recobraba nuevos bríos e iba enfervoreciéndose cada vez más como esas yeguas de carrera que cuanto más corren, más ganas tienen, una gana loca, de seguir corriendo. Repiqueteando el suelo, se placía en lucir el isócrono taconeo de sus zapatillas de cabritilla blanca que resonaban como el golpeteo de dos palos sobre el parche de un tambor. - De bailar, así se baila, y si no, no vale - aplaudía Julián. - Ya pueden sacarse molde -enfatizó Hernán -. Así sabemos bailar nosotros... - y gritó -: ¡Viva la farra! - ¡Que vivaaaaa! - contestaron las mujeres con estridulante algarabía. Pero, exabrupto, cuando Claudina iniciaba una nueva serie de cuecas, se armo la de Dios es Cristo: Adolfo y Ustares, que estaban tertuliando rato antes tan cordialmente, se habían puesto en pie y comenzaron a darse de golpes como dos energúmenos, tanto que Adolfo, de un silletazo, lo arrojó contra la pared, mientras vociferaba: - ¡Este carajo, mentiroso! ¡Yo le voy a romper el alma! Prestísimo, acudió Julián. Inexorable, con la autoridad de sus vigorosos brazos, los separó. Claudina acudió también. Gritó imperativa: - No vengan a hacer escándalos en mi casa. ¡No faltaba más!... Guajj Adolfito, ¡yo no te creía así! Reyes, que forcejeaba entre los brazos de Julián, gritó a su vez: - Suéltenme... suéltenme... ¡la ha insultado a la Claudina! Ha dicho que es querida del Oscar Arraya, ¡éste carajo! - Ustares, que había reaccionado de su beodez con el silletazo, explicó: - No... Me ha entendido mal... Yo no he dicho eso... El Adolfo me ha entendido mal... - No mientas, carajo - persistió Reyes -. Has dicho que la Claudina es querida del Oscar Arraya. Doña Pascuala entró a mediar en el asunto: - Calma... calma... Mejor es que se vayan. Ya han tornado mucho... Ya estan borrachos.. . Hernán y Guillermo lo tomaron a Ustares del brazo. Compasivamente lo Ilevaron a su casa. - Así atrevido siempre es este "tujchi" - expresó Claudina -. Por eso yo nunca quiero recibirlo en mi casa. Pero, ¡ha de ver mañana! Le

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voy a pedir explicaciones cuando esté sano... ¿Qué dijo de mi?... - Un montón de disparates - evadió Adolfo -. Pero al último, cuando me dijo que tú habías sido querida del Oscar, fué entonces que le zumbé con la silla. - Has hecho bien entonces si dijo eso ... ¡No faltaba más! ¡Semejante cholo refinado! El resto de las mozas se habían marchado en el momento de la camorra. Julián también se fué con ellas, a proseguir la farra malograda. Fernando y Adolfo quedaron un rato más. Estaban fatigados, semiebrios. - Tan bien que nos estábamos - reflexionó, suspirosa, la Ignarita -. Ay, este Gregorio siempre es así pendenciero. No hay ninguna "reunión" donde no riña con alguien hasta hacerse botar como un perro. Claudina, para. calmar los ánimos, sirvió un ponche de vino. Cuando se marchaban, los acompañó hasta la puerta de calle: - Mañana los espero - les dijo -, pero sólo a ustedes. Les voy a invitar una "laguita" bien picante, como para tunantes. - Oh, como hecha de tus manos, ha de estar divina -agradeció Adolfo. Cogiéndola de la diestra, la besó con la galante delicadeza de un caballero del medioevo a la dama de sus pensamientos. Ella se dejó besar como quien cobra un tributo de reina. - La Claudina to ha sorbido el seso - observó Fernando cuando cruzaban la quebrada -. Pero no te conviene, hijo: ¡estas cholas son unas diablas! ... - No me amargues la existencia, hermano - repuso Reyes -. Es una chola linda. Yo la quiero, sea lo que fuese ... Y, después, ¡que pase lo que pase! ... ¡No importa! Yo nunca he sabido lo que es amar, amar con la intensidad, con la inquietud, con la fuerza con que la amo a esta mujer ... VIII Elena, oficiosa, se encaminó a la casa de Julia. Soltó el trapo: - Che, ¿sigues pololeando con el Adolfo? La Valdez vaciló, sin saber qué responder. - Bueno - afirmó la Manrique -, ¡no lo niegues! Yo he sabido que estuvieron "arreglados" en "El Rosal", el día del cumpleaños de doña Virginia. Pero te voy a dar una noticia. - ¿Cuál ...? - Que se está echando a perder “tu chico", ché, como... los otros. El día de ayer han estado de farra donde las Airolinas.

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- Narró, con pelos y señales, a su modo y conveniencia, todo lo ocurrido el día anterior en casa de Claudina. - ¿Y de cómo sabes esas cosas...? - ingenua, inquirió Julia. - ¿Qué no se sabe en este pueblo, pues? El Fernando también estuvo allá ... Lo que es, si lo encuentro hoy día, así le ha de ir ... ¡Qué sinvergüenzas! ... Cada uno había estado con su "cada cual", hasta el vejete de don Pascual ... Ese viejo calavera, ¿cómo no, pues...? Siempre ha de andar metido con jovencitos. El Adolfo con la Claudina, el Fernando con la Macacha, con esa perdida, el Hernán con la Chavela y, así ... Figúrate, ¡qué atrevidos! Lo que debes hacer vos, ahora, es enojarte con el Adolfo, ¡no faltaba más! Y más vale que te pongas enérgica con tiempo, porque si no, más tarde, ya no has de poder ... - Pero yo que he de hacer, pues, si él la prefiere a esa chola. - ¿Cómo la va a preferir, pues? ¿Acaso es de su clase y acaso no te ha jurado que sólo a ti te quiere?. La cosa es que ella quiere atraparlo y son sus amigos los que lo llevan quién sabe aun en contra de su voluntad... ¡Así son los jóvenes aquí! Yo a ser vos, la tomaba a la chola en la calle y le decía éstas son cinco: ¡no faltaba más! - Ella me llenaría de insultos, pues... No, Elena... ¡yo no puedo ponerme con una chola! - Bueno, si vos no to atreves, yo le voy a decir, porque yo la aborrezco y a mí no me ha de hacer correr. Donde me levante la voz, le saco sus asuntos con el Oscar Arraya y el Miquicho Mariscal y, en fin, cosas que yo sé, pues ... ¡No faltaba más! ... Y, si me das derecho, te lo pongo en veredita a tu Adolfito ... ¡Mírenlo a semejante tipo! iY él que se hacía el santo! - ¿Pero cómo has llegado a saber todo eso? - ¡Ah! Es que la muchacha que las Airolinas hacen llamar cuando están de jarana, es mi comadre y yo le he enseñado para que se fije en todo. Ella me cuenta, pues ... Pero yo ya le he dicho a mi comadre Santusa que le avise a la Claudina que el Adolfo es tu enamorado y se va a casar contigo. Se despidió. - Buena espina le he metido - pensó, para sí, Elena -. Ahora que se las entienda con el Adolfo, si puede. IX Iban para tres días que Reyes se recogía tarde a su casa, después de sus tunantadas. Su madre nada le decía. ¡Era por excesiva

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timidez o porque quería correrlo con su silencio? ... Avergonzado, aquella mañana, víspera ya del año nuevo, se escapó de la casa. Indefectiblemente, tuvo que ir a rematar a la plaza "Campero". Pero hizo su mala estrella que tropezase allá de manos a boca con el consabido grupito de muchachas. Era domingo. Estaban Julia, Amalia y Luisita, con el Dr. Álvarez. Amalia, intencionada, lo llamó: - Te esta necesitando esta Julia, ché. Mal de su grado se allegó al grupo. Llevaba en, la cara las huellas patentes de sus parrandas. Tenía la cabeza pesada. Se sentía estúpido. - ¡Hola, Adolfito! - exclamó don Cesar -. Te veo de tres días, desde que te marchaste con Julián ... Y, ¿qué tal la farra? - No he estado de farra, don César. Me recogí temprano. - Eso... ¡se te conoce en la cara! - observó Amalia -. Tienes una cara de San Luis Gonzaga ... ique da miedo! Pero no vayas a hacer milagros como él. - ¡Quién sabe! ... ¡Quién sabe! ... - reflexionó el doctor. Remató sentencioso: - Es bueno que los jóvenes se diviertan, de vez en cuando, pero no todas las noches, y con sus días más, como hacen los jóvenes de aquí. - Y con semejantes "imillas" - agregó, con un gesto de repugnancia, Amalia. - A los jóvenes de ahora les gusta mucho "la pollera". - No solo la pollera - agregó la Vega -, sino también el aksu y la hojota. Reyes no acertaba a librarse del chaparrón. Balbució, apenas: - Pero... ¡Qué malas lenguas habían sido ustedes! ¡No se puede conversar con semejante gente! Prefiero acompañar a Luisita que es tan buenita y no dice nada -. Tomó asiento al lado de ella. Ésta lo miró azorada. Julia, a la izquierda de Luisa, torció el rostro con un gesto de rabia y pena, indisimulables. Álvarez asumió nuevamente su papel de Catón... el Censor de Chirca: - ¿Y qué tal la trompeadura con Ustares? - ¡Qué sinverguenzas! - afeó Amalia -. Irse a pelear como perros, por una chola. Julia continuaba silenciosa. Seria. No dirigía la mirada a Reyes. Amalia, a su sabor, se regodeaba comentando: - ¡Qué aprovechado está resultando este Adolfito! A mí me han contado que esta mañana iba por la quebrada abrazado de la Claudina y tapado con su manta... No, hijo, no te conviene que sigas

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así, porque te vas a corromper y, después, te hemos de ver sentado en un poyo frío, agarrado de un andavete y hediendo a cebolla. O, ¿qué le aconsejas vos, Julia? Vos no dices nada. Parece que estuvieras enojada con nosotras. Debes enojarte con él, "que te ha ofendido", pero, con nosotras, ¿por qué, pues, ché? - Si no estoy enojada - contestó Julia, en voz baja, mirando el suelo y esforzandose por sonreír: - ¿Por qué estuviera enojada... ? Yo qué tengo que hacer ... - Velay, hijo... - afirmó, enfática, Amalia, sonriendo triunfal. - Ya has oído tu sentencia: "Ella nada tiene que hacer contigo"... ¿Qué dices ahora? - Es falso lo que cuentas de la quebrada - arguyó Reyes -. Tú te has inventado de perversa. - Bueno - dijo Julia, humildemente -. Yo me voy... ¿Vamos, Luisa? Se despidieron. A Adolfo apenas si le extendió la mano. Este no se atrevió a acompañarla. Cuando se aluengaron, Amalia expuso: - Tiene razón de enojarse. Por eso no debes ir donde esas cholas. - Eso no se hace a una "señorita" - censuró don César. - ¡Vaya! .-exclamó, por fin, Adolfo -. ¿Creen ustedes que su enojo es serio? ¡Qué disparate! Si me da la gana, esta tarde mismo me compongo. - ¡Claro!... - ironizó la Vega -. Como que ella tampoco puede darte lecciones de "fidelidad y constancia". Entre moros anda el juego. - ¿Por qué dices eso? - indago, inquieto, Reyes. - Eso... menos averigua Dios y perdona... - soltó una risita de enconada intención... ja... ja... Se marchaba ya, sin dejar de reír. Adolfo se quedó pensativo. X Doña Eufemia continuaba con la táctica de no decirle media palabra. Almorzó solo. Su madre ya lo había hecho antes. Luego, se tendió a dormir la siesta. Tenía el cuerpo descuajeringado. Despertó a media tarde. Llegó Fernando: - ¿No quieres que vayamos a darnos un baño? Es necesario que nos saquemos la grasa alcohólica. Reyes mandó ensillar dos caballos. Partieron a pasitrote. Cuando, antes de tomar el callejón, para salir a la playa, pasaron por delante de la casa de Julia, se encontraba en la puerta de calle. Fernando siguió de largo. Adolfo detuvo su corcel. - ¿Sigues enojada ...?

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- ¿Contigo?... No, ¿por qué? ... ¡Vaya! ¿Cuando acostumbro a enojarme contigo? La que me dió rabia fue la Amalia: ¿te has fijado lo perversa que es? Todo to que ha dicho, ha sido por darme rabia a mí. ¡Vaya!, que la comprendía demasiado. En cuanto a vos, no has hecho ni la décima parte de lo que hacen los demás.. ¿Por que no se fija Amalia en la conducta de su padre...? Adolfo se quedó desorientado: no le gustó la tolerancia de Julia. Habría preferido encontrarla inexorable, como en la mañana, para disfrutar el placer de desenojarla. No sabía si interpretar su tolerancia como que poco le importaba en el fondo, la conducta de él, a ella, o el apocamiento de Julia llegaba hasta el extremo de que no se encontraba con derecho suficiente para oponerle ningun reparo. Ella le sacó de dudas. - Si te conozco bien: tú eres incapaz de ir donde esas cholas; ha sido ese "gualaicho" (badulaque) de Fernando quien te ha llevado: por eso no me enojo y aunque la Elena me ha dicho que estás enamorado de esa Claudina. No lo creo. Esto le molestó más. Quiso echárselas de calavera. - Pero, después de todo, hemos farreado de lo lindo... Ella no alcanzó ya a responderle. A la sazón la llamaba doña Gertrudis. Julia le hizo chist, indicándole se alejara. Adolfo partió al escape. Fernando lo esperaba tomando el fresco a la sombra de un molle. - Y, ¿qué tal? - Nada, no está enojada. Ya en la playa observaron que el río había aumentado con los aguaceros de los días anteriores. Cruzaron la explanada bajo el bochorno que derramaba polvos de vidrio en ascua sobre la atmósfera; chispeaba la arena. En la orilla opuesta, frente del pueblo, al pie de una colina, pusieron pie a tierra. Arriendaron sus andaduras al tronco de un algarrobo y desnudándose prestamente, arrojáronse al río. Qué sensación tan placentera la del aqua barrosa. Plenos de gozo animal se zambulleron y pusiéronse a nadar en los remansos. Salieron al rato. Adolfo, que retornaba a estos parajes de luengos años, enternecido, se complugo contemplando el paisaje de la tierra natal. La Vascuña boliviana. Lo encontraba de plácido primitivismo, no pervertido por la civilización: frente por frente de él, la peñería, no muy elevada, cubierta de arbolado de algarrobcs y churquis; más acá, en el faldió, los cuadros de sembradió, los maizales, ya en cabello, de canas

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verdosas y flor amarillenta. Batallones de molles, de rotunda verdosidad, corrían a la linde de cercados y, de vez en vez, esbeltos y cimbreantes eucaliptos, sacudían la gaya cimera de sus penachos, como gallardos granaderos. Al oriente, el cielo de un azul traslúcido, por encima de colinas rojizas y estañosas. Hacia el Noreste, la profusión de las chacras que bordeaban San Javier y el espeso arbolado de molles y álamos, dificultaba avizorar el caserío: sólo blanqueaban, erguidos, destacándose de la arboleda, los campanarios de la iglesia parroquial y la fábrica de la Casa Municipal, espejeando al sol su techumbre de calamina. - Este paisaje es delicioso - expresó Adolfo -. Respira un aroma de robusta y plácida vitalidad intacta. - Sí, es linda nuestra tierra - corroboró Fernando -. No es tan desolada como la del altiplano. Adolfo pensó en Julia, en Claudina, en todas. Ellas también, como el maíz y el duraznero, la vaca y el caballo, eran producto óptimo de ese ambiente luminoso, de agresividad genesíaca: tanto derecho como ellos, tenían ellas también, al jocundo disfrute de la vida plena, como el animal y la planta: ¿por qué no lo hacían? ¿Por qué no satisfacían con plenitud de gozo las imperiosas exigencias de sus más legítimas necesidades sexuales? ¡Los malditos prejuicios sociales! En la cima del molle se asentó aquel pajarito augurio de buena suerte y soltó al aire su claro sortilegio miliunanochesco: Bien te fué... Bien te fué... Adolfo, emocionado, al pensar en el absurdo contraste entre aquel paisaje de sana rusticidad y los prejuicios chicos, mezquinos y monacales que en San Javier impedían la libre expansión de los instintos vitales, de la vida plena y fecunda, exclamó: - ¡Qué hermosa sería la vida sin las tonterías de los hombres! ¡De estos hombres miopes que quieren torcer las inexorables leyes de la Naturaleza! Sí, Juan Jacobo tenía razón: la naturaleza es buena y el hombre también es bueno, pero la sociedad le ha corrompido. - Sí - observó Fernando -, así es, pero nosotros también, como Juan Jacobo, volvamos a la ciudad: hasta más tarde puede sorprendernos un aguacero. XI Amanecer de año nuevo. La noche anterior había llovido. La mañana

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sonreía con una dulzura luminosa y dorada; el cielo, azul cristalino; bandadas de dardeantes golondrinas, de alas negras, sesgaban la transparencia cándida del espacio. Adolfo paseaba por la plaza con Amalia y Julia. Ésta, primaveral, trajeada de blanco, los brazos desnudos. Amalia les invitó a un paseo por "El Rosal". Profusión de gente. Indias endomingadas curucuteaban, proveyéndose de especias y telas, en las tiendas; las cholas, de polleras de vivos colores, rosadas, celestes, de brilladora verónica de espumilla, se encaminabati a la capilla que estaba llamando ahora a misa con su clara campanita campesina. Hombres jóvenes y adultos, de negro, deambulaban por las aceras. Otros, plácidamente sentados, platicaban a la sombra del molle patricio. Jinete en brioso corcel negro, de pantalón colán, botas negras, tintineantes roncadoras, sombrero alón, alentado en la frente; rostro severo, ojos pardos, barba negra, un pañuelo blanco flotando sobre el pecho, iba don Germán Manrique, a todo trote. Mas, divisando a Reyes, detuvo su caballo, sentándolo gallardamente, echando el busto para atrás. Luego se inclinó a media montura - ¡Hola, Adolfito! -extendió la diestra-. ¡Qué sorpresa más agradable! Yo no sabía que habías Ilegado -. Conversaron un rato. - Vas en buena compañía - observó, sonreído -, pero cuidado con estas buenas mozas... Yo acabo de llegar de la mina. Vine por pasar el año nuevo con la familia y también por ver cómo andan mis asuntos... ¡Éstos malditos picapleitos que no lo dejan trabajar tranquilo a uno! Mañana estoy de regreso, no hay caso de descuidar el trabajo. Bueno, a ver si de un rato, te Ilegas por casa. Picó su tordillo. Salió rajando calle abajo. En el ambiente quedó flotando una estela de hombría. Era el tipo del antiguo javiereño, esforzado y llanote, amante y respetuoso del hogar, celoso defensor de su honra y de su hacienda, premioso para el trabajo como una hormiga y fuerte para la vida como un churqui. Esa fué la impresión que tuvo Adolfo. - ¡Es una gran cosa este don Germán! - Él es muy bueno y trabajador - aseveró Amalia -. Las que son malas son sus hijas y su mujer. Mientras él se mata trabajando en esa Tebaida de Jatun-Orko, por tenerlas bien a ellas, ellas no se ocupan de otra cosa que de pasear bien futres y no hacen nada en su casa y son unas chismosas cuya única distracción, o la mejor que tienen, es la de poner mal nombre a todo el mundo. La peor es doña Angela. -Siguieron caminando. Amalia preguntó:

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- ¿Y creen ustedes que el Fernando se casará con Elena? Yo no creo. Me parece que el Fernando sólo pololea con ella por pasar el tiempo. Si la quisiera verdaderamente no le dijera las cosas que le dice y, sobre todo, no la citara a deshoras de la noche detrás de su casa. - Eso no es cierto, Amalia - afirmó la Valdez -. Al menos, yo no he sabido nunca. Y con lo brava que es dona Angela no creo que la Elena se atreva a hacer nada. - Adolfo tampoco era de esa opinión: - La Elena será medio pizpireta y el Fernando, ya lo conocemos, es de genio bromista, pero de ahí a que el asunto pase a mayores, ¡no creo! Y no creo, porque el Fernando sabe que si hiciera algo con la hija de don Germán, lo meten en vereda y doña Angela se lo come vivo. Además, Fernando, aunque aparente tratarla con ligereza, en el fondo la quiere mucho. - ¿El te ha dicho? - inquirió Amalia. - No, pero es muy visible. - Supones no más, hijo... Oh, yo la conozco y sé lo pícara y astuciosa que es y los modos que se da para no hacerse advertir de nadie, especialmente de su madre... Sí no ha sucedido nada, será porque el Fernando no se ha atrevido. Lo que es por ella... Y, así, descuerando, descuerando a la familia Manrique, llegaron a "El Rosal". - Mi mamá debe de haber ido a misa - previno Amalia -. Nosotros vamos a pasear por la huerta. Les voy a invitar brevas (higos), que nos han mandado de Viñapampa. Entraron en la huerta. Respiraba ella ese olor tan sugestivo, casi voluptuoso, como de mujer convertida en naturaleza, que tiene la tierra recien llovida. Olor rememorativo. Tal vez de qué añoranzas ultratelúricas de cuando fuimos tierra también. Bandas de tarajchis, huichicos y tordos, en la copa de los molles, desmenuzaban sus trinos mojados de alborada. Las madreselvas, agarradas a las tapias difundián ese su típico y penetrante aroma tan capitoso, como de mujer en celo. Amalia tomó la delantera, a la sombra del emparrado donde se enredaban las cepas de vid, colgando su blanquecina flor en cierne: ¡Miren! ¡Miren! ... ¡Este parral ya tiene uvitas! ... La cosecha este año promete ser buena, si no cae ninguna granizada -suspiró Amalia, deteniéndose junto a una cepa. Julia, que apenas si la atendía, había arrancado un puñado de romaza y arrojando picarescamente al rostro de Adolfo, censurábale: - ¡Ingrato! ¿Te acuerdas de lo que me dijiste aquí, de lo que me juraste? ...

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- ¿Cómo no voy a acordarme? Vivo pendiente de aquel recuerdo: es el único retazo luminoso de mí existencia. - ¿Vamos a buscar nuestra flor?...¿Te acuerdas dónde era?... ¡Apuesto a que ya te has olvidado! ... ¡Así son los hombres! - ¿Cómo no me voy a acordar?... Si fuí yo quien te llevó por este camino... Está allá, al otro lado, cerca a la acequia, al pie de un molle grande, ¿no es cierto? - ¡Ve!... iYa te has olvidado! ... No está cerca de la acequia, sino junto a un sembradío de lechugas... ¿No ves?... ¡Ya te has olvidado! - Bueno, vamos por ahí, para comprobar... Te apuesto que esta donde te digo. - ¡Te apuesto que no! - ¡Te apuesto que sí! - Ya está, ¡apostemos! Pero, sí te gano, ¿qué me pagas? - ¿Yo?... Nada, pues... ¡No apuesto entonces! - Entonces me enojo. - ¡Y, si yo te gano la apuesta? - Pida usted lo que quiera, con tal de que sea en justicia. -Bueno, en justicia, en estricta justicia: que no me vuelva usted donde esa... cho-la...¿Has oído?... Sí no, no te vuelvo a hablar. - Ya está, pero entonces tu me das un beso. - Todavía veremos si usted, señorcito, cumple su promesa. Amalia, distraída examinando los racimos de la chapapa, se volvió a ellos y, teniéndose en seco, sentenció: - Bueno, ché: yo no los he traído aquí para que me esten haciendo tocar violín gratis: ¡No faltaba más! Regresemos. - No hay violín que se tenga. Es que esta Julia me ha hecho una apuesta sobre que esos claveles dobles que tienen ustedes, tan lindos, dice ella que estan cerca a la acequia y tenemos que ir a comprobar en el terreno, porque la apuesta es por una suma de valor. - ¡Sí, ustedes ya están con sus cosas de enamorados! ... Pero, vamos: por esta vez, les accedo. Les voy a enseñar una flor muy bonita que traje de Chilcara. De que fueron caminando, Amalia se detuvo: - ¡Ah, ya está floreciendo! ¡Miren qué linda! - Está flor se llama en Sucre "Emperatriz" - ilustró Adolfo - y tiene un perfume bien fuerte... Es una flor muy delicada - sonrió. - Sí - repuso Amalia, recogiendo la alusión -. ¡Sí me han contado! Se río a su vez. Julia quisó saber de lo que se trataba. Adolfo no quiso decírselo. A mucha insistencia de Julia, Amalia, al oído de Julia:

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- Dicen que cuando una está en su mes y entra a regar esta flor, se seca. La sirvienta traía una bandeja con las brevas prometidas. Adolfo dió un grito de alborozo: - ¡Ahí está! ... ¡Ahí está! ... ¡Te he ganado! ... Los claveles estan al borde de la acequia. Opulentos y rozagantes lucían ahí, en efecto, su sedeño matiz rosa. Adolfo aprovechó la circunstancia: - Ahora, es usted la que me paga el valor: ¡Si no, me enojo! Sentáronse bromeando y riendo, a merendar las brevas, a la sombra de la parralera.

Un grupo de caballeros y jóvenes, seguidos de algunos artesanos, pasaron delante de ellos, procesionalmente. Iban a la reinstalación del Año Municipal. Don César Alvarez, que había sido elegido Presidente, los encabezaba. Serían como las tres de la tarde. Reyes tertuliaba con Julia y Luisita, sentados en un banco, en la plaza. En otros, estaban las Manrique, Amalia, Matilde y su madre. Contemplaban las "entradas" de los indígenas ribereños. Según usanza tradicional lo hacían bailando “la charca". Por parejas, hombre y mujer, cogidos de las manos, a la altura del talle, con sensual anadeo de caderas y con paso menudo y ritmo, al compás de las notas melancólicas de las flautas, daban vueltas por las aceras que cuadriculan el recinto de la plaza. Había, tradicionalmente, dos pandillas rivales: "los uray-cantus" - los de ribera abajo del pueblo- y los "janaj cantus", ribera arriba. Sudorosos, acezantes, semiebrios, los rebozos de las mujeres a media espalda, pasaban las indias y las imillas y hasta algunas cholitas del pueblo. - Los jóvenes estarán esperando que caiga la noche para agarrarse a la charca -reflexionó Amalia. - ¡Oh! ¿Acaso esperan eso? - arguyó Elena -. Dentro de un rato los vamos a ver prendidos de una imilla. Es que ahora estarán bebiendo en la casa de la alfereza (devota) -. Y dirigiéndose a Fernando, que se encontraba a su lado: - ¿Y vos por qué milagro estás formal? - Eso me digo - repuso aquél -. Debe ser por "fidelidad" a mi "santa prometida". - ¡Ah! ... Yo creí que porque te había "pateado" el trago. En otro banco, Miguel dialogaba con Irene, confidencialmente: -Ha Ilegado "el viejo" -decía ella -. Ahora tenemos que estar formales. Pero, felizmente se - va a ir mañana. - ¡Qué año nuevo más triste! ¿No? - suspiró Elena.

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- Triste para nosotras - observo Amalia - pero alegre para las cholas. - Es, pues, lo que siempre nos pasa - desilusa, sentenció Antonia -. Por eso yo nunca espero en bailes, ni en nada.

Atardecía. La plaza "Campero" era un maremagnum de gentío. Indios ebrios, indias, imillas, cholas, cocanis, alborotaban; el bombo asordaba con su monotono tan... tan... y las flautas prolongaban su largo gemido; a las fuertes pisadas de los "charqueadores", se levantaba un polvo sucio, atosigante. Reinaba un ambiente de indigenismo, de rusticidad: era el campo, en toda su rudeza, su mal olor, que se había arrojado sobre la villa pretenciosamente ciudadanizada y apenas urbanizada. Las señoritas y los jóvenes decentes que se encontraban sentados en los bancos de la plaza "Campero", eran un lunar -blanco y negro- en medio de las pardas chaquetas de los indios y los rebozos y polleras de rotundo rojo o chillador celeste de las imillas ribereñas. Las sombras de la primanoche comenzaron lentamente a invadir el recinto. Luisita se marchó. Julia y Adolfo conyugalmente se fueron del brazo alegres como dos recién casados. - Ahora tienes que pagarme la apuesta de esta mañana, ¡Julita! - Todavía no es tiempo.. . - ¿Cuándo entonces? - Ya te he dicho: cuando comiences a portarte bien. - No, ahora mismo... Fijate, felizmente, no hay nadie en esta calle... Se habían alejado tres cuadras de la plaza. Ahora torcían por "La Abaroa", donde vivía Julia. - A ver... - propuso ella -. Te voy a someter a una prueba. Esta noche te vas a ir a beber con tus amigos, de seguro. Y para ver si eres cumplido, te espero a las ocho, en la puerta de casa, sin falta.

Las flautas continuaban resonando, ahora con un clamor de desesperación. Las indias de las pandillas ribereñas acompañaban con una voz plañidera el gemido prolongado de las "charcas". Escuchando de lejos ambos sonidos se confundían y daban la sensación de un lamento prolongado. Reyes, puntual, en cuanto oyó dar las ocho en la capilla, se encaminó a la casa de Julia. La noche era oscura. Las callejas desiertas. Aguardó un rato, en la esquina. A poco, salió Julia. Pusiéronse a departir.

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- ¿Y cuándo estás pensando volver a Sucre? - ¿Yo? ... ¡Nunca! ... Estoy encantado de la vida en San Javier. - No, en serio, di: ¿cuándo te vas? - Eso, no quiero ni pensarlo. Será en una hora bien negra. ¡Ojalá que nunca llegué! - No bromees, dime en serio: ¿cuándo? - Debiera haber regresado ya. Me falta por rendir un examen de ingreso a quinto, de Licenciado. Pero estoy esperando la llegada de mi hermana Berta, para que nos partamos "La Granja". Los peritos nombrados han sido don Agustín y don Germán. En cuanto llegue mi hermana bajaremos a la finca. Pero esto sera dentro de algún tiempo aún. El esposo de mi hermana no puede dejar sus ocupaciones en Uyuni. ¡Tal vez tenga la suerte de pasar el carnaval aquí! - suspiró, esperanzado. - ¡Ay, ojalá! - suspiró a su vez Julia, esperanzada. Oh, ¡si tú estas aquí, ha de ser lindo el carnaval para mí! ¡Qué tal bailaremos! - ¡Sí, claro! Yo tengo que sacarme el clavo de todos los malos carnavales que he pasado en Sucre. - ¡Allí sí que serán los carnavales hermosos! -Para los que tienen amigas. - Tú, ¿no tienes? - Solamente amigos, los de la Facultad. Amigas, ninguna. ¿Que quieres? ... En Sucre las cosas son distintas y con el maldito genio que tengo, yo no he podido intimar con nadie. Por eso, los días de carnaval, son los peores para mí: no salgo ní hasta la puerta de calle. - ¿No bailas entonces? - Me aburro como nunca. Si yo no sé lo que me ha pasado aquí. Me he vuelto un farreador, enamorado y tutti quanti.. . En Sucre, soy un modelo de formalidad: de mi casa a la Facultad y de la Facultad, a pasear con algún amigo: esa ha sido toda mi vida en Sucre. Aquí he cambiado y me explico: como tengo confianza con todo el mundo, todo el mundo me conoce y conoce a mi familia y no tengo el temor de que me presuman, se abre mi corazón y respiro a mis anchas. Por eso, ahora, en cuantito me reciba de abogado, cosa del año que viene, me vengo aquí y me caso con una linda paisanita que se llama Julia. - ¡Eso sí que no lo creo! - ¿Por qué, Juliecita, por qué? Ella, cobrando un tono de efusiva confianza confidencial: - ¿Sabes? ¡Una cosa curiosa! El otro día me he soñado que estaba viajando con un amigo que yo había tenido, muy bueno, muy simpático, y que me quería mucho... Y habíamos estado viajando con él a un país lejano,

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muy lejano, Pero siempre juntos, del brazo, muy unidos, por un vallecito alegre, cuando, de repente, de entre unos matorrales sale un toro furioso y me embiste y tú... No, no tú: el hombre de mi sueño, en vez de defenderme del toro, se va con él y me deja a mí, muerta, en medio del camino... ¿Qué te parece? - ¡Baff! ¡Eso no te has soñado, sino imaginado! ... ¡Vaya una bonita ocurrencia! ... - ¿Pero es cierto, acaso, que me quieres? - ¡Te adoro! La tomó del talle e intentó robarle un beso. Ella echó el busto atrás, rechazándolo. La repulsa avivó el deseo de Adolfo y la oprimió más fuertemente aún contra él, bañándole el rostro en besos. Ella no opuso más resistencia.. Reclinó el hombro en el pecho de él como en solicitud de más tiernas y cálidas caricias. Mas, como la situación era comprometida y de rato en rato pasaban algunos transeúntes, gente conocida del pueblo, que los observaban suspicaces, Adolfo pensó que no era prudente prolongar la cita y así se lo advirtió. - No, no quiero que te vayas; quédate un ratito más - en tono tierno rogó ella -. Siquiera porque hoy día es Año Nuevo... ¿Mi mamá?... Que salga, pues, si quiere... ¿Acaso es un delito quererte?... ¡No, no quiero que to vayas! ... ¡Aunque tú no me quieras, aunque sé que me estas engañando, yo para eso te quiero! ... - y acompañó sus palabras estrechándose mas ternurosamente a Adolfo y reteniéndolo junto a sus labios cálidos, apasionados y sedientos -. ¡Ay, canallita, cómo te quiero! - hablaba con un sacudimiento emotivo y un balbuceo querelloso como el de esos niiios mimados que piden un dulce o un juguete. - Bueno, si tu quieres, no me voy... Pero, mira: estas cholas que pasan cada momento, observándonos con tanta suspicacia, han de ir a murmurar perversamente de nosotros, especialmente de ti, como acostumbran... - Si quieres irte, vete, pues - repuso ella, sin disimular el enfado languido que la iba poseyendo como de quien suelta por fuerza mayor algo que desea retener vivamente para sí...¡Si tú te apuras tanto! ... ¡Pero, antes, dame un besito más! Comenzó a surgir la luna e iba tendiendo una ancha faja plateada en Ia calleja. En ese momento, la cocinera se allegó: - Niña Julia, la está llamando su mamá. Dice que qué estará usted haciendo en la puerta de calle; que se entre nomasiá. - ¿Ves?... - suspiró ella -. No me dejan ni estar un momento... Hasta mañana, guaguay, mañana nos veremos en la plaza. Y nostalgiosa, sedienta aún de esa sed que no calman los besos,

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ingresó en su claustral morada.

"Oh, quién pudiera eternizar estos momentos - iba pensando, al marcharse, Adolfo -. Todas las cosas bellas debieran ser eternas... La existencia solo vale por estos minutos de placer, pero, que importa el placer de un minuto, ante el dolor de todos los días?" -Y suspiró a su vez. Las callejas iban llenándose de luna como su corazón de amor, y como un corazón enamorado la noche enjoyándose de estrellas. XII Pocos días después, cuando Adolfo paseaba, atediado, por una calleja, se encontró con Julián. - ¿No quieres pegarle unas "canelitas"? Te invitó. - Reyes quiso excusarse, en un comienzo, pero Julián lo convenció -: Vamos donde las Airolinas. Ayer ha llegado la Ignacita de los minerales y yo estoy queriendo hacerla mi querida a ella, vos te puedes arreglar con la Claudina, ella te quiere. Adolfo accedió. - Vamos a entrar por la puerta de calle no más. La tienda ya está cerrada. Cruzaron el patio alumbrándose con fósforos e ingresaron al dormitorio, a mano derecha. - Ahí está - afirmó Julián -. Apenas lo he traído. Todavía no ha querido venir. Se ha hecho rogar... Le invitó asiento doña Pascuala, en un sofá, al fondo del recinto. A la izquierda, un catre de madera; utensilios domésticos y cachivaches de todas cataduras, aglomerados en heteróclito revoltijo: una máquina de coser "Singer", echada a perder, un apero, caronas; encima, una guitarra; a la derecha, a un lado del sofá, una mesa, petacas de cuero; en las paredes, ilustraciones de revistas, tarjetas postales, retratos. Julián reclamó las canelitas. Se presentó Claudina: - ¡Ah, don Adolfo! ¿Qué milagro es éste? - No es milagro, Claudina; yo estaba muy deseoso de visitarlas, pero no tenía con quién hacerlo. - Si apenas ha venido, yo he tenido que rogarle. Claudina tomo asiento encima del lecho, cerca de Adolfo. A poco entró la Ignacita. Traía las "canelas".

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- ¡Oh, don Adolfo, había usted, pues, venido! Sirvanse antes de que se enfríe. Está bien cargadito con un buen singani. - ¿ Vos no sabes tocar la guitarra, Adolfo? - Ni las puertas. - Raro - observó Julián - que no sepas tocar guitarra habiéndote educado en Sucre. Es una lástima... Lo hubiéramos hecho llamar, pues, al compadre Bernaco para que nos la toque. - ¿Y qué tal lo esta tratando nuestro pueblo, don Adolfo? - interrogó Claudina. Usted debe de estar feliz con tantas "chotas" y tan buenas mozas... ¿Es cierto que ya esta arreglando sus asuntos para casarse con la señorita Julia? - ¿Casarme? ... ¡Qué disparate! La Julia.. . es simple amiga.. . - Sí, su amiga - replicó Claudina, irónica -. ¡Por eso no se separa usted de ella ni un paso! ... ¡Qué feliz "debe de" estar! - Claro, pues - afirmó la Ignacita, cándida -. Un joven decente como él, tiene, pues, que buscar "una niña". - Sí - ratificó, intencionada, Claudina -. Mejor es que sea así y no ande echando a perder a las cholas, como los otros jóvenes. Adolfo persistió en negar sus amores con Julia. Mas, como no llegó a convencerlas, afirmó, rotundo: - Pero si yo no la quiero a ella. A quien la quiero verdaderamente es a otra. - ¡Quién será esa dichosa! - exclamó Claudina. Adolfo la miró significativamente. - Bueno, Adolfo - explicó Julián -. Como sabrás, mañana es el santo de la Ignacita y como la vamos a festejar en mi chacra de Chilcaya, contarnos contigo, desde por la mañana. Continuaron departiendo sobre el festival del día siguiente, previendo lo que deberían llevar y hacer. A medianoche se despidió Reyes. - ¡Cuidado, que no venga! - advirtio Claudina. Amable, salió, acompañándolo, hasta la puerta de calle. Adolfo, ya medio ebrio, recobró ánimos y, a tiempo de despedirse de Claudina, se detuvo reteniendo la mano de ella entre la suya -: ¡Qué línda está la noche! suspiró. - ¡Sí, muy linda! ... Linda como para que usted se vaya con su enamorada a pasear por esos campos... - Pero, ¿quién diablos le ha dicho que yo tengo enamorada? - ¿Y doña Julia? - Es mi amiga. Nada más. - No diga eso, no mienta, que yo se lo voy a contar. - Cuénteselo. No me importa nada. - Entonces, ¿no la quiere usted?

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- No la quiero. Yo quiero a otra. - ¿A quién? ... - ¿Y... usted me lo pregunta? - ¡Oh, no sea loco! ... ¡Yo soy chola! - Eso no importa nada cuando hay un amor verdadero. - ¡Eso... quién sabe! ... Está en veremos... - ¡Pues, veremos! - ¡Claudinaaa ! -gritó del dormitorio doña Pascuala. - Bueno, vayase nomasiá. Hasta mañana. - Hasta mañana. Estaré puntual en Chilcaya a las ocho. - A ver... Veremos si es usted cumplido... Se marchó quebrada arriba. Era ya la alta noche. Todo dormía en el pueblo. "¡Qué linda es la Claudina! - iba pensando -. No sé qué me pasa cuando estoy con ella. Es ante la única mujer que me pongo a temblar como si me encontrase delanté de un ser superior. Siento una cosa muy distinta a lo que me pasa con otras... ¿Será que sin darme cuenta yo mismo, ella es la única mujer a quien quiero verdaderamente, aun en contra de mi Voluntad? .... No sé... Lo único que puedo saber es que delante de ella siento lo que no siento delante de nadie... ¡Qué le vamos a hacer! ... Es el destino. " XIII Puntual, a las ocho de la mañana, Reyes se encaminó a Chilcaya, chacra a la orilia del pueblo, río abajo. Llegó a la playa, bordeó el río y por un senderito abierto encima de los defensivos, llegó al callejón. Ingresó al patio. A la izquierda, cuatro habitaciones; al fondo, formando martillo, una galería con gruesos pilares estucados. A la derecha del patio, una verja de madera, sombreada de higueras. En el corredor se encontraban con doña Pascuala, Claudina, Ignacia, Julián y un artesano, el Bernaco, que ahora rasgueaba su guitarra.. - Había sido usted cumplido - dijo Claudina -. Sírvase esta tacita de "néctar". Los circunstantes le obligaron a servirse, de seguida, hasta cuatro tazas, para que se igualase con ellos, que ya estaban... alegres. Jaranearon toda la mañana. Adolfo se sentía contento. Claudina estaba cariñosa y alegre. Hacia el mediodía fueron a sestear a la chacra, a la sombra de un molle, al centro del alfalfar. Allí mismo se sirvieron el yantar de media tarde apurando profusos vasos de cerveza que Julián, en tributo a la del "diachacu", obsequiaba, mientras el Bernaco, incansable, no

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cesaba de tocar y cantar sus huayños y kaluyos en kesjwa: Yankja nini kay soncoyta amaña munaychu a nispa: Kay soncoyka kutiriguan paillapuni kanka nispa. Wailla waillasta purini konkai korata masckaspa, Cunanri roan tarispa Ñakarichkani wakaspa. Mamayka wachacuguaska Para puyoc chaupillampi, Pyuyu jina muyunaypaj Para jina wakanaipaj. Ima puyu jakai puyu Yanayaspa wasaicamun Mamaipaj wakaininchari Pjuyuman tucuspa jamun. Yana ñawi, yana chujcha, jamuy yananchacapusun, yanantin pura kaspaña cusiskalla causacusun... Al atardecer, se recogieron a la casa de doña Pascuala. Bajaron a la playa y tomaron luego por el callejón de entrada al pueblo; doña Pascuala, delante, rengueando, cargada de sus ollas y una canasta donde iban platos, cucharas, etc.; Julián, del brazo de la Ignacita, dando traspiés; Adolfo, del brazo de Claudina; detrás el Bernaco, que venía turbando la aldeana quietud de la tarde con el estridulante canturreo de sus coplas al compás, ya desarticulado de su guitarra. Los vecinos, sonreían unos; deteníanse otro, a contemplarlos; era como una chusca entrada de carnaval. Adolfo, con ese enternecimiento y zalamería que lo euforizaba cuando se hallaba en su buen temple de borrachera, venía dando públicas muestras de su amor por Claudina. Ella reía. Ya en la casa, Ignacita sirvió ponches de vino. Doña. Pascuala se había tendido en la cama a roncar la "mona" con rechinamiento de

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carreta vieja; Julián volvía a narrar, por décima vez, su fabuloso viaje a Humahuaca, donde fuera hacía un año a comprar mulas para la feria de Ayoma; el Bernaco, que había concluído por olvidarse de su guitarra, se acordaba ahora de "sus guagüitas", que no iban a la escuela "porque no tenían zapatos" y lloraba amargamente este infortunio definitivo. Sólo la Ignacita, con cara bobalicona, pero sin dejar de atender el servicio de ponches, escuchaba a Julián, conmovida de sus infortunios de improvisado negociante en mulas. La Claudina se dirigió a la cocina. Adolfo, a poco, fingiendo haberse descompuesto, salió en pos de ella, dando traspies. Claudina, al verlo, se detuvo en el umbral de la puerta de la cocina: - ¿Qué quiere usted conmigo? - le increpó -. ¿Por qué me sigue? - ¡Oh, Claudinita!... - suplicó Adolfo, pretendiendo asirla de la mano -. ¡No seas mala conmigo! Oíme siquiera una palabrita.. . - No, ahora no; está usted borracho. ¡Mejor es que se vaya! - ¡Me botas entonces! Ella no contestó. - No seas mala - imploró de nuevo Reyes -. ¡Yo te quiero a vos! ¡Te quiero más que a nadie! ... ¡Ahí está, te juro! - besó la cruz en su diestra. Luego acertó a coger la mano de ella e intentó besársela. Claudina lo repelió violentamente, empujándole el pecho y esquivándole el rostro: - No. Retírese. Váyase. - Pero, ¿por qué, Chaskañawisita, por qué? - En este momento le vino la necesidad imperiosa, brusca, brutal, absurda, salvaje, de besarla. Ella lo rechazó más enérgicamente aún: - Váyase - le gritó, y hurtándole el cuerpo, que él intento abrazar, se escapó, corriendo, a la sala. Reyes se quedó perplejo, sin saber qué partido tomar. - ¿Pero, por qué esta mujer es así?... - Y sumido en un dédalo de conjeturas, tomó el camino de su casa. La noche era oscura. Atravesó la quebrada y fué por la calle Abaroa. Al pasar por delante de la casa de Julia, se detuvo, como inconscientemente. No transitaba nadie por la calleja. Sin saber lo que hacía y sólo empujado por ese ímpetu irreflexivo que le daba la borrachera, empujó la puerta de calle; ésta, nada más que entrecerrada, cedió. Se le ocurrió darle una sorpresa a Julia y, sin reparar en nada, se dirigió hacia la ventana iluminada de la habitación de la izquierda. Llegó allí y acertó a divisar desde la ventana que Julia, ya en paños menores, se destrenzaba la cabellera, delante del espejo. Adolfo, calenturiento, energúmeno, impulsado por esa necesidad fatal, insofrenable, imperiosa, salvaje,

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que le había dominado rato antes y que ahora, a la visión de los marfileños brazos de Julia le vino nuevamente, ebrio, irreflexivo, instintivo, sin darle tiempo siquiera para que Julia se repusiese de la sorpresa, empujó la puerta, que cedió igualmente, y corrió a abrazarla, sofocándole el grito con sus besos y la tumbó en el lecho... Sujetándola aún con la diestra, apagó la luz que alumbraba desde el veladorcito, al lado del lecho, y sin darse tiempo a que resistiese ella, intentó hacerla suya brutalmente; ella resistió en un comienzo; mas, viendo que Adolfo no iba a cejar en su intento y temerosa de que su madre le encontrase en tal situación, concluyó por ceder: - ¿Pero, Adolfo?, ¿por qué eres así? ¿Qué has hecho?... - gimió ella. Brusco, torpe, beodo, salió él de la habitación, sin darse cuenta de nada. Julia se metió entre sábanas y cubriéndose el rostro con las coberteras, estranguló sus sollozos, Ilena de un dolor atónito. XIV Despertó ya muy entrada la mañana. Contempló las cosas con un aire fatal de extrañeza y soledad; tenía el espíritu sombrío; el cuerpo adolorido. - ¿Qué es lo que he hecho anoche? - se preguntó. Recordaba muy difusamente las escenas del día anterior -. He debido alzarme una borrachera bárbara – pensó -. ¿Y ahora? Doña Eufemia entró al poco rato. Traía una expresión lancinante de dolor en la cara. Apenas murmuró: "Está visto que si continúas aquí, te vas a echar a perder, Adolfo. Es necesario que te vuelvas a Sucre lo más pronto. El Juez ha mandado decir que ya todo está arreglado y sólo esperamos la llegada de Berta para las particiones. Ha hecho un telegrama de Uyuni. Mañana sale en automóvil". Adolfo se disculpó como pudo: unos amigos lo habían comprometido. No pudo excusarse. Prometió no reincidir. Al rato, llegó Fernando. - ¡Hombre! ... ¿Qué es lo que has hecho ayer? ... ¡Has dado un escándalo mayúsculo! ... ¡En todo el pueblo no se habla de otra cosa! Adolfo tembló. Le asaltó la idea de que Julia había revuelto el mundo con lo ocurrido en su casa. Se tranquilizó cuando supo que se trataba de Claudina. - ¿De manera que saben todo en el pueblo? - ¡Todo, pues, hombre! Y, como de costumbre, corregido y aumentado... Esta mañana estuve en "El Rosal" con Amalia y ella me dijo: "Velay, pues, el Adolfito, que nosotras le creíamos tan formal, ayer ha estado en Chilcaya todo el día con las Airolinas y se ha

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regresado por la quebrada abrazado de la Claudina." Ya ves, hijo, ¡todo se sabe! - No - añadió de un rato -. A ti lo que te conviene es irte lo mas pronto de aquí, hermano; ¡aquí te vas a echar a perder!... Esto último le cayó como un balde de agua fría. Recordó lo sucedido con Julia y se ruborizó: - ¿Y a Julia no la has visto? - No... ¡Qué dirá la pobre, si sabe tus calaveradas! ¡Pobrecita! ... ¡Y ella que tanto te quiere! ... Continuaron conversando. Eran las once de la mañana. Reyes dijo: - No quiero salir a la calle, por lo menos ahora; tengo vergüenza, pero, hay que "curar el cuerpo"... ¿No quieres un cocktel? ¡Yo tengo un chaqui espantoso! - Bueno - aceptó Díaz, que paseaba a lo largo del cuarto. Reyes, derrengado, la lengua gelatinosa, que se le pegaba al paladar, continuaba tirado en el lecho. Llamó a la Satuca. Le ordenó que preparase unos cóckteles de singani. - Julia debe estar enojada conmigo - dijo Adolfo. - Y tiene razón, hijo. Cualquiera, pues, hombre... - y luego de un rato -: Y, bueno, hablando en claro, y perdona la pregunta: ¿estás enamorado de la Claudina? - No, hombre... ¿por qué? - Porque todo el mundo lo dice. -Y... ¿qué les parece? - Un absurdo, pues, hijo... ¡De semejante chola! - ¿Por qué semejante?... ¿Qué tiene ella de malo o en qué es distinta a las demás mujeres? ¿O es de mala conducta? - Eso no, ¡claro! Es una chola honrada, hasta donde pueden ser las cholas, pero... no te conviene,. hijo. Es una diabla y su familia es muy mala y si te logran atrapar, no te libras de ella y su familia ni con la ayuda de Cristo Padre... Pero, en fin, tú sabras lo que haces; yo no hago más que aconsejarte como amigo y pariente. Al fin y al cabo, todos los de la familia tenemos que velar por el buen nombre de ella y, ya ves, tú, descendiente de la mejor familia de San Javier, de la más antigua, desde la época de la Colonia, desde que se fundó el pueblo, ¡no!; cómo vamos a permitir que te encholes, pues, hijo; ¡eso nunca! ... Lo mismo que yo, piensan todos: tu mamá, mi padre, el tío Pascual, don Agustín, el Miquicho, todo el mundo... - ¡Y cómo no dicen nada cuando tú, o el Guillermo, o el mismo Miquicho, van donde cholas! - Es que es distinto, Adolfo. En primer lugar, si nosotros vamos donde cholas, es donde tipas como las Rancheñas o la Macacha,

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que son cholas de tres al cuarto, que uno las toma por necesidad y después las deja, pero no nos dejamos atrapar por ellas, como el pobre Aniceto. ¡Ya lo ves, al pobre! Desde que cayó en poder de "La Wallpa" está hecho un degenerado, el pobre ya no tiene ni pantalón que cambiarse y hasta tiene vergüenza de presentarse delante de la gente. ¡Y si vieras lo que llora su madre, la pobre tía Eulalia! Y, en segundo lugar, aunque nosotros nos echemos a perder, ¡no importa! Al fin y al cabo estamos ya un poco echados a perder y nosotros no vamos a ser nunca "gran cosa", pero en ti, es distinto: en primer lugar, tú tienes que responder a tu apellido; piensa que eres el descendiente directo y legítimo de don Segundo Reyes, el fundador del pueblo e hijo de don Ventura, cuya memoria veneran todos y, después, tú eres un joven de porvenir, inteligente, ilustrado; no, hijo, debes irte. Y si tú no te empeñas en irte, nosotros te vamos a sacar aun en contra de tu voluntad. Así me decía esta mañana el Miguel. Y ya sabes que en San Javier somos ejecutivos y no nos andamos en chiquitas. La Satuca metió los cóckteles. - Bueno - dijo Adolfo, incorporándose -. Tomaremos primero; sírvete tu copa. - Luego agregó -: Precisamente esta presión de todo el pueblo sobre la voluntad de uno es lo que me exaspera... ¿Qué tienen que hacer los demás con los actos de uno? Si yo la quiero a esa chola, precisamente porque es chola, ¿qué tienen que hacer los demás? ¿Es que yo he venido con una misión providencial a este mundo? ¿Soy una especie de Mesías lugareño...? Ascendencia histórica, prestigio del abolengo, interés del pueblo... ¡macanas! ¡Pamplinas! Lo efectivo son los ojos de "La Chaskañawi" y todo lo demás... ¡sociología! Salud, tomaremos, mejor... Fernando no pudo evitar un gesto de contrariedad y continuó argumentando: - Puedes sublevarte lo que quieras, pero es así, hijo. Y, ya sabes, en pueblos chicos como Chirca, la cosa es peor. Pero no es el pueblo, hombre, somos tus parientes. - Es a quienes les concedo menos ese derecho. - Aunque no nos concedas; nosotros lo tenemos, por el hecho de serlo... Ya verás cómo no puedes ser libre de tus actos. Es fatal, pues, hijo; yo tengo experiencia al respecto. Pero si te han ofendido mis palabras, las retiro. ¡Yo lo he hecho porque te estimo y me daría mucha pena verte como al pobre Aniceto! - Oh, Fernando, no seas exagerado; ¿cómo te figuras que yo llegue a semejante estado?... Eso no, pues, hombre... Ya es mucho también...

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Díaz, que paseaba a lo largo de la alcoba, deteniéndose de rato en rato, cuando alternaba con Adolfo, tomó asiento en una mecedora. Reyes continuaba semiincorporado en el lecho. A poco entró la Satuca: - Dice la señora que pasen a almorzar. Fernando quiso retirarse. Adolfo le rogó: - No te vayas. Vamos a almorzar en el corredor no más y vamos a estar solos. No te vayas. Tengo que revelarte algo má grave aún - ¿Algo más grave? iNo creo! - Ya verás, hijo... Pasemos. Salieron al patio. Era enlosado, un lujo en San Javier. Al centro, se erguía un frondoso molle, rodeado con macetas de claveles, heliotropos, fucsias, resedas, tacones y albahacas. A tiempo de cruzarlo, Adolfo llamó a la sirviente: - Sin que vea mi mamá, no más - le dijo -, trae un frasco de ese vino que han mandado de "La Granja". - Y a Fernando -: Te voy a invitar un borgoña ríquisimo... -Y suspirando, como quien alivia penas muy hondas, exclamó a tiempo que ingresaban al corredor-: Tomaremos, hermano... Hoy, como nunca, tengo alegre la tristeza y triste el vino, como dijo el otro. Mientras almorzaban, Adolfo, a quien le escarbaban la conciencia los sucesos de la noche y como sentía la necesidad de revelarle, para descargarse un tanto del peso que le abrumaba, lo que había pasado, estaba combatido por una parte de su conciencia moral que le imponía guardar en secreto el asunto y, de otra parte, por su calamitoso estado de ánimo, que buscaba encontrar en la confidencia a otra alma, un apoyo para la suya, desflecada. - ¿Sabes... ? -confióle, por fin -. Es que anoche he cometido una locura. - Sí, ya lo sé: te la has "brincado" a la Claudina. - No - suspiró Reyes -, nada de eso, todo lo contrario... ¿Crees que la Claudina es... fácil... ? - ¡Quién sabe¡ - evadió Fernando. Adolfo se quedó pensativo. Ese "quién sabe" era una espina emponzonada que se le clavó, de repente, enconándole aún más su herida de amor fracasado. ¡Qué mundo de rnisterio se escondía detrás de ese "quién sabe"! - Si no... ¿qué? - interrogó Díaz, extrañado de la actitad amarga y pensativa en que se había quedado Adolfo. - Que lo que tú piensas que ha sucedido con Claudina... ha sucedido... con Julia... - ¿Qué dices... ? ¡Estás loco, hombre! - Cierto - afirmó Adolfo, quedándose con la mirada fija en el suelo, en

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una actitud de humillación y remordimiento-. iYo no sé lo que me paso! Ha sido la fatalidad. O más propiamente, la borrachera, ¡porque yo solo en borracho cometo estas cosas! - Se puso de pie y sirvió dos copas de vino. Luego agregó, suspirando -: Bueno, ya que hemos comenzado, concluiremos este frasco... ¡No sé! ... Tengo una pena tan grande que me parece que voy a volverme loco, hermano... Beberernos... ¡A ver si así se me quitan las penas! Continuaron bebiendo, entre plato y plato, nuevas copas de vino. Fernando no salía de su asombro. Pidió detalles. - ¡No sé cómo fué...! Si yo mismo no me acuerdo bien, hombre... ¿Sabes? ... Me iba recogiendo de donde la Claudina, borracho, y como si el diablo hiciera, tuve que pasar por la casa de Julia, y una vez delante de la casa, ¿por qué no se me iba a ocurrir empujar la puerta? - ¡Empujaste! - Sí, y la puerta cedió; había estado entrecerrada, y, una vez en el zaguán, viendo con luz el dormitorio de ella, sin reparar en nada, me dirigí allí, que era, precisamente, la habitación iluminada y, al ver desde la ventana que ella se desnudaba para acostarse, abrí la puerta, me lancé al interior y... ¡No! ¡Si yo mismo tengo vergüenza de contar lo que he hecho, hermano! ... Puedes adivinar el resto... ¡No, si es una canallada sin nombre! ¡Soy un infame y ya estoy embromado, sin remedio! Fernando, como no dando fe al relato de su amigo, se le quedó mirando, pasmado: - ¡Pero, no es posible, Adolfo! ... ¡Eso te has soñado en tu sueño de borracho! Pero se quedó pensativo. Al rato, dijo: - Sí, don Roque viajó anteayer a "El Molino" y como la cocinera esa que tienen es una diabla, seguramente dejó la puerta de calle así, entrecerrada no más, para volverse a entrar después, sin ser sentida... ¿Pero no te sintió doña Gertrudis? - ¡Eso es lo que ahora no me explico! Lo que es en ese momento, no me acordé de nada. ¡Sentí una necesidad bárbara de poseer a una mujer, a cualquiera que fuese, y como la Claudina me arrojó de su casa, de puro bárbaro, fuí a cometer eso... con Julia! - Pero ella ¿no gritó? - ¡Qué, pues, hombre! ... Yo la sofoqué con mis besos. Y aunque hubiese gritado, la cosa habría sido peor para ella... ¿Por qué no cerró la puerta de su dormitorio con llave? ... ¿Cómo explicar esto? ¿Cómo justificarlo? - Pues, eres más audaz de lo que te imaginan... ¡Si esto cuentas a

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los otros, no te creen! ... Pero lo que yo no me explico es por qué no cerro la puerta de su dormitorio con llave. Supongo que no todas las noches debe dormir así... Pero, ¡es raro! ... Yo no me explico concluyó Fernando. - Yo tampoco - repuso Adolfo -. ¡Es raro... ! iEsto parece obra del diablo! - Sí, porque Julia, antes de ahora, jamás ha dado nota de su persona; precisamente es una de las muchachas que aquí se citan como modelos de formalidad y recato. Si de alguna se podría creer algo no es, precisamente, de ella. ¡Qué diantre! ... Y sobre ser así, sus padres la cuidan más que a la niña de sus ojos. Si hasta para Ilevarla a un simple baile, a una reunión de familia, hay que ganar triunfos... Bueno, pero tú dirás, y no to queda otro recurso, "a lo hecho, pecho", o como decían nuestros abuelos: "el noble y el principal, ha de procurar acertarla, pero si la acierta mal, sostenerla y no enmendarla"... Y, ¿qué piensas ahora? -¡Eso... yo no sé! -¡Pero... crees... que... vamos!... ¿has hecho algo? - No sé ... Ella, al final, cedió... ¿Y si resultara algo? - Entonces no tienes otro remedio que casarte con ella, pues, hijo... Sostenerla y no enmendarla... Al que se mete a hacer estas cosas con señoritas, y más en estas nuestras tierras, caro le cuesta. Pero, ¡qué tonto eres! Si sentías necesidad de hembra, ¿por qué no buscaste una imilla, pues, hijo? Si me hubieses dicho a mí, habríamos ido donde las Rancheñas, o donde la Macacha, que es amiga de... hacer favores. - No - negó Reyes -, no fué eso, precisamente. Ha sido cosa de la maldita borrachera... ¡O de la mala suerte! ¡No te he dicho que sólo en borracho me atrevo a hacer estas cosas? Y, claro, las hago mal. ¡No es la primera vez que me ocurre! - iPero lo de ahora es distinto, Adolfo! - Sí, claro que es distinto. Pero, por último, hombre, ¿que quieres que haga con este mi maldito carácter? Soy así... ¡Así estúpido me parió mi madre! Y se quedó profundamente triste, sombrío, atormentado. - ¿Y ahora, qué te dirá ella? - No sé... ¡Tengo una vergüienza bárbara! Quisiera no encontrarla, por lo menos hoy día... ¡Tengo una desesperación., que no puedo estar conmigo mismo! ¡Necesito estar contigo, no me abandones! Medio embriagados con el vino que habían bebido, se levantaron de la mesa y salieron a pasear por las callejas, para tomar el fresco. El

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calor apretaba fuerte. Casi nadie transitaba por el pueblo. - Me sigue el chaqui - declaró Adolfo -. Quisiera tomar una cerveza... ¿Dónde fueramos? - Vamos donde doña Modesta. Es en la única parte donde nos pueden servir. Se allegaron al tenducho, en la esquina de la calle Bolívar, a una cuadra al norte de la plaza. Entraron. - Hemos venido a que nos invite una cerveza, dona Modesta - dijo Fernando -. Pero hace mucho calor aquí. Nos pasaremos a su corredor de adentro. - Pasen no más, yo voy a hacerles meter la cerveza en este momento. Doña Modesta era una buena señora que hacía veinte años atrás vino de Potosí a San Javier, de Profesora de la Escuela Municipal. Destituída de su cargo por bajas intrigas aldeanas, tuvo que recurrir al expendio de bebidas, para sostenerse. Como sus parroquianos, frecuentemente, la obligaban a que bebiese con ellos, ella tambien concluyó por acostumbrarse al licor. No pasaba día sin que "matara el gusano" con sus dos o tres copitas de singani. El "gusano" era un cáncer al estómago. Ella argüía que solamente el "singanito" le calmaba los dolores. Adolfo y Fernando se instalaron en el corredor, al fondo del patio, delante de una mesa. Comenzaron a calmar la sed con refrescantes vasos de cerveza. Pero Reyes, obsesionado, no hallaba punto de reposo con el desasosiego sordo que le iba escarbando por dentro como el buitre del remordimiento. XV - ¿Qué, no sabes nada? - extrañó Fernando -. Julia está enferma. Así acaba de avisármelo el doctor Pacheco... - ¿Qué es lo que tiene? - Eso... debes saberlo tú mejor que nadie -sonrió Díaz. Al rato, agregó -: Debes ir a verla, hombre. No seas tan... desconsiderado. - Lo que es solo, no voy. Acompáñame. - Bueno, pues, señor... ¡Pucha, hombre, las cosas en que te metes! ... ¿Y cuando hacen la partición de "La Granja"? Se dirigían calle abajo. - Debe de ser en el curso de esta semana. Ayer estuve donde don Agustín. Me tiró una larga lata sobre sus trabajos de minero en Colquechaca, cuando la boya del socavón "Amigos". Pero es divertido el viejo.

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- No tiene un pelo de zonzo. Sólo que ahora ya está un poco chocho. Cuando nosotros Ileguemos a viejos, si llegamos, no hemos de poder contar una historia tan edificante como la que él cuenta, de seguro. Mientras él se acuerda de los socavones de Colquechaca y de sus trabajos de Laborero, nosotros tendremos que acordarnos de nuestras tunantadas. Eso es. Las generaciones pasadas han sido de hombres esforzados y corajudos. No les arredraban los trabajos más rudos y las empresas más arriesgadas. Iban con sus recuas de burros a los minerales mas lejanos como los de Caracoles o Amayapampa, atravesaban a pie el desierto de Atacama o desafiaban los furores del Río Grande cuando se internaban a traer ganado desde los valles de Tarija. Tuvieron una concepción estoica de la vida. En cambio, nosotros, somos una "generación de señoritos". ¡Y por eso, hacemos las cosas que hacemos...! ¡Ah! Y, ahora que me acuerdo. Ayer estuve en casa de la Elena y me dijerbn que don Germán te había esperado el otro día, que le prometiste visitarlo. Hiciste mal en no ir. Es otro de nuestros viejos de respeto, de los pocos que ya están quedando aquí... - Sí, pues, hombre, debiera haber ido. ¡Qué habrá dicho el viejo! Pero, ¿qué quieres? Esa tarde estuve con Julia. - Sí, claro, como tu eres un hombre... "sorbido por las pasiones", no tienes tiempo para nada. Bien dicen que la pasión es "la ocupación de los desocupados". - ¡Pero, así le cuestan a uno! ... ¿Tocamos? - Sí, entremos.

Doña Gertrudis salió a recibirlos, en el saloncito. - Yo no sé que ha pasado con Julia - dijo con voz apagada -. La otra noche, yo la dejé aquí, un momento, porque mi comadre Joaquina me hizo llamar: se había puesto mala. Yo fuí como a las nueve y media, creyendo regresar ese momento, Pero resultó que mi comadre se puso mal y tuve que quedarme en su casa hasta muy tarde, como hasta las dos de la mañana, en que recién tuvo su hijo. Cuando me regresé, encontré con que en la casa no había nadie más que Julia, pues nuestra sirviente, que es una pícara, se había salido a tunar, seguramente, y como tampoco Roque estaba aquí... A Julia la encontré muy descompuesta y con mucha fiebre y como delirante. Tuve que tocarle al sastre Rodríguez, que vive al lado, para que me lo fuera a lo del médico. A esa hora tuvo que venir el doctor. - ¿Y qué habrá sido... ? - preguntó Fernando. - El médico dijo que podían ser principios de fiebre, pero que tenía

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mucha excitación nerviosa y recetó que le sirviera un mate de manzanilla con un poco de bromuro... Pero ahora ya está mejor... Está muy arruinada... ¿Quieren ustedes verla? Fernando miró a Adolfo consultando su ánimo. No aparecían en éste buenos síntomas. - No, doña Gertrudis, para qué la vamos a molestar. Debe estar muy delicada. Es suficiente que le diga usted que hemos venido a enterarnos de su estado de salud y que sentimos mucho que se hubiese enfermado. - Pero que nos alegramos mucho, se encuentre ya mejor - agregó Adolfo -. Yo debo bajar a "La Granja", mañana o pasado, pero no he de tardar más de unos ocho días. - ¿Y cuándo esta pensando irse? - inquirió doña Gertrudis. - No sé todavía cuando será. Todavía he de estar algún tiempo más. - Será después de carnaval - opinó doña Gertrudis. - Sí, ha de ser después. Siquiera que me den ese gusto de pasar un carnaval en mi tierra, después de tantos años. Hace ya cinco años que no paso el carnaval aquí. Se despidieron. Doña Gertrudis los acompañó hasta la puerta de calle.

- ¡Qué amable ha estado tu suegra! - observó Fernando -. Y más locuaz que de costumbre. No le pareces mal para yerno. Cuando arribaron a la plaza, vino al encuentro de ellos don Venancio Pacheco, un buen vejete, campechano y chunguero, médico titular del pueblo: -Ya conozco sus aventuras, señor Reyes -murmuró-. iConque, ah! Usted es aquel hombre afortunado que hace delirar a las mujeres bonitas... Y para mis trabajos... Me debe usted - agregó, sin percibir el rubor que enrojecía las mejillas de Adolfo -, me debe usted un cocktel, por lo menos: a usted le merezco un resfriado fenomenal: ¡me han hecho levantar a medianoche, hombre! - Bueno - expresó Díaz -, yo pago el cocktel, pero sea usted más explicitó: ¿cómo ha sido? - No, nada, Fernando, no se asuste. Pero, vamos: ¿donde es el cocktel? - Iremos donde doña Modesta - advirtió Adolfo -. Es en la única parte donde hay un buen singani y nos pueden preparar con diligencia un buen cocktel. Ya instalados en el tenducho, el médico siguió sus bromas: -Pues, hombre, cuando yo la vi a la muchacha, no dejé de asustarme, ieh! ... Tenía una temperatura elevada, como treinta y nueve grados, el

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pulso le latía con violencia y unas profundas ojeras le circundaban los ojos. Deliraba, pero, de una manera muy incoherente... Lo único que yo acerté a pescar fué esta frase: "Adolfo... Adolfo... ¿por qué eres así...? "En fin, cosas así... ¡Cosas de la edad! ... La chica debe ser un poco cardíaca. Tal vez algo de hipertrofia del corazón o alguna emoción violenta le ha causado eso. Pero no es para que usted se asuste, don Adolfito. Pero, en adelante, mucho cuidado con ella, señorito: la prenda es delicada, muy delicada, ¡eh! ... Tomaremos. - Pues - agregó, después de saborear el cocktel-, por la amable compañía, nos serviremos la segunda. Doña Modesta: un turno para mí. Ya sabe usted que una sin otra no vale. Sirvió el turno. Fernando le previno: - Y, usted, doña Modesta, no se descuide. Era lo menos que podía hacer aquélla: se sirvió su copa respectiva: Sí, la Juliecita –ratificó - es muy delicada: ha sido alumna mía y era muy buenita. - Estos accesos en las personas delicadas - siguió el facultativo provienen, o de desarreglos orgánicos, o también de emociones fuertes. Seguramente durante el día sufrió alguna impresión violenta... ¿O, sería que el señor don Adolfo Reyes le dió algún entripado? ¡Ay, los jóvenes del día, señor! - Sí, él tiene la culpa - se apresuró a afirmar Fernando -, porque Julia supo que este caballerito se pasó todo el día en un diachacu. Supo eso y se chupó un colerón del siglo. Eso ha sido. - ¡Ah! - expresó el médico -. Ahora me explico. Eso ha sido. ¿Qué señorcito éste, no? Bueno, ¡salud! - Por allá viene la buena moza - indicó doña Modesta, con un guiño significativo a Adolfo. - ¿Quién? - se interesó Reyes y salió a la puerta. Donairosa y cimbreante, trajeada con un lujoso mantón celeste, de espumilla, pollera de raso rosa, zapatillas blancas y medias de color carne, pasó Claudina. Fernando, que tambien había salido a verla, le saludó: ¿Dónde vas tan elegante, Chaskañawi? Ella no se dignó contestar. Adolfo la contempló alejarse con una infinita pena. Y se le tiñó el espíritu de amargura: - Ya nunca, nunca, nunca será mia – suspiró -. ¡Qué suerte más negra! XVI Ingresó doña Gertrudis al dormitorio de su hija llevándole un mate de tilo. Julia continuaba en cama, pero ahora, semiincorporada,

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descansando la espalda sobre las almohadas. La faz pálida, la mirada lánguida y sus hondas ojeras violáceas, le daban una pronunciada expresión de sufrimiento. Doña Gertrudis, después de ofrecerle el mate, le informó, cándida: Han venido el Adolfito y el Fernando a preguntar por ti. Les he dicho que ya estás mejorada. - ¿Sí? ¿Y, qué dicen? - El Adolfo ha dicho que entre mañana o pasado baja a "La Granja", a la partición de la finca y que después se irá a Sucre. - ¿Sí? ... ¡Mejor que se vaya! ... ¿Qué va a hacer aquí? - murmuró en voz baja, pero no pudo, reprimir un suspiro que, muy a su pesar, se le escapó. - Sí, hija - expresó doña Gertrudis -, mejor que se vaya. Aquí ya ha comenzado a echarse a perder y a ir donde las cholas. A mí me han contado que diario se emborracha y no se mueve de lo de las Airolinas. Anteayer mismo había estado de parranda con el Julián más, en su chacra porque diz que era el cumpleaños de la Ignacia. Y después, borracho, sin tener vergüenza, ni respeto a la gente, se había venido abrazado de la Claudina, por la quebrada... - ¿Sí...? - No tendrá verguenza, ¿no? ... Ni siquiera respeto a la memoria de su padre. Yo tenía otra idea de él. Basta que hubiera ido a educarse en la capital. Pero había sido tan igual o peor que los jóvenes que no han salido de sus chacras. Es una desgracia. Un joven tan de buena familia... icon semejante chola! - Bueno - dijo después de un largo rato de silencio -, voy a ver qué estará haciendo la cocinera. Tú sírvete, pues, ese matecito... - Salió. Julia esperó tan sólo eso para meterse entre sábanas. Las lágrimas le rebosaban. Comenzó a llorar con un dolor tan hondo, tan rabioso, tan desesperado... Le sacudia todo el cuerpo, como una convulsión. No, no; si no podía concebir semejante infamia, semejante canallería, semejante error de ella, sobre todo: - ¡Y yo que lo creía tan bueno, tan noble, tan decente! ¡No! ... ¡No! ¡Después de ella...! iOh, qué infamia! - Estrujaba su pañuelo, sopado en lágrimas; se retorcía el cabello y le latían las sienes tan alborotadamente, que, al rato, cayó como con un vértigo. Le parecía que iba a morirse en ese momento, de pena, de vergüenza, de impotencia. - ¡Pero, Señor! - se dijo, desesperada, elevando los ojos a lo alto, demandando el socorro de la Providencia o acusándole de su injusticia -. ¿Por qué me has hecho tan desgraciada... ? ¿Por qué es así mi destino?

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Nuevamente le vino un ataque de llanto, pero esta vez tuvo que contenerse y disimular. Entraba su madre: - ¿Como te sientes, hijita? Julia ocultó el rostro dentro de las sábanas y contestó con voz debil: Ya mejor, mamita. El mate me ha sentado bien. Tengo un poco de sueño. Déjame un ratito.

- ¿De modo que él se vino después de haber bebido con... ésa todo el día... ? ¡Oh, que infamia!-. Imaginativamente, se le representaron las más macabras escenas de borrachera y crápula. - ¡Qué asco! -¿De modo que él vino donde mí después de haber estado donde esa chola, como si yo fuera su sobra, su imilla, su trapo? Esta idea comenzó a atormentarla, persiguiéndola con la martillante obsesión de una idea fija. Por más esfuerzos que hizo no pudo apartar de su mente aquella idea y aquellas imágenes repugnantes: a cada momento, minuto a minuto, se le vinieron como un fantasma, en todo el día, y toda la noche. Al día siguiente empeoró. Se sintió más enferma: Le volvió la temperatura y la taquicardia. Hubo necesidad de llamar de nuevo al Dr. Pacheco. Éste concluyó por diagnosticar su caso por amagos de fiebre nerviosa, pero que no era de cuidado, pasaría pronto. Cosas de la juventud... XVII Mientras tanto, Adolfo viajaba con don Agustín Villafani, don Germán Manrique y el juez Iñíguez, a "La Granja", nueve leguas río abajo de San Javier. Iban a la partición de la finca que heredara de su padre, don Ventura Reyes. La hermana de Adolfo, Berta, en compañía de su esposo, habían viajado en automóvil, el día anterior.

Don Roque Valdez, padre de Julia, llegó de "El Molino", aquella tarde. Se sorprendió el viejo. ¡Tan sana que era su hija! - ¿Y qué dice el doctor... ? - indagó, temeroso. Informó doña Gertrudis: - No se trata de nada grave. Simplernente un desarreglo nervioso. Cosas de la edad, del crecimiento.. . - Pero - observó don Roque -, se ha arruinado mucho en estos días. ¡Si es otra la pobre Julia! Y, así era: era otra. Si cuando tuvo la exena con Adolfo, en la huerta de Amplia, en "El

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Rosal", le pareció sonriente la existencia, luminosa y azul, ahora se le hacía que se había abierto para ella la extensión desolada y gris de una llanura, de un páramo donde soplaba un viento ronco, silbante, de mal augurio, bajo un cielo encapotado, sin soy y sin azui, sin siquiera un rayito de dulzura, una luz de esperanza. ¡Qué infierno de conjeturas en que se engolfó! ¿Qué haría, si, dentro de poco, se le presentaban los síntomas, ya indisimulables, de embarazo? ¿Cómo ocultar o revelar a los padres... ? ¿Y, cómo confesarles la verdad? ¿Se lo creerían acaso? Era siquiera presumible que las cosas hubiesen ocurrido como ocurrieron? Y, a más de esto, por otro lado, si no pasaba nada, la mancilla que había sufrido, el ultraje a su dignidad, el lodo que había caído sobre ella, todo eso, eso, no podría quitarselo nunca de encima. Tendría que lievarlo, para toda su vida, en su conciencia acusadora, en su dignidad herida, en su alma desencantada... Ahora sí que había ingresado a una nueva existencia. Podía dividir su vida en dos periodos: antes, cuando era pura, limpia, honrada: honrada, limpia y pura, aunque hubiese sido triste, sufrida, resignada; de ahora en adelante, pecadora, mancillada, obligada a fingir, a presentarse ante las gentes como pura con el equívoco tremendo, lancinante, heridor, de ya no serlo... Y, ¿acaso sólo era eso... ? ¡Sólo para ella, para que ella tuviera que decírselo a sí misma...? Bien sabía ella que Adolfo no era quién para estarse callado por toda una vida; era de los que no callan nada, y cualquier día, en cualquier parte, en un momento de embriaguez, por cualquier cosa, contaba el asunto, y, ¡Dios sabe cómo lo contaría... ! Claro que desfigurando los hechos a su manera, de suerte de no aparecer él como el culpable... ¡Claro! ... ¡Qué cosa más fácil, para vindicarse, o para dárselas de conquistador, de Tenorio, de hombre afortunado con las mujeres, que sugerir la idea, o narrar los hechos de tal manera que ella apareciera como la fácil, la viciosa, la desesperada...? ¡Eso era lo más seguro! Esto - pensó, temblando, horrorizada -, ¡si no sabe ya todo el pueblo lo ocurrido! Nada de extraño tendría en este pueblo donde todo se llega a saber, donde hasta le adivinan los sueños a uno y le leen el pensamiento. Y, de asociación en asociación de ideas, y de conjetura en conjetura, llegó a los peores extremos de la desesperación y amargura, creyéndose ya irremediablemente perdida. - Seguramente - y de sólo pensarlo se desesperó aún más -, el médico ha sospechado ya algo, porque según me ha dicho, en mi

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delirio de la fiebre, he hablado de Adolfo, y, hasta tal vez he contado todo... todo... ? ¡Ay, qué vergüenza! ... ¡Qué horror! ... - se dijo, apretándose la cabeza con ambas manos. Por cualquier lado que miraba el asunto, no veía salida por ninguna. Aun en el caso –reflexionó - en que él se porte como caballero, y se case conmigo, todo el mundo ha de saber que soy una.. . -¡Sí, claro! ... No: es preferible que me muera -. Y luego de un largo rato de meditación y de angustia: - si hay algo..., ¿qué me queda?

Hacia el atardecer de ese día, vino a visitarla una chola, la Damiana, que fué sirviente en casa de Adolfo. A escondidas de doña Gertrudis, le entregó una carta. Tal era la indignación de Julia que, en un comienzo, tuvo ímpetus de arrojar a la enviada; rechazó la carta, no quería saber nada del infame. Preferia quedarse deshonrada para toda la vida. La rechazó, en un principio. Pero como la Damiana era una simple mandada no quiso retirarse sin antes dejar la misiva. La leyó, por fin, de que la sirviente hubo salido. En tres pliegos, a vuelta de mil protestas de cariño, de fidelidad, de amor sin límites, pues quería justificarse de su inconducta, Reyes pedía le perdonara y concluía afirmando, bajo su palabra de honor, que a su retorno de "La Granja" la pediría en matrimonio. Él era - así lo decía, enfático un caballero y se portaría como tal. - Ay... si cumple - pensó Julia -. Pero, aunque remedie el asunto, aunque se case conmigo, aunque sea el hombre más bueno conmigo, yo no le he de perdonar nunca lo que ha hecho conmigo. ¡Y después de haberse emborrachado y haber estado con esa chola! ¡No, nunca, lo juro! XVIII La juventud de San Javier hacía días curcuteaba afanosa preparando los festivales de Carnaval. Esta era la ocasión en que más y mejor se divertían, olvidados del mundo y sus dinastías, celebrando al glorioso dios Momo, que allí debiera llamarse dios Mona por las estupendas que se alzaban los hombres y las no menos estridulantes de las mujeres. En San Javier era el tiempo en que nadie, así se encontrase valetudinario, se mantuviese sin mover los labios por lo menos: todos, quieras que no, debían participar del fandango, pero sobre todo el gremio de las llamadas, par antonomasia, "las cholitas", las que más y mejor movían las caderas y batían los pañuelos.

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Trabajan éstas todo el año para competir en los días de Carnaval en la lujosa cabritilla de las botinas, la elegancia de las polleras y el mantón manilesco. Era un puntillo de honor casi litúrgico que debieran estrenar, durante los ocho días que duraba el bailoteo, con prolongaciones a quince, un vestido íntegro, desde la camisa hasta los zapatos. Cada clase social tenía su destino para sus bailes y francachelas, comenzando por los indígenas: éstos pertenecían a dos pandillas, secularmente rivales: los "janaj-kantus" y los "uray-kantus"; y luego en jerarquía ascendente, "la rueda" de los peones de finca y las imillas de los ranchos suburbanos, sirvientes de casa, chicheras y mujeres de vida más o menos libre e independiente; luego, la pandilla de los cocanis, que en su mayoría no eran del lugar, sino de las regiones altiplánicas, challapateños, orureños, paceños, yungueños; éstos se distinguían al revés u oposición a los indios del lugar, que bailan al son de la anata y el bombo, porque su instrumento propio es el llamado sicu o zampoña' y no se mezclan para nada con los demás, y, por último, escalón más arriba, de las "cholas decentes" que eran las que, por circunstancias propias del lugar, disfrutaban de mayor mando sobre los hombres. Por su acuciosidad económica disponían de más dinero; manejaban, al par que los "cocanis", la economía y el comercio del pueblo. Comerciaban, negociaban, viajaban a los minerales próximos Ilevando los productos de la región y, de Oruro, retornaban con mercadería de abarrotes para surtir sus tiendas: eran el genio del comercio al por menor en el villorrio y, en el hogar, las que dirigían la economía doméstica. Mientras sus esposos o amantes - sastres, zapateros, pollereros, o, en la mayoría de los casos, vagos sin oficio ni beneficio, se las pasaban discutiendo de política y bebiendo chicha en las "chujllas" y "chicherías" de los suburbios, las mujeres, corajudamente, vencían leguas de leguas al paso cansino de sus cabalgaduras, desafiando los peligros de las riadas y los rigores de las tormentas y, en suma, luchaban enérgicamente por la vida. El vivir en San Javier de Chirca resultaba el de un matriarcado caciquista. Las "cacicas" eran ellas, con mando sobre todo e influencia decisiva en la política criolla. Las que, a la postre, se veían desairadas, fuera de ambiente y de época, eran la veintena de "señoritas" que, con sus familiares, constituían el "señorío" del lugar, la clase "decente". Algunos años ocurría - casi todos los años - que tenían que limitarse al deslayado papel de mironas pasivas y envidiosas de los jolgorios de las cholas, pues los "jóvenes" decentes, únicos con los cuales

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podían divertirse las "señoritas", se daban tan por entero a "las cholitas" que, para ellos, como si en este mundo no existiesen más mujeres que las de "pollera azul-celeste y corpiño blanco", como rezaba una copla. Había dos pandillas, ya históricamente rivales, "por cuestión política", como ellas decían, con seriedad: la de "los liberales" y la de "los republicanos", cada una con su "caudillo" y su "chola" representativa. Comentando los preparativos que se realizaban, aquella mañana, seis días antes de Carnaval, que aquel año caía el 27 de febrero, se encontraban en la tienda de Claudina, Hernán Martínez y Guillermo Ruiz, mientras saboreaban los consabidos "yungueños". - Y, ¿quién va a ser la reina de la pandilla "Liberal"? - preguntó Hernán -. El año pasado fué una de las Ñustas. Ahora creo que serás vos, Chaskita. - Sí, es casi seguro - asintió Ruiz -. Yo he oído hablar en ese sentido a casi todos los liberales. ¡Claro! Vos tienes que ser. Nosotros, "los jóvenes", te vamos a elegir. La reunión va a ser el sábado, 26, en casa del Bernaco. Y, ahí, después de la proclamación, ya empezamos. Tenemos que ir a la plaza... Y, ¿el jefe? Eso no hemos pensado. He oído decir que piensan hacerlo al Adolfo. No por lo que valga, claro está, ni porque sea un gran liberal, sino como acaba de recibir su herencia, tiene plata y puede gastar. - No, no puede ser él - observó Hernán -, porque está de luto y, en este pueblo tan Ileno de prejuicios absurdos... Tiene no más que ser el Miquicho, como otros años... - ¿No va a bailar el Adolfo? - preguntó Claudina. - Claro, no puede - repuso Martínez -. No hace un año que ha muerto su padre. - Han de ver - afirmó Claudina, poniéndose de pie -. Les apuesto que "yo le he de hacer poder, no más". - ¡Apostado! - vivaz, intervino Hernán. - ¿Cuánto quieres apostar? - propuso Claudina, convencida. - ¡Un fardo de cerveza! -Ya está: ¡un fardo! ... Estás oyendo, Guillermo: vos vas a ser mi testigo. Pero, si te gano, me has de pagar el miércoles de ceniza, para que nos hagamos una farrita, aquí, en mi casa, o donde sea mejor, en el campo, en el alfar del Aniceto. La Petrona es buena para preparar picantes... - Convenido, ¿no? Pero, ¡cuidado que se vayan a perder ese día, o no me quieran pagar! - No, cómo... - Hernán se quedó callado, un momento. Al rato, dijo: - Ché, pero ahora que me acuerdo, yo creo que te voy a ganar la

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apuesta. El Adolfo está de novio con la Julia y, seguramente, no ha de estar con nosotros: ella no lo ha de dejar. - ¿De novio? ¡Baff! Les apuesto que no se casa tampoco. ¡Si yo quiero! - ¿Siií...? - curioseó Guillermo -. ¿Te ha dicho algo? - Eso... menos averigua Dios y perdona. Pero, que se case también, pues... ¿A mí que me importa? - Pero vos lo quieres, ¿no? - interrogó Guillermo -. A ver, ahora que estamos entre los tres, confesá no más. Nosotros no vamos a decir nada a nadie. - Sí - asintió Claudina -, lo quiero. Y, ahora, ¿qué hay? - ¿Y vas a dejar que se case? - ¡Claro! ... ¡Como sé que no se ha de casar conmigo! Pero, aunque se case con una princesa, cuando yo quiera, ha de volver donde mí: ¡les juro!. , . Y, entonces, ha de ser de mí, de nadie más que de mí, para toda la vida, para no separarse nunca, ni un momento, de mi lado. - iAh, Claudinita esta, ché - declaró Guillermo -. Eres una diabla... Contigo no se puede hacer nada. ¡Tú todo to puedes! - Claro, pues - replicó ella, ufana, fanfarrona, plena de una alegre confianza en sí misma, segura de su triunfo. Se paró delante de Guillermo y golpeándose los pechos, combos y erguidos, exclamó, llena de garbo: - Vos no sabes, pues, hijo, lo que valen estas tetas. ¡Estas tetas arrastran más que cuatro carretas, hijo! Erguida en el centro de la tienda, el cuerpo escultural, la cara rebosante de vida, frescos los labios, luminosa la mirada, desafiante el ademán, era la imagen de la mujer bella, en pleno triunfo de su vitalidad de hembra bien nacida. - Bueno – preguntó -, ¿les sirvo otra? - Sí, danos un turno más - pidió Hernán -, pero no te pongas tan provocativa. Sabemos no más que eres buena moza y que tienes lindas tetas. Pero a mí -añadió con intención más me gustan tus piernas. A ver... - Se aproximó a cogerla de la pantorrilla, pero Claudina con un ágil esguince de cintura, se evadió y desafiante, como quien se dispone a pelear, voceó: - ¡A ver! ¡Atrevete! - Aunque tienes razón, ché - dijo Martínez, fingiendo desdén: - Las piernas de la mujer no sirven para nada; se ponen a un lado. - A vos si te voy a poner tu cara a un lado de un sopapo, si sigues con esas malacrianzas... ¡Seguí no más fastidiándome! - No, no la toques - ironizó Ruiz -. Todas esas maravillas están

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guardadas para Adolfo... ¡Para después de que se case! - Sí - solemnizó ella -. Es sólo para él. Para mi "chunku". ¿Les da envidia? - Pero si vos nos has provocado - afirmó Guillermo -. ¿Para que nos luces tus tetas? - Si - añadió Martínez -, con nosotros eres una mírame y no me toques... y el otro día, ¿te acuerdas lo que te encontré con el Oscar Arraya que te estaba "cajeteando" a su gusto detrás de la puerta de la Recova... ? - ¡Ay, "Mono" bandido, no seas mentiroso! Si estuve charlando no más. Él no quería soltarme de mi mano, nada más. Entonces yo le empujé de su pecho, diciéndole que no fuera tan abusivo. Eso verías. - Eso... y otras cosas más, lo que te estaba sobando tus tetas. - No hables disparates, ché. Parece que estuvieras borracho, con dos copas. Mejor es que me lo paguen y se vayan. Mi madre me ha de reñir si sigo chanceándome con ustedes. Y tan alabanciosos que son ustedes.. ¡Aura qué cosas iran a contarse de mí! - Vamos a estar formales - aseguró Ruiz -, pero sírvenos otro turno más, el último, para que nos vayamos. - Sí, lindura, Chaskañawi, danos la "sumamente última" y hablemos de cosas serias: ¿conque está hecha la apuesta, no? - Sí, está hecha: por un fardo de cerveza. El Guillermo es el testigo. Sirvió el turno solicitado: - Aquí está y tomen de callados. Ché - a Martínez -, ya me debes dos y con ésta, tres: ochenta centavos. - Aquí está - dijo Martínez, alargándole un billete -, te lo pagaré. - En el momento en que Claudina extendía la mano para coger el billete, la asió Hernán por la muñeca, reteniéndola fuertemente: - ¡Pagame, pues, ahora, bandida! - le hizo un guiño a Guillermo. Este se inclinó y comenzó a sobarle la pierna mientras la otra forcejeaba por librarse de las manos de Hernán. - ¡Qué lindas piernas! - expresó Guillermo -. Parecen de mantequilla. - Suéltenme, o grito. Hernán la soltó, al rato. - ¡Ah, bandida!, ¿te has figurado que estás con el Adolfito? ¡A él le haras lo que quieras, pero si quieres reírte de nosotros, puede que te cueste caro! - Si otra vez vuelven a hacer eso, los boto de mi casa y no vuelvo a recibirlos jamás... ¿Qué se han figurado, pues...? Eso irán a hacer con las imillas del Rancho... ¡No faltaba más, atrevidos, gualaichos! Bebieron la última copa, ya de pie, delante del mostrador. - Bueno, hasta luego, lindura -se despidió Hernán. - Hasta luego, Chaskita - expresó Guillermo.

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Claudina salió hasta la puerta de la tienda: - Hasta luego, bandidos. XIX Adolfo permaneció ocho días en "La Granja", extensa propiedad de viñedos que la había cultivado con esmero su padre, don Ventura, acrecentando el valor de ella, de 15 mil bolivianos en que la compró, hasta los sesenta mil en que la avaluaron los peritos don Agustín y don Germán al dividirla en tres partes y repartir los lotes, como es de usanza tradicional, a la suerte: la parte de la cabecera, la que, precisamente, quedaba expuesta al río, le tocó a Adolfo, la del centro a su hermana Berta y la final a su madre, doña Eufemia. Berta, mayor en dos años de Adolfo, al revés de éste, era de un carácter utilitarista, índole dominadora y agria. No le gustaba vivir en San Javier de Chirca. Para ella, una aldea miserable, hervidero de chismes, calderón hirviente de intrigas y calumnias. Descansó apenas la noche de su llegada en casa de su madre. Al día siguiente se marcharon a Uyuni, donde su esposo desempeñaba el cargo de Contador en la Aduana Nacional. El deseo de Berta era vender la parte que le tocó en "La Granja" y radicarse en Oruro, ciudad que a su juicio, "era la más linda para vivir". El regreso de la propiedad lo había hecho en compañía de su esposo y de Adolfo. En el trayecto, Berta no hizo otra cosa que afear a su hermano la conducta de éste en el pueblo. Tenía conocimiento completo de sus desbarajustes amorosos, de sus borracheras y tarambanerías. Concluyó por decirle, con una dureza de alma y una mezquindad de criterio que sorprendió a Adolfo: - Si tú no reformas tu conducta y te marchas inmediatamente a Sucre, a concluir tus estudios, no cuentes más conmigo: ¡yo no puedo ser la hermana de un, borracho! Don Germán y don Agustín, enemigos de todo lo mecánico, no aceptaron el asiento que les ofreció Berta en el automóvil. Volvieron a caballo, como habían ido.

La tarde misma que llegó Adolfo al pueblo, Julia mandó un mensaje llamándolo. Reyes le contestó que iría a la noche, a las ocho. Pero como pasó el día con los amigos, festejando la partición de su herencia, a base de buena cerveza, fué tarde, a cosa de las nueve de la noche, ya bastante alegre, o sea en el estado eufórico de la embriaguez, en ese estado en que todo se ve a través de un prisma

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de ensueño. Julia había estado esperándolo, pacientemente, hasta esa hora: - Felizmente que mi mamá - informó ella - no está aquí. Han bajado con mi padre a "El Molino", ayer. Yo me he quedado solamente con la sirviente. Charlaron un momento, en la puerta de calle. - Mejor pasemos a mi cuarto - sugirió Julia -. Que no nos vean en la puerta de calle. Al revés de lo que pensaba Adolfo, la encontró amable, efusiva, cariñosa. Le invitó abundantes vasos de vino, de un vino verde, riquísimo, y, querellosa, le dijo: - He recibido tu carta. El primer momento me dió rabia, pero después he comprendido que... eso... hiciste tú porque me quieres, ¿no es verdad? - Sí, porque te quiero - tuvo que ratificar Adolfo -. ¿Dudas todavía? - No, de ti, no... Pero, lo que me indignó fué lo que me contaron que ese día habías estado donde las cholas esas... ¿No te da vergüenza que tú, "un joven decente", está metido con semejantes imillas, de tan malas costumbres? Por eso me enojé. Pero, con que tú no vuelvas a ir donde esa chola... - ¡Oh, cómo pues, Julia! ¡Ni tan canalla que fuera! ... ¡No, nunca más! - ¿Nunca? - ¡Nunca! - ¿Me prometes? - ¡Sí, te prometo! - ¿Juras? - ¡Sí, juro! - Así, sí que te quiero... ¡Serás mío, Adolfito de mi vida! - Le besó con unos besos calidos, apasionados. Volvió a colgarsele del cuello y a besarlo. Adolfo, ya ebrio, acucioso del deseo infrenable, se puso, a su vez, tierno y cariñoso. Julia accedió. Adolfo se quedó esa noche en la alcoba de la Valdez hasta cerca del amanecer. XX Cinco días después, domingo de Carnaval. Sol radiante. El pueblo amaneció vestido de gala. Banderolas y cadenillas de papel multicolor en puertas y ventanas. Animación, bullicio. Las cholitas quinceañeras que iban a tomar parte, por primera. vez, en los bailes de Carnaval, afanosas, ufanas, eufóricas, ataviadas con sus trajes más vistosos. Los artesanos, "futres", de

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zapato acharolado, pechera almidonada, cabellos peinados con goma aguada. Lo resaltante, es la elegancia de las "cholas" de viso: la mayoría Ilevan botina de previl blanco con abotonadura hasta media pierna, medias de color crema o carne; polleras de seda o raso. Vivaces, sonrientes, parleras, con una emoción contenida, trajinan de aquí para allá en espera de los báquicos acontecimientos. La chola, en la vida doméstica, ahorrosa hasta la mezquindad, tratándose de una fiesta es atuendosa hasta el despilfarro.

Las dos de la tarde. La entrada carnavalesca. Las Manrique y Julia, en la tienda de Hipólito Ruiz, espectan el ingreso de las "pandillas". A poco Ilega Mariscal en compañía de don Pascual Vega. La entrada se anuncia por la calle "Ancha". Es la pandilla de los Republicanos. Encabeza la orquesta de guitarras y bandolines, dos flautas y un violín. Presiden la pandilla - es de rito tradicional -, el Subprefecto, del brazo de la chola "delantera"; luego el Médico titular, los Jueces y demás empleados de la Administración. En jerarquía descendente, la cholada republicana. Al aire el clamor del hurra kejswa carnavalesco: ¡Wippjalalay manzana! ¡Wippjalalay durazno! Manaraj chayamusiajtiy... Con ufana algarabía de voces, contesta el coro tiple de mujeres Yyau! ; palomitay!... Cantores: Maytaj pujllay nitoarkanki... Coro de mujeres: Achalay cori ttiquita... Cantores: Caikka pujllay chayamunna! La pandilla dió una vuelta a la plaza y se puso a bailar, en rueda, en la esquina opuesta a la tienda de Ruiz. Era su sitio tradicional. Al poco rato, por la calle Bolívar, la entrada de la pandilla Liberal. Superior a la Republicana en calidad, no en cantidad. Encabezándola, el Bernaco, célebre violinista del lugar, colaborado

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por el Malaco, un artesano que toca el bombo y seis mozos con guitarras y bandolines. El coro cantó, a voz en cuello: Imapaj toajchamanka... Ay, amapola vidita... A lo que contesta el coro de mujeres: Sonkoiquita kowarkanki... Komer manzana ttiquita Cantores: Yachaspa, toajcha caskaita... Ay, amapola ttiquita ... Coro de mujeres: Kesachayta atiguarkanki... Komer manzana ttiquita... y luego, a una voz, todos los de la orquesta y el coro de mujeres: Chaska koillur ñawiquiwan Sonkoita suwawarkanqui: Jinata suaspañari Sapan laurachun niwanqui. Adolfo en la tienda de los Ruiz, en compañía de Julia y las Manrique, aguzó la mirada: Claudina, encabezando la pandilla venía del brazo de Oscar Arraya. Vestía una blusa azul claro, bien ceñida al busto encorsetado, y una pollera de seda granate. Ruborizada y jadeante por el baile, con un cálido relampaguear de dionisíaca voluptuosidad en los ojos, se destacaba de la pandilla por la dulzura de su canto y la gracia de sus movimientos y requiebros al bailar. Estaba tambien su hermana Ignacia, del brazo de Julián Reyes, la Olegaria y su hermana Chavela y todo el resto de las cholas liberales, del brazo de sus galanes o mancebos. Todas, elegantemente trajeadas de polleras y corpiños de claros colores, como en una fiesta pagana o en una kermesse flamenca, presentaban el espectáculo de un vivo cromatismo. Dieron una vuelta por las aceras de la plaza y detuviéronse a danzar, "en rueda", en la esquina de la tienda de Ruiz, precisamente donde podían contemplarlos, a su antojo, el grupo de señoritas.

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El entusiasmo iba subiendo de punto. Se imponía el son bronco del bombo, las estridulaciones del violín del Bernaco y las voces estremecidas del coro de mujeres. Al rato, trajeron un armonio. y llegaron los sirvientes con cántaros de chicha. En un santiamén, aquello asumió el desenfreno de la euforia dionisíaca. Serpentinas, papel picado, polvos, chisguetes; los galanes rodean el cuello de sus cortejadas con rollos de serpentinas, a modo de gorguera; la muchedumbre heteróclita y danzante es un mascarón risueño y grotesco. Luego, deshecha la pandilla, comenzaron los "bailes en batalla". Una explosión más que de alegría, de desborde coreográfico, de rostros abochornados de sol y de licor, de erotismo desinhibido, es aquello: unos saltan dando brincos como machos cabrios, otros hacen gesticulaciones grotescas; algunas cholas, a tiempo de dar la vuelta en la quimba del baile la ejecutan con tal violencia, que sus polleras se levantan como paraguas al reves hasta medio muslo o mas arriba, mientras los de la estudiantina gritan ahora, más que cantan: Eres bells, encantadoraaaaa.. . palomitayyy.. . y las mujeres desgarran el aire con un chillido de votes tiples: La más preciosa vidita de mis amores, chirqueñita... El grupo de señoritas no tuvo otro remedio que dedicarse a comentar el fandango. Don Pascual se preguntaba, con asombro, por que él no se hallaba ya en la danza; Miguel se hacía la misma pregunta, pero, ya se sacaría el clavo, el martes: ahora no lo hacía, "por respeto a la sociedad"; Adolfo, pensativo. Amalia Vega hacía vivaces observaciones sobre el bailar de Fulano o la cara de Zutano; Irene, zapateando de rabia, protestaba de "semejante inmoralidad", amenazando con irse a su casa; Julia y Elena miraban con pena la alegría de las cholas. - ¡Miren!... ;Miren!... - exclamó Elena -. ¡Cómo baila la Claudina! - El que me gusta a mi es el Lorenzo - afirmó Amalia. - ¿Dónde? - Alla, pues, ¿no lo ves, Elena? Con su sombrero embarquillado y su pañuelo rosado, y sus patas... ¡chuecas! - Ah, cierto... Y él dijo que no iba a bailar con las cholas... - Así son estos cholos refinados - afirmó Mariscal, con una mueca despectiva.

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- Fijense - volvió a advertir Elena -: la que no se cambia con nadie es la Claudina. Es la que parece estar mas borracha - Y, por fin, ¿qué hacemos nosotros? - se inquietó Mariscal. - Nada, pues - repuso Irene -. Iremos a nuestras casas, como de costumbre. Esta fiesta es para las cholas. Adolfo tuvo, mal de su grado, que ir acompañando a Julia hasta la puerta de su casa. No se le perdiá de la mente la imagen de Claudina bailando con Oscar Arraya... ¿Qué hacer...? XXI Embrujarme habrías podido, - ¡verde flor de manzana! Con la brillante estrella de tus ojos - mi corazón me robaste - y una vez que así me robaste - ahora que padezca solo me dices. Al día siguiente prosiguió con mayor brío el fandango carnavalesco. Los que hacían el papel de mirones, volvieron a reunirse en la tienda de Ruiz, las Manrique, Julia y Adolfo. Sacaron sillas a la acera. Se dieron a espectar los bailes de las pandillas. Un día horriblemente tedioso para ellos. Martes. El desborde orgiástico alcanza su culminación. La pandilla de los "liberales" se reunió en casa de Claudina. Allí se presentó Miguel Mariscal y también Fernando. El día anterior, igualmente, "por respeto a la sociedad", no habían tornado parte en las "entradas". Mientras se organizaban las parejas, Claudina, que ya estaba un poco embriagada, prorrumpió en gritos. Estalló en llanto incontenible. - Pero, ¿por qué lloras, Chaskañawisita, lindura? - preguntóle Fernando, acariciandola de la barbilla. - Déjame - repuso ella -: lloro de alegría... Me gusta llorar así, para el Carnaval. El año que no lloro para el martes de Carnaval, no estoy contenta todo el año. - Se aproximó donde Oscar Arraya, su galante, le acollaró el cuello con serpentinas, lo tomó del brazo y se colocaron a la cabeza de la pandilla. Fernando con la Macacha, Miguel con la Olegaria, se formó una cadena como de cincuenta parejas. En pintoresco desfile, se encaminaron a la plaza, bailando con paso menudo, al ritmo de la orquesta. Cuando cruzaban por la acera Noreste, Claudina observó que Adolfo, sentado al lado de Julia y doña Gertrudis, era el único que no tomaba parte - de entre los jóvenes decentes - en el fandango. De súbito, le vino la idea de poner a prueba su poder sobre él. Parándose en seco, hizo que se detuviese el baile de la pandilla. Se desprendió de Arraya y extendiendo el brazo, exclamó: - Don Adolfo, le invitó a bailar conmigo.

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Todos los de la pandilla se quedaron sorprendidos, aguzando la mirada, espectantes de la actitud que tomaría Reyes. Adolfo, como movido por una corriente eléctrica, sin reflexionar en nada, se incorporó briosamente a la pandilla. - Conque vos, en Carnaval, ¿no querías bailar conmigo? - No, Claudinita, yo estaba desesperado de estar contigo. Ahora no voy a bailar más que con vos... ¡Viva el Carnaval! - ¡Que vivaaa! gritó Claudina -. Ahora estoy con mi chunku... atispa, kjechuwachunku . Adolfo mandó pedir de donde Gutiérrez cuatro fardos de cerveza para obsequiar a la pandilla. Claudina ordenó que ella se detuviese, a bailar "en rueda", en la misma esquina de la tienda de Ruiz, donde estaban de mirones las Manrique y compañía. - ¡Aura vamos a pasar un buen Carnaval! - declaró Claudina. Julia, ruborizada, humillada, no pudo sobreponerse a su vergüenza, a su situación desairada y retorciéndose las manos, como quien deseara que se la tragara la tierra, se encaminó a la casa, con su madre. Al cruzar por la esquina de Ruiz su vergüenza subió de punto. Elena le gritó, más que le dijo: - Julia: ¡quées de to Adolfito? ... Te ha despreciado por esa chola... . Las Manrique y la mujer de Ruiz celebraron con una carcajada su vergüenza. La apedrearon con aquellas carcajadas. En eso, escuchó la voz clara de Claudina. Comenzó a cantar, dando el tono de la copla a la pandilla: Yankja nini kay sonkoita amaña munaichu nispa: kay sonkoika kutiriwan paillapuni kanka nispa... Paillapuni kanka nispa Chaskanawiiiqueka... Recrudeció la animación. Después de dar la pandilla varias vueltas por la plaza, se encaminó a la casa de las Espinoza. Estas disponían de un espacioso salón, bien atalajado y, sobre todo, un piano de cola. Allí emprendieron con "bailes en batalla", hasta cerca del amanecer. Adolfo no supo más lo que le pasó. Tanto la Claudina, como la Macacha, la Chavelita y la Bernita y todas, le invitaron tanta bebida, que se embriagó hasta perder toda la conciencia de sus actos. Una de las Espinoza, la Josefita, compadecida de su ya lamentable estado, pues no podía tenerse en pie, lo llevó del brazo hasta el

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dormitorio de ella e hizo que se acostara. Claudina continuó bailando cuecas con una fuerza de resistencia incomparable, hasta cerca del amanecer. Su madre tuvo que hacer valer su autoridad, para obligarla a que se recogiese. Reyes despertó a las ocho de la mañana. Atónito, de pronto no pudo explicarse en dónde se encontraba. Del día anterior solo recordaba la actitud de Claudina, cuando lo invitó a bailar, la cara de humillación de Julia y lo que él, como enajenado, se puso a bailar saltando y corriendo de contento del brazo de la García, sin importarle nada. Después continuó bailando y bebiendo en casa de las Espinoza. No recordaba más; era lo que comenzaba a pasarle, de hacía poco tiempo, llegaba un momento en que, como si se le hiciese el vacío cerebral, perdía completamente la memoria; por más esfuerzos que hacía al día siguiente, no recordaba nada, perdía la noción del tiempo. Ahora, con esa sensación de melancolía y enervamiento que deja la embriaguez, se incorporó en el lecho, cuando ingresó la Josefa Espinoza: - ¿Qué le pasó ayer, don Adolfito? Se emborrachó mucho. - Caray, Josefita... Yo no me acuerdo de nada... ¡He debido alzarme una mona del diablo! - Sí, pues... Es que también le invitaron mucho. Pero, ¿que tiene... ? - Le ofreció una taza de café y le agradeció por lo generoso que se había portado, pues mandó pedir de la cantina de Gutiérrez otros cuatro fardos de cerveza más. - Bueno - dijo Adolfo, después de servirse el café -. Ahora iré a casa... ¿Qué estará diciendo mi madre?

Llegó a la plaza. Algunos indios, en rueda, infatigables, seguían bailando al son de las anatas. Su asombro creció de punto cuando vió que Hernán y Guillermo, del brazo de dos imillas de aksu, bailaban también en la rueda. - Ven aquí, agarrate de una imilla, no seas zonzo -le gritó Hernán. - Bailá, no seas lanudo - barbotó Guillermo. Le repugnó el espectáculo. Sin dar oídos a esa invitación tan "cortés", apresuró sus pasos. Distante, desarticulado, de los cuatro puntos de San Javier, resonaba el sonido aplastante de los bombos: tan... tan... tan..., el alarido de las anatas, los largos sollozos de las "kenas". - ¡Jesús! - exclamó doña Eufemia cuando lo vió entrar a la casa, con la faz demacrada, las escleróticas enrojecidas, el pantalón hecho un cardeón.

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- ¿Qué has hecho ayer? ¡La pobre Juliecita se ha ido llorando a su casa, mientras tú te pusiste a bailar con esa chola maldita!... ¿Qué te ha pasado, Adolfo? - No sé... Mejor que no me recuerdes... Perdóname, mamá. ¡Es el Carnaval! - Sí, pero, ¡ojalá no vuelvas a cometer esas locuras, ni a dar esos escándalos! Ya te has divertido bien ayer y, desde hoy, que es miércoles de ceniza, es necesario que no te eches a perder más, hijo... - No, mamá, pierde ciudado. Desde hoy no pruebo una copa. Hoy no salgo de casa. Házmelo llamar, más bien, a Fernando. Con él he de estar tranquilo. Llegó Díaz, al rato. Estaba también mal de cuerpo. Después del almuerzo salieron a pasear. Tertuliaban a la sombra del molle, cuando Adolfo recibió un papelito: "Querido primo Adolfo: "Te ruego quieras venir un momento a mi chacra de ‘La Orilla' con el Fernando más. Quiero invitarles un picantito y unos vasos de chicha, para pasar la tarde agradablemente y curar el chaqui. Tu primo: Aniceto". - Caray - dijo Adolfo -. Esta mañana no más le he prometido a mi madre no volver a tomar una copa y, ahora, no resulta continuar... - Con tal de que no nos emborrachemos, como ayer, ¿qué falta cometemos? Comemos el picante, que debe estar muy bueno, porque la Petrona los prepara muy apetitosos y que nos ha de sentar bien, tomamos unos vasos de chicha, para curar el chaqui y despues nos recogemos santamente a casa... Y, además, ¿qué vamos a hater toda la tarde? Nos vamos a aburrir estúpidamente. Todos estan ahora en sus chacras "curando el cuerpo". ¡Vamos, hombre! - ¿Quiénes estan ahí? - preguntó Adolfo. - Ahí estan, señor, sólo don Aniceto, doña Petrona y los niños Hernán y don Guillermo. Tomaron rumbo a la orilla, cruzaron por "El Rancho" y llegaron hasta el maizal, al pie de la serranía, la chacra de Aniceto. La morada se componía apenas de dos habitaciones y la cocina. Los invitados y los anfitriones se encontraban en el patio, a la sombra de un molle copudo, bebiendo chicha. Aniceto le invitó amablemente a acompañarlo esa tarde, en "su pobre chacra". Hernán tocaba su guitarra y Guillermo su bandolina. - ¡Qué guapos son ustedes! - exclamó Adolfo -. ¡No se han hecho

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nada con tanta farra! Yo tengo el cuerpo deshecho. - Es que nosotros somos hombres, karis - repuso Martínez. - Te preparamos una sorpresa - advirtió Aniceto, ufano de halagar a su primo con la noticia: - ¡De un momento a otro va a venir... tu... adorada! - ¿Quién? - Quién ha de ser, pues, hombre... Ahí la tienes... Quién habla de Roma, luego se asoma. Claudina, de pollera azul y mantón blanco de espumilla, elegantísima, se presentó sonriente, en compañía de su hermana. - ¡Ah, ésta, ché, que se ha hecho rogar tanto! - exclamó la Petrona, saliendo a su encuentro: - ¿Por que te has hecho rogar tanto? - Mi madre no me ha querido soltar... Sólo porque estoy viniendo donde vos ha consentido. ¡Ah, aquí habían estado, pues, estos "viracoches", tunantes! Todos la saludaron, galantes. Claudina tomó asiento junto a Hernán y le dijo en voz baja: - Ahí está: ¿te he ganado o no la apuesta? ... Me debes un fardo de cerveza. Luego se dirigió a Reyes: - ¿Y, a usted, don Adolf o, qué tal le fué ayer? - Bien, pues... ¿Como quieres que me hubiera ido? Pero me hicieron marear mucho... La que lo ha hecho bien has sido tú... Has bailado a tu gusto. - Sí, sobre todo con usted... Se olvidó de su luto... - ¡Claro! ... Estando contigo, uno no solamente se olvida de eso... Uno es capaz de olvidarse hasta de Dios. - O, de su novia - arguyó Guillermo, cicatero. Hernán, intencionado, cantó esta copla: "Por ti de Dios me olvidé, por ti la gloria perdí, y ahora he venido a quedarme sin Dios, sin gloria... sin ti" - Baílense, pues - cordial, propuso Aniceto -. Tan buena que esta la música. - Primero nos serviremos esta sajtita que la he preparado con tanto esmero, de mis mejores gallinitas - expresó la Petrona -. Les ha de sentar bien: está con harto picante, como para tunantes... - Repartió los apetitosos platos: - Ustedes dispensarán la incomodidad -agregó. Como aquí no tenemos ni una mesa, tendrán que servirse a la mano

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nomás. Pero el que quiera repetir, ya sabe, no tiene más que pedir. Después de que se sirvieron la criolla vianda, la Petrona, diligente, obsequióles con abundantes vasos de chicha. - Ha llegado el momento de que me pagues lo de la apuesta reclamó Claudina a Hernán -. No te hagas el desentendido. Eso sí que no se te perdona. - ¿Qué apuesta? - inquirió Adolfo. - Eso... - contestó Claudina, con un gesto evasivo -. Menos averigua Dios y perdona. Hernán envió por el fardo de cerveza. Intervino Adolfo, que ya estaba entusiasta: - Para mí otro fardo. - A ver, todos a bailar, ¡aura! - gritó Hernán, imitando la voz y la actitud de don Pascual Vega -. Yo se los voy a tocar y cantar. Saquen parejas. - Comenzó a rasguear su guitarra, Guillermo le acompanaba con la bandolina y lanzó al aire esta copla en kesjwa, intencionada: Ychapis chay puriskaikipi Munaskaiwan tinkukunki: Kanmanta llojsej jinalla, Wakaskaita willarinki. Adolfo salió con Claudina, Fernando con la Petrona y Aniceto con la Ignacita. - No tenemos ni quién nos lo jalee siquiera - observó ClauDINA -. Lo haremos llamar al compadre Julián. Este se presentó al poco rato, como que anduvo por el pueblo averiguando el paradero de la Ignacita. - ¡Oh, ustedes sí que to habían estado haciendo bien!.. . Pero no les perdono la sajta. ¡A ver! ... Nadie come gallina gorda por mano ajena... - Entró a la cocina y se sirvió perso nalmente un plato abundante. Luego de devorar el picante, salió eructando: - Barriga llena, corazón de Jesús... Ahora ya puedo jaleárselos hasta que se me rompan las manos: La tarde era calurosa, pero los de la fiesta calmaban el ardor con frecuentes libaciones de cerveza. "Los bailecitos de la tierra" se sucedían cada vez con más entusiasmo. Claudina, sudorosa, acezante, brilladores los ojos, zapateaba a más y mejor, levantando un resol de polvo con el repiqueteo de sus pies, que tamborilaban el suelo, mientras acordaba su acompasado jaleo al compás de las vueltas y quimbas del kaluyo:

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- Esto sí que es vida y, lo demas, canela. ¡Hip... hip...! - ¡Hurra ¡Viva el Carnaval!

La tarde iba cayendo. Amenguaba el bochorno. Un ligero relente vegetal comenzó a airear la quietud de la atmósfera. Como habían bebido mucha cerveza, Aniceto sirvio copas de singani. Tomaron asiento, sudorosos, fatigados. Adolfo la miró a Claudina. Reparó en la manera de sosiego y desembarazo de sentarse que tenía: las rodillas ligeramente separadas, las manos apoyadas en las caderas, la mirada, ensoñadora, nostálgica. Al contemplarla en esa actitud, el busto erguido que le hacía resaltar la eurítmica comba de los senos, las mejillas encendidas, ensofiadores los almendrados ojos negros, le pareció una madonna del Renacimiento, una mujer del Tiziano o del Correggio. La encontró más bella que nunca. Cuando Adolfo iba comenzando a idealizarla de esta guisa, Claudina, engreída, como si hubiese tornado una decisión brusca, rápidamente se puso en pie. Se dirigió a la chacra, seguida de Petrona. Esta vino al rato al encuentro de Adolfo: - Ya la Claudina se está queriendo ir... - le previno -. Vaya usted a decirle que se quede un rato más. A usted le ha de hacer caso... Adolfo corrió a la chacra, en pos de Claudina. Ella, de pie junto al tapial, miraba a lo lejos, pensativa... - ¿Qué tienes, vidita? ¿Te quieres ir... ? - ¿Qué he de hacer yo aquí...? Me he cansado ya de bailar... ¡Y ustedes ya están comenzando a emborracharse! ¡Me da asco! - ¡No! ¡Si te disgusto, yo no pruebo una copa más! - Usted puede hacer lo que quiera. - Pero, Chaskañawisita, ¿por qué eres así? ¿No quieres estar un momento más con nosotros? - Ya les he aguantado toda la tarde. - Entonces, ¿no nos estimas nada...? Mira, yo sólo he venido por vos... por estar contigo, por verte, por adorarte, como te adoro... ¡Yo te quiero con toda mi alma! Por ti doy toda mi vida. - Sí. Por eso está de novio de... esa señorita...¡Baff! Adolfo se quedó perplejo. Apenas se repuso y le dijo: - ¡Oh!... Si tú me quisieras un poquito siquiera... Si me dieras la mas pequeña esperanza... Yo te juro que no volvería a pensar en Julia, ni en nadie más que en ti... Si comprendieras todo lo que te quiero... ¡Eres mí única pasión, Claudinita de mi vida! ... Y, ¿quieres? ¡Linda!

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¡Hermosa! Mira cómo te quiero, ¡te adoro! De rodillas, le besó los pies. Ella lo contempló, sonriendo, de lo alto. Adolfo permaneció minutos en esa actitud. Guillermo, que entró a la chacra, los avizoró detrás de unos árboles de membrillo: - ¡Ahí está!... "el aristócrata"... ¡a los pies de una chola!... - salió al patio. Exclamó -: Han perdido ustedes una escena conmovedora: el Adolfo de rodillas a los pies de la Claudina... Eso se llama amor... - Eso se llama estupidez... ¡No faltaba más! - se encolerizó Fernando. Se dirigió a la chacra. Encontró con Claudina. Regresaba, seria: - ¿Qué es de Adolfo? - Ahí se ha quedado... - repuso ella, despectiva. - Pero, hermano, ¿qué locuras estas haciendo? - Déjame, hermano, que llore mi mala suerte... La Claudina me ha despreciado.. ¿Qué quieres que haga? - se limpió las lágrimas y miró con una mirada tan triste que Fernando se quedó mustio, sin poder comprender hasta qué punto podía conducir el amor. - Pero, Adolfo... Permanecieron en silencio unos mimeos. Comenzaba a oscurecer. Soplaba un viento fresco por el maizal. Se percibía el calmo gloglotar del río, en la playa. Cuando llegaban al patio, Claudina, con su hermana y Julián, vencian el umbral de la casa. Guillermo vino al encuentro de Adolfo: - Es la primera vez que he visto a un hombre a los pies de una mujer... ¡Vaya, hombre! ¡Eso sí es camote! Adolfo se avergonzó... No hallaba manera de defenderse. Humilde, dijo: - Sí, yo la quiero a esa mujer... Pero ella me desprecia... - Claro, te desprecia - argumento Ruiz -, porque tú no sabes conquistarla como hombre. A las mujeres para que nos quieran bien hay que tratarlas mal. ¡Palo y badana con ellas hasta sacarles la última maña! iQué diablos! Si a mí me hicieran eso... - Donde hay unas, hay otras - observó Hernán, incorporándose -. Vamos donde "Las Ñustas", la Claudina les tiene un odio mortal. Para darle en cara, vamos allá... ¡Vamos, Adolfo! ... Ya verás cómo, al saber que no le haces caso, ha de volver donde vos mas blanda que correa de apero viejo. Se despidieron de Aniceto y de "su socia". Se encaminaron a la casa de "Las Ñustas". La vivienda de ellas se encontraba en la quebrada Este. Cholas acomodadas, habían ganado comerciando en los minerales. En la actualidad, tenían una tienda • de abarrotes y,

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cuando se presentaba la oportunidad, armaban unos jolgorios de Cristo Padre. Pero, este año, no habían tornado parte en el Carnaval porque estaban de luto reciente, de su padre. Ya en la casa, pasaron al salón. Adolfo pidió una botella de coñac. Guillermo y Hernán contáronles lo sucedido entre Reyes y Claudina. - ¡Oh, vaya, don Adolfito!... - exclamó la menor de "Las Ñustas", Josefina -. ¿Qué le ha pasado?... ¡Como si a usted le faltaran mujeres! ... Y, en San Javier... donde las mejores señoritas se andan rogando a los hombres... ; ¡"Jinachu, manuchu, ché, bandido"!, Guillermo. Vos no harías eso... Candicha, la mayor de "Las Ñustas", trajo el coñac. A tiempo de brindar una copa a Reyes, añadió a su vez: - Tomá esta copa, Adolfito... Con esto te vas a karinchar (hombrear) y vas a irle a pegar una buena pateadura a esa canalla de la "Muladar Ttika" (flor del muladar). ¡Haciéndose la de rogar ésa, con un caballero tan decente como el hijo de mi padrino, el finado don Ventura! ... ¡Cuando todos sabemos que ha sido querida del "mufti ñawi" (ojos de mote) del Oscar Arraya! Adolfo escuchó la última frase como quien recibe una puñalada: - ¿Quée? ¿Qué dices? ... ¡Mientes! Fernando, que observó el estremecimiento de Reyes, intervino oportunamente, guiñando el ojo a la Candicha: - No, ché Candicha, no la calumnies a la pobre Claudina. Podrás decir que es orgullosa y déspota, pero no la calumnies.. La Candicha también comprendió que había ido muy lejos. Advirtiendo el efecto tremendo que había causado con sus palabras en Adolfo, quiso subsanarlas. - Así dijeron el año pasado... Pero yo tampoco he creído... ¡Sí en este pueblo mienten mucho! Pero ya a Adolfo se le había clavado una espina que enconaba aún más la herida que le iba sangrando por dentro como gotas de plomo derretido que le destrozaban las entrañas. - ¡Conque querida de ese batracio de Arraya! ¿Y, a mí, que le soy superior en todo a él, ella me desprecia? No, no puedo concebirlo... Pero, eso es lo cierto. Bueno, beberemos... Hay que beber hasta morir... ¡Salud! Así es cuando un hombre quiere de veras - rozmó la Josefina, envidiosa de la suerte de la Claudina, a la que "Las Ñustas", lejos de concederle el alias popular de "La Chaskañawi", la rebautizaron con el ofensivo de "La Muladar Ttika" (flor del muladar) -. Pero, ¡habiendo tantas otras mujeres!... - Ella tampoco podía concebir que Adolfo se hubiese apasionado de la hija de la Pascuala Airolina, cuando había

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tantas otras, tan superiores a ella... - Pero, ¿por qué te desesperas de esa tipa? - díjole, sentándose familiarrmente junto a él -: ¿Acaso para vos han de faltar otras mujeres, tan buenas o mejores que "La Muladar Ttika"? - Es que el corazón no dice eso - balbuceó, casi imperceptiblemente, Reyes. - Así es - añadió Fernando y acordándose del poco francés que se le había quedado de su vaga Secundaria - como dijo Pascal: Le coeur a ses raisons que la raison ne comprend pas. - Ya están ustedes hablando "en difícil" - interpeló, brusco, Guillermo -. ¡Eso a mi me empava! El que quiera chupar conmigo, que chupe "como hombre", sin estar haciendo... filosofías.. . - Cantaremos, mejor - sugirió Hernán -. Cantando la pena, la pena se olvida - y punteando su guitarra, lanzó al aire el gemido de la copla: Cantando la pena la pena se olvida... XXII Al día siguiente Adolfo despertó, ya muy entrada la mañana, en una habitación desconocida para él. Había estado recostado en una cama mugrienta, sobre un poyo de adobe, en un ángulo de la pieza. En el suelo, vió un montón de harapos donde se destacaba la curva rotunda de una cadera de mujer. Al lado, dormía, roncando cavernosamente, una vieja flaca y canosa. En el poyo frontero, sobre una almohada sebosa y rota, descansaba la cabeza desmelenada de Fernando. Al rato, despertó, desperezándose con un largo bostezo: - ¡Por qué diablos estamos aquí?... -preguntó Reyes. - ¡Ahh! -volvió a bostezar Díaz-. ¿No to acuerdas? - ¿Cuya es esta casa? - Es la casa de la Macacha... ¿No te acuerdas de anoche? - Nada. - Después de que salimos de donde "Las Ñustas", porque no quisieron bailar con nosotros, arguyendo que estaban de luto de su padre, anduvimos por todo el pueblo buscando donde rematar la farra, pero no encontramos dónde. Cuando nos íbamos a recoger ya, encontramos con el Gregorito en la esquina de tu casa. Estaba del brazo de la Macacha... ¿No te acuerdas nada, hombre?... - ¡Nada! ... Nada, hermano... ¡Que caray! ... hombre. He debido perder la memoria otra vez. - Sí, es cierto... porque tenías una "mona... padre". Después de que

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nos salimos de donde "Las Ñustas", yo quise llevarte a tu casa, pero tu me dijiste que tenías una pena negra y que querías seguir "chupando hasta morir"... Pero, cuando iba llevándote a tu casa, encontramos en la esquina con el tal Gregorio y la Macacha, quien nos prometió preparárnoslos unos ponches de vireo. Tú te encaprichaste en ir donde la Claudina a tocar la puerta de su tienda, a esa hora... y decías que si no, te abría, tu ibas a pegar un tiro. Vi que lo mejor era traerte aquí y hacerte acostar. Ya no podías ni tenerte en pie. Estabas echo "una uva". Felizmente logramos calmarte con los ponches y te hicimos la cama en ese poyo... - ¿Y quién es esa vieja que está durmiendo ahi? - Es la tía de la Macacha. Ella fue la que te atendió con más cariño. - Ah, eso sí... ya voy recordando, pero tan vagamente... Me habló de mi padre... Sí, sí, ya recuerdo, pero como un chispazo... Me dijo que mi padre había sido muy bueno con ella y que la protegió siempre... ¿Y que fué del Gregorito? - Se descompuso y con los vómitos se le quitó la mona y se fué a dormir. Yo, por acompañarte y que no hicieras locuras, tuve que quedarme a dormir aquí... - ¡Waj! - exlamó la Macacha, que despertaba a la sazón -. ¡Habían estado, pues, todavía aquí. - Se puso de pie, de un salto, arrojando a un lado el montón de fullos que le servían de coberteras. Se había acostado vestida. Adolfo y Fernando se arreglaron como pudieron la ropa, pues ellos también habían dormido sin quitarsela y se dirigieron a la plaza. - Caray, hombre, quiero bañarme - dijo Adolfo. - Yo también - replicó Fernando -. Vamos donde "Las Ñustas". Ahí podemos asearnos y pegarle una copa para curar el chaqui. XXIII Habían pasado, por fin, los días de Carnaval. Adolfo se sentía más enamorado de Claudina. Todo su ser le empujaba a ella; su pensamiento no se apartaba de la imagen de ella; recordaba hasta sus palabras más triviales; evocaba sus menores gestos y, a medida que se sentía más enamorado, más absorbido por el amor de Claudina, con más repugnancia, con un írrito sentimiento de extrañeza, se acordaba de Julia. Su simple presencia le producía una irritación insoportable; desesperante.. . ¡Se había equivocado fundamentalmente! Pero después de los sucesos de aquella noche infausta de la semana antepasada, cuando dominado por el instinto y dejándose

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llevar de aquel maldito sentimentalismo que le sobrecogió al volver a encontrarse con Julia y ratificó su promesa de matrimonio, ya no había caso de retroceder. Era tal su situación, tan calamitoso y oscuro su estado de ánimo, que estaba dispuesto a todo, a la cobardía, a la vileza, al crimen, a lo que fuera. Como su estado de ánimo se le hacía tan insoportable, no encontraba otro recurso para fugarse de la realidad que le abrumaba, que sumergir sus angustias en el olvido del alcohol. Cuando se encontraba dominado por él, todos sus problemas le parecían de llana solución, por el momento; pero, al día siguiente, se intensificaban, venía a añadir tintes sombríos la depresión orgánica. A más, su madre le instaba a cada momento que abandonara esa vida y se marchase a Sucre a concluir sus estudios. Todo el mundo en San Javier lo abrumaba con la misma monserga. Aquella mañana salió a pasear por la plaza. Derrengado y sombrió dejóse estar sentado en un banco, cuando pasó Julia y lo llamó: - Bueno - le dijo, mientras fueron caminando con dirección al Mercado -. ¿Y ahora qué piensas hacer? ... He dejado que te diviertas a tu gusto en los días de Carnaval con esa chola, pero ahora ha llegado el momento en que pienses seriamente. ¡Yo no puedo esperar más! - Pero, ¿qué?... - preguntó cándidamente Adolfo - ¿ Hay algo? ... - Claro que hay. Yo ya no puedo disimular en casa: he tenido vómitos, la comida me repugna, tengo el cuerpo mal, sin ganas para nada y creo que mi familia también ya ha advertido, especialmente mi mamá... Si esto sigue así y tú no arreglas, como me prometiste en tu carta y me has jurado tantas veces, si pasan unos días más, yo voy a tomar una resolución que va a provocar un escándalo... Ya verás... ¡Ahí está, te lo juro! - Besó la cruz. - ¿Qué vas a hacer? - Sencillamente dejo una carta y me tomo un veneno. Cosa más fácil... Adolfo la miró y descubrió tal seriedad en su rostro y tal convicción en lo que ella acababa de decir, que constató en ella la firme resolución de realizar ese acto. Y ésta - pensó Adolfo -, que parecía una mansa paloma, ahora está presentándose como una hiena... Quién conoce a las mujeres. - Mira - advirtió Adolfo -, aquí hay mucha gente que nos está observando, vamos por otra calle. - ¿Qué importa que nos vean? ¡Con escrúpulos ahora, cuando antes no te fijabas en nada de eso! Ahora es cuando te da vergüenza pasear conmigo, ahora te fijas en si nos ven o no nos ven, en si nos

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van a oír o no... No, Adolfo, tú has cambiado mucho, totalmente. ¡Esa chola te ha sorbido los sesos! Adolfo trató de argumentar: - No, no es eso, Julia; es que mira: si me caso contigo ya no voy a poder seguir mis estudios, voy a cortar mi carrera y me voy a embromar para toda la vida... ¡No, no es posible! ¡Prefiero pegarme un tiro, antes! - Puedes hacerlo; pero antes tienes que cumplir tu compromiso conmigo. ¡No es posible que me dejes así, deshonrada! No, no es posible. Ya te digo: ¡si no cumples, nos va a pasar algo muy grave! Cruzaron el patio del Mercado. Por la otra puerta salieron a la calle "Arce" y fueron a dar a la quebrada Oeste. Ahí comenzó a llorar Julia, hecha una Magdalena: - Sí, tú te fijas - protestó, entre sollozos - en que te vas a perjudicar, en que vas a perder tu carrera y te vas a embromar, y no reparas en mí, en que si te vas, y me, dejas en este estado, yo me voy a quedar arruinada para toda la vida... ¿Por qué, si no me querías, si no pensabas casarte conmigo, cometiste ese acto conmigo? ¿Por qué abusaste de mí como de una sirviente?... No, no; ahora tienes que casarte conmigo, y, después, irte, dejarme abandonada, o hacer lo que te de la gana. Pero antes, ¡no!, ¡no! y ¡no! Por "cualquier lado" que Reyes planteaba el asunto para darle una solución conciliatoria para ambos, Julia lo rechazaba, descubriendo con una agudeza, una claridad, una precisión tales, lo endeble de la solución propuesta, que Adolfo se quedaba sorprendido, pasmado, sin argumento, desarmado. Después de que discutieron como una hora, Adolfo hasta llegó a, sugerirle la idea de que tomara un abortivo. - No - dijo Julia -. ¡Eso nunca! ¿Te has figurado que nosotras, las javiereñas, somos así... como esas mujeres del poblado? ... ¡No faltaba más! ... ¡Me ofendes proponiéndome eso! ... ¡No te creí tan canalla! ¡Y tan poco hombre! - Y lo miró con una fijeza tan enérgica y dura que Reyes bajó la cabeza, abrumado por su conciencia acusadora. Al rato, Julia, variando de tono, se amansó, echando mano a otra clase de recursos, amables: - ¿Pero por qué - le preguntó - tu no quieres casarte conmigo? ¿Qué me encuentras de malo? - y lo volvió a mirar, ahora con una mirada suplicante de ternura, llena de desesperación. Adolfo se vió forzado a decirle: - Sí, si tú eres una mujercita llena de buenas cualidades... - ¿Entonces? ... ¿Entonces? ... ¿Qué? ... ¿No soy honrada? ¿No soy

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digna? ¿No sé ser mujer de mi casa? ¿Qué de malo me encuentras a mí? - No es por eso, Julia... Sólo que... Y se puso pensativo, profundamente triste, considerando su situación. Se encontraban ya próximos a la casa de Julia. Ella continuó describiéndole una felicidad doméstica burguesa, que era lo mejor para agriar el espíritu de Adolfo, tan inadaptado de suyo, tan inclinado a lo irregular y lo estrafalario. En ese momento se le derrumbaron todos sus sueños. Vió el fracaso de toda su vida. - Yo - recalcaba Julia - he de ser siempre buena contigo, como lo he sido siempre; no te he de faltar nunca ni con el pensamiento; te he de atender en todo, como tu sirviente, resignada a todo; he de ser tu esclava, tu trapo viejo, y, en cambio, no he de exigir nada de ti, nada, ni un poco de cariño siquiera... ¿Quieres? ¿Y?... - le rebosaban las lágrimas y dió en Ilorar nuevamente, con una congoja desesperada. - Bueno - repuso, por fin, Reyes -, no to aflijas tanto; nos vamos a casar en estos días de Pascua, después de que pase la Semana Santa, ya que, según vos, ¡no hay otro remedio! Julia se puso gozosa, feliz, con una alegría indisimulable. Sin importarle que fuera vista por los vecinos y transeúntes, se le colgó del cuello y lo besó apasionadamente: - ¡Ay. así me gusta, vidita! ¡Has de ser mío! ¡Mío para toda la vida! XXIV - ¿Tuyo? ¿Tuyo para toda la vida?... ¡No! ... ¡no! ¡Prefiero antes la muerte! - se dijó para sí, y se quedó pensativo, ceñudo, sombrío, en la esquina de la calle. Era media mañana. El sol alumbraba la calleja bañándola toda íntegra. Adolfo se puso a contemplar su sombra y pensó: "¡Qué facha grotesca tengo! ... Pero ahora, qué hago?" Seguía pensativo, ceñudo, sombrío. Se arrimó a la pared de la esquina, se bajó el ala del sombrero y se puso a contemplar el suelo con un aire de profunda reconcentración, el entrecejo fruncido, los labios apretados, el rostro enmagrecido. De súbito le vino un impulso. Saltó como movido por una descarga eléctrica. Se encaminó resueltamente a casa de Claudina. "Sí - se dijo -, voy a jugar la última carta. ¡Si ésta más me falla, me mató!" - ¿Aquí está la Claudina? - preguntó al sirviente -. Llámala. Dile que necesito hablarle con urgencia. Salió Claudina con la mayor naturalidad del mundo, con la mayor frescura; le extendió la mano. Le invitó asiento. Ella se sentó en otra

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silla, cruzando las piernas, en actitud calmosa y desembarazada. - ¡Qué fresca está! - pensó, para sí, Adolfo, y le chocó. Le pareció que le ofendía. No pudo hablar. - ¿Qué es lo que tenías que decirme? - preguntó Claudina -. Hablá pronto. De un momento a otro ha de venir mi madre. No le gusta que estemos de charla... - ¿De modo que ya no te significo nada? - se dijo Adolfo. El desgano, como un súbito enflaquecimiento de la voluntad, comenzó a ganarle el ánimo. - ¿Sabes? ... - al fin, pudo articular, balbuciente -, yo venía a hablarte de un asunto... Pero... no me atrevo... ¡Estoy desesperado! exclamó. Se puso sombrío. Claudina hizo un mohín de disgusto, de fastidio, como quien dice: "¿Y, a mí, qué me cuentas? ¿Qué me importa de tus desesperaciones? ... Estoy harta de ellas". O: "¡Vete con la música a otra parte!" Se contempló la punta de los pies primorosamente calzados. Tuvo un movimiento de regodeo íntimo, de voluptuosidad, como de quien está contenta de sí misma y se ama con la serena fuerza tranquila de quien se sabe bella y feliz. Y sabiéndose así, bella y feliz, quiso sentir el placer de hacer sufrir a alguien, de atormentar, de encarnizar su sana en un pobre diablo como Adolfo, fácil presa para sus instintos de fiera desbordante de fuerza -: Bueno - le dijo, áspera -, si vienes con ésas tus majaderías, es mejor que te vayas. Ahora estás de mal humor. - Es que sabes... ¿sabes? - tornó a balbucir Adolfo -, he venido a molestarte por última vez... Perdóname. ¿Sabes?.. . - ¡Qué! ... Di de una vez. O ándate. - Que quiero decirte que yo te quiero mucho a vos, que por vos estoy dispuesto a hacer todo, como to sabes, y yo te he jurado tantas veces... ¡Tantas veces!.... ¡Pero tú no me quieres! - ¡Baff! ¡La lata de siempre! ... ¿Qué he de hacer yo con tu cariño? ¡Yo no necesito que nadie me quiera! ... Y es mejor que te vayas. Se puso en pie. Estaba entrando el sol por la puerta del tenducho. Fué a cerrar una de las portezuelas-. ¡Qué calor hace en esta tienda! - rezongó, molestada. "¡Qué mala es!" - pensó Adolfo, Pero no tenía alientos para moverse de aquel sitio -. "No me muevo de aquí - se dijo hasta no arrancarle a esta mujer su última palabra: su negativa total, definitiva, absoluta, o un rayo de esperanza siquiera"; pero, temiendo que le diera un síncope, dejó la silla que ocupaba y tomó asiento sobre el poyo que había frente a la puerta. Claudina volvió. Continuó sentada. Actitud de desdén y orgullo.

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- ¿Sabes? - volvió a decir Reyes -. Yo soy el hombre más desgraciado de la tierra... Nadie me ha querido... ¡Nadie! conmovido por sus propias palabras, se le saltaron las lágrimas. Hizo un esfuerzo violento por contenerlas -: Si tú me quisieras un poquito... -suplicó -. Yo estoy dispuesto a todo y venía a proponerte una cosa... - ¿Qué? - Para que veas que yo te quiero con toda mi alma, he venido a proponerte ¿sabes?: yo quiero casarme contigo y, si tú quieres, lo haremos cuando tú digas, pero, como... tú sabes... como he tenido esos asuntos con la Julia... podemos irnos a Potosí y allá nos casamos. - ¡Uff! No seas zonzo. Pareces guagua. Si vos has tenido tus amores con esa señorita, cásate, pues, con ella - hizo un gesto de desprecio torciendo los labios -. ¡Ya sabes que yo soy chola!..., y no me fastidies más! Andate. Y no me vuelvas a hablar. Ni a saludar, siquiera en la calle, como si nunca me hubieses conocido; andá donde esa señorita y casate con ella; ella te quiere. - ¡Pero yo no la quiero! - Eso... - Yo te quiero a vos, Claudinita; no seas mala conmigo, ¡por Dios!, Claudinita, ¿quieres? Adolfo había caído de hinojos a los pies de la García. Abrazandose a sus tobillos, comenzó a sollozar como un niño, bañando los pies de la chola de besos y de lágrimas. Ni eso le permitió ella. Poniéndose violentamente en pie, ya colérica, forcejeó por soltarse de los brazos de Adolfo. Este, que se encontraba de rodiIlas, abrazado de las piernas de Claudina, al retirarlas ella, fué a dar de bruces contra el suelo. Al contemplarlo así, caído, humillado, las mejillas llenas de lágrimas, las ojeras profundas, como un Cristo Pobre, ella lo miró de alto, sonriendo, llena de íntima satisfacción. Le vinieron ímpetus de pisarlo ahí como a un vil gusano, de patearlo, de pasar sobre él y arrojarlo después, así, lacrimoso, sucio, vencido, a la calle... Habría querido que alguien los encontrase en esa actitud; que la humillación martirizada de Reyes hubiera sido en la plaza pública. "Vamos a ver hasta donde llega su cariño" - pensó, y le dijo: - ¡No seas estúpido! ¡Andate! Adolfo se incorporó. Sin cobrar conciencia de su ridículo, quiso Ilegar a lo último, ser un sinvergiienza completo, remover todo el lodo, toda la ignominia, toda la cobardía, toda la falta de dignidad que, como con una fruición de masoquismo moral, iba ofrendando, con un sentimiento de placer en el dolor, o de gozo en la crueldad, a los pies

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de Claudina. Volvió a tomar asiento en el poyo y aún tuvo el descaro de preguntarle: - ¿De modo que de ninguna manera me aceptas? - ¡Mana... Mana kan atinquichu munawayta ñokamán, ni ñocapis kanta munayquichu... Ñoka imilla kani, chola, chola... Manachu rikunqui pollerasniyta… exclamó, enfática y, cambiando la silla que ocupaba fué a sentarse encima de la mesa que había a un lado de la puerta. Se levantó la pollera mostrando la morbidez de sus piernas de tobillos delgados y pantorrillas gruesas y los pies pequeños calzados con medias color carne; enloquecedores. - Pero, ¿por qué, Claudina, por qué? - Por lo que ya te he dicho en quichua, si no entiendes en castellano: ¡porque no te quiero! Salió a la puerta de la tienda. Serían como las once de la mañana. El sol ramoneaba en el enjalbe amarillento de los muros. Había en la atmósfera esa calma yerma, solemne y hierática de las mañanas de provincia. Claudina se puso a avizorar quebrada arriba y quebrada abajo, como quien espera la venida de alguien. Adolfo, sentado encima del poyo, seguía pensativo: "Sí, tiene razón se decía -, me lo ha dicho claramente: no me quiere… ¡No me quiere!" Y comenzó a mirarla de hito en hito. Claudina, de pie en el umbral de la puerta, atisbaba la bocaquebrada, sacudiendo la pierna derecha. Adolfo paró mientes en su talle garrido, en sus caderas macizas, en sus piernas rollizas, en sus pies encantadoramente pequeños y pensó: "¡Sí, no me quiere!" En silencio, transcurrieron largos minutos. Ni un viandante por la quebrada. Parecía que el tiempo se hubiese estancado en qué cósmica somnolencia.

Sólo al rato sonaron los pasos de alguien que venía del lado de la playa. Era Miguel Mariscal. Traía meneando su grueso bastón de palo de rosa y expresión de epicúreo bienestar en su cómbea barriga de gastrónomo y una sonrisa de salud en los labios regordetes. Al ver a Claudina se detuvo frente a ella, a charlarla, campechanamente: - ¡Dichosos mis ojos que te ven! - ¡Más dichosos los míos que te ven a vos! - repuso ella, ufana y galanteadora -. ¿Y, dónde te has perdido estos días? El otro día te esperé con un picante de gallina y vos, ni parecer... iAy, lo que es

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vos, siempre perdido donde la Rosa! ¡Qué feliz sois! Entrá, pues... Adolfo se limpió los ojos y las manchas de tierra que tenía en los hombros. - ¿No lo has visto al doctor Álvarez? Estaba buscándolo. - No -repuso Claudina -. El no sabe venir por aquí. Pero, entrá, pues, a visitarme un ratito siquiera. Charlaremos. -Lo miró con gusto, admirando su recio corpacho de labriego y la expresión de virilidad que exultaba de toda su persona -: ¡Qué orgullosos son los hombres cuando son buenos mozos! - exclamó. Mariscal estalló en una carcajada que hizo retemblar la atmósfera. Con paso firme, como un general victorioso, subió por la patilla y entró a la tienda: - Oh, Adolfito, habías estado aquí... ¿Y qué haces? -Nada... Estaba charlando un rato... - ¡Ah!... ¿Y cuándo to vas? - Todavía no pienso. - Pero ya debieras irte, hombre; te estás perjudicando. - Sí, don Adolfo, "ya se debiera usted ir" añadió Claudina -. ¡Qué tal se estará perjudicando! - Y dirigiéndose a Mariscal- . ¿Y cuándo nos hacemos una farrita como la del otro día, ché, Miquicho? ¡Qué alegres hemos estado!... Pero vos sois muy malcriado... ¡Muy atrevido! - ¿Por qué? - Sí, pues... Acordate nomás... ¿Y lo que me has pellizcado? Me has hecho un morete en mi brazo y hasta ahora me esta doliendo. ¡Qué atrevido es éste! iMira, mirá, bandido! - Se levanto la manga del brazo derecho hasta mas arriba del codo y aproximandose a Mariscal, le puso el brazo delante de los ojos. Era un brazo moreno, bien torneado y, en efecto, presentaba un morete. Miguel, sin dejar de sonreír, la cogió del brazo y sin darle tiempo de que lo retirase, lo besó con un beso sonoro, succionador. Claudina tiró del brazo, fingiendo enojo y le dió un lapo en la cara a Mariscal. - Pero si estas heridas se curan con besos - dijo Miguel, riendo -. Heridas del amor... - Sí, pues, del amor... ¡Atrevido! - Pero, ¿cómo quieres que no te bese, si vos misma, tan provocativa, me pones tu lindo brazo delante de los ojos? Y tienes buenos brazos. iE!... ¡A ver!... ¡A ver!... ¡Mira, fijate, Adolfo! - dijo Mariscal, volviendo a coger del brazo a Claudina -. ¡Qué lindo brazo! ¡Si dan ganas de comérselo a besos! ... ¡Ven, pues, hombre, no seas zonzo! ... iVos no to enamorarías de este brazo? En el momento en que, mal de su grado, Reyes se aproximaba a

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contemplar la maravilla, Claudina retiró bruscamente su brazo y se bajo la manga, dirigiéndose a la puerta, despectiva: - No lo corrompas al Adolfito, ché, Miquicho; ¡él no sabe de estas cosas! - Cierto, hijo - ratificó Mariscal -, vos no debes ver estas cosas..¡Ni meterte con estas mujeres! Mejor vámonos; esta Claudina es una diabla. Adolfo tornó a sentarse en el poyo. Una fuerza magnética lo tenía amarrado ahí. Mariscal preguntó: - ¿No te vas, Adolfo? - No; me voy a quedar un rato más. - Eres un zonzo. Hubiéramos podido ir a pegarle un cocktel donde doña Modesta. - Sí, claro - advirtió Claudina, recalcando el término -. Vayanse dirigiéndose a Reyes -. Aquí ya nada tienen que hacer... Yo ya. voy a cerrar mi tienda. - Ya ves, Adolfo, nos está botando. ¡Vamonos, hombre! - Sí, vayanse -. Y, a Reyes: - Y que les sientá bien el cocktel. Salieron. La mañana, de una límpida luminosidad, sonreía en la quietud del villorrio. Pocos viandantes por las callejas. Mariscal, asiendo familiarmente del brazo a Adolfo, opinó, confidencial: - ¡Qué linda chola es la Claudina! - Sí, es linda - repuso Adolfo, pálido, ojeroso, con una cara de cuaresma. -Pero es una diabla - agregó Mariscal. Adolfo se quedó callado. XXV Almorzó sin darse cuenta de nada. Entró a su aposento, sombrío. Tomó asiento y apoyando las manos en la mejilla, se puso pensativo. - ¿Qué hago ahora? ... No, no puedo vivir... ¿Para qué sirve la vida? Lo que yo debo hacer es matarme. Estuvo largo rato así, indeciso, cogitabundo, acongojado. Entró su madre, como una sombra. No le dijo nada. - Si esta señora – pensó - ¡supiera lo que me pasa! ... Pero, ¿qué me va a comprender?... - Miró a los lados de su cuarto. Su madre salió. Sintió un enorme vacío a su rededor. Se acurrucó dentro de sí mismo, como quien se acoquina de frío.

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- ¡Cómo nos quebranta el destino!... - recordó la exclamación de Leopardo -: Ha fracasado mi vida. Y he fracasado por tan poco. Mi voluntad está rota. Mi vida ya no tiene objeto. ¡Baff! Lamentaciones inútiles: que hago yo con lamentaciones? ¡Resignémonos al destino! Ya que hemos nacido para el yugo, demos el cuello a la cuchilla. Desde ahora voy a ser el hombre más humilde, más triste, más inerte. Y ya que no tengo el valor de matarme, ahogare las penas en alcohol, hasta que venga la muerte, cuanto más pronto, mejor. Ya que soy un vil, un canalla, un inútil, quiero hundirme en el fango, en lo peor... ¿Y Julia? ¡Qué me importa de ella! Si me caso con ella, es porque no hay otro escape. Pero, ¡linda vida la que me espera! ... ¡Que fatalidad! Esto es, lo que más me repugna, lo que más me da ira. Yo pense que mis amores con Claudina hubieran acabado en una forma trágica, con un desgarramiento formidable, pero no: todo ha pasado como si no pasara nada... ¡Que calamidad! ... ¿Por que? Ha acabado con unas vulgares chacotas de Mariscal y unas cuantas ironías de ella y una inercia espantosa, un aflojamiento del alma de mi parte, que no me explico. Pero, ¿por que? No; soy un cobarde. Toda la culpa es mía, exclusivamente mía... ¡Mía! Y comenzó a recordar su escena de por la mañana, detalle por detalle: el sol en el estuco del muro, la actitud de Claudina, sus gestos de orgulloso desdén, sus frases fríamente hirientes, cuando él cayó de bruces al suelo, su salida con Mariscal y el gusto satánico con que ella le dijo: "que les sienta bien el cocktel". - Pero... ¿qué clase de mujer es la Claudina?... - se preguntó -. Eso es lo que me da más ira: no poder esclarecer el misterio del alma de esta mujer. ¿Es perversa? ¿Es espontánea? Al arrojarme de su casa, ¿ha obrado con sinceridad o ha jugado infamemente con mis sentimientos y con los sentimientos de ella misma? La cuestión de mi matrimonio con Julia parece que no le preocupa nada... Se ha referido a él como quien puede referirse a un suceso de la China... Lo que me disgusta, lo que me hiere, lo que me atormenta, es la frialdad de esa ruptura, la indiferencia de ella. Claudina me ha despedido sin un solo gesto que revele un ápice de sentimiento, un poco de emoción, de piedad maternal siquiera, de piedad por un desgraciado como yo, por un ser - ella lo sabe - que está dispuesto a dar todo por ella, ¡todo!

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Pero ella me ha despedido fríamente, serenamente, sin participar un mínimo en mi dolor, orgullosamente, sin conmi seración, como se despide a un criado molesto. Sí, ¡qué tonto soy! ¡No me quiere! Y, si no me quiere: ¿qué derecho tengo yo a obligarla a que me quiera por la fuerza? A ella, ¿qué le importa que yo la quiera o no? Sí, tiene razón: Yo no debo molestarla más. - Pero... ¿Qué hago ahora? ... ¡Que sea lo que sea! La suerte esta echada.

Una febrilidad torturante no le permitía mantenerse tranquilo. Necesitaba desahogar su dolor de cualquier manera. Un impetu irresistible le estimuló a salir de nuevo a la calle. Sin darse cuenta de nada, ni de las personas con quienes se topaba, sin pensar, llevado por el subconsciente, se sorprendió él mismo de verse de nuevo en la esquina, frente a la casa de Claudina. Se quedó allí contemplando la puerta de aquel tenducho, estúpidamente. No recordaba ya cuánto tiempo se encontraba así. Mas, a cosa de las tres de la tarde, vió venir quebrada abajo a Claudina, cimbrando garbosamente, como era su manera donairosa de andar. Ella, al divisarlo, cambió de rumbo. En vez de continuar bajando con dirección a su casa, tomó por una calle latera. - ¿Por qué es tan mala? - se dijo Adolfo -. ¿Qué mal le hago yo queriéndola como la quiero? Entonces se sintió tan desgraciado, tan poca cosa, que se tuvo piedad de sí mismo; se sintió tan lleno de dolor, que se llevó inconscientemente la mano al corazón: le parecía que le iba a estallar... Se encaminó a la casa de Fernando. Necesitaba contar a alguien sus desventuras, refugiarse en el corazón de un amigo, desahogar su angustia. Fernando no estaba en su casa. Anduvo buscándolo por todo el pueblo. Por fin, pudo averiguar que tanto Díaz como el resto de "los jóvenes" se encontraban en casa de las Bravo, unas cholas cinteñas que habían llegado recientemente a poner una cantina. No quiso ultrajar la nobleza de su dolor enfangándolo en una borrachera. Se marchó a su casa. Caída, por fin, la tarde, 'Adolfo se sintió cansado, como si hubiese trabajado mucho. Tomó asiento en una mecedora y se puso a contemplar, con infinita pena, como iba empalideciendo el crepúsculo en las lomas lejanas. Sonó el Angelus. Acordándose de Dios, se preguntó: -Señor, ¿por qué me has hecho tan desgraciado?-. Se le

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llenaron los ojos de lágrimas. En aquel momento entró su madre. - ¿Qué tienes, hijito? ¿Por qué lloras? Adolfo no pudo contestar nada. La abrazó a su madre, bañándole el rostro de besos y de lágrimas y se puso a sollozar, desahogando su dolor en una explosión de llanto incontenible. Doña Eufemia, con el corazón no menos lleno de penas, comenzó a llorar con una angustia desgarradora, estrechándose en un más hondo abrazo a su hijo. Ella también era, como él, una desgraciada. Un alma sin voluntad, sin fuerzas para luchar por la vida, una anciana que nunca dejara de ser niña: desde que murió su marido, ¡todo era sufrir para ella! Doña Eufemia, comprendiendo que él, Adolfo, su hijo había nacido tan parecido a ella, de un alma tan f emenina, se le abrazó más tiernamente aún. Al mezclar sus lágrimas con las de su hijo, en aquella habitación oscura, invadida de sombras crepusculares, comprendió ella, como Adolfo, que estaban solos para luchar contra el egoísmo y la crueldad de las gentes. Adolfo, consternado, se hincó de rodillas a los pies de su madre, pidiéndole perdón de sus faltas. Le contó todas sus penas, su compromiso con Julia y la escena con Claudina y concluyó: - Te juro, mamá, que desde hoy, voy a ser un hombre correcto: ¡ya mucho te he hecho sufrir! Se casaría con Julia y regresaría a Sucre a completar sus estudios. Aquella tarde se sintieron felices: doña Eufemia había vuelto a ser madre y Adolfo a ser hijo.

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SEGUNDA PARTE XXVI Julia, enflaquecida, ojerosa, pálida, pasó apoyada conyugalmente, con la aristocrática languidez que le era propia, en el brazo de Adolfo, su esposo. Le había venido un enternecimiento tan querelloso y compasible como ese que engríe a los niños mimados. Era domingo de Cuasimodo. La indiada de las chacras ribereñas trajinaba por la plaza y las callejas llenándolas de movimiento y colorido, en compensación a la somnolente inercia grisosa de los días comunes. Las cholas, lujosamente ataviadas, lucían ahora sus vivaces trajes de seda granate o anaranjada y sus brilladores mantones de espumilla crema o azul. Tenían preparada para la tarde una verbena en el amplio patio del Mercado. Luego se irían a casa de las Espinoza, como de costumbre. - Ahi va la nueva pareja - murmuró Amalia Vega. Con las Manrique tomaba el fresco en la plaza, a la sombra del molle patricio. - ¡Qué arruinada está la pobre Julia! - observó Irene -. ¡Como se conoce que ha sufrido la pobre! Y, así es - suspiró -. ¡Mucho sufre quien ama! - El que debe haber sufrido más es el Adolfo - reflexionó Antonia -. ¡Como que el pobre ha tenido que casarse por la fuerza! Contra su voluntad. Dicen que la Julia le ha puesto la soga al cuello.. . - Y, ahora, ¿qué dirá la Claudina... ? - inquirió Elena -. No debe haberle sentado muy bien. - Chola cínica - rosmó Irene -. A ella, ¿qué le importa? Se buscará otro amante, pues... - Si dicen que el Adolfo no ha sido su nada - informó Elena -. Y que lo único que ha hecho la Claudina con él es divertirse haciéndolo sufrir. ¡Y ella que es una diabla para esas cosas...! ¡Como si no la conociéramos! ¡Qué tal habrá sufrido el pobre! iY qué tal estará sufriendo ahora mismo, después de lo que ha pasado! Si esos días anteriores a su matrimonio andaba como un loco, mal vestido, sin rasurarse siquiera y emborrachándose todos los días...¿Se acuerdan ustedes? Dicen que por eso, porque no lo vean sufrir, no quiso ir a la capilla a casarse y lo hicieron llamar al cura a la casa de Julia. ¡Pero, había sido un caballero! Si es otro se va... ¡Claro! - sentencio Irene -. El de "zonzo" se ha hecho pescar... Porque si paso algo, ¡claro que fué porque la otra quiso! ¿O qué dices, Amalia?

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- Yo no sé lo que habrá de cierto en eso. ¡Cuentan tantas cosas! ... Ustedes no lo crean tampoco al Adolfito un santo. Es de los que hacen sus cosas mátalas callando... - Sí - confirmó Antonia -, ha resultado un Santo muy milagroso. - Pero ustedes no saben una cosa - expresó Amalia -. Que el otro día, cuando las cholas tuvieron ese baile en casa de las Espinoza, para el cumpleafios de la Jacinta, la Claudina dicen que estuvo bien mareada y que se puso a bailar cuecas como una loca y cuando el Fernando le dijo que por qué estaba tan alegre y si no tenía pena de lo que se casaba su "chunku" - porque así lo llamaba al Adolfo en todas partes: "mi chunku", "mi chunkito" -, ella contestó: ¿Qué me importa que se haya casado? ¿Acaso con eso han creído asegurarlo para toda la vida? ¡Macanas! El día que a mí me de la gana, el Adolfo ha de volver donde mí. Porque el Adolfo es de mí y no de las señoritas. Y diz que lo decía con ese aplomo que ella tiene... Que tal, es, pues, la Claudina para farsante. Todos la conocemos. - ¿Y sabrá el Adolfo? - preguntó Elena. - No; creo que él no sabe, o quién sabe se lo ha contado el Fernando, pero la que sí lo sabe, es la pobre Julia... ¡Que hará la pobre!... ¡Todo son penas para ella! - ¡Con razón está tan sufrida, la pobre! - se apiadó Antonia -. ¡Por eso yo no me meto en esas cosas! Amalia se sonrió, pensando para su sayo: "Si hubiera quien te ande el retortero, ya veríamos como te meterías no más". -Y, ¿cómo vivirán, no? -inquirió Irene, y propuso-: Iremos a la noche a visitarlos. Podemos ver algo. Convinieron en reunirse ahí mismo, en la plaza, a las ocho de la noche. A la sazón se allegaron al corro Miguel y Fernando. - ¿Contra quién es la tunda? – soltó Mariscal, convencido de que si de algo hablaban, hablaban mal de alguien. - ¿Te figuras que nosotras nos ocupamos de hablar mal de los hombres, como hacen ustedes de las mujeres... ? - replicó, agria, Irene. - Y, ¿de qué más se ocupan ustedes? - arguyó Mariscal, tomando asiento al lado de Irene, cachazudo -. Como ustedes son unas ociosas redomonas... Siquiera fueran como "nuestras cholas". Irene se puso de pie, furiosa; se sacudió la falda, colérica; se marchó a su casa, sin despedirse de nadie. Mariscal, repantigándose en el banco, bostezó: - Se ha enojado la zonza, como si quien le estuviera haciendo caso. Las otras se miraron entre ellas. Ninguna se atrevía a censurarlo.

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Sabían que si lo hacían, les iba a salir con otra peor. Lo notaron "mareado" y, empezando a coger "la mona", Mariscal no tenía pelos en la lengua. Sólo al rato, Amalia salvó la situación con una broma: se dirigió a Fernando, que en el banco frontero tertuliaba con Elena y Antonia: - Y, tu, ¿qué piensas de "vuestras cholas"? - Yo en lo que estoy pensando es en lo que tengo que irme, ya tan pronto - suspiró Díaz. - Conque regreses para la época en que comienzan a caer las brevas... ¡de puro maduras! -ironizó Mariscal, poniéndose de pie. -Bueno – dijo -, yo voy a pegarle un trago donde "la vieja" - aludía a doña Modesta -. Hay que asentar la chicha... ¿No quieres ir, Fernando? Este se excusó. - Mejor así - aseveró Mariscal, y dirigiéndose a las señioritas-: A ustedes no les invito, porque por ahora estoy en posesión nada más que de ocho reales: vean - sacó de su bolsillo los centavos y haciéndolos sonar-: Son ocho reales: tres copas para mí y una para la vieja... Hasta más ver... - Se largó arrastrando despaciosamente los pies y meneando su grueso bastón de palo de rosa. - Vamos a "El Rosal" - propuso Amalia -. Yo les invito un cocktel allí. Nos entramos a la huerta. Allá se encaminaron. - ¿Qué es de mi tío Pascual? - preguntó Fernando -. Hace tiempo que no lo veo. - Ha viajado a Viñapampa a mandar destilar singani, pero ya ha de regresar pronto,... -informó Amalia -. Y, ¿es cierto que te vas? - Sí, Amalia, desgraciadamente, y, yo no sé por que, ahora más que nunca, estoy teniendo pena dejar nuestra tierra. ¡Quién sabe me pase algo! - Es que estás enamorado y tendrás pena de dejarla a tu "Negrita". - ¡Qué va a tener pena, pues, éste! - rezongó Elena, que marchaba delantera, con su hermana y dándose vuelta ¿Acaso los hombres saben tener pena de las mujeres? ¡Si fueran como nosotras! ... - ¿Conque tan sólo ustedes tienen derecho a tener pena y nosotros, "los hombres", somos de piedra? Es mala esta "Negra", ¿no, Amalia? - Che - volvió a revolverse Elena -, ¿qué están hablando de mí, wasa rimakus... ? - Nada, ché "Negra". Sólo estábamos diciendo que tú eres "negra" y que todas las negras son malas. Como tú eres negra... Elena se plantó en seco, en media quebrada. El sol caía a plomo. - Y vos eres blanco... Y, de ahi... ¿qué?

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- Que tendrán un hijo de dos colores - río Amalia -, "cuando se casen". - La cuestión sería... sin casarse no más - bromeó Fernando. - Antojo, pues... - hizo un mohín de fingido reproche Elena -. ¡Eso quisieras vos! - ¿Y vos? - Yo soy mujer honrada, ché... Eso irán a hacer con "vuestras cholas"... del Rancho. ¡Cochinos! Amalia propuso que hablaran de cosas serias: - ¿Cuándo estas pensando irte? - Será el lunes o martes de la semana próxima. Ya no puedo tardarme más. - Hoy es domingo, 24 de abril. Esta noche tienen las cholas un baile donde las Espinozas. Bueno, te haremos la despedida el miércoles o jueves, aquí, en "El Rosal". Hasta entonces ha de llegar ya mi papá y nos pasamos un día agradable. - ¿Despedida a éste? -muequeó Elena-. Que lo despidan las imillas del Rancho. Llegaban a "El Rosal". Doña Virginia salió a recibirlos con su encantadora obsequiosidad de señora de buena raza, amable y efusiva: - Pasen... Pasen ustedes... ¡Qué milagro es éste! iA qué se debe la visita? Entraron a la huerta. Como de costumbre, buscaron la sombra plácida de la parralera para instalarse a satisfacción y saborear el cocktel que les brindó Amalia. Fernando se sentó al pie de un molle frondoso que se erguía al centro de la chapapa y se puso a contemplar el contorno. Lo primero que percibió, allá, en la linde del tapial, fué un álamo corpulento y elevado, de hojas doradas ahora: bajo de aquel álamo fué donde, iba ya para dos años, en un cumpleaños del tío Pascual, un 30 de noviembre, día de San Andrés - lo recordaba siempre -, declaró su amor a Elena. ¡Aquel fué un luminoso día para él y para ella! Celebrando el acontecimiento, bailaron bajo de aquella parralera toda la tarde, aquella calurosa tarde primaveral en la naturaleza y en sus corazones. Y, al pensar que pronto iba a abandonar, quién sabe hasta cuándo, aquel risueño paraje que tantos recuerdos le traía, días de campo risueños, emociones de entrañable ternura, de jovial y efusivo que era Fernando, comenzó a ponerse pesaroso y triste: -Yo debo irme de esta tierra - se dijo -, ¿por qué... ? Elena, que familiarmente había tomado asiento a su lado, sobre la grama, lo observó: estaba triste, él, tan sonriente siempre: - Bueno, Fernando - le dijo con mohín de fingido reproche, tierno en

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el fondo-: Te estás poniendo triste, ya te estás pareciendo al Adolfo: ¡no me gustas! Díaz, abstraído, persistió en contemplar el dintorno como acariciándolo, despidiéndose de él con la ternura de un hermano que se desgarra del hogar familiar. Los molles y los álamos, las madreselvas y albahacas y los senderitos floridos y sinuosos por donde tantas veces había ido del brazo de Elena y las enramadas penumbrosas y perfumadas, todos fueron los cordiales testigos y los fieles protectores de su amor, de sus querellas y ensueños. Espació la vista por la lejanía del horizonte, por aquella encañada de Santa Rosa, hacia el oriente, en donde cada mañana, al despertarse, miraba desde la ventana de su aposento, surtir la gasa sedeña de la neblina matutina y, hacia el noroeste, avizoró ahora las colinitas petizas de la peñería, redondas y rosadas como los senos de una tierna doncella; todo aquel paisaje de su tierra, tierra de olvido y ensueño, tenía algo de femenino, que atraía como una mujer, con ternura de novia o efusiones de madre, ensoñador como canción de cuna, caliente como un nido. Más que pictórico, era musical. La diamantina transparencia de la atmsfera, bajo la cúpula azul claro del cielo sin una nube e iluminada por un sol radiante, era un cristal de tan sutil resonancia, que la menor ondulación del aire que sacudía el follaje del arbolado, el trino de las aves, el glu-glu del agua en la acequia, todas las voces de la naturaleza, repercutían en la atmósfera con una sonoridad tan fina y armónica que diríase que la vibración verde del arbolado y la fragancia de Los nardos y heliotropos se transformaban en música traslúcida. Y entonces le vino tal consternación por dejar su tierra que, por contraste, evocó el paisaje austero y pétreo, ascético y hosco como el alma de un trapense, de Potosí -cerrijones grises, frío viento, piedra y dolor-, un páramo para él, para su espíritu, donde su vida era un vacío gélido, porque allá, descentrado, fuera de su "medio ambiente natural", "deraciné", se sentía solo y sentía su vida corno un yermo, como un erial. Y se dijo: -"Yo voy a dejar a mi padre, que es tan bueno; voy a dejar a mi novia, que es tan buena; voy a dejar a mi tierra, que es tan buena, y todo, ¿por qué?... Por ganar unos miserables pesos". - ¿En qué piensas? - le preguntó Elena -. Estás triste... ¿Qué te pasa...? - Sírvanse el cocktelito - invitó Amalia -. ¡A tu salud, Fernando! - Salud, Amalia, a la salud de todas ustedes y de esta nuestra linda tierra, de esta linda tierra que yo voy a abandonar...

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Miró a Elena y se cruzaron sus miradas amorosamente: aqueIla linda tierra, era ella. Y en la mirada intensa, apasionada y triste de Elena, en aquella mirada llena de luz y de ternura, que era por donde hablaba el alma del paisaje de la tierra, Fernando creyó escuchar la amargura de los reproches más justos, más hondos, más descorazonados: - Es que tú eres un ingrato, que sabiendo que esta tierra es linda, y buena, y es honrada, te vas, la dejas, la abandonas y vas a buscar "en otras partes" ¿qué cosa? ... La infamia, el sibaritismo, "la civilización"; vas a venderte por un empleo, cuando aquí pudieras trabajar con honor y con hombría, fecundando la tierra; vas a ser un "elegante" empleófago en la ciudad, cuando aquí pudieras ser "un hombre". Un honrado agricultor. Un patriota. Eres un cobarde y un egoísta. - Sí - dijo Fernando -, ahora que me voy, yo creo que me va a pasar algo fatal... - Ya bastante se han querido ustedes - observó Antonia -, pero ha llegado ya la hora de almorzar: vámonos. - Sí, vámonos - ratificó Elena -, que se quede éste. - ¿Por qué se apuran tanto? - intervino Amalia. - Ya sabes lo estricta que es nuestra mamá - expusó Antonia -. Si nos demoramos para el almuerzo, buena felpa nos espera. Fueron caminando desde "El Rosal" hasta donde terminaba "el rancherío" y allá se despidieron. Antonia, alta, espigada, rectilínea y seca como una miss o una "sufragista" y Elena, de mediana estatura, muy femenina, de graciosas curvas y donairoso andar, iban calle adelante. Amalia y Fernando, apoyados contra el "dique" que resguardaba la bocacalle, las veían alejarse. Al llegar a la segunda esquina y torcer por la lateral, Elena volvió la cabeza y se despidió batiendo su pañuelo: - ¡Pobrecita! - suspiró Fernando -. ¡Qué pronto la voy a dejar! - ¡La quieres, eso es! - aseveró Amalia. XXVII Era una de aquellas noches diamantinas y sedantes. En la deleitosa calma de la aldea, el aire se diafaniza con una dulzura angélica. Todo respira una paz tan quieta y profunda... La luna surgió detrás de las colinas de "Santa Rosa" y repartió por el ámbito de la plaza una claridad tan trasparente, que diríase un día sin estridencias cromáticas, con una luz perlina. Ni una brizna de viento; el molle arrojaba a un lado del recinto su sombra y, bajo la

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claridad lunar, los campanarios inconclusos de la Iglesia y el resto de edificios cobraban el augusto prestigio de una ruina latina. Las pocas tiendas de la plaza prolongaban débilmente una luz mortecina en las aceras. Nadie, en la plaza silente, fuera de las Manrique y Fernando Díaz que se encaminan ahora a la chacarilla de Julia, "El Pensil", sito en la margen izquierda de la quebrada oeste, a orillas del pueblo. Antes de llegar a "El Pensil" atravesaron la plazoleta. Al fondo, la casa de Claudina. La tienda cerrada. - Y, ¿qué será de esta "guífara"? - exclamó Irene, despectiva. - ¿No saben ustedes? - ilustró Amalia -. ¡Va a recibir una herencia! - ¿Herencia? - extranó Elena -. ¿De dónde? - De su tía Clara. - ¡Ah! ¿Siií? - Sí. Dizque la ha hecho Ilamar a Mollepata. - Sí, pues - confirmó Elena -. Pero, doña Clara, ¿aún piensa en la Claudina? - Parece que doña Clara, sintiéndose ya vieja, y no teniendo una pariente más cercana, la ha hecho llamar y le ha prometido dejarle en herencia su finca, con tal de que ella se porte bien y la acompañe hasta sus últimos momentos. - Entonces no le deja - sentenció Irene -. Esperar que esa chola se porte bien... - Entonces ya estará tranquila la Julia - reflexionó Antonia. A la sazón llegaban a "El Pensil". Concluían de ascender por la cuestita que en la falda del cerro conducía a la puerta de entrada. Salió a recibirlos una sirviente. Ingresaron al patio. Un cuadrilátero. Al centro, un molle. Al fondo, un corredor. A los lados, las habitaciones. Salió Adolfo. Les invitó a pasar al saloncillo, a la izquierda de la entrada. - La luna está muy linda - opinó Díaz -. Es mejor que nos recibas en el corredor... Y, ¿cómo está Julia? - Un poco indispuesta... Ya ha de salir. Tomaron asiento en un sofá empotrado al fondo. Al rato salió Julia, de negligé. Pálida, ácentuabasele en el rostro esa actitud de languidez que le era propia: diríase una mujer de alfeñique. Pasados los cumplidos, de rato en rato, tertulia de los temas consuetudinarios, resabidos, sobajados, de la provincia. - Disfrutas de un panorama magnífico - observó Fernando, dirigiéndose a Adolfo. - Fíjense, chicas: es una vista maravillosa, ¡con qué claridad se divisa todo! - Sí - ratificó Elena -. El alfar está muy lindo para pasear.

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Mejor que estar aquí, vamos a dar un paseo por la chacra. - No - argumentó Irene -. Puede que le haga mal a Julia. - ¿A mí? ¿Por qué? La luna está hermosa... ¿Vamos, Adolfo? Bajaron por un senderito angosto. Se encaminaron a la linde de la chacra. Reyes, amable. De rato en rato, pensativo, meditabundo, de alma ausente. Ellas caminaban, tertuliando, por delante; Fernando con Adolfo, detrás, le susurró, confidencial: - ¿Sabes...? La Claudina se ha ido a Mollepata. - Sí, sé. - Y, ¿sabes lo que ella había dicho en el baile en casa de las Espinoza? - Sí, sé. Se lo contaron a Julia. - Y, ¿qué piensas...? - ¿De qué? - De lo que ella ha dicho. - Nada... Que tal vez tiene razón... Fernando le miró a los ojos. Meneó la cabeza. Aire de desconfianza: - ¡Eres el incorregible de siempre! - ¿Qué quieres... ? - suspiró Adolfo -. Mi vida ya está deshecha. Hablemos de otra cosa... , ¿Es cierto que el cura Pérez ha venido a hacer las elecciones para Villanueva? - Lo de siempre. Este fraile truhán ha de ir aleccionando a los cholos. Ya no vamos a poder salir a la calle en las noches, sin exponernos a una paliza. Llegaban a la linde del alfalfar. Había un descampado. Estaban abonándolo para las nuevas plantaciones. - ¿Te acuerdas de lo que jugabamos aquí, Julia? - preguntó Elena. - ¡Ah, sí, antes!... - suspiró Julia. Se puso triste, como pesarosa de haber dejado de ser niña. Al rato de saborear el paisaje, retornaron a la casa. Comenzó a soplar un airecillo molesto. Besos, abrazos, cumplidos, a la salida. - Y, ¿qué les ha parecido? - inquirió Amalia, cuando se aluengaron de "El Pensil". Irene había ido observando detalles. Formuló su juicio: - Tanto él, como ella... no tienen cara de recién casados... ¡Si están hechos unas momias! Parece que se les hubiera muerto un pariente. - Lo que ha debido morirseles son las ilusiones - rió Amalia.

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- No sean malas lenguas - intervino Fernando -, yo no he notado nada. - Por eso a mí no me gusta meterme en honduras - declaró Antonia. - Ni a mí tampoco - corroboró Fernando -. Uno empieza riendo y acaba llorando... Pero, ¡vaya! Parece que la luna nos ha puesto románticos. Por eso estamos regresando como en procesión de Viernes Santo. - Aunque el amor sea triste y nos haga sufrir - manifestó Elena -, peor es vivir sin amor. - ¿No digo... ? Si la luna obra milagros. Ahora acabas de decir la frase más inteligente de tu vida: casi llegas a hacer de nuevo el verso de Campoamor: "Todo en amor es triste; mas, triste y todo, es lo mejor que existe". Era una noche de luna. Entre cuatro pobres gentes. En una triste capital de provincia. Se explica. XXVIII No había podido realizarse, como proyectaban Amalia y Elena, la despedida a Fernando. Aquella mañana, sábado, 30 de abril, Amalia y Elena, después de misa, a las diez, se detuvieron a tertuliar en la esquina llamada "del dique", lugar por donde, obligadamente, debía salir Fernando para tomar el camino a Potosí. - Esperémoslo aquí - rogó Elena a su amiga -. Como mi mamá no lo quiere, él no pudo ir a casa a despedirse, y a mí, por pura mala, no me dejo salir todo el día. Hoy he podido salir con el pretexto de la misa. Al rato, caballero en su brioso alazan, se presento Díaz. - ¡Qué ingrato es éste, que se va sin despedirse! - reprochó Amalia. Fernando puso pie en tierra: - Perdonen ustedes... Tenía tanta pena despedirme... - Y se fijó en la expresión dolorosa y cansada de Elena. Sacando fuerzas de flaqueza se despidió, con fuertes abrazos. - Bueno, adiós - musitó, con voz acongojada, los sollozos estrangulándole el corazón, las lágrimas rebosándole las pupilas, y subió a su corcel. Hincóle espuelas. Arrancó al trote. Al torcer el primer recodo del camino, tornó la vista atrás: Elena y Amalia agitaron sus pañuelos. El sol caía a plomo calcinando la arena. El arbolado de churquis, algarrobos y molles, inmóvil, se resquebrajaba de sequedad. El aire,

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quieto, era un cristal ardiente. Al Ilegar al abra, después de una marcha fatigosa de media hora, dió con Constancio, el arriero. Lo esperaba sujetando del cabestro la mula de carga. Detuvo allí su cabalgadura. Se puso a contemplar, con infinita pena, el valle de San Javier: al pie de la quebrada, el caserío chato y pardusco de la villa se apretujaba asimétrico en torno a los campanarios de la Iglesia parroquial, blanqueantes al sol esplendoroso; más allá, la grisosidad cabrilleante de la playa anchurosa, donde, zigzagueante, serpenteaba el río arrastrando sus aguas plateadas; en la ribera opuesta, alfalfares y maizales, hoy ya en rastrojos, que iban a perderse al pie de la serranía plomiza, sobre el fondo azul nostálgico del cielo desvaído. En el centro de este paisaje, que para Fernando era de una hogareña ternura, se le representó nítidamente en la conciencia la imagen de una mujer morena, de ojos grandes, negros y dolientes, sonrisa fatigada, con la faz llorosa y que se quedaba ahí, con el corazón desgarrado por qué acres desolaciones. Suspiró amargamente y torciendo la brida de su cabalgadura - como quien tuerce la línea de su destino -, partió al trote: ¡no quería seguir contemplando más aquel valle donde había dejado un afecto tan caro, donde había vivido emociones tan hondas! El viaje se le hacía cada vez más penoso; el sendero iba poniéndosele cada vez más triste. Por delante marchaba Constancio, caballero en una mula mohina, de áspero andar. Indiferente a otro sentimiento que no fuese ganar leguas, el arriero iba enhiesto, monolítico, mientras el patrón iba deshecho, no tanto por el moliente trote de su caballo, como por la procesión que le andaba por dentro. Había comenzado ya a sentir nostalgia del terruño. Su despedida de Elena le enterneció tanto, que ya comenzaba a cambiar de ideas y planear nuevos proyectos. En cuanto llegue a Isbiya - se dijo -, le hago un telegrama y de Potosí le escribo con toda la ternura que jamás he usado con ella. Sí, ahora me doy cuenta de que, realmente, la quiero. ¡Pobrecita! Y yo, ¡que duro he sido con ella! No le he dicho nada, no le he dado ninguna esperanza, al despedirme. Pero, ella, ¡qué realista es en sus juicios y qué fuerza de voluntad tiene! Ha visto claro en nuestra situación, sin sentimentalismos enfermizos, sin aspavientos melodramáticos. Es una mujer fuerte. Ve la realidad con una claridad de "primitivo", sin engañarse, con esa simplicidad de las gentes sin prejuicios ideológicos, sin empacho de "ilustración", sin filosofías trascendentalistas, como yo... ¡Y yo la voy dejando, sin compasión, inhumanamente, egoístamente,

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bárbaramente! Se sentía más fatigado y, a poco, echó pie a fierra, a la sombra de un algarrobo, para descansar un rato. Constancio previno: - Tenemos que apurarnos, niño. Nos quedan cuatro leguas desde aquí. Cabalgó nuevamente, picó su alazán y empezaron a flanquear la falda de una loma, trepando una cuesta no muy empinada. En el abra se abrió el paisaje en un dilatado horizonte. Al fondo se escalonaban ringleras de montañas elevadas, de un rosa y sepia pronunciados, en semicírculo; más atrás, otra fila de serranías, más altas, la cordillera de Liqui. Vistas en esa lejanía semejaban islotes flotantes en el mar etéreo del azul. Fernando, lleno de los recuerdos de San Javier, no podía librarse de la hogareña aññoranza que le acongojaba. Se le vino en mientes algunas estrofas de "La Balada de Claribel", que tanto le gustaba. No recordó sino unos cuantos versos. Comenzó a canturrearlos, con un hondo dejó melancólico, en la monotonía de ese caminar por aquel agreste paraje: Una música escondida eres por siempre en mi vida Claribel... Como nunca, les encontró sentido a estos versos. Un sentido de misterio, de dolor abscóndito, de irremediable fatalismo. De un nigromante el compás trazó en mi alma "nunca más" Claribel. Tal a mis ojos jamás como el alba volverás, Claribel. No recordaba más estrofas, pero éstas, sólo éstas, cantadas en la tristeza del sendero, en ese paisaje bello - en su aspereza -, hacia el atardecer, cuando los caminos van llenándose de no sabemos, qué de recóndito y fatídico, de una tristeza telúrica, redobló su dolor, dándole una sensación de abandono, de fatiga estéril, de mal sin remedio. Fué tanto su pesar, que comenzó a apiadarse de sí mismo, como si su dolor fuese “otra persona", un niño abandonado en medio del mundo. - ¡Que broma tan tremenda es la vida! – pensó -. En el corazón

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nacen sentimientos y pasiones y en la cabeza raciocinios y ambiciones que se hacen una guerra cruel, feroz, endemoniada, sin cuartel, entre ellos. El hombre se afana en pos de la felicidad y como no sabe en dónde está, anda a tientas, como un ciego; sigue por un camino, creyéndolo el verdadero, y desprecia el verdadero, pensándolo el falso. Y, todo, ¿para qué? Para llegar a la muerte, para engañar el vacío de la existencia. porque la vida... ¿Qué es la vida? No es más que esperar la hora de la muerte... Le pegó un espolazo. Saltó el alazán. Torcieron el camino real: tomaron por la ruta de Chilcara, a la derecha. Ingresaban a un "monte" más espeso. Ahora iban limitados por el espeso arbolado de churquis, algarrobos y palkis. El sendero comenzó a revestirse de esa tristeza somnolente y misteriosa que impregna el atardecer en la soledad de la campiña, cuando un sol obsiduo ya va cubriendo con rayos amarillentos, enfermizos y lánguidos las faldas pardas de las colinas y las sombras de los árboles se alargan como fantasmas tiritantes. Soplaba el viento levantando torbellinos de polvo; se estremecía el follaje. Una música escondida, eres por siempre en mi vida... ¡Vuelta! El fatídico sentido de estos versos tornó a martillarle el cerebro, a estrujar su alma, a pisar su vanidad de presunto "hombre fuerte", vencedor de compasibles sentimentalismos. - Y, en últimas cuentas - se preguntó, por qué la dejo a Elena? Vamos a ver, ¡por que! ¿Por qué no podría quedarme a vivir en San Javier, ser un buen hombre, un buen agricultor? ¿Por qué voy a las ciudades para vivir allí como un parásito, cuando debiera quedarme en mi tierra a trabajar como un hombre? ¡Pobrecita! ¿Qué hará en este momento? Y, yo, canalla, me estoy alejando cada vez más de ella. De ella y de mi tierra. Cuando en ellas quien sabe está la verdad. ¡La única verdad! - Ya llegamos, patrón - rosmó Constancio, avizorando la bocaquebrada. Salieron a una playa ancha; en medio, un riacho de aguas cantarinas. En las riberas, los maizales, en barbecho, cercados con churquis. Esbeltos sauces reales en las lindes. De allí divisaron, a la derecha, la casa de Chilcara.

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LA TIA JUSTINA Allí vivía la tía de Fernando, doña Justina, hermana mayor de don Juan Manuel, con su hija Isabel. Subieron por una pequeña cuesta y desmontaron en un amplio descampado, frente a la puerta. Díaz, con la brida de su alazán cogida de la diestra, penetró al patio. A la derecha, una galería de pilares toscos, de adobe, sin enjalbegar, que sostenían los arcos, abiertos a la chacra que corría en piano inclinado, en la falda de aquella meseta, hasta rematar en la playa. Salió doña Justina. Una señora alta, flaca, pálida; vestía un traje negro de merino, monjil, verdoso. Lo único que vivía en ella eran los ojos, grandes, negros, ardientes, de pestañas enruladas, llenos de amargura. Apenas lo saludó. Le invitó a pasar al corredor. Fernando, derrengado, tomó asiento en un poyo de adobe que corría a lo largo del recinto' cubierto con un chusi de caito gris. Había caído la tarde. Por el occidente, más allá de los sembradíos, en las montañas lontanas de Río Abajo, naufragaba el sol en una pompa de sederías áureas y púrpuras imperiales y el lila apagado que es el color de la sutil melancolía. Salió Isabel, flacucha, campesina y resignada. Lo saludó tímidamente. Al rato sirvió la merienda sobria, allí mismo, en el corredor, en una tosca mesa de madera sin labrar. ¡Aquella mesa tosca, ruda, cojitranca, se venía legando a la familia desde los tatarabuelos! ¡Cuántas generaciones de Díaz, en una tarde como aquella, después de qué andares fatigosos, habrían merendado la misma clase de merienda sobre aquella tosca mesa de madera sin labrar, ruda, cojitranca! La comida fué silenciosa y mustia. Reinaba en todo una pobreza tan monástica, una austeridad tan castellana, que daba frío.. Doña Justina era una mujer chapada a la antigua. Le recordaba a Fernando, por la severa expresión de su rostro y su carácter reconcentrado, su aire seco, su alma yerta, a esas mujeres de la meseta castellana, ásperas, sóbrias, duras, de Zuloaga. Apenas si se interesó por su sobrino. Sus respuestas eran evasivas, monosilábicas, tajantes. - A estas gentes - pensó Fernando -, que viven esta austeridad de Cartuja, silenciosas, torvas, intransigentes, yo les significo el bullicio del mundo y la escandalosa algazara de la "ciudad", "esa Babilonia de los vicios". Soy todo el mal y el horror de esas gentes de poblado que ellas tanto desprecian, temen y odian, en figura de un estudiante fracasado.

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Mas, aquellos ojos sombríos y ardientes de doña Justina, ¡qué mundo de dolores guardaban! ¡Todo el dolor de la buena madre cristiana que ha visto morir en la desgracia a sus hijos y venido a menos su abolengo y su fortuna! UN CANTAR EN LA NOCHE Anochecía. Rascaban los grillos su estrídulo violín monocorde y los picaltultos (ranas) daban la nota cristalina de su acuático cantar. La noche tibia y oscura. La prima Isabel, severa, silenciosa, le preparó el lecho sobre un poyo de adobe que para el efecto - cuando llegaban huéspedes inoportunos - había en un ángulo del corredor. Todo esto era muy monástico y muy castizo, la rígida pobreza, la seriedad solemne y seca, la aridez de las almas, duras como las piedras. Pobres gentes huidizas del mundo y sus vanidades, heladas para la ternura, cerradas a la comprensión y la cordialidad, de irnaginación yerma, de arenosidad sentimental, de espíritu atrabiliario e inexorable. En esas pobres almas está agonizando el alma ardiente y sombría de la España medioeval. iAlmas de hidalgo, de santo y de guerrero! Al rato de que Fernando descansaba ya en el lecho, contemplando con esa emoción panteísta que nos domina en el campo, bajo el áureo parpadeo miliunanochesco de esas abejas de oro -las estrellas-, emergió la luna detrás del macizo de higueras que negreaban en la linde del huerto y fué esparciendo los suaves rayos de su luz vagarosa. El arbolado se sacudió levemente a favor del viento difundiendo una cálida fragancia vegetal. Pudo conciliar el sueño, más, a cosa de la media noche, despertó al son de un cantar que venía de la playa. Era una voz clara, dulce, bien timbrada. Cantaba en la quietud profunda de la noche una copla de amores y desventuras: La suerte que tan tirana cupo a la existencia mía, me tuvo a uo lado un día, para alejarme después... para alejarme después... Mas ya que de ti me alejo, este recuerdo te dejo

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por si no te vuelva a ver... por si no to vuelva a ver... La copla rasgaba el aire cortándolo con la cuchillada de un sollozo derrotista, ese sollozo que late siempre en el corazón de todos los bolivianos, pobres seres que llevan acoplados en el alma el absurdo tremendo de la sequedad castellana con el querelloso sentimentalismo kesjwa, del kesjwa resignado y abatido. Fernando, desvelado, insomne, triste, se mesó los cabellos y recordando que él también, con todos sus alardes de fortaleza moral, de intelectualismo, sólo era como los otros, como todos, nada más que un, hombre Ilagado por las penas de la vida, un corazón lloroso, Ileno de contradicciones, se abandonó a su dolor e imponiendo silencio a su "demonio interior", dió rienda suelta a sus sofrenados sollozos, a su estrangulada congoja, e ingenuamente, querellosamente, comenzó a llorar con profunda acritud, mientras la voz quejumbrosa del cantor nocturno iba agonizando a lo lejos... XXIX Al borde de la acequia, ambos codos en los muslos y ambas manos en las mejillas, Adolfo, pensativo. El día anterior había despedido a Fernando, único amigo del mismo clima espiritual con quien podía departir sin sentir esa "brusca separación de las distancias", como le pasaba con los demás. - He aquí - se dijo -, que éste más me deja. Cada vez voy quedándome más solo. Y qué triste es esta vida. Y, qué absurda. Inútil. "La vida es un absurdo... ¿Qué puedo yo esperar de ella? " La noche era oscura. Sólo se oía el glu-glu clamoroso del agua en la acequia. - ¿Y, de Claudina, qué será? - se preguntó. Comenzó a recordarla. La última vez. El apoyado en la esquina, la vió bajar por la quebrada de arriba. Ella, al divisarlo, torció por la calle, cimbreante, donairosa, desdeñosa, cruel. - ¿Por qué me ha tratado tan mal? – pensaba -. Soy un desventurado. Se pusó en pie. Se dirigió a la puerta de calle. Julia le salió al encuentro: - ¿Dónde vas? - ¡A vos que te importa! Salió con un portazo. Se encaminó a la plaza. Apenas alumbrada, los faroles languidecientes, negreaban, fúnebres.

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- ¿Qué será de los amigos?... - anduvo buscándolos. No dió con ninguno de ellos. La única tienda que encontró abierta, la de doña Modesta. Entró. Pidió una copa de singani. - ¿Qué hay de novedades, Adolfo? - Nada. Yo no sé nada. - Y, ¿cómo está tu señora? - Debe de estar bien... Y, ¿no sabe dónde está el Miquicho? - Debe de haberse ido a su chacra. - Bueno - se dijo -. ¿Qué hago ahora? Déme una botella de singani -. Pagó. Se marchó. Luego a su casa. Le dió horror entrar a su dormitorio a dormir al lado de su mujer oficial, escuchando su respiración, sintiéndola cerca: ¡Ah! - se dijo, abatido: - "Esta mujer me quita la soledad, sin darme la compañía". La encontró odiosa, vulgar, tonta; hasta los suspiros que de rato en rato se le escapaban a Julia, le daban rabia. Se sirvió una copa. Luego, otra. Luego, otra. - Si no tengo el valor de pegarme un tiro - se dijo -, iré matándome poco a poco. No queda otro camino. Volvió a pensar en Claudina: - ¿Por qué me ha despreciado...? ¿Acaso yo no he sido bueno con ella? Si ella me desprecia, definitivamente, como ella me lo ha dicho: ¿por qué la sigo queriendo con esta rabia, con esta desesperación? Se sirvió otra copa. Siguió pensando. Despertó Julia: - iYa estás bebiendo, vuelta! - ¡Sí, me da la gana! ¿A vos,qué te importa? Y no me molestes más, porque en este momento me salgo y no regreso hasta que me dé la gana. Julia se dió media vuelta en el lecho. Procuró reconciliar el sueño. - Cuanto más odiosa la encuentro a ésta, más bella es Claudina pensó Adolfo -. ¿Qué será de ella? ¿Se acordará de mí, siquiera para despreciarme? ¿Yo seré tan poca cosa para ella, que ni siquiera le merezco un recuerdo, que todos mis actos le sean repulsivos y odiosos, como los actos de esta mujer son para mí... ? ¡Oh, qué gran misterio somos las gentes! ¿Cómo saberlo? Se sirvió otra copa. - No, pero si ella me ha dicho claramente, esa mañana que me arrastraba a sus pies como un vil gusano, llorando, "que no me quiere", que no puede verme ni en pintura, que si la veo en la calle la vea como si nunca la hubiese conocido, como si nunca hubiese

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tenido amistad con ella... ¡Qué mala ha sido conmigo! Compadecido de sí mismo, sintiéndose un desgraciado, un incomprendido, se le llenaron los ojos de lágrimas... - ¿Pero, a mí, qué me importa? Lo único que me importa es saber que yo la quiero, que soy todo de ella, aue ella puede hacer todo lo que quiera de mí. Recordándola, fué, poco a poco, quedándose dormido. Con un profundo sueño, parecido al de la muerte.

La vida en un pueblo tal como San Tavier de Chirca, pueblo sin Dios, sin ningún sentimiento de idealidad superior, ni sujeto a la sagrada dignidad del trabajo - sólo el trabajo nos libra del dolor, sentencia Shawespeare - y, más aún, sometido al yugo blando y peor por eso, de su mujer, se le hacía insoportablemente monótona para Reyes. La repetición diaria de los mismos hechos, levantarse cada manana para aburrirse todo el resto del día, realizar, cronométricamente, los mismos menesteres, a la misma hora, todos los días, hizo fuese sintiendo con más agudeza que nunca esa desesperante sensación de "sentirse vivir", que es la mejor manera de "sentirse morir", de sentir el paso implacable del tiempo, con la vida vacía, sin sentido, sin finalidad. Como no entendía media palabra de agricultura, ni le interesaba, no encontraba, para contrarrestar el aplastante letargo vegetativo de la vida provinciana, otra distracción que las largas, pastosas, abrumadoras conversaciones con qua mataban el tiempo los demás, hablando del estado de las chacras de maíz, papas y legumbres, o interesándose minuciosamente, pormenorizadamente, como si se tratase de arte o de filosofía, del caballo zaino, de su andar, de sus mañas y de sus virtudes, o de la vaca overa que se perdió en el monte, o de si este año lloverá, o no lloverá mucho. Adolfo estaba fuera de ambiente. Explicable que tanto él, como el resto de los jóvenes desocupados del pueblo, se diesen a la bebida: era el único medio de escapar a la abrumadora vaciedad de la vida aldeana, del "burgo mestizo", donde ellos eran una excepción, un contrasentido. Atediado, aquella mañana, sin saber qué hacer, se allegó al tenducho de Hipólito Ruíz único lugar donde era posible encontrar algunos amigos con quienes, por lo menos, librarse por unos momentos del hastío de sí mismo, para hastiarse con el hastío de los otros. Allí estaban Hernán Martínez, Guillermo Ruiz y Julián Reyes,

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jugando póker, con Hipólito. Un montón de dinero en níquel encima del mostrador. Los contertulios, las barajas en las manos, examinan, seriamente, las cartas que les han tocado en suerte. El juego de azar es otro recurso contra el aburrimento, pero Adolfo era, cerebralmente, incapaz de distraerse con el juego. Empero, para ellos, pronto iba a Ilegar otro recurso contra la ociosidad: la política. - Allí está, pues, "el fraile" - refunfuñó Hipólito, avizorando por la esquina opuesta: acababa de presentarse un hombre de mediana estatura, fisonomía acentuadamente indígena. Una sotana verdosa. Acompañában tres artesanos. Van pendientes de la palabra del cura. - Habrá venido a preparar las elecciones para Villanueva -conjeturó Hernán. - Ya ha de comenzar a fregar este carajo - airado, exclamó Julián. - Y, nosotros, ¿qué hacemos? - se inquieto Ramírez -. Es necesario contrarrestarlo -afirmó con énfasis. - Lo que es yo, no hago nada - declaró Martínez. Ramírez se encolerizó: - Sí así somos los liberales, estamos fregados. Ahora es cuando debemos trabajar. ¿O, qué te parece, Julián? - ¡Claro! afirmó rotundo, aquél -. Aura es cuando... - Salamanca ha de triunfar - agregó Ramírez, dogmático -. Con él está la mayoría nacional. A nosotros, aunque él no sea liberal, nos conviene apoyarlo. ¿O, qué dices, ché? - A ustedes será - repuso Hernán -. A mí no me importa la política. Ramírez comenzó a denostar la actitud de los indiferentes, de "los neutros", de los "eunucos". Eran unos hombres despreciables, indignos. No veían con interés "el porvenir de la patria". - ¿Y, en qué está el porvenir de la patria para vos...? - argumentó Martínez -. En que nos agarremos a trompadas para las elecciones... La política en Bolivia es una cochinada. - Precisamente por eso - replicó Ramírez, arrojando las barajas sobre el mostrador y enfrentándose, desafiador, a Martínez-, porque es una cochinada, es necesario que nos metamos nosotros, "los intelectuales", para purificarla. Si "la juventud intelectual", como dice "El Diario" de La Paz, excusa su concurso, entonces se da lugar a que la "chusma" se imponga y estemos bajo la pezuña de "las ovejas"... de Achacachi. - Y sobre todo de los frailes -puntualizó Julián-. Debemos combatirlos a estos pollerudos. Dejaron de jugar. Dieron en departir, con calor, sobre estas cuestiones. Según ellos, eran de "política". De esta política que es "la salvadora de la patria". Viene salvándola desde la fundación de la

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República. Cada vez que se trata de elegir nuevo Presidente de la República, un nuevo Salvador, o un nuevo Diputado, salvador de su provincia. Sumiéronse en un dédalo de conjeturas sobre si en las elecciones próximas intervendría o no el partido opositor, si habría libertad de sufragio, si "El Gran Tribuno" Salamanca prestaría su nombre inmaculado para el papel de Salvador, si el "Tirano Saavedra" saldría, por esta vez más, con las suyas, y otras cuestiones de igual importancia. Divagaban con tanta convicción como si de sus inferencias y caprichosas opiniones dependiesen acontecimientos que se iban fraguando a cientos de leguas de San Javier de Chirca; cada uno arrojaba su hipótesis como la más probable y juzgaba de hombres, ideas y acontecimientos como si ellos se encontrasen al tanto de secretos de gabinetes o disfrutasen del talento político de un Talleyrand o un Mirabeau. Había fuego en sus argumentaciones. Fuego, ardor patriótico. Después de haberse cernido hasta las alturas del Poder central, volvieron a Chirca. Ramírez, más politiqueante que los demás, especie de Robespierre de pueblo, o de Saint Just en rústica, analizaba inquisitorialmente las andanzas del tata Pérez. - Ha Ilegado ayer – informó -, y anoche ya ha reunido a todos sus cholos en la posta del Quispe. - ¿De manera que el fraile - preguntó Julián -, ahora ya es villanuevista? Pero la otra vez se decía que él apoyaba la candidatura de don Juan Manuel Sainz, como todos los diputados del Sur. - ¿Vos confías en este fraile pendejo? Como todo imbécil "ovejuno" es "un incondicional" - afirmó Hipólito. ¿Y que habían hecho donde el Satuco? - inquirió Hernán. - Se han reunido y han formado un nuevo Directorio: el Presidente es el "pfallpa" del Faustino, que no puede ni hablar y el Secretario, el Silvico Méndez, que apenas si sabe poner su nombre. Pero el fraile lo ha de hacer todo. El fraile había ordenado que el día de las elecciones no nos dejen entrar a la plaza a los liberales y había dicho que a muchos nos va a hacer desterrar: el Miquicho Mariscal, el doctor Alvarez y yo, dizque ya estamos en la lista negra. . Y, ¿quienes más serán?... ¡Este fraile bandido! - Pero, no se las ha de llevar pelada - sostuvo Julián, con una actitud corajuda -. Antes de que nos haga desterrar, ha de saber to que son estos puños. ¡Buena le espera! ... Después, aunque me maten. Ya veremos. - Todo estaría bien - reflexionó Ramírez -, si fuéramos unidos, porque

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aquí, "la gran mayoría" somos nosotros, los liberales, pero lo malo es que cuando llega el momento difícil, todos se ocultan en sus casas, o se van a sus fincas, como éste - concluyó, señalando, despectivo, a Hernán -. Dices que no te importa la política. Entonces, ¿por qué protestas de que un "fraile" sea nuestro Representante? ¿Acaso no debe darnos verguenza que un fraile ignorante y retrógrado sea Representante de un pueblo histórico como el nuestro? ... Cuando yo pienso en eso… me entra una cólera... Después de minutos de silencio, dió en dirigir sus flechas contra Adolfo, que hasta ese momento no había dicho palabra: - Y vos, Adolfo, ¿de qué partido sois? ¿O sois también "neutro".. .? - Yo no me he metido nunca en política. - Sí, no to habrás metido en política, pero no serás, de ningún modo, "oveja". Tú sois liberal, porque ésa es la tradición de tu familia: tu padre ha sido uno de los fundadores del Partido Liberal Camachista aquí, y aquí ha combatido detrás del "dique", cuando la revolución del 98.. , Sería una canallada que no sigas las tradiciones de tu casa. Si así fuera, serías indigno del nombre que llevas .. - Así será - repuso con desgano Reyes -. Yo prefiero no hablar de estas cosas, porque yo no soy un apasionado en política como tú, y a ustedes lo que les gusta es discutir con un apasionado, como un fanático, sea del partido que fuese. - Yo no soy un "fanático" - afirmo Ramírez -. 0, si no, digan ustedes, ¿cuándo me han visto en la Iglesia? Al contrario, soy liberal... Reyes, observando el calor, la energía y el dogmatismo pasional que derrochaban en estas conversaciones de "política", dió en reflexionar sobre "el carácter de sus connativos, en esa "exaltación baldia" can típica que les distinguía y en el jacobinismo intransigente de su pasionalidad politiquera, que tantos disturbios traía a la vida del pueblo y la intranquilidad de los hogares. Pensando en ello, una vez más le dió la razón a Franz Tamayo, cuyo estudio sobre "Creación de la Pedagogía Nacional" leyera, en sus afios de universitario, con tanto fervor y recordó lo que el pensador opina sobre "la falta de carácter en la inteligencia mestiza", en "esa indirección crónica y congénita en la región de las ideas v su ilogismo sustancial, que le hace que carezca de todo sentido de medida; o son las exaltaciones violentas o son las depresiones violentas" y de ahí que la cantidad de energía mental que se gasta, por falta de una canalización sistemática, antes que emplearse en una obra constructiva, se pierde lastimosamente en discusiones estériles y en tráfagos desorbitados. Como Adolfo iba reflexionando hondamente en ello, sin reparar en que iban observándolo sus contertulios, había ido quedándose

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profundamente abismado en su pensamiento. - Lo que es este Adolfo – afirmó con dejo irónico Hernán -, no vive en este mundo. Hablarle de política a él.. . - Estará triste porque lo ha dejado la Chaskañawi - aseguro, displicente, Hipólito. Todo el que no se preocupaba de política en la medida robesperriana que él exigía era un ser despreciable. - Pensaba en otra cosa - repuso Adolfo -. Siempre que oigo hablar así de política, yo me pongo triste. -Yo me pongo acalorado -solemnizo Hipólito. -A mí no me importa nada - exclamó Martínez -. Con que coma y beba bien, que reviente el mundo: barriga llena, corazón contento. Por eso no me enamoro tampoco. Para no estar quedándome, como el Adolfo, más triste que la Cuaresma. - Y, a propósito de la barriga - propusó Julián -, les invito unas empanadas que estoy haciendo preparar donde "la socia". Ustedes se costearán el vino. ¡Vamos! Hipólito, que no concebía que Reyes no fuese liberal "de cepa", como él, continuó persuadiéndolo: - Los "liberales" somos el único partido consciente; partido de orden y de disciplina; no somos una tropa de "ovejas", ni nos casamos con los "sotanudos", ni con los curas de leva... ¿O, qué dices, Adolfo? ¿Vos, no siempre, no sois de nuestro partido? Adolfo, harto de la misma monserga politiquera, se despidió hastiado de sus amigos, para ir a caer en el otro hastío de su esclavitud conyugal. Los otros se encaminaron a casa de la Ignacita, que ya era concubina de Julián desde los días de Carnaval. Mientras se dirigían allá, fueron comentando la vida y carácter de Reyes. - Dicen que es un joven inteligente - expresó Hipólito -, pero a mí me parece un bruto.No sabe nada de nada y cuando se le habla de política, parece que estuviera bajando de la luna. - No, no es bruto - esclareció Martínez -; lo que tiene es que es un distraído. Parece que siempre estuviera pensando en otra cosa. - Debe ser en la Chaskañawi - aseveró Julián -. ¡Le tiene un camote bárbaro! Y como, la otra no le ha hecho caso, eso lo tiene desesperado... Con la Julia ha tenido que casarse por la fuerza y contra su voluntad. - ¡Ah! ... Las cholas de este tiempo... - sentenció Ramírez, inexorable -. ¡Ellas ya son las que apestillan a los hombres! - Eso harán las chotas - repuso Julián-. Por eso yo digo siempre: "No hay cosa mejor que las cholas". - ¡Allí está el fraile bandido! - rezongo Ramírez, avizorando por la

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acera opuesta. Pasaba el "tata Pérez" en compañía del Satuco, el Faustino y otro artesano a quien le decían El ckuchi-uma (cabeza de cerdo). Entrambos grupos se dirigieron miradas hostiles. Preliminares de las camorras. Ya tendrían para los días de elecciones. XXX A los pocos días del arribo del tata Pérez a Chirca hubo en el pueblo una novedad inusitada: llegó un nuevo Subprefecto. El anterior, un tal López, era un hombre memo, de acción nula. A indicación del Diputado don Crisóstomo Pérez, fué substituido con Dióscoro Yáñez. Vino de La Paz expresamente enviado para las elecciones. Tan luego como llegó, se difundió la noticia. Se trataba de "un matón" de Achacachi, pueblo que, por aquel entonces, iba cobrando celebridad por la ferocidad de sus habitantes, acérrimos adictos del gobierno de donde éste se proveía de "autoridades" para distribuirlas en las provincias más singularizadas de "opositores". Dichas autoridades "seleccionadas" imponían el dominio discrecional del mandatario. Yáñez era un hombre de mediana estatura, como de cuarenta años, magro, de facciones duras, mirada agria, picuda nariz, rostro picado de peste. Por las trazas y las mañas, tipo del cholo altoperuano. Tan luego como llegó a Chirca ya fué apodado de "El Achacachi", alias que vino a transformarse en sinónimo de hombre torvo y malo de la puna, de "puna-runa". Así se evidenció a los pocos días. - ¡Conque éste es el pueblo más belicoso de Bolivia! Así les va a ir conmigo. Munido de un buen talero de cuero de anta, salió a recorrer el pueblo, buscando a quien sentarle la mano. Los liberales, alarmados, celebrarón una reunión en casa de don Cesar Alvarez, para tomar acuerdos sobre la actitud que observarían con el nuevo Subprefecto y si dado el ambiente de presión que iba a adoptar el gobierno, intervendrían o no en las próximas elecciones. La asamblea fue pacífica. Pero los artesanos republicanos corrieron con su chisme acostumbrado donde el Cura y el Subprefecto. Este no esperó más para comenzar a ejercitar su dominio discrecional y, con el fín de acoquinarlos con un escarmiento ejemplar, buscó la ocasión propicia para armarle una reyerta a don César Alvarez, el elemento mas representativo del liberalismo chirquense y hombre de moral intachable. Al día siguiente de la reunión en casa de don César, cuando éste, a

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las diez de la mañana, salía de la Casa Municipal y dirigiéndose a su vivienda, cruzaba por una de las aceras de la plaza, el Subprefecto, empuñando su talero, le increpó a quemarropa: - ¡Oiga usted, so carajo! - Yo no soy carajo de nadie, ¡so cholo! Yáñez cayóle con el talero encima y le propinó un formidable golpe en la cabeza, la que comenzó a sangrar, pero el ofensor continuó cruzándole el rostro y el tronco a lonjazos, mientras el otro no atinaba a defenderse. Habría continuado "El Achacachi" propinándole de talerazos, si dos cholas, la Olegaria y una de las Ñustas, la Candicha, que pasaban ese momento por ahí, de vuelta del Mercado, no hubiesen corrido a refrenar los ímpetus de la "Autoridad": - ¡Cómo, pues, señor Subprefecto, lo va a pegar así al Doctor! ... Se aglomeró el gentío. Aprovechó de ello Yáñez para vocear, con todo el énfasis de su autoridad: - Conque este pueblo de porras es el más rebelde de la república... ¡Conmigo no se han de jugar! Yo les he de sentar la mano. iHumm! En tanto el doctor Alvarez, desangrándose, se dirigía a su casa, acompañado por las dos cholas que lo habían defendido y chiquillos curiosos, el Subprefecto continuó paseando por la plaza, armado de su talero de cuero de anta, símbolo de su mando. La noticia del suceso voló con la celeridad de una corriente eléctrica. Si unos, los Liberales, lamentaban el incidente y rebullían en cólera, disponiéndose a vengar la afrenta inferida al Liberalismo en la persona del más caracterizado de ellos, los republicanos saavedristas aplaudían la actitud de Yáñez y exclamaban: - Al fin, al Doctor, le ha llegado su merecido. Algun día tenía que encontrarse con la horma de su zapato. Tanto el tata Pérez como el Subprefecto trajeron la intranquilidad al pueblo y vinieron a encender la fogata de los antiguos, crónicos, indesarraigables odios políticos, tan inflamables en un pueblo de Bolivia, cuya existencia toda está asentada sobre cl odio. Aquella misma tarde, alarmados los liberales y en previsión de nuevos abusos que iba a cometer el Subprefecto, Hipólito Ramírez convocó a una reunión de sus correligionarios, en el salón de su casa, sita en la esquina sureste de la playa "Campero". Concurrieron casi todos los liberales residentes en San Javier, que eran todos los caballeros y jóvenes decentes: don Agustín de Villafani, que era un viejecito como de sesenta y tantos años, petizo, esmirriado, de ojillos pequeños y grises, que había trabajado la mayor parte de su vida en los minerales de Colquechaca y, ya cansado, se había restituído, a

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pasar sus últimos días, en su pueblo natal; don Roque Valdez, padre de Julia; don Pascual Vega, el alegrón; don Juan Manuel Díaz, padre de Fernando, un caballero alto, ahidalgado, hombre Ileno de buen sentido y de maneras muy pulcras y comedidas y Miguel Mariscal, que ocupaba un lugar de transición entre la edad provecta y la mocedad. Aunque ya había pasado la cuarentena, conservaba la euforia de la juventud por su desparpajo. Y el resto de jóvenes, Julián Reyes, Hernán Martínez, algunos más, y Adolfo Reyes, que al saber el ultraje inferido a don César Alvarez, de prescindente en política que era, acudió presto a la invitación de Ruiz, tanto por lealtad con don César, como porque se imponía el imperativo de defender las más elementales garantías humanas, hoy amenazadas en San Javier por quienes estaban obligados a prestarlas: las autoridades. Ante una treintena de personas, reunidas en el salón de Hipólito Ramírez, don Agustín tomó la palabra: "Señores: Nos hemos reunido en este local - comenzó por decir - con el objeto de deliberar ampliamente y tomar acuerdos respecto a lo sucedido en la mañana de hoy con nuestro respetable amigo y correligionario político, el doctor don César Alvarez, quien ha sufrido la ignominia de ser ultrajado de palabra y obra por el Subprefecto recién llegado. No es necesario, señores - agregó -, ponderar los méritos del doctor Alvarez, su honradez profesional y los servicios que le debe el pueblo, nosotros lo consideramos como paisano nuestro, porque se ha vinculado a la vida del pueblo, no sólo por haber formado aquí su hogar y asentado su vida de raíz, sino, sobre todo, porque en las muchas ocasiones que le ha tocado estar a la cabeza de nuestro municipio, ha sabido desenvolverse con toda corrección y a él debemos importantes obras, como la refacción de la Casa de Abasto, la reparación de los defensivos de la quebrada y otras obras que sería largo enumerar, pero de las que todo buen chirqueño está en la obligación de guardarle gratitud. Además, el doctor Alvarez es un miembro descollante del Partido Liberal y, al haberlo ofendido a él, en su persona, se nos ha hecho una ofensa a todos los "liberales". Luego, señores yo pienso que debemos recoger esa ofensa como inferida a todos nosotros y ya que por el momento no se puede hacer otra cosa, dirigirnos telegráficamente al Supremo Gobierno solicitando garantías, porque con una autoridad como el nuevo Subprefecto y un Diputado como el tata Pérez, peligran nuestras vidas y nuestras haciendas." - Y hasta nuestras cholas - agregó Julián, que estaba un poco mareado.

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- Que se calle ese gualaicho - pidió alguien. - Así es - recobró la palabra don Agustín y continuó: - Este pueblo, señores, como bien sabéis todos vosotros, es un pueblo de antiguas y firmes tradiciones liberales, desde los heroicos tiempos del General Camacho... Todos nosotros somos liberales de cepa, conmilitones algunos de nosotros de los Ventura Reyes y los Bracamonte y otros que dieron su sangre por la causa del liberalismo y la juventud de hoy es legítima heredera de aquellas glorias. Sabido es, señores, que durante los gobiernos nefastos de la Oligarquía, todo nuestro pueblo fué liberal y sufriendo toda clase de sacrificios, supo mantenerse firme, sin ceder una línea al enemigo. Tan liberales éramos - exclamó emocionándose patéticamente, lo que le dió a su voz una trémula entonación conmovida - que cuando el Presidente Pacheco, y también don Aniceto Arce, nos ofrecieron toda clase de ventajas, a cambio de que apoyásemos sus candidaturas, y este último hasta nos ofreció cedernos gratis los terrenos de la banda que eran suyos, para que allí edificásemos de nuevo el pueblo, para librarnos así de la constante amenaza de "la quebrada", contestamos con todo orgullo y dignidad: "Preferimos que nos arrastre la avenida antes que ser arcistas". ¡Así liberales hemos sido los chirqueños, señores! Cayó una llovedera de palmadas y Julián, irguiendo el busto y con voz estentórea, gritó a voz en cuello: - ¡Viva el partido liberal! Don Juan Manuel Díaz intervino aconsejando prudencia, que no se exaltasen los ánimos. Eso no conduciría a otra cosa que a empeorar la situación. - Así es - dijo don Agustín -. No hay para qué exaltarse. Pero voy a continuar con el uso de la palabra: - Ninguna divergencia hubo nunca en nuestro pueblo hasta el día nefasto en que llegó a este tranquilo y pacífico pueblo el tata Pérez que vino a envalentonar a la cholada, a hacerle concebir toda clases de ilusiones y que ellos tenían todos los derechos, sin recordarles ninguno de sus deberes y, sobre todo, a despertar, a avivar, a ahondar el ya secular odio de clases, que en Chirca comenzó sólo desde la llegada de este fraile que en lugar de ser el Angel de la Paz, es el Demonio del odio. "Es solamente desde el arribo del tata Pérez que el cholo, antes tan sumiso, comenzó a rebelarse y ahora son ya ellos los que se creen llamados a ocupar todos los puestos que, por derecho propio y competencia, antes eran legítimo patrimonio de la clase intelectual que, como la única preparada para ello, es la que debe administrar el país.

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"Ha llegado el momento, pues, que nosotros, tanto por espíritu de partido, como por la necesidad misma de defender nuestra propia seguridad personal, amenazada por el esbirrismo, aunemos nuestras voluntades hasta oponer un solo dique de resistencia a la avalancha del matonaje que, como una avenida de barbarie, amenaza destruir nuestras vidas, nuestros hogares y nuestras haciendas". . . - ¡Qué bien hablado! - murmuró Julián, al oído de Adolfo-. Así habla un ciudadano liberal. Acto continuo renovaron el Directorio del Partido Liberal. Todos pidieron la Presidencia para don Agustín. Arguyó que ya era anciano. Ahora urgia un hombre joven, de energía suficiente para afrontar las circunstancias. - Yo indico el nombre de don Miguel Mariscal - expresó Ramírezporque ahora necesitamos un hombre valiente. - En tratándose de valientes - reflexionóMariscal - todos los chirqueñs lo somos y hemos dado siempre muestras de serlo... pero, ahora, no se trata de eso, sino de que la persona llamada a dirigir nuestro partido, antes que valor, necesita talento. Y, desgraciadamente, yo carezco de esto útimo. Necesitamos una persona de verdadero "tino políico" y. quien lo posee es, indudablemente, don Hipóito Ramíez, cuyo nombre me permito indicar para la Presidencia. Despué de largas deliberatione fueron elegidos Hipóito Ramíez para Presidente, Miguel Mariscal para Vice y Secretarios, Herná Martíez y Oscar Arraya. Acordaron luego dirigirse, por telegramas y oficios, al Supremo Gobierno solicitando garantís. Además como ellos resultaban una minorí, decidieron enviar agentes a los cantones para traer electores, no con la esperanza de obtener un triunfo electoral, sino de que el "tata" Péez y "El Achacachi" no se salieran con las suyas. XXXI Mientras los liberates andaban en estos trajines, los republicanos trafagaban en otros anáogos. Dirigidos por el cura Péez, que los tení en un puño, los cholos seguínle con la docilidad de una piara a su pastor. Reuniéonse en casa de Benancio Sáchez, que desempeñaa el cargo de "'Postero", individuo encargado de proporcionar bestias a los trajinantes, de carga y de silla, y, también, "electoral. Eran como cincuenta los obreros, carpinteros que hacían una mesa al año, zapateros remendones, herreros, sastres y pollereros, greñudos, rotosos y malolientes.

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El tata Pérez se avenía bien con ellos, por afinidad electiva. Mis hijos, los llamaba, jesucristianamente. Con más propiedad podía decirles: "hermanos míos". Lo eran. En la sangre y el espíritu altoperuanos. Criado en una sebosa chichería de Potosí, su madre, a trueque de innumeros esfuerzos, con ese espíritu de admirable matunismo estoico que tiene la chola, la cual puede pasar por todos los sacrificios, incluso el de que su propio hijo le niegue como madre, con tal de que su hijo ascienda en rango social y prospere, había obtenido enviarlo al Seminario de Sucre, donde Crisóstomo Pérez cursó los años de Teología. Una vez ordenado de clérigo, Pérez retornó a Potosí, donde pretendió introducirse en "la buena sociedad", aprovechando del disfraz de su sotana, pero, como allí todos to conocían por "el hijo de la Polvorita", una chichera camorrera y pendenciera, de la calle de la "Ollería", no alcanzó su intento. Desde entonces comenzó a germinar en su alma todo ese caos de malas pasiones y el "resentimiento" con que de por vida ven al señorío privilegiado y poltrón los cholos doctorados. Anduvo Pérez por machos curatos, politiqueando siempre y corrompiendo a la plebe y a las imillas. Era un ejemple típico de esos "curas imilleros" que decía don Mariano Baptista, el Gran Tribuno. Las imillas le gustaban tales como eran, en su propia salsa, jugosamente mugrientas. Era cosa atávica. A los cholos los conquistaba con el intuitivo conocimiento que de la psicología de ellos poseía, dada la identidad espiritual que le unía a ellos, lo que hizo que el tata Pérez se creyese dotado de un gran talento político, hasta que llegó a alcanzar un curato de "primera clase", el de San Javier de Chirca que rendía, en aquellos dichosos tiempos, sus veinte mil bolivianos de dieciocho peñiques. Hasta la caída del Partido Liberal, en 1920, se singularizó por su obcecada oposición al gobierno. Cuando aquél se derrumbó, en la madrugada del 12 de julio y se produjo la Ilamada "Revolución Gloriosa", aprovechó de los méritos conquistados ante los componentes de la junta de Gobierno y, cómo en Chirca disponía de la chusma, obtuvo fácilmente ser elegido Diputado por la provincia, el sueño dorado de su vida. Una vez en posesión de su asiento camaral, más que por favorecer a "sus hijos" al obtener para ellos cargos y empleos que estaban muy lejos de desempeñarlos, lo que buscaba con ello era ofender a los liberales, a quienes les profesaba un odio verdaderamente teológico, odium theologicum. Por eso, en cuanto llegó a entrevistarse con el nuevo Presidente, obtuvo fuera designado Colector del Catastro Rural, Silverio Méndez, que fué su sacristán y cantor de la Iglesia en Chirca. A Pérez no le

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importó que Méndez no solamente no estaba capacitado para el cargo, sino que había cien probabilidades en contra de una, de que todo lo recaudado para el Fisco por el Colector, se iría en sajtas, chicha y aguardiente, como efectivamente sucedió. De igual jaez, hizo que los otros cargos de más importancia en la provincia fuesen concedidos a gente inepta e irresponsable. De tal manera no tanto favorecía a sus correligionarios, como se vengaba de los decentes colocando en lugar de ellos a los peores cholos. Esa era la moral de "tata" Pérez, a quien el Parlamento boliviano propuso, cuando se trató de ello, para la silla episcopal de la diócesis de Potosí.

- Mis queridos hijos - comenzó por decir el tata Pérez -: Ha llegado el momento en que ustedes, los valientes obreros republicanos, hagan sentir el peso de su fuerza a los bandidos liberales, que por tantos aiios han abusado del poder, robando a la nación y explotando al pobre pueblo trabajador y honrado. Aura que tenemos una autoridad que les ha de hacer respetar a ustedes, mis queridos hijos, que por tanto tiempo habéis sufrido la tiranía de los wayralevas bandidos, ¡aura es cuando debéis golpear fuerte y duro! ... La hora de la venganza ha Ilegado, como dice nuestra Santa Biblia. Y es preciso que no perdonéis, sino que cobréis agravios: "Ojo por ojo, y diente por diente". Ya habés visto como el señor Subprefecto, don Diócoro Yáñez, hombre de pelo en pecho, que es compadre del Presidente, le ha sentado la mano al Wayraleva de ese Céar Alvarez, que es un doctor vinchuca que hasta aura ha vivido chupando la sangre del pueblo. Y como le ha dado a ése su merecido, también les dará a los otros, a todos los que en "el gobierno doctrinario" de ese partido enemigo de Jesucristo nos han hecho sufrir sacándonos toda clase de impuestos, arrestándonos en las policias, atormentándonos en el cepo, hasta matarnos, ¿por qué? Porque nosotros defendíamos la patria, mientras ellos la estaban vendiendo a los ladrones del Mapocho. Sí, mis queridos hijos, los liberales son una recua de ladrones y asesinos, porque han vendido a la patria para hacer ellos sus palacios en La Paz y han asesinado a los ciudadanos honrados que, como el ilustre tata Arrieta, se oponían a sus latrocinios. iDuro con ellos hasta que paguen todo lo que han hecho! El señor Presidente de la República, que es mi amigo personal íntimo y a quien yo le doy consejos, porque por algo nosotros, los curas párrocos, somos los representantes de Dios sobre la tierra, me ha

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dicho que a ustedes les dara todo lo que pidan, ¡con tal de que seáis obedientes y llevéis en el corazón la imagen de nuestro querido padre don Bautista! A los liberales, me ha dicho el señor Presidente, les vamos a sentar la mano y usted escríbame no más quiénes son los que estan fregando más, para sentarles la mano. Aura, es necesario que elijamos el nuevo Directorio y nos aprestemos a la lucha con convicción y coraje, porque la causa del Partido Republicano es la causa de los hombres honrados y trabajadores, es la causa del pueblo, es la causa de la patria, es la causa de la Humanidad, es la causa de Dios. Señores: iViva el gran partido Republicano! - ¡Que vivaaaaaa! - vocearon cincuenta voces aguardentosas. - ¡Que viva don Bautista Saavedra! - ¡Que vivaaaa! iQue viva el futuro Presidente don Gabino Villanueva! iQue vivaaaa! Acto continuo, el postero Benancio Sánchez hizo meter dos cántaros de chicha y un barril de aguardiente de chancaca. Comenzaron a circular vasos y copas que los honrados artesanos se ingurgitaban con la mejor gana del mundo. Luego, entre gallos y medianoche, renovaron el Directorio del Partido. Por derecho propio salieron elegidcs, por mayoría absoluta, el tata Pérez para Presidente, el postero Sánchez para Vice, un tal Joaquín Corral, a quien le decían de mal nombre "El Quirquincho", para Tesorero y el Asencio y el Faustino para Secretarios. A medida que menudeaban las copas, el ardor patriótico acrecía. De momento a momento, estentóreo, rotundo, formidable, estallaba el "Viva Saavedra" que estremecía el ambiente, mientras las copas, en las mesas desvencijadas, hacian chilín. Departíase animadamente en corrillos; los sirvientes distribuían profusos vasos o copas de chicha o singani, según el gusto del consumidor y el tata Pérez andaba de grupo en grupo, como el profeta entre los filisteos, absolviendo preguntas aquí, dando instrucciones alla, confidenciandose con unos, regocijándose con otros y asombrando a todos y él también, que no era manco, doblando el codo y trasegando profusas libaciones de chicha y trago. Todos estaban de acuerdo en lo muy merecida y "bien dada" que había estado la paliza al "Wayraleva" Alvarez: - Ojala que así - decía el Quirquincho al tata Pérez - haga el señor Subprefecto con los demás liberates. A esos tipos ya es tiempo de bajarles el copete y hacerles sentir lo que valemos.

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- Así es - afirmó Satuco Medrano, alentándose el sombrero -. Yo le tengo siempre ganas a ese carajo, porque una vez me hizo meter a la policía porque no quise hacer blanquear mi casa para el seis de agosto. ¡Aura que lo frieguen! - Sí - agregó el pollerero Rodríguez, un cholo calvo y de mirada torva, que tenía fama de matón y negociaba con su hija-, de mí fué mi abogado contrario y como me ganó el juicio, tuve que dentrar a la cárcel por dos meses. Eso yo no le perdono jamás. Para las elecciones le he de majar las costillas. Hum... ¡La paliza que le espera! La que le ha dado el Subprefecto no es nada. Hacia el atardecer, cuando ya estaban atrozmente ebrios, Pérez vió el momento de que, formándose en columnas, salieron en "manifestación" a recorrer por el pueblo. Presidióla el tata Pérez, que iba a la derecha del Quirquincho. Luego venían los demás que, con unos pocos de la Policía, disfrazados de civiles y algunos indígenas enrolados por la fuerza, lograron hacer una manifestación como de ochenta personas. Dirigiéronse primero a la plaza dando estentóreos vivas al Partido Republicano, Saavedra y Villanueva y al tata Pérez, pero lo que arrancaba un mayor timbre de voz y en lo que ponían toda la fuerza de sus pulmones era en el rotundo: - ¡Viva Saavedra! Que sonaba como un insulto, como un cartel de desafío, como una condensación de toda el alma popular que cobraba en ese "viva Saavedra" todo el prestigio de una formula mágica, al mismo tiempo que era un grito de guerra como cuando los españoles gritaban "Santiago", y "sierra España", al embrazar la lanza y entrar en batalla. Cansados de recorrer por la plaza Campero, pasaron por otras calles. Cuando estaban por delante de la casa de algún liberal, redoblaban sus vivas al Gran Partido Republicano, voceaban con más rotundidad y con más saña gritaban: "Abajo el Partido Liberal", "muera Montes", con lo que hacían temblar el aire ambiente y estremecerse las puertas y ventanas de los liberales. El apodado "kuchi-uma" (cabeza de cerdo), que era un cholo de instintos cavernarios, propuso apedrear la casa de Alvarez. El tata Pérez le dijo que se guardase las ganas para el día de elecciones. Ni un liberal se animó aquella tarde y durante la noche, a asomar las narices ni hasta el umbral de la puerta de calle. A buen recaudo en sus viviendas, rumiando su cólera, escuchando hasta altas horas de la noche, que pasaban cholos borrachos con el grito rotundo: - ¡Viva Saavedra! ¡Abajo Montes! ¡Viva Saavedra! ¡Abajo Montes!

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La cholada había dominado el pueblo. XXXII El Subprefecto estaba paseando por la acera principal de la calle "Libertad", donde se halla la oficina subprefectural. Como viera de la parte de la calle arriba venir un hombre en un brioso caballo, se detuvo en la esquina, curioso de ver quién era. El jinete detuvo bruscamente su corcel en la esquina donde se encontraba Yáñez, sentándolo magníficamente. Sin darle tiempo a que se enterara de nada, le cruzó la cara con dos chirlazos serpenteantes que le abrieron dos brechas en la mejilla y le arrancaron un grito de dolor. Cuando Yáñz se repuso de la sorpresa y llamó a los guardias de la Policía, que se encontraban a media cuadra, el caballero iba a la disparada calle abajo, dejando tras si un reguero de polvo. Era Julián Reyes. Como había prometido, arriesgaba el todo por el todo, por vengar el ultraje inferido al Partido Liberal y tener el honor de haber cruzado la cara de "El Achacachi" con un par de azotes bien dados, como verdadero chirqueño. Inútil perseguir a Julián. Buen conocedor de los campos, había emprendido la fuga por "la banda" cruzando la playa como un relámpago y tomando de allí por un camino extraviado, se dirigió a donde sólo él sabía. Pero no previó que su actitud iba a traer nuevas complicaciones para sus partidarios. La venganza del Subprefecto se estrelló contra Alvarez. Fué tornado preso. Bajo centinela de vista, puesto incomunicado en una inmunda pocilga que servía para encerrar a los rateros. El tata Pérez telegrafió a La Paz acusando a Alvarez como subvertor del orden público. Solicitó orden de destierro, tanto para él y Julián como para los más caracterizados de los liberales. Las señoras y señoritas reuniéronse. Solicitarón de Yáñez la libertad de don César. Ninguna falta había cometido él. Lejos de conceder la gracia que pedían, el Subprefecto puneño les hizo sentir el peso de su despotismo y su mala crianza. Era jueves, 29 de abril. A los tres días, primer domingo de mayo, debían realizarse las eleciones. Los artesanos estaban de plácemes. El tata Pérez, que trajera de La Paz dos mil bolivianos para hacer las elecciones, había contratado todas las chicherías y cantinas de Chirca para que les diesen a los republicanos toda la bebida que pidieran. ¿Qué más querían ellos?

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Cantina gratis y bebida a todo pasto, ¡la gloria! Mandó orden a los Corregidores de los cantones para que le enviasen el mayor número de electores, los que venían a votar por quien el Corregidor les indicaba, con la sola condición de que se les abonara dos bolivianos por su bestia y otros dos por el elector. Ya sabían que en la casa del "rata", o de don "Quirquincho", tendrían abundante bebida. A los rústicos leídos de los cantones ya les estaba también gustando la "democracies". El apodado "Rima-rima", que fué un antiguo criado de don Roque Valdez, fué con disimulo donde Julia y le comunicó que el Subprefecto había recibido orden para desterrar o confinar a varios liberales, entre ellos a Adolfo y Miguel Mariscal. Lo más prudente para Adolfo era que se escondiese en su finca de río abajo, hasta que pasaran las elecciones, por lo menos.. . Adolfo comunicó la noticia a Mariscal y le propuso: - Vamos a "La Granja". Estamos ahí unas semanas, hasta que pasen las elecciones. Mariscal accedió, pero arguyó que el deber de ellos, como miembros del Directorio Liberal, era hacer acto de presencia, por lo menos el día de elecciones. - Pero, ¿qué vamos a obtener con eso? - reflexionó Adolfo -. Ya ves que aquí la plebe se ha impuesto. Los liberates somos tan pocos, que no podemos contrarrestarlos. Además, que interés tenemos en la candidatura de Villanueva? Su triunfo, desde que no tiene contendor, está descontado de antemano. - No, no es eso. La cuestión es que hay que demostrarle al fraile que no nos corremos, aunque él cuente con el poder y sus matones. Si nos vamos, va a decir que le tenemos miedo. Y estos cholos se van a envalentonar más y han de querer estar siempre encima de nosotros. No. Yo me quedo. Aunque tenga que agarrarme a trompadas con los cholos cada cuarto de hora. - Pero, mira, entonces podemos hacer una cosa. Bajamos mañana hasta La Granja. Son nueve leguas. Llegamos mañana. Pasado conseguimos electores allí. Yo recuerdo que entre los peones de mí padre quedan muchos adictos y han de venir con nosotros. Traemos siquiera unos diez o quince electores que ya pueden guardarnos las espaldas. - Tienes razón. Entonces, mañana, antes de que amanezca, partimos. XXXIII

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A las cinco de la mañana se presentó en "El Pensil", Mariscal, bien montado en su brioso tordillo, "El Malcriado". Adolfo ensilló su ágil alazán. Julia lo dejó partir sin que le viniera en mientes, ni por pienso, que una legua antes de "La Granja" se encontraba "Mollepata". En "Mollepata", Claudina. Partieron cuando aun era de noche. Sólo cuando anduvieron tres leguas, en la palca de Tijrani, se les hizo de día. Playa abajo, el camino iba culebreando a lo largo del arenal grisoso, cortado de trecho en trecho por el río, en esta estación seca, de poco caudal, de un hermoso azul de plata. A ambos lados de la playa, la serranía. En los faldíos, alfalfares y maizales. Chociles de piedra y barro, indígenas. A las cinco leguas ya divisaron los primeros viñedos. Ahora presentaban su mustio oro otonal. Los sauces llorones, en el lindero de las chacras, desflecaban al viento la languidez de sus ramas marchitas, lo mismo que los álamos dorados: sólo los molles lucen la rotunda jugosidad de sus ramazones verdeoscuras. A las once llegaron a Mollepata. - Entremos a visitarla a doña Clara - propuso Mariscal -. Nos ha de invitar un buen almuerzo, que buena falta nos hace. Tomaron por un angosto sendero que subía en caracol por la falda del altozano hasta un descampado, donde se extendía una ringlera de habitaciones presididas por un patizuelo. Al centro un largo y ancho corredor. Al escuchar el tropel de caballos salió Claudina, de la cocina. La cabellera repartida en dos trenzas, las piernas desnudas, Los pies calzados con unas sandalias de becerro. Cuando los divisó, no dejó de avergonzarse. No tuvo más remedio que apropincuarse a recibirlos, cuando los viajeros pusieron pie a tierra y preguntaron por doña Clara. Pasaron al corredor. Desde allí se disfrutaba un magnífico panorama, se dominaba toda la playa hasta el confín, como de media legua y, en las riberas, los extensos viñedos. Al fondo, cerrando el horizonte, los cerros altos y rojizos del Huaranguay, sobre el fondo azul claro del cielo puro. - ¡Qué grata sorpresa! - expresó doña Clara, alborozada. Amable les invitó asiento y observó": - Deben estar cansados: - Con franqueza ¿qué prefieren ustedes, un vinito o un singanito?' - Para la sed - repuso Mariscal - comenzaremos por aceptarle un vino, doña Clara. Como ya nos ha picado fuerte el solazo, hemos venido sudando la gota gorda.

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Diligente, Claudina trajo el vino, un vino topacbo, servido a la usanza de Viñapampa, en vasos de cerveza. Cordial, expresó; - Este vino es como un fresco, o como agua. Les ha de sentar bien para la sed. Doña Clara Villafani, propietaria de Mollepata, era una señora de la mejor alcurnia de Chirca. Sus antepasados se remontaban a los primeros Villafani que arribaron a aquellas tierras y fueron los fundadores del pueblo, los que iniciaron el cultivo de vinedos y fabricación de vinos y licores, hacía ya - trescientos años. Tenía el orgullo de su abolengo. Frisaba ahora con los sesenta y tantos años, mas conservaba la fortaleza de una madurez tranquila. Era alta, gorda, morena, ojos negros, vivaces, cejas arqueadas, pobladas. Tuvo un hermano, don Zacarías Villafani - padre de Claudina - que murió en la guerra del Acre y una hermana, Virginia, que también murió joven. Ella heredó de sus hermanos la propiedad de Mollepata, donde pasó la mayor parte de su vida. Sólo en muy contadas ocasiones iba a San Javier. Nunca quiso casarse, no obstante los muchos pretendientes que tuvo. Cuando murió su hermano Zacarías, ella la recogió a Claudina de poder de su madre, la educó, como señorita, infiltrándole modales y comportamiento de persona decente, como que lo era por su padre. Pero la madre de Claudina, doña Pascuala García, cuando llegó su hija a mayorcita y creyendo sacar de ella un buen partido, la atrajo valiéndose de toda suerte de promesas. Al final, concluyó por hacerla robar de Mollepata. Eso hirió hondamente a doña Clara. Se frustraron sus deseos de hacer de su sobrina “una señorita”. Desde lejos, siguió observando la conducta de Claudina. Aunque en casa de ella se realizaban algunas jaranas, supo doña Clara que Claudina, hasta entonces, no había dado ningun mal paso con los pretendientes que la asediaban desde su adolescencia. En el fondo, doña Clara continuaba profesando caro afecto a su sobrina. Le salía de adentro, de la sangre. Claudina había "salido" más parecida a su tía Virginia -que fué una de las beldades de su tiempo que a su padre: tenía la misma graciosa prestancia, ese donaire de aquellas mujeres de la Colonia, que aliaban lo sedorial del linaje con la gracia de lo criollo. En lo que más se le parecía era en el óvalo casi perfecto de la cara y en la expresión vivaz, a ratos melancólica, de los ojos. Ojos negros, almendrados, de un vivo escintilar de estrella, de rizadas pestañas, bajo el fino arco de las cejas. Lo que le valió, desde pequeña, el mote de "Chaskañawi,".

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Algo de los amores de Adolfo, del amor de éste por su sobrina, y del desvío de ésta por aquél, había llegado a sus oídos. ¡Cómo no iba a Ilegar, si "en el pueblo", todo llega a saberse! Y aunque ello no le sonó muy bien, pues doña Clara tenía de Adolfo esa idea que las señoras del campo tienen siempre de "los jóvenes del poblado", tipos llenos de ringorangos y que llegan a la provincia con la sola mira de seducir doncellas, no dejó de complacerse tampoco, un tanto, pues Adolfo, como ella también, era de una rancia estirpe chirquense. Justo era que un Reyes se enamorase de una Villafani. Sólo que Claudina, desde que se aparto de su lado y se puso pollera, había venido a menos. Y "de pollera", no podía competir, en igualdad de condiciones, con Adolfo. La repulsa de Claudina a los amores de Adolfo, para el sentir de doña Clara, obedecía a esa visión de las arbitrarias desigualdades sociales. Era una prueba más de "su honradez". Su sobrina, digna por herencia, antes preferiría ser la esposa legíitima de un artesano honrado que no la manceba de "un decente”. Eso, estaba bien. Sintiéndose ya achacosa, próxima a despedirse de este mundo, y no teniendo otro pariente más cercano que velara por ella en sus últimos días, pasando por su orgullo, tuvo que valerse de personas influyentes ante doña Pascuala, para que ésta accediese fuera Claudina a acompañarla. A Claudina la atrajo con la promesa de que Mollepata sería un bien hereditario suyo. Claudina, satisfecha de recaer en la hidalga sombra de su buena tía, retornó a ella con la alegría del hijo pródigo. La atendía con la más diligente solicitud. En el fondo, ella se sentía más hija de doña Clara, que de su propia madre. Se encontraba mejor ambientada en Mollepata mandando sobre peones y mittanis sumisos, como "una señora de rango", que en su vergonzante tenducho de Chirca, vendiendo singani detrás del mostrador. He ahí por qué, a la llegada de los viajeros, se comportó ufana y digna, y orgullosa - que lo era siempre -, como dueña de casa. Se ruborizó, en un comienzo, porque la sorprendieran de trapillo. Luego, muy al punto, asumió el papel que le correspondía. Se sintió dueña de sus actos, contenta de poder tratar a sus huéspedes de igual a igual, sin la humillante consideración a que se vela expuesta en su tienda de San Javier. Lo primero que hizo, mientras Adolfo y Miguel conversaban con doña Clara, fué cambiar de ropa. Presentarse bien trajeada. No le faltaba tampoco buena educación, labia y gracia... Cuando ingresó Claudina al corredor, Mariscal estaba contando, con todos sus detalles, con esa minuciosidad detallista con que, en

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provincias, se narran los menores hechos, los últimos sucesos políticos de Chirca. Claudina pudo escuchar lo ocurrido con el doctor Alvarez y la actitud de Julián. - Ese sí que me gusta – exclamó -. ¡Se ha portado como un hombre! - Como creo que ustedes deben estar con buen apetito - se dirigió a sus huespedes doña Clara -, ya podemos almorzar. - Muy agradecido, doña Clara - repuso Mariscal -. Yo, al menos, tengo un hambre de ochenta caballos de fuerza. Adolfo tal vez no, porque él parece un cuerpo angélico. Agil, grácil y activa, verdadera "dueña de casa", Claudina sirvió el almuerzo ahí mismo, en el corredor, en una larga mesa que había ex profeso para ello. Adolfo, cohibido, apenas si decía esta boca es mía. Pensaba que Claudina continuaba en "sus trece". Más ahora, ya casado él. No alumbraba su espíritu ni un vislumbre de esperanza. Doña Clara ocupó la cabecera; Miguel, a su diestra; a la izquierda, Reyes. Claudina, a su lado, hacía las atenciones del servicio. De momento a momento, observaba a Adolfo. Al verlo tan acoquinado, se sonreía. Como lo sabía "suyo" y con la infalible intuición de su instinto de mujer estaba segura de que ella podía hacer de él lo que ella quisiere, le mordió el diablillo picaresco de azuzarlo, de removerle sus antiguos tormentos, para complacerse en verlo sufrir, que ella recibía como un homenaje a su belleza: - ¡Qué es lo que usted tiene, don Adolfo? - le dijo, mientras le pasaba el plato de bistec con huevos fritos... o estrellados -. Está usted muy triste. Más bien parece usted a quien van a desterrar. Rieron doña Clara y Miguel. - Yo no estoy triste, Claudina - contestó apenas Reyes. - No, yo lo he conocido a usted muy alegre, antes. Aura estará usted triste porque la ha dejado a "su señora". Pero no se aflija. Ya pronto ha de volver a su lado. Adolfo la miró con insistencia. - Tanto que le importa al Adolfo su mujer - declaró Mariscal. - ¿Cómo es eso... ? - asombróse doña Clara -. Cuando se es casado, el esposo se debe a su hogar en cuerpo y alma. Adolfo bajó la cabeza. No sabía que contestar. Si a aquellas gentes les pudiera revelar el infierno de hastío que era su vida matrimonial - suspiró por lo bajo, pero no tanto que Claudina, que no le perdía ojo, no dejara de percibir. En aquel momento reconcentró ella toda su atención en Reyes. Le encontró tal aire de fineza espiritual y física, que le vino un estremecimiento por él, "por su víctima". Sólo entonces comprendió, con más claridad y hondura

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que nunca, que ella lo había querido siempre. Precisamente por eso, porque su amor era tan fuerte, tan extraño, ella gozó, y gozaba ahora mismo, en hacerle sufrir, para comprobar sí aquel amor "tan extraño" de ella, era sentido con la misma fuerza por él. Por eso, ella quiso someterlo a la prueba definitiva del matrimonio con Julia. Quería comprobarse a sí misma, si el amor de Adolfo por ella era tan grande, que pudiera, por ella, romper los vínculos socialmente tan respetables, del matrimonio, pero, tan frágiles, tan vanos ante la fuerza del amor. Ahora sí, ella tenía la vía expedita para vengarse de Julia. Y en Julia, de todas "las señoritas", pretensiosas y necias, de Chirca, que siendo inferiores a ella en todo, en belleza física, en fuerza para luchar por la vida, y, muchas de ellas, hasta en cuna, la habían despreciado, excluyéndola de su círculo, ¿por qué? Por el delito de que su madre "era chola" y porque ella, por obedecer a su madre y hacer frente a la vida, tuvo que ponerse "pollera" y abrir una tienda donde expendía licor... Pero ella era superior a todas las demás. Mientras todas ellas "andaban rogandose a los hombres", para que se casaran con ellas, o, por lo menos, las cortejasen, ella había desairado a los mejores, empezando por Adolfo, a quien tuvo el orgullo de "verlo a sus plantas", besándole los pies, bañado en lágrimas. - ¿Y cuándo piensan volverse al pueblo... ? - inquirió Claudina, como sin dar importancia a su pregunta. - Debemos volver mañana - repuso Miguel -. Es urgente que nos presentemos en San Javier por lo menos con veinte electores, para que nos guarden las espaldas y "El Achacachi" vea que los liberales somos la mayoría. El Hipólito ha debido mandar también a Chilcara y si vienen los de Charaya más, no sería raro que, todavía, les ganemos la elección. Yo creo que en Viñapampa podremos conseguir una buena peonada. Doña Clara, también "liberal de cepa", se comprometió a mandar notificar a sus colonos, a los "leídos y escribidos". Mientras saboreaban el café, Mariscal continuó hablando con calor de los sucesos y recordando las mil y una tretas que, como "buen político" que fué, desde adolescente, cuando vivía su padre - otro de los fundadores del partido Liberal Camachista -, sabía jugarles a "los negros arcistas". - ¡Yo sé, pues, doña Clara, lo que es jugar en política! - concluyó afirmativo, convencido de su táctica de Mirabeau de provincia: - "El Achacachi" no se la va a llevar pelada... Bueno, pero ya es tiempo de irse; Adolfo, vamos, parece que tú no te quisieras mover de aquí...

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Se levantaron de la mesa. Mientras el mayordomo fué a traer los caballos, esperaron tomando el fresco a la sombra de un algarrobo frondoso erguido al centro del patio. El mayordomo trajo las cabalgaduras. Mariscal manifestó que su "Malcriado" tenía la maña de no dejarse ensillar con otro que no fuera él: - Nos conocemos tanto con este bandido – aseguró -, que si yo no lo ensillo, anda resentido conmigo por todo el camino. Adolfo también, por no ser menos, comenzó a ensillar su alazán. - Yo les ayudaré - se brindó Claudina, e inclinóse a levantar los pellones: Mientras se los iba pasando, y procurando no ser advertida por doña Clara y Miguel, le preguntó, en voz baja -: ¿Y usted también se regresa pasado mañana? - Sí, Claudina, si tú no mandas otra cosa. - Yo, siendo usted, me quedaría en la finca. - ¿Tú quisieras que me quede? - Sí. Lo miró con todo el resplandor cálido de sus ojos adorables. Adolfo sintió que la mirada de ella le penetraba el alma como un rayo de luz que de improviso rasga el seno de una nube sombría y la baña de claridad y dulzura. Aquel "sí" era toda una palabra mágica que abría para el horizontes iluminados con el azul etéreo de la esperanza que desde hacía ya mucho tiempo se le había cerrado brumoso y sombrío. Mariscal despediase ya de doña Clara y monó a su tordillo. Adolfo lo imitó y a tiempo de despedirse de Claudina, quiso decirle algo para confirmarle que "su orden sería cumplida", pero le palpito tan fuertemente el corazón, que se le estranguló la voz en la garganta y apenas pudo balbucear un trémulo "adios". Bajaron a la playa y emprendieron por río abajo, unos momentos a toda la marcha de sus corceles, y, cuando el terreno to permitía, a galope tendido. La playa, anchurosa y soleada. A ambos lados del camino, de trecho en trecho, extensos viñedos, cercados con espinos de churquis. En los bordes, esbeltos sauces reales y cimbreños eucaliptos. El sol, en el cenit, lucía su áureo resplandor. El horizonte diáfano, de una diamantina transparencia. El paisaje respira la dulzura de una plácida sedancia geórgica. Mas, en nada de ello reparaban los viajeros. Mariscal iba con la preocupación de encontrar el mayor número de liberates en "La Granja" y Reyes no veía otra cosa, tanto fuera de sí como en lo hondo de su alma, sino algo así como los rayos de un sol más

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esplendoroso aún que el mismo astro que fulgía sobre ellos: ¡Los ojos de la Chaskañawi! XXXIV Mariscal pudo conseguir ocho ciudadanos "leídos y escribidos" en "La Granja" y al día siguiente, antes de que rayara el alba, se pusieron en camino con dirección a Chirca. - Ahora, Adolfo - le previno Mariscal -, cuidado que se te ocurra estar quedándote en Mollepata; tenemos que pasar de largo, porque si no, no llegamos a tiempo. Es necesario que estemos allí antes de las doce. - Sí, tenemos que pasar de largo - ratificó Adolfo. De que caminaron playa arriba una media hora, llegaron a avizorar, en la meseta de una colina, la casa patronal de Mollepata. En la ceja del morrito aparecieron doña Clara y Claudina. Los habían oteado con el catalejo. Hicieron senas llamándolos. Cuando llegaron al pie del collado por donde, en espiral, se trepaba el sendero que conducía a la casona, Mariscal dijo a Adolfo: - Mejor es que yo no más entre. Saco los ciudadanos de doña Clara y partimos luego. No podemos tardarnos. Tenemos que estar en San Javier antes de las doce. - Picó su caballo. Subió rápidamente el otero. No eran más de las cinco de la mañana. La mañana, en la amplitud de la playa y los viñedos, respiraba un fresco hálito de robustas fragancias vegetales. Al poco rato de que esperaba Adolfo, vió a Claudina. Bajaba corriendo por la colina y llegando hasta el borde del arroyo que bullía a la orilla del camino, exclamó: - ¿Por qué no ha querido entrar, don Adolfo? Usted, desde que se casó, ya no quiere ver a nadie. Pase. Se va a servir una taza de café. Los peones recien están ensillando: hemos conseguido seis electores. Hasta que ellos se preparen, ustedes descansan un momento. - No, Claudinita, muchas gracias. Ya hemos tornado café en "La Granja". Prefiero conversar contigo, aquí. Si entro, ese Miquicho me ha de decir que yo soy quien lo perjudico, y si llegamos tarde, me ha de culpar a mí. - Pero... ¿le importan a usted tanto las elecciones en Chirca...? Seré que está desesperado por verla a "su señora". Por eso no quiere entrar a visitarnos siquiera... ¡Ah, lo que puede el cariño! - Tú crees que yo la quiero a ese estafermo de mi mujer? Tú sabes mejor que nadie que si hay alguien a quien quiero con toda mi alma,

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es a ti... ¡Pero... tú.. , has sido muy mala conmigo! ¡Tú sabes que por ti soy capaz de dar mi vida! - Sí... y por eso, no quieres ni aceptarme una triste taza que quiero invitarte... ¡Está bien! - ¡Oh, si tú me quisieras un poquito siquiera! - ¿Qué hicieras? - Lo que tú me mandaras. - Usted tiene que obedecer a "su señora"... Yo... ¿qué derecho tengo para mandarlo? - Ese, el derecho de que tú eres dueña de todo mi corazón. Si tú quisieras... Pídeme cualquier prueba de mi amor. Si quieres, para que yeas que Las elecciones me importan un comino y mucho menos mi mujer, me regreso ahora mismo a "La Granja", pero con tal de que tú consientas en que venga a visitarte... Se escuchó el tropel de caballos que bajaban de la casa. Claudina apenas si tuvo ya tiempo de decirle: - Bueno, pues, si es como dices, que me quieres de veras, vuélvete de medio camino. - ¡Hola! ¡Ustedes si que lo habían estado haciendo bien! - exclamó Mariscal. Y dirigiéndose a Claudina -: ¡Que le estabas embrollando a éste, ché... ? ¡No recuerdas que es casado y que ya nadie tiene derecho sobre él sino su mujer? - Ja... jaiií... - rió Claudina, echando el busto para atrás y luciendo la blancura de sus dientes de choclo tierno -. Sí, Adolfito - agregó intencionada -, ándate ahora, porque tu mujer te va a reñir... - Sí, tienes razón, lindura. Hasta pronto - se despidió Reyes. - ¡Ah, bandida ésta, ya vuelta le estás revolviendo los sesos a este pobre zonzo! - díjole Mariscal -. Y... bueno, adelante, Los libres ciudadanos - arreó a la peonada electoral. Partieron al galope; eran catorce ciudadanos que a trueque de muchas andanzas y argucias habían conseguido Mariscal y doña Clara. Eran unos miseros peones de Mollepata y "La Granja" que apenas si sabían dibujar sus apellidos. Iban a la capital de la provincia sin saber a qué Iban: Iban porque sus patrones así se lo habían ordenado. Empero, con ellos, Mariscal entraría ecuestremente, gallardo y señorial, voceando a voz en cuello: - ¡Viva el Gran Partido Liberal! ¡Vivan los ciudadanos conscientes! Claudina, de pie en la ceja del morro, se detuvo a contemplar la cabalgata hasta el momento en que los caminantes dieron vuelta por la esquina que formaba la saliente de la serranía. Adolfo, desde la lejanía, agitó su pañuelo. Claudina sonrió. Detrás del Huaranguay surgió, radiante, el sol. Y la

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envolvió con una clámide de gules. XXXV Era el aurotoso despertar de la mañana en su corazón y en el paisaje. Aquella mañana se sentía amorosa. Un fluir dentro de ella, como de una fuente de milagro, el agua viva y bullidora de una vitalidad intacta, de una fuerza oculta y potente, arrolladora como una corriente impetuosa próxima a desbordarse y, al mismo tiempo de que se sentía llena, rica, henchida de savia, ¡cosa rara!, sentia sed... Una sed ardiente y perezosa que le puso lánguida y ensoñadora como casi nunca le ocurría. Se dejó Ilevar de su tan muelle estado de ánimo y como deseaba estar sola, darse a su ensueño, buscó el pretexto de que tenía que lavar ropa y bajó a la playa, a la orilla del arroyo que pasa lamiendo el saucedal que alindera la hacienda y, allí, mientras golpeaba las prendas de ropa contra una piedra, sentimentalmente dió expansión a su tónica vital, perfumando el aire con su cálido cantar enamorado: Yankja ninii kai sonkoita amaña munaychu nispa: Kai sonkoika kutiriwan paillapuni kanka nispa... Como a dos horas de que Claudina se encontraba en la playa, lavando ropa, vió que un sujeto de a caballo venía a toda rienda playa abajo. Era Adolfo. Más de lo que había prometido, volvía de apenas las dos leguas. Tan luego como aquél la divisó, picó con más ahinco su corcel y tomó en derechura hacia donde ella se hallaba. Jadeante y sudoroso, el jamelgo venía botando espuma por la boca y tenía los ijares sudorosos. Reyes traía una cara jubilosa y risueña. Claudina, sin abandonar su faena, lo contempló un sí es no es sorprendida. Reyes puso pie en tierra y destocándose para airearse la cabeza, dijo: - ¡Ah, he tenido que pegarle un galope desenfrenado! Lo he acompañado - explicó - hasta Vila-Vila y con el pretexto de entrar donde doña Rosaura a comprar singani para los peones, he esperado que el Miquicho se aleje como media legua, para volverme. ¡Qué me importan a mí las elecciones! Lo que yo quería era volver a verte. Cumplir mi palabra contigo.

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Arriendó su alazan a la sombra de un sauce, le aflojó la cincha y vino a sentarse junto a Claudina, que parecía muy seriamente consagrada a su tarea de lavandera. Con los brazos desnudos hasta más arriba del codo, de cuclillas a la orilla del arroyo, majaba con fuerza la ropa contra una piedra apropiada para ello. Adolfo, contemplándola así, ruborecida por el sol, rebosante de salud y fuerza, eufórica de vigor natural y jocundo, se sintió tan seducido por ella, que sobreponiéndose a Codas sus timideces, se aventuró a estrecharla entre sus brazos y llenó de besos los labios, los brazos y los ojos de Claudina. Contra lo que el esperaba, ella no le rechazó; le estrechó ella también entre sus brazos robustos y ceñidores y lo besó con cálido jadeo espasmódico. Adolfo sintió sobre su pecho el agitado palpitar de los senos de ella. - ¡Ay, recién te quiero aura, vida mia! - balbuceó ella. Ya era bien entrada la mañana. El sol caía ardoroso. Cabrilleaba el arenal de la playa encendiendo lentejuelas de luz en el agua del arroyo. El cielo, sin una nube, de un azul prístino. En todo el contorno reinaba una sedante paz eglógica. No transcurría ni un viandante por el camino. Sólo allá, en las faldas de la peñería frontera, en las cabañas indígenas, ondulando, se elevaba el humo de los hogares. El plácido silencio que les rodeaba sólo era turbado por el rumor cristalino del arroyo. Se encontraban solos, lejos del mundo, frente a la naturaleza; eran el hombre y la mujer, casi vueltos a la edad primitiva, edénica. Claudina continuó lavando la ropa. Adolfo tornó a sentarse junto a ella y contemplaba lleno de paz la paz del paisaje. No pensaba en nada. Sumido como en un cósmico olvido de todo, quiso disfrutar plenamente de ese "supremo olvido" de los vanos trajines de la vida civil y de las inquietudes de su espíritu que ahora le concedía el destino... ¡Con cuántos dolores, con que amarguras, a trueque de que contratiempos y malandanzas pagaría después ese minuto de reposo en el regazo de Claudina y del paisaje! Y recordó, como siempre, la hermosa parábola de Oscar Wilde, aquella del escultor que atormentado años de años por el sufrimiento, después de haber construido con el cobre la estatua del dolor que dura siempre, fundió, un día, aquel metal, para construir con la misma sustancia la estatua del placer que dura un minuto. El también, con sus angustias de tantos días de infortunios en que no tuvo más alimento que sus lágrimas de desesperación para nutrir su alma, ahora estaba fundiendo el bronce del dolor que dura siempre, para crear el placer que dura un minuto.

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Claudina, no; ella no era un alma occidental trasplantada de la alta cultura espiritual de la España teológica y desasosegada del Medievo a la agrestidad telúrica del paisaje americano: era un fruto espontáneo de ese paisaje que da libre cauce a la corriente bullidora y gozosa, llena de alegría de la potencia creadora y se sentía rica, henchida de savia; su alma era maternal, no ascética. Por eso mismo, Adolfo era para ella el hombre deshumanizado de la civilización que se somete a la hembra todopoderosa, eterna aliada de la vida y de la naturaleza. Una vez más la materia iba triunfando sobre el espíritu, la sangre sobre la idea. Eterna lucha. Fuente de todas las tragedias. Fiero torcedor de las almas. Casí no cruzaron más palabras en toda la mañana. ¿Para qué? Ellos ya se sabían uno del otro. Cuando el corazón y la sangre hablan, las palabras estan de más. Claudina puso a secar sobre la lajería de la falda la ropa que había lavado, y Adolfo, comprendiendo que era discreto retirarse a "La Granja", se dispuso a marchar. Convinieron en encontrarse por la tarde en "La Palca", donde debía ir Claudina a vigilar el barbecho de un terreno que poseía ahí doña Clara. XXXVI - Lo primero que hay que hacer - dijo el tata Pérez -, es impedir que los liberales entren a la plaza. Para amedrentarlos bay que pegarle una buena paliza al primer liberal que asome las narices por allá. - Yo me encargo de eso, déjeme no más a mí, tata - expresó Manuel Troncoso, un artesano como de cuarenta años, ancho de espaldas, calvo y con mirada dura, de criminal. ¡Yo he sido matón en Colquechaca! Lo mismo que Troncoso, se brindó el Froilán Medrano. Era un zapatero remendón, célebre porque en una reyerta con su hermano, el Malacu, le vació un ojo de un puntapié, dejándolo tuerto para el resto de sus días. Al igual de éstos, los demáss artesanos "republicanos", Silvio Méndez, el postero Sánchez, todos ellos embrutecidos por el alcohol y la política - política y alcohol -, salieron en pandilla de forajidos a recorrer la plaza "Campero", al gritó de: "¡Viva el Gran Partido Republicano! ¡Viva don Gabino Villanueva! ¡Viva Saavedra!" Asordaban con sus voces aguardentosas el recinto donde se iba a cumplir lo que el bueno de don Tomás Frías llamaba "el acto magno de la democracia". Apenas eran las ocho de la mañana. Las mesas electorales aca-

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baban de instalarse. Hipólito Ramírez que, en calidad de Presidente del Directorio Liberal, se atrevió a presentarse ante la primera mesa, fué también el primero en conocer el peso de la mano férrea o pétrea de los republicanos. Al grito de "Viva Saavedra", cayó sobre él la chusma, presidida por el carpintero Troncoso, quien fué el primero en derribarlo de una formidable trompada que le propinó en la cara; en cuanto lo vieron tendido, ensangrentado e incapacitado de defenderse, ninguno de los "honrados ciudadanos" que decía el tata Pérez dejó de sentir la voluptuosidad de propinarle un puntapié o una trompada y acaso habrían concluído por dejarlo ahí, hecho un ecce homo del Liberalismo, si no hubiesen acudido su mujer y algunas cholas compasivas y valientes a librarlo de las garras republicanas. Pero, ya sabían su receta los liberales, según el tata Pérez. No obstante, estos, corajudos también, se reunieron en el tambo de Guevara, y empezaron a congregar a los correligionarios para entrar a votar en cuanto se encontrasen con el suficiente número para afrontar a la horda republicana. Pero, el que dió el golpe, fué Mariscal. A la cabeza de sus catorce viñapampeños, todos de a caballo, entró al recinto electoral, al grito cerrado de: "¡Viva Montes! ", ¡viva el Gran Partido Liberal!". Al punto avanzaron los demás liberates, presididos por los jóvenes decentes de Chirca, Guillermo Ruiz, Hernán Martínez, Oscar Arraya y otros que se plegaron a la retaguardia de Mariscal. Serían como las once y media. Hacía un calor de fragua. La plaza, atestada de gente, de las más grotescas cataduras, polvorienta y bulliciosa. Era una poblada. Los republicanos se afrontaron a los liberates. Allá fué Troya. El Subprefecto destacó a los ocho pacos de su policía, armados con viejos e inservibles máuseres de hacía cincuenta años. Los policiales no alcanzaron a desalojar al grupo de liberales, porque algunos de éstos sacaron revólveres y pistolas. Hernán Martínez, nervioso, impulsivo, disparó contra el pelotón de soldados. Uno de éstos, herido en el muslo, cayó en tierra. Corrieron sobre Martínez, Troncoso y Medrano y otros republicanos, con el propósito de arrebatarle su revolver, pero Hernán, más ágil que un gamo, saltó a un caballo de uno de los viñapampeños y arrancó a la disparada, tomando playa abajo. El Subprefecto se dirigió a la plaza, revolver en mano también, en pos de Martínez, y se enfrentó contra Mariscal. Este, que acababa de desmontar de su caballo, con el poncho terciado sobre los hombros y espaldeado por sus viñapampeños, se afrontó al Subprefecto, voceándolo: - Oiga usted, so cholo bandido, si es hombre, dispare - y se le fué

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encima. Los republicanos vinieron en defensa de Yáñez y se trenzaron en una pedrea de Dios es Cristo. Todo era confusión, alboroto, vocería. Una espesa ,polvareda, un sol radiante, un mal olor, orines de caballos, vómitos de republicanos. El Mediador Electoral, don Laureano Méndez, petizo, rechoncho, cerdudo, tartajeaba ajos y cebollas sin atinar a darse cuenta de nada y recibiendo, en cambio, de momento a momento, cuantos trompis y puntapiés perdidos se encontraba. Cabezas rotas, ojos en tinta, quijadas a un lado, dientes afuera, narices mordidas, pateaduras, palizas, ajos y " ¡viva Saavedra!" y "¡viva Montes!" Elecciones en San Javier de Chirca. XXXVII No era eso todo. El Presidente de la segunda Mesa era don Juan Manuel Díaz - padre de Fernando -. Un caballero muy respetado en Chirca por su cuna, su ahidalgada prestancia, su cultura, su don de gentes y su ecuánime sagacidad... No faltó, empero, un artesano que lo chismeó ante el "Achacachi" de que se mostraba parcial a favor de los liberales, lo que bastó a éste para caerle encima a talerazos, ultrajándolo además de palabra. Don Juan Manuel tuvo que abandonar la mesa. Cuando corría a refugiarse en la tienda de un cocani amigo suyo, que tenía su tienda ahí cerca, el sulfúreo Yáñez, como el de "Las Matanzas", ordenó a sus sicarios: - Péguenle cuatro balazos. Don Juan Manuel cayó de bruces en la tienda del cocani. Los tiros eran de fogueo. La Olegaria, chola guapa, sabedora de que su compadre don Miquicho Mariscal aventuraba el pellejo, se dirigió a la plaza con otras amigas y se lo llevó a su casa. Allí se atrincheraron, por si la cosa pasaba a mayores. El resto de los liberales, ya dispersos, en minoría, no tuvieron otra cosa que hacer que ponerse a buen recaudo, en sus domicilios algunos; otros, en moradas más abscónditas. A las cuatro de la tarde, los republicans, ya dueños del campo, se agruparon alrededor de las Mesas Electorales, a presenciar el escrutinio. Triunfo completo y mayestático. El Partido Liberal había dado sus votos por don Daniel Salamanca. Apenas alcanzó a cincuenta. Don Gabino Villanueva salía proclamado Presidente de la República para

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el cuatrienio de 1925 a 1929, con doscientos y tantos votos de "lo más ganado del republicanismo chirquense", como dijo después don Crisóstomo Pérez. Luego, formándose en columna de a dos en dos, los vencedores y presididos por "el tata" Pérez, que empuñaba la bandera nacional, "nuestra hermosa tricolor" - tan charra como el alma nacional -, organizarón la manifestación. Dieron una vuelta por la plaza "'Campero" al grito ensordecedor y aguardentoso de "¡viva el triunfo!", "¡viva el Presidente electo don Gabino Villanueva!", "¡viva Saavedra!" ¡Hip... Hip... Hurrah!

Concluída la manifestación, ei "tata" Pérez subió sobre una mesa que rato antes sirvió para sostener el ánfora electoral. Irguió el busto magro y mientras flameaba su sotana verdosa, arengó al pueblo como desde un púlpito: "Valientes chirquenses: Acabáis de realizar para el bien de la patria y de la religión una de las más nobles y grandes funciones que le es dado ejercer al hombre: el ejercicio legítimo y sagrado de la ciudadanía. "Acabáis, señores republicanos, de elegir para que rija los destinos de nuestra patria, a un ciudadano ejemplar por su intachable moralidad política, por su claro talento de estadista y por su sensatez y cordura, como es ya el ilustre ciudadano y hombre de las leyes, el señor doctor don Gabino Villanueva". - ¡Que vivaaa! - gritó Troncoso -. ¡Qué viva el doctor Gabino! - ¡Silencio! iSilencio! - le impuso otro. - No le interrumpa: está hablando el "tata". El tata Crisóstomo se turbo: - ¡Qué cholo este tan imprudente! - pensó para sus adentros. Había perdido la ilación de su discurso y no sabia cómo continuar: "Eso tiene el aprenderse un discurso de memoria" - pensaba -. A lo mejor lo interrumpen a uno, y... ¿en que parte estaba aquello de... "el pueblo heroíco una vez más... "? ¡Ah! .. . Sí, Sí. ..” Elevó la vista al cielo. El cielo estaba azul, hermoso, pero indiferente, como siempre, a los heroísmos de los altoperuanos. El molle de la plaza, quieto, verdoso; ni una ráfaga de aire sacudía sus ramazones; una atmósfera de bochorno, un sol de fragua, tostaba las cabezas descubiertas de los republicanos. Los más habían bebido la noche anterior; tenían las escleróticas rojas, las greñas "chascosas" (desgrenadas); los belfos

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secos; estaban hambrientos, sedientos y aguantaban aún, además del chaqui y el solazo, el discurso del "tata" Pérez. Era ya demasiado sacrificio por el partido.. Todos ellos pensaban en "la chicha prometida". Pero el "tata", que era un hombre sereno, imperturbable, prosiguió: "Sí, hijos míos: El señor Gabino, desde el momento en que se sienta en la silla, se ha de preocupar en todos nosotros y por el progreso de nuestra heroíca provincia enviándonos inmediatamente los tubos de la cañería para las aguas potables. Eso es, señores, lo que necesitamos para nuestro progreso: queremos agua, agua potable". - Jina tatay (así es, padre), murmuró un indio toropalqueño que se había adherido a la democracia. Agua, agua tatay... "Eso es... ¿Ustedes quieren agua? ¡Pues han de tener todas las aguas que quieran! ". - Lo que yo quisiera es chicha - dijo el zapatero Medrano al oído de Troncoso. - Yo lo mismo - repuso el otro. "Eso - continúo el "tata" Pérez - que no han podido conseguir en cuarenta años de gobierno liberal, lo tendran ahora, porque el gobierno del doctor Saavedra... No... No... Aura del doctor Villanueva, les ha de poner agua hasta en sus corrales. ¡Así es un gobierno progresista!" - ¡A qué hora va a acabar este sotanudo! ... Ya está fregando demasiado -musitó el Subprefecto al oído del Juez Instructor, pues también el Subprefecto estaba sin almorzar y sentía que era mucho sacrificio por el partido no almorzar hasta las cuatro de la tarde. Le hizo una seña al cura para que concluyese de una vez. Pero el "tata" Crisóstomo se había acordado ahora de la Guerra del Pacífico y de la venta del Litoral y tenía con qué darles a los "facinerosos ladrones de los liberales" y a Montes, a ese "vende-patria". "Vende-patria", señores... Que ha vendido nuestro hermoso Litoral con más infamia que Judas Iscariote vendió a nuestro Señor Jesucristo". Vivachicapullayña, tatay (de una vez hazlo vivar), vociferó otro artesano que ya no podía tenerse en pie, pues se había bebido nada más que "dos botellitas de trago". "Pero señores, desde aura... Aura es cuando tenemos que decir con la frente serena y elevando los corazones al cielo "Sursum Corda": iViva el Presidente de la República, don Gabino Villanueva! ". - Al fin... - suspiró el Subprefecto. - ¡Que vivaa!... - respondieron en una descarga cerrada de vocerones aguardentosos.

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- ¡Viva el triunfo de hoy! ¡Viva el gran partido republicano! ¡Viva Saavedra! En algazara se encaminaron a la posta de Sánchez. Ahí tenían cuatro cántaros de chicha, un odre de vino y un barril de singani para festejar el triunfo como merecía. Ahora sí iban contentos. Cruzaban por la calle "General Mariscal" cuando, al Ilegar a la esquina donde concluía el radio urbano y empezaban las chacras ribereñas y se erguía un churqui frondoso, dieron con Aniceto Díaz. Ajeno a todos los trajines políticos y sin pertenecer ni a los liberales, ni a los republicanos, pasaba casualmente, ese momento, por bajo el churqui. Troncoso le dió el alto: - Oiga: ¡Viva el Partido Republicano! Aniceto no contestó. Suficiente eso para que la horda le cayera encima. Quien una trompada, quien un puntapié, todos saborearon el placer de hacerle sentir el peso del republicanismo hasta que lo dejaron hecho un andrajo sanguinolento. - Ahí está, señor Subprefecto - e dijo Troncoso -; así hacemos respetar el partido. - Eso no es nada - repuso Yáñez -. Mejor es en Achacachi. Poco tiempo después llegó la noticia de que las elecciones por las cuales había sido proclamado Presidente Constitucional de la República el doctor don Gabino Villanueva, habían sido anuladas. Política altoperuana. XXXVIII En la tarde misma de aquel día, cuando aplacó un tanto el bochorno, Adolfo ensilló su alazan. Se dirigió a "La Palca". Era una bonita encañada, a no más de dos kilometros de "La Granja". Chacritas y viñedos de los indígenas, maizales y alfalfares. Doña Clara poseía allí un pequeño sembrío, "La Palca", un delta formado por el río de Charaya, que bajaba desde las sierras de Porco por un lado, y del otro por el río Chirca. Juntándose ambos ríos, constituyen el llamado Río Grande, de Viñapampa. En "La Palca" estaba Claudina, como lo había prometido. Había ido allí por vigilar el barbecho del terreno que debían hacer los peones de doña Clara y, también, aprovechando del horno que había allí, amasar pan. - Veánlo, pues, a éste, ¡a la hora que viene! - Remangada la manga del corpiño hasta más arriba del codo, los brazos desnudos,

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regordetes y morenos, iba apuñando la masa de harina sobre la mesa, a la sombra de un molle. Ruborosa y acezante, las mejillas encendidas, brillante la mirada. Adolfo desmontó en el patizuelo. Dió su caballo a un peón. Se aproximó a la mesa de amasar pan: - ¿No quieres que te ayude? - ¿Vos?... Los doctores no sirven para trabajar. ¡Sólo saben comer lo que nosotras trabajamos! ¡A ver, apuña esa masa, si puedes! ... La Asunta, criada de Mollepata, le ayudaba. - Andá a ver si el horno ya está caliente - ordenó Claudina -. Se nos va a hacer tarde. A poco comenzaron a dar forma de pan a la masa. Adolfo se encaprichó en ayudarle. Con la Asunta, se puso a limpiar el horno, con ramas de molle. Claudina horneaba. Adolfo, encantado de su faena, depositaba el pan en la pala. Concluída la tarea, a cosa de las cuatro de la tarde, pasaron a la huerta. Se sirvieron un picante de gallina. Claudina lo había hecho preparar para la sajra-hora.1 Luego de servir, Claudina tomó asiento familiarmente junto a Adolfo y extendiendo las piernas rollizas y bien torneadas sobre la grama, puso el plato sobre su regazo y comenzó a devorar con apetito la vianda. - ¿Te gusta la sajta? - preguntó, mientras hincaba los incisivos en una pierna de gallina. - Según decía un amigo mío en un verso, es el ideal de los bolivianos: "quienes contentos viven con su prosa y rutina, sin mas ideal que el célebre picante de gallina". - Pero, para que el ideal sea completo le falta, pues, una cosa... Michcha. ¿Por qué no te has traído un poco de vino? - ¡Ah, me olvidé! Pero la mandaremos a la Asurta; que vaya a pedir una botella del vino blanco que hay en la bodega. Ahí debe estar el Mayordomo. - Sírvete con pan: este bollo está como para vos - dijo, sonreída, ofreciéndole el pan -. ¿Y tu mujer sabe amasar panes como éstos? le preguntó, concluyendo Claudina por arrojar de la boca un pedazo de carne que no podía masticar. - ¡Oh, ésa! - despectivo, repuso Adolfo -, lo único que sabe es amarrarse la cabeza desde que amanece y quejarse todo el día de que esta con su eterna neuralgia. ¡Es un clavo!

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- Pero... ¿por qué fuiste tan zonzo que le hiciste remachar ese clavo? - ¿Quién tuvo la culpa para eso? ¿No fuiste tú? ¿Te acuerdas de esa mañana que yo fuí a visitarte a tu tienda y te propuse irnos a Potosí? ... ¿Por qué fuiste tan mala conmigo? ... Hasta ahora no me explico. Eres una mujer rara. Tienes esas cocas tan... inexplicables... - ¡Mira! ... Mira: un Bientefué en el molle; ¡nos va a ir bien! - dijo Claudina, evadiendo la respuesta. Continuaron tertuliando de otros asuntos hasta que la Asunta trajo el vino. - ¡Qué bien te ha sentado el amasijo! - expresó Adolfo -. Tienes las mejillas rozagantes como si tuvieses fuego en las venas. ¡Yo quisiera comermelas a besos! ... - Este tu vino había cristalizado no más bien - observó ella, contemplando al trasluz la copa que le había servido Adolfo-, pero... está aún tierno. Mejor es así; ¿no te parece?... Los vinos añejos se ponen muy dulces y empalagan pronto. - Sí, a mí tampoco me gustan las bebidas muy dulces, hacen doler la cabeza. Las cosas para que gusten más deben tener siempre algo de amargo, ¿no te parece? - ¡Claro!... - Por eso me gustas vos: eres también amarga y enloquecedora como el ajenjo. - Atrevido... Ya estás con tus cosas... Bueno, ya es tarde. Me voy. Si quieres, mañana ven por allá, pero... ¿sabes?, para que no nos vea doña Clara, te voy a esperar no al pie del morro, como hoy día, sino a la entrada del callejón de Cruzwaico, ¿conoces? - Sí. - Bueno, entonces, chunkito..., hasta mañana - y aprovechando que la Asunta se dirigía hacia el horno a recoger el pan, lo abrazó y lo besó con el beso cálido y jugoso de sus labios sabrosos y suculentos como la fruta del cercado ajeno. XXXIX Recibió, en la noche, carta de Julia. Le refería los sucesos de las elecciones y los abusos que estaban cometiendo el Cura y el Subprefecto. Don César Alvarez, "de orden superior", había sido desterrado a la Argentina; Mariscal tuvo que fugar, por caminos extraviados, a las serranías de Coloma y todo el pueblo vivía en perpetua inquietud; lo peor de la cholada estaba envalentonada. Creíanse dueños de vidas y haciendas. Obra del "tata" Pérez. Concluía Julia diciéndole que había hecho muy bien en no ir a las

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elecciones y era prudente continuar aún en "La Granja", hasta que pasaran los alborotos. - Por lo visto - se dijo Adolfo - a esta zonza no se le ha pasado ni en mientes la idea de lo que estoy haciendo. ¡Mejor así!

Cada tarde, Adolfo ensillaba su alazán y se dirigía al galope hasta Mollepata. Claudina lo esperaba unas veces en el callejón de Cruzwaico, que separaba la propiedad de doña Clara de la de otros vecinos y, otras tardes, cuando no podía burlar la vigilancia de su tía e ir hasta el callejon - éste quedaba distante de la casa -, en la ceja de la colina de Mollepata. Entonces se limitaba a hacerle una señal, indicándole que pasara de largo, pues doña Clara habíalo visto venir por la playa. La tarde del 1º de julio, martes, Claudina, cuando lo vió venir, bajó apresuradamente la cuestita del morro. Deteniéndolo a la orilla del arroyo, le dijo: - Mejor es que estos días no vengas. Me parece que ha sospechado algo de nosotros. Pero ven, precisamente, el domingo 6. Es día de ella. Y mándale un buen regalo. Un servicio de copas y vasos. Como se rompen tanto, es lo que más necesitamos. Especialmente para aquel día. ¿Qué te parece? - Bueno, señoray - repuso Adolfo -. Sus órdenes serán cumplidas. Pero... que voy a hacer estos días? Me voy a aburrir como una ostra. - ¿No tienes algunas imillas ahí en tu finca? Con ellas puedes estarte distrayendo... - y, sin esperar respuesta, subió corriendo la cuestita del altozano. Adolfo pudo escuchar aún la risa zandunguera con que acompañó sus últimas palabras. Se detuvo a verla trepar la vereda, lo que lo hizo nalgueando con la mórbida "ensellure" que la distinguía y sacudiendo las trenzas gruesas y negrísimas que le caían más abajo de la cintura. - ¡Qué jacarandosa es esta negra! - se dijo Adolfo -. Tiene toda la "gracia" picante de una andaluza con más un grano de pimienta criolla. ¡Ha de ser mía aunque para ello tenga que pelearme con Dios y con el Diablo! Y torciendo la brida de su alazán se volviñó a "La Granja" enternecido y ensonador. XL - Ay, warmiskay, Señor... Munakuyki, munakuyki, nispa, manka ukumanpis umamanta sattiykuasunman. Señor... - sentencioso,

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meneando la cabeza, afirmaba, con aire escéptico, el Remigio Chambi, ante un grupo de peones de "La Granja", con los cuales departía alrededor de una fogata, donde su mujer iba preparando la merienda. Chambi acababa de regresar de Chirca, donde fuera enviado por Adolfo a comprar el servicio de copas que deseaba obsequiar a doña Clara para su cumpleaños. Como la suma que pagó por aquello le pareció a Remigio un exceso y sabía de los amores de su patrón con Claudina, no pudo menos que deducir de aquello, aquella schopenhauriana sentencia con la que edificaba a los peones de "La Granja". Era un indio amestizado ya, muy agudo de ingenio, de una perspicua claridad de observacion. Y su manera de idear y de hablar, de una visible socarronería escéptica. En cierta ocasión, hizo esta observación, un atisbo de psicología social: hablábase de que los bolivianos no han inventado nada. Todo lo que hay, fuera de lo creado por la naturaleza, es hechura de los gringos. Escéptico de la misma divinidad y ateniéndose sólo a la realidad objetiva, sentenció: - Diospis... dioschá... gringospuni.... Adolfo, al día siguiente, le ordenó: - Remigio, lleva esto a Mollepata y después de saludarla a mi nombre a doña Clara y felicitarla por su cumpleaños, le entregas este obsequio; ¿has entendido? - Sí, mi patrón - repuso en buen castellano y se fué murmurando entre dientes: "Ay, señor, warmiskay... " A eso de las diez llegó un peón de Mollepata. Traía un recado de doña Clara. Le agradeció "el valioso" obsequio y lo invitaba a almorzar. Adolfo reflexionó que no le convenía ir temprano por el peligro de embriagarse a Ias primeras de cambio. Prefería ir un poco tarde. A las cinco se encaminó a Mollepata. - Los señores están en la huerta - le informó la criadita de la casa, la Asunta. - Debe de haber buena concurrencia - conjeturó Reyes. Vió pasta ocho o diez caballos ensillados, pero desenfrenados. Mordisqueban la alfalfa que les habían echado a la sombra de los churquis. Del lado de la huerta llegaba el ritmo de un kaluyo preludiado por una estudiantina de guitarras y bandolines. Allí se encaminó el recién llegado. Unos sentados sobre un tronco de molle y otros en sendas sillas, rodeaban a doñ Clara. Estaban ahí Mariana de Jesús Paredes, señora como de setenta años, propietaria de "La Puerta", un extenso viñedo, dos leguas río abajo; sus dos hijas, Justina y Rosaura, y sus

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dos hijos, Ladislao y Rodolfo. Hernán Martínez, que había bajado de Chirca el día de elecciones, cuando se escapo de la plaza después de haber amedrentado a los polizontes de "El Achacachi" con su intempestivo disparo. Guillermo Ruiz, que vino a la propiedad que poseía su madre en la ribera de Viñapampa, dos leguas río arriba de Mollepata. Vino a la región tanto por concurrir a la jarana con que tradicionalmente festejaba su onomástico doña Clara - era uno de los cumpleaños "clásicos" del lugar -, como por sustraerse a los abusos del Cura y del Subprefecto. Igualmente don Pascual Vega estaba entre ellos por ambos motivos. - Véanlo a éste - reprochó Claudina -. ¡A la hora que viene! Doña Clara le regañó tambien por su tardanza. El resto de la concurrencia pidió, por aclamación, que, "en castigo", se le sirvieran las copas dobles. No era justo que él se encontrase sano, cuando ellos ya estaban "arriba". Ladislao, que tenía fama de eximio guitarrista, no cejaba de tocar sus huayños, kaluyos y cuecas, acompañado por Hernán con su guitarra y por Guillermo, con su bandolín. - Bueno, en agradecimiento a Adolfo - manifestó doña Clara -, vamos a estrenar las copas que me ha enviado de obsequio, sirviéndonos un vinito añejo que estaba guardando para una ocasión como esta. Andá, tray, hija - ordenó a Claudina -, ése que te indiqué ayer, el que está en el barrilito chico. Claudina, diligente, trajo el añejo. - ¡Qué bonitas copas! - observó doña Mariana de Jesús. - Son, pues, las que me ha mandado de obsequio el Adolfo - ratificó la anfitriona.. - Pero mejor es el vino - observó Ladislao llevando su copa y apreciando la calidad del vino al trasluz. - A ver, prueben; qué les parece. No tiene más que cinco años, pero tengo otrito, de siete. - A la salud de doña Clara - exclamó Ladislao -. Que el cielo la conserve por muchos años para que siempre nos regale con esta bebida de los dioses. - A su salud, doña Clara - levantarón sus copas todos a un tiempo y vaciaron el vino hasta las heces. - El que tenía buenos vinos - rememoró doña Mariana - era don Ventura. Tenía unos borgonas tintos, del año en que nació Berta, que sólo hacía sacar unas dos o tres botellitas para cada cumpleaños de su hija, ¿se acuerdan ustedes? - ¡Oh, los vinos de don Ventura! - confirmó Ladislao -. Con un par de copas de esos vinos, uno se ponía a cantar. Y con media docena, a

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la cama -. Dirigiéndose a Adolfo: - Pero tú ya no has tornado de esos vinos de tu padre. - Estaba en Sucre, entonces. - Tu padre sí que sabía hacer buenas fiestas. Aquellas nogadas de pato que nos invitaba... - suspiró Rodolfo. - Y las kala-purkas. Ese es plato regio - acrecentó Ladislao - ¡Oh, lo que habremos jaraneado en "La. Granja"! Pero ahora ya no debe de haber nada ahí. Esa finca esta abandonada en manos de los peones. Si tú, Adolfo, fueras como tu padre, otro gallo te cantaría. - Lo que es para Adolfo - dijo Hernán, mirándola intencionado a Claudina, que en ese momento repartía nuevas copas de vino - las que se lo cantan bien son las gallinas. - Pero, ¿por qué no se tocan un bailecito? - reclamó doña Clara -. Estan muy kkaimas (sin ánimo, desabridos). Pero aquí no se puede bailar. Mejor, vamonos al corredor. ¿Qué será de mi ahijada, la Antonia?; ésa es la que está haciendo falta para alegrar el día. - Ya ha ido un peón, a llamarla - comunicó Claudina -. Ya debe estar viniendo. Al rato, en efecto, vieron trastornar por la esquina de río abajo, dos de a caballo: eran Antonia Arduz y su hermano Juan, que venían de su propiedad, "La Galana". - Vamos a esperarlos en el corredor - aconsejó Martínez y que nos encuentren bailando. Ya en la galería de la casona que dominaba toda la amplitud de la playa, la estudiantina comenzó a preludiar un "bailecito" de la tierra. A ver - voceó Ladislao - en baile kalapintos (mariposas). Yo les daría ejemplo, pero si yo bailo no ha de haber quien lleve la primera. Vamos, Adolfo, sé un poco educado, invítala a doña Clara. - Yo ya soy vieja - se excusó -. Que bailen las jóvenes. Ahí las tienes a doña Rosaura. - No, no - protestaron todos -. Primero la del cumpleaños. Accedió doña Clara. Cuan alta y gordaza que era, se puso en pie trabajosamente y bailó un bailecito a la usanza de sus tiempos, con pasos lentos y ceremoniosos, con profusión de dengues y venias. - Velay - dijo al concluir -. Ya les he dado gusto. Ahora les toca a ustedes. XLI A poco, se escuchó un tropel de corceles. Antonia se había adelantado. Al galope llegó hasta cerca de los churquis. Salieron a recibirla. Hernán se apresuró a ofrecerle el brazo para que

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desmontara. Antonia, garrida amazona, bajó de un ágil brinco. - ¡Qué bien lo habían estado haciendo ustedes! - exclamó, sonreída. Traía las mejillas encendidas por aquel sol de junio que brillaba desde un cielo de azul bruñido. Antonia, como de unos veinticinco años, era espigada y gracil, de piel más morena que blanca y ojos negros, vivaces y picarescos. Su alías era popular en toda la ribera: “La Negra" de "La Galana". No era una mujer hermosa. Era algo peor que eso, muy avispada, de una euforía de ardilla. Especialista en cumpleaños y fiestas de guardar. - A ver, un buen añejo para mi ahijada - demandó doña Clara, y brindándole una copa -: Tienes que tomar esta copa por tu madrina. - Mil gracias, madrina - recibió el vino, sonriente, las pupilas brilladoras; toda ella, un rayo de luz. - Siempre que me acompañen ustedes. Todos los de nuestro río. Toda "la comunidad". - Cómo no; con tan linda ricura... No sólo una copa. Choque, negrita del Río Grande - se entusiasmó don Pascual, aproximando su copa a la de ella. - ¡Así me gustan a mí las mujeres, francas y alegres! - luego, volviéndose hacia doña Clara, que había recobrado su asiento en la testera del corredor: - Kay vidama kosaka... Y de no..., no vale… - ¡A ver! iUn baile, don Pascual! - sugirió Guillermo -. ¡Con "La Negra"! - No. Mejor una cueca - corrigió Hernan. - ¡Cueca! ¡Cueca! - pidió la concurrencia. Ladislao comenzo a preludiar y rompió a cantar: Con resignación espero, en el destino confío, que ha de volver algún día, a mi poder lo que es mío. A las lores del campo yo las adoro, al verlas marchitadas, ¡por ellas lloro! - iOtra! iOtra! iUna sín otra no vale! - pidieron, en cuanto concluyeron las primeras. Al poco rato de que llegó "La Negra" al "diachacu", asumió la animación de lo ritualmente prescrito en la arcádica vida de

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Viñapampa. Los mozos, dirigidos por Claudina, que "estaba de servicio", hacían circular charolada tras charolada de vino y de chicha de maní, o singani, de "lo mejor", para los que lo preferían. Los bailes se sucedián sin interrupción. Ladislao, Hernán y Guillermo arrancaban sus jacarandosas cuecas y kaluyos a sus guitarras y bandolines que ahora parecían vibrar con una más metálica sonoridad. - Y la Claudina ¿por qué no baila? -extraño don Pascual-. Ella como sobrina de la patrona, es la que más debería alegrarse. - Yo estoy de servicio, don Pascual - arguyó ella -. Para eso están ahí "las señoritas". - No, no... Que baile ella también - solicitaron los hombres. Las "señoritas" se hicieron un signo de inteligencia. - ¡A ver, don Pascual! - Sí, que baile ella también - concedió doña Clara -. Por ahora, le doy permiso. - Pero, si yo no sé bailar... - se excusó Claudina. - ¡Uff! ... Esta imilla... que se está haciendo rogar - murmuró Rosaura al oído de Antonia -. Como si no supiéramos que en San Javier arma unas jaranas escandalosas -. Antonia, sin los rancios prejuicios de casa de las hijas de doña Mariana de Jesús: - Sí, sí – gritó -. ¡Que baile! ¡A ver! ... - Sí - agregó Justina -, que nos enseñe cómo bailan en Chirca. No pudo rehuir. Pero bailó más de fuerza que de grado. Sabía que las Paredes, especialmente la Justina, que era una solterona flaca, de nariz picuda y de genio agrio, no le perdían ojo. El menor de sus pasos y ademanes iba a ser interpretado con la más implacable severidad. - Vaya, vaya - dijo al concluir, don Pascual -. Parece que estás de mala gana... iOtras veces tú me das la zurda en el zapateado! - Si yo no se bailar, don Pascual. La que lo hace muy bien es la señorita Justina. Baile con ella... Y se escapó, contrariada, a la cocina. - ¿Por qué no has querido bailar?... - le preguntó Adolfo, que había ido tras ella. - Andá, baila vos, pues... ¡con ésas! Esas son las de tu clase. Yo no tengo derecho aquí a alegrarme. Yo no soy más que una sirviente. - ¿Por qué dices eso, Chaskita? Más bien tú, aquí, eres la dueña de casa. Y vales cien veces mas que esas pobres señoritas tilingas. - Sí. ¡Claro! Pero ellas son, pues, de vestido y yo soy de pollera. ¡Andá, bailá con ellas! - No; si yo no he venido aquí por ellas, sino por vos. Tú lo sabes muy

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bien. Y, ¿quieres? ¿Por qué estas así? - Porque me da la gana. No me fastidies. - ¿Me despides, entonces? - Mira, Adolfo, no me fastidies. Yo tengo que preparar la comida y vos estás viniendo a perjudicarme. Andá, bailá. ¿Oyes? ... ¡Qué bonito estan tocando!.. . Adolfo, pensativo, regresó al corredor. La jarana continuaba animada. Los hombres, que ya se habían ingurgitado sus buenas copas de vino y singani, estaban ya mareados. A la hora de la comida que se sirvió ahí mismo, en el corredor, donde volvieron a llevar la mesa que sacaron para bailar, comenzaron los brindis a doña Clara. Ladislao, que tenía fama de orador y también su hermano Rodolfo que competía con él, no perdonaban cumpleaños en que no improvisaran uno de sus brillante discursos, que de tanto decirlos, ya se los sabían de memoria. Esas eran las magníficas oportunidades que se les presentaban para lucir la verborrea que habían adquirido en la Universidad de Chuquisaca cuando fueron estudiantes de Derecho. Ladislao llegó a doctorarse. Rodolfo se quedó a medio camino, más, de todas maneras, eran los Castelares de Viñapampa, especialistas para discursos en diacbacus, seis de agostos y entierros. Después de la comida, la jarana continuó, con más brío, como hasta las once de la noche. Doña Mariana con sus hijas, se retiró a dormir en la habitación que les tenía preparada doña Clara; Antonia y su hermano se fueron a otro aposento; doña Clara se retiró al suyo. Don Pascual, los Paredes, Hernán, Guillermo y Adolfo, que no habían concluído aún el jarrón de vino que les quedaba, continuaron bebiendo. Habían dejado de tocar y cantar. Ahora se engolfaron en una ardida controversia de política. Los Paredes defendían a don Bautista Saavedra a bandera desplegada. Don Pascual, Hernánn y Guillermo, protestaban de él, imputándole los abusos del Cura y del Subprefecto de Chirca. Ponderaban los métodos de Montes, "El Gran Presidente". Caían las piedras sobre Saavedra, "El Tirano". Aprovechando de lo engolfados que estaban en la discusión, Adolfo se dirigió, disimuladamente, a la cocina, en pos de Claudina. No estaba. -Ha ido a echar llave a la bodega - le comunicó la Asunta, a quien la encontró soñolienta, acurrucada, en un rincón. Eran como las once de la noche. Reyes bajo a la visa y se dirigió a la bodega. Se encontraba en el centro de la hacienda. Habíase sentado al borde de una acequia, a la sombra de una higuera, como a cinco pasos de la bodega. Con la

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diestra apoyada en la mejilla, estaba triste y pensativa. Adolfo, tembloroso, se aproximó a ella. No estaba ebrio, sino en el grado eufórico de la embriaguez. - ¿Qué tienes, Chaskita?... - le preguntó, cariñoso. - ¿Ya han dejado de beber. esos tipos? ... ¡Qué sinvergüenzas! Esos no son capaces de contentarse ni con toda la bodega...Y, vos, ¿qué milagro no estás andando de cuatro pies? - ¡Ah, no! No vuelvo a emborracharme más. - ¡Qué te crea to abuela! Y esas señoritas, ¿ya se han dormido? ¡Semejantes piltrafas! ¡Si una fuera como ellas! Que se están rogando a los hombres. Y en líos con sus peones... Y después, ellas son, pues, las santas, las virtuosas. Como si no las conociera. Bueno, ché, Adolfito, andá donde esas. Esa Antonia te conviene. ¡Tan buena moza que es! - No digas disparates, Claudina. Tú eres la única linda para mí... ¡Ah, si te matara! -exclamó y la abrazo violentamente buscando sus labios para besarla. - No, no, rechazó ella -. No seas abusivo... Voy a gritar... iAtrevido!... Adolfo, excitado por una irrefrenable deseo y audaz por el vino, no trepidó en hacerla suya, costare lo que costare y, forcejeando, logró echarla de espaldas. Ella intentó rechazarlo aún y dió un grito, que Reyes sofocó con sus besos. Ella comenzó a entregársele y jadear y se le abrazó a su vez ciñéndole con tal vigor serpentino de sus fuertes brazos como si fuera a triturarle los huesos. - Ay... Ay... ¡Cuánto te quiero! - Estaba sofocada, sudorosa y sedienta aun de calmar esa sed que la hostigaba, más luego sintió como la sensación fresca de la lluvia sobre la tierra reseca. Ella se incorporó, se arregló el cabello y echándole los brazos al cuello, le vació sobre el pecho el anfora colmada de sus senos robustos y lo besó con sus labios carnosos, sensuales, jugosos: - Desde ahora – jadeó -, has de ser mío, mío, mío... y de nadie más. Luego de un rato, Adolfo, instruído por Claudina, se encaminó disimuladamente a sacar su caballo del corral. Lo ensilló y tomando por la vereda de arriba que cercaba a Mollepata, para no pasar por delante del corrector, se marchó a "La Granja" . Claudina se encaminó a la casa y entró al corredor; don Pascual había concluído por arrojarse, derrengado, a un sofá y dormía con la boca abierta respirando con un silbido estertoroso; Ladislao, al otro lado del sofá, roncaba también mientras un hilo de baba comunicaba sus labios con el suelo. Los otros, después de haber concluído el vino de la jarra, habían

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desaparecido, con sus guitarras. Estos aprovechadores - se dijo Claudina - seguramente se han ido a terminar la farra donde las imillas de la Palca. XLII Adolfo, mal del cuerpo, habíase levantado ya muy entrada la mañana. Por recuperarse y respirar aire puro, fué de paseo por la viña. Un peón enviado por Julia le entregó dos cartas y un paquete de periódicos. Una era de Julia: agria, indignada, le hablaba de su conducta. Había Ilegado a saber de sus visitas a Mollepata, sus amores con Claudina y le amenazaba con presentarse en "La Granja", si Adolfo no iba inmediatamente a San Javier. Abrió la otra: era de Armando Matienzo, condiscípulo suyo en la Facultad de Derecho, en Sucre. Le recordaba su amistad y le censuraba, igualmente, su olvido. "No parece sino, querido Adolfo -le decía-, que desde tu descabellado viaje a la provincia hubieras decidido poner en olvido hasta a tus mejores amigos y, lo que es más grave, renunciar a tus estudios, a tus aspiraciones y a tus más legítimas esperanzas... ¿Qué es lo que te ha sucedido? Mientras tú te dejas estar en esa aldea, adaptándote a un ambiente funesto, tal vez dedicado al alcohol y a las mujeres, aquí, todos los compañeros y amigos nos preparamos, unos a crearnos una situación, conquistar el rango que nos corresponde y, otros, los más audaces, si no los más inteligentes, van camino del triunfo. Sabrás que Joaquín Lemos, que no era de los mejores de nuestro curso, ha sido designado para representar a la Universidad de Charcas en el Congreso de Universitarios a reunirse próximamente en Montevideo; el chico Arana va de Secretario de nuestra Legación en Lima y, nosotros, los que quedamos en el terruño, continuamos laborando por la cultura patria. Acabamos de fundar "La Tribuna", periódico de ideas, que, como verás, por los números que te envío, hemos procurado hacerlo de corte moderno y darle el ritmo ágil, la vivacidad y la elegancia posibles. Al mismo tiempo estamos organizando la Universidad Popular donde nos proponemos dar conferencias difundiendo ideas a las clases obreras. Yo disertaré próximamente sobre las ideas de Engels en "El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado". Estoy encantado con Engels. Creo que es precursor de Spengler, cuanto al enjuiciamiento que hace de la civilización occidental. Ya ves, pues, que entre todos los muchachos de nuestra generación

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sólo falta, para la batalla de renovar el ambiente y luchar por la cultura, precisamente el que prometía más entre todos nosotros: tú. "Y tú, ¿qué haces ahí perdido y soterrado en esas tierras de Dios?" - Sí - se puso a pensar Adolfo -. ¿Qué hago yo aquí? ¡Oh, si Armando conociera mi vida y cómo he sido juguete de mi falta de voluntad y de los caprichos de una mujer en mi pueblo! La mañana, destemplada y ventosa, de invierno, sacudía las ramas amarillentas de los sauces y álamos que alinderan "La Granja", arrancándoles sus últimas hojas marchitas, que caían al fango para pudrirse allá en el agua estancada; los cerros circunvecinos, de un horrido gris invernizo, parecían cubrirse con un sayal de penitente, y todo contribuyó a sumir a Adolfo en esa desesperación callada y sentimiento de derrota que desde hacía algún tiempo, desde que se casó con Julia, iba comenzando a sobrecogerle con alarmante frecuencia. Para fugarse de este estado de ánimo insoportable, no encontraba otro recurso que... obnubilar su conciencia extraviándose por entre las brumas del alcohol. Pero ahora le iba viniendo tal repugnancia de su vida, tal hastío de esas diversiones estúpidas como los "diachacus" y jaranas y tal asco de su propia conducta que decidió reaccionar, echando mano de toda su energía. "Mientras yo voy pasando este año engolfado en las más absurdas aventuras -reflexionó, apoyándose al tronco de un sauce de mustias ramas - mis compañeros de Facultad han continuado sus estudios, acrecentado su cultura, afinado su sensibilidad y elevado su espíritu. Todos van encaminando su vida tras un ideal superior: unos, están realizando una obra de cultura que, al mismo tiempo que prestigio, les satisface sus mejores inclinaciones y, otros, más felices, estan alcanzando a salir de esta tinaja que es Bolivia y yendo a respirar el aire de vida de la cultura en los grandes centros, a ponerse en contacto con el refinamiento espiritual, visitar hermosos museos, bibliotecas, teatros. Mientras tanto, yo, sumido aquí, cada día más agarrado por las bajas pasiones de poblado, el "burgo mestizo", sin leer jamás un libro, sin escuchar una palabra inteligente, rodeado, cercado, amurallado de prejuicios, enredado de chismes de comadres, gastando mi patrimonio en emborracharme y a merced de una chola engreída, no ha de ser raro que ya dentro de poco sea una víctima del "resentimiento" y tenga ese terrible agriamiento de los derrotados por sí mismos, que no han correspondido a sus propias esperanzas y estan condenados a ir sumergiéndose cada vez más en el "pantano de la voluntad de la derrota" que concluirá por hacer de mi un vencido completo. Esto equivale a sepultarse vivo, o a un

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suicidio moral. Y se sintió tan infeliz, tan fracasado, que tuvo la sensación de ver que, en lontananza, se le cerraba el horizonte de su vida como si en pleno día - anocheciera. Se acordó, entonces, de aquella trágica sentencia kesjwa que dices figura como epitafio en la tumba del Mariscal de Ayacucho: "Chaupi punchaipi tutayarka". "A mediodia anocheció". Salió por un portillo del cerco a pasear por encima de los defensivos que resguardaban su propiedad. El Río Grande pasaba por la orilla calmoso y solemne ahora. Adolfo tomó asiento al borde de un "reparo" y se distrajo, un momento, contemplando el lento fluir del agua como hipnotizado por el rumor ensoñador de las ondas. - No me queda más porvenir - se dijo - que pegarme un tiro o morir con patada de frasco como casi todos los de aquí, si no reacciono a tiempo. Tuvo ímpetus de arrojarse al río. Así concluirían, de golpe, todas sus inquietudes. Se resolverían todos sus problemas. Pero, en ese momento, se acordó de su madre. La pobre viejecita, tan sufrida y amargada, ¿tenía el derecho de amargarla aún más de lo que había hecho y estaba haciendo en sus últimos días, echar sobre su corazón inerme esa montaña de dolor y oprobio? No: eso sería una vileza y una cobardía. Había que reaccionar, que echar mano de toda su energía y, domeñando sus pasiones que más eran concupiscencias, ¿por qué no podía subsanar los errores cometidos, abandonar esa vida ociosa causa de sus borracheras y emprender el camino de la redención? Era lo mejor que cabía hacer. Viajaría esa misma tarde a San Javier. Dejaría a Julia con su madre. Iría a Sucre. Rendiría el examen de Cuarto Año que le faltaba, escribiría su tesis de Licenciado y, a fuerza de una seria consagración al estudio, como sabía hacerlo cuando se engolfaba entre sus libros, recuperaría el tiempo perdido en Chirca, rendiría al año su examen de Tribunal, ingresaría a la redacción de "La Tribuna" y volvería a rehacer su vida de hombre de conducta ejemplar y de trabajo creador que había sido en Sucre. - "Sí, aún es tiempo de reaccionar y no dejarse vencer cobardemente por las circunstancias adversas - tornó a decirse -. Es preciso no dejarse Ilevar por la línea de menor resistencia, no ir cuesta abajo por el despeñadero del vicio, sino, virilmente, emprender, monte arriba, el camino de la redención moral". Arrojó, con desprecio, el cigarrillo que estaba fumando, y animoso, encaminóse a la casa.

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En el patio, de hacía rato, lo esperaba el Juandela, el wataruna de Mollepata (peón de año). Le entregó una esquela de Ladislao Paredes: "Querido Adolfo: Nos ha extrañado mucho que anoche te hubieras mandado mudar de un rato para otro. Hoy estamos haciendo "la corcova" de doña Clara y hay más entusiasmo que ayer. Doña Clara, por mi intermedio, te insinúa, encarecidamente, quieras acompañarla hoy día más. Te esperamos para el almuerzo que promete ser opíparo y con una suculenta kalapurka que han preparado las manos angelicales de "tu" Claudina, y hay un vino mejor que el de ayer".. - ¿Quiénes están ahí, Juandela? - Ahí están todos, niño. Los niños Paredes, doña Antonia y los demás viracoches. Solo usted falta. - Y... Claudina, ¿qué hace? - Ella también ya parece que está mareada porque está riñendo con las señoritas. -Bueno, diles que no me esperen a almorzar porque estoy muy ocupado, pero iré a la tarde. Mando ensillar su caballo y tomando por "el alto" de "La Granja" para no pasar - por la playa de Mollepata, emprendió camino a San Javier. - Allí - se dijo - no me demoro más de una semana, lo estrictamente necesario para arreglar mis asuntos, dejar arrendada mi parte en "La Granja" a Gutiérrez y a Julia al cuidado de mi madre y regresar a Sucre a rehacer mi vida. - De hoy - pensó alborozado -, Incipit Vita Nova. XLIII Hacia cinco días que Reyes se encontraba en Chirca. Afanosamente había dispuesto todo lo concerniente para estar pronto a viajar a Sucre, como era su propósito firme y definitivo. Gutiérrez iba a tomar en arriendo "La Granja". Julia, en vista de que Adolfo, a continuar en San Javier, iba a seguir con sus "criminales amores" con "esa maldita chola", consintió, de buen grado, en que se marchase a Sucre. Decidió ir a vivir en compañía de su suegra, doña Eufemia y resignarse a la ausencia de su esposo mientras durase su embarazo. Contaba ella con la obra del tiempo. - En Sucre - pensó se olvidará de esa chola y en cuanto yo tenga mi hijo, viajo allá para acompañarlo y quizá haga el destino que si no por

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mí, por nuestro hijo, se restituya al hogar: nuestro hijo será el vínculo que nos una. Toda la parentela de Julia, su madre, su padre, su suegra, eran del mismo modo de parecer y así se lo aconsejaron a Julia, que procure, de todos modos, "despacharlo" a Sucre, hacer que concluya sus estudios y formalice su vida. Se encontraba Adolfo, aquella mañana, sentado en un banco de la plaza, al lado de Miguel Mariscal. Este le decía: - Sí, hijo, lo mejor que puedes hacer, es irte. Concluir tus estudios, recibirte de abogado y trabajar, hijo, por tu porvenir y por tu prestigio. ¡Mañana has de ser una gran cosa! Lo que quedándote aquí... el porvenir que te espera. ¡Ah! ¿Desde cuando está la Claudina aquí... ? Adolfo se sorprendio más. Un súbito estremecimiento le recorrió por todo el cuerpo sacudiéndolo como una corriente eléctrica. De mantón claro de brilladora espumilla, pollera color naranja, zapatillas blancas y medias del mismo color de la pollera, airosa y cimbreante, pasó acompañada por Oscar Arraya, quien había llegado hacía poco de los minerales de San Patricio donde había obtenido la importante jerarquía de "Jefe de la Pulpería", antesala segura de la riqueza. Como era su costumbre, Claudina no podía estar sin llenar con sus desenvueltas carcajadas el recinto sagrado de la plaza Campero. Al pasar por delante del banco donde tertuliaban Miguel y Adolfo, se rió a mandibula batiente de algo muy sabroso que le decía Arraya. Claudina pasó sin dirigir la vista a ellos. - ¡Qué chola ésta! -rezongó Mariscal -. ¡Qué manera de reír...! Tiene razón la Amalia al decir que la Claudina "se ríe en quichua". ¿Y qué andará haciendo con el Arraya? De seguro que este tipo ha venido a proponerle llevársela a los minerales. ¡Tal para cual! Entre cholos se entienden. - Si alguien me repugna, es ese tipo - expresó Adolfo -. No conozco un hombre más solapado, más hipócrita que éste. - Tienes razón - ratificó Mariscal -. Por eso le dicen de mal nombre "El Beato". Tiene una manera de insinuarse tan... ¿cómo diré?... Tan untuosa, tan gelatinosa, que, cuando me da la mano, es como si estuviera apretando un sapo. O un murciélago. - No: ¡este tipo! ¡La Claudina con este tipo! - se dijo Adolfo, pasmado. No pudo aguantar Reyes. Se despidió, bruscamente, de Mariscal. Se dirigió al Mercado. Claudina estaba comprando un tambor de coca. Oscar, a su lado, se chanceaba con ella, zandunguero. Adolfo, ex-abrupto, sin hacer el menor caso a Arraya, se aproximó a

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la García y asiéndola violentamente de la mano, la increpó, fuera de sí: - ¿Por qué estas andando con éste? - Y usted - se interpuso Arraya -, ¿qué derecho tiene para manosearla? - Más derecho que usted, ¡so cholo! - Sí, soy cholo, pero no adúltero como usted - reaccionó Arraya y rápido, sin darle tiempo a Adolfo, le propinó una trompada en la cara, haciéndolo retroceder. Adolfo se repuso luego y energúmeno se fué encima de Arraya y comenzaron a cruzarse de golpes hechos unos desaforados. Claudina no supo qué hacer. - Usted es casado - le gritó Arraya - y no debe dar escándalos. - ¡Vávaye al c...! ¡a Claudina es más mi mujer que nadie! Varias mujeres que se encontraban en la Casa de Abasto realizando sus compras acudieron al alboroto y lograron separarlos. Adolfo se desprendióde las mujeres que l retenín y dirigiédose a Claudina, la tomó bruscamente de la mano: - Vamos a ir conmigo, por la plaza, para que vea todo el mundo que no perteneces a nadie más que a mí. - No - contestó la García -. Yo nada tengo que hacer con usted, ni con él. Déjenme sola. - Pues, tienes que ir conmigo, porque ya me lo has prometido... Vamos - dijo Arraya. - No - repuso Claudina -. Yo voy a ir con él, porque tengo que arreglar otros asuntos. - ¡Así es, vamos! - Adolfo le ofreció el brazo y del bracero la sacó de la Casa de Abasto y se dirigieron a la plaza. - Ahora - le dijo Claudina -, si me quieres, tienes que darme una prueba, como yo acabo de dártela; vamos a pasar juntos por delante de tu casa. Cruzaron la plaza. Los vecinos, doña Rosa Sánchez, en su tienda de la esquina, los cocanis que tenían sus almacenes. en la otra cuadra y otros curiosos, los vieron pasar, del brazo. Tomaron luego por la calle "Abaroa" y llegaron a la esquina "General Mariscal", donde se encontraba la casa de Reyes. Como si el diablo lo hubiese dispuesto, doña Eufemia y Julia estaban cosiendo a máquina en la habitación de la esquina que tenía puerta a la calle. Julia, que al sentir ruido de pasos se había asomado, curiosa, a la puerta, sufrió una impresión tan fuerte, que apenas pudo articular un "ay" y cayó, desplomada, con un síncope; doña Eufemia tuvo el valor de salir hasta la esquina y lo llamó:

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- ¡Adolfo, Adolfo, ven! A Julia le ha dado un ataque. Claudina le volvió la cabeza y se río con orgullo y desdén. Adolfo apresuró el Paso, sin dar oídos a su madre. Llegaron a la casa de Claudina. Entraron al tenducho. Reyes tomó asiento en la cama de la García; ella, a su lado. Ambos permanecieron, un largo rato, en silencio. Ese silencio patético y medroso en cuya entraña suelen fraguarse las tempestades. - ¿Por qué estas andando con ése... ? - le preguntó, al fin, Adolfo, colérico aún. - Claro, pues - repuso, afirmativa, Claudina -. Como vos te viniste donde tu mujer, yo he venido a buscar... - ¿Quéee? ¿Qué dices? - Lo que has oído. - Mira, Claudina, no me desesperes más. ¿Qué tienes que hacer con el Oscar? - Lo que vos tienes que hacer con la Julia. - Pero ya ves que la he dejado por vos... - Yo también lo he despreciado al Oscar por vos... ¿Quieres más prueba? Pero, ahora, si vos quieres vivir conmigo y que yo no haga caso a nadie, tienes que dejarla a tu mujer, y no hacer caso más que a mí, como yo estoy haciendo el sacrificio de perder mi honor, la protección de mi tía, todo lo que quería hacer por mí el Oscar, y hasta faltando al respeto a mi madre, ipor vos! Ahora mismo, si mi mamá sabe que estoy charlando con vas la pelea que vamos a tener, y lo mismo con la Ignacia. Pero, ¡cuenta con pago! Ya que lograste hacerme tuya, ¡ahora tienes que ser mío, mío y de nadie más! iYa veremos! ¡No te escapas de mí ni con la ayuda de toda la Corte Celestial! - Pero, mira, Claudina: vos sabes que te quiero más que a mi vida. Por tí acabo de desobedecer a mi madre y dar un escándalo en el pueblo...,Mira, ¡no seas mala conmigo! Pero no me ultrajes paseando con ese tipo... Vamonos mejor a La Granja. Ahí vamos a vivir tranquilos sin que nadie nos perjudique. ¿Y... ? ¿Quieres? - La abrazó, besándola con la suprema desesperación de quien, rato antes, había estado a punto de perderla "para siempre" y que le parecía haberla recuperado por milagro. Le vino un nuevo ataque de enternecimiento y se olvidó de todos sus deberes, hasta de los vínculos sagrados como el de su madre, cosa que le ocurría cuando se veía en presencia de Claudina, entregándose inerme, sin reflexión y sin voluntad, como atado de pies y manos, a los pies de ella. - Ahora - le dijo Claudina -, te vas a quedar a almorzar aquí.

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¿Quieres que te prepare unos "yungueños"? Diligente y alegre comenzó a exprimir el jugo de naranja en la cocktelera. Vueltos a la Paz, sirviéronse cordialmente los cockteles. - A mi madre le voy a decir que has peleado con tu mujer y que te vas a quedar a almorzar y comer con nosotros. No tengas cuidado. Pero, por si acaso vinieran a buscarte de tu casa, la cerraremos la puerta. Vámonos a la cocina. Doña Pascuala, a quien Claudina la había embrollado diciéndole que doña Clara le envió a comprar un tambor de coca para los peones de Mollepata, no alcanzó a sospechar el móvil de la inesperada presencia de Claudina en Chirca, pero la Ignacia, que vislumbró bien sus andanzas, no opuso ningún reparo, porque tenía también la voluntad sometida a "La Chaskanawi". XLIV Después del almuerzo, cuando Adolfo dormía la siesta en la cama de la Ignacia, en el salón de la casa, sonaron fuertes llamadas en la puerta de calle. Salió Claudina. Era Mariscal. - Ché, Claudina - le dijo -, vengo a hablarte de un asunto serio. ¿Qué ha pasado esta mañana? - Entrá, pues, si quieres saber, a mi tienda -. Le invitó a pasar. Tomaron asiento. - ¿Es cierto que el Adolfo se ha trompeado en pleno Mercado con el Oscar y que tu has sido la causante para eso? ¿Por qué haces eso, Claudina? - Nadie tiene derecho a observar mi conducta, ni menos a pedirme explicaciones, ¿sabes? Yo sé lo que hago. Si ellos se han peleado, será, pues, porque ellos han querido: yo nada tengo que hacer con ninguno de ellos. Y si te interesa saber, ¿por qué no vas a preguntárselo a ellos? - Acabo de estar con el Oscar y me ha dicho que tú le habías prometido irte con él a San Patricio, pero después, cuando el Adolfo te increpó, vos te asustaste... y ¡te viniste con él! - Si eso to ha dicho, ¡miente! No me creas, pues, tan estúpida, que yo esté yendo de querida del Arraya, cuando yo se que vive allá con una "palliri" que está embarazada para él. ¿Cree ese zonzo que yo no sé? - Pero, entonces, ¿por qué estabas andando con él? - Porque puedo andar con él como puedo andar con vos y con todo el que me de la gana. ¿Acaso eso es un delito? - ¡Ah, claro! No es un delito... Pero estar destruyendo un hogar y

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malcasar a un joven decente, eso... ¿qué te parece? - Lo mismo que lo que a vos te parecería cuando le ponías cuernos al doctor Sánchez con "La Subprefecta". ¿Te parece? ¡Oh, ñokata niguanki, chay cosasta...! - Y se río, intencionada. Mariscal no supo que responder. Claudina le había asestado un golpe en lo más vulnerable de su conducta de Tenorio del pueblo. - Pero, mira, Claudina, no es para que te acalores – repuso, conciliador, Mariscal -. Yo he venido a reflexionarte como un amigo. - iAh! Yo creí que como abogado de la Julia. Pero, mira, yo tambien to voy a dar un consejo: de la misma manera que yo no me he metido nunca en tus asuntos, vos no te metas en los míos. Yo se lo que hago. Ahora, ¿vos crees que soy yo la que lo tengo a ese "tu Adolfo", "tu querido primo" y ando rogándole para que me quiera... como bacen "las señoritas"? ¡Vos mismo sabes y has visto que en tu misma presencia lo he botado de mi casa, pero si él viene donde mi y me pide de rodillas y se me humilla, yo tampoco tengo corazón para hacerlo sufrir tanto, si él solo a mí me quiere! ¡Me dices que estoy destruyendo un hogar y malcasando a un joven decente! Es más bien esa señorita Julia la que lo ha hecho desgraciado al Adolfo, porque él quería casarse conmigo y con ella ha tenido que casarse por la fuerza, contra su voluntad, porque ella se le entregó a las primeras de cambio... ¿Quieres oír la verdad? Pues, ahí está: ¿te acuerdas de esa mañana cuando vos lo encontraste aquí al Adolfo, antes de que se case y yo les dije que se fueran a tomar "cocktels"? Pues, esa mañana, él Adolfo se hincó a mis pies, rogándorne para casarse conmigo, pero ya me contó todo lo de la Julia... ¿Cual de las dos, entonces, tenía más dignidad? ¿Yo, que acababa de rechazar un matrimonio, o esa "doña Julia" que estaba rogándose para casarse, porque ya había sido querida del Adolfo? ¿Es que quieres que vaya a publicar y a gritar todas estas cosas a la calle? - Pero, entonces - replicó Mariscal -, ¿por qué has esperado que el Adolfo se case, para recién ahora encerrarlo en tu casa y andar en amores con él? - ¿Sabes por qué? ... ¿Quieres saber? . Por eso... - y poniéndose de pie, rápidamente, levantó el brazo en alto y antes de que ni pensara Mariscal en lo que ella iba a hacer, le dió un violento lapo en la cara y sin darle tiempo de nada salió corriendo, gritando: - Mamay... ¡Ignacia! ¡Este bandido ha venido a faltarme! Incontinente entraron doña Pascuala e Ignacia, alarmadas. - ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? Mariscal, fuera de sí de cólera, intentó asirla a Claudina, con el propósito de abrumarla a golpes, pero ella, más ágil que él, se había

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armado luego de dos botellas que encontró a la mano y desafiadora, esgrimiendo las botellas, le dijo: - ¡A ver si te atreves a tocarme! Al ruido despertó Adolfo y salió a la tienda cuando Mariscal, refunfuñando, vencía el umbral de la tienda. - Chola adúltera - profirió desde la calle -, has de ver lo que te ha de pasar. - ¿Qué hay? - inquirió Adolfo. Nada - lo tomó Claudina de la mano jalándole con todas sus fuerzas, lo metió al patio -. Mejor que no te vean que estás aquí. Entra. - Pero, ¿qué ha ocurrido? - preguntó, angustiada, doña Pascuala. - Nada, mamay - informó Claudina -. Que ese "gualaicho" del Mariscal había estado viniendo mandado por esa Julia a insultarme y yo le he dado un lapo bien dado, como para que se acuerde. Eso ha pasado. - Pero, Claudina, ¿por qué eres así, tan acalorada? - le reflexionó su madre. - ¡Por qué soy así! Entonces yo, porque llevo "estas polleras" exclamó sacudiéndoselas -, ¿he de ser no más el estropajo de todos estos "viracoches" y que me han de decir todo lo que les venga en gana y me han de estar levantando mi honor cuando ellos tienen cola más larga? Si no hay quien me haga respetar en mi casa, yo tengo, pues, que hacerme respetar... ¡No faltaba más!... - Fué a sentarse sobre el poyo del corrector y cubriéndose la cara con ambas manos dió en llorar a lágrima viva, con hipidos sollozantes, con un agitado temblor en los senos: - Velay, yo tengo la culpa, pues, la culpa de todo, después de que yo no he hecho nada, de que yo siempre he sido mujer de mi casa y he vivido de mi trabajo, sin engañar a nadie... ¡Yo tengo, pues, la culpa para todo! - Pero, Claudinita, ¿por qué lloras? ¿Qué te pasa? - se allegó a ella, Adolfo -. No llores -le dijo, alisándole los cabellos que desordenados, se le alborotaban en las sienes. - Déjame - repuso ella, con un mohín desdeñoso, levantando los hombros. Luego, se repuso y agregó: - Vos andate donde tu mujer... Andá a meterte con los de "tu clase". ¡Yo soy chola! ¡Soy chola! ¿Entiendes? Ya has hecho lo que has querido conmigo, ya soy "tu chola". Ahora, claro, tus parientes, "tus buenos parientes", "tus honrados parientes", todos los que no son "imilleros", ni "corrompidos" como el Mariscal, ni que viven a costillas de sus queridas, esos... esos... ¡claro!, tienen que venir a mi casa a decirme que yo soy una descasadora y que estoy deshaciendo un hogar... el

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"hogar de un joven decente". ¡Joven decente! Tan decente que sois vos, también... ¡Decente... ! ¡Decente... ! ¡Que me claven aquí, en la frente, la decencia de estos... decentes! ¡Decentes que no valen ni el forro de la mas chijlli de mis polleras. Adolfo, perplejo, no sabía que hacer. Doña Pascuala, que hacía rato entrara en la cocina, le traía ahora un mate de tilo. Le rogó, mimosamente, que se sirviera. La ignacia vino del lado de Adolfo y le susurró al oído: - No le hagas caso a esta loca: está en su rato de mal humor y es capaz de llorar y patear todo el día y hasta de pelear con vos mismo. Mejor, vámonos a la otra pieza. Como después de media hora, Claudina, por fin, se calmó. Había desahogado en su Ilanto estrepitoso toda su cólera y sus resentimientos contra la acción de Adolfo que se vino de La Granja sin avisarle siquiera. Entró al saloncito donde la esperaba Adolfo, semillorosa aún pero ya sonriente. - ¡Ay! ... No se que me ha pasado denantes - dijo. - ¿Por que te vas a acalorar tanto de unos cuantos disparates que ha venido a decirte el Miguel? Tomaremos mejor unos ponches de vino. Claudina aceptó. Habíase puesto de buen humor, querellosa y tierna. Y, en ese momento, aprovechando de que su madre salió al mercado a proveerse de carne y la Ignacita fue a preparar los ponches, Claudina le expresó, sentándose femenil y voluptuosamente en los muslos de Adolfo: - ¿Conque "la sociedad" no quiere que me quieras a mí? Pues, ¡veremos!... Y, ¿chunkito? - Se le enlazó al cuello con un cálido abrazo y besándolo a boca llena, afirmó: - Esta noche te vas a quedar a dormir conmigo. Al día siguiente San Javier de Chirca despertó escandalizado con la noticia de que Adolfo Reyes había fugado del pueblo llevándosela a la popular Chaskañawi a su propiedad de "La Granja". XLV - Levántate, flojonazo. Ya son más de las ocho de la mañana sacudió. Era Claudina. Eufórica, rica de savia vital, rozagante rostro, frescos los labios, brillantes las negras pupilas, venía despertarlo, trayéndole el desayuno. - Vamos a tomar leche al pie de la vaca - expresó, mimosa Estamos ordeñando. Eso te va a sentar bien. Adolfo, con aquella laxitud que le era propia, se dejó estar en lecho, tirado de espaldas, contemplando el cielo raso de

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lo el a -. el la


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habitación. Durante la noche, nervioso, irritado, había pasado desvelado, insomne, atormentado, mientras Claudina, a su lado, dormía con un sueño profundo y reparador. - ¿Qué iba a ser de el en el porvenir? ¿Cómo se comentaban sus aventuras en Chirca? Lo que mas le dolía era el comportamiento que había tenido con su madre. Eso sí que no se lo perdonaba. ¿Por qué obró así? Como todo aquel en quien predomina la inteligencia sobre la voluntad -pensaba- yo soy un hombre sin fuerza de carácter, incapaz de seguir una línea de conducta que me he trazado. Ha bastado que Claudina excite mi amor propio y acicatee mis celos, para dar al traste con todos mis planes de reacción y lo eche todo por los suelos... Pero, ¿realmente, es que tenía el propósito firme, profundo, de abandonar esta vida, a la que estoy acostumbrándome, e ir a Sucre a seguir mis estudios y Ilevar esa vida austera y triste, "gelida", en mi destartalado y solitario cuarto de soltero, en una maloliente casa de pensión? ¿Por qué no puedo abandonar mis absurdas pretensiones intelectualistas y dedicarme a trabajar en mi hacienda, ser un buen labriego, volver a la naturaleza? - ¡Ah!, yo pienso que la "cultura", esa educación intelectualista que me han dado, eso de haberme introducido en "lo trascendente", en el estudio de la comprensión de los altos problemas espirituales de Occidente, me ha hecho un terrible daño. Pero, ¿por qué yo he tenido tal prontitud, tal aptitud, para penetrar de golpe, en los silos más hondos de estos problemas, que más que problemas, se han transformado en angustias y me han tornado en un hombre atormentado por el mal metafísico? Y entonces recordó, que a eso de, sus dieciocho años, recién egresado de Secundaria, atravesó por aquello que solía Ilamar su "crisis mística". Crisis que le puso en tal trance espiritual, que muchas veces le atacó la idea del suicidio... ¡Aquel fué el momento catastrófico de su existencia! EI también, como tantos hombres atormentados por la "duda metafísica" del Más Allá, sintió, con tanto dolor como aquellos, aquel "vacío" que escalofrió a Pascal. ¡Cuántas noches, como Jouffroy, fué descendiendo hasta el fondo del abismo congelado, el páramo del espíritu, donde el pobre "Yo" se encuentra irremisiblemente solo! Solo frente al Universo hostil, incompresible y extraño. Era también, como Pascal, un alma rota. Y la ruptura, el choque, se había producido tan bruscamente, tan catastróficamente, que le dejo inerme la voluntad para siempre, restándole todo impulso sano de

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acción, incapacitándolo para la esperanza, pues llegó a comprender, a sentir en carne propia, en la carne de su alma, la absoluta "vanidad del todo" como Leopardi, la falta de "sentido" y "de valor" de la vida, desde el momento en que, horrorizado, se descubrió a sí mismo, como Nietzsche o Kierkegaard, que, también para él, "había muerto Dios". Si la vida no tiene sentido, si no existe ninguna finalidad trascendente, si todo concluye con la muerte y en la vida todo es dolor, ¿para que vivir? ¿Por qué no eliminarse, realizar el supremo acto libertador, ya que esta es la única libertad de que dispone el hombre, la libertad de matarse? ¡Triste libertad! - ¿Era él un hombre decadente, fruto de una rata vieja, en cuya alma y en cuyo cuerpo estaba agonizando una antigun estirpe, haciendo "crisis" todos los problemas, las angustias y torturas, el hastío fundamental, el tedium vitae que sólo los hombres de las postrimerías de una civilización en agonía conocen? ... ¡Oh, con cuánta indecible nostalgia envidió, entonces, la fe robusta, el sentimiento cálido y de una pieza, de sus antepasados, de aquellos que como su padre mismo, don Ventura Reyes, como don Germán y otros troncos vigorosos del viejo solar hispano, tenían fe en Dios y jamás se propusieron siquiera el problema del valor de la vida! Pero él... El había nacido ya con un secular hastío de la vida: estaba ya cansado de vivir antes de haber nacido: es que ya nació cansado, Y, más aún si a ese hastío vital, fisiológico y de alma, se añadía el hecho de que su educación había estado viciada desde su misma base, tenía las raíces envenenadas... ¿Qué pensar, ni esperar de una juventud que a los dieciocho años se deleita con "Les Fleurs du Mal", de Baudelaire, comprende las torturas de la carne y del espíritu de Verlaine, se opila de Schopenhauer y Nietzsche, comprende a Flaubert cuando en "La Tentación de San Antonio" desea el eremita "volver al átomo" y, en medio de tales audacias de pensamiento y de tales doctrinas disolventes y anuladoras, no hay ni un sostén, se desconfía y se duda de los afectos familiares más hondos y se ha perdido toda brújula moral y después de haber desarrollado la mente hasta volverla lúcida para todo conocimiento, Pero al mismo tiempo, destruída la personalidad, disgregado el Yo, todo se traduce en escepticismo, en la corrosiva ironía de esos tipos de fin de civilización como Luciano de Samosata o Anatole France, víctimas de ese "mal de vivir" en que a fuerza de tantos banquetes de racionalismo, caen las naturalezas muy final y cultivadas? Pero mi problema, mi vida -pensó entonces-, es más angustioso aún, al encontrarme yo, aquí, con un alma poblada de tormentas

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metafísicas en frente de este paisaje de sierra, hurano y salvaje, bueno para que sobre él viva y procree el indio, que es hijo de esta gleba, Pero no yo que soy fruto de una cultura distinta. Siquiera aquellos hombres que han sufrido el tormento de la duda metafísica, han vivido en ciudades donde podían encontrar a otras almas gemelas para compartir con ellas sus inquietudes y dolores y encontrar así, en la confesión entrañable, un lenitivo a su angustia, pero yo, aquí, sumido en esta Tebaida, sin más sociedad que estos indios vueltos al "felaísmo" y una mujer que sólo sabe despertarme los apetitos de la carne, pero sin satisfacer ninguno de los del espíritu, mi tortura es mayor, porque es aquí donde me siento más solo, solo conmigo mismo, solo con mi dolor incomprensible para los demás. Sí - continuó reflexionando -, a más de que, tal vez por herencia de que místico Medioevo que acaso fué alguno de mis antepasados, yo he nacido predispuesto a atomentarme con las medioévicas torturas de los conflictos entre la fe y la razón y ha venido a aumentar la agudeza de esa lucha el brusco choque de mi educación absurda: salido de un hogar cristiano de plácido patriarcalismo como era el mío, con una herencia multisecular de alma cristiana, fuí a dar a un colegio laico y precisamente en el momento en que recién llegaba la "Misión Belga", esos señores, totalmente incomprensivos del espíritu del niño boliviano y sin sospechar siquiera el daño que iban a hacer, nos trajeron todo el positivismo comtiano y el materialismo más brutal de los Haeckel y los Buchner y así, de golpe, en unos espíritus que aún no debieron haber salido de las ingenuas creencias patriarcales de sus padres, nos inyectaron todo el virus del Racionalismo y la irreligiosidad "fin de civilizacion" de Europa, y es así como nos enseñaron a burlarnos de la creencia en Dios y a pensar con el helado pesimismo de un anciano desencantado cuando aún no habíamos saboreado ninguna de las fruiciones ingenuas, pero creadoras y claras de la juventud. Del colegio hemos salido -se dijoviejos, decrépitos y hastiados, sin fe en la vida, ni en nada. Soy, pues, y no hay remedio para ello, un "fin de siglo", un alma crepuscular de Occidente extraviada en lo más agreste de estas breñas de America. Por eso hay un cósmico divorcio entre mi alma que es de otra parte - y el paisaje que me rodea, que yo no lo puedo sentir, y, menos, vivir de acuerdo con él. Por eso hay en mí un desequilibrio, una insatisfacción, un estado de no encontrarse nunca, en ninguna situación en que me encuentre, de plena satisfaccion: nunca yo basto, del todo, a esa situación, ni esa situación, tampoco, nunca, me basta del todo... De ahí que, de raíz, yo he nacido para no

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vivir mi vida "en su plenitud", sino fragmentariamente, Sí, soy un "hombre fragmentario"... O, mas propiamente, absurdo, incompleto, desigual. Yo siento que, aquí, en el campo, algo me falta, y algo me sobra. - Pero, ¿hasta qué hora piensas estar en cama... ? - Entró Claudina meneando las caderas donairosas -. ¿No te da vergüenza estar en cama hasta que el sol se ponga encima de tu cabeza?.... Bueno, ¡vamos! Aquí tienes tu pantalón. Vistete de una vez. Adolfo obedeció, casi mecánicamente, como un autómata. - Ya que soy un "hombre fragmentario" - se dijo, mientras metía el pie izquierdo en el pantalón -, y tan poca voluntad tengo de vivir, esta mujer que viva por mi la parte de vida que yo no puedo vivir. Se aseó rápidamente, se remojó la cabeza por ver de disipar sus nieblas metafísicas y, un tanto repuesto, conciliado con la frescura de la mañana, se dirigió al corral de, las vacas. Era un tapial "pirkado" de piedras y argamasa de barro. Cuando ingresó al corral, un fuerte olor de boñiga y de establo le asaltó a la nariz. Ese olor, aunque áspero, tenía mucho de saludable y vigoroso. Había dos vacas, una overa y otra negra, franjada de blanco. A esta la tenía el Mayordomo sujeta con un lazo del testuz y Claudina, acuclillada al pie de las ubres, ordeñaba la leche que fluía en abundancia de la repleta ubre sobre una jarrafa de barro. Luego ordeñó en un vaso de cristal y se lo ofreció a Adolfo. - Tomá: esto te ha de sentar bien. - Al erguirse con un esguince del tronco, Claudina elevó el busto escorzando el vientre. Entonces Adolfo observó que éste había aumentado de volumen y que dentro del vientre de aquella mujer se estaba fraguando el misterio de una nueva vida. Adolfo la contempló, e involuntariamente, una sonrisa, ya no de "fin de siglo", sino de "páter familias", le iluminó el rostro. Claudina interpretó perspicaz su sonrisa. Ruborosa, bajando los ojos, se sonrió también con esa voluptuosidad alegre de la mujer preñada. Luego le dijo a Adolfo, en kesjwa, como se expresaba toda vez que su intimidad se sobreponía a las conveniencias: - ¿Imata kjawasianki, bandido? (Qué estás viendo pícaro?) - El hijo de esta mujer - se dijo Adolfo -, Dios quiera que sea más hijo del creador sentido de la Naturaleza de ella, antes que del atormentado espíritu mío: entonces será el fruto genuino y sano de estas fuertes sierras andinas, lejos de toda la crápula intelectual de Europa. Y como nunca, se sintió, entonces, más ligado a aquella mujer de anchas caderas y labios sensuales y jugosos. Allá, en la Universidad de Chuquisaca y en la civilización de las urbes

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- se afirmó -, está la muerte. Aquí esta la vida. La vida del porvenir. Se aproximó a Claudina, la besó amorosamente en los labios frescos y, enlazándola por el talle, le dijo: - Vamos a ver el trabajo en la chacra. Una veintena de peones, inclinados sobre la gleba, armados unos de "kurpeadoras" (desterronadoras) y otros de picos y galas, iban destripando las "kulas" del terreno y otros removiéndolo. Dos yuntas de bueyes iban arando el sembrío, preparándolo para las próximas siembras de octubre. - Mi hijo - expresóle entonces Adolfo a Claudina - ha de ser un hombre como éstos, un buen chacarero como estos y no "un doctor" inútil como yo. La mañana, cálida y dorada, radioso sol de primavera desde un cielo azul de zafiro sobre el campo fecundo.

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EPÍLOGO - ¡Qué sorpresa más agradable! ... ¿Cuándo llegaste? - Se estrecharon, con un fuerte abrazo. - Anoche, a eso de las doce. Como el auto venía descomponiéndose a cada momento, no pudimos llegar temprano. - ¿Y, vienes por algún tiempo? - Sólo por quince días. Y, eso, apenas he podido conseguir esa licencia. Mis patrones son muy embromados. Judíos, al fin... - ¿Dónde trabajas ahora? - En la "Empresa Minera" de Potosí, más conocida por "La Unificada". Soy cajero de la Compañía, pero me hacen trabajar como a un coolie chino. No tengo tiempo ni libertad para nada. Uno, ahí, es menos que un esclavo, es una tuerca o un tornillo de esa complicada maquinaria que es la Empresa. Y, ni siquiera nos pagan bien. Nos pagan en moneda nacional y aunque gane 1.000 bolivianos, como nuestra moneda está ahora en desvalorización, eso no me alcanza para vivir... ¿Qué quieres? Con una "mujer de ciudad", a quien hay que vestir bien y satisfacer sus caprichos, con compromisos sociales y cuatro hijos... Los que ganan bien y trabajan menos son los judíos. A ésos les pagan en dólares. Yo enfermé de pulmonía a consecuencia de los frecuentes resfriados por mis pernoctadas en "El Ingenio Velarde” para el balance. Los médicos me han prescrito una temporada de campo. Por eso he venido. Y, tu, ¿qué tal? Supe que cortaste tus estudios y te quedaste a vivir con... - Así es, hermano. Pero, ¡no me pesa! En vez de un picapleitos más, aquí tienes un honrado agricultor. Y hasta industrial en "vinos y licores". No yo; ya sabes que no sirvo para negocios, sino la "socia". Pero, vamos a casa. Eran Fernando Díaz que había vuelto a San Javier después de doce años de ausencia y Adolfo Reyes. Mediaba el mes de septiembre. La mañana, rica de sol. Los campos reverdecían. En las chacras ribereñas había comenzado ya el afanoso tráfago de las siembras. - ¿Vives aquí? - preguntó Fernando, reconociendo que se encontraba frente a la casa de Claudina. - Sí - afirmó Reyes -. Pasemos al saloncito. Díaz lo encontró refaccionado, los muros pintados al oleo, de azul, atalajado con un mobiliario discreto. En el patio, el molle de antes y a su contorno, en macetas, florecían Ios claveles, resedas, malvas y albahacas, tacones y heliótropos. Reyes le invitó asiento y cordialmente preguntó:

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- ¿Quisieras probar "un singanito" especial, de "La Granja"? Siempre que no estés prohibido. - Me recomendaron me abstuviera de copas. Pero, por disfrutar de tu compañía, te acepto. La criadita, la Asunta, trajo un frasco de singani. Sirvió, diligente, Adolfo. - Como no está aquí "la patrona" - dijo, medio en broma, medio en serio, Adolfo -, podemos tomar con libertad. Aunque viéndome contigo no ha de decir nada. Es muy Brava "la socia". Aunque no tiene por qué. Yo solo cuando vengo aquí, muy de allá en cuando, le pego unos tragos, con Ios amigos. A ver, que te parece éste: ¡sírvete! - Veo que la vida de campo to ha sentado bien: has engrosado y hasta te encuentro más joven, por lo menos mas fuerte de cuando te deje. ¡La Buena Vida! - Tal vez - replicó Adolfo -. He echado al diablo todos mis "metafisiqueos" fin de siglo y, si me vieras en la finca, me tomarías por un perfecto watarruna (peón de año), de "la patrona"; por la mañana, la pala al hombro, de abarcas y pantalón de jerga, a limpiar la acequia, o regar la huerta, o, en la bodega, destilando licor; en fin, en una finca, cuando uno se propone mejorarla, siempre falta tiempo, siempre hay algo que hacer y uno se la pasa divertido. ¿Me creeras? Hasta he aprendido a tirar la reata y soy un buen herrador de caballos; ¿qué te parece? - ¡Pues, hombre, muy bien!... En cambio, yo estoy a punto de embrutecerme, o de convertirme en una máquina de fabricar números y hacer sumas; cuando salgo de la oficina, a las seis de la tarde, con la vista fatigada de tanto escribir números en el Debe y Haber, se me produce como el vacío cerebral: no tengo ánimo para nada, ni para leer un periódico. - Realmente, ese trabajo debe de ser matador. Te encuentro menos jovial de lo que fuiste y estás canoso y arrugado; has envejecido muy pronto. Y tu mujer, ¿que tal? - Como todas las "de sociedad", hijo: una imbécil. Y ¿qué fué de Julia? Supe que murió. - Sí, al año de que te fuiste, el año del Centenario, precisamente, en noviembre; le vino un ataque de eclampsia tan violento que ya no pudieron salvarla. Yo vine de "La Granja", donde me ercontraba, pero ya sólo llegué a sus últimos momentos. ¡Pobrecita! ¡Cuánto ha sufrido por mi culpa! Yo también sufrí mucho. También murió mi madre el año siguiente. Tuve que vender la parte que me tocaba en la casa y los muebles. Con eso y con el trabajo de Claudina, que me ha resultado una financista eximia, pudimos comprarle su parte a mi

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hermana Berta y, ahora, toda "La Granja" es mía. Propiamente mía no, de mis hijos. Les he hecho cesión y donación intervivos. - Ah, sí, me ban dicho que tienes unos tres chiquillos preciosos, pero que no quieres mandarlos a la escuela. - Es verdad; ¿para qué los voy a mandar a que se corrornpan? Tu conoces mis ideas sobre educación en nuestro país. Es la mejor escuela de corrupción que ha podido inventarse después del Cuartel. Además, antes que intelectuales parásitos, prefiero verlos de buenos chacareros. Son dos hombres y una mujercita. ¿Dónde los educaría? ¿Aquí? En las llamadas entre nosotros "ciudades", todo es malo, desde el agua potable hasta la moral pública y privada. Tampoco la provincia es buena: es el típico "burgo mestizo"; lo menos malo es el campo. Por lo menos ahí vive uno lejos del mundanal ruido y franciscanamente fraternizando con la hermana agua, el hermano árbol y, también, ¿por qué no decirlo?, cuando Ilega la época de las brevas... el hermano vino a la sombra de los granados en flor. La vida es rústica, monótona, pero fibre. Todo mi ideal era, como recordarás, ir a pasear a Europa. Sobre todo a Italia y España, a Holanda y Bélgica; quería conocer los grandes museos, comprobar hasta dónde puede emocionar la pintura, como conmueve la música o la poesía. No se ha podido.. . Y aquí me tienes de watarruna de doña Claudina, hecho un perfecto viñapampeno. - ¿Y qué fué de la familia del tío Germán? ¡La Elena aún tuvo la pequeña venganza de mandarme su participación de matrimonio! - ¡Lo que son las cosas! ... Pero, sírvete antes; tomaremos una más, antes de que venga "la greñuda". Tanto que trabajó el pobre don Germán en Koyawaicu para que el fruto venga a poder del menos pensado, de Adriázola. Es el que se casó con tu "adorada". Una bala perdida de esas, que vino aquí de maestro de escuela. Don Germán murió arrastrado por un caballo. Recordarás que se las daba de jinete y era aficionado a montar en caballos chúcaros. Pues, uno de ellos, lo arrastró. Doña Angela no pudo sobrevivirle mucho tiempo y, muerta ella, las Manrique, que eras tan orgullosas, bajaron tanto el copete, que la Irene, tan soberbia que era, se fué con un turco y ahora anda rodando por el mundo; la Elena se casó con Adriázola y vivía aquí muy pobremente, pero, cuando la boya del bismuto se fué a trabajar la mina de su padre, personalmente ella, como pudo, fué a establecer el trabajo. Ahora tiene una buena casa y ha comprado una finca en río abajo, "La Joya". Ahí la tienes a tu ex-novia, hecha una minera y propietaria. Ella es la que trabaja y dirige las finanzas de su casa. Lo que es el otro, es un perfecto mancarrón. ¿Qué te parece? ,Quién hubiera creído que la Elena, a quien la suponíamos tan frívola

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y pizpireta, hubiera resultado tan mujer...? - Así es... - suspiró Fernando -. ¡Quién hubiera creido! - ¡Ya estás bebiendo, vuelta! ¡Sinvergüenza! - Era Claudina, que desde el patio, había observado que Adolfo estaba levantando el frasco de singani, disponiéndose a servir nuevas copas. Entró como una tromba de furia al salón dispuesta a reñir con Reyes. Más, al ver a Fernando, se contuvo y cambió de actitud: - ¡Ah! - exclamó, ruborizada -. Perdone, don Fernando. Pero yo no creí que este "viracoche" estuviera con usted. ¡Si éste cuando viene aquí se echa a perder de una pieza! Lo que es en "La Granja", lo tengo aquí - concluyó levantando el brazo y cerrando el puño y haciendo un ademán como de quien sofrena un caballo -. ¡No lo aflojo! Bueno, Adolfo, ahora tienes que ir al Molino de la banda a hacer moler el maíz. - Como todavía vas a permanecer algún tiempo aquí - dijo Adolfo -, ¿por qué no vienes -a visitarnos abajo? Te mandaré un animal ensillado y otro para tu equipaje. Allí hay un aire más puro que el de aquí, el río próximo y caudaloso para los baños y leche a todo pasto. - Sí - agregó, ya mansa, Claudina -. ¡Ojalá nos visite en nuestra casa! Aquí no podemos hacerle ninguna atención, como quisieramos, porque nosotros también, como venimos muy rara vez, estamos como forasteros. ¡Venga, don Fernando! Ya está llegando la buena época, de las frutillas y las brevas. Y los ha de conocer a los malcriados de este viracoche: son unos diablos.

Fernando salió de la casa de Adolfo con una indefinible sensación de tristeza y se dirigió a su posada. Como su padre, don Juan Manuel Díaz, murió hacía ya cinco años y se vendió la casa patricia donde él había nacido y nacierón todos sus antepasados, Fernando no tuvo más que recurrir al llamado "Hotel Progreso", el único del pueblo y que muy poco tenía de lo primero y nada de lo segundo. Todo en ruinas, peor que cuando me fuí - pensó al atravesar las calles -. Las casas más ruinosas, las gentes y la misma vida. Y yo también: de mi jovialidad de entonces, ¿qué me ha quedado? Yo también ya voy siendo una ruina de mí mismo. Por mí ha pasado la corriente incontrastable de los días dejando su huella abrumadora -. Y se acordó de aquel romance que dice: ¡Ayl, tiempo ingrato ¿qué has hecho? Hacia el atardecer, sintiéndose muy solo, salió a pasear por las

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escuetas callejas del pueblo y por departir con alguien fué a rematar en la indefectible plaza "Campero". Descansando en un banco, a la sombra del molle secular, estaba Miguel Mariscal, con quien ya encontró en la mañana. Le duraba a Fernando la impresión desagradable que había experimentado en casa de Adolfo por la destemplada y brusca actitud de Claudina, para lo que él no encontraba razón ni justificativo. Así se lo manifestó a Mariscal, concluyendo por condensar su juicio en esta exclamación: - ¡Pobre Adolfo! ... ¡Haber caído en poder de semejante chola! - ¿Por qué semejante.. .? - replicó Mariscal -. Adolfo necesitaba una mujer así, que lo maneje y domine y tenga la fuerza que ella tiene para impedirle que se de por completo a la bebida, como ya lo estaba haciendo cuando vivia con Julia, que era una mosca muerta, una "señorita mema", como el mismo Adolfo decía. Porque el Adolfo es como una guagua, sin voluntad, sin carácter, inútil para la vida. El necesitaba una mujer como la Claudina, que lo envuelva, que la waltte, porque él es de esos hombres que no pueden vivir de otro modo si no es abrigados bajo las polleras de una chola.

Era la hora del Angelus. Sonaron, lentas, seis campanadas en el campanario de la capilla de San Javier. Al vibrar cristalinas en el aire diáfano, fueron seis golondrinas musicales que se elevaron al cielo con la unión de una plegaria que pide gracia a Dios por los pecados de los hombres. Los pobres hombres. Maleable arcilla en manos del destino.

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