Canibalismos (Tomo 10)

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Canibalismos

16/12/2015 cAracas, venezuela N°10

catálogo de aperitivos literarios

Propósito de año nuevo Qué difícil salirse del nido de cristal donde te rodean cercos eléctricos y cámaras de seguridad. Tomar vuelo, riendas en el asunto, ponerse los pantalones. Vivir con una dependencia al “qué dirán” de esos dos titiriteros gigantes de carne hueso. Intento zafarme, huir, cortar hilos. Ser yo (nada de súper-yo ni de el-ello), sólo yo. He dejado atrás los números, las fórmulas, ese lenguaje exacto y preciso que puede llevarnos a la verdad de todo esto (dejaré que un verdadero personaje se encargue de ese lenguaje), en cambio, ¿yo?, me he ido por la rama de la escritura; la belleza escrita, su historia, sus cambios, su evolución, su perfecta imperfección. Es hora de cortar orejas ante palabras necias y dar ese pequeño que me llevará, de salto en salto, al Cielo: emprenderé el vuelo, seré el tren, me pondré esos jeans oscuros. Daniel Andrés Pérez Castillo, Escritor terco Barquisimetano.


Especial de navidad de George A. Romero Adrián Sandoval Estudiante de Letras UBA, Argentina

El tío Miguel me la había mostrado un día, está en el ático, yo lo sé, sé que está aquí arriba. Lucia, mi prima, no deja de lloriquear, está pálida y sus ojos van de una parte a otra erráticos. La pobre no entiende lo que está pasando pero yo he jugado suficientes videojuegos y visto suficientes películas para saberlo muy bien. Pero vivirlo es horrible, vivirlo no tiene nada de parecido a las películas. El tío Francisco había llegado tarde a la fiesta y estaba todo pálido. Se veía muy raro, vestido de Santa Claus y con cara de enfermo. No decía nada coherente y se tambaleaba. Mis papás y el resto de la familia habían asumido que estaba muy ebrio y ya, porque así era el tío Francisco. Entonces le pegó un mordisco a la tía Lara, como yo le pegué un mordisco a mi hallaca. Y entre el griterío y el forcejeo la tía Lara mordió a su esposo y a su hijo, y su hijo mordió a la abuela, y Francisco mordió a mi mamá. Mientras Miguel luchaba contra la familia, me gritó que llevase a Lucia al ático, que nos encerrásemos. Sé que está aquí arriba, la maldita pistola. Escucho a Miguel gritando. Los escucho golpear la puerta. ¿Dónde está esa maldita pistola?


El Pernil Pensándolo bien, no. Probablemente acabo de hacer esto porque simplemente no pude aguantar más. Las navidades suelen ser la época más estresante para mí y simplemente no pude tolerarlo. Él se estaba comportando de una manera muy tosca y sabe cuánto lo odio y, de todos modos, nadie se daría cuenta. Después de tanto conversar y conversar sobre qué deberíamos cocinar en nochebuena, decidimos que cocinaríamos un pernil; él se encargó de cocinarlo mientras yo me encargaría de cortarlo y servirlo. Durante el tiempo en el que él estuvo cocinándolo estuvimos hablando de qué podría pasar si alguno de los dos moría: concluimos que nuestras vidas estarían en pausa por un tiempo para poder seguir y superar. Él simplemente no sabía. Él termina de cocinar dicho pernil y comienzo a picarlo mientras nos decíamos cuánto nos amábamos. De repente imito el sonido del cuchillo tocando la mesa y lo escondo detrás de mí, me inclino para besarlo y mi zapatilla se mancha un poco. No dejo de besarlo y reírme; él simplemente quería alejarse y yo lo traía cerca de mí, era como cuando jugábamos a rechazarnos los besos. Comienza a manchar mis piernas y deja de agradarme la sensación. Él se recuesta en el suelo y le susurro al oído “feliz navidad, mi pedacito de cielo”. Voy directo al baño a limpiar la sangre de mis piernas y mis zapatillas, cantando una de sus canciones favoritas. Llego a la cocina, limpio el cuchillo y sigo cortando el pernil, silbando de alegría. “Me alegra que estés aquí conmigo, lindura” digo con entusiasmo, a pesar de sólo oír gemidos desde el suelo de la cocina. Una brisa empieza a sentirse de la nada, debe ser la época. Cierro la ventana y veo su reflejo, intentando levantarse del suelo. Comienzo a servir la comida, cena para dos. Él intenta arrastrarse hacia el comedor, se detiene y no emite ningún sonido. Me siento a comer mientras la sangre derrama de mi vestido. Debí haber usado otro cuchillo. Jaz Álvarez Estudiante de la UCAB Versión femenina de Fox Mulder Amante del cine


Navidad electoral venezolana La particular fiesta del exilio

Débora Ochoa Pastrán Estudiante de Letras UCV

"A fuerza de esperar, se acaba por no esperar nada, y nuestra ciudad entera llegó a vivir sin porvenir"

Hay entre nuestros conciudadanos (como diría Rieux en La Peste de Camus) un irremediable sentimiento de separación, que, cual ganglio inflamado, año tras año durante los últimos diecisiete, se ha ido endureciendo cada vez más. Para quienes convivimos en la realidad discursiva que Chávez y sus asesores intelectuales hicieron de Venezuela, existen diversas clases de separación que no sólo nos alienan a unos de otros, sino que además nos expulsan de las calles de las ciudades, nos alejan de los pueblos del interior, y nos segregan de las insoslayables barriadas que componen la mayoría de los espacios urbanos del país. A los pocos (poquísimos) que no las conformamos, aun cuando nos resulten de natural existencia, nos parece que siempre han estado ahí y sólo si acaso, han crecido en amplitud geográfica. No seamos ingenuos: esta extrañeza que nos divide ha existido durante décadas. Chávez, en definitiva, no fue su fundador, pero sí un exitoso sucesor y propagador de ella. Mientras que hubo una reconciliación social y espiritual para aquellos cuya voz y rostro fue arrogantemente obviado por las instancias de poder previas a “La Revolución”, se afianzó la idea de que el espacio más que compartido, debía ser tomado de manera caudillesca. La pugna patriótica se tornó en un lenguaje que rechazaba a todo aquel no estuviera con el proceso revolucionario, indiferente al estrato social al que perteneciera. Como toda ideología, el socialismo entendido desde el chavismo fue usado como una navaja de dos filos: con uno desmontaba a través de la palabra y proyectos sociales sensibles la opresión a la que el “marginado” (curioso término que apela a la mayoría de la población) estaba sometido; con el otro usaba al mismo marginado para manipular su arraigo en el poder, y su acceso desmedido a una riqueza criminal. Es aquí donde verdaderamente empieza a sonar el ditirambo de la fiesta electoral que dista de cesar en Venezuela. Se ha convertido en nuestra propia celebración autóctona, cual amanecer gaitero, acudir a la ceremonia del voto para competir contra aquellos que desean robarnos lo que es nuestro, o al menos así nos han dibujado la verdad frente a las urnas. Año tras año, muchas veces diciembre tras diciembre, acudimos a la afrenta, y dependiendo de los resultados numéricos celebramos o condenamos al estado cuyo único triunfo vuelve a ser, tras cada vuelta, mantenernos separados.


La violencia armada, el narcotráfico y la corrupción institucional palidecen como problemas centrales del gobierno bolivariano frente a uno que el oprimido jamás podrá obviar: el hambre. Mientras en nuestro afán seguimos, privilegiados, batiéndonos argumentativamente en la nube teatral de la llamada guerra económica, para el conciudadano el exilio más fuerte se hace patente en las entrañas. Así va desapareciendo la noción concreta de un imperio culpable, de una ultraderecha capitalista, pues al fin y al cabo no importa a quién se señale, importa la arepa o la inexistencia de ella. Importan además, los familiares que caen muertos como moscas en los hospitales, no ya únicamente a tiros, sino a falta de tratamiento. Para quién (como quien escribe) el espacio de la expresión fue violentamente reducido al miedo, el exilio es claramente otras cosas. La mayor parte de mi vida caraqueña ha transcurrido entre Coche y El Valle, y si en mi niñez lo que encontraba más intimidante era el imaginario del malandro, ya adulta me estremeció mucho más el del revolucionario radical armado. El miedo a hablar libremente ha amarrado la lengua de una generación que tuvo que acudir al encierro para evitar la confrontación, y esto fue legitimado por Chávez a través de sus triunfos democráticos. El carismático líder, al promover la violencia verbal desde su magnanimidad, la validó para el resto de la población dando rienda suelta al grito, a la cayapa, al sí porque sí y mejor cállate porque te conviene. Para otros, la separación ha venido en la forma de la imposibilidad del empleo consecuencia de juicios de personalidad de carácter político, o peor, ha venido como la forzosa aceptación de ideas no compartidas para poder asegurar un sustento que, de nuevo, importa más que los culpables. Ha sido tan espectacular el manejo de los medios de la comunicación, que para mucho chavista de alta alcurnia cultural el destierro no es más que algo que se vive fuera del territorio del país, y aún en ese caso, una penosa neurosis de componente dudosamente doloroso. Vengo a decir que no; que el venezolano ante todo es humano, y que como tal nace separado de los otros, vive con su extrañamiento e indaga en la soledad del destierro ya sea en su ciudad o de visita en otra. La calidad de visitante en la realidad es una que Chávez ennegreció con el defecto del privilegio económico, mientras paralelamente construía su hegemonía del poder. Dice Camus: “Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiera podido vivir a su lado un ser sobre quién podían en todo momento poner la mano”. Así mismo, dentro de quienes continuamos celebrando el triunfo de la separación electoral, pervive la tristeza honda del exilio, de la alienación como si uno y otro fuéramos mutuamente infecciosos. Duele y se dilata como la sensación periódica de femenino calambre ventral, pero se brinda por ella cada Navidad, con Ponche Crema, Superior o Chinotto para los chicos.


Carta N°2 Queridas últimas navidades:

Daniela Carolina Fuentes Estudiante de Letras UCV

No las recuerdo. Sé que pasaron por mi vida porque las fotos las inmortalizaron, pero esas imágenes inmortales no forman parte de las piezas que componen mi alma. Me he dado cuenta nada más terminar de escribir estas líneas que estaba mintiendo. Claro que las recuerdo. Recuerdo muy bien estar observando las estrellas a medianoche, en el patio de un edificio ajeno, escuchando los cohetes y las celebraciones, obligándome contener las lágrimas porque ya había suficientes esa velada. Recuerdo también como sentía el corazón lleno de agujeros: todo estaba mal, las pérdidas se notaban demasiado y a lo que permanecía empezaban a soltársele las costuras. Recuerdo forzarme con cuchillos una sonrisa en el rostro para que todos los demás pudieran esbozar sonrisas auténticas a expensas de mi esfuerzo, porque eso hacía que ustedes fueran un poco más ustedes, que las navidades fueran un poco más navidades. A fin de cuentas, me había acostumbrado a eso durante ese año, a tragarme mi calvario para poder ver disminuido los calvarios de las personas que amo, o amaba. Muchas cosas han cambiado desde la última vez que ustedes estuvieron por aquí. Eso es, en parte, lo que me dificulta tanto rememorarlas con precisión, o al menos rememorarlas del mismo modo en que pasaron a la historia —en las fotos, la sonrisa forzada con cuchillos casi se ve real. Las metamorfosis han sido tantas y tan intensas que paréceme haber vivido tres vidas en un solo año. Los acontecimientos del año anterior no habían sido más que un oscuro presagio de lo que estaba por venir. La muerte llama a la muerte y entonces todo es una vorágine de oscuridad y confusión y caminos sin destino. Llega un momento en que se borra la delgada línea que separa la realidad de la ficción, y la existencia de la inexistencia, y lo etéreo de lo efímero, y entonces no sabes quién eres, ni quien fuiste, ni quien serás —si es que serás. Lo único que tienes es ese preciso instante en el que estás respirando, pero resulta que cada inhalación se retuerce en tu interior antes de salir anudada al exhalar, y puedes sentir los nudos formándose, y entonces respirar te cuesta tanto que desearías dejar de hacerlo. Eventualmente, esto cesa. No estoy segura de qué sucede, si es que los nudos dejan de formarse o es que te acostumbras tanto al proceso que ya ni lo sientes. Pero deja de doler, deja de ser difícil. Estás bien la mayoría de las veces, y sin contar unas pocas madrugadas malditas —como esta—, vives sin ser consciente del peso de tus pasos. Y son justamente estas madrugadas malditas en las que pienso en ustedes. Ustedes, navidades mías, son lo único que me ancla al tiempo y me impide perderme entre acontecimientos y sentimientos desbordados. Porque el calendario avanza y las fechas se repiten y el tiempo es cíclico y te lleva si tú no lo llevas. Y por eso sé que mentía, porque lo recuerdo cuando las recuerdo. Gracias. Guatire, a los veinticinco días del mes de noviembre de dos mil quince


Melchor,Gaspar y Baltasar Gabriel R. Estudiante UCLA. Valerano Constructor de prismas

Melchor, Gaspar y Baltasar se asomaron con timidez a través de la ventana de la habitación. Los tres reyes magos, venidos desde lejanas tierras, persiguiendo únicamente una estrella, estaban allí. Mario, por su parte, se hallaba totalmente encandilado por el reciente nacimiento de su bebé. El reloj indicaba poco más que la medianoche, y el bebé yacía totalmente tranquilo en medio de la sala. Tras varios minutos en trance, notó tres presencias extrañas en la ventana de su habitación. “¿Quién coño son ustedes?”, gritó, sobresaltado. Del otro lado de la habitación, recostada sobre una rudimentaria cama de mimbre, estaba Josefa, la mujer de Mario, una negra de mil batallas que dormía hasta que el grito la despertó. Los tres reyes magos se escondieron detrás de la pared. Melchor fue el único que consiguió asomar la cabeza con un gesto inocente, casi infantil. “¿Este es el niño Jesús?”, preguntó, con su corazón en carne viva. “¿Quién eres?” replicó Mario. “Mi nombre es Melchor, y estos -haló a los dos reyes restantes- son Gaspar y Baltasar. Venimos a traerle un regalo al niño Dios: Oro, incienso y mirra. Aquí tienen”, dijo Melchor mientras estiraba los regalos a Mario, quien sólo pudo levantarse a tomarlos mientras hablaba. “¿Mirra? ¿Qué es esta vaina? A Josefa le cae mal el olor del incienso, dice que le da alergia, y el oro... ¿de cuántos quilates dices que es? Marico, sé que pagan bien por el de 18 pero...”. “¿Cuál Niño Dios?”, interrumpió Josefa, capturando la atención de todos los presentes. Todos se miraron, confundidos. Melchor miró con detalle la habitación, notó la moto Bera estacionada en el rincón, y sólo allí supo que algo no andaba bien. “¿Esto es Belén?”, preguntó Melchor. “Sí, Barrio Belén. Estamos en Venezuela, mi pana”, celebró Mario, con los regalos en sus manos. Melchor miró hacia el cielo, notando que la estrella que tanto habían perseguido no era más que un bombillo, el único encendido en toda la Avenida Constitución. Un suspiro escapó de sus cansados pulmones. “Entonces, ¿estamos en Venezuela?”, preguntó Melchor mientras su mente elaboraba teorías intrincadas sobre cómo habían terminado allí. “Sí”, respondió Mario. “Claro, no hace falta el GPS, Belén, eso es ahí mismito, sigamos la luz, es la única que hay, la más brillante ¡mierda! ¡Y ahora cómo nos vamos para Belén!” gritó Melchor. “Baltasar, es tarde, levántate, tenemos que irnos. Señor, los regalos”, concluyó mientras ayudaba a Baltasar. Mario se molestó. “Ay pana, yo siendo ustedes me voy de aquí pirado, y no me meto en peos”, dijo. “¿Cómo?”, respondió Melchor. Mario sacó un pequeño revolver de una gaveta que estaba a un lado de la ventana. “Vayan con Dios que no quiero joderlos.”. Tres disparos se unieron a la sinfonía eterna de disparos de los barrios venezolanos. Así fue como el Niño Jesús se quedó sin regalos.


Voy a hacer un soneto que hable de la navidad, pero poco Guillermo Rodriguez Sampedro Egresado de Filología Hispánica Universidad de Alcalá

Ya no hay brocantes como las de antes. El verso dos podría ser ventana al día veinticinco, a mañana. Pónganse la bufanda y unos guantes. Libros, guitarras. Voz de las brocantes. Multiculturalismo, vida sana. Las manos en la lumbre; la manzana de Magritte es un texto de Cervantes. Es en Bruselas navidad y canto por una sociedad unida. Canta y el mal espanta. Reza, lee, vive. El último terceto es acanto que adorna tanto como tanto encanta: el navideño espíritu pervive.


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