Canibalismos (Tomo 6)

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Canibalismos

15/10/2015 Caracas, Venezuela. N°I

Catálogo de aperitivos literarios

Nada de lo aquí dicho debe ser o

Corona 20

(15/12/’12 Aprox. 4:00)

Esta noche en el monte a la bacanal descalza me entrego, (bien planchadas las pieles).

Entregada a mis fauces la carne, a jirones desecha me saboreo a mí mismo repetido. Siento la vida cálida en los dientes.

Ricardo Sarco Lira Egresado de Artes UCV

será juzgado como verdadero, en caso de encontrar alguna verdad en estas páginas comunicarse a: canibalismosletras@gmail.com


La Pompadour Vanessa Mendt Estudiante de Letras UCAB Desilusionada

La sangre corría hirviente, se deslizaba fácil y brillante sobre la piel de sus labios y su cuello, donde la carrera de la vida se dilucidaba, roja y azul. De entre sus dientes, extraía tesoros -cabellos, uñas, pellejo- que ella observaba asqueada unos minutos, para luego ir a perderse entre las cartas, las notas, y las facturas y los libros. La sangre corría todavía caliente, pintando sus labios de carmín y se iba a secar en sus sábanas y su ropa; también bajo sus uñas que adquirían un color otoñal -naranja, marrón tierra o un bellísimo vinotinto muerto-. “¡Qué niña tan dulce!” exclamaban todos. “Hunde tu dedo meñique en mi café, sonríe, extiende tus brazos y enrédate en mi cuello. Bésame profundamente, posa sobre mí tus ojos de chocolate, niña dulce y frágil”. La sangre caliente le provocaba náuseas momentáneas, al igual que el necesario y delicado mordisquear y succionar en los dedos delgaditos de los pies. Las orejas sin embargo, fueron un extraño festín de carnosidades y caminos intransitables, que ningún dedo o ningún minotauro hubiera podido escapar. Sus labios fueron mil veces besados por la superficie fría antes de ser arrancados: nunca por un amor voraz, desgarrador y caníbal; solo por ella y el silencio que emitía el espejo. Mordidos por sus propios dientes, besos digeridos por su propio cuerpo, ahora desnudo, abierto al fin al mundo, herido. “Eres dulce, queridita. Hunde por favor tu dedo meñique en mi café”. Ya sentía el mareo, la aproximación de la inconsciencia, del espacio absoluto, absolutamente oscuro, silencioso, la nada. Sus ojos no eran de chocolate y sus meñiques no endulzaron en ningún instante su boca, que conservaba solo el sabor de la sangre tibia y el amargo desprendimiento de la ilusión. Continuaba comiendo vísceras oscuras, repulsivo espectáculo. Aunque ya con los ojos casi cerrados se despedía del espejo, sin labios, sin orejas, sin pies; todo había sido devorado. Qué extraño el sabor del cuerpo propio, qué particular el desvanecimiento lento, aunque la sangre corriera.


Cacería

Daniela Carolina Fuentes Estudiante de Letras UCV

Era nueva en la cacería cuando lo conocí. Lo vi tan bello, tan brillante, tan perfecto, que no dudé en acercarme a él. Pude notar su interés en mí, una pequeña criatura indefensa, gris, opaca e inocente. Cegada por la luminiscencia de aquel espécimen maravilloso que, por alguna razón inexplicable, se abría camino hacia mí, ignorando otros seres indudablemente más llamativos. Me regaló sus colores, me habló de sus experiencias, prometió que a su lado no tendría nada que temer: él no era como los otros cazadores, era un cazador bueno. Aunque según él yo era una presa fácil, jamás sería capturada si permanecía a su lado. Seguridad, certeza, firmeza: demasiado tentador, apetecible e irrechazable. Al principio estaba segura de haber tomado la decisión correcta al entregarle mi confianza. Todo iba según sus planes: me sentía invencible, impoluta, virtuosa. Cuando ya me había convertido en la mejor versión de mí misma que alguna vez había existido, empezó a devorarme. Sentí cada mordisco arrancándome, poco a poco, partes de mi alma. Calmó mi desesperación con palabras vacuas: “es normal, está bien, siempre es así”. Y estaba tan seducida que quise creerle, me obligué a creerle. Me convencí a mí misma de que las únicas verdades existentes eran las suyas y a fin de cuentas, yo seguía siendo una presa fácil y él un cazador bueno. El tiempo pasó y el cansancio aumentó. Él estaba cada vez más hinchado y yo cada vez más vacía. Me había convertido en un rompecabezas cuya imagen original era imposible de descifrar por la cantidad de piezas faltantes. Se tragó entonces el último pedazo, y con él lo que me quedaba de vida. Cuando no era más que un ser que existía sin razón, me vomitó. Y entonces vi mi alma, las piezas del rompecabezas esparcidas a mi alrededor, y a él como lo que de verdad era, un cazador despiadado. Entonces fui consciente de todo lo que había sucedido desde el principio, comprendí las mentiras, los engaños, y lancé mis garras a su cuello, dispuesta a devorarlo, a demostrarle que la presa se había convertido en cazadora. Pero no lo hice. Me detuve en el preciso instante en el que asimilé que no existen presas ni cazadores, que no somos más que depredadores, que esto es un juego de roles y que de ti depende decidir cuál papel eliges. Le sonreí agradecida y, sola, rearmé mi rompecabezas. Te vi entonces. Tú también me viste. Deseé que me devoraras, tú también lo deseaste. Me volviste a ver y nuevamente, me lancé a la cacería. Guatire, 4 de octubre de 2015


Carne virgen

En los escondrijos de mi sangre está el hambre, tiñendo de malva mi propio reflejo en el río. Fue así como engullí a la humanidad entera: tragando el agua que bajaba en corrientes heladas desde la montaña, la misma montaña donde sacrificamos, cada mes, a la virgen más lozana, dulce, suave, de alguno de los pueblos aledaños. En la noche -y en su espesor negligente- los gritos buscan refugio, los gritos brotan como bombeados por algún potente órgano zurdo, los gritos se escapan desde las venas, desde lo tibio. La luna nos dice cuándo es el momento en que la carne debe doblegarse en la oscuridad de la luna muerta. Seguimos fieles sus designios. Por eso, cada treinta días, nos volvemos a encontrar en la llanura que huele a quemado. Nos vemos desde la distancia como arbustos espinosos que desplaza el viento, siempre hirviendo. Y arriba, como redentora de nuestra hambre: la luna, que ya no refleja la luz del sol, sino que la quiebra como la mano de piedra tapa todo brillo y escondrijo. En la llanura me iluminan sólo las antorchas reunidas y las estrellas hace mucho asesinadas. El humo crece y asciende en movimientos invariables. Lo mismo ocurre con el cuerpo, con la carne que se cuece en el fuego de nuestros -así los oí ser llamados hace mucho tiempo- pecados. Luego del humo febril se reparte la carne blanca, blanda, mientras el pasto de la montaña se va incendiando hacia el alba, lleno de huesos, pintado con sangre seca, oscurísima y leve. La carne virgen se deshace bajo mi lengua y tiene un gusto agrio. Y mi boca es también mil bocas; y mis mil bocas muchas veces olvidan cómo pronunciar, cómo aullar hacia lo alto. Es la carne virgen la que me mantiene múltiple. Es así como amanece color malva. Es -y fue- así como tragué, como tragamos a la humanidad entera. Deseo -pero no siempre- que se repita, que se repita, que se repita, que se repita como la corriente de agua vertical, que soy yo mismo cayendo dentro de mí, que es todo cayendo dentro de todo, que es nada diluyéndose en nada.

Miguel Ortiz Rodriguez Estudiante de Letras UCAB


ss

Saturno 2015

Débora Ochoa Pastrán Estudiante de Letras UCV

Su hermana siempre le había parecido la más atractiva entre ellos dos. Aunque en cuestiones de pensamiento conservador él solía resaltar ante sus padres, ella se le antojaba mejor o quizás más libre, cosa que repercutía considerablemente en su semblante risueño y pícaro. Sus padres por supuesto -en especial "el papá"- no se sentían precisamente dichosos de que la niña fuese de naturaleza irreverente, mientras que gozaban de contentos con el hijo bueno y comedido, él. Ese viernes de calor caótico, decidió resguardarse temprano en su habitación. No pudo evitar pensar que la hermana de seguro estaría divirtiéndose hasta tarde en medio de aquel ditirambo anárquico de las calles y lo urbano. Anticipaba ya la tensión del día siguiente cuando los inquisidores en ficción de progenitores, intentaran recriminarle su descuido por las horas de llegada. Por su parte estaba obsesionado con la idea de ser el mejor, de reflejar ante todas las expectativas un tranquilo triunfo; la hermana hacía tanto ruido porque lo descontrolaba y le hacía sospechar vacío en sus principios. Aun así siempre se había sentido conectado a ella, vinculado por un nexo vital que le hacía saber que eran iguales y más, una especie de equipo. Pensada en perspectiva aquella rivalidad importaba poco pues en el centro de su relación siempre iban a estar del mismo lado, a él simplemente le complacía hacer las cosas de una manera más llevadera para todos, y quizás, subestimaba en algo la capacidad de su igual de emplear su intelecto en el concilio. Estacionó en casa y aún frente al volante tomó respiraciones profundas, tratando de deshacerse de una náusea traidora que lo perseguía desde la mañana. El microclima del interior del departamento superaba en humedad y temperatura al exterior, como se sentiría -imaginaba- un horno diseñado para la vida humana. Ya despojado de corbata y camisa se apresuró hacia la ducha para aliviarse del ahogo en las entrañas. Sin embargo mientras cruzaba el corredor, escuchó unos golpeteos que antes de generar su eco, eran precedidos por sonidos que cortaban el aire y luego algo macizo. Llegó al final del pasillo con pasos quedos y giró la mirada hacia el cuarto de sus padres, de donde claramente provenía el desigual ritmo. Entonces asistió a la visión de su padre sudando a chorros y desnudo de ropas, hipnotizado en el proceso mecánico de triturar con un hacha las entrañas, el rostro y los miembros del cuerpo de su hermana, la hija. Una y otra vez subía el brazo vigoroso y bajaba con decisión hacia un nuevo pedazo de carne. En el frenesí de su lujuria no pudo notar que el espectáculo que daba tenía una particular audiencia, y mientras tanto el hermano sin poder reaccionar, atónito de horror, seguía firmemente cementado al puesto privilegiado de la escena. Su padre no se detuvo hasta convertir lo que antes era un cuerpo en nada más que trozos tibios rebosantes de humedad carmesí. Satisfecho, contemplando embobado su obra, procedió a llevarse puñados tras puñados de la carne empapada a la boca. Masticaba con desesperación pero también con hambre, con el gusto de estar complaciendo un apetito voraz. Fue en el clímax del banquete que su campo visual atajó al petrificado hijo, que lo miraba con expresión desencajada, temblaba sin control y lloraba, y lloraba, sin moverse. Con el rostro luchando entre la demencia y la ternura, el padre en cueros se acercó a su varón y lo tomó por los hombros para reconfortarlo: – No podemos dejar nada hijo, hay que hacer las cosas bien y hasta el final. Yo sabía que tú sí ibas a llegar temprano, como debe ser, pero ella seguro se iba a desaparecer hasta mañana. Problema solucionado hijo, todo bien. Ahora lo que tienes es que ayudarme, no puede quedar ni un pedazo.


Lonerismo Reynaldo Márquez Estudiante de Letras UCV

M,

Después de todo somos fuego, ese fuego que desde el principio lo devora todo y lo devorará todo hasta que llegue el gran crujido del que será testigo nuestra carne transmutada. He visto como la luz del atardecer se alimenta de una lejana estrella moribunda, nuestros ancestros, para dejar como sobras la noche y eclipses lunares que se parecen a tu risa. Veo como se piensa que este proceso es diferente al que practican tribus perdidas en las planicies de África –sexy in their dark skin–, cuando las llamas de sus hogueras chamuscan la piel de misioneros y exploradores de ridículos penachos. Igual a los sobrevivientes de aviones estrellados en los Andes, quienes llevan a sus compañeros en el estómago y uniformes atorados en los dientes porque cruzaron una frontera y se comieron la verdad; en ese lugar, los dedos de una mano se digirieron para buscar calor en el recuerdo de una despedida y lo encontraron en el de una isla desierta.

M, esos gustos culinarios que pensamos salvajes son consumos del tiempo, los nacimientos, las calles con sus autobuses, sus pasajeros y sus audífonos que reproducen un playlist vacío. Ese es el fin que persiguen estas letras antropófagas porque te escribo con los huesos, con la carne y el vértigo de una caída.

El blues termina al oeste donde las olas devoran olas y las sombras reflexionan bajo las palmeras, sobre los haikus que encierro en botellas rotas de ron y que recoges mientras te sangran los dedos. Esa sangre fue el mediodía para una solitaria hoja en un pedazo de hielo flotando en el espacio; para un grano de arena que terminaría atravesando la delgada línea azul y que pisarías, con Rose entre tus brazos y postales en tu pecho que te habrían enviado desde Boston. Pero M., recuerda que para ese grano de arena alguna vez fuiste cosmos y lo sigues siendo. Después de todo somos fuego.


L a c e n a

Apetito

L Todo empezó con el último pedazo de torta en la a Anibal Penn c nevera. Al abrir el frigorífico Carlos lo vio allí sentado, Estudiante de la UBA e doble capa de chocolate, oscuro como la noche, un pedazo (Argentina) n solo y frío en un plato de plástico blanco como la luna. – Si sigues rompiendo la dieta te vas a inflar. a .-Si sigues rompiendo la dieta te vas a inflar-.

Le había dicho su esposa en lo que escuchó la nevera abrirse. H H Le había dicho su esposa en lo que escuchó la nevera a a Carlos se sentó frente a la tele, era deabrirse. noche. Haciendo zapping, preparó el pequeño tenedor, b se lamió el chocolate de la punta de los b dedos y empezó a comer. Pedazo a pedazo cortaba el suave í interior de la torta de chocolate. Entonces, petito voraz de su esposo. Un día, desnutrida y sin í nunca paró. No es que nunca paró de comer ese pedazo a sueño, de laque enésima noche de dormir en el frío de torta, simplemente nunca paró deacomer. En después una actitud preocupó mucho a su esposa e y p duro de piso, la esposa de Carlos entró a su habitación, hijos, Carlos se comió toda la comidapla comida la nevera y el congelador. Sin calentar ni cocinar no a había puertas, Carlos comió todas. a su a condimentos. nada. Vació la alacena, incluyendo los Se llevaba todaselalas comida de la casa aEntró la boca, s habitación y le encontró muerto, con todo el antebrazo con una expresión floja y desatenta,scon la mirada hacia ninguna parte. Solo hablaba para pedir a a metido en su garganta. Los dedos de la mano izquierda y más comida, para preguntar acerca de la comida, para describir (con detalle) lo que comía. Nunca d d de los pies de su esposo ya no estaban, su cuerpo estaba paró. o o lleno de mordidas y pedazos faltantes. t Cuando se acababa la comida de t la casa y su esposa e hijas traían más, se la comía también. Carlos se quedaba viendo el último pedazo de torta o Dejó de ir a su trabajo, dejó de dormir, o solo se dedicó a comer lenta y casi mongólicamente. Se en de la nevera, solo sobre el de plato blanco. “Si sigues d arrastraba lentamente a través de los dpasillos la casa,quieto con losy labios llenos baba y respirando rompiendo la dieta te vas a inflar” o por la boca. Su familia intentó todo, oexámenes médicos, exámenes psicológicos, otras cosas, pero e nada. Carlos solo comía y comía sin razón sin ganar peso, sin perder limbo total e aparente, Decidió que quizás sería una peso, buenaunidea no romper l basado en la gula sin sentido ni propósito. Ladieta casa ese se había un gigantesco chiquero, con las l la fin devuelto semana. d alfombras recubiertas en los restos y dmigajas del apetito de Carlos. í í Cuando empezó a comerse las sillas de caoba y la mesa de madera roja sus hijos decidieron a a una silla de patio en el jardín intentaron convencer a su c irse de la casa. Mientras Carlos engullía c o madre de dejar la locura de aquellaopropiedad. Ella decidió quedarse, nunca dio una verdadera a dejar aquél hogar. Sobreviviría, la pobre mujer, de las c razón, pero simplemente se rehusaba c no eran victimas del apetito voraz de su esposo. Un día, i migajas y restos (que eran pocos) que i n desnutrida y sin sueño, después de lanenésima noche de dormir en el frío y duro piso, la esposa de a Carlos entró a su habitación, no habíaapuertas, Carlos se las comió todas. Entró a su habitación y le metido en su garganta. Los dedos de la mano izquierda y n encontró muerto, con todo el antebrazo n de los pies de su esposo ya no estaban, su cuerpo estaba lleno de mordidas y pedazos faltantes. d d o o pedazo de torta en la nevera, quieto y solo sobre el plato Carlos se quedaba viendo el último y blanco. “Si sigues rompiendo la dietayte vas a inflar” l l Decidió que quizás sería una buena a a idea no romper la dieta ese fin de semana. c c


La cena Jabalina Estudiante de LUZ

Había pasado todo el día cocinando y la cena estaba servida. Se sentó sin esperar a nadie, enloquecido de hambre, aunque su rostro ocultaba la ansiedad generada por el plato frente a él.

Cortó y trinchó con mucha paciencia cada pedacito. Llevó el cubierto a sus labios e igualaron la ternura de la carne al rozarla, besó cada trozo antes de masticarlo con exagerada lentitud. La noche anterior ya le había dicho: se la quería comer a besos.


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