Silogistica de la imagen

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SILOGÍSTICA DE LA IMAGEN una lectura de Paradiso de José Lezama Lima

JOSÉ LUIS OMAÑA Caracas y 2010


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A la tr铆ada pitag贸rica: H, A, G. A Joussette y a Quisaira.


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Índice

5 Para llegar a la Montego Bay (a manera de introducción) 11 Capítulo I Silogística de la imagen 29 Capítulo II Escritura de la imagen: lenguaje y estilo 47 Capítulo III La imagen escrita. Poética de la imagen 67 Capítulo IV Silogística de la imagen: la iniciación en la metáfora (a manera de conclusión) 87 Bibliografía


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Una antigua leyenda India nos recuerda la existencia de un río, cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y comienza a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y con coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo, de aproximaciones. Sin embargo, es el río que va hasta las puertas del Paraíso. En los reflejos de sus ondas desfilan el vestíbulo del farero, el árbol de coral, la cadena del ojo del tigre, el Ganges celeste, la terraza de malaquita, el infierno de las lanzas y el reposo del perfecto. La incesante contemplación del río va entregando su dualismo, la aventura del análogo y las parejas que se retiran a sus isletas. Un árbol frente a unos ojos, un árbol de coral frente al ojo del tigre; las lanzas frente a la terraza, después las lanzas infernales frente a la paradisiaca terraza de malaquita. Dichosos los efímeros que podemos contemplar el movimiento como imagen de la eternidad y seguir absortos la parábola de las flechas hasta su enterramiento en la línea del horizonte. La cantidad hechizada


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Para llegar a la Montego Bay (a manera de introducción) Este trabajo tiene todos los signos de un gesto pretencioso. En primer lugar, porque me he propuesto ofrecer una lectura de Paradiso a partir de la poética de Lezama, que es como leer Paradiso desde Paradiso o a Lezama desde Lezama. Y, en segundo lugar, porque el sentido de la lectura está casi siempre impregnado de esa misma poética, de las imágenes, de las expresiones y hasta de algunos de los giros estilísticos del escritor de Trocadero. Ello porque, por un lado, mi corpus crítico se confunde con mi corpus literario, y por otro, porque al familiarizarse con la obra de Lezama uno corre el riesgo de literalizar esa familiaridad. Así que con este trabajo no sólo propongo una lectura sino una manera

—casi un

estilo— de leer Paradiso. Una manera que, desde luego, no es ajena a una tradición. Casi todos los comentaristas de la obra de Lezama terminan siendo contagiados por su prosa, por su manera de estar ante el idioma —salvo en contadas ocasiones, como ocurre con estudiosos como Remedios Mataix y Julio Ortega—. Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Guillermo Sucre, cuando debieron escribir sobre Lezama, se vieron seducidos por su labia, por el criollismo de su verba. Ensayos como “El logos de la imaginación”, de Guillermo Sucre, demuestran que hablar sobre Lezama es también estar dispuesto a ser ingurgitado por su escritura, por sus giros estilísticos. Todo el aparente hermetismo de ese ensayo es, a mi parecer, la marca del idioma amasado, horneado y servido por Lezama. Otro ejemplo lo vemos en “Dispersiones, falsas notas”, ese texto en el que Severo Sarduy se promete no repetir los tics lezamianos, los accidentes de su lenguaje, promesa que afortunadamente Sarduy no cumple a cabalidad.1 Yo ni me atrevo a proponerme evadir las seducciones del texto lezamiano. En cambio las he asumido así, como textus, como urdimbre que se teje sobre y dentro del lector, asumiendo que esa urdimbre es el testimonio de una carcajada que Lezama siempre nos 1

Sobre este asunto Carmen Bustillo ha escrito lo siguiente: “Abordar Paradiso resulta entonces una labor en extremo difícil, aunque se escoja explorar una sola de sus vetas… La crítica —muy abudante, sobre todo en artículos cortos— no aporta mucha ayuda, pues, con las excepciones de rigor, tienden a mimetizarse con el código del autor sin añadir ni aclarar gran cosa” (1996:297).


6 echa en cara, oblicuamente, claro, desde atrás de las páginas de sus obras. Allí, invisible, está El Etrusco2 con su puntuación, con sus expresiones sacadas del más radical de los cronistas de Indias, con su marea de palabras barroquísimas por americanas. Por eso me parece que el sentido del humor es indispensable para leer Paradiso. De allí que todos mis giros manieristas, todos mis juegos de palabras sean, en verdad, el gesto de quien le sigue la corriente a algún Hans Staden o algún Bernal Díaz del Castillo moderno. Pero son también el testimonio de una cuestión ineludible: el hecho de que es posible leer críticamente la obra de Lezama desde el interior mismo de su escritura y de sus palabras, desde su poética, su vocabulario y también desde su sentido del humor. Además, como él mismo dijera, esa obra es un cuerpo homogéneo, aunque su homogeneidad no eluda el caos. Sus disertaciones ensayísticas se pueden leer a la luz de su poesía, su novela puede ser revisada a partir de su obra poética y de sus ensayos. Y es en esa dimensión de totalidad en la que he querido comenzar a hilvanar el sentido de mi investigación. He decidido acercarme a la poética de Lezama desde ensayos como “Las imágenes posibles”, “La dignidad de la poesía”, “Introducción a un sistema poético”, “Preludio a las eras imaginarias” o “Confluencias”, pero también a partir de poemas como “Dador”, “Peso del sabor”, “Danza de la jerigonza”. Desde ellos, o con ellos he querido estudiar cómo Paradiso cifra una noción de conocimiento desde la imagen, un saber poético que, además, recorre toda la obra lezamiana. A este conocimiento Lezama lo llamó “silogismo de sobresalto” o “silogística poética” (2000:612-619), frases que en la novela quieren descubrirnos la actitud cognoscente del hombre frente a la imagen. Se trata de una concepción de la metáfora como conocimiento y del poeta como el hombre que conoce en la resurrección, como el ser-para-la-resurrección, dice Lezama, en lugar del heideggeriano ser-para-la-muerte. Centrado en el problema del conocimiento de la imagen omito otros temas que son importantísimos para poder hacer una lectura justa de Paradiso. La presencia de la madre, de lo materno —que anunciara con tanto tino Ana Nuño (2001:56)—, el problema de lo erótico, las relaciones entre Cemí, Fronesis y Foción, algunos capítulos como el VII —tan revisado por la crítica—, la gastronomía, lo cubano, la presencia de Martí, etc., son asuntos 2

En sus últimos años, Lezama acostumbraba firmar sus cartas con ese nombre, El Etrusco, que además se relaciona con su poética y, por su puesto, con toda su obra.


7 que decidí tocar sólo tangencialmente, cuando no abandonar por completo. Pero es que Paradiso es un tokonoma, para usar una imagen querida por Lezama, un infinito en cuatrocientas páginas. Y para intentar hilar fino, para no perderme en la telaraña lezamiana, he decidido revisar, partiendo de la imagen de José Cemí y de Oppiano Licario, así como del cuerpo de la escritura y de la estilística de la novela, la relación entre conocimiento e imagen que podemos identificar en algunos fragmentos de Paradiso.

El trabajo se divide en cuatro capítulos. En el primero intento un acercamiento a la noción de “silogística poética” o “silogismo de sobresalto”, tal como es planteada por Lezama en algunos de sus ensayos y en la novela. También propongo una revisión panorámica de los estudios literarios que han abordado la obra lezamiana concentrándose en el problema del conocimiento de la imagen. Algunos escritos de Fina García Marruz, de Cintio Vitier y de Emir Rodríguez Monegal conforman el corpus crítico de buena parte de este capítulo. Así finalizo sentando las bases documentales, teóricas y críticas para estudiar en Paradiso el problema de la silogística de la imagen, atendiendo específicamente al lenguaje o al estilo de la escritura del Etrusco, a la urdimbre de esa escritura que, creo, es el preludio de la iniciación en la imagen, y que en la novela se presenta como un saber, o al menos como una posibilidad de conocimiento. En el segundo capítulo procuro explorar la escritura de Lezama, concentrándome, desde luego, en Paradiso, en las particularidades de su ritmo y de su estilo. Allí se hallan las claves para empezar a entender la relación entre la poética lezamiana, el acaecer de la novela y el problema de la imagen como conocimiento. Pero el principal objetivo de este segundo capítulo es estudiar cómo en la forma, en el cuerpo de la escritura de Paradiso —y en su manera golosa y serpentina de construir imágenes— encontramos ya una primera concreción o una primera evidencia de la noción lezamiana de conocimiento poético. Me valgo para ello de una herramienta crítica que es, en lugar de un texto segundo, una obra de creación: El Quijote. Intento establecer un vínculo entre Cervantes y Lezama que me ayude a entender el problema de la escritura (del estilo) de y en la novela. Cervantes me interesa porque, como ya se sabe, Lezama es un heredero de la tradición barroca americana e


8 hispánica, y no sería atrevido afirmar que los accidentes de su estilo y el cuerpo de su escritura continúan, reordenando y reinventando, las formas posibles de esa tradición. El tercer capítulo es una extensión del anterior. En él desarrollo la tesis de que la novela es también una poética, como si Lezama nos hubiese dejado en ella las claves para leerla y para estar frente al resto de su obra. Esa poética no es literal, hay que buscarla en el peso de la escritura y en la resonancia sensual de sus imágenes. Pero además sostengo que esa poética contiene una ética, una manera de estar del hombre ante la imagen: la conducta del ser cuando es habitado por la metáfora. El cuarto capítulo representa el cierre de mi interpretación. Con él regreso al punto de partida de mi trabajo. Allí intento estudiar con más detenimiento el problema del conocimiento poético en algunos pasajes de la novela. Para ello me concentro en los hilos que conducen el despertar de ese conocimiento a lo largo de Paradiso, en José Cemí, que es un personaje en tránsito hacia la iniciación en la imagen, y en Oppiano Licario, su iniciador. Se trata de la entrada del ser en lo poético y en la poesía, y por ello en la conciencia del hombre como ser-para-la-resurrección, “guardián del etrusco potens”, al decir de Lezama (1981:296). La noción de “silogismo de sobresalto”, encarnada en Oppiano Licario, será la columna vertebral de mi estudio. A ese silogismo poético lo buscaré en el estilo de la escritura lezamiana, en los accidentes de sus imágenes, en los episodios de su sintaxis y en la particular respiración de sus palabras, como ya lo dije, pero también en la corporeidad estética del entramado imaginario que constituye la novela, en José Cemí y en Oppiano Licario, personajes vinculados al problema de la creación artística y al de la iniciación del hombre en el reino de la imagen.

¿Pero por qué parto de Lezama, de su poética, para leer su novela? La respuesta a esta pregunta quizás esté en una afirmación y en otra pregunta de Gustavo Pellón, inscritas en su libro La visión jubilosa de José Lezama Lima: El autodidactismo y la erudición de Lezama también son un obstáculo serio cuando uno trata de situarlo en el contexto de la teoría literaria. ¿Cómo establecer un contexto intelectual para un escritor que desde un punto de vista filosófico parece a veces un contemporáneo de Dante, pero que también ofrece otras veces enfoques


9 que treinta años más tarde se han convertido en lugares comunes del pensamiento literario? (1979:63).

¿Cómo en verdad leer a Lezama desde un contexto intelectual único o al menos uniforme, cómo leer su erudición hipertrofiada, polimorfa y a la vez compacta desde el lente polifémico de las teorías artísticas de las vanguardias, por ejemplo, o desde Mallarmé o Proust, o desde el existencialismo, el estructuralismo, la deconstrucción, el postmodernismo, el americanismo, etc.? ¿Cómo leerlo si no es desde una visión que busque también ser polimórfica, o al menos que siga de cerca la hipertrofia verbal y semántica lezamiana? Por eso en este trabajo he intentado respetar y acechar (con humor) esa hipertrofia, esa cualidad total de la novela. Y cuando pienso en ese cuerpo de columna salomónica que es Paradiso, pienso en un comentario de Eloísa Lezama Lima que me recuerda los vaivenes palatales de la expresión lezamiana: Para hablar de mi hermano hay que traducirlo del barroco al barroco. Tratar de interpretarlo es más que una hazaña peligrosa, e intentar traducir su código interno de señales y símbolos a los valores de un significante sobrepasa la insensatez (2005:11).

Traducir del barroco al barroco sería algo así como formular un espacio crítico, exegético, donde las obras de Lezama —la voz que hay en esas obras— dicte la medida o al menos los límites de la lectura. Y en lugar de decodificar las señales internas de Paradiso, su intrincado movimiento icónico, quisiera más bien ironizar un poco esas señales —leerlas riéndome— para, como Gustavo Pellón, “destacar y preservar, en lugar de resolver las contradicciones esenciales” de los escritos lezamianos (2005:3-4). Yo he querido seguir el ánimo de escritores como Fina García Marruz y Severo Sarduy, cuyas maneras de acercarse a Lezama me ayudan a formular otra de mis principales premisas: la posibilidad de leer a Lezama, no sólo desde el contenido de sus escritos o desde su condición de escritor barroco o antropófago cultural, sino también desde el espíritu de sus obras, desde la atmósfera poética que el cuerpo de sus escritos evoca. Se trata de una manera de leer que, como acabo de decir, fue enunciada por Fina García Marruz en su ensayo “La poesía es un caracol nocturno”:


10 …quisiera proponer, más que una tesis sobre algún aspecto de la obra de Lezama, su modo mismo de acercarse a la poesía, no el desciframiento de un cuerpo de imágenes o de ideas, sino más bien su incesante ruptura en “anillos y fragmentos”, ya que él se acercó también así a los textos ajenos, desinteresándose de su coherencia circular interna, para buscar tangencialmente su relación con otros órdenes poéticos o sistemas. Su lectura no era lineal, sino algebraica, buscaba interrelaciones inesperadas, como quien frota maderos para el salto de la chispa inmortal intermedia (1984:249).

Estas palabras de García Marruz determinan muy bien los límites de la metodología que busco. Límites señalados por la cadencia, las pulsiones y la hipertelia de los textos lezamianos. Desde allí me interesa, sobre todo, descubrir a Lezama en tanto lector, en tanto consumidor de los hechos culturales o incorporador del cuerpo de la cultura. Con esto pretendo señalar el lugar desde donde quiero ubicarme como escritor, la voz que deseo articular para hablar sobre Paradiso. Esa voz será la de quien pretende, con ingenuidad, compartir su “estar ante” el cuerpo de la novela: compartir la exhalación de su asombro ante la obra de Lezama, que es como una manera de llegar a la Montego Bay, como Lezama, pidiendo permiso para un leve sobresalto.


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Capítulo I Silogística de la imagen Se trata de trazar otro canon, de otra región, donde lo primigenio indistinto sea la pieza de apoderamiento... La dignidad de la poesía

Si mi memoria no se vuelve sobre sus excesos menos comprobables, resultaría verosímil decir que José Lezama Lima nunca utilizó la expresión “silogística de la imagen”. En sus ensayos y en su Paradiso aparecen las frases “silogística de sobresalto”, “vivencia oblicua”, “silogismo poético”, “ethos de la poiesis”, pero no la aludida expresión. Se preguntará entonces el lector por qué quiero detenerme, como quien rastrea un inexistente, ante la posibilidad de algo así como una “silogística de la imago”, por qué me doy esta licencia que además titula este capítulo y este trabajo. La intención de estas líneas es aclarar esas preguntas, justificar la licencia tomada y empezar a preparar un espacio en el que la duda —el dudar hiperbólico siempre manifiesto en quien se acerca a Lezama— se recueste, permitiendo así al apetito descifrador, a la hermenéutica palatal, acodarse sobre la mesa de lo indescifrable. Comencemos por el último capítulo de Paradiso, el XIV. Hay allí como una voluta de capitel jónico; el narrador expone: El ente cognoscente lograba su esfera siempre en relación con el tercer móvil errante, desconocido, dado hasta ese momento por las disfrazadas mutaciones de la evocación ancestral. Si pensamos en los paseos de Robespierre en Arras y en su compañía de pobreza y castidad, precisamos de inmediato que el tercer punto desconocido es aquí el nombre de su perro. Por eso, en todos aquellos años de su vida, es su perro Brown el punto móvil dominante, al cual hay que arribar para que su pobreza y su castidad se visualicen y se rindan al sentido. Así, en la intersección de ese ordenamiento espacial de los dos puntos de analogía, con el temporal móvil desconocido, situaba Licario lo que él llamaba la Silogística poética. Se apoyaba en un silogismo de Dante, que aparece en su De monarchia, donde la premisa menor, “Todos los gramáticos corren”, lograba recobrar en un logos poético sobre la lluvia de móviles no situables, puntos errantes y humaredas, no dispuestos sino a enmallarse en dos puntos emparejados de una irrealidad gravitada como conclusión (2000:618-619).


12 Vemos aquí cómo la “silogística poética” presupone, al parecer, una posibilidad de deducción. ¿Pero qué clase de deducción es esa que concluye en una “irrealidad gravitada”, en una ausencia, en un imposible capaz de cobrar existencia a partir de premisas sospechosas? ¿Acaso la frase “los paseos de Robespierre en Arras” puede ser la premisa de un silogismo? Tendríamos que cambiarla por algo así como “Robespierre pasea por Arras”, y convertirla, al menos, en una proposición particular afirmativa. Pero que el perro Brown sea la conclusión aclaradora de los paseos de Robespierre y de “su compañía de pobreza y castidad”, es ya un gesto de fuga, casi una parodia de la estructura del silogismo aristotélico. En su Analytica Priora el estagirita plantea cuatro modos de la primera figura del silogismo deductivo categórico, sustentos de la lógica occidental. Cada uno opera causalista y teleológicamente. Todos parten de dos premisas que tienen, en potencia, una conclusión específica, determinada siempre por las características de esas premisas. Los modos son organizados por Aristóteles según las tipologías de cada conclusión. El primero comporta todas aquellas figuras lógicas que concluyen en una proposición universal afirmativa; el segundo reúne las que terminan con una proposición universal negativa, el tercero las que acaban en una proposición particular afirmativa y el cuarto en una particular negativa (Abbagnano: 2005:34-40). Pero ninguno de estos modos pareciera coincidir con las capacidades deductivas de Licario. Y es que la silogística lezamiana no es filosófica sino poética. Aparece en “la intersección”, en la encrucijada entre dos premisas (“puntos errantes de la analogía”) y un “móvil desconocido” o instancia tercera y oscura que es traída a la luz. Pues, como dice el narrador en las primeras páginas del citado capítulo XIV, la virtud deductiva de Licario estaba “en demostrar, hacer visible algo que fuera inaceptable para el espectador, o provocar dialécticamente una iluminación que encegueciese por exceso de confianza al que oía, en sus conceptos y situaciones más habituales y adormecidas” (2000:610). Así, ante la pregunta hecha al niño Licario —en examen ordinario de escuela—: “¿Cómo se llamaba el perro que acompañaba a Robespierre en sus paseos por Arras?”, la respuesta de “diablo joven” era: “Brown” (2000:614).


13 Se trata acaso de una iluminación, de una claritas, de un traer a la luz que actúa desde y en el lenguaje. En Paradiso esa claritas se relaciona con la dignidad de la familia Cemí Olaya, con el espíritu de la infancia de José Cemí y con su formación sentimental y estética. Es una iluminación o una fuerza poética que marca el carácter de los personajes más importantes de esa familia. La encontramos en la abuela Augusta, en su trato con la muerte, con el alimento y con el imperio de la casa, territorio donde lo familiar recoge y proyecta su dignidad. También se nos muestra en el simpathos endemoniado de Alberto Olaya, “en quien el lenguaje se hace naturaleza” (2000:309), y en los encuentros con la presencia de la ausencia, la pesadilla, la angustia y la enfermedad (es decir, los encuentros con la metáfora) del hijo del Coronel. A lo largo del trabajo intentaremos ir vislumbrando cómo y de cuáles maneras esta iluminación de silogismo recorre Paradiso, por qué las habilidades deductivas concentradas en Licario forman, según creo, el cuerpo sentimental, el ethos de toda la novela. Por ahora pensemos en que, al parecer, la iluminación silogística comporta también un logos, una forma de conocimiento. Licario, nos dice el narrador, posee desde su nacimiento una “poderosa res extensa”, una “cogitanda” o “manera de saber” que penetra la causalidad de la lógica occidental para ensancharla, llevando esa misma causalidad hacia una estancia desconocida que al ser nombrada, al ser alcanzada por la res extensa, adquiere cuerpo, presencia. Empieza entonces a cobrar sentido la frase de Lezama: “lo imposible moviéndose en la infinitud engendra un potens que es la imagen posible” (1992:134). Atiende, lector, a esa frase. Guárdatela en la memoria. La res extensa se puede vincular con lo que en algunos de sus ensayos José Lezama Lima llama “extensión de la poesía”. En “Introducción a un sistema poético” dice: “…la duda hiperbólica está en directa proporción, cima de coordenadas para que la poesía logre su extensión, en la situación hiperbólica” (1981:262). A esta extensión quisiera entenderla como una cualidad abarcadora, “antropófaga” e “ingurgitante” de lo poético3: la posibilidad de abrazar lo ausente para cumplir la lezamiana hipertelia de la imagen, la pluralidad de thelos que en la poesía va más allá de todo concepto de finalidad. Allí la duda tiene un 3

Aludo al Manifiesto antropófago publicado por el brasileño Oswald de Andrade en 1928. Se trata de una teoría americana de la deglución bárbara y salvaje del otro, del civilizado, para hacer nacer al nuevo sujeto antropófago, un individuo hambriento que sabe convertir, como diría Lezama, “al enemigo en auxiliar”. “Sólo me interesa lo que no es mío”, es una de las premisas de la antropofagia oswaldiana.


14 papel principal, como hemos visto. En otra hoja se lee: “la duda hiperbólica, lo que debe aparecer en todo comienzo sobre la poesía” (1981:261), y es plausible entonces considerar lo hiperbólico de la duda actuando luego en aquello que Lezama llama “potens etrusco” y “terateia griega”, es decir, las posibilidades de la metáfora (“la imagen posible”) y el sentido griego de lo excepcional y lo maravilloso (1992:133-136).4 La res extensa debe ser hiperbólica. En el capítulo XIV de Paradiso vemos a Oppiano Licario ejercitar la hipérbole de su extensión en la imagen. Su endemoniada “cogitanda” lo lleva a proponer un juego de sobremesa: el “Cubilete de cuatro relojes”. Exponía Licario ante su auditorio cuatro “sonetos de tema relojero”. Cada participante escogía uno de esos sonetos según una hora específica del día; luego el soneto era leído en voz alta para que Licario diera con la hora exacta escogida por el jugador. La esposa de Crochane se fijó en el soneto de Francisco López de Zárate (16191651) Al que tenía un reloj con las cenizas de su amada por arena, y había entonado en cántico de sílabas los dos versos: …culto y reliquias restituye al templo, que de un color son todas las cenizas. Licario le otorgó las dos y cuarto nocheriegas, traído el papelito juguetón, se comprobó el acierto de la primera prueba del juego. Los escogedores de este soneto de tema macabro y lunático son dados a señalar empinadas horas de la medianoche. Se fijaba en la sílaba subrayada por los labios y el aliento de los dos versos, y Licario recobraba los minutos del señalamiento virtuosista (2000: 621-622).

El “Cubilete de cuatro relojes” no es un juego de adivinación, es más bien un momento lúdico en el que la res extensa de Licario (la hipérbole de su extensión) se convierte en habilidad cognoscente, en “cogitanda”. Estamos quizás ante el mismo conocimiento poético del cual hablaba María Zambrano, un conocimiento que, a su manera, recorre toda la obra de José Lezama Lima, desde sus ensayos hasta sus novelas. La razón poética de Zambrano se parece mucho a la silogística lezamiana. Veamos, a manera de

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Lezama ha escrito, acaso mientras exhalaba una carcajada: “Definición de potens: lo imposible moviéndose en la infinitud engendra un potens que es la imagen posible” (1992:134). Y también: la “…terateia, maravilla y excepción, para los griegos; lo maravilloso natural, la Fata Morgana de los surrealistas, están en la revolución. El poeta se sacraliza en las eras imaginarias, cuya raíz es la revolución” (1992:14).


15 abreboca, hasta qué punto esta comparación tiene sentido. En su libro Pensamiento y poesía en la vida española María Zambrano dice: El conocimiento poético se logra por un esfuerzo al que sale a mitad de camino una desconocida presencia, y le sale a mitad de camino porque el afán que la busca jamás se encontró en soledad, en esa soledad angustiada que tiene quien ambiciosamente se separó de la realidad. A ése difícilmente la realidad volverá a entregársele. Pero a quien prefirió la pobreza del entendimiento, a quien renunció a toda vanidad y no se ahincó soberbiamente en llegar a poseer por la fuerza lo que es inagotable, lo que nos rebasa, a ése la realidad le sale al encuentro y su verdad no es nunca verdad conquistada, verdad raptada, violada; no es alezeia, sino revelación graciosa y gratuita; razón poética (1939:42).

Cotejemos someramente este párrafo con las siguientes imágenes de Lezama, tomadas del capítulo XIV de Paradiso: Licario siempre estaba como en sobreaviso de las frases que buscan hechos, sueños o sombras, que nacen como incompletas y que les vemos el pedúnculo flotando en la región que vendría como una furiosa causalidad a sumársele (2000:620). (…) La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él [en Licario] la causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo ordenamiento absoluto del ente cognoscente. Partía de la cartesiana progresión matemática. La analogía de dos términos de la progresión desarrollaba una tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En los dos primeros términos pervivía aún mucha nostalgia de la substancia extensible. Era el hallazgo del tercer punto desconocido, al tiempo de recobrar, el que visualizaba y extraía lentamente de la extensión la analogía de los dos primeros móviles. (2000:618).

Pareciera como si el párrafo de Zambrano fuese “el cubrefuego” de la cogitanda de Licario. Aquel conocimiento poético logrado “por un esfuerzo al que sale a mitad de camino una desconocida presencia”, aquella “realidad que sale al encuentro” se parece mucho a ese “estar en sobreaviso de las frases que buscan hechos, sueños, sombras”, a la causalidad actuando “incesantemente en corrientes alternas”, que parte de Descartes, de la progresión matemática cartesiana para hallar “un nuevo ordenamiento” o un “tercer punto desconocido”, es decir, para encontrar la imagen aclaradora (el perro Brown, por ejemplo) del sentido de los dos primeros puntos de la analogía (los paseos de Robespierre en Arras, por ejemplo, su pobreza y su castidad).


16 Hay más de una confluencia entre Zambrano y Lezama. Necesitaría escribir otro libro para poder desarrollar esta hipótesis. Por ahora sólo subrayaré que el conocimiento poético o la silogística poética no niegan —no rechazan— el saber racional. Al inicio del ensayo “A partir de la poesía” se lee: “Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida en el mundo prelógico no sea nunca ilógica” (Lezama Lima, 1981:313). Como María Zambrano, Lezama pareciera no renunciar al logos de la filosofía, pero tampoco se apega a él pasivamente, todo lo contrario. En sus obras la tradición filosófica (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Heidegger) es deglutida, incorporada por un estómago hipertrofiado que la digiere y que luego la devuelve artizada, enclavada en una nueva tradición. Es como si, siguiendo la ley de la antropofagia oswaldiana, aquel estómago incorporara el saber de la filosofía occidental para después devolverlo ensanchado, agrandándolo en sus posibilidades históricas, temáticas, argumentativas, retóricas e incluso interpretativas y epistémicas. Este incorporar para ensanchar hace del conocimiento poético una puerta, una bisagra por la que la silogística —como doctrina del silogismo— se muestra en tanto doctrina de la imago. En “La dignidad de la poesía” Lezama Lima dice: “Se trata de trazar otro canon, de otra región, donde lo primigenio indistinto sea la pieza de apoderamiento” (1981:294); y en “A partir de la poesía”: “Como buscando la poesía una nueva causalidad, se aferra enloquecedoramente a esa causalidad” (1981:313); y en “Las imágenes posibles”: “…el nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen” (1981:218). En todas estas líneas se habla acerca de un sentir poético, de una poiesis que incluye la conciencia de “otra causalidad”, de “otro canon” que en la imagen se hace realidad, o al menos se convierte en un camino posible para que el hombre se acerque al artificio de su realidad. Como si el sentir poético circunscribiese dentro de sí un saber, una doctrina o una suma (en el sentido medieval de esas dos palabras), un conocimiento en forma de epifanía. La silogística de Licario, su cogitanda, pareciera trabajar con ese saber. Por ello quizás Lezama afirmó una vez en alguna entrevista que Oppiano Licario (el Ícaro americano, el arrojado hacia lo imposible) era la figura arquetípica del conocimiento infinito (Casas de las Américas, 1971:32).


17 Pero repare ahora el lector en una sutileza: de pronto ha aparecido entre mis argumentos la palabra “imagen” en sucesivas reiteraciones, sobre todo cuando he introducido la noción lezamiana de silogismo. ¿Por qué? La respuesta que ahora me doy nace como de la resonancia de un gesto —o de una actitud ante la posibilidad de lo ausente— que se halla en todas las obras de Lezama. Me refiero a lo que en “La dignidad de la poesía” aparece como “sustancia de lo inexistente”, lo mismo que en el poemario Fragmentos a su imán se llama “esperar la ausencia” y en Paradiso se llama Oppiano Licario; pero también me refiero a aquella afinación de su sensibilidad que el niño Lezama —según testimonio del hombre Lezama— presintió al momento de la muerte de su padre: la hipersensibilidad al sonido y al cuerpo del reino de la imagen. Y al ser esta última una palabra tan privilegiada, me resulta justo —y no sólo justo sino esclarecedor y significativo— colocarla al lado de la palabra “silogística”. De esta combinación surge una frase rebuscada que es a la vez muy concreta: “silogística de la imagen”, una frase que marca, a mi parecer, el espíritu de las obras lezamianas, desde sus ensayos hasta sus cartas. La vemos actuando en el logos de la poiesis y en el despertar cognitivo de la poesía en Paradiso, es decir, en el conocimiento como revelación y en el sentido último de esa epifanía: la hipertelia de la “cogitanda” de Licario, la progresión de las analogías, la marcha de la metáfora hacia la imagen. Quedémonos entonces, lector, con esa frase que a lo largo del trabajo iremos cercando. Empecemos buscándola en la tradición interpretativa en torno a El Etrusco de La Habana Vieja. Entre los lectores de Lezama, que no son pocos, encontramos algunas aproximaciones a esta idea que ahora me interesa perseguir. Desde los comentarios de Fina García Marruz hasta los de Gustavo Pellón, pasando por los de Cintio Vitier, Emir Rodríguez Monegal y Julio Ortega, el problema de la silogística de la imagen lezamiana ha encontrado su justa resonancia. García Marruz, por ejemplo, en “La poesía es un caracol nocturno”, anota su impresión sobre este asunto: El tema central de la imago y su relación con el cuerpo, de lo inexistente —que no es lo mismo que lo fantástico e irreal— y su relación con lo que debe realizar su ser y ocuparlo, es, quizás, el tema central de toda su búsqueda de un conocimiento, y aún de una ética, por la poesía. (…)


18 [Para Lezama] El instante de supremo riesgo es en el que el cuerpo penetra su propia imagen, y la conoce…(1984:244).

Frente a estas líneas uno quisiera subrayar las palabras “imagen y cuerpo”, “ocupación, conocimiento y riesgo”. Pues, como ha dicho García Marruz, Paradiso está hecha a fuerza de cuerpos ocupados por lo inexistente. En el capítulo VII, el del ethos de la familia, nos detenemos en el instante en el que lo inexistente gravita, haciéndose presencia y recordando la infinita posibilidad de la imagen en el ser (el potens lezamiano de los etruscos). Allí asistimos a un juego de yaquis convertido en una invocación, en un conjuro. José Cemí, su madre y sus hermanas, formando el cuatro, ven gravitar al quinto no esperado: la figura epifánica del Coronel, del muerto. Por eso cuando en el capítulo XII, el del sueño, vemos que un paseante nocturno, un general romano y un crítico musical cataléptico coinciden en el mismo ataúd, nos parece ya como si empezáramos a habituarnos a estas confluencias entre imagen y cuerpo, o entre el cuerpo y su ausencia. Lo mismo nos ocurre cuando en el capítulo XIV, el del tropiezo, precisamos a José Cemí súbitamente impulsado hacia el tercer encuentro con el muerto que no muere —el ser para la resurrección, Oppiano Licario—. En ese último capítulo de la novela Cemí siente el peso de lo inexistente, una sensación que se le revela en la mano como poesía. Hay otros dos momentos de Paradiso en los que la imagen gravita. El primero está en el capítulo III, que nos lleva a la juventud de Andrés Olaya, hijo de la vieja Mela y padre de Rialta, cuando aún era el protegido de la casa de los Michelena. El señor Elpidio Michelena y su señora no habían podido “sucederse en las generaciones”, lo que representaba una desgracia familiar. Sólo a través de una tercera presencia (cual tercer punto de un silogismo poético), y como “sobrenaturaleza”, ocurriría el don de la fertilidad. El tres lo hacían, a la vez, la Virgen de la Caridad —a quien se le ruega por la sobreabundancia, como nos dice el narrador— e Isolda Manatí, imagen sexual de la transmutación y del artificio. Las festividades orgiásticas de Isolda procuraron, “por la extensión de su naturaleza artificiosa”, por su voz “llevada hasta las posibilidades hilozoístas del canto”, la fertilidad de la familia Michelena. Se necesitó la intervención de lo sexual dionisiaco para que ocurriera el milagro: la imagen actuando en el mundo, la imagen como lo súbitamente posible.


19 El segundo momento —hay muchísimos más— lo hallamos en los párrafos iniciales de Paradiso. Allí nos encontramos con el niño José Cemí desnudo, su piel cubierta de ronchas, sin llorar, asfixiándose entre las “emigraciones de nubes sobre su pequeño cuerpo”. Baldovina, su cuidadora, desesperada intenta la sanación ritual, que para ella comenzaba con la frotadura de una estopa con alcohol sobre las ronchas del cuerpo enfermo. Continuaba con la fórmula del conjuro, la presencia de la tríada pitagórica. Llamados por Baldovina, los otros dos empleados de la casa, el gallego Zoar y Truni, hicieron de aquellas “emigraciones de nubes” una retahíla de besos y de cruces: Como un San Cristóbal [el gallego Zoar] cogió al muchacho, lo puso en el borde de la cama y él se metió también en la cama que crujió espantosamente como si el bastidor hubiese tocado el suelo. (…) Cogió al niño y colocó su pequeño y tembloroso cuerpo contra el suyo y cruzó sus manos grandotas sobre sus espaldas pequeñas en aquel pecho que el muchacho veía sin orillas y cruzó de nuevo las manos. Truni se había echado la manta sobre la cabeza y al comenzar a ayudar en el conjuro parecía un pope contemporáneo de Iván el terrible. Cada vez que Zoar cruzaba los dos brazos, ella se acercaba y con mayestática unción besaba el centro de la cruceta. La ceremonia se fue repitiendo hasta que los poderosos brazos de Zoar dieron muestras de emplomarse y la frecuencia del beso de Truni llegó hasta el asco (2000:114-115).

Luego de esto, vemos a José Cemí sin jadear, resurgiendo del encontronazo con lo oscuro asfixiante. Su figura se parece un poco a la del resucitado, el impulsado por el conjuro a ocupar su extensión, su posibilidad; dice: “Ahora se me quedarán esas cruces pintadas por el cuerpo y nadie me querrá besar para no encontrarse con los besos de Truni” (2000:116).

En esas primeras páginas de Paradiso uno siente el ritmo de toda la novela: la enfermedad, el descenso al ritual y la pesadilla, el conjuro y la imagen de la resurrección. Desde el inicio José Cemí es el convocado por fuerzas que lo sobrepasan, que lo amenazan pero que él naturalmente templa. Ante su advertencia de niño marcado por los besos de Truni y por las cruces pintadas como signos del descenso, Baldovina responde dejándonos ver que en Cemí la naturaleza armoniza sus humores y sus riesgos: “Seguramente Truni lo ha hecho adrede. Eso debe ser para ella un gran placer, pero esa bobería que tiene tu edad rompe todos los conjuros” (2000:115).


20 Y es que José Cemí es imagen del ser que procura el conocimiento en la imagen. Su signo es el de la ocupación (“como naturaleza”) de su propia sustancia. Las primeras páginas de Paradiso, con el niño Cemí saliendo de lo oscuro, nos recuerdan cómo en la novela este personaje se va haciendo, se va educando en la imagen. Por eso cuando García Marruz dice: “la relación con lo que debe realizar su ser y ocuparlo, es, quizás, el tema central de toda la búsqueda lezamiana de un conocimiento, y aún de una ética, por la poesía”, pensamos en José Cemí, el iniciado en esa ética y en ese conocimiento. Cemí es, como diría Julio Ortega en el prólogo a El reino de la imagen, la “persona poética como modelo de conocer” (Lezama, 1981:XXIII). Pero el suyo es un conocimiento que se nos presenta, en palabras de García Marruz, como un “único impulso creador que unificaba la necesidad de fabulación y la creación de un nuevo cuerpo, el germen y el semen de la luz cognoscente” (1984:245-246). En Paradiso esa luz se deja ver por vía de la encarnación del conocimiento mismo, por la presencia intermitente y pasajera de Oppiano Licario, “el que conduce a la plena realización y comunicación de lo invisible y lo visible, o sea, a la absoluta visibilidad del cuerpo ya totalmente ocupado por la luz” (García Marruz, 1984:247). El problema de la iniciación del ser en la imagen, del “ser para la resurrección”, pareciera configurar la médula de Paradiso. Gustavo Pellón, en La visión jubilosa de José Lezama Lima, revisa este asunto con algún cuidado. Alude a las experiencias epifánicas de José Cemí a lo largo de la novela. Uno incluso se ve tentado a decir que, en verdad, toda la novela transcurre en un mismo proceso de epifanías y de acercamientos del hombre hacia el misterio. Ese único proceso es total. Comporta, por ello, múltiples episodios. Pero, cosa curiosa, en casi todos —o al menos en los que más de cerca tocan a José Cemí— está siempre como el eco de Licario: en la juventud del tío Alberto Olaya, en la muerte del coronel José Eugenio y en el encuentro de Cemí con el ritmo iniciador, el hesicástico. Pero la epifanía mayor, según Gustavo Pellón, alcanza su punto crítico en la lectura nocturna en la que José Cemí transita (“contrapuntísticamente”) entre Suetonio y Goethe. Se trata de una epifanía textual que se presenta como revelación del destino poético del joven y “como una clave para entender la naturaleza humana” (2005:90). Además, como sugiere Pellón, deja ver “la tarea que Lezama impone a su protagonista: la incorporación de


21 la poesía secular en una visión religiosa más vasta” (2005:102). Por ello la lectura nocturna de Cemí, su estar ante cierta página del Wilhem Meister que se le presenta como revelación, actúa también como una conversión a la fe secular en la imagen. De allí que, en Paradiso, la epifanía textual “pretenda ser un puente entre el arte y la religión” (2005:57). A partir de estos argumentos Pellón propone dos más: por un lado la semejanza entre la epifanía textual de José Cemí y la de san Agustín de Hipona, y por otro el hecho de que en Paradiso lo epifánico apunta hacia el desciframiento de una ética. Al parecer el “tómalo y léelo” agustiniano, esa voz que lleva al santo a practicar la bibliomancia con la Epístola a los romanos de san Pablo, y la conversión religiosa que devino de este hecho, resuenan en la lectura nocturna del Wilhem Meister, en lo que me parece un claro ejemplo de incorporación antropófaga —es decir, aprovechada, forzada y paródica— de la obra de Goethe. El segundo argumento, enlazado al primero, sitúa la epifanía textual de Cemí en el ámbito del ethos. Tal epifanía “debe considerarse, nos dice Pellón, como una conversión a su misión poética y ética” (2005:108). Y esto nos conduce otra vez a Oppiano Licario y al ritmo hesicástico (el ritmo del “podemos empezar”, ritmo auroral), al pulso del hombre armonioso, conciliador en la sobreabundancia, el hombre que se educa para ocupar su extensión y que se afana por hacerse un cuerpo en la imagen.5 En este sentido, Pellón cita un fragmento del Wilhem Meister muy útil para empezar a ubicarnos ante el ethos lezamiano: Qué pocos hombres están en la posesión de poder retornar regularmente como un astro, por decirlo así, y presidir tanto sobre el día como sobre la noche. O diseñar sus propias herramientas domésticas, plantar y cosechar, ahorrar y gastar, y moverse siempre en su órbita con calma, amor y un propósito en mente (Pellón, 2005:109).

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Acaso esa ocupación de la imagen, que implica penetrar un espacio resistente, sea lo que Lezama ha llamado “sobrenaturaleza”. El pulso de la energía lezamiana, su hesicástica como anhelo y como práctica de la libertad humana, parecieran señales que nos conducen hacia un ámbito en el que, como dice Julio Ortega en el prólogo a El reino de la imagen, “no se pretende negar al mundo y su espesor real, no se intenta una fuga simple de un orden naturalizado, sino que, más bien, se reconstruye con la imagen de una naturaleza plena, libre de determinismo… y la poesía, como la literatura, la historia y la cultura, es el proceso de conversión: la vía realizadora de esa sobrenaturaleza ganada” (Lezama, 1981:26).


22 “Diseñar sus propias herramientas domésticas…”, ¿no es esto lo que procura Lezama en la suma de sus obras? ¿No es esto lo que en José Cemí se revela como posibilidad, lo mismo en la amistad y en la causalidad hipertélica que desde niño marca su naturaleza?6 Pues su ethos, como la epifanía textual le enseña, comporta una aisthisis, es decir, una sensibilidad para el reconocimiento de lo relacionable, de lo metafórico que él convierte en su órbita.7 Al centro de esa órbita se hallan, al mismo tiempo, la causalidad y lo incondicionado, “el todo aristotélico y la nada de los taoístas”—como quizás diría Lezama en tono de broma—. Pero si se nos ocurriera acercarnos al centro de esa órbita seguro nos encontraríamos con un segundo centro, más lejano, que nos invitaría a insistir en el acercamiento. Este segundo omphalos nos pondría frente al mar, o frente a lo marino. Y en un invierno habanero, “cuando los grises son definitivos y alegres”, nos toparíamos con Cintio Vitier hablando de Lezama y de su teleología insular. Nos diría que ya en 1939 Lezama se afanaba en su empeño por “algo en verdad grande y nutridor”, por una finalidad que abarcara toda la realidad (Vitier, s.f.:47). Así Vitier sitúa su memoria en los días de Enemigo rumor y de La fijeza, pero también en los años de “la concurrencia poética” — amigotera— en torno a Orígenes. En aquellos días Lezama ya buscaba “el emplazamiento de la poesía como absoluto medio cognoscitivo”: Es la primera vez que la poesía se convierte en el vehículo de conocimiento absoluto a través del cual se intenta llegar a la experiencia de la vida, la cultura y la experiencia religiosa, penetrar poéticamente toda la realidad que seamos capaces de abarcar. (…) Porque la poesía se ha vuelto para nosotros un medio de conocimiento y únicamente de sus testimonios esperamos la verdad” (Vitier, s.f.:48).

La poesía como “menester de conocimiento”, como sustancia abarcadora, como testimonio de la verdad. Ya desde sus primeras obras y sus primeros proyectos “nutricionales” (Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía8), Lezama testimoniaba un 6

Lezama habla de lo hipertélico como aquello que va más allá de su propia finalidad, como la poesía y su silogística de la imagen. Pero volveremos a este asunto en los capítulos siguientes. 7 Por aisthisis entiendo las palabras “sensación”, “percepción”, “conocimiento”, que en griego se relacionan con la palabra aisthánome, que significa también “entender”, “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también significa “pista”, “huella” y “sentido” (Yarza, 1945:42) (Pavón Urbina y Echauri Martínez, 1955:101). El eros relacionable, el conocimiento erótico que ofrece la metáfora tiene que ser un conocimiento del cuerpo, una particular inteligencia de los sentidos. 8 Revistas editadas por Lezama antes de Orígenes,


23 trayecto que desembocó oblicuamente en el conocimiento del ser para la resurrección, en la “cogitanda” de Licario y de su Paradiso. ¿Pues no es el Ícaro habanero una figura del apetito abarcador de la imagen? Ya lo veremos. Por ahora fijémonos en ese contemporáneo de Lezama que es Cintio Vitier, y en su conciencia de que, en última instancia, la poética lezamiana comporta un saber —abarcador, insular, americano—, y que ese saber es un apetito y un eros: De entrada, para él, la poesía no puede ser un predio autónomo ni un refugio. Recordemos que, al contrario, la concibe como una “sustancia devoradora”. Su propósito, entonces, no es aislarla o rescatarla, sino penetrar con ella la realidad, toda la realidad que sea capaz de visualizar una pupila poseída por lo que él mismo ha llamado “la curiosidad barroca americana” (s.f.:62).

Así la poesía como conocimiento, o el conocimiento poético de la realidad abarcable, sería también una “sustancia devoradora”, una “potencia apetitiva”, como nos dice Lezama en su “Introducción a un sistema poético” (1981:259). No un refugio sino un curioseo, que es también una cortesía barroca. Por ello Vitier insiste en que, para Lezama, ese ánimo de penetración en lo real es también un impulso ingurgitante dirigido hacia la cultura y hacia la historia. El poeta acecha la resistencia del tiempo historiable, como también acecha la cultura en tanto artificio naturalizable. Se trata de “sacar la cultura de sus fríos encadenamientos aparentes (…) para hacerla entrar en el impulso perennemente generador del sentido poético”, nos advierte Vitier (s.f.:62). Impulso germinativo, como diría Lezama, “fuerza germinal totalizadora” que es también un punto medio entre la cultura, la historia y la poesía. Y ese lugar intermedio, esa estancia del ingurgite o “centro de gravitación” lo halla Lezama en la metáfora y en sus progresiones hacia la imagen (Vitier, s.f.:62). La imagen lezamiana, como dice Vitier, circunda el ámbito de lo posible, que es también el de lo ingurgitable. Todo gira en torno a ese ámbito. “Un dato histórico, un sucedido, una escena, una interpretación de una cultura o una leyenda, pasado su escasísimo tiempo de vigencia causalista y factual, sólo puede vivir como imagen” (s.f.:62).9 Y uno se siente tentado a pensar a Lezama pinchando la médula de ese espacio 9

A propósito de esto, Julio Ortega ha escrito que “…el orden natural está, en la obra de Lezama, en situación transitiva, tiende a ser, a conocerse y desconocerse en un espacio de indagación. De modo que aquí el drama espiritual del mundo es su posible transformación: la realidad, parece decirnos esta obra, tal como la vivimos y pensamos, es sólo una posibilidad de sentido, y no su realización mayor ” (Lezama, 1981:XVIII).


24 giratorio. Allí, como si fueran presas de caza o puntos de una analogía poética, la historia y su temporalidad, los relatos de las culturas humanas, un recuerdo, un hecho azaroso, son perseguidos por la verba lezamiana, acechados por la alegría de sus palabras. Pero los puntos de la analogía se ensanchan cuando participan del “eros metafórico en el tiempo histórico del ser” (s.f.:62).10 En Lezama la metáfora comporta siempre un eros cognoscente (acaso el Erota filósofon ine de los socráticos). Su experiencia de la poesía como conocimiento es, ante todo, erótica.11 Lo vemos en la oblicuidad o en la condición elíptica de su estilo, en su manera gozosa de cercar al lector desde contrapuntos ensayísticos, en la imagen de Oppiano Licario (el que anhela lo difícil, lo oblicuo, el que atrae hacia sí la muerte como tropiezo). Pero el suyo es un “eros de la lejanía”, uno que cifra sus coordenadas en la fiesta del análogo fruitivo, de aquello que desea tocar la punta de su finalidad: la distancia iluminadora, cognoscente, “entre la metáfora y el cubrefuego de la imagen”. Por metáfora entiende Lezama la capacidad que hay en el hombre de dirigir sus pasos hacia la claridad de la agnórisis, del reconocimiento. Esa capacidad se funda en la intuición del misterio de las analogías que lo lleva a tender una red sobre las semejanzas para precisar cada uno de sus instantes con un parecido. Pero el reino de la analogía es el umbral de la imagen y semejanza, origen sagrado de todo lo que es (s.f.:62).12

¿Y no es una forma de este reconocimiento aquel “yo” entre signos de interrogación que escribe Cemí al borde de su lectura epifánica de medianoche? ¿No es el encuentro (“nunca infuso”) del tercer término de la silogística de sobresalto una agnórisis por la metáfora? ¿No es “iluminación contrapuntística” lo que procura Lezama en sus ensayos al tejer analogías historiables que se resuelven en la elipsis del lenguaje? ¿Y no es capacidad 10

Escribe Cintio Vitier: “…la imagen entonces se revela como el reino de lo posible, donde el pasado alumbra su futuridad poética absoluta, su plasticidad en las manos de la sustancia devoradora que posee la mirada del poeta a través del oscuro desafío del ser (…) de ahí esas conjeturas, esas imágenes posibles con las que parece divertirse Lezama, dentro de una sola resistencia, la poesía de la historia y la historia de la poesía” (s.f.:63). 11 Erota filósofon ine son las palabras de Diotima a Sócrates cuando, en El Banquete, se habla acerca de la condición intermedia, daimónica de Eros (Platón, 1944:52). Pero para estudiar específicamente el problema de lo erótico en Paradiso, recomiendo un ensayo de Alicia Perdomo H, cuyo título es “Cuerpos y espejos”, y que fue publicado por el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG) en la colección Ensayo (1990:7-17) 12 Llama la atención que Vitier prefiera usar la palaba agnórisis y no anagnórisis, que es registrada por el DRAE. Es decir, prefiere usar agnoscere, que es la versión latina de la palabra. A lo largo de este trabajo yo imitaré a Vitier y utilizaré agnórisis.


25 de reconocimiento de lo relacionable (aisthisis) lo que se cristaliza en José Cemí al término de sus aventuras universitarias? Lo cierto es que, como nos enseña Cintio Vitier, Lezama creía en la metáfora en tanto “método de conocimiento de la historia a través de la poesía como reino germinal de la imagen”. Por ello la participación del conocimiento en la poesía no podría ser sólo literaria: …no se trata ya para él de escribir poemas más o menos afortunados, sino de convertir la actividad creadora en una interpretación de la cultura y el destino. La poesía tiene, sí, una finalidad en sí misma, pero esa finalidad lo abarca todo. La sustancia devoradora es, necesariamente, teleológica (s.f.:64).

Y como esa teleología procura la hipertelia —pues quiere ir más allá de su propio fin—, entendemos por qué Julio Ortega dice que la obra de Lezama “no se plantea sólo como literatura; su destino no es literario”, lo cual implica “una ambición insólita de la poesía” (Lezama, 1981:XVIII). Esto quizás ayudaría a explicar un sentimiento que nos perseguirá en lo sucesivo cuando estemos frente a Paradiso, la sensación de que la novela no sólo dibuja una poética sino también una ética y una filosofía, un saber. El origen y el vehículo de ese saber y de esa ética es, sin duda, la poesía, aunque Lezama pensase que lo poético no se hipostasiaba sólo en la poesía, pero este es otro asunto.13 Por último, quisiera comentar un texto de Emir Rodríguez Monegal dedicado al saber poético lezamiano, se llama “Paradiso: una silogística de sobresalto”. Allí leemos que el problema del conocimiento de la imagen es una de las posibles vías para penetrar la novela. Esa vía es como un imán que “resume la teoría poética de Oppiano Licario, y, por lo tanto, del texto lezamiano” (Rodríguez Monegal, 1975:226). En torno al imán orbitan la burla y la parodia de Lezama, que son los signos de la expresión en Paradiso. Para Rodríguez Monegal “celebración y blasfemia, exaltación y befa, consagración y destrucción” significan, dicen, enuncian el sentido del discurso. Por ello el silogismo de sobresalto, contenedor de todos esos enunciados (que son también, para Rodríguez Monegal, los 13

Vale la pena recordar estas palabras de Cintio Vitier, pues aclaran la manera en que Lezama concebía la imagen y el conocimiento: “El primer encuentro real de Lezama con Martí lo tenemos en 'Las imágenes posibles', de 1948, ensayo con el que empieza a diseñar su gnoseología poética basada en la imagen: no la imagen como recuso del llamado lenguaje figurado que estudiaban las Preceptivas desde Quintiliano, sino como imago mundi que encarna en personas, instituciones, gestos de la cultura, estilos. Imágenes vivientes que no se encierran en sí, que abren una perspectiva, un relato, un Eros cognoscitivo, una concepción del hombre, una interpretación de la historia“ (2000:8).


26 signos del carnaval), ayuda a leer Paradiso desde el desciframiento de su esencial estética de la inversión. Todo en la novela se contrae y se expande, se invierte, como cuando comenzamos a leerla desde el final para poder acercarnos a su centro —que es, acaso, la educación estética de José Cemí—. Pero en esa contracción está también el registro de la poética lezamiana y la posibilidad que nos da la novela para reconstruirla, no desde la razón sino desde el logos creador, desde la iluminación del reconocimiento (Rodríguez Monegal, 1975:528): Al respecto señala Rodríguez Monegal: Paradiso se propone ilustrar aquella dimensión de la realidad que es sobrenatural y mágica. En esa dimensión no rigen las leyes científicas de una visión naturalista sino otras leyes, las del silogismo poético que permiten, no sólo el salto hacia el tercer término desconocido, sobrerreal, sino el regreso a una dimensión desconocida de los términos de la analogía primaria. En una circularidad que cierra el libro en el momento en que se abre (“podemos empezar”) el ejercicio de la poesía, que postula una actividad cuando esa actividad está a punto de cesar… (1975:532).

Es como si, alcanzado el sentido inicial de las analogías, entrelazados los extremos relacionables de la metáfora, de pronto surgiese un eco que retorna, una fuerza que se devuelve y que se afinca sobre esos extremos para otorgarles un nuevo sentido. Por ello en las palabras de Monegal está cifrada la cogitanda de Licario, es decir, la fe en la poesía como conocimiento, como logos artizable. En una conocida entrevista Armando Álvarez Bravo le preguntó a Lezama: “¿A través de toda su obra observamos una suerte de metafísica que le da su configuración más honda. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación?” A lo que el Etrusco respondió: Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué metafísica y cómo penetra en mi obra. Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí el sistema poético del mundo, una concepción de la vida fundamentada en la imagen y en la metáfora (…) El azar se contrapuja en la metáfora, prosigue en la imagen, en el contrapunto que hace visible esa concurrencia en la novela. (…) Pero mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo de esclarecimiento. Un corsi e ricorsi es mi metafísica, pero en general prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida (…) Lo que pretendo es un hechizamiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. (Casa de las Américas, 1971:57-58).


27 “Pero mi metafísica, si es que eso existe…” ¿No hay en esa frase como el gesto de quien nos toma por el brazo para sentarnos sobre un territorio que, como vimos, no es sólo el de la razón? Un “hechizamiento”, una “metáfora que prosigue en la imagen” y un “ritmo de esclarecimiento” parecen ser los atributos del suelo que pisamos. El ritmo quizás sea el hesicástico, el del tiempo para la poesía y el del final de Paradiso. El esclarecimiento —la agnórisis de la que nos hablaba Cintio Vitier— es acaso aquella “dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte”. Mas lo que ahora me interesa subrayar es esa progresión de la metáfora hacia la imagen. En ese proseguir, en ese tránsito que luego es un retorno esclarecedor, en la posibilidad de que lo relacionable se vuelva reconocimiento (agnórisis) es donde Lezama y Licario sitúan el silogismo poético. En Paradiso leemos que la agnórisis, “la extensión lentamente atraída”, es también “una irrealidad gravitada como conclusión”, un cuerpo, una sustancia que viene de lo inexistente e ilumina las relaciones entre las cosas. Se trata de un eros, de un reconocimiento de lo relacionable que recuerda al escolar Licario, en el capítulo XIV de Paradiso, interpelado por la voz inquisitiva de sus evaluadores, mentando el nombre del perro Brown. También nos recuerda a José Cemí, luego de sus travesías universitarias, en “la búsqueda verbal de finalidad desconocida”, “desarrollando una extraña percepción por las palabras que adquieren un relieve animista en los agrupamientos espaciales”, entrelazados esos agrupamientos en una nueva dimensión que así rinde su sentido, su logos (2000:532). El espacio de ese logos, como nos dice Lezama, es el del poema, “un espacio resistente entre la progresión de la metáfora y el cubrefuego de la imagen” (Casa de las Américas, 1971:136): Es uno de los misterios de la poesía la relación que hay entre el análogo, o fuerza conectiva de la metáfora, que avanza creando lo que pudiéramos llamar el territorio substantivo de la poesía, con el final de este avance, a través de infinitas analogías, hasta donde se encuentra la imagen, que tiene una poderosa fuerza regresiva, capaz de cubrir esa sustantividad. (…) La imagen es la realidad del mundo invisible. Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora, que avanza creando distintas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis. (Álvarez Bravo, s.f.: 20).


28 La “fuerza regresiva de la imagen”, la realidad del mundo invisible que revela, aparece como un eco, como una continuidad a lo largo de la obra de Lezama. La hallamos en las líneas del poema “Cubrefuego”, en la “babilla / pegada al nacimiento de aquella escalera / que se pone delante del fuego merovingio” (1994:170); la volvemos a encontrar en sus ensayos y en sus cartas, “en su conversación de todos los días”. En la novela esa fuerza regresiva, dice Lezama, actúa como “la marcha de unos hombres que dan traspiés en la metáfora y que caminan hacia un punto desconocido que se nos va aclarando por los reflejos inversos de la imagen” (Casa de las Américas, 1971:43-44). Indaguemos nosotros, pues, en esa marcha, demos un traspié hacia ese punto desconocido, tercer término de las analogías que se aclara por la cogitanda, por el saber poético en tanto apetito, lenguaje e iniciación del hombre en la sobrenaturaleza, en la progresión hipertélica de su extensión.


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Capítulo II La escritura de la imagen: lenguaje y estilo Hablar de los errores de Lezama —aunque sea para decir que no tienen importancia— es ya no haberlo leído. Severo Sarduy

Sigamos la marcha de las analogías hacia su centro. Allí sorprendemos a Lezama anotando con una tiza sobre la pared: ¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga un estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea (…). El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente a un escritor. No sé si tenga un estilo; el mío es muy despedazado, fragmentario, pero en definitiva procuro trocarlo, ante mis recursos de expresión, en un aguijón procreador (Casa de las Américas, 1971:46).

“¿Tengo yo un estilo?”, vaya pregunta que me recuerda la “suave risa cubana” de “Las coordenadas habaneras” (1970:75). Quisiera fijarla en la memoria para con ella pensar el tema de la palabra y de la escritura lezamianas. Aunque preferiría no recordar la frase exacta sino más bien su tono, el cuerpo y la fina carcajada a la que invita, sólo para no perder de vista el sentido del humor lezamiano. “El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente al lector”, “procuro trocarlo en aguijón procreador”, dice Lezama. Sin embargo, dejemos por ahora estos rayones sobre la pared. No nos adelantemos. Intentemos más bien, con algún cuidado, penetrar en “la boca para asistir al paisaje”. Comencemos esbozando una afirmación y su revés: José Lezama Lima escribe mal, aunque su escritura sea —como dijera Fina García Marruz— una de las más claras de nuestra lengua. En sus ensayos y en sus novelas se percibe una cadencia expresiva confusa, estremecida por algún daimon incomprendido. Las pausas de su verbo, los accidentes de su lenguaje, el estilo y la forma de su voz me parecen siempre indefinidas y a veces hasta indefinibles, caprichosas, como si estuviesen tocadas por el afán de lo incompleto, por el empeño de construir un discurso abierto que deje ver su factura, su materialidad.


30 Para intentar comprender los devenires del verbo lezamiano, y su participación en el idioma, invitemos a Miguel de Cervantes a formar parte de un contrapunto comparativo, tomando en cuenta que, según la opinión de Jorge Luis Borges, don Miguel no escribió una hoja que no hubiese podido haber sido corregida por Quevedo (1999:35). En El Quijote, como se sabe, asistimos al triunfo de la oralidad sobre la perfección estilística. La voz del narrador, enrevesada u oblicua, se aleja de las rigurosidades gramaticales o sintácticas de la correcta escritura. Su cadencia es también caprichosa, como si respondiera menos a un plan esmerado que a los accidentes de la obra misma. Su estilo no es para nada sobrio, y en su lenguaje encontramos los relatos barrocos de las fantasmagorías, los laberintos y los espejos. José Lezama Lima y Miguel de Cervantes, dos escritores que hacen de la imperfección del estilo una forma acabada de la expresión. Acabada no quiere decir cerrada. En Paradiso y en El Quijote vemos cómo esa imperfección formal de la escritura se traduce en una lucidez del lenguaje. Lo inacabado del verbo lezamiano, su condición de palabra que juega a la comprensión de lo ininteligible —o a lo ininteligible como forma de conocimiento—, lo hallamos también, con sus matices particulares y sus diferencias, en la pluma cervantina, donde el lector-decorador, el estilista, el bibliófilo amigo de los formalismos esteticistas se ve interpelado por un lenguaje laberíntico. En su escrito “La supersticiosa ética del lector” Borges enuncia el carácter moralista de quien lee guiado por las rigurosidades decorativas del estilo. Estructura y no sustancia, caparazón y no centro es lo que suele buscar ese tipo de lector, que además ambiciona un texto arquitectónicamente correcto, olvidando rastrear el trasfondo último de la palabra. Frente a estas exigencias del estilista, en las que los textos no pueden prescindir de ninguna de las palabras que lo componen, Borges adelanta la imagen del escritor en quien “lo que manda es la pasión del tema tratado”, allende la supersticiosa moral del lenguaje de etiqueta (1999:33). Miguel de Cervantes calza en esta segunda clase de escritor. En El Quijote la palabra emocionada —o lo que pudiésemos llamar “el pathos de la imagen”— se sobrepone a la ética del estilista. Preocupa más la esencia argumental del relato, la psicología y la vida de los personajes que las consideraciones formalistas de la narración, pues, como subraya Borges, “a Cervantes le interesaban demasiado los destinos de don Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz” (1999:34).


31 Si revisamos el prólogo de El Quijote, dirigido al lector desocupado, verificaremos cómo el discurso de Cervantes pareciera atender a estos dilemas entre estilo y escritura, entre los prejuicios del académico y el afán narrativo del esmerado relator de historias. Luego de esbozar en dos párrafos iniciales la clásica retórica interesada en atraer para sí la benevolencia del lector, Cervantes recurre a la ficción, al relato de las dificultades de la escritura del prefacio, y cataloga su obra de “leyenda seca como esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina” (2000:80). Por eso inventa (o al menos suponemos que inventa) los comentarios de un amigo que, al verlo tan pesaroso por la falta de accidentes “decorativos” en su obra, le anuncia cómo poner fin a sus sinsabores. Ante la carencia de elogios, epígrafes, referencias eruditas y latinismos de los que, según el preocupado Cervantes, adolece El Quijote, el amigo recomienda inventar los elogios, hacerse de una lista de latinismos comunes y buscar una suerte de manual de “frases célebres” para distribuirlas entre los pasajes, según sea necesario. Es decir, ante los requisitos del estilo, ante las exigencias formales de la retórica escolástica, Cervantes pareciera contraponer la fruición de lo ficticio y el disfrute de la creación. Dice: “naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”, en un sutil gesto de ironía (2000:80). “Poltrón y perezoso”, como si las cualidades de la correcta estilística fueran más una cuestión de voluntad que de ingenio. Como si las tecniquerías de la retórica estuvieran determinadas por la falta o no de pereza. Y quiero imaginar a Cervantes guiñándole un ojo al lector que, ya desde el prólogo de El Quijote, se encuentra con uno de los temas recurrentes en toda la novela: la tensión entre la “palabra narrada” —el goce del relator— y el discurso cerrado sobre sus propias redundancias, el discurso de las novelas de caballería representado en los libros, en el libro en tanto repetición serial y obsesiva de su propia objetividad.14 14

Vale la pena mencionar algunos comentarios de Foucault acerca de Cervantes y los libros. En primer lugar, quisiera recordar que el filósofo francés habla del libro como el espacio (el volumen) en el que el ser de la literatura se realiza, entendiendo a la literatura como un fenómeno decimonónico que inaugura, con Mallarmé y luego con Joyce, un espacio autónomo, sustitutivo y simulador de sí mismo. En el libro se cumple, para Foucault, el gesto viril y violento de la literatura sobre los libros y, más aún, sobre la esencia plástica, irrisoria y femenina del libro. Esto supone, además, una sustitución de las obras de lenguaje, que hasta el siglo diecinueve procuraban representar algo así como un lenguaje originario, mudo, sacro, en función de un nuevo espacio (el que ocupa el libro en la biblioteca) en el que “no se habla como el hombre, ni como Dios, ni como el lenguaje de la naturaleza, ni como el lenguaje del corazón o del silencio”. “La literatura es un lenguaje


32 Los requisitos retóricos del estilista se convierten para Cervantes en meros ejercicios de legitimación, en “voces autorizadas” que dotan a las obras de importancia social. Y nada más. Pero ante esos ejercicios de legitimación, hijos de la vanidad de quien desea erigirse como trascendental autor, asistimos en El Quijote a otra forma de la vanidad, una que es más bien burlona y amigotera; la vanidad de Cervantes que conforma el sentido del cuerpo literario de sus obras, y que encarna en aquella metáfora de la ironía y la ambigüedad del Ser moderno: la imagen del mismo Alonso Quijano transfigurado en hidalgo caballero andante. En esa forma cervantina de la vanidad —que en verdad no es vanidad sino “ironía” y “dignidad”— importa menos el orgullo del erudito decorador, del estilista sesudo que el sentido ingenioso de un estilo llano, despierto ante el temperamento y la vida del relato. Continúa Cervantes, en boca de su inventado amigo y consejero: Y pues esta vuestra escritura no mira más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poeta, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos o oscurecerlos (2000:84).

transgresivo, es un lenguaje mortal, repetitivo, redoblado, el lenguaje mismo del libro”. De allí que, como nos dice Foucault, en Cervantes el libro es visto como “una cosa que se había querido quemar” (1975:80). Todo esto lo escribo pensando en otra importante similitud entre la novela cervantina y la lezamiana. En las dos ocurre eso que dice Foucault, que son obras que se salen del libro, con una base sólida de lenguaje (una base sagrada, originaria) que la escritura re-presenta. Así Lezama regresa a la tradición cervantina, que es también como regresar a la tradición del lenguaje como cosa sagrada, no redoblada ni mortal, sino renovadora del silencio y del lenguaje de Dios. Un ejemplo de ello quizás lo encontremos en el hecho de que, hasta cierto punto, Paradiso y El Quijote son novelas que no tienen en el libro su morada final. La imagen del hidalgo caballero vive en el imaginario de los pueblos hispanoamericanos, literalmente “afuera” del libro. Con la obra lezamiana ocurre algo parecido, su fin no es literario, como hemos visto, sino moral y vivencial. Lezama se sale del libro y regresa a la imagen. “Creo que mi novela tiene los tres temas que pueden interesarle más al hombre: la madre, la amistad y la infinitud”, dijo en alguna entrevista (1975:70). Y estos “temas” no son, en verdad, estrictamente literarios sino que trabajan con una estofa de lo humano que es también la del mito. Más adelante, en los capítulos sucesivos, volveré sobre este asunto, sobre todo para pensar Paradiso como una mitología del individuo y de la familia americana. Con ello me separo de la idea dominante en los estudios sobre la novela lezamiana, esa que ve en Lezama a un Proust o a un Joyce americano, pues, como ya dije, Lezama no hace literatura, en el sentido que Foucault le da a esa palabra.


33 Palabras llanas, honestas, significantes… ¿El Quijote no está hecho de palabras así? Palabras hijas de la inteligencia del corazón y no de la fría erudición. Y sin embargo la cadencia del lenguaje cervantino, y sobre todo el devenir de sus relatos, pareciera estar contenido por un lenguaje que sobrepasa los límites de las palabras. Pues la escritura de Cervantes puede prescindir de la escritura, aunque, paradójicamente, sólo la letra pueda dar cuenta de ello. ¿Cuántos malos tratos editoriales, cuántas veces no ha sido mutilado El Quijote para complacer las más caprichosas exigencias de creativos editores? Y a pesar de esto, la imagen del hidalgo caballero, el germen de su figura, su fantasma, pervive en el imaginario de los pueblos hispanoamericanos. O para decirlo de otra manera: la textualidad cervantina de la obra, la escritura originaria que yace dentro del cuerpo de su grafía, ha sobrevivido al encontronazo con el tiempo. El estilo de Cervantes sería entonces una suerte de voz preocupada por narrar el trasfondo de una voz mayor, una voz sustancial, invisible, abarcadora y atemporal. Este estilo profundo que percibimos en Cervantes, esta condición de su escritura que apunta hacia una forma originaria de la palabra, también lo sentimos, y con cuánta fuerza, en el Paradiso de Lezama. En esta novela el estilo cumple un rol semántico. La cadencia de su lenguaje, el ritmo de su discurso, la disnea de su verbo, los episodios caprichosos de su puntuación juegan un papel creador del sentido de la trama y de los accidentes de la narración. El relato laberíntico sobre el José Cemí universitario, las descripciones ambiguas, emocionantes y llenas como de una luz crepuscular en torno a la relación Foción-Fronesis-Cemí, los intrincados relatos sobre lo cognoscitivo como forma de la fruición —o el conocimiento como forma del placer y de la amistad—, nos llevan a pensar que, para Lezama, la manera de decir las cosas guarda un fuerte nexo con aquello que se dice. Hay una estrecha relación, por ejemplo, entre la vida y el mundo de Cemí y el carácter fruitivo del lenguaje lezamiano. Los dos recorren un mismo derrotero contrapuntístico hacia el fin de las analogías, hacia el final de las metáforas para fijar allí una ética de la imagen en la palabra. Es una intrincada relación que en Paradiso se teje entre el objeto de la narración y la voz narrativa. Lo que sabemos sobre José Cemí no nos llega sólo a través de los vericuetos del relato, sino, sobre todo, a través de la cadencia y del tono de la escritura, del estilo oblicuo del propio relato. Lo mismo conocemos a Cemí por lo que el narrador nos cuenta


34 que por el estilo de la escritura de la Lezama. Por ejemplo, cuando mejor nos enteramos de la relación entre José Cemí y la realidad de lo inexistente (el cuerpo de la ausencia hipostasiado en la figura del Coronel), es cuando la voz del narrador se conecta con la sensibilidad de lo que Lezama llamaría “la potencia de lo ausente”, es decir, cuando el relato habla desde la falta, desde la hendidura, y hace que el estilo mismo de la escritura rodee un vacío. Un ejemplo de esto podemos verlo en un pasaje dedicado al tío Alberto, en el capítulo IV. Por su fuerte anacronismo, ese pasaje parece romper el hilo del relato, como si se abriera un hueco de palabras en la temporalidad de la narración. El narrador, que nos viene contando la infancia del Coronel Cemí, de pronto nos acorrala con sus imágenes, nos habla de figuras o personajes que están fijados en el tiempo histórico gracias a un gesto vivo, fuerte, y que esas figuras son a veces revividas por el acontecer de otro gesto. La entrada de Luis XIV en Versalles, “oyendo las enfáticas y solemnes fanfarrias de Charpentier”, evocan, “como un saludo”, a “un Marat con los puños cerrados, golpeando las variantes, los ecos o el tedio de una asamblea termidoriana” (2000:199). Así dos personajes históricos, aparentemente desvinculados, se atraen mutua y anacrónicamente gracias a un gesto que los fija en el presente de la narración. Estas evocaciones anacrónicas cobran sentido en la novela cuando seguimos leyendo: “Cincuenta años después de su muerte la cólera del tío Alberto volvía a surgir de rechazo, al ser comparada con la del duque de Provenza”: Su manera de retroceder, rompiendo cristales de marca y pisoteando plata martillada, ante el dictum de la señora Augusta hubiera caído en el más inhospitalario olvido, si alguien de la familia al encontrarse con la cólera peculiar del duque de Provenza, no la hubiera avivado de nuevo por una especie de analogía de sombras (2000:199-200).

Y es curioso que aquellos “cincuenta años más tarde…” se fijen con relación al presente de la narración. No es sólo que Paradiso se haya publicado cincuenta años después de la muerte del tío Alberto, el de Lezama, sino que el presente del relato marca esos cincuenta años como la evocación de una temporalidad gelatinosa. La historicidad, la enunciación de un hecho detenido en lo temporal, se vuelve gelatina ante el presente de la imagen —que es también, desde luego, el presente de la lectura—. La cólera del duque de


35 Provenza evoca, “por una especie de analogía de sombras”, la cólera del tío Alberto frente a su madre y frente al lector de la novela. En ese pasaje hay una marca en la temporalidad de Paradiso que se cierra o se abre —es lo mismo— ante la figura de Alberto. Como la del Coronel, esa figura señala el timbre, el color de una noción de tiempo. Los dos son personajes que desde el principio de la novela “viven en la muerte”. Reaparecen siempre para recordarnos la educación estética de José Cemí. Por eso el tema de aquel pasaje sobre Alberto debe ser el tiempo, y por eso también es que su escritura se parece a una masa gelatinosa, expandiéndose lentamente en lo temporal, donde la historicidad se quiebra para que el relato hable desde la muerte —o para que nos la anuncie—. Todo el fragmento es como una gota que acaba de caer sobre una estalactita (para usar una figura querida por Lezama), y que cuando empieza a solidificarse nos recuerda la presencia ausente de las gotas por caer, las invisibles. Todo el fragmento es, en definitiva, como el tío Alberto. A esta complicidad entre estilo y relato le llamaré, acaso por razones metodológicas (o por no hallar un mejor término), “escritura de la imagen”. Se trata de una cadencia del lenguaje, de una textura de la expresión en la que lo importante no es sólo el relato sino la corporeidad y la sensualidad de la lengua que lo dice. En esta escritura de la imagen, tan presente en Paradiso, vemos aquello que en el prólogo de El Quijote parecía una posición crítica —o irónica— ante la retórica del frío erudito. Pues en Lezama la erudición se nos muestra como apetito o ansia por devorar a la cultura toda, cocinándola para engullirla y así convertirla en fina degustación del paladar. Frente a las preocupaciones del estilista decorador, frente a la retórica de escuela, Lezama nos enseña su “imaginación de ojos de lince”, trastocando así la estructura referencial de su discurso. Y lo que debería ser corpus crítico —legitimador de la voz autoral— se convierte en un banquete en el que las referencias son incorporadas al cuerpo del escrito, a su textura y a su movimiento, no para legitimarlo sino para hacerlo participar de la oblicuidad de la expresión. Ni Pascal ni Mallarmé ni Góngora o Aristóteles son “utilizados” por Lezama para sustentar, retóricamente, su discurso. En lugar de ello a cada uno de esos autores los vemos desfilar por Paradiso con un nuevo color, con una nueva vida que, incluso, puede llegar a corromper el sentido original o literal de sus obras. De esta antropofagia cultural, de esta


36 incorporación “salvaje” del corpus crítico o referencial, surge —creo— el timbre de la voz narrativa de Paradiso. En su conversación con Armando Álvarez Bravo, Lezama nos habla de su incorporación gozosa de autores y de escritos. Comenta Álvarez Bravo: En su sistema, que en sus líneas generales usted esboza, aparecen una serie de frases, pertenecientes a diferentes etapas y autores, con un significado que no es exactamente el que tienen en sus textos originales. ¿Fue necesaria esta alteración o exaltación para integrarlas al mismo? (s.f.:23-24).

Y Lezama contesta: Lo fue. El conocimiento, el encuentro con esas frases, la meditación me sirvió para entrar en la vía de las posibilidades. Mi sistema poético se desenvuelve, como es lógico pensar, dentro de la historia de la cultura y de la imagen, no dentro de un frenesí energuménico…”(s.f.:23-24).

Lo que quiero subrayar es ese “me sirvió para entrar en la vía de las posibilidades”. Como si ante una frase de Pascal lo que interesara fuera la potencia creadora de la frase, y no la letra escrita o el contenido de la escritura. Lezama no sigue a los autores y a sus ideas “al pie de la letra”, porque como lo que yace bajo la letra es la muerte, el Cristo, vale más seguir al verbo vivo en las obras de escritura, seguir al “espíritu de la letra”.15 Lezama no hace como nosotros, que creemos respetar a los autores citados cuando los repetimos literalmente. En cambio hace como deberíamos hacer: se detiene ante una frase de Nicolás de Cusa y no la lee literalmente sino que la incorpora a su verba transformándola, y así la lectura de Nicolás de Cusa adquiere un sentido verdaderamente interpretativo, un sentido creador.

15

En su ensayo La decadencia del analfabetismo, José Bergamín nos regala esa imagen del cuerpo muerto del Cristo “al pie de la letra” (2006:33). Con ello Bergamín critica a la literalidad, es decir, a la asunción alfabético-céntrica del lenguaje, como una actitud decadente frente a la verdad trascendental de la palabra. El alfabetismo ha dejado a las letras sin espíritu. Pero, como sugiere Barthes, en su libro Lo obvio y lo obtuso, hay un espíritu de la letra que la tradición de la visualidad restituye. Una tradición profundamente analfabeta y por ello profundamente trascendental. Yo creo que Lezama se inserta en esa tradición; analfabetiza la escritura; nos pone otra vez, paródica y paradógicamente, frene al logos sagrado.


37 Pues Lezama es, ante todo, un lector. Lo que más debería importarnos es su manera de leer, de estar ante la cultura para rehacerla y así dignificarla. Su respeto de las obras ajenas no es el del purista del estilo que cree en la acumulación cuantitativa del conocimiento. No. El suyo es el respeto que ensancha, que se inserta en la tradición, no para volverla a enunciar sino para otorgarle un nuevo sentido, que es la verdadera manera de estar del hombre ante la tradición: En realidad las mejores lecturas son las que se hacen con infinitas interpolaciones. Ni que el autor pueda precisar y dibujar a su presunto lector, ni que el lector fije sus lecturas y sus autores, esto es lo ideal (Casa de las Américas, 1971:21).

Y ello implica, desde luego, alterar la tradición. Pero no para quebrarla sino para hacerla surgir en el pálpito de una nueva sucesión. En la conversación con Álvarez Bravo, Lezama enuncia algunas frases que, dice, leyó en escritos de San Pablo, de Pascal, de Juan Bautista Vico y de Nicolás de Cusa. Y luego subraya: Le he dicho cuatro frases que aparecen diseminadas en la obra de estos autores, sin que tengan la intención explícita que les comunico en mi sistema. Frases que dentro de mi mundo poético son puntos referenciales que forman una proyección contrapuntística para lograr su unidad en esta nueva concepción del mundo y su imagen, del enigma y del espejo (Álvarez Bravo, s.f.:23-24).

Las frases de los autores se convierten en segmentos distantes de una contrapuntística de analogías, segmentos que tienden puentes entre sí y que hacen que las frases citadas y sus autores participen activamente en la tradición, o en una lectura interesada de la tradición tendiente a la búsqueda de una unidad en el contrapunto. Esto me recuerda varias cosas. Primero, aquella “marcha de las analogías hacia la imagen que luego retorna como una claridad”, la marcha del silogismo poético que dejamos en el capítulo anterior. La lectura contrapuntística de Lezama, sus analogías entre libros, hechos y frases, sigue un sentido de unidad que se resuelve en el movimiento del contrapunto y de las analogías. Su escritura, como su lectura, se mueve entre segmentos erráticos y distantes que, por imantación poética, desembocan en una forma aclaradora, sorpresiva, capaz de volver sobre los segmentos erráticos para iluminarlos, para descubrirlos actuando en una dimensión que


38 antes no veíamos.16 Se trata de una operación parecida a la que, según Edgar De Bruyne, los teólogos medievales ejercían ante el poder sorpresivo de la metáfora: “el alegorismo medieval tiende un misterioso puente entre formas de especies o géneros distintos, por ejemplo, entre Cristo y un pelícano”, “en la alegoría se degusta el placer de la sorpresa”, dice De Bruyne (1994:24-25). El contrapunto lezamiano, su escritura silogística, su “aguijón procreador” está cargado del mismo placer por la sorpresa. Y no se trata de un simple estupor sino del despertar de la fruición por el eros de lo relacionable. Es decir, la fruición del estar en la marcha hacia la imagen —que es, según Lezama, la verdadera forma de viajar—, o en la marcha hacia Dios, hacia la infinitud de lo posible, según los teólogos medievales. Y vuelve el cubano: En la novela persigo el contrapunto del hombre, sus infinitos entrelazamientos, que son sus infinitas posibilidades (Casa de las Américas, 1971:19).

El potens, la posibilidad cifrada en el contrapunto, es lo segundo que ahora me viene a la mente, pero me llega como con el eco de Severo Sarduy, con su fineza que pone la palabra “espejeo” en lugar de “contrapunto”. Ese espejeo es el “análogo vocal” con que Lezama acecha los referentes de su habla hasta suplantarlos por una nueva realidad. Pero no se trata de una realidad negadora de los referentes sino de una realidad de “sobrenaturaleza”, es decir, un apoderamiento gozoso, burlón, paródico y transmutador del sentido original de las palabras y de sus significados. Sobrenaturaleza como “doble virtual que irá asediando, sitiando al original, minándolo de su imitación, de su parodia, hasta suplantarlo”: Era la forma, la foné misma de Lezama lo que instauraba en el lenguaje no una descripción, ni siquiera una percepción profunda, sino un análogo vocal, una danza fonética (Sarduy, 1969:62).

La novela lezamiana puede leerse como una poética de esa danza verbal que hilvana una tela de araña, puede leerse como la construcción de una morada, como la hechura de 16

“Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética verdad realizada y aprovecha un material verificable que se libera de la verificación” (Lezama, 1981:224).


39 una nueva naturaleza en la que habita el lenguaje mismo, nuestro idioma, no haciendo malabares sino aconteciendo en un paraíso. La metáfora es la vía que aclara ese paraíso, que lo hace, “que aleja lo cercano y acerca lo lejano”. O como nos dice Sarduy: “poco importa la justeza cultural de las metáforas lezamianas, lo que ponen en función son relaciones, no contenidos” (1969:62). Y como la araña, tan querida por Lezama, el poeta es el vigilante de esas relaciones metafóricas, “el guardián del etrusco potens”. Sabe, al parecer, que en medio de esas relaciones una claridad será dada. Aunque no la aguarde sino que la resguarde. Pues lo que cuida es la posibilidad de la llegada de lo claro, el fin de la marcha de las metáforas y del ejercicio del eros relacionable, de esa aisthisis que hilvana, que recorre las señales, los colores, las formas de los semas. Las palabras crean así un espejeo entre las palabras, construyendo una presencia, pinchando, parodiando sus sentidos, destruyendo y reconstruyendo, no sólo el lenguaje sino a la naturaleza (que es aquí lo mismo): Si su Historia, su Arqueología, su Estética son delirantes, si su latín es irrisorio, si su francés parece la pesadilla de un tipógrafo marsellés y para su alemán se agotan en vano los diccionarios, es porque en la página lezamiana lo que cuenta no es la veracidad —en el sentido de identidad con algo no verbal— de la palabra, sino su presencia dialógica, su espejeo. Cuenta la textura “francés”, “latín”, “cultura”, el valor cromático, el estrato que significan en el corte vertical de la escritura, en su despliegue de sapiencia paralela (Sarduy, 1969:63).

Con Lezama “el lenguaje se hace naturaleza”, se ovilla en la metáfora para engordar el sentido de las analogías, de lo relacionable. Escribe en uno de sus ensayos: “El soconusco, regalo de su severa paternidad, fue incorporado con delicadezas cartesianas, para evitar la gota de fina amatista” (1981:201). Y el lector desprevenido del Paradiso lezamiano, de la sobrenaturaleza de su verba, “traduce” la frase más o menos así: si “soconusco” quiere decir “taza de chocolate”, entonces es que Lezama está describiendo a un prudente caballero que, para evitar la enfermedad de la gota, ingiere en medidas dosis, “cartesianas”, el chocolate caliente. Pero me cuesta encontrar en aquella frase alguna descripción —“en el sentido de identidad con algo no verbal”, como dice Sarduy—. Me parece estar más bien ante una construcción. Esa frase tiene un sonido, un ritmo de araña afanosa, un habla erigiendo un habla que no se puede traducir. O se puede, pero sería como derrumbar una casa. Pues Lezama no busca en esas frases la posibilidad de un discurso


40 segundo —crítico, descriptivo, una “metáfora de justo valor cultural”—, sino una imagen, una segunda naturaleza, una extensión “lingüística que descifra lo real”. “La metáfora como conjuro”, dice Sarduy, como invocación de una sobrenaturaleza (1969:65). Y seguimos a Lezama: “¿Qué es la sobrenaturaleza? La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza”: En esa dimensión no me canso de repetir la frase de Pascal que fue una revelación para mí, “como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza”; la terrible fuerza afirmativa de esa frase, me decidió a colocar la imagen en el sitio de la naturaleza perdida; de esa manera frente al determinismo de la naturaleza el hombre responde con el total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruida (Lezama Lima, 2001:393).

La imagen penetrando en las cosas les brinda, les teje un nuevo cuerpo. Se trata de un artificio que se vuelve naturaleza “al colocar la imagen en el sitio de la naturaleza perdida”. Es el artificio del verbo haciendo de esa pérdida la ganancia de una construcción, de un Paradiso: la palabra acariciando la realidad de lo ausente. En ese tránsito caricioso la herramienta de la araña es, insisto, la metáfora, el “como” lezamiano que libera a las palabras de las exigencias de la literalidad:17 Para los egipcios, el único animal hablador era el gato, decía un como que lograba unir las dos puntas magnéticas de su bigote. Esos dos puntos magnéticos, infinitamente relacionables, están en la raíz del análogo metafórico. Es un relacionable genésico, copulativo. Únanse los puntos magnéticos del erizo con los del zurrón, en ejemplo que nos es muy querido, y se engendra una castaña. El como magnético despierta también la nueva especie y el reino de la sobrenaturaleza (Lezama, 2001:393).

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Pareciera como si la escritura de Lezama, más que significar, edificara un cuerpo que es puro significante liberado de las exigencias de la significación. Aunque no podríamos afirmar que en sus obras la analogía quiebre la relación entre las palabras y el mundo. Todo lo contrario, regresa las palabras al mundo. Como los románticos, en él el lenguaje procura hacerse naturaleza. La metáfora es la sustancia sustitutiva, pero no una sustancia que se separa de la realidad en la sustitución, sino que, al configurar una naturaleza posible, una sobrenaturaleza, la palabra vuelve a recordar su esencia, su silencio inicial: el hecho de ser respiración, exhalación y silencio hipostasiado, misterio.


41 Lezama escribe la imagen. Su escritura persigue a la escritura. Su espejeo es lo “relacionable genésico, copulativo” que procura la unidad en el reconocimiento de lo posible. Lo suyo es, pues, una aisthisis. Al espejeo de Sarduy, Lezama le llamaba “impresionismo sinfónico”, que es la cultura a la cual, según él, aspira el poeta, “la única unidad posible” entre las formas de lo relacionable. El poeta, escribe Lezama en su diario, “puede ser el aprendiz displicente, el artesano fiel e incansable de todas las cosas, pero en su poesía tiene que mostrarnos una tierra poseída, un cosmos gobernado de lo irreal-real”. Y esa tierra poseída, esa unidad lograda pasa por la transformación de las cosas cuando son pinchadas por el verbo, por la fruición del hombre que reconstruye una imagen, “única excursión de la vida sobre lo desconocido” (Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, 1998:112-113). Con el verbo el hombre “asimila un espacio y lo devuelve como un logos, con un sentido”; “los dos espacios, el interior y el exterior, el invisible y el visible se comunican, o mejor, están ya en la unidad” (Lezama, 1992:132). La escritura de Lezama, creo, hilvana una “cantidad”, una región artizable o una bisagra en medio de esos dos espacios. De ahí su espejeo o su contrapunto, el grano de mandrágora de “La dignidad de la poesía”; de allí también su búsqueda de una escritura de la imagen y su hacer de la palabra un cuerpo posible, morada de la imagen. “No sé si tenga un estilo”, le oímos decir, “el mío es muy despedazado, fragmentario” (como la fragmentariedad restituida en la reminiscencia de una corporeidad perdida),18 “pero en definitiva procuro trocarlo en un aguijón procreador” 18

Esta imagen, que tomo de Derek Walcott, es de mucha utilidad para entender la escritura lezamiana. En su discurso de aceptación del premio Nóvel de Literatura, Walcott nos deja una imagen de las Antillas que es también la imagen del poeta. Dice: “Rompemos una vasija, y el amor que reúne los fragmentos es más fuerte que el amor que dio por sentada su simetría cuando estaba intacto. El pegamento que une los trozos es la costura de su forma original. Es este amor el que reúne nuestros fragmentos africanos y asiáticos, las agrietadas reliquias cuya restauración aún muestra sus blancas cicatrices. Esta labor de unir los pedazos rotos es el cariño y el dolor de las Antillas, y cuando los pedazos son dispares, cuando no encajan bien, contienen más dolor que su forma original, que esos iconos y vasijas sagradas cuya presencia en los lugares ancestrales se daba por sentada. El arte antillano es la restauración de nuestras historias rotas, nuestros fragmentos de vocabulario, y nuestro archipiélago se convierte en sinónimo de fragmentos desgajados de su continente original. He aquí el proceso exacto de la creación poética, o de lo que tal vez debería llamarse no su “creación” sino su recreación… (2000:101)”. La escritura de Lezama es así, como un cuerpo que restituye una totalidad fragmentada, quebrada, y que esa restitución deja ver siempre los hilos de su costura, las marcas de su fragmentariedad. La tradición literaria, la


42 (otorgándole a esa corporeidad la posibilidad de ser-en-la-imagen, es decir, de ser-siemprecomenzando-a-ser). Por eso lo que más me importa de su escritura, lo que quiero ahora rescatar es su condición de “horno transmutativo” de la lengua. El mismo Lezama, en sus ensayos, pareciera recordarnos la textura de su tela. Dice en De la conversación: Desconfío de aquella afirmación renacentista de Castiglione, cuando se habla bien, se puede escribir como se habla. Pero aun en Cervantes, por ejemplo, o en casi todos los más esenciales escritores, la diferencia entre lo que entra y lo que sale del horno, es su delicia, su hechizo más permanente. En Cervantes mismo, si entrase la conversación en su horno, lo que sale es su hálito, su aliento, cubriendo con italiana e increíble ligereza su extensión, hasta donde puede extender la masa transparentándola (1970:73).

Lo que me interesa es “lo que sale del horno” lezamiano, su masa extendiéndose en la transparencia: el Pascal saliente, el Pascal de Lezama, el que es transmutado en “hálito”, en “aliento” con una forma propia, con una foné y con un cuerpo ganado por el verbo que lo construye, su “ceniza convertida en cristal”.

“Estilo profundo”, “escritura de la imagen”, quizás estas frases nos sirvan para empezar a hilvanar la cadencia del lenguaje en la novela de Lezama. Busquemos ahora un nuevo hilo e intentemos seguir hacia el final del carrete. Imaginemos que en ese final hallamos tres semejanzas y una diferencia entre la voz de Cervantes y la de Lezama. Apuntemos aquí, como mera guía, las semejanzas: en las dos novelas sentimos la presencia de lo que pudiésemos llamar una “anamorfosis”19 del lenguaje; también percibimos un goce exuberante por la palabra en su estado bruto y, sobre todo, una retórica de la imagen que a

cotidianidad, la familia, los amigos, la historia de las ideas, el imaginario oriental y el occidental, todo pasa por la verba lezamiana, todo pasa restituido, resemantizado, por su aguijón procreador. 19

Entiendo aquí la palabra “anamorfosis” en el sentido que le dan los estudiosos de las artes visuales, es decir —tal como la define el Diccionario de Arte de Ian Chilvers—, como “dibujo o pintura ejecutada de tal manera que ofrece una imagen distorsionada del objeto representado, pero que, si se observa desde cierto punto de vista o reflejada en un espejo curvo, muestra sus verdaderas proporciones. La primera referencia a la anamorfosis aparece en los apuntes de Leonardo da Vinci. El término empezó a popularizarse en el siglo XVII. Ejemplos muy conocidos de anamorfosis en pintura son el retrato de Eduardo V de la NPG de Londres (de atribución incierta) y el cuadro de Holbein Los embajadores (1533), donde se representa una calavera distorsionada, probablemente símbolo de la brevedad de la vida (1995:41).


43 ambas obras atraviesa. La diferencia radicaría, en cambio, en la condición visual de cada obra. Frente a la visualidad literaria de la palabra cervantina hallamos el problema específicamente lezamiano del lenguaje como forma de la visión sensible, de lo visible palpable. Por “anamorfosis del lenguaje” quiero entender la cualidad trasmutativa —mutante— del cuerpo expresivo y del estilo lezamiano y el cervantino. Veamos un ejemplo tomado de Paradiso. Dice el narrador: “El solarete entrelazado a la rifosa casa del Vedado, produce una escasez de pinta sobresaltada, abundoso el parche se hace montura y se ramea con una corbata Zulka, regalo del patrón de carantoñas a la tía dulcera” (2000:132). ¿Qué tenemos aquí? ¿Una oración en la que el entendimiento queda como sin referencias? ¿Una trampa para que el lector busque en el diccionario palabras inexistentes? ¿Una oración afanosa por dejar en vilo las rigurosidades demasiado solares del entendimiento? ¿O acaso, como ahora prefiero interpretar, se trata de una mancha, de una costura pictórica que, como en los cuadros barrocos, sólo es posible vislumbrar desde una privilegiada perspectiva? Una mancha, esa oración parece una mancha. Invita a ser percibida desde la posición de quien tuerce la cabeza, de quien se ladea un poco para descifrar lo que la oración no deja ver, que es paradójicamente lo más evidente y claro. “El solarete entrelazado a la rifosa casa del Vedado”, dice, y nosotros sentimos allí un ritmo, una cadencia que exige ser interpretada musicalmente. Mas al intelecto escudriñador de conceptos se le olvidan sus conocimientos musicales y por ello levanta una protesta: “rifosa, rifoso son palabras que uno no encuentra en el diccionario, ¿cómo entender entonces qué le da su carácter a la casa del Vedado?”. Y en verdad el intelecto tiene razón, pues desde su particular perspectiva analítica la frase de Lezama no tiene sentido. Pero si ahora invitamos al entendimiento del corazón (el que reconoce las pulsiones musicales de las palabras) veremos, sin apuros, cómo una nueva perspectiva se nos aproxima. Ladeamos entonces la cabeza y volvemos a leer: “...abundoso el parche se hace montura y se ramea con una corbata Zulka, regalo del patrón de carantoñas a la tía dulcera”. Y ya se puede apreciar en esas líneas un color melódico, un timbre que sobrepasa a la expresión del estilista-decorador y nos pone ante el lenguaje como quien está ante un cuerpo que se puede, a ratos, alcanzar.


44 Hay en las líneas de Lezama una pulsión agradable a los sentidos; eso determina el artificio de la anamorfosis de su verbo. En El Quijote ocurre algo similar, pero no sólo con la cadencia del lenguaje sino con la estructura de la novela. En ella percibimos un constante trabajo con la mancha. Todos los personajes de El Quijote están manchados, sobre todos ha caído el don de la trasmutación y a todos los vemos desde un particular ladeo de cabeza. Pero es el relato el que nos hace desviar la mirada, convidándonos a presenciar una historia sobre “ladeos de cabeza” y perspectivas anamórficas. El cuerpo de la novela cervantina se parece a un espejo cóncavo en el que las imágenes se van retorciendo sobre sí mismas. Son imágenes encantadas a las que llegamos a través de un relato insistente en su verosimilitud, en su condición de “historia real”: la verdadera historia de un mundo dispuesto —por voluntad propia o por necesidad de las almas que lo habitan— a desdoblarse, a disfrazarse. La anamorfosis de la estructura de El Quijote se sustenta en una retórica de la imagen que constituye, creo, la sustancia del cuerpo estilístico cervantino. Esa anamorfosis llega a su límite cuando el lector, el que participa de una realidad concreta, se sitúa frente a la “realidad de la ficción”, que, paradójicamente, también se asume a sí misma como concreta y objetiva. Mas esta verosimilitud se sostiene sobre una voz narrativa elaborada por un autor (Cervantes) cuyo tema, hijo del ingenio, es el de una historia compuesta por otro autor (Cide Hamete Benengeli, cronista árabe y por ello mentiroso) quien, a su vez, ha escrito sobre la vida de un hombre que se convierte en el creador de su propio disfraz, de su propia mancha. Y este hombre disfrazado, además, va procurándose a sí mismo otros disfraces, otras máscaras capaces de transformar todo lo que se le acerque en una gran mascarada. Estos diversos momentos de la imagen hacen que en El Quijote la noción de autoría sea también una mancha, un aparente desliz oblicuo de tinta sobre un lienzo al que llegamos como torciendo la mirada. Pues en la novela cervantina la noción de autor se parece a una constelación de figuras manchadas. Y es curiosamente la ironía —la de Cervantes, claro— la que da cuenta de este hecho. El capítulo VI de la primera parte de la novela muestra la raíz de esa ironía cuando en el examen de la biblioteca de Alonso Quijano es salvado del fuego cierto libro de un tal Miguel de Cervantes, amigo además del Canónigo, del censor. Es entonces cuando todo aquel enrevesado paisaje autoral vuelve sobre su propio núcleo, sobre el omphalos del que surgió. El impulso retórico de la novela


45 cierra la trayectoria de su elipsis. Nuestra vista, obligada por las exigencias del texto, se tuerce, y la anamorfosis de la obra se descubre así ante nuestros ojos: El Quijote se nos muestra como un disfraz (como novela) que relata una historia de máscaras, de dobles y de un paisaje encantado y encantador, un simulacro que va fingiéndose a sí mismo, que va conscientemente inventándose. “El Quijote define y forma una sintaxis; Paradiso un habla”, escribió Severo Sarduy (1969:78). La anamorfosis cervantina actúa en el relato, la lezamiana, en cambio, actúa en el verbo, en el decir. Esto tiene que ver con aquella diferencia que ya enuncié entre la visualidad literaria cervantina y el lenguaje lezamiano en tanto forma palpable de la visión. ¿Cómo es esto? Asombra, por ejemplo, el carácter visual de cada episodio de El Quijote. Los momentos, las estancias y hasta los gestos de los personajes van apareciendo ante los ojos del lector con una fuerte carga de plasticidad. Recordamos los retratos cervantinos sobre el cuerpo y el rostro del Quijote cada vez que termina (apaleado) sus épicas hazañas. La ligereza con la que Cervantes nos narra tales acontecimientos va dibujando sobre la pupila del lector el cuerpo desbaratado del héroe. Vemos al Caballero de la Triste Figura pintado con la precisión de un colorista. En cambio con las imágenes lezamianas el problema es otro. Paradiso es más una obra escultórica que pictórica. Sus plasticidades son de otro orden. Sus personajes no se nos muestran esbozados en un lienzo sino sobre algún soporte cincelado. No percibimos visualmente a José Cemí como sí vemos a don Quijote, pues lo que adquiere visibilidad palpable en Paradiso es el espesor del lenguaje de Lezama. Un lenguaje entramado, como ya dije, creador de un tejido palpable que va como logrando una textura, una corporeidad. Es casi como si las palabras de Paradiso pudieran ser sentidas con el tacto, o al menos respiradas en una muy particular frecuencia pulmonar. Quizás sea por esa frecuencia, por ese ritmo en la respiración, que Sarduy ha dicho que Lezama cuando quiere algo lo pronuncia. Lo inmoviliza fonéticamente, lo diseca, lo congela en un movimiento —escarabajo, mariposa en el vidrio de un pisapapel…— . Lezama fija (1969:65).


46 Leerlo es respirar un aire que estaba detenido en la morada de la araña. Pero leerlo es también aprender a leerlo, seguirlo en las claves de su escritura. Claves que él mismo nos va ofreciendo en sus ensayos y en su novela. Por eso Paradiso es, insisto, una poética, pero también una ética y una erótica. Sus páginas nos enseñan a leerla. Es un ars, en el sentido medieval de la palabra; nos indica cómo y desde dónde leer. Pero también construye una filosofía de la conducta, un ethos de la poiesis cifrado en el conocimiento erótico de la imagen. Esto lo veremos en el último capítulo, mientras tanto exploremos brevemente esa poética de la escritura y de la lectura lezamianas.


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Capítulo III La imagen escrita. Poética de la imagen Cuando su visión le entregaba una palabra en cualquier relación que pudiera tener con la realidad, esa palabra le parecía que pasaba a sus manos, y aunque la palabra le permaneciese invisible, liberada de la visión de donde había partido, iba adquiriendo una rueda donde giraba incesantemente la modulación invisible y la modelación palpable, luego entre una modelación intangible y una modulación casi invisible, pues parecía que llegaba a tocar sus formas, cerrando un poco los ojos. Paradiso.

Cuando pienso en la corporeidad palpable del verbo lezamiano tengo en mente ese fragmento de Paradiso. José Cemí acaba de dejar la concurrencia amigotera de sus años universitarios. Ha entrado ya en la poesía (que para Lezama es un estado del ánimo, un ritmo del alma) y en el ejercicio del eros relacionable. Está a punto de encontrarse “con quien interesa que se encuentre”, con Licario. Todavía le espera la muerte de su Abuela (en mayúscula, como la escribe Lezama), y la última visión de Fronesis —a lo lejos y riendo— y de Foción —liberado de su delirio que no engendra—. Pero lo que me asombra de ese fragmento de la novela es que, si ladeamos un poco la cabeza y forzamos un tilín su sentido original, podríamos leerlo como una alegoría de la escritura lezamiana. Aquella palabra que pasa a las manos de Cemí, que se hace cuerpo palpable entre lo invisible y lo visible, ese tocar las formas de la palabra entrecerrando los ojos, me parece que habla no sólo de Cemí sino de la escritura de la novela. Me explicaré. En Paradiso el sentido —el de las palabras, el de la narración— es, más que un orden determinado por un sistema de referencias condicionado, una luminosidad y por eso también una forma de lo corpóreo, de lo matérico. Se trata de una claritas que cuando leemos la novela nos hace entrecerrar los ojos. Esto se repite en los ensayos y en la poesía de Lezama. Entrecerrando los ojos es como palpamos la lejanía de su verbo, que se nos acerca como una materia imposible pero acariciable en esa misma


48 lejanía. He allí la fuerza de su erótica. La palabra lezamiana siempre se nos está escapando “en el instante en el que ya habíamos alcanzado su definición mejor”. O como dice Eloísa Lezama Lima, la hermana de José, “cuando el lector cree que le va a dar el jaque mate sale el alfil y le hace una mueca” (1979:19). Hay un escrito de Lezama sobre don Luis de Góngora que habla acerca de esta condición fugaz del cuerpo de la imagen y de la escritura. Yo quisiera ver en ese escrito ciertas marcas de la poética de Lezama, que cuando habla sobre Góngora pareciera estar hablando sobre sí mismo: “se hace lejano…—dice— es en ese único sentido que sobrevive, que se sumerge”; y luego: Él ha creado en la poesía lo que pudiéramos llamar el tiempo de los objetos o los seres en la luz (…). Antes de la ofrenda, reciben su tiempo en la luz; la duración y resistencia de la luz mientras rodea y define un cuerpo (2001:276).

Seres en la luz, recibiendo su tiempo en la luz… En Paradiso los personajes están definidos por una misma claridad que los rodea. Es la iluminación de la palabra lezamiana que cae sobre un mulato cocinero y lo pone a hablar como un shakesperiano; o sobre una mujer del servicio doméstico que se expresa como una adelantada en el verbo iluminado; o sobre un garzón de primeras letras que habla como un conversador acostumbrado a difíciles peripecias lingüísticas. Pues cuando Lezama toca con su escritura el cuerpo de la imagen sus personajes se vuelven figuras que penetran en el territorio de lo simbólico. Por ejemplo, el mulato Juan Izquierdo, cocinero oficial de la casa del coronel Cemí, es también imagen de la sazón de la casa. Su presencia sostiene el sentido de la primera morada de los Cemí Olaya. Es como un dios menor destinado al fuego del hogar. Doña Augusta, la abuela, es la figura central. Afina los límites de la casa y de lo habitable, percibe que un hilo cosmogónico se va volviendo tejedura entre su hija y ella, y que ese hilo es el legado de una tradición espiritual. El heredero de esa tradición será José Cemí, el héroe de la cosmogonía del paraíso. Lezama crea, “señala” figuras simbólicas; los suyos no son sólo personajes dentro de una trama de ficción. Son más bien imágenes personificadas en la palabra, en una “cantidad novelable” que es también un giro del lenguaje, una expresión, un decir, una manera de hablar. Vemos esto en el modo en que los personajes quedan hasta cierto punto igualados


49 por un ritmo, por una sintonía del lenguaje; igualación que raya en lo paródico de una escritura carnavalesca en la que todos los personajes confluyen en un mismo ámbito de lo verbal. Es como si se tratara de figuras enmascaradas que desfilan en la fiesta de la página. Sus máscaras, claro, están hechas de escritura. Por eso cuando hablan, cuando enseñan sus disfraces, se siente el peso de una presencia velada que es también un puente hacia “la realidad del mundo invisible”, hacia la fuerza del verbo cuando se nos acerca como imagen. He allí, creo, el sentido del simbolismo lezamiano. Y como todo símbolo comporta una exigencia —pues lo simbólico sólo se nos muestra oblicuamente—, la escritura de Lezama nos pone a trabajar, nos hace perseguirla y así nos define como lectores. Pero si no nos perdemos detrás de lo que perseguimos, si no marchamos junto al “caballo tan alado como nadante”, entonces el sentido de esa escritura se nos desvanece por cansancio. Se trata de un sentido tan áspero y luminoso como el que, según Lezama, Góngora exhibía en el acaecer de su escritura. Leemos en el ensayo “Confluencias”: Nos damos cuenta de que [Góngora] nos exige esa tensión frente a la luminosa aspereza de su sentido, que ya no nos perdona. Haciéndonos olvidar que nuestro asiento perdurable para él no debe ser la violenta ocupación de ese sentido sino tan sólo mirarle fijamente el rostro (Lezama, 2001:276).

Mirarles el rostro como haría un perseguidor es lo que nos exigen las palabras lezamianas. Cuando las leemos nos sentimos ante señales, ante signos que, de no ser fijados en una dimensión simbólica y palatal, se traducirían en una visión a veces insoportable. Pues, como en Góngora, pareciera que en Lezama hay “la presencia de un juglar hermético que sigue las usanzas de Delfos, ni dice, ni oculta sino hace señales” (2001:274). Lezama mismo volvió sobre este asunto en varios de sus ensayos y en algunas entrevistas. Por ejemplo, le dijo a Jean Michel Fossey que Paradiso ofrecía “lo muy inmediato y lo más cercano —la familia—, y lo que se encuentra en la lejanía —el mito—”. Y de Oppiano Licario dijo que era “una figura arquetípica que representa la destrucción del tiempo, de la realidad y de la irrealidad” (Casa de las Américas, 1971:30). De Cemí dijo que tiene tres momentos: “el de su conversación con la madre; el momento en que sale al mundo exterior —en que se encuentra con el destino y con el carácter— y frente a eso él


50 ofrece su mundo de búsqueda de la poesía, de búsqueda de la imagen” (Casa de las Américas, 1971:32). La escritura de Lezama está llena de señales. El cuerpo mismo de su verba es, en sí, una forma matérica que se desenvuelve entre señales. (El lenguaje de la luz siempre es oblicuo). Sus palabras, o más bien el cuerpo que definen y amasan, no se dejan ver en la primera lectura (la escritura vela la escritura). Exigen un paladeo inicial. No se nos muestran, no nos regalan al principio sus sentidos de estalactita. Luego, en la lectura de “súmulas nunca infusas de excepciones morfológicas”, como diría Lezama —es decir, en la lectura cómplice, cariciosa y atenta—, quizás las palabras se hagan cuerpo en el lector. Pero cuando digo símbolo y señal estoy pensando en la presencia de lo mítico en Paradiso, entendiendo el mito como un discurso en el que la destrucción del tiempo quiebra la diferencia entre lo real y lo irreal. El mito como la restitución de una naturaleza perdida que la atemporalidad de la palabra reconstruye, al decir de F. W. Schlegel (1994:118-124); el verbo que restituye la realidad reinventada (como en los cronistas de Indias) y emplazada en el centro de una cosmogonía mitológica de la familia criolla latinoamericana, como la del mismo Lezama. Por eso Paradiso puede leerse como la reconstrucción de una novela personal, como un eco de la “cantidad novelable” de la vida de Lezama, que justamente por volverse eco se hace también paradisíaca. El ámbito de esa reconstrucción es el de la imagen; no el de la historia o el de lo histórico sino el del mito, el del cuento o el de lo narrable. Pues en Paradiso ocurre, como en las mitologías, que el narrador, “el decidor de cuentos” trabaja con una estofa de lo humano “como algo que mana de una fuente supraindividual”, para usar una expresión del profesor Kerényi (1999:15-16). Esa fuente puede ser la vida de Lezama, pero no en un sentido histórico, insisto, sino mítico. La ficcionalización de esa vida se convierte en símbolo de la familia americana, en su trato con lo invisible acechante. Y qué rara es esta relación entre ficción y símbolo, como si la ficción fuese nuestro único territorio en el que lo simbólico puede cobrar posibilidad, el refugio de la vivencia mítica. Quizás por eso es que esa materia particular que llamaríamos —en lenguaje histórico— “la biografía de José Lezama Lima”, al hacerse cantable y paradisíaca deja de ser un relato personal para convertirse en “una actividad de la sique externalizada en imágenes”


51 (Kerényi, 1999:15-16). ¿De la sique de quién… la de Lezama? Sí y no. ¿No es también Paradiso el relato cosmogónico de una mitología individual de lo americano? “Paradiso, mundo fuera del tiempo se iguala con la sobrenaturaleza, ya que el tiempo es también naturaleza perdida y la imagen es reconstruida como sobrenaturaleza”, nos dice Lezama (2001:398). Pero veo que si intento responder esa última pregunta tendría que escribir otro texto. Sólo una cosa más diré al respecto, y es que cuando hablo de la presencia de lo mitológico en Paradiso lo hago para fijar a Lezama dentro de la tradición americanísima del mito, de la imagen haciendo mundo y actuando en la realidad y en la historia: la tradición de los buscadores del Paradiso, la de nuestros cronistas de Indias.20 En esa tradición, como Lezama nos deja ver, la palabra es señal que define el contorno de lo relacionable, de lo que puede encontrarse súbitamente en el camino hacia la imagen y su hipóstasis en lo poético (que no sólo en la poesía), y también hacia la luminosidad de la imagen que recorre ese mismo camino pero a la inversa.21 “Existe un triple verbo, nos dice, hay la palabra simple, la palabra jeroglífica y la palabra simbólica” (2001b:372). La simple es la que expresa, la palabra aclaradora, el “verbo que se muestra en una gran causalidad incandescente”. La jeroglífica es la que oculta, la hermética. Y la simbólica es la que señala, la que “aparece en un cono de claridad en lo oscuro”, que “lleva el deseo de aletear un gesto, demostrar sus sobresaltos en unos pasos de danza” (2001b:373). Es el verbo desprendido de su literalidad y transformado en cuerpo, en espacialidad sensible donde la humana causalidad y lo incondicionado (lo no causal de la hipérbole o de la metáfora) se encuentran súbitamente. Y ese cuerpo es, para Lezama, el del poema, “el simbolismo de lo desprendido en el nuevo signo del cuerpo adquirido” (2000:371). “El signo penetra en la escritura, rehusando siempre su mortandad, pues signo es siempre señal”, escribió Lezama. Pero es el signo comprendido como neuma, como fuerza que convoca y resguarda el espíritu de la letra, como “el afán de señalar un contorno a la 20

Hay más de una relación entre la escritura y el proyecto poético de Lezama y los textos y las vivencias de los cronistas de Indias. Quizás después de Martí y de Góngora, el estilo lezamiano se nutra del lenguaje de los “alucinantes” descubridores del Paraíso terrenal. 21 “La aprehensión análoga es el único ojo de la imagen y el acto sobre el azogado ombligo nos rinde el cuerpo irradiante” (Lezama, 1994:193).


52 extensión” (2000:371). El signo del dedo apuntador que señala hacia el cuerpo de la escritura… el dedo indicando hacia la metáfora, hacia el “como del aliento comunicado”, del que se nos habla en Dador (1994:194), o hacia “el como magnético que despierta también la nueva especie y el reino de la sobrenaturaleza” (2001:394). Se trata, claro, de la metáfora que señala hacia el encuentro entre lo conocido y lo desconocido, entre lo invisible y lo visible. En ese punto medio, en esa bisagra el poema surge como testimonio, como signo, casi como cicatriz o vestigio de la “batalla soterrada” entre la causalidad y el espacio de lo incondicionado. El último poema de Paradiso es una de esas cicatrices. José Cemí, el iniciado en la palabra y en la imagen, recibe como súbito en su mano la marca de lo incondicionado actuando sobre la posibilidad de lo causal, la marca de la vida de la imagen trascendiendo la muerte: la presencia corpórea de la letra y del ser resucitado en el cuerpo de la letra. Hablo del poema que Licario, después de muerto, y después de activar sus coordenadas poéticas, hizo llegar a las manos de Cemí. Ese poema es también el final de una marcha, el punto de llegada después de transitar el último (¿o el primero?) de sus descensos a la Orplid, a “la ciudad de las estalactitas”.22 Dice Lezama en su ensayo “Confluencias”:

22

En el capítulo III de Paradiso se lee: “José Cemí había oído de niño a la señora Augusta o a Rialta, o a su tía Leticia, decir cuando querían colocar algo sucedido en un tiempo remoto y en un lugar lejano, como si aludiesen a la Orplid o a la Atlántida, o como los griegos del período perícleo hablaban de la lejana Samos, comentar cosas de cuando la emigración, o allá en Jacksonville. Era una fórmula para despertar la imaginación familiar, o esa condición de arca de la alianza resistente en el tiempo, que se apodera de la familia, cuando conservando su unidad de cercanía, se ve obligada a anclar en otra perspectiva, que viene como a tornar en mágica esa unidad familiar rodeada de una diversidad que tocan como desconocida sus miradas” (2000:158). En la edición de Paradiso del Fondo de Cultura Económica coordinada por Cintio Vitier, hay una nota agregada a ese fragmento de la novela sobre la palabra Orplid, la cito completa para tener una visión más precisa del asunto: “En respuesta a Gregory Rabassa, Lezama indica: 'Orplid, especie de ciudad mágica donde se confunde lo real con lo irreal' (…). En 'El secreto de Garcilaso' (1037), ensayo recogido en Analecta del reloj (1953), Lezama escribía: 'Ya se le van suponiendo [a Góngora] habitabilidad, hasta motivación ética, el fruto de anhelo de intimidad, de la nostalgia de una Tule, de una Orplid que a lo lejos luce, de un país donde pena y gloria se pierden y diluyen como los contornos y colores del mundo en irreal lontananza' (Vossler)'. La cita procede del estudio de Karl Vossler Lope de Vega y su tiempo (Madrid, Revista de Occidente, 1933, p.116). Otra lectura creadora llevará a Lezama a completar su imagen de la Orplid, la que hizo del siguiente pasaje de Albert Thibaudet: 'Lui aussi [Mallarmé] marche à la conquêt de la poésie pure, mais ne pensons plus ici à la moelle de sureau. Mallarmé la tiendra, cette poésie pure, pour l`inaccedible cime de diamant d`un Parnasse pur. Mais tandis que les mots débordaient chez Hugo en un fleuve pouissant et s`épandaient chez Banville en una rivière facile, ils gouttent chez Mallarmé sous un climat inhumain, formet lentement les stalactites d`une poésie miraculeuse' (Historie de la littérature française de 1789 à jours, París, Librairie Stock, 1936, pp. 479481). La prueba de que este pasaje nutrió decisivamente la concepción lezamiana de la Orplid está en las siguientes palabras de José Cemí (Capítulo XI) a propósito de las bastedades críticas españolas: 'Pero penetrar


53 Lo desértico y su nueva aparición simbólica en el desierto se igualan, y por eso en el Paradiso, para propiciar el último encuentro de José Cemí con Oppiano Licario, para llegar a la nueva causalidad, a la ciudad tibetana, tiene que atravesar todas las ocurrencias y recurrencias de la noche. El descendimiento placentario de lo nocturno, el fiel de la medianoche, aparecen como una variante del desierto y del destierro, todas las posibilidades del sistema poético han sido puestas en marcha, para que Cemí concurra a la cita con Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible (2000:398).

Si esto es así, entonces resulta que Paradiso termina como comienza, o es que su final es también su comienzo. En las primeras páginas de la novela asistimos al mismo “descendimiento placentario de lo nocturno” del que habla Lezama. Al inicio, Baldovina “separa los tules de la entrada del mosquitero” para encontrarse con el Cemí del descenso. Gracias a la intervención hipertélica de los empleados de la casa ese descenso se transmuta en ascenso, en la ganancia de una claridad y de un nacimiento: “un polvillo de luz, filtrado por una persiana azul sepia, comenzó a deslizarse en su cabellera” (2000:118). La diferencia entre el inicio y el final de la novela es que, en la última página de Paradiso, José Cemí, que sale ascendente del desierto, de la placenta de lo nocturno, no se ve tocado por un polvillo luminoso sino que, al contrario, pareciera como si su destino fuese penetrar en un ámbito sin dirección finalista. “Lo acompañaba la sensación de la fría madrugada al un escritor en el centro de su contrapunto, como hace un Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.' El peso de la recreación lezamiana de la Orplid ya no recae, como en la cita de Vossler, en la dilución de 'pena y gloria' por la lejanía, sino en la relación entre 'lo real y lo irreal' que allí se confunden. Del plano de los sentimientos pasamos a un plano 'mágico', donde la operación realizada por Mallarmé con las palabras, según el juicioimagen de Thibaudet, constituye el otro peldaño que permite visualizar la Orplid como la ciudad de las estalactitas, la 'ciudad tibetana', el 'Eros de la lejanía y del conocimiento', patria gnóstica de Oppiano Licario. (Las lecturas de Lezama son el contexto nutricio de su obra, y pudieran estudiarse como una obra previa y en cierto modo aparte. Hay en ellas la mirada fija en un punto, y la errancia de puntos que se imantan. De esa combinación o dialéctica surgen sus 'imágenes culturales', ya sea su Orplid o su Pascal)” (Lezama, 1996:468). A esta cita erudita de Cintio Vitier yo sólo añadiría un dato de interés: Orplid también es la imagen con la que el escritor alemán Eduard Friedrich Mörike comienza su Gesang Weylas, poema escrito en 1831: Du bist Orplid, mein Land! Das ferne leuchtet; Vom Meere dampfet dein besonnter Strand Den Nebel, so der Götter Wange feuchtet. Uralte Wasser steigen Verjüngt um deine Hüften, Kind! Vor deiner Gottheit beugen Sich Könige, die deine Wärter sind.


54 descender a las profundidades, al centro de la tierra donde se encontraría con Onespiegel sonriente”, dice el narrador, como si el final del paradiso tuviese que ser la entrada en un infierno frío. Allí el hombre camina hacia el constante encuentro con la muerte liberada de su finalismo. Ese infierno es el espacio de la muerte corporeizada, donde lo imposible se verifica, donde otra región —la de la imagen— busca y muestra las formas de su nueva realidad: En el Paradiso van naciendo las imágenes, pero éstas son indeterminables, y estamos en el Infierno como quien se mira a un espejo, la muerte es la única respuesta. La continuación de mi obra lo mismo se puede llamar Infierno, que La muerte de Oppiano Licario, que El reino de la imagen (Casa de las Américas, 1971:45).

Así pareciera que el infierno lezamiano fuese una continuación del intento de probar siempre lo imposible, como recomienda Rialta, para ir fijando lo inexistente en una nueva realidad palpable, en el atrevimiento poético de superar la muerte en la resurrección. El camino hacia esa resurrección es lo paradisiaco, la ausencia de tiempo, el mundo como imagen del mundo. Camino que es también una filigrana tejida con palabras y con escritura. Su fin, que es el fin de la novela y de José Cemí, es el encuentro con Licario y con la resurrección de la imagen en la palabra. En sus sucesivas marchas hacia la imagen José Cemí va aprendiendo a ver, a leer, a estar ante la imagen y ante la palabra metafórica —que es el espacio donde la resurrección acontece—. Y mientras tanto el lector, que junto al narrador acompaña a Cemí, va apreciando cómo la escritura de la novela ofrece las claves para aprender a leerla. He dicho antes que leer a Lezama era aprender a leerlo, ya veremos por qué. Comencemos por el capítulo IX. Es su segundo día en la universidad, en Upsalón, y Cemí, cansado de la escuela de Derecho, se aventura hacia los corredores de la escuela de Filosofía y Letras. En el pasillo se encuentra con Fronesis entregado al goce de la oralidad. El tema de su conversa es don Quijote. Ese encuentro significa la marca definitiva de una unión fraternal, la aparición del amigo que siempre vería “como esa mano que nos recoge en medio de un túmulo infernal y nos lleva de columna en columna” (2000:390). Mientras hablaba, Fronesis estaba rodeado de un cortejo de orejas. Y a la par que le hacía un gesto a Cemí para que se incorporara, contaba cómo los profesores maltrataban la obra de


55 Cervantes: “…le daban una explicación finista”, decía, “don Quijote era el fin de la escolástica, del Amadís y de la novela medieval”. Olvidaban la presencia de la imaginería oriental en la obra de Cervantes: el Quijote es como un Simbad pero sin el ave rok, decía: El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l`autremond, pero Sancho y su rucio gravitan sobre don Quijote y lo siguen en sus magulladuras, pruebas de su caída icárica (2000:392).

Lo interesante de la disertación literaria de Fronesis es que en la novela aparece como una crítica a la manera de leer, no sólo a Cervantes sino a cualquier obra de creación… una crítica que define una conducta ante la escritura. Lo dice claramente el mismo Fronesis: Me parece insensato opinar como el vulgacho profesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conocidas frases que lo hace por haber estado preso, no debía el Quijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su prisión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vida en que le importaba una higa el denuesto o el elogio, pues como él dice: “me llegan de todas partes avisos de que me apresure” (2000:391).

Aprovechando un respiro de Fronesis, Cemí se une a la disertación y al goce de la palabra. En su intervención comienza señalando cómo la crítica a Cervantes “ha sido muy burda en nuestro idioma”. Luego continúa con lo que podría interpretarse como una lección de lectura, o al menos un indicio de cómo Lezama leía y qué buscaba cuando leía: Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila (2000:392).

Y termina con este pinchazo: Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente (2000:392).

“Penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto”… Esa frase nos dice que ante las modas y la crítica impostada, el lector lezamiano, el lector barroco, debe moverse “con


56 gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid”, es decir, moverse, como Lezama, entre el lenguaje y el cuerpo de la imagen en el lenguaje. Y ello implica una lectura contrapuntística, una noción de crítica que trabaja desde el centro de la obra, desde su realidad, para ir repitiendo el tejido de analogías en la urdimbre de la creación. Sobre este asunto, Lezama dijo: La crítica sirve de testimonio de las nuevas zonas ganadas por la expresión. Pero qué mejor testimonio que el dado por la propia obra de creación. Toda obra verdadera es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de creación? Saint-Beuve no supo nunca valorar la importancia de Baudelaire, de Stendhal o Balzac. La mejor crítica de Joyce la hicieron Eliot y Pound, no Curtius, aunque éste fuera un gran maestro de la sabiduría literaria, pero Eliot y Pound tenían una unidad más profunda con las experiencias de la ensalada filológica que está en la raíz de Joyce, por eso vieron más, pudieron profundizar más en su sones creativos (Casa de las Américas, 1971:33).

Paradiso es como esas obras concluyentes. Con José Cemí y con el narrador (que es también a veces Cemí y a veces Lezama) vamos entrando en la novela desde un sistema crítico que la misma novela nos ofrece. Así la obra nos entrega las claves para leerla. Es como si Paradiso nos señalara las coordenadas para examinarla, para conducirnos en ella, para elaborar nosotros una lectura, que es ya una forma de hacer crítica pero como ofrenda —al decir de Octavio Paz—, como el tributo del lector que busca sus ejes interpretetativos en el centro mismo de las obras de creación (1994:28). Algunos de esos ejes los encontramos cifrados en varios pasajes de Paradiso. Se trata de ciertos momentos en los que José Cemí desarrolla una actitud, una conducta ante el lenguaje, ante la palabra y ante la escritura: la actitud de quien se inicia en el cuerpo de la imagen. A lo largo de la novela vamos descubriendo cómo Cemí penetra ese cuerpo, es decir, cómo se va transformando en un lector. En el capítulo IX, después de su primer día universitario, sustituidas las aulas por el tumulto de una protesta estudiantil, Cemí llega a su casa y es recibido por su madre que lo esperaba. Lo que luego ocurre es, para mí, uno de los centros de la novela. Rialta recibe a su hijo con las palabras “más hermosas que Cemí haya escuchado en su vida”. En el centro


57 de aquel discurso percibimos la presencia del ideal icárico lezamiano, el “sólo lo difícil es estimulante…” de La expresión americana.23 Leemos la voz de Rialta: Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. (…) Cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad (2000:380).

En esas palabras está cifrado el destino de Cemí y su andar hacia ese destino. Se podría pensar que aquel “intento de lo más difícil” es, desde luego, el riesgo de acercarse a la imagen, a la escritura de la imagen y a su eros. Pero es también el icárico afán del hombre por lograr su humanidad, su sentido de unidad (su artificio mayor), esto es, el afán hipertélico del conocimiento poético, la visión de “los peces en la canasta estelar de la eternidad”. En Cemí esto comporta una conducta ante la creación, que es la herencia de una conducta familiar, de una dignidad o una areté de la familia que en él se cumple como destino. El encuentro con la poesía y con Oppiano Licario es la forma en la que ese destino se resuelve. Y a lo largo de la novela vamos viendo cómo José Cemí afina su exhalación, su aistho, su “estar despierto” ante esa dignidad, que es también una manera de afinar su entronque con el reino de la imagen, con la metáfora y con la sustancia de lo inexistente.24

23

“Sólo lo difícil es estimulante, sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento; pero en realidad ¿qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan sólo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla interpretación hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica” (Lezama Lima, 1993:7). 24 Uso aquí la palabra griega aistho, no sólo por su relación con la palabra aisthisis, sino por que, según el diccionario griego-español de Florencio Sebastián Yarza y el de los padres escolapios, significa “exhalar”,” soplar”, “aliento”. Pero, desde luego, se trata de la exhalación como creación, como el gesto de poner en el mundo una nueva naturaleza. Lezama mismo lo dice en un texto breve llamado “Sobre poesía”, compilado en el libro Imagen y posibilidad: “Existe una función creadora en el hombre, trascendental-orgánica, como existe en el organismo la función de crear sangre. La poiética y la hematopoiética tienen idéntica finalidad. Instante en que lo orgánico se transforma en respirante, es decir, en que aparece el espacio asimilado, pues la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. En una superficie de metal, ágata o piedra, el aire es refractado, devuelto, el vegetal lo incorpora, pero sin posibilidad de diálogo. El hombre solamente asimila el espacio y lo devuelve como un logos, con un sentido, es el verbo. El verbo era Dios y Dios era el verbo, los dos espacios, el exterior y el interior, el visible y el invisible se comunican, o mejor, están ya en la unidad. En la frase de Heráclito, 'en el sueño el alma tiene ojos de lince', y la de Bloy, 'la mejor música es la respiración de los santos', coinciden por igual la vigilia y el sueño, la agudeza y lo vegetativo, el oleaje y el mirador. En el sueño, tal como aparece en las teogonías, el alma unida al aliento universal se refugia entre dos cejas, el O H M, por eso los antiguos afirmaban que si en el sueño golpeáramos esa región con un partillo de plata, el


58 En el capítulo VI, después de una noche signada por la pesadilla, el niño José Cemí se encuentra con su padre y con la metáfora. Dice el narrador: El Coronel le hizo una seña para que se sentara en una de las banqueticas, que acompañaba a las sillas muy torreadas, con muchas rejillas y piñas. El libro, voluntariosamente muy abierto, sonando la cola aún olorosa del lomo, para ofrecerse a un plano extendido, y el dedo índice del padre de José Cemí, apuntando dos láminas en pequeños cuadrados, a derecha e izquierda de la página, abajo del grabado dos rótulos: el bachiller y el amolador (2000:267).

Cada uno con sus atributos. El bachiller, en su cuarto de estudio “en la medianoche apoyaba sus codos en la mesa, repleta de libros abiertos o marcando con cintajos el paso de la lectura”. El amolador con su “rueda envuelta en un chisporroteo duro, como los rosetones de la lluvia de estrellas en el plenilunio”. Pero por accidente —o, más bien, como por la acción súbita de lo incondicionado— cuando el padre nombraba al amolador Cemí fijaba el grabado del estudiante, y lo contrario. De modo que cuando el Coronel fue a comprobar sus enseñanzas y preguntó: “¿cuándo tengas más años querrás ser bachiller? ¿Qué es un bachiller? Cemí contestó: “un bachiller es una rueda que lanza chispas, que a medida que la rueda va alcanzando más velocidad, las chispas se multiplican hasta aclarar la noche”. Y el Coronel “se extrañó del raro don metafórico de su hijo, de su manera profética y simbólica de entender los oficios” (2000:267). Aquí la metáfora se presenta ante Cemí como por accidente, como lo no buscado que quiebra la literalidad referencial de lo metafórico para ponernos ante el poder incondicionado de las analogías, de lo invisible que así, accidentalmente (o como sobrenaturaleza, más bien) se aclara. Ello implica una manera contrapuntística de leer, es decir, una manera de seguir en la lectura las coordenadas entre los nombres y lo nombrado. En este caso, el contrapunto o la lectura contrapuntística se nos señala, paralelamente, a hombre muere. De tal manera que el verbo aparece como la imagen de lo estelar. Voz, verbo e imagen, trilogía que sólo acompaña al hombre. En la respiración del hombre se conjuga por instantes el verbo, la voz, la imagen como lo telúrico de las entrañas. El espacio más secreto del hombre se transfigura en la llegada de lo estelar” (1992:132-133). Ahora compare el lector ese párrafo con las siguientes líneas de Paradiso, tomadas de un fragmento en el que Inaca Eco Licario habla de su hermano, Oppiano Licario: “Cuando nos dice que lo menos interesante de la persona es su alma, y lo más la forma, es decir, la materia constituida, en qué forma, lo que se vio y tocó reobra sobre el cuerpo sutilizando más el tegumento. Puedo estar rodeando un sorite, me decía, pero lo que hago es observar con mucho cuidado el húmedo coral de la boca del perro dálmata. Hasta que una persona no se constituye en su viabilidad, como un colibrí pinareño o un caracol de Nuevitas no logro soplarla por la boca, reencontrar allí un alma” (2000:612-613).


59 nosotros y a José Cemí. Aquel dedo apuntador del Coronel nos indica cómo situarnos ante la lectura. Nos dice, en principio, que leer es seguir un dedo señalando cosas aparentemente desligadas, pero que cuando las volvemos a ver se nos descubren entretejiendo un nuevo cuerpo, una nueva marcha hacia una imagen. El grabado del amolador y la voz del Coronel enunciando la palabra “bachiller” se unen por un dedo oblicuo capaz de crear un ámbito de nuevas relaciones, quebrando así la causalidad y haciendo surgir la visión del estudiante que será Cemí y que de seguro fue Lezama: la de una rueda que lanza chispas hasta aclarar la noche, una imagen con su propio cuerpo, una imagen escrita. El índice demuestra, señala la inflexible llanura de la nieve, demuestra. El índice demuestra la carreta sobre un hilo, la diagonal con cuerpo de cocodrilo y cabeza de gavilán, el anillo de oro en el tumor de la luna. (Lezama, 1994:376).

En otro capítulo de la novela el dedo apuntador es sustituido por la figura de Demetrio (el tío abuelo de José Cemí), quien luego del banquete de la señora Augusta lee en voz alta una carta escrita por Alberto Olaya, el tío Alberto, el que, como nos dice el narrador, aparecía ante los menores de la casa “como un héroe medieval… llegaba su heraldo precedido por la tradición oral”. Por eso, ya antes de estar frente a la carta de su tío, el niño Cemí había reconocido el lugar que Alberto ocupaba en el panteón de las deidades menores del mito familiar. Al comenzar la lectura de la carta, Augusta y Rialta salen de la escena; la hija diciéndole a la madre: “otra muestra más del histrionic power de Alberto”. Y lo que sigue es, creo, un ejemplo de lectura contrapuntística, una muestra de la palabra deseosa por formar un cuerpo, un entramado de escritura que va hilvanando, mostrando y escondiendo, no sólo una “manera de decir” y de afirmar el poder de las palabras, sino, sobre todo, una “impostación natural” de la lengua. “Por primera vez vas a oír al idioma hecho naturaleza, con todo su artificio de alusiones y cariñosas pedanterías”, dice Demetrio antes de empezar a leer la carta (2000:309). La escritura del tío Alberto hace que el idioma se abra frente al niño, igual que se abre una fruta o un velo. Es el verbo criollo que, ante Cemí y ante el lector, vuelca su


60 expansión como una totalidad paladeable, gozosa y cariñosamente pedante, es decir, juguetona y oscura. He aquí un fragmento de la carta: Mucho cuidado con la yerbecita llamada yerbabuena, pues las del sur tienden a prender mejor su vacuna. Pues hay espléndidos sirénidos de la costa norte, que en el arco del sur comen la yerbecita, y empiezan a caérsele punta de la nariz, punta del potrerillo y punta de los dedos de la monja. Su potrerillo, respetable tío, disminuye y hay que vigilar sus naturales salidas del cafetal (2000:309).

La carta está llena de alusiones zoológicas y botánicas de especies cubanas. Según una nota a pie de página añadida por la hermana de Lezama, Eloísa, todas esas especies “en verdad” existen. La nota al pie se sucede de otras en las que Eloísa Lezama Lima explica, como quien ha consultado diccionarios, el sentido de algunos de los nombres de las plantas y animales que la carta contiene. Pero a mí ese gesto “aclarador” me confunde y también me hace ver un par de cosas. Me confunde porque, en principio, no entiendo cuál es la función de esas notas “aclaratorias”. ¿Saber que las especies citadas existen ayuda a entender mejor la carta del tío Alberto? A lo sumo nos ayuda a intuir que Lezama, el amateur de tout les choses, le poliphile —como él decía recordando a La Fontaine—, se ingurgitó una biblioteca de libros sobre zoología y botánica. Pero también nos ayuda a confirmar que esas notas ni le ponen ni le quitan nada al contenido ni al sentido de la carta. Los comentarios de Eloísa no nos hacen entender mejor la misiva, y sin embargo aclaran cómo Lezama, o Alberto, en este caso, tenía la capacidad criollísima (y antropófaga) de convertir un tema cualquiera en paladeo, en fruición copulativa de la lengua y de la escritura. Es decir, la carta de Alberto pone al lector, y acaso a Cemí, en estado de degustación lingual. Más que el contenido de la carta, que importa muchísimo, lo que interesa ver en ella es el idioma, su entramado, su tejido, su “mundo lento del vértigo girando en torno a ese punto intocable que está entre la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma”, como ha dicho Octavio Paz (González Cruz, 1993:300). Ese tejido construye un cuerpo, una naturaleza. La novela misma explica esto de una manera tan clara que, creo, justifica la extensión de la siguiente cita. Dice el narrador: La retirada de su abuela y de su madre había sido para Cemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pronto, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba a decir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos. Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba a escuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de


61 los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando, no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía la misma sensación que cuando, sentado en el muro del Malecón, veía a los pescadores extraer a sus peces, cómo se retorcían, mientras la muerte los acogía fuera de su cámara natural. Pero en la carta esos retorcidos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su silla y ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía no oír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces (2000:313).

¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí, entrar en un recinto en el que él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “iba a escuchar un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino, como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia, diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que, y aquí está el asunto central, no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”. Pareciera como si el narrador enunciara que leer es algo así como acercarse a un secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad, seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se


62 escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: en su marcha ascendente, oscilante, hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. El motor y el vehículo de esa marcha son, desde luego, la escritura y el idioma. Pero no la escritura que busca “significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra ganada del señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca. Si en Lezama podemos encontrar una estética del carnaval, como ha sugerido Rodríguez Monegal (1975:84), es justamente porque, en principio, su escritura transmuta la escritura. Esa transmutación hace que todo en la novela se disfrace de verbo, se convierta en palabra, al mismo tiempo palpable y oscilante. Cuando en Paradiso los personajes “empiezan a hablar” es como si se vistiesen de lenguaje, de escritura. La fuerza del verbo los impulsa a dibujar columnas y edificios enteros de palabras. El lenguaje es su máscara, su cuerpo irreal, artificioso, pero también es su suprema realidad, su naturaleza. Por ejemplo, sería un error interpretar el discurso de Alberto como un acontecimiento “no natural”, como si Alberto fingiera una condición, una manera de ser y de decir. En cambio, o además de esto, su discurso no es sólo impostado sino, sobre todo, natural; o es natural justamente porque es impostado… En todo caso hay una naturaleza en sus palabras llenas de artificio. Pues, para Lezama, lo artificial y lo natural no son valores absolutamente divergentes sino valores que confluyen en la unidad resguardada por el poeta —en quien el idioma (el artificio) se hace naturaleza—. Uno podría decir que Paradiso, tanto su escritura como el devenir de su trama, es el relato del humano intento por acercarse al artificio hecho naturaleza, que es el sentido último de la cultura: el intento del hombre por acercarse al reino de la imagen y al reconocimiento de lo relacionable en la poesía. José Cemí es la personificación de ese icárico intento, como ya lo dije, por eso su marcha lo lleva hacia Licario. Pero por eso también lo vemos como un aprendiz, como un iniciado que vuelca su curiosidad sobre el acaecer del lenguaje y de lo narrable.


63 La presencia de José Cemí en los primeros capítulos de la novela va construyéndose como desde una lejanía sigilosa, que todo lo toca y a todo le llega pero desde la distancia. En esa lejanía Cemí va contemplando cómo la familia sustenta su dignidad en las delicias de las palabras, en los juegos del lenguaje… Es decir, va contemplando cómo la familia logra alcanzar una naturaleza en el artificio del idioma elaborado. En el capítulo VI, el de la muerte del Coronel, vemos a doña Augusta mostrando la gracia criolla de su verba. Frente al niño Cemí la abuela descarga sobre las más diversas situaciones el poder abrasador del refranero, que aparecía entre sus “relatos entrecortados, dispersados por los arenales de las generaciones, pero reconstruidos por la calidad muy firme de sus proverbios” (2000:271). El refranero de su abuela hacía que José Cemí viese “el camino trazado entre las cosas y la imagen” (2000:270). Pues pareciera como si doña Augusta —como Rialta y el Coronel— actuasen en la infancia de Cemí tejiendo puentes entre la realidad visible y la invisible. Esto se nos aclara cuando vemos al niño que, sin ser notado, oye los relatos que su abuela le hace a Rialta. Uno de esos relatos trata justamente sobre la trasmutación de la materia en imagen, en presencia fugaz. Doña Augusta recordaba el día en que el cuerpo de su padre fue exhumado, movido del sitio original de su entierro, y que en ese tránsito, casi como una señal interpretada por Augusta, el ataúd cayó al suelo y se abrió, haciéndose evidente el cuerpo del muerto que apenas se dejó ver un instante antes de volverse polvo. “Fue como una visión”, contaba Augusta, “pues con una levedad inaudible fue a esconderse entre las sombras. Al regresar me sentía como roída por una alegría indefinible, pues entre el polvo y la sombra lo había vuelto a ver de nuevo… (2000:273)”. Ante esas palabras uno no puede dejar de recordar aquellos versos de Lezama, de los Fragmentos a su imán: Vi de nuevo el rostro de mi madre. Era una noche que parecía haber escindido la noche del sueño.

Esa misma escisión y esa misma visión las hallamos actuando en José Cemí cuando, después de escuchar el relato de su abuela, hizo de la noche la vivencia de una pesadilla en la que “veía, con fingida inmutabilidad, cómo los cuerpos se trocaban en los polvosos remolinos y después volvían a rehacerse de nuevo en las falsas seguridades de sus


64 acostumbradas figuras” (2000:274). En ese sueño la presencia fugaz de la ausencia del padre de Augusta reiteraba sus posibilidades. Eran la muerte y la imagen de la resurrección —es decir, las delicadas fronteras entre la materia y la imagen— hipostasiándose en el sueño del niño. Algo parecido ocurrió otro día en el que Augusta y Rialta llevaron a José Cemí a la iglesia. Frente a una figura de cera la abuela le dijo al nieto: “Es una santita que está ahí muerta de verdad”. Y vale la pena anotar la impresión del niño a continuación, no sólo por lo que allí se dice sino por la manera en que el narrador dice lo que dice: La cera de la cara y de las manos perfeccionaba lo que yo, por indicación de mi Abuela y por desconocimiento de que existen esos trabajos en cera, creía que era la verdadera muerte. Que allí no había una imagen siquiera, sino un corrientísimo molde de cera, ni siquiera trabajado con un excesivo realismo que se prestara a la confusión, no podía ser precisado por Cemí, a sus seis años… (2000:275).

¿Quién narra en ese fragmento? Es claro: lo hacen el narrador y José Cemí, que a veces parecieran ser el mismo. Esta confluencia de voces se repetirá a lo largo de Paradiso, sobre todo cuando toque contar la infancia de José Cemí. Entonces una nueva transfiguración parecerá operarse en el cuerpo de la novela: el narrador y el personaje se transforman, a ratos, en el mismo. Pero este asunto es a la vez muy delicado y muy sencillo como para tratarlo ahora. Concentrémonos más bien en el hecho de que, ante la figura de la santa, Cemí no puede precisar la diferencia entre la materia y la imagen. A mí me parece que esta confusión entre la vida y la muerte anuncia ya un aprendizaje para el reconocimiento de una poética de la resurrección, del verbo en el acto de hacer visible la sustancia de lo inexistente. Pues se trata, a fin de cuentas, de un aprendizaje ante “la extendida sombra violada de la muerte”, reconocida luego por Cemí en las sonrisas de su abuela y de su madre.25 Esas sonrisas son un gesto que distingue la fuerza de la familia para tratar con lo invisible. Son, como dice el narrador, una marca “donde lo artificial ancestral se decantaba finalmente en la bondad y la confianza, dándonos el reverso de un mundo de iluminación, liberado de toda causalidad, en la dorada región de un sereno prodigio” (2000:275). 25

“Esas sonrisas su imaginación volvía a inaugurarlas cada vez que era necesaria una introducción al mundo mágico”, “era el artificio de una recta bondad, manejada con delicadeza y voluntad, que parecía disipar los genios de lo errante y lo siniestro” (2000:275).


65 Toda la novela se sostiene sobre ese artificio que ilumina el espacio de una serenidad. Toda la novela pareciera levantarse sobre las palabras y las historias que señalan una entrada, un umbral que conduce hacia la imagen, hacia la visión de lo invisible, de lo ausente, de lo esperado con ansias que se mantiene en la lejanía, de lo oculto que se muestra ocultando. La palabra, sobre todo la palabra oral, es el vehículo a través del cual Cemí traza sus coordenadas y su marcha hacia la imagen. Marcha que lleva el signo de la familia, la herencia del ancestro, como diría Lezama, la herencia que se presenta ante Cemí como un destino. Rialta se lo recuerda en aquel “intenta siempre lo difícil…”, pero también el mismo Cemí nos lo recuerda a nosotros cuando, ante el lecho de muerte de doña Augusta, dice: Abuela, cada día siento más lo que mamá se va pareciendo a usted. Las dos tienen lo que yo llamaría el mismo ritmo interpretado de la naturaleza. En los últimos tiempos, la mayoría de las personas me causan la impresión de que están encerradas, sin salida. Pero ustedes dos parecen dictadas, como si continuasen con unas letras que les caen en el oído. Nada más que tienen que oír, seguir un sonido… No tienen interrupciones, cuando hablan no parece que buscan las palabras, sino que siguen un punto que es el que lo aclara todo (2000:546).

Aquel ritmo interpretado de la naturaleza, que Cemí identifica con la palabra, con esas “letras que caen en el oído”, es el signo de su familia. Pero, como se ve, no se trata de la palabra buscada sino de una marcha y de un ritmo en el lenguaje dirigidos hacia el encuentro con un punto desconocido que aclara una lejanía. ¿Y no es ese un ritmo de interpretación de la naturaleza, no es esa marcha del lenguaje la misma del silogismo de sobresalto —la marcha del contrapunto del análogo, del eros de lo relacionable desembocando en una luminosidad resistente que, por necesidad, ofrece la dote de una iluminación y de una nueva realidad—? Creo que sí. En la escritura de Lezama ocurre lo que Cemí ve en su abuela y en su madre, que sus palabras van como al encuentro de un punto “al que sale a mitad de camino una desconocida presencia”, como diría María Zambrano.26 Ese punto es una iluminación lejana que se deja ver ocultándose. Por eso muchas veces los lectores de Lezama se sienten cabalgando sobre un ciclón de relaciones metafóricas que en algún momento entrega una doble posibilidad de la visión: la primera, la

26

Según Lezama “la expresión de Heidegger 'salir al encuentro' sólo puede tener sentido acompañada por otra, 'nos viene a buscar'” (1953:49).


66 del cuerpo mismo del ciclón —la morada de la imagen—, y la segunda, el cuerpo de luz de la imagen, el umbral hacia la posibilidad infinita, hacia el agujero en la pared. No quisiera terminar este capítulo sin antes trascribir la respuesta de la abuela a las palabras de su nieto. Lo hago porque esa respuesta encierra el sentido de lo que hasta ahora he intentado decir, pero también porque me permite empezar a asomar ciertos asuntos que serán el centro del siguiente capítulo. Cierro, pues, con la voz de la señora Augusta: Mi querido nieto Cemí, tú observas todo eso en tu madre y en mí, porque lo propio tuyo es captar ese ritmo de crecimiento para la naturaleza, frente al cual tú colocas una lentitud de observación, que es también naturaleza. (…) Tú hablas del ritmo de crecimiento de la naturaleza, pero hay que tener mucha humildad para poder observarlo, seguirlo y reverenciarlo. En eso yo también observo que tú eres de la familia, la mayoría de las personas interrumpen, favorecen el vacío, hacen exclamaciones, torpes exigencias o declaman arias fantasmales, pero tú observas ese ritmo que hace el cumplimiento, el cumplimiento de lo que desconocemos, pero que, como tú dices, nos ha sido dictado como el signo principal de nuestro vivir. Hemos sido dictados, es decir, éramos necesarios para que el cumplimiento de una voz superior tocase orilla, se sintiese en terreno seguro. La rítmica interpretación de la voz superior, sin interrupción de la voluntad casi, es decir, una voluntad que ya venía envuelta por un destino superior, nos hacía disfrutar de un impulso que era al mismo tiempo una aclaración… (2000:546-547).


67

Capítulo IV Silogística de la imagen: la iniciación en la metáfora (a manera de conclusión) Todo lo que se puede imaginar gravita, o si queréis, el posibiliter de la imago tiene su gravitación en la nueva sustancia de lo inexistente, o también, todo lo que se puede imaginar tiene análogo. ¿Y qué cosa puede ser ese análogo, esa metáfora que rota hacia sus enemistades, sino el cuerpo del eidos y el de la imago, que es en su aleluya, en su tiempo paradisíaco, el cuerpo misterioso del hombre cuando atraviesa una región hechizada? La dignidad de la poesía

Las palabras finales de la abuela Augusta —“la rítmica interpretación de la voz superior, casi sin intervención de la voluntad… nos hacía disfrutar de un impulso que es al mismo tiempo una aclaración”— marcan uno de los límites de Paradiso. Por un lado, señalan el fin de la marcha del Cemí adolescente; por otro, anuncian su entrada en la adultez, en el desierto y en la agnórisis de lo posible —que es el reconocimiento de la realidad de lo inexistente—. Pero también esas palabras develan una conducta, una manera de entrar en cierta “región del ethos”, como diría Lezama. Se trata del cumplimiento de un destino familiar y por ello moral. El General José Eugenio Cemí, Rialta, la abuela Augusta, el tío Alberto, la madre del General, sus virtudes en el trato con la imagen, desembocan y se ensanchan en José Cemí. Esos personajes configuran una ética, una conducta que a su vez implica una noción de ser… ser en tanto impulso aclarador del hombre cuando “atraviesa una región hechizada”. La entrada en esa región comporta la vivencia de un tiempo paradisiaco. Allí el ser es “marcha”, es “recorrido” hacia un horizonte que cuando es tocado se desvanece, se hace distante, discontinuo, resistente, y entonces la marcha vuelve a comenzar y a fijar, en la distancia entre el hombre, las cosas y la imagen, un vestigio, un continuo poético. O en palabras de Lezama: “La poesía que es instante y discontinuidad ha podido ser conducida al poema que es un estado y un continuo” (Lezama, 1981:235). La vivencia del tiempo paradisiaco ocurre, creo, en aquella discontinuidad convertida en figura, en “el cuerpo del


68 eidos”, pues en medio de esa conversión pareciera que el ser va tejiendo una conducta cognoscente en la palabra, en el continuo. Es la marcha hacia la finalidad sin fin de la imagen, hacia “la raíz hipertélica de la poesía” concebida dentro de una “coordenada de irradiaciones”, al decir de El Etrusco: La distancia entre las personas y las cosas crea otra dimensión, una especie de ente del no ser, la imagen, que logra la visión o unidad de esas interposiciones. Pues es innegable que entre la jarra y la varilla de marfil, existe una red de imágenes, participadas por el poeta cuando las concibe dentro de una coordenada de irradiaciones (Lezama, 1981:235).

Yo sospecho que esa “coordenada de irradiaciones” es lo que en Paradiso y en algunos ensayos Lezama ha llamado las “coordenadas del Sistema Poético del Mundo”, una forma de conocimiento que como ligadura, como eros relacionable se presupone. ¿Y no estaremos hablando de una concepción de la metáfora como conocimiento? La metáfora convertida en la casa del ser, como diría Elizabeth Schön (2003:17-26). El ser-siendo hacia la imagen, no hacia la muerte. Ser-para-la-imagen, y no el heideggeriano ser-para-lamuerte, “la superación del acto naciente aristotélico en puro Nacimiento” (1981:303). Por eso la resurrección —“lo inexistente hipostasiado en sustancia”— es su signo; pues en su marcha la metáfora elabora su tejedura, y su fin es un comienzo que aclara la marcha en la visión de la unidad de las analogías. Entonces “nos sorprende la existencia de un flujo (todo hacia uno)”, como dice Lezama, en el que el ser es atención fijada sobre lo irradiante y sobre “la distancia vacía evidenciada en la metáfora” (1981:303). “La metáfora es la metamorfosis del ser” (Lezama, 1981:235). La relación entre el ser y las cosas crea un vacío y un sentido de unidad en lo relacionable, como hemos visto. Reparar en ese vacío y rasgar la resistencia de la imagen es, en definitiva, la forma en que la existencia empieza a hacerse posible. “Crea el ser su caracol”, dice la primera línea del poema “Danza de la jerigonza”, y así se va configurando en un cuerpo que es un baile de palabras. Mas se trata de una configuración huidiza, inacabada, pues “si el ser tomase proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible” (1981:219).


69 El cuerpo no termina de ajustarse al ser. Una distancia inexorable se abre entre ambos. Esa distancia es el ámbito de una erótica que sustituye el vacío de la extensión, receptáculo de lo distante que se aproxima, de lo inacabado que se enuncia como un eco. Cómo ocurre el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, sus sobrantes, las libres exploraciones que cumple antes de regresar a su morada. Cómo ese ser puede contemplar el cuerpo formando la imagen o el mismo ser recuperando el cuerpo para formar un objeto. Pero tanto el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, como sus vicisitudes, o en ocasiones su oscuro desenvolvimiento, sólo puede ser testificado por la imagen (1981:219).

No se trata de que el ser se convierta en imagen, o que la imagen misma tenga un carácter ontológico. No. Es que, al parecer, la imagen enuncia una existencia auroral del ser-siendo-hacia-la-imagen, intentando lo imposible, intentando vencer la resistencia de la imagen en la metáfora. Lezama lo dice en su “Danza de la jerigonza” (1994:176): El ser nace y su nacimiento cumple la mirada, sus vapores en agua se deshacen, su dureza se cierra con su aurora. (…) No importa la construcción estable del objeto ni la mirada que eternamente repasa su pareja de plurales. También el caracol distrae su guarida con los distintos jugos terrenales y la sorpresa jamás se rinde en una academia de maduras flores.

Esa marcha del ser hacia la imagen (que es la historia de José Cemí) implica la exigencia de una conducta. Por eso su transcurrir, como dije en el primer capítulo, es hipertélico. Con ello Lezama plantea una noción de ser sin teleología, una noción que tampoco es del todo circular (no es un morderse la cola sin solución posible), sino que es una elipsis en rotación, una esfera. Allí el ser procura “la potencia concurrente”, la fuerza de la metáfora para acercarse al otro lado de la esfera, a su lado inalcanzable, perdido en un revés que no podemos precisar. O podemos, pero sólo tangencialmente, fijando por instantes un cuerpo entre el tejido de las analogías, allí donde ese cuerpo toca su sentido de unidad mientras adivinamos el revés de la esfera. De esta manera se calma ¿por instantes? la ansiedad de la marcha. Pero luego, en la agnórisis, un ritmo del alma se hace cuerpo en el ser, el ritmo hesicástico que, como ocurre en Paradiso, anuncia una nueva marcha (el “podemos comenzar” de Licario) del ser habitado por la imagen.


70 Esto comporta, para Lezama, dos cosas. En primer lugar, una superación de la muerte en la imagen, en el ser-para-la-resurrección. Y, en segundo lugar, comporta una cogitanda, como él dice, una forma de conocimiento. Conocimiento de la imagen, hipertélico, erótico y silogístico. El tema de la resurrección es uno de los más recurrentes en la obra de Lezama. Está relacionado con su catolicismo y, sobre todo, con su manera de concebir “la realidad del mundo invisible”. Por ello cuando habla de resurrección alude a la celebración católica de la conversión de la materia en sustancia, más allá de la muerte y en presencia de la gloria divina. No se refiere a las imágenes antiguas u orientales de la resurrección. Fija su discurso en torno a “la imagen en su plenitud”, el Cristo resucitado, aunque —cosa curiosa— casi nunca escriba su nombre27. Sí habla, en cambio, de “quien llegaba mejor que Sócrates a una conversación, aunque no me atrevo ni a citarlo por irreverencia” (1970:319). Así el hijo de Dios es a la vez el resucitado y el portador del verbo. Pues, como veremos, para Lezama la palabra poética, la metáfora y la resurrección participan de un mismo sistema de creencias. Por eso me parece que su catolicismo es poético y no dogmático. No se detiene en la culpa o en el dolor del Cristo, sino en su participación en la metáfora y en la realidad de la sustancia de lo inexistente: Llegué a la conclusión [dice] de que la posibilidad infinita tiene que encarnar en la imagen. Y como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía, la imagen, tenía que expresar su mayor abertura de compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la teoría heideggeriana del hombre para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer una causalidad prodigiosa del ser para la resurrección, el ser que vence a la muerte y a lo saturniano. De tal manera que si me pidiera que definiera la poesía, una coyuntura casi desesperada para mí, tendría que hacerlo en los términos de que es la imagen alcanzada por el hombre de la resurrección (Álvarez Bravo, s.f.:22).

La resurrección es, pues, la plenitud de la imagen, “la encarnación de la posibilidad infinita”. Participa de una causalidad ajena a los condicionamientos 27

Leemos en el ensayo “A partir de la poesía”: “Sólo han podido habitar la imagen histórica tres mundos: el etrusco, el católico y el ordenamiento feudal carolingio, pero es innegable que la gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente, y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección” (1981:322).


71 teleológicos… una causalidad que es prodigiosa y que vence a la muerte. Pero también participa de la palabra poética, de la poesía que “es la imagen alcanzada por el hombre de la resurrección”. Lezama subraya esto en sus ensayos: “el poeta, el ser-para-la-resurrección, es el bienaventurado en quien la imagen habita. El poeta es el ser que crea la nueva causalidad de la resurrección” (1992:135). En la educación estética de José Cemí, así como en los personajes que más de cerca tocan el espíritu del joven, conocimiento, ética y resurrección conforman la unidad de un destino moral y poético. El trato con lo invisible acariciable, que es la herencia de la familia espiritual, le conduce a participar de un orden de la conducta que “es como si se siguiera absorto la parábola de las flechas hasta su enterramiento en la línea del horizonte” (Lezama, 2001:414). Por ello ese orden implica un ritmo hesicástico, un comportamiento contemplativo que es, en verdad, el reconocimiento (como iluminación) de la acción de la imagen en las cosas, esto es, el reconocimiento de la unidad en la gravitación de lo invisible resucitando en el cuerpo de una nueva naturaleza. A lo largo de Paradiso asistimos continuamente al espectáculo de la resurrección. Por ejemplo, en aquel juego de yaquis de Rialta y sus hijos —en el que la sustancia de lo inexistente (la figura del Coronel) gravita en un instante que es el del puro presente de la imagen—. O también en la cólera del tío Alberto, “que cincuenta años después de su muerte volvía a surgir al ser comparada con la del duque de Provenza” (2000:119). O en el gossá familia del padre del Coronel, que es la evocación del pasado familiar actuando en el presente de un gesto que lo aviva: La gorda punzada del padre del Coronel al teléfono, ahora, ¡ay!, venía la llamada desde el recuerdo, desde los cañaverales de la otra ribera convocando para una de las fiestas en su casa, que él con dejo burlón de los mestizos sibiliantes llamaba un “gossá familia” (2000:124).

Esa manera de evocar el espíritu de los tiempos pasados, o el pasado perdido en la boca del tiempo, se parece a las resurrecciones súbitas de los sentires vividos, esos que, por azar, vuelven a surgir en el presente de nuestra sensibilidad. En su ensayo Contra SaintBeuve, Marcel Proust habla sobre ello: En realidad, como ocurre con el alma de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada hora de nuestra vida se encarna y se oculta en cuanto muere en algún objeto


72 material. Queda cautiva para siempre, a menos que encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la invocamos, y se libera” (Proust, 1971:43).

A esa invocación liberadora Proust luego la llama “resurrección poética”, la animación de un sentimiento oculto para la inteligencia pero vivo en el presente de la sensación y del cuerpo. La manera en que el tío Alberto aparece en la novela está marcada por esa misma invocación liberadora. Nos da la impresión de que es un personaje entrenado para “volver a comenzar”, para lidiar con lo inexistente y, sobre todo, para actuar más allá de la muerte. Es, sin duda, un personaje hermético. Ata, entrelaza, está en el centro de todas las ataduras, de todas las imantaciones familiares. Su muerte, grotesca y burlona, vuelve en la madurez de José Cemí justo antes del encuentro con el ataúd de Licario (el ser-siendoimagen). Es como si la poiesis de la muerte de Alberto, y la condición truncada de su destino, abriese el camino y la posibilidad de la realización del destino familiar en José Cemí. Pero lo que me interesa es ver cómo la resurrección poética de la muerte de Alberto, justo cuando Cemí está a punto de recibir la imagen en la palma de su mano, ocurre como poesía. Los versos de la muerte del tío, cuando lo acompañaba el charro Mefisto, regresan a Cemí en la última (¿la primera?) senda de su paraíso, “separando los cañaverales de la Orplid, en su avance dentro de la noche”, y hacia su encuentro con Licario (2000:664): Un collar tiene el cochino calvo se queda el faisán, con los molinos del vino los titanes se hundirán. Navaja de la tonsura, es el cero en la negrura del relieve de la mar. Naipes en la arenera, fija la noche entera la eternidad… y a fumar.

Después, en la cumbre de su Orplid, y al encontrarse “de nuevo” con el Ícaro habanero, Cemí…


73 recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible, se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen del cuerpo evaporado. De nuevo la voz de su padre, escondida detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros estábamos vivos, andábamos por ese otro—. Cobró vivencia de la frase “andar por el otro camino” (2000:651).

Es como si al final de la novela Cemí viera resucitar las formas más sutiles de su niñez y de su juventud. El tiempo vuelve a descomponerse y seguimos así en la quebradura de la temporalidad. Llegamos al Paradiso. Los rasgos más finos de la educación estética del joven, su manera de estar ante la imagen, su trato con la sustancia de lo inexistente, resucitan en esa última noche, “donde la lejanía y la cercanía, lo real y lo irreal, lo estelar y lo telúrico, la obediencia y la rebeldía, forman un punto que vuela la línea de lo infinito”, como dice Lezama en una de sus cartas (1979:94). Es la resurrección de la tradición espiritual de la familia Cemí Olaya que ocurre en la palabra y como poesía. Pues los fantasmas de esa última noche son las figuras más entrenadas en la metáfora y en el paladeo criollo del idioma. El tío Alberto, la abuela Augusta, la presencia latente del Coronel… los tres muertos de la familia espiritual son evocados justo antes de recibir —oblicuamente— el poema de Licario. Se cumple así “el regalo del prodigio de la imagen en la resurrección”, como ha dicho Lezama en sus ensayos (2001:338). Y esa es justamente la dimensión de Licario, la dimensión del prodigio y del súbito, de “la realidad que sale al encuentro”, la realidad del tiempo paradisiaco que es la plenitud de lo posible, “el Eros del conocimiento” (2001:399). “Entregué ya a la imprenta el Paradiso —escribió Lezama a su hermana Eloísa—. Termina con la muerte de Oppiano Licario, el homúnculo que representa el conocimiento puro, el infinito caudalismo del Eros cognoscente” (1979:172). Esas líneas me recuerdan a Diotima, ese personaje de Platón que inicia a Sócrates en el conocimiento erótico, que enseña a mirar en lo semejante, en la “afinidad de lo distinto que se revela tan viva al reunir la pluma con la enjundia”, para usar una expresión de Ida Gramcko (1988:51). Aquella extranjera de Mantinea comparaba a Eros con un filósofo y con un daimón: los tres procuran siempre aclarar la lejanía, la distancia entre el hombre y la imagen. Por eso Eros es afirmación del alma cuando se nos sale del cuerpo,


74 afanosa, extasiada ante lo indistinto. Pero como es deseo y posibilidad, lo erótico enlaza y crea una dimensión en la que lo imposible se sustantiviza en lo bello sensible, recuerdo claro, hipóstasis del sentido original del alma. Ese Eros platónico es cognoscente justamente porque procura la hipóstasis, la realidad sustitutiva, el espacio humano de la metáfora como conocimiento. “Todo lo reduce a materia comparativa”, como diría Lezama (2001b:384). Todo se vuelve un espejo en el que se refleja la realidad de lo invisible. Siempre estoy tentado a decir que en El Banquete hay una poética de la filosofía. El centro de esa poética es la metáfora, lo bello del mundo sensible como imagen y semejanza, y el conocimiento erótico que inicia al enamorado en la verdad de lo impalpable hipostasiado en la belleza corporal. En ese diálogo filosofía y poesía confluyen, se imantan, como siempre nos recuerda María Zambrano. Y hoy creo que la justificación de esa confluencia se halla en la metáfora, en la realidad sustitutiva de la poiesis que en Platón se vuelve sabiduría de la Unidad, iniciación del hombre en la filosofía y, ¿por qué no decirlo de una vez?, iniciación en el conocimiento del Dios de la metáfora y de la resurrección. El Eros de Diotima es imantador. Procura la concurrencia de lo diferente, la inefabilidad de lo individual convertido, eróticamente, en plenitud trascendental. Pero si el individuo, el accidente, no se puede nombrar, el enamorado conoce el nombre de su manía. Y nombrándose abraza un cuerpo invisible que es todos los cuerpos sentidos en su unidad. Así lo individual se vuelve metáfora, bisagra que convoca los puentes tendidos por las analogías hacia el uno creador, hacia la imagen que luego, al mejor estilo platónico, ilumina al enamorado y le permite ver la distancia recorrida por el análogo, la lejanía insuperable, la verdad de lo velado o la veladura como la suprema verdad. El lezamiano Eros del conocimiento, el don más preciado de Licario, es también imantador. Su dominio es el de la analogía, el de lo relacionable que, como súbito, regala el peso de una dimensión inesperada, el espacio, el territorio de la metáfora: Licario respondía, siempre en sobreaviso, como si siguiera cada hecho en puntillas, hasta poderlo pellizcar… como si esperase que de un cúmulo tal de nubes tuviese que salir invariablemente la chispa de esa pregunta. (…) Cuando un hecho cualquiera de su cotidianidad le recordaba una cita, una situación histórica, no sabía si sonreírse o gozarse de esa realidad sustitutiva, que a veces venía mansamente a ocupar la anterior oquedad (2000:608).


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A la aparición de esa realidad sustitutiva, ocupante, Lezama la llamará en sus ensayos “vivencia oblicua”, “que es como si un hombre, sin saberlo desde luego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugurase una cascada en el Ontario (Álvarez Bravo, s.f.:24): En aclaración de esa vivencia oblicua vayamos en busca de San Mateo, el alcabalero, el cobrador de cuentas. Dice: “Siego donde no sembré y recojo donde no esparcí”. He ahí la entrada de un rompimiento de toda causalidad en la conducta, del que se escapa para adquirir relieve un imperativo, una ordenanza que fabrica su gravedad en la causalidad de las excepciones (Lezama, 1981:298).

Creo que esa nueva causalidad excepcional, que proviene de una “causalidad en la conducta”, es el territorio de la metáfora cuando configura un conocimiento (una “cogitanda”, como la llama Lezama) y un acaecer de la conducta ante ese conocimiento. La excepción no buscada que acontece, que súbita pero nunca infusamente se regala, es el laberinto de Oppiano Licario. Es también el laberinto del poeta en su marcha hacia la imagen. La marcha de la metáfora restituye el ciempiés a la urdimbre, el vuelco del Eros relacionable logra las tersas equivalencias siderales y las coordenadas donde las palabras se hunden en las semejanzas (1994:196)

Sentado en su cuarto de estudio Cemí empezaba a desarrollar un extraño sentido de imantación erótica, un particular “sentido de agrupamiento espacial”, aunque de raíz temporal, “una evaporación coincidente” (2000:530). Las palabras desfilaban ante él con un “relieve animista”, liberadas de “la visión de donde habían partido” (2000:529). También desfilaban algunos objetos. Un buey, una bailarina y un guerrero, tres piezas de vitrina, y las estatuillas de una bacante, de un Cupido y un gamo chino de madera, ante la gracia de la mirada de Cemí “estaban en secreto como impulsadas por un viento de emigración” (2000:530). Cada pieza “era un punto que lograba una infinita corriente de analogía”. Las


76 figurillas eran reacomodadas por Cemí que seguía un orden dictado por los objetos mismos. Así las piezas adquirían un nuevo sentido en esas agrupaciones impulsadas por Eros: De pronto observó que todos aquellos objetos adquirían una dimensión, una cantidad que se movilizaba en una dirección, observó también que esa cantidad y esa dirección se expresaban (2000:533).

A esta erótica de la confluencia, que describe el acto del poeta, el narrador la llama “pensamiento creado”. Y a mí me parece que se trata de una conducta en la poesía que en Cemí, como en Licario, se presenta como inteligencia serena, la intelligere de la que habla Lezama en sus cartas, la sabia contemplación (Lezama, 1979:94). Ante ese gesto cognoscente, ante esa erótica del conocimiento, los objetos y las palabras regalan el espesor de una nueva textura. Al dormirse la materia blandamente surge priápico y tumultuoso el eros relacionable, poniendo en lugar de este árbol aquella hoguera. La urdimbre es la piscina de la metáfora, nos regala el conocimiento sin asombro, alguien aguarda. (1994:196)

Esa urdimbre cifra el conocimiento en la imantación erótica de las cosas y del hombre. Por eso la analogía crea una nueva causalidad en la concurrencia de lo diferente. Digamos que el gamo chino, la bacante y el Cupido participan cada uno de una corriente condicionada en lo temporal. No tienen por qué imantarse, pues todos están determinados por una causalidad visible y aristotélica. El bronce y la madera pueden ser sus causas materiales; el carácter antropomorfo del Cupido y de la bacante, así como la animalidad del gamo son, quizás, sus causas formales; la conversión artesanal de la materia en forma, su causa eficiente; su cualidad de objetos dados al adorno en la mesa de noche, su causa final. Los objetos pierden así su erotismo al ser tratados con una lógica que les precede y que olvida el animismo que los diferencia. Pero esa causalidad finalista, de nexos condicionados y visibles —que quizás ofrezca la raíz de una silogística filosófica— no ofrece una silogística de la imagen. No puede ofrecerla porque su finalismo la deja sin Eros. Los objetos, la naturaleza que los anima, permanecen aislados. Hace falta el pinchazo de la analogía para que ese finalismo se


77 vuelva hipertélico, para que la causalidad se torne incondicionada y la concurrencia se enuncie fatalmente como respuesta: El agrupamiento de variaciones inconexas, donde la causalidad se libera de la igual distribución de la potencia, nace de un margen espacial que se destrenza como condicionante. Recordemos a nuestro queridísimo Oppiano Licario, en la edificación de su “Súmula nunca infusa de excepciones morfológicas”. La respuesta es la única condicionante fatal, de imposible escapatoria (…) Si se pregunta el nombre del perro que acompañaba a Robespierre en sus paseos, más que la respuesta Brown lo que nos recorre es la fatalidad de esa respuesta (…) Como si en una orquesta se le diese la entrada a un instrumento, cuando en realidad el ejecutante, como si avanzase en una ensoñación, despierta en la obligación de entrar con un sonido, que era, por otra parte, el único que podía emitir para despertarse (Lezama, 2001b:358-359).

El causalismo de raíz erótica, lo incondicionado de nexos invisibles, tiene que ofrecer fatalmente una respuesta. Pues un logos poético lo ordena y lo anima. Ofrece una certeza oblicua que es siempre inesperada, incondicionada, pero “que es la única condicionante fatal” (2001b:359). Ese Eros, esa causalidad incondicionada anuncia una región que es concurrente e imantadora, una sustancia antropófaga, incorporadora. Allí el hombre es bisagra entre lo imposible y lo posible, testimonio del encuentro entre la causalidad y lo incondicionado. Es la región del acontecer de la imagen como vivencia oblicua “que parece crearse su propia causalidad”, “un imposible engendrando una realidad igualmente imposible”, el súbito de “lo incondicionado actuando en la causalidad” (2001b:378-379). Es también la estancia del doble, de lo semejante, de la posibilidad infinita, de la poesía y del poema como testimonios del encuentro y de la tensión entre la causalidad y lo incondicionado. Es la región de la araña en la que el poeta “reduce, por la metáfora, a materia comparativa toda la realidad” (2001b:384). Por la metáfora el hombre se libera de su causalismo, “de la igual distribución de la potencia”. Por la metáfora aprendemos a leer. José Cemí es el hombre que participa en la unidad de su eros. Su “cogitanda”, como la de Licario, se sustenta en la atención calmada ante las variaciones de las analogías. Por eso el pensamiento creado de Cemí es como la silogística poética de Licario, en ambos casos el cuerpo de una solución concreta sustituye el caos de las disgregaciones, por un lado, pero también sustituye el orden de la potencia finalista y causal. Frente a ello la poesía se presenta como un conocimiento auroral,


78 hipertélico, y que conduce a Cemí a palpar con su cuerpo el peso de lo posible actuando en lo imposible. Toda la novela está como imantada hacia un centro que es el del desierto y el de la imagen. Toda la novela está hecha a base de una confluencia tejida, secreta y delicadamente, en torno a la resurrección poética de Licario y a la posibilidad de la vivencia paradisiaca. Con la muerte del Ícaro habanero el tiempo se descompone, y Cemí, que ya ha vivido sus años placentarios y amigoteros, puede (y nosotros con él) empezar a recorrer (o a resucitar) la suma de ese tiempo en el tiempo de la imagen. Se trata de un tiempo que es también el de la metáfora, con su logos y con el peso de su causalidad. Abrimos al azar uno de los ensayos de Lezama y leemos: “en esa dimensión el hombre aparece como una metáfora…” “El hombre actuando dentro de la región del ethos se presenta siempre como vivencia oblicua… entre la situación simbólica y el espacio de encantamiento o hechizo” (1981:297). El hombre metáfora, el Ícaro habanero, ha puesto a funcionar todas las coordenadas poéticas para que al final, cuando la novela nos invite a repasarla, el joven Cemí pueda penetrar en su infierno. Pero no sin que Licario extienda su cogitanda en el joven a través de su resurrección poética, no sin que la llama sea transferida al nuevo portador de la imagen. Esa transferencia es la de la metáfora como conocimiento. El conocimiento de quien resguarda la imagen, de quien “contempla el movimiento como imagen de la eternidad”, el bienaventurado. Y creo que Lezama esperaba que sus lectores tendiesen hacia la bienaventuranza, que es justamente lo que esperaba también de José Cemí. El vehículo de esa doble iniciación debía ser el de la escritura poética, la de Lezama, claro, una escritura que teje y nos teje en el análogo. El lector participa de la segunda naturaleza conjurada en el lenguaje lezamiano. La novela nos pone a perseguir el sentido hipertélico de sus analogías. Y generalmente terminamos en el centro de un remolino o de un desierto, como le ocurre a Cemí. Pero el joven protagonista de Paradiso, que ha llegado a “la ciudad de las estalactitas”, no hace como nosotros, malos lectores, que nos perdemos en el desierto. Su hesicástica, su eros relacionable, le permite seguir el ritmo de las estalactitas, las coordenadas poéticas trazadas por Licario. Y llega, a diferencia de nosotros, a la cumbre de


79 la casa iluminada (tan parecida a la casa incendiada de Martí).28 Allí, sin que lo llamaran, aparece. Se cumple entonces su destino de hombre-metáfora. Se teje a la urdimbre de la noche para encontrar el centro del tornado. Él mismo se ha visto como una analogía más, como un incondicionado que ve detener su marcha cuando toca la casa iluminada, la imagen, que le regresa su doble, la semejanza y su contrarréplica, el cuerpo sin vida de Licario y su resurrección en el cuerpo del poema: JOSÉ CEMÍ No lo llamo porque él viene, como dos astros cruzados en sus leyes encaramados la órbita elíptica tiene. Yo estuve pero él estará, cuando yo sea el puro conocimiento, la piedra traída en el viento, en el egipcio paño de lino me envolverá. La razón y la memoria al azar verán a la paloma alcanzar la fe en la sobrenaturaleza. La araña y la imagen por el cuerpo, no puede ser, no estoy muerto. Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza. (2000:652)

La elipsis de su órbita nos recuerda el barroquismo lezamiano, pero también, y con cuánta fuerza, su catolicismo. Esa figura geométrica, que según Foucault está en la raíz epistemológica de la cultura barroca (2005:47-57), cifra también el sentido medieval de lo divino y su contracifra en la imagen. La elipsis, como Dios para los creyentes, es un círculo

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En el último párrafo de su “Curiosidad barroca” Lezama nos da una imagen de Martí que se parece muchísimo al final de Paradiso. Martí, al igual que Licario y Cemí, se nos presenta como un iniciado y como un iniciador en el conocimiento poético de la imagen, el conocimiento del ser-para-la-resurrección. Escribió Lezama: “José Martí representa, en una gran navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible. En él culmina el calabozo de fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez, la muerte de Francisco de Miranda, pero también el relámpago de las siete intuiciones de la cultura china, que le permite tocar, por la metáfora del conocimiento, y crear el remolino que lo destruye: el misterio que no fija la huida de los grandes perdedores y la oscilación entre dos grandes destinos, que él resuelve al unirse a la casa que va a ser incendiada. (…) Cuando agotemos, por el conocimiento poético, su sepulcro, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica, a la poesía como preludio del asedio a la ciudad, no su forzosa unión con la casa incendiada, que comienza aclarando un destino” (1993:79).


80 que ha decidido mostrar su verdad en el ocultamiento, es la raíz de la esfera. Ante el elíptico Cemí se ofrece el conocimiento infinito de la imagen como respuesta, “el egipcio paño de lino”, la quebradura del tiempo y la fe en la sobrenaturaleza, “la araña y la imagen por el cuerpo”. Nuevo regreso, ahora egipcio, al primer párrafo de la novela, cuando “las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos ahuyentando a los escarabajos” (2000:109). En aquel último poema, que preludia la corporeidad resucitada de Licario, Cemí es el llamado a oficiar los actos fúnebres. “La piedra traída en el viento”, la quebradura de la causalidad de nexos visibles, y el paño de lino egipcio, son los instrumentos del oficio. Así el oficiante se inicia en ese doble misterio de la resurrección y la metáfora. El ethos lezamiano, la dignidad de la poesía, se configura justamente en el ser como metáfora. Se trata, creo, de la conducta de quien está siempre dispuesto a transformarse, como le ocurre a Cemí. La ética que la silogística convoca es, por ello, la de la resurrección. El hombre metáfora es el que, sin jactancia, está dispuesto a verse sumergido en una corriente asombrosa en que él es el primer asombro. El hombre dispuesto a reconocerse como un punto en una telaraña de analogías que marchan hacia la agnórisis, hacia la sabia contemplación platónica y cristiana del ser habitado por la imagen. El ritmo hesicástico es el estado del alma cuando penetra en esa marcha, cuando se sabe que en un instante todas las coordenadas pasarán por el ombligo del hombre como una respuesta del cuerpo que se asombra de sí mismo, de su participación en la analogía. El hombre actuando dentro de esa región del ethos se presenta siempre como una vivencia oblicua, como una metáfora que genera un móvil incesante entre A y B, entre acto primigenio y configuración de la bondad, entre situación simbólica y espacio de encantamiento y hechizo” (1981:297).

Este hombre metáfora guarda la dignidad de lo poético. Licario aguarda toda su vida el encuentro con Cemí. Fue el vigilante de la poiesis que desembocó en el joven. Inició al tío Alberto y lo cuidó hasta que pudo, en la lejanía. Y al final de la novela, entendemos el sentido de ese resguardo: Lo espero para que usted no tenga que esperar [le dice Licario a Cemí]. Conocí a su tío Alberto, vi morir a su padre. Hace veinte años del primer encuentro, diez del segundo, tiempo de ambos sucedidos importantísimos para usted y para mí, en que


81 se engendró la causal de las variaciones que terminan en el infierno de un ómnibus, con un gesto que cierra un círculo. En la sombra de ese círculo ya yo me puedo morir (2000:604-605).

Licario es el hombre metáfora, el que “genera un móvil incesante entre A y B”, el que transforma, el que inicia a Cemí en un nueva causalidad. Su silogística muestra el sentido de esa iniciación. En el último capítulo de Paradiso el narrador nos cuenta que desde niño Licario había hecho visible una particular manera de conocer. “El ancestro lo había dotado desde su nacimiento de una poderosa res extensa. La cogitanda había comenzado a irrumpir, a dividir o a hacer sutiles ejercicios de respiración suspensiva en la zona extensionable” (2001:618). Esas dos delicias de Descartes, el cogito y el espacio, el pensamiento y la sustancia de la materia, se mezclaban en Licario provocando que “la causalidad y sus efectos reobraran incesantemente en corrientes alternas, produciendo un nuevo ordenamiento absoluto del ente cognoscente” (2001:618), engendrando la posibilidad de un conocimiento simultáneo y análogo, en lugar de sucesivo y racional. Allí las causas y los efectos no se suceden, se enredan y se manifiestan como pares. Acontecen a la vez. Por eso aquel “nuevo ordenamiento del ente cognoscente” se basaba en “el hallazgo de un móvil desconocido”, un tercer punto del silogismo que se presentaba súbitamente como conclusión. “Así, en la intersección de ese ordenamiento espacial de dos puntos de analogía, con el temporal móvil desconocido, situaba Licario lo que él llamaba la Silogística de sobresalto” (2000:618). Vemos cómo Lezama representa (pone en escena) a un Descartes salido del horno de las transmutaciones. La res cogitans y la res extensa, tan diferentes en la filosofía cartesiana, se encuentran en Licario como “corrientes”, como neumas que actúan en su naturaleza.29 Esa transmutación puede leerse también como la clave de una filosofía

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Lezama lee a Descartes interesadamente; así transforma el sentido de la filosofía del pensador francés y la expande en sus posibilidades interpretativas, esto es, la hace pasar por el horno transmutativo de lo americano. Ello se evidencia en el uso que hace de la noción cartesiana de cogitans, que llama “cogitanda”, y de res extensa. La interpretación canónica concibe que Descartes le dio valores distintos a esas dos nociones. A la res cogitans le atribuye ser la esencia del yo, el ámbito de la conciencia y del pensamiento; es, como dice Alfredo Vallota, el atributo principal de todo lo espiritual. En cambio la res extensa es el atributo principal de todo lo corpóreo y por ende del espacio mismo. Se trata de “la concepción de lo material como extenso, y en consecuencia como lo esencialmente cuantificable...”, permitiendo así la “inteligibilización de la naturaleza”.


82 poética, de una “razón poética” que en la lectura comporta una transformación constante de la tradición. Los valores cartesianos, ingurgitados y no negados por Lezama, se convierten ahora en el sustrato del conocimiento de la imagen. El cogito y la res extensa actúan poéticamente, se configuran como el sustrato de la marcha de las analogías hacia la imagen. Así Lezama trasmuta la física y la metafísica cartesianas. Sobre el espacio y el pensamiento reobra ahora un ámbito desconocido que se muestra como asombro, como lo no esperado que fatalmente tiene que dejarse ver. En ese ámbito se sitúa el nuevo orden del conocimiento, “la ascensión del germen hasta el acto de participar, y luego en el despertar poético de un cosmos que se revertía del acto hasta el germen por el misterioso laberinto de la imagen cognoscente” (2000:620). La ascensión hacia el acto, el encuentro con un cosmos y la posterior reversión del acto en germen, describe la función erótica del silogismo de sobresalto. Ese despertar poético del que habla el narrador se parece al cuerpo de Eros cuando es iluminado por la lámpara oleosa de Psique. La luz de la lámpara, indecisa, oblicua, deja ver un cuerpo sin posibilidad de posesión, un cuerpo ficticio, profundamente real en su ficción, e inalcanzable. O alcanzable sólo en ese acercamiento distante, y que exige en el contemplador, en quien marcha hacia ese cuerpo, el retorno al inicio de una búsqueda que debe siempre reinventarse. En Lezama la función erótica de su silogística actúa ofreciendo los cuerpos de su lenguaje. La misma ascensión del germen al acto, y el descenso del acto al germen, acontece continuamente en una “cantidad” visible de extensión. Allí el lector, frente a la hoja escrita, debe leer con la esperanza (afanosa) de dejarse alcanzar por las coordenadas del silogismo poético, de lo lejano que se acerca en el eros alumbrado del idioma criollo (el eros de un lenguaje que formula los referentes de su función analógica). La razón y la memoria al azar “La extensión es indicativa de la naturaleza de los cuerpos, en tanto que existen objetivamente en la mente” (Vallota, 2001:68-80). Según el profesor Vallota, Descartes diferencia la propiedad del pensamiento, la imaginación y el sentimiento, que dependen de la res cogitans, y la idea del movimiento, de la forma o de los tamaños, que depende de la extensión. El filósofo francés lo subraya en una de sus cartas: “Los actos intelectuales no guardan afinidad con los corpóreos, y el pensamiento —que es aquello en que concuerdan los primeros— difiere por completo de la extensión, que es común a los segundos” (Vallota, 2001:83). Es interesante la manera en que Lezama lee, no sólo a Descartes sino también a Aristóteles, a Santo Tomás y a Heidegger. Evidentemente hace falta escribir otra tesis sobre este asunto, pues creo que nos ayudaría a ver cómo Lezama, igual que otros pensadores americanos, elaboran una particularísima lectura de la historia de las ideas occidentales.


83 verán a la paloma alcanzar la fe en la sobrenaturaleza

Se trata entonces de una silogística erótica, no analítica ni mental; aunque, como hemos visto, Lezama no niega a la razón, pero la reinventa y así la salva, incorporándola a su sistema poético. A inicios del siglo XIX Friedrich Schlegel había propuesto algo similar, había promulgado la necesidad de hacer una nueva mitología en un mundo sin dioses. Una nueva fe podría surgir, pensaba Schlegel, incluso de la ciencia de su tiempo, pues los científicos —y esto parece confirmarse hoy— son en el fondo hombres de fe. Reinventar la ciencia poéticamente, extraer poiesis del discurso científico era, para el filósofo alemán, la tarea del hombre religioso (1994:122-125). Y yo creo que en Lezama esa ambición romántica se cumple. Descartes se convierte en la base de la silogística de sobresalto. La tradición de la razón, y su inexorable causalismo, se vuelven materia para la reinvención de la causalidad. La filosofía cartesiana se erotiza. La razón se hace poética. Incorporamos a Descartes en la lista de los poetas. Aristóteles es recibido otra vez por los ángeles del paraíso y aprende a tañer el laúd, como nos contaba María Zambrano.

Hay un momento más de la novela que no quisiera dejar de recordar. Retrata, para mí, el sentido del conocimiento y de la ética que subyacen en la silogística de la imagen. Me refiero al final del capítulo XIII, que termina con la visita de José Cemí a Oppiano Licario. Esa visita está llena de signos pitagóricos. Al principio, y por accidente, Cemí es llevado al séptimo piso por el mozo del elevador. Desde esa altura contempló el apartamento de Licario, que en verdad quedaba en la planta baja del edificio. Y lo que desde allí vio fue una suerte de ritual pitagórico y dionisiaco, un ritual de transmutación. Estaban en el apartamento Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino, nombres de tres personajes vinculados a la infancia de Cemí, y, hasta cierto punto, vinculados también al Coronel. Pero estos tres que acompañaban a Licario no eran exactamente los mismos del inicio de la novela. Es como si esos nombres, o los personajes que los llevaban, se hubiesen repetido en el presente de la narración, casi como si fueran la evocación de un tiempo perdido. En todo caso, los tres estaban allí, en la dirección Espada 615 donde Licario vivía. Y desde el piso siete Cemí observó cómo Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino, movidos


84 por la onda del sonido de un triángulo golpeado por una varilla de metal, y por la voz de Licario, entraban en el ritmo sistáltico o “de las pasiones tumultuosas”, “apresurando sus movimientos, como aconsejados por una danza que inauguraba un frenesí” (2000:605). Pitagóricamente, todos los números que aparecen en ese pasaje están vinculados con el tres: el triángulo de Licario, los personajes de la infancia de Cemí y hasta el 615 de la dirección. Es como si una corriente de causalidades invisibles determinara el orden de la escena. Se trata de puntos diversos que tejen una red de analogías (numéricas, temporales) marchantes, sistálticas, y que determinan la aparición de un nuevo punto que cierra el sentido de esa tejedura, la aparición del cuarto esperado (esperado por veinte años). Lezama siempre relaciona el número cuatro con el Tetragrámaton, con Dios. En este pasaje de la novela todas las analogías se cierran en ese cuarto personaje —el ausente esperado— que será recibido por Licario. Y, claro, se trata de Cemí, que luego es conducido por el mozo del elevador hasta el apartamento del Ícaro habanero. Pero entonces la escena se transforma radicalmente, Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino —los imbuidos del ritmo sistáltico— ya no están, y Licario abre la puerta antes de que Cemí la toque. Esa transformación del apartamento pareciera ser también la de Cemí, que así llega a Licario “con la imagen del huevo celeste” (2000:606): —Veo, señor —le dijo Cemí—, que usted mantiene la tradición del ethos musical de los pitagóricos, los acompañamientos musicales del culto de Dionisos. —Veo — le dijo Licario con cierta malicia que no pudo evitar—, que ha pasado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, al estilo hesicástico, o del equilibrio anímico, en muy breve tiempo. Licario golpeó de nuevo el triángulo con la varilla y dijo: Entonces, podemos ya empezar (2000:606).

Ese episodio demuestra hasta qué punto en Paradiso el silogismo se hace estético, se sobresalta en el azar concurrente, y, sin embargo, no deja de ser silogismo.30 Sufre una transformación. Se configura en análogo. Se vuelve metáfora. Es “lo redundante que sobrevive como residuo de identidad”, “concatenación no cotidiana, alianza del estiércol y 30

En Lezama, acaso por americano, no ocurre eso que A.H. Murena apunta sobre la metáfora, que “se instala no sólo más allá de la lógica, sino contra la lógica” (1973:63). Frente a esto, aquellas línea de Lezama: “Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida en el mundo prelógico, no sea nunca ilógica. Como buscando la poesía una nueva causalidad, se aferra a esa causalidad” (1981:313).


85 el polen, de la plegaria periódica y la llovizna”, para decirlo con palabras de Ida Gramcko (1983:51). Encuentro súbito de un espacio como posibilidad. Búsqueda esperanzada, sin finalidad. Metáfora. “No hay ámbito enemigo. (…) Un lirio, adversario inmediato de la sombra, se familiariza con el vaho nupcial de la noche” (1983:51). Metáfora; transformación. Escritura y transformación. La novela se transforma en un libro de culto, pierde su condición literaria. Se convierte en un edificio verbal hecho de significantes. Se vuelve naturaleza. Llega hasta el mito americano de la familia criolla. Le exige al lector transformación, le pide que viva su propia muerte literaria y que, en su “estar ante la imagen”, reviva en otra cosa que puede ser literatura, pero que también puede ser una era imaginaria o el recuerdo de la niñez y de los amigos, o la concurrencia histórica de una cultura en otra, o la ausencia posible de nuestros héroes, o la continua reinvención de nuestra circunstancia. La novela nos reinventa como lectores. ¿Leemos? Sin duda. La poiesis, que según Lezama no es exclusividad de la poesía, acontece en Paradiso como poesía. Acontece, ya lo he dicho, en la palabra y en el idioma, es verdad, pero en una dimensión transformadora, glotona y gozosa de la palabra y del idioma. Esa reinvención es la de un cuerpo palpable hecho de sonoridad impresa. La hoja con sus letras se expone ante el tacto. También se hace paladeable; sabemos que podríamos hincarle el diente. La tocamos con el cuerpo entero. Reconocemos allí un cuerpo de letras analfabetas, como diría José Bergamín, que nos restituye como lectores de lo sonoro y de lo visual, de la imagen en su plenitud verbal, y que nos vuelve contemporáneos de los aurigas y de su auditorio, contemporáneos del chamán. La escritura deja de ser la palabra, logos significador, y empieza a reobrar en el lenguaje, en el eros del lenguaje (la exigencia de su muerte y de su resurrección) que esa escritura corporal, sonora y analfabeta, evoca. En su resurrección la metáfora se extiende “como una masa hasta transparentarse”. A trasluz vemos la raíz de una episteme necesaria en las premisas del logos lezamiano: regresar a los orígenes, vivir en el conocimiento de la incorporación antropófaga, americanísima, que revierta lo reversible en el juego de las posibilidades; dejar que la imagen se almuerce al pensamiento, que se harte, y que luego lo devuelva, en el sueño, erotizado de muerte. Disfrazar. Cultivar el sympathos, la continuidad de la simultaneidad.


86 Encontrar dentro de la serpiente a los maestros cantores. Hacer que la ciudad crezca mientras duerme. Percibir el flechazo de una serie de variantes inconexas en el centro del ombligo. Reinventar la historia cuando la imagen actúa en el tiempo. Esperar la ausencia. Gozar el instante de la conversación. Hacer de la sobremesa el espacio del recuerdo paradisiaco. Hacer de la familia el centro de todas las irradiaciones éticas y poéticas. Compartir soledades con los amigos. Meternos más seguido en la cocina y, como japoneses en el trance de un invierno habanero, empezar a raspar con la uña el tokonoma, el infinito en la pared.


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